Jules Marat : (El sueño no muere) - Biblioteca Virtual Miguel de

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Jules Marat
(El sueño no muere)
José Ángel Antonio Martínez
Primera edición
Diciembre 2012
© José Ángel Antonio Martínez
© Ediciones Atlantis
Calle Abastos, 206. Local.
28300 Aranjuez (Madrid)
91 865 77 36
atlantis@edicionesatlantis.com
www.edicionesatlantis.com
ISBN: 978-84-940804-9-4
Depósito Legal: M-40677-2012
Impresión:
Jules Marat
(El sueño no muere)
DEDICATORIA ESPECIAL
Dedicada a mi hermana Noa, fallecida el 23-05-2012 como
consecuencia de un cáncer. Nunca te olvidaremos ni tampoco tu
contribución a esta novela, pues fuiste una de las primeras personas en
leerla y ofrecerme tu valiosa opinión. Te queremos, Noa, y te echamos
de menos todos los días.
AGRADECIMIENTOS
Con todo mi amor, a mis padres y a mis hermanas Ceci y Noa.
Por su apoyo para que sea escritor y no desfalleciera en mi esfuerzo por
escribir esta novela.
Con todo mi cariño y mi eterna gratitud, a mis amigos Eduardo
García-Ontiveros Cerdeño, Rafael Teruel Galarzo, Pilar Guilló Campello,
Manuel V. Segarra Berenguer y Francisco Rives Manresa, cuyos consejos
y correcciones me sirvieron para terminar de pulir mi novela.
A todas las personas que me mostraron su apoyo a través de las
redes sociales para que siguiera adelante y no bajara los brazos en este
difícil y complicado camino literario.
A la dirección y profesorado del “IES Severo Ochoa”, por su
magnífica colaboración y apoyo en la celebración de la presentación de
mi novela en el centro.
OBERTURA
Una carta para Julia
Finales del mes de mayo…
L
as olas del Atlántico rugían sobre el gran azul y rompían
con fuerza sobre la orilla acariciando la arena. La levantaban y la transportaban a lo largo de la costa para no
volver jamás. Julia estaba sentada en el banco del mirador observando
maravillada la sucesión de olas que rompían sobre la playa. Un
escenario cuya banda sonora silbada por la muchacha parecía ser una
melodía de corte lastimero y no exento de cierta nostalgia. La melodía
se la enseñó su madre, cuando era muy niña, y trataba sobre los sueños
que no llegan a realizarse jamás. La Navidad a la que se refería no era
una época para recordar y disfrutar junto a la familia y los amigos, sino
que, para ella, era algo que no debía ni celebrarse y aún menos ser
recordado. Se llevó de forma instintiva la mano al collar de plata que
colgaba de su cuello. Giraba hacia delante y hacia atrás los eslabones
que formaban la cadena. La cadena unía un corazón que, al abrirlo,
permitía ver un retrato de Juliet, su madre. Ella se lo regaló por su
décimo cumpleaños. En el reverso del corazón, podía leerse en letras
grabadas la siguiente inscripción: «A Julia con amor». El regalo
contenía tanto valor sentimental para Julia que, fuera donde fuera, jamás
se lo quitaba. Con el fallecimiento de su madre en un accidente de tráfico
hacía ya casi cinco años, Julia renegó de todo aquello que había perdido
su significado para conservar lo que sí lo tenía.
Concentró su atención de nuevo sobre el voluminoso libro que
yacía a su izquierda y que llevaba por título La soledad de Beatriz. Un
libro que la había atrapado hasta el punto de no hacer otra cosa que no
fuera seguir su lectura hasta el final. Julia era una muchacha alta, de
figura esbelta, casi delicada a la vista, con un cabello rojizo y ondulado
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que caía a ambos lados de su frente despejada y dejaba en primer plano
unos serenos y hermosos ojos azules. Sus piernas cruzadas en perfecto
ángulo balanceaban en peligroso equilibrio sus sandalias sobre el extremo
de sus dedos. De modo que el movimiento de los aspersores la alcanzó
y provocó la irremediable caída al vacío de las sandalias y el merecido
refresco para sus cansados pies. Con cierta curiosidad, dirigió sus ojos
hacia la escena que se desarrollaba en el horizonte, con las embarcaciones
escalonadas desplegando todo su velamen para llegar a la boya más
próxima, en ese momento. Aquel sábado, había previsto ir a la playa,
pero la lectura del libro y la magnífica vista que tenía desde su posición
la convencieron de que sería mejor aplazarlo para otro día. Decidió
ponerse unos pantalones vaqueros, que ella misma había convertido en
piratas, para hacer más cómodo el paseo por la playa. Quitó el papel
que le servía para señalar la página en la que había detenido su lectura y
continuó muy entusiasmada a la par que preocupada por la suerte que
correría la desdichada heroína.
El cartero pedaleaba trabajosamente a lo largo de la carretera que
conducía a la casa de la familia Locksley-White. Para poder llegar a su
destino, el gran calor reinante al mediodía minaba sus reservas de energía.
Se felicitaba por el hecho de conservarse en un estado de forma aceptable,
aunque le faltaban seis meses para jubilarse. Junto al portón de entrada,
se bajó de la bicicleta y la dejó apoyada en el muro. Se colgó del hombro
la alforja que contenía toda la correspondencia para repartir y franqueó
la entrada. Los geranios deslumbraban bajo los rayos del sol. Frente a
ellos, al otro lado del camino de gravilla, había un amplio abanico de
plantas medicinales perfectamente situadas y alineadas, cuyos nombres
en latín solo Julia conocía. Tras la casa, emergían majestuosos varios
arces cuyas hojas eran de un rojo intenso que deslumbraba la vista de
algún visitante curioso. Nada parecía sobrar allí.
Era el típico sábado en el que todo aquel que tuviera un sitio mejor
donde estar o hacer algo más interesante no se quedaba en su casa, así
que, cuando Julia salió a recibirlo, el Sr. Tyler se sintió reconfortado:
«Al menos, hay más gente que, como yo, no sabe hacer otra cosa un
sábado».
—Buenos días, Sr. Tyler.
—Buenos días, Srta. Locksley-White.
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—Nunca deja usted de sorprenderme, es todo un ejemplo de
pundonor y superación personal.
—A mi edad, estar vivo cada mañana y poder ver el sol es todo
un logro personal.
—No sea modesto, usted participó en una edición del Tour de
Francia e incluso estuvo a punto de ganar una etapa.
—Ejem... mejor, lo dejamos. No guardo muy buen recuerdo de
aquello.
—¿Le apetece un café? Oh, lo olvidaba, no toma café desde
entonces, ¿verdad?
—No —dijo frunciendo el entrecejo. Estaba claro que se había
sentido molesto con el comentario, pero nunca lo expresaba con palabras.
—No se preocupe, tengo limonada recién hecha. Tome asiento en
el porche. Vuelvo enseguida.
—Muy amable, gracias.
Julia regresó con un vaso grande de limonada fresca que el Sr.
Tyler tomó agradecido de un solo trago.
—No tengo tiempo de tomármelo como debería, pero está deliciosa.
Gracias de nuevo.
—Me alegro, resultaba evidente que necesitaba refrigerarse con
este calor —dijo sonriendo.
El cartero sacó de la alforja un sobre que le entregó.
—Aquí está su carta —dijo tendiendo su mano—. No hay más
cartas hoy. Parece importante. —Julia la cogió.
—Adiós, Srta. Locksley-White.
—Adiós, Sr. Tyler. Buen fin de semana.
—Igualmente.
Sentada en el porche, observaba aquella carta cuyo remitente
desconocía. No podía significar nada a priori, salvo el misterio que
encerraba su contenido. Cuando empezó el instituto, tenía la intención
de estudiar Criminología y trabajar en la policía resolviendo casos. Eran
otros tiempos. Se puso de pie y caminó de regreso al mirador. Ocupó su
sitio y alzó la mirada hacia la línea del horizonte donde la regata ya
parecía algo distante y carente de importancia. Era ese sobre el que ahora
robaba su interés. Lo rasgó por uno de sus extremos. Solo contenía, para
su sorpresa, un papel de minúsculo tamaño plegado por un solo extremo.
Lo extrajo y, desdoblándolo, pudo leer su contenido. Sus hermosos ojos
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azules se abrieron hasta el límite cuando leyó... Durante unos inacabables
segundos, su rostro no recuperó la calma. Permaneció congelado en el
tiempo a la espera de un hipotético deshielo. Hasta que, paulatinamente, fue logrando el tono habitual y apartar su mirada de aquel papel.
En realidad, tuvo que esforzarse por soltarlo y, que este cayera al suelo,
donde el viento lo alejó hasta hacerlo desaparecer. ¿Por qué le sucedía a
ella? Entonces, deseó que su madre pudiera encontrarse a su lado. Que
la abrazase… y que no la abandonase nunca más por flaquear en ese
momento. ¿Dónde estaba la valiente Julia? Aquella muchacha que odiaba
a las heroínas decadentes y lacrimógenas de las novelas románticas de
Dumas. La mujer que anhelaba encontrar el amor de su infancia otra
vez. Ella volvería en unos instantes, después de que la tormenta dejara
paso a los cálidos rayos del sol, que calmasen las turbulentas aguas de
su pensamiento. De modo que echó el ancla y pisó tierra firme. Julia
obraría según sus designios. Ante ella, tenía una oportunidad para variar la
conjura que habían orquestado en su contra, así que fijó sus ojos en el
único objeto cercano y familiar para ella y que guardaba en su interior
toda la fuerza y la creatividad que le haría falta: el libro.
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CAPÍTULO PRIMERO
Tiempo de destino, tiempo de mañana
I
Finales de junio
E
s usted un peligro, Sr. Marat —sentenció el decano
para, tras una breve pausa, continuar su discurso—.
