EL FARO 1 Marzo 2011 MARZO 2011 PLIEGOS DE ALBORÁN Nº 25 María Antonia La Caramba de Antonina Rodrigo JOSÉ LUPIÁÑEZ El pasado 25 de febrero presentamos, en el Teatro Calderón, la reedición del libro de Antonina Rodrigo María Antonia La Caramba. El genio de la tonadilla en el Madrid goyesco. Fue todo un placer y un verdadero honor acompañar aquella noche a Antonina Rodrigo, una escritora e investigadora granadina –nacida en el barrio del Albaicín–, de reconocido prestigio dentro y fuera de España; conferenciante, articulista, ponente en congresos y ciclos, ensayista, autora de más de una treintena de títulos que nos han descubierto a todos aspectos desconocidos de nuestra historia reciente o lejana, y nos han ofrecido siempre nuevos datos y revelaciones, desde un acercamiento riguroso a las fuentes y un respeto profundo a la verdad histórica. Con este método nos ha proporcionado textos inolvidables y ya imprescindibles; trabajos y estudios de referencia, por su amenidad narrativa y su capacidad evocadora, que nos han ayudado a comprender mejor la vida y la obra de grandes artistas como García Lorca, Salvador Dalí, Ángel Ganivet, Manuel de Falla o Manuel Ángeles Ortiz y, de manera muy especial, la de un gran número de heroínas silenciadas, de mujeres conocidas y desconocidas, postergadas, a pesar de sus aportaciones relevantes, que ella ha sabido rescatar del olvido y recuperar para el patrimonio común. Me refiero a Mariana Pineda, Margarita Xirgu, María Lejárraga, Federica Montseny, María Goyri, María Blanchard, María Casares, María de Maeztu, Antonia Mercé La Argentina, María Teresa León, Margarita Nelken, Zenobia Campubrí, María Zambrano, Victoria Kent o nuestra María Antonia Fernández La Caramba, por citar sólo algunos ejemplos significativos de esa larga nómina de nombres a la que ha dedicado tantas horas de esfuerzo y de búsqueda, labor por la que se la respeta, se la admira y se la aprecia como a una de las grandes estudiosas y especialistas en el feminismo del siglo XX. Ahí quedan sus títulos, reeditados permanentemente, con aportaciones relevantes en cada edición, enriquecidos con la incorporación sucesiva de nuevos documentos, apéndices, anécdotas, referencias de primera mano o material gráfico ignorado, que siguen abriendo perspectivas inéditas a la indagación y conformando todo un corpus de consulta obligada para quienes quieran hacerse una idea cabal de la lucha admirable y solidaria de esa pléyade de grandes mujeres españolas por la justicia, la igualdad, la libertad y el conocimiento en las etapas más conflictivas de nuestra historia reciente, desde la República y la guerra civil, hasta la postguerra y el exilio… Una obra que, como afirmaba Montserrat Roig en el prólogo a uno de sus libros más conocidos, Mujeres para la historia: La España silenciada del siglo XX, el primero de una importante trilogía en marcha, adquiere «un LA ESCRITORA GRANADINA ANTONINA RODRIGO, UNA DE LAS GRANDES INVESTIGADORAS Y ESPECIALISTAS EN EL FEMINISMO DEL SIGLO XX. PORTADA DE LA TERCERA EDICIÓN DE SU LIBRO SOBRE MARÍA ANTONIA LA CARAMBA IMPRESO EN LA SERIE «HISTORIA Y CULTURA» DEL AYUNTAMIENTO DE MOTRIL valor muy preciso y necesario: la sustitución del tiempo de silencio por el tiempo de la palabra». Ahí quedan sus títulos, decía, conocidos por muchos, y que recuerdo ahora porque el hacerlo supone algo así como abrir ventanas al universo preferente de la autora; un universo marcado por el teatro, la literatura, el arte y la historia, y que concede especial protagonismo, en cualquiera de los períodos que explora, al papel determinante jugado por la mujer y silenciado o postergado por el tiempo, el poder o la inconsciencia… Granada es también otra de sus grandes pasiones y todo lo que tenga que ver con su historia, sus tradiciones y sus gentes. El peso de los temas y personajes granadinos en su bibliografía lo demuestra, en alternancia con la atención a los relacionados con Cataluña, en donde reside desde 1970, y desde donde se ha dedicado con energía y acierto admirables a desvelar la vida y la obra de muchas de sus figuras significativas. Algún crítico ha llegado a decir que su labor investigadora establece un puente que relaciona de manera ejemplar las dos culturas. Muchos de sus ensayos y biografías así lo corroboran: García Lorca en Cataluña; García Lorca el amigo de Cataluña; García Lorca en el país de Dalí; La Huerta de San Vicente y otros paisajes y gentes; Lorca, Dalí una amistad traicionada; Margarita Xirgu y su teatro; María Lejárraga una mujer en la sombra; Mariana de Pineda heroína de la libertad; Memoria de Granada: Manuel Ángeles Ortiz, Federico García Lorca; Mujer y exilio 1939, éste último el segundo de la trilogía a la que aludía antes, etc. etc. También nos consta, y celebramos de corazón, el reconocimiento a su infatigable labor investigadora y ensayística, de ahí los numerosos galardones que ha recibido por sus trabajos, y por su contribución al estudio de la historia de nuestro país, tales como la Cruz de San Jordi de la Generalitat Catalana en 2006 o, hace muy poco, el Premio María Zambrano de la Junta de Andalucía (2010) por citar sólo dos de los más renombrados. Sobraron los motivos, pues, para enorgullecerse de la presencia de Antonina Rodrigo entre nosotros; para darle la bienvenida al delicioso teatro que nos acogía y celebrar con ella esta tercera edición de su María Antonia La Caramba, que ha revisado y actualizado con nuevos apéndices e imágenes. Una doble alegría: contar con la realidad de esta obra y saber que, de algún modo, su nombre, el nombre de la autora, ya ligado a Motril desde antes, ahora se une a la ciudad más afectivamente, con este libro que lleva pie editorial motrileño, y que tanto nos enseña sobre una figura nacida en esta tierra –en 1750–, que triunfó y dejó la huella de su singularidad y de su desparpajo en la escena española de la segunda mitad del XVIII. Antonina Rodrigo nos habla de un regreso de la artista a su ciudad natal «a contarnos su lucha de mujer, en aquellos escenarios de su apoteosis» y, en cierto modo, lo es; es un retorno, porque a partir de este título ineludible para la bibliografía local, se avivará el deseo de muchos por saber quién fue realmente esta María Antonia La Caramba y serán más los que puedan descubrir el verdadero alcance de una actriz que en sus años de esplendor revolucionó los corrales de la Cruz y del Príncipe de aquel EL FARO 2 Marzo 2011 Cultura/Ensayo LA PORTADA DE LA EDICIÓN SE ILUSTRA CON EL CONOCIDO