Esas ideas, principios y línea de conducta de la que
hace gala no son más que bombas de relojería a punto de estallar. Y,
francamente, Sr. Marat, no quiero ser una de sus víctimas. —De nuevo,
otra pausa. Esta vez, para encender un cigarrillo saltándose la normativa
que prohibía fumar en los centros educativos—. ¿Tan difícil le pareció
el trabajo que le encomendó el profesor que, no contento con no seguir
las directrices del mismo, tuvo que plagiarlo del mejor alumno de su
clase? Aquí tenemos una reputación ganada a pulso a lo largo de los
años. Años durante los que hemos formado a grandes talentos que,
actualmente, ocupan importantes cargos en la sociedad. Usted, que,
hasta este momento, tenía unas notas excelentes, en lugar de seguir su
ejemplo, ha mostrado otra de sus carencias: la humildad. Se ha rebajado
como alumno y como persona al copiar sin el menor escrúpulo del
señor Reid. —Una calada prolongada y continuó su reprimenda justo
donde la había dejado—. ¿Creía que no lo íbamos a descubrir? En la
reunión previa, se ha votado su expulsión por mayoría de todos los
profesores. Le han dejado abandonado. Pero también soy un hombre
justo y comprensivo. Entiendo que, a su edad, algunas ideas y comportamientos se pueden malinterpretar y caminar por el camino equivocado
con las consecuencias que usted mismo puede ver. De manera que, en
un último intento por comprender su desatino, le he mandado venir
para atender sus disculpas —dijo haciendo tamborilear sus dedos sobre
el escritorio—. Disculpas que serían aceptadas por el claustro de
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profesores que tal vez reconsiderarían su postura de expulsarlo a
cambio de un castigo menos severo. Pero esto último sería lo de menos.
¿Qué responde a mi ofrecimiento?
—Verá, si le resulto peligroso es porque solo acepto la verdad.
En lo referente a la acusación de plagio, diré lo siguiente: solo se puede
plagiar si existe un original previo. Luego, si no lo había ni lo sigue
habiendo es porque solo existe el mío, junto con todas las notas al
margen y los borradores. Y eso es así porque nadie puede pensar por
mí, mis ideas son solo mías y yo digo en qué condiciones pueden ser
utilizadas por otros. En resumen, resulta evidente que no es usted el que
me echa, sino que soy yo el que se va. —Dio media vuelta mientras el
cigarrillo iniciaba una caída libre desde los labios desencajados del
decano hasta el suelo, quien, con la mirada estupefacta, solo alcanzaba
a balbucear palabras incoherentes al tiempo que Jules abandonaba el
despacho con la cabeza muy alta.
II
En un día, que resultaría inolvidable para todos los que estuvieron
presentes, la Universidad de Bradbury llevó a cabo la ceremonia de
graduación de los ciento ocho alumnos licenciados en Periodismo. Esta
tradición, que se llevaba a cabo en los jardines de la facultad, contó con
la presencia de autoridades educativas, además de familiares y amistades
de los alumnos que se hubieran distinguido con éxito en esta etapa
importante de sus vidas.
Al finalizar la entrega de los diplomas que avalaban a cada uno de
los alumnos graduados, el rector Austin Maxwell les dirigió un breve
discurso de felicitación.
—Aquí no termina su etapa educativa, los grandes profesionales
siempre continuarán estudiando y actualizándose. Ustedes, jóvenes
graduados y graduadas, deben sentirse enormemente felices por haber
culminado esta etapa de formación profesional e intelectual.
Momentos de orgullo, felicitación y despedida se vivieron antes,
durante y después de la emotiva ceremonia de graduación, que concluyó
con las sabias palabras del decano de la Facultad de Periodismo, el doctor
Laurentius Burnham, quien recalcó, entre otras cosas, el esfuerzo y el
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compromiso de la universidad con el desarrollo de profesionales de alto
nivel.
—¡Nuestras más sinceras felicitaciones a todos y a cada uno de
nuestros graduados, que seguirán formando parte de esta gran comunidad
educativa!
Mientras los asistentes lo aplaudían, uno de los graduados volvió
la cabeza por un instante hacia la segunda planta del edificio de la facultad.
Sabía que, en el despacho del vicerrector, se estaba produciendo una
importante reunión. Hizo un esfuerzo por apartar la mirada y aplaudió
con más ímpetu. Repitiéndose a sí mismo que se lo había merecido y
que en absoluto era culpable de nada.
III
El sonido del tren aminorando al aproximarse a la parada que
tenía en el polígono industrial y un suave pitido acompañado de un
cambio de vías. Jules podía ver que se trataba de un enorme tren de
mercancías. Cuando el convoy de vagones se detuvo, pudo observar
con atención cómo un hombre se movía con rapidez sobre el vagón
cisterna y se agarraba al contenedor de agua, o de algún producto
químico, para no caerse. Logró llegar hasta un extremo y saltar al
vagón contiguo, donde pudo asirse a una escalerilla y, desde allí, saltar
a tierra firme. Se alejó corriendo ante los gestos airados que
acompañaban los gritos del conductor desde la ventana por la que
asomaba la cabeza. Al fijarse en este, había perdido de vista al fugitivo.
¿Sería un mendigo o tal vez un delincuente huyendo de la justicia? Su
creativa mente de escritor lanzó ambas hipótesis como si fuera el
comienzo de la búsqueda de personajes para una historia.
Aquella era la tierra en la que había crecido y transcurrido su
madurez. Caminó lentamente bajo la luz del sol de aquella mañana,
cuya intensidad le hacía sudar gotas que brotaban de su frente,
resbalaban por las sienes y caían al vacío desde sus pómulos. A cada
paso que daba, sus zapatillas gemían destrozadas bajo el polvo del
camino. Notaba que le sudaban los pies y le picaban. Sus gastadas
zapatillas apuraban sus últimos días. El verano estaba siendo una
auténtica tortura a causa de las altas temperaturas. Deseaba poder llegar
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a la cantera y zambullirse en el agua. No soplaba ni pizca de viento y,
al pasar junto a los pocos árboles que encontraba, echaba de menos el
sonido de las hojas zarandeadas al filtrarse la brisa entre las ramas.
Bajó la cuesta de tierra y piedras junto a la ladera del río y se
agachó junto al cauce de agua. Mojó su pañuelo, ese que llevaba una
foto de Bruce Springsteen sonriendo de forma socarrona, y cubrió su
cabeza rapada con él. Siguió caminando a lo largo de la pasarela hasta
cruzar al otro lado del cauce. Subió la cuesta y continuó su trayecto.
Salvó las vías del tren que bordeaban una parte del polígono industrial,
donde no hace tanto tiempo grandes fábricas de cereales y maquinaria
agrícola ofrecían trabajo a los habitantes de Bradbury y alrededores. El
silencio acompañaba sus pisadas al pasar por delante de los vacíos
edificios, que aún conservaban su moderna arquitectura, pero ahora
estaban vacíos de actividad y resultaban un filón para los mendigos,
que abrían un acceso a modo de butrón en las paredes y accedían al
interior donde podían estar a cobijo y más seguros. Eran inmensas
construcciones que, durante más de cincuenta años, en el caso de las
empresas más antiguas, habían contribuido a generar riqueza para los
empresarios locales. «Ahora no son más que un recuerdo convertido en
una tumba silenciosa que un nuevo progreso acabará transformando en
un sueño de prosperidad», pensaba Jules mientras miraba la parte más
alta de uno de esos edificios protegiéndose con la mano de la luz del
sol.
Un tráiler le pitó para que se apartara y le regaló una densa y
espesa polvareda al pasar por su lado. La desolación había arraigado en
aquella región con tanta fuerza que harían falta fuertes manos para
arrancarla de raíz. Fértiles tierras capaces de generar fortuna con los
recursos disponibles, en estos días, estaban convertidas en campos baldíos
y solitarios los más y en fértiles aún los menos. Todos los ciudadanos
que habían ido a parar a la Oficina de Empleo se estarían haciendo en
ese momento la misma pregunta: ¿desde nuestra desesperación hacia
dónde? En tan solo tres años, el panorama que ofrecía Bradbury había
pasado de ser próspero a convertirse en decadente. Antes el tráfico de
camiones y tráileres era habitual y diario para el transporte y la carga y
descarga de las mercancías y las máquinas, pero ahora apenas unos
cuantos llegaban hasta las fábricas que aún funcionaban. La masa de
los empleados que salían a la puerta para almorzar en tropel y se
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juntaban con otros trabajadores de las naves cercanas ya solo se veía de
forma esporádica. Jules siguió caminando con estas imágenes aún
presentes en su retina. Dejó atrás el polígono y continuó por el camino
de tierra que bordeaba otras parcelas de cultivo más pequeñas. Una
bifurcación tres kilómetros más adelante conducía hasta la cantera.
La cantera de granito tenía situada en su centro el lago Landover.
Allí caminó hasta la orilla, donde tiró su pañuelo al suelo y se descalzó
al tiempo que iba desabrochándose la camisa. Después, se quitó los
pantalones y se quedó completamente desnudo. El único objeto que no
se quitó, porque no lo hacía nunca, fue un anillo bañado en oro que le
había regalado tío Charles cuando aún estudiaba en el instituto. Su forma
era redonda y llevaba las iniciales de su nombre, J y M, grabadas en el
centro, de las que partían unos nervios finos que terminaban juntándose
como si fueran rayos de luz emitidos por ellas. «Jugué a sus juegos con
sus mismas reglas, pero nunca estuve en igualdad de condiciones. No
me consideraron uno de ellos y tenían razón. Ni soy ni quiero ser como
ellos.» Avanzó sobre la gravilla para entrar lentamente en las cálidas
aguas y, cuando tuvo agua hasta la cintura, se adentró en sus profundidades. En las aguas en las que Jules buceaba feliz, una hilera de rótulos
advertía: «PROHIBIDO BAÑARSE, AGUAS CONTAMINADAS».
Cuanto más descendía por aquel abismo, más de frente miraba al
monstruo. Todo ahí abajo era más lento, más pausado. Como si el
tiempo fuera algo secundario y carente de la menor importancia. Solo
su mente en continuo monólogo, más allá de sus pensamientos más
ocultos, seguía su propio curso. En la semipenumbra, los rayos del sol
eran engullidos como comida para peces. La eterna lucha de la luz y de
la oscuridad; a pesar de que ambas estaban obligadas a soportarse, pues
sabían que no podían existir la una sin la otra. «Me adapté para poder
estar con ellos y pelear para conseguir mi objetivo. Me dije a mí mismo
que podía hacerlo porque era más inteligente que ellos. Pero me engañé
al actuar así. Y, al hacerlo, traicioné mi forma de ser, vendí mis
principios y recibí una bofetada como castigo.»
Seguía buceando a pulmón, sintiendo aquella paz, silenciosa, casi
hermana. Hasta que decidió que era el momento de regresar a la superficie.
Emergió a los cálidos rayos del sol. Su cabeza rapada y salpicada de
gotas de agua brillaba con fuerza mientras braceaba suavemente hacia
la orilla. Sacudió el agua de su rostro y caminó por la gravilla hacia el
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monolito de granito que se hallaba cinco metros a su izquierda. Trepó
hasta subir encima y se tendió sobre su superficie áspera para que el sol
secara su cuerpo. Aquella sensación de paz se unía a la creciente
sensación de una rebelde libertad.
«Mi objetivo era ser periodista, pero me lo han impedido. ¿Qué
haré de ahora en adelante? Pues lo que yo quiera. Hay muchas opciones,
pero, bien pensado, solo una me satisface de verdad. Ser escritor.» Jules
Marat era de complexión delgada y nada musculada, conseguida a base
de dos prácticas habituales: caminar y nadar. Tenía la piel ligeramente
tostada por los rayos del sol y, por eso, algunas pecas proliferaban en la
línea superior de sus pómulos. «Yo he decidido pasar esta página de mi
vida.»
IV
La tristeza ofrecía una cara hermosa. Rose estaba detrás de la
barra con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo, tanto era así que
el flequillo ocultaba la mitad del rostro hasta la nariz. Vestía la camiseta de
tirantes roja con el logotipo y el nombre de la cafetería en letras negras
y amarillas. Estaba absorta contando un paquete de servilletas antes de
rellenar con ellas el servilletero. Trabajaba duro todos los días y, por
ello, la respetaba aún más. A esa hora, había una pareja ocupando una
de las mesas situadas al fondo del local disfrutando de intimidad y
discreción. Sonaba por el hilo musical «Nebraska» de Bruce Springsteen.
A pesar de estar fuera del local mirándola a través del cristal de la
puerta, escuchaba débilmente la voz callada y triste de The Boss. Rose
levantó su mirada para percatarse de su presencia. Esbozó esa delicada
sonrisa que lo cautivara la primera vez que la vio una noche de verano,
cuando Jules se confundió de local y acabó sentado a su lado en la
barra. Volvió a sentir en sus ojos esa calidez humana que ella siempre
le proporcionaba. Rose le hizo un gesto con su mano invitándolo a
entrar. The Boss dio paso a Bob Dylan con su tema del CD Blood on the
tracks, «If you see her». La barra quedaba a su derecha y se extendía
hacia el fondo. Avanzó hasta quedar frente a Rose y se acercaron lo
bastante como para darse dos besos.
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—Ben está dentro. Voy a decirle que salga y así podremos
sentarnos a charlar.
—Me parece bien —dijo Jules mientras se daba la vuelta y
comenzaba a caminar hacia una de las mesas que había detrás de él, la
que estaba situada junto a una amplia ventana que daba a la pequeña
plaza donde estaba ubicada la cafetería.
El local tenía sus paredes decoradas con dibujos a lápiz de rostros
en primer plano y en diferentes momentos de una conversación cualquiera.
El gerente era un apasionado del arte en general y siempre ofrecía una
exposición de al menos dos artistas por mes para que los clientes pudieran
ver su obra mientras tomaban unas copas.
Rose regresó después de dejar a Ben en la barra al cargo de todo
y tomó asiento junto a Jules.
—Me he enterado de lo que te han hecho y déjame decirte que es
una auténtica faena —dijo al tiempo que lo obsequiaba con un fuerte
abrazo.
—Te agradezco el apoyo, Rose —dijo mientras percibía de su
cuello el fresco aroma de su perfume favorito a fresas—. Pero ya es
pasado. No merece la pena darle más vueltas.
—Trevor Reid ha estado por aquí con algunos compañeros de tu
clase. —Su rostro se ensombreció al comentarlo. Luego, recuperó la
chispa.
—Al menos, ha tenido el detalle de venir a celebrarlo. Era lo
menos que podía hacer al conseguir lo que quería. No lo censuraré por
ello —comentó al tiempo que le tomaba la mano y le daba un ligero
apretón con la yema de los dedos, apenas perceptible para cualquiera
que viera la escena.
—Me gusta que hayas reaccionado con tu carácter habitual, pero,
si te hubieras enfadado, lo hubiera entendido igualmente —respondió
Rose mientras jugueteaba con sus dedos entre los de él.
—Claro que me he sentido mal por lo que ha pasado, pero hay tanto
por hacer que detenerse por esto me parece una pérdida de tiempo.
—Ahora le mostraba la sonrisa que tanto le gustaba a ella.
—No te has olvidado de mí —le dijo casi en un susurro y acercando
su rostro al de Jules.
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—Cómo podría olvidarme de ti —dijo tomándole la mano de
nuevo—. La única persona que ha logrado que me interese la fotografía.
—Él vio cómo ella se ruborizaba.
—Solo me tomaste una, que guardo para mí como un tesoro. Nadie
ha logrado que le permita fotografiarme casi desnuda. Ni siquiera he
dejado que Ben lo hiciera.
—Tu jefe siempre me ha mirado mal —dijo él socarrón—. Lo
entiendo. Sentir celos de que hayamos salido juntos es perfectamente
normal. —Ella le dio un puñetazo en el hombro.
—Nunca le has dado una oportunidad. Ahora ya no importa. No
volveremos a vernos jamás.
—Ojalá pudiera decir lo contrario, pero ambos sabemos que será
así. No nos escudaremos en mentiras ni en engaños. Lo cierto es que
estos tres años que hemos estado juntos han sido muy buenos y muy
importantes en mi vida. Y, aunque nuestra relación se acabó hace
meses, no sería educado por mi parte largarme sin más. Guardo un gran
cariño hacia ti —dijo mientras le acariciaba ahora la mejilla con la
yema de los dedos—. Ese perfume a fresa me perseguirá mucho tiempo.
—Ella volvió a ruborizarse.
—Yo también, Jules. Solo he tenido dos novios y te puedo decir
que el hueco que dejas en mi corazón será difícil de llenar.
—Estoy seguro de que lo encontrarás. Y no dejes de posar como
modelo de fotografía. Transmites mucho y muy bien. Tu jefe sabrá
valorarlo.
—¿Qué harás ahora? —le preguntó mientras ambos se ponían de
pie.
—Es la pregunta del millón, pero tiene respuesta. Vuelvo a
Longfellows para ser escritor. Como mi tío.
—Eso es estupendo, Jules. Hazlo realidad y estaré encantada de ir
a la librería para comprar tus libros.
—No será fácil, nada fácil. Pero espero que mi tío me ayude con
sus consejos. Él fue un gran guionista.
—Charles Marat, lo recuerdo. Me has hablado mucho de él.
—Siempre acabo hablando de él a todas las personas que conozco.
—Porque lo quieres y lo admiras.
—Sí.
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—Tengo que volver a la barra —dijo mientras hacía un gesto con
su mano. Ben no les quitaba el ojo de encima.
—Adiós, Rose —dijo abrazándola y luego le retiró el flequillo
para poder besarla en la mejilla—. Cuídate mucho.
—Adiós, Jules —dijo mientras ambos se levantaban y apartaban
sus miradas al mismo tiempo que tomaban direcciones distintas.
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CAPÍTULO SEGUNDO
A vueltas con el gato
I
C
omo alojarse en el campus resultaba muy costoso, Jules
inició una rápida búsqueda de habitaciones por todo
Bradbury. Siendo esta una pequeña ciudad universitaria,
miles de estudiantes habían tenido la misma idea que él, pero su
insistencia tuvo premio. Encima de una librería, una anciana tenía en
alquiler una habitación que, durante años, perteneció a un profesor de
música, ¿o era una profesora?, la verdad es que ya no lo recordaba. La
mujer se mostraba muy amable y era no solo porque aquel ingreso extra
le venía muy bien, sino porque era evidente que lo era. De unos setenta
años, maestra jubilada, viuda y con la cabeza bien amueblada todavía.
Se notaba por su rostro, tapado en parte por su cabellera antaño quizá
rubia y ahora de un tono más claro, que, en su juventud, esa mujer tuvo
un gran éxito entre los hombres. El piso tenía tres habitaciones más,
pero permanecían cerradas y nunca habían sido alquiladas por nadie en
estos cinco años. Cosas que pasan.
La habitación estaba en penumbra. Tomó asiento en el borde de
la cama. La luz apenas lograba alumbrarlo, aunque trataba de no dejarle
completamente a oscuras. Era una luz agonizante que provenía de la
calle y que apenas se colaba por la persiana a medio bajar. Mientras
sujetaba un lápiz con la mano derecha, con la izquierda, sostenía el
portátil, que estaba en peligroso equilibrio. Su cabeza, ligeramente ladeada
hacia la derecha, recibía toda la luz proyectada desde la pantalla. Estaba
comprobando si las anotaciones que figuraban en su cuadernillo las
había pasado correctamente al borrador en un documento de Word. Si
algún hábil fotógrafo hubiera sido testigo de aquella escena, no dudaría
en calificarlo como «Visiones entristecidas». Jules no era consciente de
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hasta qué punto ese instante lo ayudaba a proyectar el escritor que llevaba
dentro.