GRABADO DE LA CARAMBA, DEL PINTOR HERNÁNDEZ QUERO Madrid de las luchas entre el casticismo representado por don Ramón de la Cruz y sus seguidores y el respeto a las normas propuesto por los galoclásicos, como ella prefiere denominar a los imitadores de los modelos franceses. Se trata, sin duda alguna, de un viaje fascinante en el tiempo; de un regreso a esa etapa del dieciocho que todos asociamos a las imágenes de Goya y al reinado de Carlos III, a ese mundo en el que el pueblo impregna los gustos, aficiones y maneras de las clases altas, e impone su moda que adoptarán con entusiasmo muchos representantes de la nobleza, vistiéndose de chulapos y majas, como ocurrió, por ejemplo, con el Conde Fernán Núñez o con María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo, decimotercera Duquesa de Alba, la «duquesa de la leyenda y de la realidad de Goya», como nos recuerda Antonina Rodrigo: una «mujer sugestiva, juncal, excitante y frívola que destila encanto por todos los poros»... Y ¿cómo se produce tan fácilmente para el lector ese viaje al que me refiero? La clave está, a mi modo de ver, en el método de trabajo de la investigadora, que sabe conjugar la fidelidad a los datos eruditos y a las fuentes con un estilo claro, jugoso, ágil, de indudables y eficaces valores literarios. Ese binomio que fusiona el respeto a la verdad científica y la amenidad en la exposición de los hechos es el que ha dado popularidad a la escritora, que sabe como nadie recomponer la atmósfera, la vida y el drama que rodea a sus personajes. A este respecto es muy importante tener en cuenta la cita de Ortega y Gasset que preside esta obra, porque en ella se describe, de algún modo, este planteamiento, este ideario que comparte Antonina Rodrigo y que resume con fidelidad su modo de acercarse a los acontecimientos históricos y a los protagonistas de los mismos. Dice Ortega: «La historia es siempre historia de vida. Las obras de arte no nacen en el aire, son piezas humanas y, por lo tanto, ellas mismas vivientes. Ahora bien, la vida humana es drama. De donde se sigue que no hay historia bien planteada metódicamente, si no se descubre su argumento dramático que va dentro de ella y le proporciona su viviente y orgánica tensión». Este es el objetivo que se marca Antonina: descubrirnos ese argumento dramático y dotar de viviente y orgánica tensión a sus textos, para acercarnos mejor al periodo que estudia o al personaje que se inscribe en el mismo; en este caso la tonadillera motrileña, a quien, gracias a cuanto se nos dice de ella, no es difícil imaginar derrochando ingenio y picardía en la escena ante un público entregado, o exhibiendo su belleza por el Paseo del Prado, el segundo gran escenario en donde se dejaba ver y admirar por los madrileños. Allí quizás se sorprendieron al observarla lucir por primera vez ese tocado inventado por ella, que pasó a llamarse caramba, en su honor. Me refiero a «esa gran moña de brillantes colores que se ponía sobre la cofia», que revolucionó la moda del momento. La oportuna cita de Ruiz González, nos la ofrece la autora como descripción muy eficaz del alcance de aquella influencia: «La Caramba, que se les había subido a la cabeza a los hombres como un fuerte vino andaluz, acabó por subírsele también a las mujeres en forma de adorno». La prenda fue imitada profusamente, y pasó a formar parte del vestuario de las mujeres de toda clase y condición, para mayor alarma y escándalo de los moralistas y neoclásicos. Goya inmortalizó la caramba, al pintar a muchas de sus majas luciéndola sobre la cabeza. Pues bien, Antonina Rodrigo nos habla de esta mujer apasionante y de su fuerte personalidad; de esta mujer que influía en la moda, que embelesaba al público con su sensualidad, su figura, sus gestos, su voz, su arte escénico. Todos los testimonios apuntan al hecho de que se supo ganar con su trabajo y con su profesionalidad el aprecio y el aplauso de sus contemporáneos y convertirse en leyenda... Influyó también en el lenguaje y se hablaba, por ejemplo, no ya de bailar sino de carambear, que era hacerlo al estilo de La Caramba, con su gracejo, con su sal, con su ángel, con su picardía. El pueblo la idolatraba y ella se dejaba querer en los coliseos de comedias, en los toros, por los que sentía gran afición, o en el Paseo del Prado, donde le gustaba enseñar su lujoso y costosísimo vestuario. Una heroína de su tiempo, que murió a los treinta y siete años, tras darle un giro absoluto a su vida. Antonina nos habla de ella, porque ve en su caso a uno de esos arquetipos femeninos, y la cito, «que se elevaron sobre el nivel de su época y dejaron una impronta de afirmación y desafío». Es cierto, desde los coliseos se distinguió por su rebeldía manifiesta contra las influencias extranjeras y por su defensa del ideario popular: un teatro que retratara las costumbres y problemas de los espectadores, situado justo en la antípoda del modelo neoclásico, que imitaba fríamente patrones franceses o italianos… Nos encontramos con el personaje y con su paisaje vital, con su tiempo histórico. Y el libro es, en este sentido, un retablo en el que se contempla aquella vida en sus múltiples facetas: se aborda la biografía de la tonadillera, sí, y se aporta un gran número de documentos que hacen referencia a la misma, y se siguen sus pasos y la peripecia de su trayectoria como actriz y como mujer querida por el pueblo, pero también se ahonda en el teatro de la época, se nos describen los corrales de comedias y, en general, se aborda todo lo relacionado con el mundo del espectáculo: la escenografía, los programas de las representaciones, la crónica de algunas de ellas, los estrenos, la formación de compañías, la censura, al par que se nos da noticia de las obligaciones, tradiciones y prácticas de los cómicos, de sus demandas y desavenencias, con profusión de citas impagables y testimonios de viajeros de la época. Y todo ello haciéndosenos participar de la atmósfera de aquella etapa convulsa en la que se estaban asentando en nuestro país las bases de la modernidad; un periodo revivido en sus páginas y alimentado con los aspectos más variados de la vida cotidiana, de los atavismos del momento o los hábitos sociales, lo que se lleva a cabo salpicando de sabrosas anécdotas y de informes curiosos los breves capítulos que componen este relato histórico y biográfico; capítulos, que se leen con verdadera fruición. Son treinta y siete en total, de ahí lo caleidoscópico de esa mirada, las muchas facetas de su investigación, en