Había vuelto a salir y había recorrido todos y cada uno de los
lugares que le habían servido de escenarios vitales en Bradbury. Uno de
ellos era el Parque Hathaway, situado en el extremo norte. Un lugar al
que la inercia de sus habitantes había empujado a la solitud y al olvido.
A Jules le encantaba pasear bajo sus árboles mientras, mentalmente,
tomaba notas para futuros escritos. Ahora permanecía apoyado en la
pared de uno de los muros y sentado en el suelo. Cerró los ojos y pudo
verse a sí mismo bajo la nieve, a pesar del catarro, apurando sin parar
las últimas páginas de su libro de relatos. Aquel libro que contuviera un
relato que se negaron a publicar en la revista literaria de la universidad.
«¡Maldita censura!», pensó. Lamento era el título de un relato cuya
publicación se frustró porque la dirección de la revista literaria Palabras
en Blanco y Negro lo había considerado inapropiado y contrario a los
valores que se querían difundir en ella a través de sus publicaciones.
Jules Marat había escrito un relato corto de ocho páginas, en las que
describía con realismo y crudeza cómo una corriente de elitismo había
reducido las becas universitarias a los estudiantes más humildes, como
era su caso, a costa de exigirles mayores resultados académicos y con el
fin de favorecer el acceso a aquellos que tenían un poder adquisitivo
medio-alto. Esta crítica la había personificado en su relato en la figura
de un joven que había acudido a la universidad por méritos propios,
pero que, debido a los recortes, no había podido continuar su carrera al
acabar el segundo año, lo que había terminado así con sus perspectivas
de futuro. Cuando el propio director de la revista le envió una escueta
nota rechazando su publicación, Jules acudió a su despacho para hablar
con él. Le negaron el paso y le indicaron que estaban muy disgustados
con su relato porque creaba una polémica innecesaria e injusta contra
ellos. Jules respondió que la única injusticia era negar la verdad a favor
de un pensamiento que solo a ellos convenía y abandonó la oficina de
la revista con la misma dignidad con la que había entrado. Decidió que,
después de lo ocurrido, no volvería a enviarles ningún relato más. No
merecían su creatividad ni su tiempo.
A pesar de ello, seguía de pie. Sobre un suelo firme, todavía, y no
se dejaría llevar. Todo había cambiado desde que conociera al agente
literario Archie Knox hace ya un año. Él se había interesado por su
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libro de relatos, que le había enviado en un formato PDF que había
grabado en un CD para que lo leyera. Después de que Archie lo recibiera,
le llamó una semana más tarde y tuvieron la oportunidad de hablar.
—Son de lo mejor que he leído en muchos años. Su estilo directo,
con ácidas dosis de crítica y no exentos de fondo humano es genuino.
Será difícil, como ya le adelanté, aunque no por ello quisiera ser cargante,
que una editorial se lo publique. Pero cosas más increíbles he visto. Sin
embargo, he de hacerle una importante advertencia. En mis últimos diez
años como agente literario, la crítica se ha vuelto muy intransigente con
los autores pioneros, novedosos o simplemente vanguardistas. Se ceban
con ellos, pues son presas fáciles a las que despedazar y por quienes no
hace falta llorar, y, a continuación, como sucedió con William Wallace,
cada trozo de su mutilado cuerpo es llevado por cuatro jinetes a cada
extremo del país como un aviso para futuros escritores que intenten
seguir su camino. El camino diferente al existente.
—Nunca he sido temeroso de lo que la gente opine de mí o sobre
mi obra. Sé que puedo triunfar y encontrar lectores entre esa gente.
—Pues me parece bien que no tengas miedo, ya que el peligro no
son los medios, sino las personas que utilizan los medios. Yo los he
sufrido, ahora en menor medida, pero volverán a atacarme en cuanto
puedan, pues nunca olvidan una presa.
—Mi tío me enseñó a luchar y no voy a dar marcha atrás.
—Es usted tan testarudo como lo era él. ¿Por qué prefiere morir
así en vez de renunciar a esa lucha si sabe que, de esta forma, podría
tener más posibilidades?
—En cuanto publiquen mis relatos, los lectores vendrán a mí.
—Lo están azotando y usted opta por mantenerse en pie. ¿Por qué
aceptaría ese suplicio innecesario? Es usted muy joven para morir
todavía.
—Solo con estar dentro del mundo literario, no se avanza. Seguir
el mismo camino que han hecho los demás no hará que llegue a mi
destino. Yo no soy como ellos y ofrezco a los lectores otra opción.
—Acabarán con usted con la misma tranquilidad que hicieron
con otros jóvenes prometedores…
—Entonces, ¿por qué emplea su tiempo conmigo?
—Porque usted triunfará sobre toda esta estupidez e ignorancia.
Cuando tenga noticias concretas, le llamaré de nuevo. —Y colgó antes
26
de que Archibald se diera la vuelta para perderse entre los muros de los
inmensos rascacielos que se levantaban frente a las ventanas de su
oficina.
Lo había anotado todo en su libreta. Esa de fino acabado que le
había regalado su tío. En ese momento, se sentía agradecido por haberla
recibido. Había pasado el documento palabra por palabra, todas aquellas
reflexiones, de modo que pulsó guardar y el documento quedó grabado
en el disco duro. Dejó el lápiz sobre la mesita y el ordenador apagado
sobre la cama. Se levantó y vio que Coltrane, su gato persa, se había
subido al taburete, frente al piano. Ese piano que venía con la habitación,
ya que su dueño, hombre o mujer, nunca había regresado por él. Lo
mismo pasó con el gato. Ni la señora Richards era su dueña ni nadie
había venido a reclamarlo. Un día, apareció al abrir la ventana, entró en
el piso y no volvió a salir de su vida. Tomó asiento a su lado y ambos
se quedaron uno frente al otro y mirándose con el mismo descaro con el
que dos pistoleros se retan en duelo.
—¿Qué futuro nos espera, Coltrane? ¿Hacia dónde vamos?
La luz natural iba disminuyendo su presencia en la habitación y
Jules tomó a su gato entre los brazos para sentarse en el sofá, cerca de
la ventana.
II
Después de comer lo que quedaba de unos espaguetis recalentados
en el microondas, no empleó mucho tiempo en recoger sus cosas. Metió
toda la ropa en una bolsa de deporte en la que cabía perfectamente. No
había ampliado su fondo de armario en esos cinco años; muy al
contrario, algunas prendas se habían quedado por el camino. La verdad
es que la moda nunca le había interesado por lo que muchas veces
Maiween le había llamado la atención por ello. Le recomendaba
prendas y lugares, pero él siempre encontraba el modo de salirse por la
tangente. Luego, puso el portátil en su funda y miró a su alrededor.
Libros, apuntes y demás cosas se quedarían allí. No las necesitaría
nunca más. En la bolsa, llevaba sus cuadernos con notas sobre relatos,
novelas, etc. y también copia de ello en el ordenador. No dejaba allí
nada importante. Era un lastre que debía quitarse de encima. Pero ¿qué
27
haría con su gato? No era suyo, pero había convivido con él como si lo
fuera. ¿Querría abandonar ese piso para irse con él a un nuevo hábitat?
Los gatos son muy caseros. Y este ya tenía sus años. Coltrane, como él
lo llamaba porque no sabía su verdadero nombre, se veía que estaba
acostumbrado a la compañía de los humanos. Desde el primer
momento, no rehuyó su compañía y se prestaba a seguirlo por el piso
en todo momento. Salvo cuando salía al balcón a tomar el sol, cosa que
hacía todos los días con una puntualidad exagerada. Cuando llevaban
juntos un mes, un compañero de la facultad le dejó un CD de grandes
éxitos de John Coltrane y fue mientras escuchaba «In a sentimental
mood» —aquella melodía lo inspiró para escribir— cuando el gato acudió
hasta él. Se lo quedó mirando porque era la hora de su comida, pero a
Jules lo había olvidado. En un momento de la melodía, el gato subió
hasta la cama y se plantó delante de él. Jules levantó la cabeza y le dijo
sin pensarlo: «¿Qué quieres, Coltrane?». Se miraron unos segundos en
silencio hasta que el gato levantó una pata haciendo su gesto de que lo
siguiera hasta su comedero. «Te he llamado Coltrane y ni siquiera sé
cómo te llamas. ¿Te gusta que te llame así? Vamos a ver si es verdad.»
Se puso de pie y le dijo al gato «Coltrane, sígueme para ponerte la
comida» y echó a andar sin mirarlo. Cuando llegó al comedero para
ponerle su pienso, el gato estaba esperándolo justo detrás de él y así
sucedió en cualquier situación. Por lo que el gato asumió su nueva
identidad y Jules se sintió más cómodo con su compañero de piso al
llamarlo por un nombre concreto que lo sacaba del anonimato. Y, de
este modo, la relación huésped-gato siguió su curso.
Como iba a casa de Maiween, le preguntaría a ella lo que debía
hacer al respecto. Ella estaba más acostumbrada a tratar con animales
de compañía. En la casa de sus padres en Great City, tenía una pareja de
perros yorkshire, su respectiva camada de cuatro cachorros y dos gatos
persas. Su familia siempre había sido una férrea defensora y protectora
de los animales. Así que, ¿quién, si no, le aconsejaría mejor que ella?
28
III
La luna brillaba en medio de un cielo despejado de nubes junto a
algunas estrellas como teloneras invitadas. Maiween tomaba una
cerveza y contemplaba el cielo. Se había sentado en el suelo metálico
de la escalera de incendios para estar más cómoda. Estaba cansada
después de más de cinco horas de empaquetar todas sus cosas. Lo que
más trabajo le había costado guardar había sido el conjunto de bocetos
que, cuidadosamente, guardaba enrollados en cajas que su compañera
del piso de al lado le había prestado amablemente. Aquellos dibujos al
carboncillo de futuras esculturas de mármol y bronce eran toda su vida
y no quería perderlos.
El fresco viento movía sus largos y lisos cabellos rojizos, que hacían
juego con la multitud de diminutas y coquetas pecas que se esparcían
por su cara, sus brazos y sus piernas. «Llega tarde otra vez», se dijo
Maiween mientras oía que alguien subía por las escaleras hasta su piso.
—Siento el retraso —dijo sonriendo.
—Vas a necesitar un abogado. —Jules la seguía mirando y sonriendo tranquilamente—. ¿Crees que vas a convencerme solo con esa
sonrisa de seductor? Necesitas más encantos que se… —No pudo terminar
la frase porque él se acercó hasta ella, puso sus manos sobre su barbilla
y la besó en ambas mejillas—. Voy a traerte una cerveza —dijo, dejando
la suya en el suelo y entrando en su piso.
Jules aguardó apoyado en la barandilla de la escalera. «Hace una
noche espléndida», pensó Jules.
—Aquí tienes.
—Gracias, Maiween. —Dio un sorbo y volvió su rostro hacia ella—.
¿Cómo te ha ido en la consulta del ginecólogo esta mañana?
—Muy bien. Me ha hecho la ecografía y me ha confirmado que
es una niña.
—¡Me alegro mucho! —le dijo visiblemente emocionado mientras
la estrechaba entre sus brazos y, luego, la besaba en la mejilla.
—La verdad es que es la mejor noticia del día.
—¿Qué nombre le vas a poner?
—Pues, todavía no lo sé. Tengo algunas dudas sobre qué nombre
escoger de los cinco que tengo apuntados en mi libreta de notas.
29
—Genial, Maiween. Va a ser fantástico cuando nazca y la tengas
en tu regazo.
—Sí —dijo, sonriendo de tal modo que haría que cualquiera se
enamorara de ella.
—Ser madre es algo muy hermoso, Maiween, y tú querías serlo
con todas tus fuerzas. Me encantará ser el padrino de la criatura.
—Que no se te suba a la cabeza —dijo al mismo tiempo que le
ofrecía un brindis con su cerveza, al que Jules correspondió.
—Uno de tus sueños más queridos está camino de cumplirse.
—Madre soltera y lesbiana. Mi hija va a ser mi mejor obra.
—Vas a ser una madre estupenda porque, como escultora, ya has
visto que vas a triunfar de sobra.
—Lo tomaré como un cumplido, Jules. Mañana viene mi hermana
desde Great City para ayudarme a trasladar todas mis cosas. Voy a vivir
en el piso que ella tenía, ya que se traslada a vivir a la casa de su novio.
—No te mereces menos.
—Tú tampoco te mereces lo que ha pasado esta mañana —dijo
mientras le daba suavemente un puñetazo en el hombro a Jules para, a
continuación, tomar asiento de nuevo en el suelo, con la espalda
apoyada contra la pared.
—De modo que ya lo sabes.
—No se habla de otra cosa en el campus. ¿En qué demonios
estabas pensando al confiar en Trevor Reid?
—Sé lo que me vas a decir, Maiween, y tienes toda la razón. No
hay excusas. Me comprometí sabiendo el riesgo que corría.
—No quiero hacer el papel de madre, pero es que tenía que
decírtelo. Ha estado aprobando año tras año gracias a tus trabajos. Todo
el mundo lo sabía, pero no se atrevían a decir nada por ser quien era. Y
lo sabían porque no se ocultaba, más bien todo lo contrario, se jactaba
en público de ello. Además, los profesores estaban en connivencia, pero
eso lo dejo para el argumento de alguna comedia de situación. —Dio
otro sorbo y siguió con su reprimenda—. Yo no lo hubiera permitido
jamás.
—Eso es porque tú eres muy fuerte, Maiween. El error ha sido
pensar que él era mi amigo cuando, en realidad, era un parásito.
—Un parásito muy listo.
30
—Así es como consiguen sobrevivir al huésped, porque le chupan
la sangre antes de saltar a otro y así siempre.
—Te lo repito, no quería darte la impresión de que mis palabras
son la típica reprimenda que una madre le dice a su hijo para que
aprenda una lección de ello —decía mientras le hacía un gesto con la
mano para que se sentara junto a ella. Jules dejó su cerveza en el suelo
y se arrodilló junto a ella. Maiween lo abrazó con una fuerza con la que
nunca antes lo había abrazado y comenzó a hablarle al oído—. Eres el
único hombre al que he querido y en el que he confiado. El único al que
considero mi amigo del alma y al que he elegido como padre de mi hija
si a mí me pasara algo. Te quiero mucho, Jules. No dejes que nadie se
aproveche nunca de ti y de tu trabajo. —Puso sus suaves manos sobre
su cara para mirarlo fijamente a los ojos—. Tengo un regalo para ti
—dijo incorporándose.
—¿De qué se trata? —le preguntó Jules siguiéndola al interior del
piso.
—Ábrelo cuando estés en casa —le dijo Maiween ofreciéndole
un portapapeles.
—Muchas gracias, Maiween.
—Y ven a verme a Great City.
—Claro que sí —le dijo abrazándola de nuevo—. Tú también
puedes venir a visitarme a Longfellows cuando quieras. Hasta la vista
—le dijo Jules abriendo la puerta y saliendo al pasillo. Entonces,
recordó que se le había olvidado algo importante que comentarle—. Ya
me olvidaba.
—¿De qué te olvidabas?
—¿Podrías ayudarme con un gato? —le preguntó Jules sonriendo.
31
CAPÍTULO TERCERO
Jules regresa a casa
I
S
us pasos sonaban seguros sobre el duro adoquín que
alfombraba la superficie de la larga y amplia avenida que
iba de un extremo a otro del campus universitario. Los
edificios donde se alojaban los alumnos se concentraban lejos de cada
una de las facultades. Se trataba de complejos de viviendas rodeados de
magníficas zonas verdes, incluida la ribera del río Swansea, junto al
edificio principal de recepción, zona ampliamente disfrutada por los
alumnos en época primaveral y estival. A su lado, pasaban grupos
desordenados de alumnos ataviados con togas corriendo de un lado
para otro mientras pensaba que aquello no tenía que ver con él. Los
rayos del sol caían como hordas salvajes de titanes sobre su cara y Jules
echó en falta sus gafas de sol. Las echaba de menos porque allí no
había manera de protegerse del sol. Desde que aquel inoportuno golpe
de mar se las arrebatara un mes atrás, todavía no había podido
comprarse otras. A esas alturas de curso, la beca ya había finalizado y
solo tenía el dinero justo para volver a Great City. Por lo que, después
de pagarse el billete del tren, no podía prescindir de un solo céntimo.
Hizo un pequeño gesto de resignación, apretando los brazos contra su
cuerpo, para luego soltarlos. Ahora notaba la paz. Ya sí.
Se trataba de una construcción rectangular, con un gran patio
interior al que daba la ventana de su habitación. La suya y las de sus
amigos y compañeros de carrera. Debido a la excelente acústica del
mismo, eran habituales las comunicaciones a viva voz. Resultaba peculiar
que utilizaran este modo de comunicarse cuando las habitaciones del
campus tenían Internet e incluso una web propia de la universidad para
32
el contacto en línea de los alumnos. Se asomó por última vez a través
de una de las ventanas de las escaleras que le habían permitido ser testigo
directo de muchas escenas y conversaciones del resto de alumnos con
sus amigos y otras, no tan confidenciales.
El taxi llegó puntual a las once y el taxista lo avisó amablemente
por el interfono. Los rayos de sol se mostraban con diferentes tonalidades
a través de la ventanilla trasera cuando volvió ligeramente la vista atrás
para ver lo lejana que quedaba ya la que había sido su casa durante
cuatro años. El coche rodeó la rotonda de la entrada principal y enfiló
la carretera hacia la estación de tren.
El vaivén de los trenes aquel sábado por la mañana ocupaba los
movimientos nerviosos, casi frenéticos, de los viajeros que aguardaban
en el andén a que llegara el suyo para tomarlo o se apresuraban en
medio de la confusión para cerciorarse de si el que acababa de llegar
era el suyo o no. Al otro lado de la marquesina, los primeros rayos que
atravesaban la barrera de nubes anunciaban una leve mejoría en el
tiempo. Jules Marat estaba apoyado contra la pared de ladrillo junto al
quiosco de periódicos y sostenía en una mano un ejemplar desgastado
de una selección de relatos de John Cheever. En aquel momento, su
marca páginas indicaba que iba por la página 258. A punto de llegar al
final del relato titulado «El océano» y a un paso de comenzar a leer «El
nadador», cuya lectura siempre lo había cautivado. Porque, cuando tuvo
la oportunidad de ver la versión cinematográfica, con Burt Lancaster en el
papel principal, y el regreso a casa de Neddy Merryl pasando por cada
una de las piscinas de sus vecinos para, finalmente, comprobar, como
en el relato anterior, que solo la soledad está allí para recibirlo, la
película lo decepcionó. No supo captar la esencia del personaje ni de
sus circunstancias. A Jules, que le encantaba el cine clásico y en blanco
y negro si podía elegir, que no se llevara a la pantalla con éxito la
adaptación de un libro con tanto potencial le resultaba poco menos que
una vergüenza. Era un muchacho escuálido, entrado en la veintena, con
unos ojos azules transparentes y una sonrisa de satisfacción. No era el
mejor de los tiempos para casi nadie en aquel momento, pero para él se
había perdido con aquel mamarracho en su despacho...
«¿Y ahora qué harás, Jules Marat? ¿Qué va a ser de ti, de tus sueños,
de tu vida? ¿Descansarás? ¿Pensarás en algo? ¿Qué harás? Los que
hemos seguido tu rastro, a lo largo de tus veintitrés años, llenos de más
33
éxitos que de fracasos, esperamos tu decisión. ¿Una palabra tal vez?