la que también cobra especial relieve el protagonismo de la tonadilla, esa suerte de zarzuela en pequeño, que causaba furor entre el público y de la que fue una de sus mejores intérpretes la graciosa de cantado –ese fue su rango en las tablas– María Antonia La Caramba. No en balde el subtítulo de la obra así nos lo anticipa. La música más popular de ese tiempo es, pues, otro de los asuntos más y mejor desarrollados. Pero también aquel Madrid en plena transformación; y la Literatura y el arte y sus representantes más notables (Feijóo, Cadalso, Iriarte, Moratín, Ramón de la Cruz, Goya, etc.); el mundo de la nobleza aficionada a los gustos castizos, la moda, los toros, el despertar del interés por la ciencia y la inventiva… Y como hilo conductor de esa realidad plural la vida de esta motrileña; una vida de escándalo, de éxito, llena de episodios frívolos y novelescos, como su propia boda con Agustín Sauminque en la Iglesia de San Sebastián, la parroquia de los cómicos, con falsificación de documentos incluida y ruptura del matrimonio al poco de haber contraído nupcias. Y es que, como nos recuerda Antonina, la artista «no había podido resistir un mes de vida cotidiana, alejada de lo que era su sustancia misma: el teatro, y… la vida de la farándula, de espíritu burlón y alma inquieta, la reclamaba». O ese otro desenlace final de su sorprendente renuncia, de su conversión al Señor, que imprimió un sesgo romántico a su biografía, trocando a la diva de los teatros en penitente que en su éxtasis particular abusó de sacrificios y mortificaciones, hasta el punto de acabar deteriorando gravemente su salud, caer gravemente enferma y morir al poco tiempo, justo el 10 de junio de 1787, tras una existencia corta y azarosa, llena de intensidad, de contradicciones y de claroscuros. En ningún otro libro podemos encontrar al día de hoy, que yo sepa, mayor información que en éste de Antonina Rodrigo sobre el personaje de La Caramba. En pocos ensayos de su cuerda disfrutaremos de un estilo similar al suyo, a la hora de contar los hechos históricos, tan plástico, tan lleno de matices, tan emotivo, tan eficaz para atrapar al lector… Esto mismo señalan todos sus críticos cuando comentan sus trabajos, como lo hace el novelista y escritor Francisco Gil Craviotto, en el oportuno capítulo de su libro Nuevos retratos y semblanzas con la Alhambra al fondo, dedicado a su trayectoria. Allí comenta este extremo, que él considera característica fundamental de su escritura: «Antonina Rodrigo –nos dice el autor de El oratorio de las lágrimas– con un lenguaje llano y preciso y con unos periodos no excesivamente largos ni cortos, hace que sus obras puedan llegar lo mismo a las personas de una cultura media que al más riguroso de los lectores. Es ésta una virtud que, por desgracia, no siempre se percibe en historiadores y autores de biografías»… Por eso creo, sinceramente, que no puede faltar esta obra en el hogar de ningún motrileño que se precie de tal… EL FARO 3 Marzo 2011 Cultura/Narrativa Octave Mirbeau FCO. GIL CRAVIOTTO Hoy, a la hora de iniciar mi paseo por las orillas del Sena, he tomado de mi estantería un libro del escritor Octave Mirbeau. Don Octavio nació en Trévières (Baja Normandía, tierra de prados y acantilados) el 16 de febrero de 1848 –precisamente el año de la revolución que dio al traste con la monarquía de Luis Felipe de Orleans–, y murió en París el 16 de febrero de 1917, justo cuando la primera guerra mundial estaba en todo su apogeo. Sesenta y nueve años de existencia, ni un día más ni un día menos, que don Octavio aprovechó para escribir –teatro, novela, infinidad de artículos (dicen que era el periodista mejor pagado de su tiempo), cuentos y críticas de arte–; vivir ardientes amores y desamores, polemizar contra todos los gerifaltes de la derecha de entonces –le llamaban el «millonario rojo»–, denostar contra curas y frailes y, redomado hedonista, disfrutar de todos los deleites de la vida. Una vida, justo es reconocerlo, llena de contradicciones y postulados absurdos, algunos tan lamentables como considerar que una persona de izquierdas jamás debe ir a votar. Él lo dice bien claro en uno de sus libros: La huelga de las urnas: «Los corderos van al matadero. No se dicen nada ni esperan nada. Pero al menos no votan por el matarife que los sacrificará ni por el burgués que se los comerá. Más bestia que las bestias, más cordero que los corderos, el elector designa a su matarife y elige a su burgués. Ha hecho revoluciones para conquistar ese derecho». ¿Desencanto ante los pésimos resultados que la clase obrera había conseguido en Francia después de tantas revoluciones y barricadas? Indudablemente que sí, pero también fruto de la asimilación de las doctrinas anarcolibertarias que consideraban que el voto es un asunto meramente burgués, que no le afecta para nada al obrero y que, ganen unos u otros, su situación no cambiará. Las mismas ideas que en la España de los años treinta tanto ayudaron a que las elecciones de 1933 las ganara la derecha y con ellas nos llegara el ominoso bienio negro. A estas contradicciones podríamos añadir otras muchas. Sin embargo, no toda la obra de Mirbeau es deleznable. Ni mucho menos. Justo es señalar a su favor su valiente posición en el affaire Dreyfus, sobre todo después de que en 1898 Emile Zola se partiera el pecho con su famoso J´accuse; su decidido talante de escritor engagé, que denuncia las atrocidades que se cometen por doquier –crucial en este sentido es el libro Le jardin des supplices–; sus valiosísimas críticas de arte –Mirbeau fue el gran descubridor de los impresionistas y amigo personal de Monet con el que mantuvo una interesantísima correspondencia–, la profundidad psicológica de algunas de sus novelas y el inmisericorde destape que hace en su autobiografía novelada Sebastian Roch, del mundo hipócrita y depravado de los colegios de curas. Una auténtica denuncia de todo un sistema de enseñanza –el internado–, muy en boga en aquella época y años posteriores. Cabe pregun- EL ESCRITOR OCTAVIO MIRBEAU Y PORTADAS DE TRES OBRAS COMENTADAS EN ESTE ARTÍCULO tarse, ¿las aberraciones que él señala de su internado jesuítico de Vannes –ciudad bretona en el estuario del río Marle–, son exclusivas de ese colegio o se repiten en todos los demás? Habría que hacer una investigación exhaustiva para responder a esta pregunta. Algo imposible de realizar. Otro punto muy a favor de Octave Mirbeau que jamás se debe olvidar, es su decidida posición ecologista –un ecologista avant la lettre– y su inconfundible amor por los animales. Él fue el primer escritor francés que dedicó un libro completo a un animal: su perro, Dingo. Alphonse Daudet ya le había precedido con un delicioso cuento sobre una cabra, La chevre de monsieur Seguin, pero sólo era un cuento dentro de un todo diverso. Un detalle curioso: el libro del perro Dingo apareció en 1913, el mismo año que en España se publica Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. ¿Sería que estaba en el aire el amor y respeto a los animales? Presentado el autor, se impone ahora hablar del libro que acabo de abrir. Se trata precisamente del ya mencionado Sebastián Roch – la más acusadora denuncia literaria contra los internados de curas y frailes que hasta ahora se ha escrito–, obra a la que los mencionados curas y frailes respondieron declarando al escritor la guerra del silencio. Ni una palabra sobre el libro en toda la prensa que, de una manera más o menos descarada, controlaba la Iglesia, lo que papas y obispos llamaban entonces la «buena prensa». Que la Iglesia optase por el silencio en lugar de arremeter contra el libro, se explica si tenemos en cuenta el rotundo éxito de otra novela anterior de Mirbeau, Le Calvaire, en la que, ante la escandalera –en ella el autor toma a solfa el concepto de patria–, toda la prensa conservadora desenvainó plumas y espadas para insultar al autor. El resultado de tal combate fue aleccionador: en menos de ocho días se agotó la primera edición. Escarmentados ante tan desalentadora experiencia, esta vez optaron por la estrategia contraria: la conspiración del silencio. Así consiguieron que la novela Sebastián Roch pasara sin pena ni gloria. Ahora, algo más de un siglo después, es el propio papa Benedicto XVI, el que, al pedir perdón en Sidney por los abusos sexuales cometidos por curas y frailes en colegios católicos, sin quererlo ni buscarlo, trae a la actualidad el lejano y acusador libro de Mirbeau, cuyo tema principal es, precisamente, ése: la doble violación –de mente y de cuerpo– de un niño, Sebastián Roch, en un colegio de jesuitas, el colegio San Francisco Javier de Vannes (Bretaña), que el escritor nos define «como una gran prisión de piedra gris». La crítica actual, de manera unánime, califica este libro como novela autobiográfica. No le faltan razones: el niño Sebastián Roch estudia en el mismo colegio en el que Octavio Mirbeau había estudiado; entra interno, como él a los once años y, después de cuatro cursos de auténtico infierno, ambos terminan expulsados en muy extrañas circunstancias. En todos estos aspectos las coincidencias no pueden ser más exactas, pero hay un punto al que hasta ahora no ha podido responder la crítica: el relativo a la violación. ¿Fue violado por uno de los curas del internado de Vannes el niño Octave Mirbeau, al igual que lo fue su alter ego Sebastián Roch? Todo apunta a la respuesta afirmativa –incluso se ha dicho que el cura Le Kern de la novela es la reencarnación literaria del jesuita Stanislas du Lac–, pero, a pesar de tanto esfuerzo investigador, siempre quedará la sombra de una duda: también puede ser que Mirbeau haya mezclado las experiencias vividas por él con otras presenciadas o referidas. Para el caso es igual, el libro no pierde un ápice de su acerba crítica y su implacable aire denunciador. EL FARO 4 Marzo 2011 Cultura/Narrativa EL AUTOR FRANCÉS OCTAVIO MIRBEAU DEL LIBRO INÉDITO ORILLAS DEL SENA La agria crítica que Mirbeau lanza contra el clericalismo –«Le clericalisme, voilá l´ennemi», solía él repetir– se apoya en tres puntos o ángulos de ataque. Helos aquí: 1) La sangre derramada, a través de los siglos, por la Iglesia católica: cruzadas, exterminación de los albigenses, guerras papales, hogueras inquisitoriales, etc. 2) Religión, igual a opio del pueblo y muy especialmente de la infancia. 3) Los grandes crímenes, que se cometen en los centros docentes o de caridad controlados por la Iglesia. Entre estos crímenes destaca uno, hasta entonces impune, del que él puede dar fe: los abusos sexuales de los curas hacia sus educandos, que en muchos casos llegan a la violación. Merece la pena detenerse en cada uno de estos puntos. El primero de ellos, aunque no es nuevo en la literatura francesa –recordemos los nombres de Montaigne, Voltaire, Diderot, Meslier, los filósofos ilustrados, etc.–, ni termina con Mirbeau –recordemos a Anatole France, Sartre, Camus, Onfray, etc.–, adquiere en Mirbeau un énfasis especial. El segundo tampoco es nuevo, pero nuestro autor tiene el enorme mérito de mostrarnos los diferentes métodos de administración de ese cotidiano opio en los colegios: la confesión, –ese gran invento de la Iglesia para dominar a todos los pueblos por los que ha pasado–, la enseñanza –toda arcaizante y plagada de conocimientos inútiles y ausencia de los necesarios–, los recreos y paseos más o menos guiados, las romerías a lugares sagrados –tal la de santa Ana d´Auray con todo detalle narrada en el libro– , la profusión de leyendas piadoso-idiotizantes que día tras día iban vertiendo los curas en sus alumnos. Sólo una como ejemplo: la del turco que llegó a Francia sin saber una palabra de francés. Bastó con que alguien le pusiera en la lengua una medallita de santa Ana para que comenzara a hablar la lengua de Molière mejor que muchos franceses y se convirtiera al catolicismo inmediatamente. Todo esto, nos dice Mirbeau, ayuda a la indigestión de la mente y, en consecuencia, a la imbecilidad programada. Es lo que nuestro autor califica de educastración. Pero es en el tercer punto, el de los grandes abusos sexuales en los colegios controlados por la Iglesia, donde Mirbeau pone todo su empeño y consigue su mayor efecto denunciador. Además de romper un tabú –él es el primero que se atreve a hablar PORTADA DE LA NOVELA SEBASTIÁN ROCH, «LA MÁS ACUSADORA DENUNCIA LITERARIA CONTRA LOS INTERNADOS DE CURAS Y FRAILES QUE HASTA AHORA SE HA ESCRITO» de este tema–, acierta a crear un nuevo género o subgénero literario –el de la novela de niños en colegios de curas–, que incluso logra exportar al extranjero y, pocos años más tarde, tendrá en España, en las plumas de Pérez de Ayala, Azaña y Gabriel Miró, sus mejores seguidores. A estos tres frentes de ataque, ya estudiados por la crítica –muy especialmente por Pierre Michel, especialista en Mirbeau–, yo añadiría otro más: la puesta en evidencia de la redomada hipocresía clerical. En este aspecto el capítulo relativo a la expulsión de Sebastián del colegio jesuítico de Vannes es