¿Un gesto? Nos dejas impacientes a la espera de lo que decidas mientras la
vida continúa con su impasible devenir. ¿Qué golpe de mano acabará
dando Jules que nos devuelva al camino? A la espera de nuevas aventuras,
quién lo sabe. Seguimos a la escucha...» Despertó de su ensoñación
cuando oyó por la megafonía la llamada a los pasajeros del tren con
destino a Longfellows, que salía en diez minutos.
Había facturado su bolsa de deporte y el trasportín donde iba
cómodamente instalado Coltrane. Veinte dólares más, que seguramente
le harían falta en el futuro, habían sido empleados en aquel simpático
animal, que se había empeñado en seguirlo allá donde fuera. No lo
culpaba por ello, pero andaba muy corto de dinero y aquel gasto no
ayudaba nada. De modo que solo llevaba consigo su portátil, que iba
guardado en la funda que le colgada del hombro.
Mientras aguardaba su turno en la fila de pasajeros que mostraban
sus billetes al revisor al pie de la escalerilla antes de subir, seguía el
ritmo de sus pensamientos. Cuando llegó su turno, enseñó el billete al
revisor, que se lo cogió para picarlo una vez y devolvérselo añadiendo
un educado «Buen viaje, señor».
Una vez dentro del vagón, una amable y esbelta azafata rubia le
indicó cuál era su número de compartimento y, con un simple «Gracias»,
se despidió de ella. No fue fácil sortear a la gente que atravesaba el
estrecho pasillo en ese momento. Con algo más que paciencia, logró
tomar asiento en el momento en el que el tren iniciaba con un suave
empujón su salida del andén. Tomó asiento junto a la ventanilla con el
portátil sobre sus piernas. A su izquierda, se sentaban dos hombres de
mediana edad, trajeados y enfrascados en la lectura del Financial
Newspaper, de lo que dedujo que debían de ser agentes de bolsa o, al
menos, inversores en algún viaje importante de negocios. Se puso los
auriculares conectados a su reproductor de MP3 y buscó la carpeta con
el nombre «Favoritos CD 1». Con los primeros acordes de «Changin´of
the guards» de Bob Dylan, cerró los ojos y vagó de nuevo por el ancho
océano de sus pensamientos. En ellos, era una noche bañada por la luz
de la luna, donde la mirada de las estrellas era más cálida y el manto
fresco de la brisa proveniente de la costa empujaba en volandas la
carrera de una muchacha que luchaba por su vida. Empujada por una
violenta sensación de libertad y por el deseo irrefrenable de vivir lejos
34
de la amenaza que la había empujado a descubrir un mundo nuevo y
aún virgen, había convertido aquella situación en un proyecto de vida y
estaba tan decidida a la acción que nunca había emprendido algo con
tanta determinación. Sus ojos destellaban energía cuando la luna rozaba
de soslayo su indestructible voluntad. Pequeñas gotas de sudor caían
por su rostro a cada metro que acortaba camino de su destino y su
corazón se aceleraba al bombear la sangre necesaria que permitiera a
aquella gacela cumplir su objetivo…
Volvió en sí algo sobresaltado, porque aquella especie de visión
era tan real que se sentía muy inquieto. Procuró relajarse dejando atrás
aquella música y mirando un rato por la ventana. Cuando trataba de
poner en orden sus ideas, siempre recordaba fragmentos de conversaciones
con su tío Charles. «No hay trucos de magia, sobrino. No es necesario
ser un mago de las relaciones personales para tener la fórmula magistral
de la felicidad. Todo se basa, te lo puedo asegurar por mi amplia
experiencia relacionándome con toda clase de personas, en el factor
más sencillo, pero, a la vez, el más complicado de todos: el ser humano.
Con el paso del tiempo y después de vivir, como yo, incontables experiencias, verás que en ti reside en todo momento la capacidad de poder
ser lo que tú quieras ser.» Tras un pequeño empujón, el tren se puso en
marcha para, unos pocos segundos después, coger una velocidad
constante y abandonar la estación de Bradbury. Para siempre. «Esa es
la realización misma de la libertad personal. Nunca temas llegar a un
sitio nuevo y desconocido. La incertidumbre sobre lo que pueda o no
pasar es buena, porque significa que eres tú el que escribe las páginas
de tu vida. Si tienes claro lo que quieres hacer y cómo hacerlo, pon toda
tu voluntad en ello. Con toda seguridad, lo acabarás logrando. Nunca
pongas cara de víctima, Jules. Siempre hay que contar con nuestros
inseparables compañeros: los obstáculos. Ellos son los que nos pondrán
todo tipo de impedimentos en forma de zancadillas para hacernos
tambalear y caer. Es algo normal, ya que la vida es una eterna lucha de
contrarios. Así que, si hay que saltar, saltaremos cuantas vallas y zanjas
nos pongan por el camino hasta llegar a nuestra meta. ¿Nunca has
pensado en qué siente un corredor de maratón? El hombre, desde que
viene al mundo, no hace otra cosa que saltar las vallas que otros le
ponen, pero, si quieren seguir adelante, no pueden quedarse en la
primera. Lo consiguen gracias al afán personal que tú deberás mostrar
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cuando vayas a la universidad, así lograrás el impulso necesario para
superarlas. No te puedo negar que unas veces caerás por ti mismo y
otras te harán caer otros, pero deberás seguir adelante y continuar
avanzando en tu camino. Siempre solo…»
Era parte de la conversación que tuvieron unos días antes de que
Jules se marchase a la universidad. Ahora comprendía que, de nuevo,
debería prepararse para seguir luchando y alcanzar la meta que tenía en
mente desde hacía años. Su tío era para Jules como Aristóteles fue para
Alejandro Magno: un guía. Jules sonreía al seguir recorriendo todos y
cada uno de sus recuerdos. A sus veintitrés años y tras pasar cuatro en
la universidad, había tenido la oportunidad de conocer a una amplia
variedad de personas, pero ninguna de ellas se parecía ni de lejos a su
tío. A él sí lo comprendía; al resto, no. Le bastaba con escuchar atentamente en cada una de sus conversaciones para darse cuenta de cuán
diferente era y que su cultura no tenía precio. Entonces, el resto del
mundo carecía de interés para él. Detuvo su reproductor cuando, al
abrir los ojos, se percató de la entrada del revisor. Al aproximarse a su
lado, le tendió el billete. Este lo pasó por el escáner y se lo devolvió
con la misma sonrisa forzada con la que se anuncia una pasta de
dentífrico cualquiera.
Echó un vistazo a través del cristal, que dejaba ver un magnífico
cielo soleado y lleno de nubes blancas por la zona que atravesaba el
tren a toda velocidad. Solapada entre el paisaje, como una marca de
agua, se concretó el delicado rostro de una mujer…
II
La llegada en tren a Longfellows resultaba magnífica por las
vistas del mar que ofrecía. La línea del interior cambiaba para dirigir al
tren hacia la estación a través de las ciudades y de los pueblos
industriales adyacentes. Pasado este conglomerado de localidades, el
paisaje dejaba ver los reflejos del sol en el mar. Al llegar a la ciudad,
las vías discurrían paralelas entre la carretera y la playa. Podía ver a los
bañistas que, a esas horas, ya disfrutaban de un refrescante baño y de
los primeros rayos del sol de la mañana. El tren se detuvo unos breves
instantes en la parada junto a la playa y, acto seguido, con el cambio de
36
guía, avanzó en sentido contrario hacia el interior de la ciudad, para lo
que tuvo que atravesar un desfiladero entre la urbanización y la zona
industrial periférica, hasta llegar al interior donde estaba ubicada la
estación central. El paisaje ya estaba muy presente en sus recuerdos,
aunque había cambiado también en algunos detalles. Con un suave
empujón final, el tren se detuvo en el andén número 5. Puntual: a la una
y media. Los pasajeros que esperaban ante la escalerilla para descender
mostraban un cierto nerviosismo lógico, ya que algunos llevaban varias
horas de viaje y estaban muy cansados.
La estación de tren de Longfellows había sido terminada hacía
tres años en medio de una agria polémica suscitada por el excesivo coste
que había supuesto para el presupuesto y que finalizó con otra no menos
controvertida investigación policial. Salieron entonces a la luz pública
graves irregularidades y se produjo la dimisión de dos concejales del
Ayuntamiento considerados directamente responsables de aquello para
zanjar el asunto. Así eran los políticos: hábiles titiriteros a la par que
excelentes ilusionistas. Con un público entregado, era muy fácil manejar el
erario público sin el menor pudor, tanto para lo bueno como para lo
malo. Ya lo decía su padre en más de una ocasión: «A un político, dale
tiempo y dinero y será capaz de lo imposible. Luego, no trates de pedirle
responsabilidades, al fin y al cabo, solo están allí porque tú les has
votado.»
Esta línea era muy habitual para los hombres de negocio que
venían de Great City, ya que utilizaban las localidades cercanas como
ciudades dormitorio. Jules esperó pacientemente mientras los pasajeros
que lo precedían bajaban del tren hasta el andén. Cuando le tocó a él,
tuvo dificultades para localizar alguna cara conocida. A las doce del
mediodía, la estación estaba atestada de gente y de familiares y ya no
volvió a verla entre la muchedumbre. Así que se dirigió con paso firme
por el pavimento hasta llegar a la marquesina del edificio principal para
quedar a salvo del sol de justicia que acribillaba la ciudad.
Ralph Emorous medía un metro setenta y cinco, con unos kilos de
más, recién afeitado, la cabeza cubierta de un cabello corto rubio
oscuro y los ojos ocultos tras unas gafas de sol de su época de policía.
Su sempiterna sonrisa asomaba bajo sus gafas. Cuando Jules llegó a su
altura, se fundieron en un fuerte abrazo.