el más acabado ejemplo de hasta qué extremos de fineza y perfección puede llegar dicha hipocresía. Baste señalar que, antes de que el niño ponga los pies en la calle, el cura que hasta entonces parecía más humano y digno de confianza, no cesa hasta hacerle jurar a Sebastián que jamás dirá a nadie una sola palabra de cuanto allí le ha ocurrido. Huelga añadir que, si tal episodio es autobiográfico, como parece, a los curas les salió el tiro por la culata: nada menos que un libro de trescientas páginas informa a todo el que quiera leerlo de cuanto le ocurrió al pro- tagonista en aquel antro de perversión e hipocresía. Tras la expulsión, el libro nos relata, ahora en primera persona, –Mirbeau es un maestro en la seducción del estilo–, las terribles secuelas de la violación. El joven Roch ha quedado, al menos temporalmente, invalidado para el amor y una inevitable repugnancia hacia todo lo relacionado con el mundo del sexo hace que todas las caricias de su antigua novia de infancia, la bella y ardiente Margarita, caigan en campo baldío. ¿Quedará Sebastián Roch para siempre privado de los goces de la carne? La entrega de Margarita en una noche de amor y plenilunio parece salvar la situación. Poco importa. Al día siguiente comienza la guerra franco prusiana y Sebastián, en edad militar, tiene que entrar en el cuartel. Morirá luchando contra los prusianos, «absurdamente sacrificado al Dios de la guerra», nos dirá nuestro autor. Las últimas páginas del libro las dedica Mirbeau a fustigar a otro de sus grandes enemigos: el militarismo, el tema escándalo de Le Calvaire, sin que tampoco falten, salpicando toda la novela, los certeros y repetidos dardos contra la nobleza y la emergente burguesía. Y mientras va arrojando denuestos contra curas y militares, en los remansos de su demoledor discurso, Mirbeau hace un alto para ofrecernos el ideal de sociedad que él desea. Valgan como ejemplo estas líneas que traduzco sobre la marcha: «¿Hay en alguna parte una juventud ardiente y reflexiva, una juventud que piensa y que trabaja, que se libera y nos libera de la pesada, criminal y homicida mano del cura, tan fatal para la mente humana? Una juventud que, frente a la moral establecida por el cura y las leyes que aplica el gendarme, ese complemento del cura, diga valientemente: Yo seré inmoral y yo seré rebelde». Fueron estos gritos de acusación, –toda la novela es una constante acusación–, lanzados a la cara de una sociedad hipócrita e inicua los que hicieron que más de un crítico calificara esta obra de tea subversiva. La conspiración del silencio fue la respuesta de aquella sociedad a la descarada osadía de Mirbeau. Los denuestos de ayer se convierten hoy en elogios y el libro, como el ave Fénix, resurge de las cenizas de la sociedad que le vio nacer y cerró ojos y oídos a todas sus denuncias. EL FARO 5 Marzo 2011 Cultura/Poesía LA ESCRITORA JEREZANA VICENTA GUERRA, QUE ACABA DE PRESENTAR SU LIBRO BREVERÍAS: PENSAMIENTOS Y CANTARES. DERECHA: PORTADA DE LA OBRA, DE FDEZ. LIRA La graciosa profundidad de Vicenta Guerra MAURICIO GIL CANO Bajo el título de Breverías: pensamientos y cantares, Vicenta Guerra Carretero (Jerez de la Frontera, 1930) ha publicado un libro de poesía que no va orientado expresamente al público infantil, después de una consolidada trayectoria con obras destinadas a encantar a los pequeños lectores. Decía Juan Ramón Jiménez que «el niño puede leer los libros que lea el hombre con determinadas excepciones que a todos se les ocurren». Con los libros de Vicenta Guerra sucede también a la inversa, pero éste en particular la consagra como poeta plenaria. El volumen está bellamente ilustrado a partir del Fondo Documental de Fernández Lira, a quien se debe además su cubierta. Desdichadamente, el maestro Lira falleció mientras Breverías estaba en la imprenta. La contracubierta recoge unas palabras suyas a propósito de estos poemas de Vicenta. El entrañable dibujante y cartelista se pregunta: «¿Son píldoras para calmar los amaneceres? ¿Son bolitas de anís para endulzar el fin de la jornada?». Francisco Fernández García-Figueras asegura en el prólogo que Vicenta Guerra «siempre recuerda lo que tiene que decir, y se olvida de su personalidad cerebral culta, para decir las cosas a su manera, directa, sin recovecos, espontáneamente viva». Quienquiera que conozca a Vicenta no puede sino ver en ella la encarnación de la bondad. Dulce y tierna, su inocencia deviene de su sabiduría, un compendio de la cual ha cuajado en estos pensamientos y cantares de profunda sencillez y pureza. La primera parte del libro –y la más exten- sa– se reúne bajo el epígrafe «Pensamientos y cantares». Vicenta Guerra hace fácil lo difícil, al resumir en breves sentencias, de tres o cuatro versos –o aun de dos–, una filosofía vital propia con validez universal. Y lo realiza sin encorsetarse, con un dominio innato de las formas populares, sin parecer jamás forzada, sino, al contrario, con espontaneidad: «Dicen que el tiempo enseña/ sin gran alarde. / Yo creo que es un maestro/ que llega tarde». Tienen aire de copla estas perlas de la autora jerezana: «Yo me sé un cante/ que es triste o es alegre, / según quien cante». Un modo muy machadiano de cantar. El amor, el desamor, la amistad, los falsos amigos, el tiempo, las penas, la alegría de vivir, Dios, la soledad son algunos de los temas que trata la autora con singular hondura. Como señalase la profesora Elisa Constanza Zamora, durante la presentación de Breverías en la Real Academia de San Dionisio, en los textos de Vicenta no hay moralina, sino una ética. En efecto, Guerra Carretero imparte a través de su poesía una lección magistral de ética que es trasfondo de su estética. Una estética que debe mucho a la economía del lenguaje, hasta el punto que resulta imposible decir más con menos palabras: «Olvido y desinterés/ una misma cosa es». Ética y estéticas imbricadas, con las que construye un proverbial cancionero que no deja de ser –pese o gracias a su indiscutible originalidad– voz del pueblo, máxima aspiración de la copla. Cada uno de estos pensamientos y cantares posee tan graciosa gravedad que se vuel- ve preciso detenernos en la lectura para reflexionar. En su admirable libro, Vicenta da pistas para aquel que sepa leer. Así, en su personal homenaje a Federico García Lorca, asesinado en agosto de 1936, está homenajeando también a alguien que fue fusilado en Jerez por las mimas fechas: «Unos tiros cobardes:/ fue por Granada/ en aquel mes de agosto,/ de madrugada./ Tiros también/ lo mismo de cobardes/ aquí en Jerez./ 10-VIII-36». En esta fecha inscrita, caía vilmente ejecutado por los fascistas el periodista y poeta jerezano Francisco Guerra Tenorio, tío y padrino de la autora. El volumen se completa con una sección de tema religioso, «Saetas», y una tercera parte titulada «Poemas», que incluye las tres décimas del «Tríptico de Vendimia», entre otras destacables composiciones. A modo de epílogo, unos cuartetos de Almudena Guerra Castellano expresan la sentida gratitud que suscita Vicenta «por ser por siempre la eterna adolescente/ que erre con erre nos brinda sus cantares». En definitiva, Breverías es un libro para tener en la mesilla de noche, con la seguridad de que un minuto de su lectura nos iluminará el paso de las horas y nos transmitirá una dichosa ventura. Afirma Vicenta Guerra que su primer verso «no sabía de hermanos indefensos, de luchas fratricidas». Bendita ingenuidad de quien, después de ver «cómo el amor se compra y se comercia el miedo», persiste en su fe: «Si hacia Dios vamos/ y de Él venimos, / a Dios llevamos/ en el camino». EL FARO 6 Marzo 2011 Cultura/Ensayo/Narrativa José Enrique Salcedo, secretos de Valle Inclán ANTONIO COSTA GÓMEZ Igual que muchos autores del norte se sienten fascinados por el sur y por oriente, los del sur sienten pasión a menudo por el norte y sus brumas. Como en el poema de Heine, el abeto del norte sueña en la palma lejana, y ésta desea al abeto. Así Salcedo muestra en este libro su dedicación a los celtas. Durante un tiempo en el mundo académico estuvo de moda negar toda importancia a la cultura céltica y hasta discutirle el nombre. Se dice que se contrarrestaban los excesos del romanticismo. Pero los celtas nos subyugan y su legado es innegable. Aunque la historia la escribieron los romanos vencedores, que ni siquiera respetaron los nombres de sus dioses, las creaciones célticas nos deslumbran por todas partes. Nos asaltan en las leyendas o en las espirales antiguas, pero también en los poetas que a lo largo de los siglos actualizan su fervor. Lo suyo era el contacto con la naturaleza, la energía incesante, la transformación, un espiritualismo invencible, la pasión por vivir, la audacia. Salcedo en su libro recoge numerosos testimonios de los autores antiguos, de la literatura de Irlanda o de Gales, de las manifestacio- nes artísticas como el vaso de Gundestrup. Y los relaciona con otras culturas, y sobre todo con esa sabiduría perenne que sería el esoterismo. Y los interpreta a la luz de la psicología profunda, del estudio de los mitos y los símbolos. Atraviesa con audacia infinidad de ejemplos, los pulsa con devoción, rastrea sus lazos y sus correspondencias. Establece relaciones audaces y produce deslumbramientos. Acerca leyendas y mitos y hace que suelten chispas. Y ahonda en la devoción espiritualista de Occidente, a la cual hicieron una aportación básica los celtas. Rastrea una vitalidad invencible que nos viene de ellos. La encuentra en el «Romance del infante Arnaldos», y hace que el poema se llene de significados inexplorados. Está claro que ese barco lleno de música que solo dice su canción a quien con él vaya nos habla de una aventura espiritual y del misterio. La rastrea en Henry Vaughan con un poema de nostalgia de plenitud, y en los poetas metafísicos. Y la elucida en la obra de Valle-Inclán. El escritor que con sus Luces de bohemia nos lleva mediante un vidente ciego hacia el infierno y la destrucción para en- INGRES, EL SUEÑO DE OSSIAN contrar lo más indestructible en nosotros. Que sabe que el arte es La lámpara maravillosa, igual que para los celtas. Que esboza una santidad imposible en las Comedias bárbaras, y el milagro musical en Divinas palabras. Salcedo enciende luces sobre Valle Inclán y nos ayuda a comprenderlo como nunca antes. Y pone ante nosotros la inmortalidad de los celtas. Rumbo a Gaia ENCARNA LEÓN Que aparezcan en la sociedad en que vivimos nuevos libros dedicados a engrosar los ya existentes de Literatura Juvenil, sean de poesía o narrativa, es todo un acierto y por ello, hay que felicitarse. Uno de los libros de narrativa juvenil que hemos podido disfrutar, como novedad en los últimos meses, es el titulado Rumbo a Gaia de Antonia María Carrascal (Sevilla) con ilustraciones de José Bravo Díaz, publicado por Edimáter en la colección «La Vía Láctea». Es, sin duda, un libro para no olvidar como lector de cualquier edad y para recomendar a todos los jóvenes. Rumbo a Gaia afronta una temática que es abordada con cierta frecuencia por el cine y por espacios televisivos, no por eso menos interesante y actual; con situaciones de gran calado espiritual, presentes en muchas mentes adultas, expuestas en esta obra con gran sensibilidad, ternura y naturalidad. Carrascal utiliza un lenguaje directo, importa mucho la comunicación entre el autor y el lector de manera que, nada más iniciar el relato, engancha, crea compromiso de seguir indagando y avanzando en la narración. Se trata de un viaje iniciático hacia el más allá que las almas emprenden en un espacio de tiempo brevísimo que va, desde el instante mismo de la muerte física de todo humano, hasta entrar en la vida de la luz. La autora, con gran imaginación, recrea el mundo de los espíritus, nos muestra esa otra dimensión con sus estadios de transformación y perfeccionamiento ubicados en un mundo espiritual donde el tiempo terrenal no existe; en todo caso, hablaríamos de un tiempo celestial medido en eones, donde habitan las almas que aún no se han reencarnado y necesitan de una LA ESCRITORA SEVILLANA ANTONIA MARÍA CARRASCAL Y LA PORTADA DE RUMBO A GAIA exquisita preparación. Son cuerpos de energía creciente que aparecen, unas veces, envueltos en túnicas blancas o simplemente vestidos de luz. La narración va fluyendo con soltura y con mucha magia, haciendo de Rumbo a Gaia un relato de aventuras para todas las edades. Se distribuye en cuatro partes donde se pueden apreciar toda una enseñanza de valores, aprendizajes necesarios, superación ante dificultades que van realizando los distintos personajes que aparecen en el transcurso del relato. Antonia María escribe sobre encuentros, adaptaciones a las nuevas y desconocidas situaciones dentro de un marco de paz, armonía y respeto hacia los demás. Estas almas en preparación son orientadas por guías que les conducen a distintos niveles de perfeccionamiento y a conocer sus límites. Encontramos lugares para el ocio, los sueños y el descanso, biblioteca del conocimiento, clíni- ca de