37
—Me alegra que hayas vuelto, Jules —le dijo de pronto Ralph
mientras conducía su vehículo todo terreno.
—Y yo también, amigo. ¿No han venido Alfred y Mannie?
—No, ya sabes que la situación de la empresa ha empeorado y les
tocaba guardia en la puerta junto a otros compañeros para evitar que los
dueños se lleven nada.
—No pensaba que la situación fuera tan mala cuando me lo
dijiste hace un año.
—Así son de imprevisibles las cosas —contestó mientras giraba a
la derecha—. Hoy es blanco y mañana… vete a saber.
—Tampoco me preocupa en exceso. Solo me interesa lo que yo
sea capaz de hacer.
—A estas alturas del partido, eso es bueno, porque, si fuéramos
directos al desastre, estaría más preocupado. La crisis, la crisis —dijo
haciendo Ralph una mala imitación de un cómico muy conocido en el
país.
Ralph conducía hábilmente su todoterreno entre el tráfico de las
amplias calles de Longfellows. A Jules, que no tenía carné de conducir
ni tampoco le interesaba tenerlo aún, le gustaba ir en el coche con
personas que condujeran y le hicieran sentir cómodo. Así disfrutaba y
apreciaba las conversaciones que esas situaciones generaban.
—Sé que no te gusta que nadie se inmiscuya en tus asuntos, pero
me gustaría que supieras que siento mucho que hayas acabado así la
universidad.
—Adelante, di lo que piensas —dijo Jules, sin apartar la mirada
del tráfico.
—Esta carrera era lo suficientemente importante para ti. Siempre
he confiado en ti. —Hizo una breve pausa antes de continuar. Claramente,
estaba midiendo sus palabras para no herir sus sentimientos—. Por eso
mismo, que todo se vaya al traste por algo tan sucio como plagiar un
trabajo resulta, cuando menos, decepcionante.
—¿Esa es la imagen que tienes de mí a raíz de lo sucedido?
—No me tomes por imbécil. ¿Alguien tan inteligente como tú
tendría que recurrir a algo tan despreciable? ¿Por qué? En cuanto al
coste, no es por el dinero en sí mismo y la imagen que queda al final es
la de un tramposo. Sigo esperando una explicación satisfactoria por la
relación amistosa que nos une.
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—No di ninguna explicación porque ellos ya me habían sentenciado
mucho antes de todo esto. Simplemente, por no ser como ellos. Aunque
no hubiera hecho nada, jamás me hubieran escuchado ni tampoco
hubieran tenido en cuenta mis argumentos y mis explicaciones.
—¿Tan sordos y ciegos piensas que están? Son los dirigentes y
profesores de una universidad.
—No son personas innovadoras, aborrecen las nuevas tendencias
y a quienes las abanderan. Cierran todas las puertas a nuevos descubrimientos y a nuevas teorías. Viven anclados en un marasmo de pensamiento único y no hacen otra cosa que repetir una y otra vez la misma
letra con distinta música. Y, volviendo al tema, yo no cometí ningún
delito. Gané limpiamente en el terreno de juego, pero mi credibilidad
nunca contó frente al dinero del hijo de papá.
—No lo entiendo, Jules. ¿De qué estás hablando?
—Muy pronto oirás hablar de Trevor Reid, hijo del muy
respetado Gordon Reid, banquero de Great City y habitual en la lista de
donaciones de la Universidad de Bradbury. Un mes antes del examen,
vino a mí, como siempre, apurado de tiempo, para pedirme un favor.
Siempre lo hacía.
—¿El trabajo?
—Exacto. Debieron de pensar, en su retorcida moral, que el que
copiaba era yo. Comprenderás que, si nunca conté con su favor, en
aquella situación, aún menos. No hubiera sido conveniente para ellos.
—¡Menudos cabrones!
—Tranquilo, ya está hecho.
III
Cuando entró en la casa, se sintió como si nunca hubiera pasado
el tiempo por aquel lugar. Todas las estanterías, sin excepción, estaban
atiborradas de libros cuidadosamente ordenados y no dejaban ningún
tramo de pared libre. A pesar de su edad, había tenido la oportunidad de
conocer a una amplia variedad de personas, pero ninguna se parecía de
lejos a su tío. Charles Kane Marat medía un metro ochenta, delgado, con
bigote y perilla, la cabeza cubierta de una abundante cabellera entre gris
y blanca y los ojos verdes. Él lo apodaba Sam Elliot por el parecido con
39
el famoso actor. Solo bastaba con escuchar atentamente cada una de sus
conversaciones para darse cuenta de cuán diferente era y cuánta vida
había disfrutado. De un plumazo, todas esas personas dejaban de existir
para él.
Subió a la planta de arriba, donde estaba su habitación, y dejó la
bolsa, el ordenador y el trasportín sobre la cama. Luego, abrió este para
que Coltrane se familiarizara con su nuevo hogar. El gato salió lentamente
de su confinamiento temporal e hizo unos gestos para desentumecerse y
estirar sus extremidades. Parecía recuperar la movilidad y la curiosidad
por conocer su nuevo territorio, un lugar diferente y muy alejado de la
ciudad en la que había nacido. El gato se metió bajo la cama mientras
Jules observaba cada detalle de su habitación. En la pared, todavía
estaba colgado el artículo de La Gaceta de Longfellows en el que aparecía
su tío recogiendo el Premio de la Crítica por toda una carrera como
guionista de cine y de televisión. Su tío había sido uno de los guionistas
cinematográficos mejor considerados entre los profesionales y la propia
crítica. Los críticos y colegas más conservadores lo habían tachado de
rebelde desde sus comienzos, pero lo respetaban por la calidad de su
trabajo. Además, no dejaban de ser las opiniones de quienes se plegaban a
los gustos del público y a las presiones de los productores. No eran
independientes como él. Sonrió al recordar algunas de las palabras que
pronunció en el discurso de aceptación del premio.
Así era su tío. De tendencia radicalmente luchadora y un carácter
vehemente que no lo ayudaba en nada, en su juventud, llevó la contraria a
las administraciones republicanas que le tocó vivir. En su primer artículo,
no dudó en defender la creatividad y la libertad del artista frente a
acciones represoras, como la caza de brujas de la década de los sesenta.
Caza que había acabado en su momento con la carrera de muchos actores,
actrices, guionistas y directores, con independencia de que fueran o no
comunistas. El arte no debería mezclarse con la política.
Y uno de los momentos más tristes que, en ocasiones, solía recordar
cuando se reunía los lunes en el club con amigos de profesión era el día
en el que había fallecido Charles Chaplin, a quien siempre consideró un
genio adelantado a su tiempo.
—¡Capitán! ¡Mi capitán! ¡Nuestro terrible viaje ha acabado, el barco
ha llegado, hemos salvado todos los escollos! —dijo Charles desde la
puerta de la habitación.
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—Veo que sigues siendo el mismo. Me alegro, tío, a pesar del
tiempo pasado, de que no hayas cambiado. Te sigue gustando recitar
los versos favoritos de la abuela.
—Salvo por el sarcasmo implícito, sí me gustan. Cuando jugabas
en el jardín a los piratas, te gustaba recitarlos a todo grito.
—Eran otros tiempos.
—Ven conmigo, desgraciadamente, no tengo dos Guinness en la
nevera para tomarnos. Últimamente, no sé lo que me pasa —dijo mientras
le pasaba el brazo por encima y le daba un fuerte abrazo.
—Por cierto, tío, ¿por qué hace tanto frío dentro de la casa? ¿Has
puesto el aire acondicionado otra vez?
—Hay que adaptarse, hace mucho calor ahí fuera —le respondió
y Jules se encogió de hombros mientras lo seguía escaleras abajo.
Bajaron al salón, donde ambos conversaron sentados en el sofá.
Así era su tío, impredecible la mayor parte de las veces. El atardecer
iba abriéndose paso y las primeras luces empezaban a encenderse a lo
largo de la bahía de Longfellows.
—¡Escritor! Veo que no te andas con rodeos, sobrino.
—Jules Marat para ti —dijo sonriendo.
—Jules, no me han gustado los relatos que me has enviado. No
podría publicarlos, aunque me pusieran un revólver en la nuca y descargaran todas las balas del tambor. —Hizo una pausa y giró su sillón para
quedar de nuevo frente a Jules—. ¿Todavía sigues aquí? ¿No tienes
bastante con lo que te he dicho?
—Tú eres la persona indicada para corregirlos y lograr que puedan
ser publicados. Pero, como has tardado tanto en decirme algo, se los
hice llegar a Archie Knox. Él dice lo contrario —dijo sonriendo socarrón.
—¡Maldito bastardo engreído! ¿Publicarlos dices? No se puede
hacer y ¿sabes por qué?
—Dímelo.
—Porque son sencillamente los mejores relatos que he leído desde
John Cheever o Raymond Carver. Porque hay tanta calidad en ellos que
publicarlos sería menospreciarlos. El público actual no sabría ni qué
hacer con ellos.
—Lo que ellos piensen sobre mis relatos me da igual. Yo quiero
lectores para poder publicar.
41
—Encima eres un creído. Eso me gusta. Recuerdas esas personas
de las que te hablé cuando estaba en la sala de espera del despacho de
Archie Knox. Les hacía esperar con la esperanza de que se largaran y
no volvieran. Para él eran la peor basura que te puedas imaginar.
Excepto una mujer a la que Archie esperaba, pero que no pudo acudir y
por eso me atendió antes. «Ella es calidad de verdad —me dijo—, pero
tu sobrino promete.» Ellos solo quieren publicar, ni siquiera les importa
el efecto de una coma en un sitio o en otro. Están atados a la opinión
pública y, como escritor, no puedes ni debes hacer eso.
—Estoy de acuerdo. Yo escribo sin pensar en ellos para nada.
Solo escribo la historia, que realmente es lo que me importa. Si les
gusta o no, es asunto suyo.