entrenamiento personal y viajes experimentales. Los guías informan sobre la existencia de otras conductas en la Tierra y enseñan a discernir entre el bien y el mal. Todo este conglomerado de sensaciones se viven en el más allá por seres que resultan angelicales y dóciles a los que vas tomando afecto a medida que, como lector, te metes en su mundo. Un mundo en el que el concepto tiempo adquiere otras dimensiones y los seres se transfiguran e iluminan. El tema de la reencarnación está llevado de una forma sublime y hace al lector testigo, cómplice o protagonista, a veces, del mismo. Antonia María Carrascal ha sabido llevar el tema con gran acierto, emplear un lenguaje muy asequible para los jóvenes, no solo por el vocabulario empleado, sino porque a través de la estructura de las partes conduce, a los posibles lectores, por un mundo de fantasía y de buenas maneras que les ha de ayudar a ser mejores y plantearse, desde ya, sacarle el mayor provecho posible a la vida. EL FARO 7 Marzo 2011 Cultura/Poesía EL POETA ALMERIENSE JOSÉ ANTONIO SÁEZ, AUTOR DE GOZOS DE NUESTRA SEÑORA DEL SALIENTE, PUBLICADO POR LA EDITORIAL GRANADINA PORT ROYAL Gozos de Nuestra Señora del Saliente La armoniosa elegancia lírica de José Antonio Sáez ENRIQUE BARRERO RODRÍGUEZ José Antonio Sáez (Albox, Almería, 1957) ejerce como docente de Lengua y Literatura Castellanas en su localidad natal, desde donde lleva años desarrollando una actividad lírica de elegante e interiorizada trascendencia, sólidamente anclada en un comprometido y personal humanismo y exteriorizada en una voz poética en la que se dan cita lúcidamente la memoria y la nostalgia, los estragos de la soledad y la intimidad de los escenarios cotidianos. Poesía del conocimiento honda en sus verdades y reflexiva en el decir, lejos de excesos culturalistas pero culta en su más prístina acepción. De todo ello daba buena cuenta la, hasta el momento de edición de la presente obra, última de sus entregas: Limaria y otros poemas de una nueva Arcadia, finalista del Premio Andalucía de la Crítica, interesante y personalísimo poemario en el que el autor acertaba a dibujar un nebuloso territorio propio, casi en la frontera entre la realidad y el sueño, lo figurado y lo real, la vivencia y la evocación, para rescatar de la mano del recuerdo los escenarios perdidos de la infancia, los rostros añorados del pasado y la devastación por el paso del tiempo, todo ello sustentado sobre la piedra angular de la íntima, elegíaca y delicada emoción. Con Gozos de Nuestra Señora del Saliente (denominación alusiva a la advocación mariana de Nuestra Señora del Buen Retiro de los Desamparados o del Saliente venerada en su Santuario sobre la cima del almeriense Monte Roel) el autor se adentra en el siempre difícil terreno de la poesía religiosa y de connotaciones espirituales y lo hace con armoniosa elegancia y equilibrada finura, bien lejos del tópico y de los excesos localistas, alcanzando a urdir un poemario que emocionará profundamente a quien lo saboree desde la perspectiva de la fe pero que merecerá a la par y por su valor literario el respeto de quienes a él se aproximen desde su ausencia. En sus cinco bien vertebrados Cantos el libro discurre hondo y palpitante en su intensa y acendrada espiritualidad, sin concesiones a la simpleza de un confesionalismo huero y convencional; antes bien, el intenso poemario se degusta desde la soledad del silencio y el lector experimenta la sensación de asistir a una oración de conmovedora autenticidad y sencillez elevada desde la frágil conciencia de lo netamente humano (el autor confiesa en el esclarecedor prólogo de la obra que fue gestada en un período de enclaustramiento como consecuencia de la convalecencia de una incómoda dolencia). Los tres primeros cantos (Anunciación del Ángel a Nuestra Señora, El Magníficat y La mujer envuelta en el sol) se desarrollan en poemas de dieciséis versos a base de cuatro estrofas de alejandrinos sin servidumbre a rima. Por el contrario, el cuarto canto (Poemas en Cuaderna Vía –concebido como homenaje a Gonzalo de Berceo–) adopta esta forma estrófica y quizás en este tránsito pueda cifrarse una de las escasas objeciones que este comentarista podría realizar al poemario en su conjunto en su apreciación lectora, pues pese a lo meritorio de la construcción y del esfuerzo lírico de Sáez el desusado tetrástrofo monorrimo confiere al poemario en el cuarto canto cierto aire añejo que contrasta, en cierto modo, con la naturalidad de la fluencia de los tres cantos anteriores. El quinto canto (Gozos del pueblo) es, a mi juicio, un afortunadísimo repertorio de seguidillas, soleares, redondillas, coplas, cuartetas y liras de fina impronta popular y alada gracia andaluza que dibujan, por demás, un interesante contrapunto respecto del aliento espiritual de mayor severidad y hondura de los cantos anteriores. Justo es destacar, con independencia de la muy legítima vivencia íntima y personal sobre el fenómeno religioso que pueda alentar en cada cual, la valiente y sincera honestidad de un poemario a contra estilo de modas y tendencias, en un mundo de tan doliente relativismo e indiferencia, un poemario como una oración coral en el mejor contexto y tradición de la poesía mariana y religiosa (Gonzalo de Berceo, Arcipreste de Hita o las Cantigas del Rey Sabio, por citar sólo alguno de los más conocidos exponentes) a la que tan sinceramente se rinde homenaje. En esta abismada soledad – oscura es nuestra noche– de un monólogo interior basado en una autenticidad sin fisuras con la Virgen del Sol Saliente, Madre que nos bendice con los días azules y las cálidas tardes, están cifrados la indudable altura y el interés lírico del poemario de José Antonio Sáez. EL FARO 8 Marzo 2011 Cultura/El Canto del Urogallo La cuadratura del círculo PEDRO RODRÍGUEZ PACHECO Debo empezar confesando, doloridamente, que este artículo es muy difícil de escribir. Creí, inocentemente, que el hecho que motivaba el movimiento de opinión de La Diferencia (que también pudo llamarse de la disidencia), significaría el rescate de una magnífica nómina de extraordinarios poetas (la antología de A. Rodríguez Jiménez Elogio de la diferencia, da buena cuenta del altruismo de nuestras intenciones) que por mor de las tendencias coyunturales habían quedado postergados, secuestrados en un limbo obsceno donde la única prioridad era encaramarse a una cínica actualidad para el misérrimo mercado interior, un mercado que, pese a tantas ínfulas, en nada enriquecía ese vasto dominio del mérito, la tensión y el valor más allá de nuestras limitadas y plagiadoras fronteras. La Diferencia, en principio, para quienes por edad, saber y gobierno más íbamos a perder que ganar, no era más que un rescate –lo argumenté en mi artículo anterior, «Secuestros y rescates»de aquellos excelentes poetas que habían creado siguiendo unas personales motivaciones, las cuales –qué paradoja– no eran más que las resultantes de sus experiencias personales, las de todo tipo, tan íntimas y conformadoras como las que aconseja Rilke en sus magistrales Cartas a un joven poeta. ¿Cómo íbamos a renunciar a lo único que teníamos, nuestra experiencia, la personal, la conformadora, la condicionante? Pero como única, personal, confor madora y condicionante, no podíamos asumir preceptivas generales que nos indicaran cómo, de qué manera, forma, ideología y temporalidad habíamos de plasmarla. O traicionarla. Y así el realismo social, sus compromisos y esclavitudes. O el culturalismo venecianista con sus impostaciones. O la suplantación de la experiencia personal por una generalizada en la que la escena urbana –un vergonzante realismo social– hurtaba la voz de quienes asumían otros ámbitos íntimos, simbólicos, ensimismados, hímnicos, escandidos, musicales y celestes. Co- incidió la emancipación de La Diferencia con el hegemónico poder de la llamada poesía de la Experiencia y, claro, muchos pensaron que íbamos contra ella pero, en verdad, ¿qué le importaba, por ejemplo, a Manuel Jurado López –con una obra a sus espaldas que había sorteado anteriores hegemonías– la penúltima? Y ¿a Antonio Enrique? Y ¿a mí? Era otra cosa –creímos algunos que era otra cosa, como así lo consigna precisamente, Jurado López en reciente entrevista (12/12/2010) en ABC de Sevilla–. Y como otra cosa, no nos importó poner en peligro la estadía que, en mayor o menor grado, poseíamos; la suficiente para no permitir que se arrasase todo el vasto dominio de una pluralidad creativa que por mansedumbre, comodidad y miedo nadie se atrevía a denunciar: con un poco de afrecho se contentaba el gallinero. Bien. A groso modo, esta fue la razón de existir y ser de la Diferencia, su única razón suficiente, poner en valor tantos valores postergados por las tendencias dominantes. Todo lo que antecede no tiene otra motivación que la publicación del ensayo La poesía de la Experiencia española de finales del siglo XX al XXI de la profesora Diana Cullell y de la crítica que del ensayo hace –«Un presunto estudio crítico sobre la poesía de la Experiencia, entre lo banal y lo risible»- J.L. García Martín. La crítica –enviada desde Fez por el poeta cordobés A. Rodríguez Jiménez– no me sorprendió en absoluto dado que no variaba ni en un ápice sus criterios sobre los poetas de la Diferencia y, particularmente, sobre Rodríguez Jiménez. Pero tuve curiosidad por conocer el contenido del ensayo dado que entre los poetas estudiados como experienciales se encontraba Mª A. Ortega. El ensayo en sí –hay que darle la razón a García Martín– es un auténtico bodrio. Aparece un listado de los consagrados como de la tendencia dominante y en él se designa a Rodríguez Jiménez, y dice García Martín: que éste «podrá ser un adalid de la llamada poesía de la Diferen- cia (…), pero su manera de entender la poesía, salvo en calidad, en nada se diferencia de la de los poetas realistas de los ochenta». Al fin y al cabo es lo mismo que decía en la introducción de su antología, Treinta años de poesía española (Renacimiento. Sevilla, 1996) justificándose: que si se seleccionaba a García Montero y no a R. Jiménez «quizás se deba, no a diferencias de estética o de mayor o menor proximidad al poder político (…), sino más sencillamente a diferencias de calidad (esa palabra tabú en los estudios literarios, pero que un antólogo, aunque con todas las cautelas posibles, no tiene más remedio que sacar a relucir)». Opiniones éstas ofensivas que ya había anticipado, un año antes, en la introducción de su antología Selección nacional y que, por aludirme directamente, contesté en un artículo, «El reto», que, curiosamente, hubo de salir en Papel Literario suplemento cultural del Diario Málaga-Costa del Sol, y no en Cuadernos del Sur dado que R. Jiménez, se excusó pretextando problemas con la dirección del periódico y en cuya redacción, la mía, había contado con la radical oposición de Mª A. Ortega, dado que según ésta no había tales descalificaciones, «sino guiños cómplices, simpáticos; se nos tenía en cuenta, se nos nombraba». Ah… En el ensayo de D. Cullell, se justifica como experiencial la presencia de Mª A. Ortega por el hecho de que, aunque ésta comienza «su creación poética como poeta de la Diferencia, más tarde se desvincula de ella, pese a que la poesía de la Diferencia sirve a Mª Antonia Ortega como recurso a través del cual defiende su derecho al ejercicio de un tipo de poesía distinta a la corriente experiencial dominante». Es decir, salvo que ya no sepa ni leer, la poeta madrileña se sirvió de la Diferencia para acabar siendo un apéndice residual de la poesía de la Experiencia ya que en un momento impreciso –cuando la Diferencia era historia pasada, «pecado de juventud» como se disculpó Rodríguez Jiménez ante Jesús Vigorra en el programa televisivo de Canal Sur «El público lee»–, se desvinculó de ella. Pero definitiva, dolorosamente, ¿cuándo se desvinculó Mª A. Ortega de la Diferencia para –limpia de las miasmas de las que pudo infeccionarse mientras se sirvió de los diferenciales– poder presentarse como ejemplo innovador de la nueva poesía de la Experiencia? Creí en la integridad, en la auténtica honradez de nuestro movimiento, en el rescate de unos poetas injustamente marginados y que no merecían tal suerte. Y lo hice así –lo hicimos así– por amor a la poesía, sin pensar en la mía propia ni en las que los que al igual que yo participábamos de tan saludable aventura… Dolorosamente, acaso, tenga que convenir en última instancia, que García Martín lleva razón, éramos «un nutrido grupo de agraviados» que sólo buscábamos vanidosamente la estadía que se nos negaba. Acaso esta fue la motivación de la disolución de la Diferencia como cuestión, argumento y legitimidad; es decir, hurtada la esencialidad, la aseidad, el ser lo que éramos y no ser otra cosa (la insoportable levedad del ser), quedaba como esqueleto la acomodaticia densidad del estar, sin importar el cómo ni el dónde, la consagración de la estadía o la cuadratura del círculo: el imposible que devoró la raíz de lo verdadero.