—El caso es que ahora mismo no tengo una editorial a la que
poder ofrecérselos. Ni Archie tampoco. Él está más al tanto que yo y se
mueve en círculos que ya hubiera querido tener en mis comienzos.
—Tú eres un grande de la literatura y, sin tus comienzos, no
serías lo que has llegado a ser.
—Gracias, pero tú llegarás más lejos que yo. Sigue sus consejos.
Él se encargará de correcciones y de reescribir algunos, demasiado trabajo
ahora para él. Pero le pagan por ello. Esos escritorzuelos acuden en
tropel a su despacho todos los días con la misma novela escrita en cien
estilos diferentes, creyendo que con eso darán con el modo que las haga
merecedoras de su publicación. Es auténtica basura. Creo que ya los he
llamado así antes. Tengo que encontrar otro apelativo nuevo.
—Mediocres, ¿quizá?
—Eso aún se podría mejorar. Corrige los relatos, Jules. Dentro de
ti, encontrarás todas las anotaciones que necesites sobre lo que debe
cambiarse. Vuelve a verlo cuando hayas terminado y veremos qué pasa
entonces.
—Nunca habrá bastante aprecio por mi parte para agradecerte tu
apoyo —dijo Jules levantándose de la mesa para darle un fuerte abrazo.
—Vale, vale. Te vas cuatro años a la universidad y me vienes con
este rollo seudogay… Y, por cierto, ¿qué hace ese gato paseándose por
el salón como si esta fuera su propia casa?
Jules no dijo nada más y abandonó el salón con la sensación de
tener un principio sobre el que apuntalar su carrera. Que Archibald Knox
se hubiera tomado la molestia de apuntar las correcciones necesarias
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solo podía significar que su material tenía calidad y podía alcanzar la
perfección literaria exigida. Un atisbo de sonrisa afloró en su cara cuando
salió a la calle. El tráfico, la gente y los edificios le parecían diminutos
detalles de vida propia dentro de un universo más grande llamado
Longfellows. Detalles que conformaban vidas con contenido genuino y
sobre las que él podría escribir. Tenía la sensibilidad necesaria para
construir personajes, describir situaciones y objetos y transmitir lo que
quieren decir mediante diálogos, que podían calificarse entre heroicos e
hilarantes. Durante un breve instante, pudo ver un libro en primer lugar
en el escaparate de las librerías más importantes de la ciudad y en ella
se podía leer en letras grandes «Escrito por Jules Marat». Se tumbó en
la cama para descansar y, mientras soñaba despierto…
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CAPÍTULO CUARTO
Feliz cumpleaños, Julia
I
E
n su regreso a casa, no podían faltar sus históricos: sus
amigos. Los que le dejaron la cuenta de correo electrónico
colapsada. Cada uno de ellos había finalizado sus respectivas carreras universitarias y se transmitían todo tipo de felicitaciones
mutuas. También se mostraban escépticos en cuanto a sus trabajos futuros,
habida cuenta de la crisis económica que afectaba a todos los niveles y
que el país estaba sufriendo sobremanera. Y, aún más si cabe, teniendo
en cuenta que muchos de ellos empezarían como becarios. Sin embargo,
en las situaciones complicadas era donde los valientes veían una oportunidad de triunfar y daban un paso adelante. Así se distinguían del resto.
Otros amigos, por el contrario, le comunicaban que habían quedado
para celebrar la vuelta a casa en el Flaherty´s. Allí se había organizado
una gran fiesta para todos. Se habían movilizado a través de las redes
sociales, creando primero el evento y luego enviando las correspondientes invitaciones a todos los miembros agregados. La participación
había sido masiva. La hora de comienzo sería a las nueve de la noche.
Jules sabía antes de ir a la fiesta que las reducidas dimensiones del
Flaherty´s obligarían al gerente a tener que añadir mesas y sillas extra
en la plaza de St. Martin. A él siempre le encantaba este local, donde
siempre había escuchado buena música y, regularmente, acudían buenos
DJ que pinchaban canciones de calidad. Uno de ellos, Paul DJ, jugó
varios años con él al futbol en el instituto, pero, como casi todas las
personas en algún momento de su vida, descubrió un talento: el de
hacer bailar y vibrar a la gente pinchando buena música. Y, aunque al
principio se dedicó de forma amateur, ya que el gerente del Flaherty´s
le dejaba pinchar los jueves en las horas taciturnas del café, el resultado
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fue tan bueno que no le quedó más remedio que ampliarle el horario,
pues su repertorio causaba furor entre los clientes que acudían.
Respondió a los correos electrónicos que consideró más importantes
y dejó el resto para más tarde. Se tumbó en la cama para relajarse, tanto
que acabó durmiéndose. Coltrane vino a hacerle compañía y se acurrucó
sobre la almohada, cerca de la ventana. El gato poseía una gran capacidad
para adaptarse a nuevos sitios, por muy desconocidos que fueran. En
unas pocas horas, ya estaba como su dueño, descansando y esperando
nuevos acontecimientos tras el aterrizaje en Longfellows. En contra de
lo que a Jules le había parecido, el gato no se mostraba nervioso ni
agresivo. Eso lo tranquilizaba porque comenzaba una nueva etapa para
ambos y Maiween le había comentado que los gatos precisaban tanto de
cuidados como de un entorno estable. De modo que confiaba en poder
proporcionárselo.
II
Flaherty´s era un local decorado como un típico pub irlandés.
Desde el letrero de la fachada hasta el interior, el más mínimo detalle
indicaba que estabas en un sitio único y diferente. Un local en el que se
oía la música del momento y al que todo el mundo acudía a bailar y a
pasárselo bien. No tenía nada de especial y nadie se acordaría de él una
vez hubiese cerrado. Y así fue hasta que seis años atrás se creó el
Flaherty´s. Cuya creación se debió a un hombre con visión, Chris
Pomeroy. Un canadiense de padre americano y madre argentina que se
dio cuenta del potencial de aquel lugar. Trabajó duro para lograr
primero que el banco le concediera el préstamo y, junto con sus ahorros
y el capital de un par de socios que conoció cuando vivía en Great City,
lo alquiló y comenzó la reforma. Cuando era estudiante, vivió tres años
en Irlanda donde pudo ver la vida nocturna de Dublín y le impresionaron
sobremanera los pub, su ambiente, su decoración y la manera de gestionar
el negocio. Cuando regresó a Great City, estudió empresariales en la
Universidad Pública y, con la licenciatura en la mano, empezó a buscar
locales y socios con los que emprender su gran aventura. Pero, mientras
los encontraba, no dejó de trabajar —primero, como camarero y luego,
como encargado en su último trabajo— hasta que reunió dinero y
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decidió emigrar a Longfellows. Ver ese local fue como un amor a primera
vista. Si no se decidía, otro lo haría. Así que no dejó pasar la oportunidad.
Esa era la diferencia entre el éxito o el fracaso. Una decisión tomada a
tiempo. Su apertura fue algo discreta, pero enseguida fue calando, sobre
todo entre la juventud adolescente. Así Chris Pomeroy consiguió sacar
adelante el proyecto que, hoy en día, seguía dándole pingües beneficios.
Jules llegó acompañado de Julian y Alfred. Mike no había podido
acompañarlos y le había enviado un mensaje a su teléfono móvil.
Siempre tan considerado este Mike. Había mucho y buen ambiente, por
lo que tardaron un poco en poder llegar hasta la barra. Cuando se
entraba por la puerta principal, había mesas a la izquierda con asientos
pegados a la pared y taburetes bajos alrededor de las mesas. Desde ahí
hasta el fondo, la barra. A la derecha, frente a ella, un primer reservado
con más asientos pegados a la pared, más mesas y taburetes, luego un
espacio con una barra americana y taburetes altos. Al fondo, a la misma
altura en la que terminaba la barra, a la derecha, otro reservado y los
aseos. Cuando las camareras lograron despachar a varios bebedores
sedientos, Lorraine le sirvió una Duff sin alcohol a Julian y un Redtea a
Alfred. Jules, por su parte, empezó con una pinta negra de Guinness, lo
que remataba así un buen comienzo para el grupo.
Alfred, siempre atento a todos los detalles, hizo un comentario a
ambos. En la barra principal, donde estaban colocadas las bebidas
ordenadas por marcas, había dos gorras de tipo militar. Pero Julian
comentó que las gorras eran promocionales de alguna de las bebidas,
aunque no sabía de cuál exactamente. Alfred añadió que una de ellas
carecía del escudo o insignia que la remataba en la parte superior de la
visera. Julian y Jules se miraron y luego se encogieron de hombros. Así
era Alfred, un tipo alto, de aspecto bohemio, pero inteligente y con
éxito entre las mujeres. De un tiempo a esta parte, se había interesado
por la literatura y, en concreto, por los libros que hablaban sobre las
regresiones. La verdad es que, como le comentó a Julian, había comenzado mal. Le costaba comprender lo que esos escritores querían decir
en sus libros por falta de información sobre esa materia. Jules echó un
trago y sugirió trasladarse hasta otro rincón del local en el que pudieran
beber más tranquilamente.
Se hicieron un hueco, pasado el reservado, donde pudieron protegerse de pisotones y codazos. Dejaron sus bebidas sobre la barra y Jules
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pudo ver el fenomenal ambiente que se desarrollaba allí dentro. Sonaba
«Search for the hero» de M-People. Paul DJ parecía haber abierto la
veda de un revival musical que nadie sabía por dónde seguiría. Jules
recordaba aquella canción porque, en una ocasión, visitando a su amigo
Paco Mateos en Sonarville hace dos veranos, le puso un CD con los
grandes éxitos del grupo. Le gustó por la voz potente y con personalidad
de la cantante. Paco dejó la carrera cuando su madre falleció y regresó
para ayudar a su padre en la granja. Sonarville era una localidad pequeña
que estaba formada principalmente por granjeros y el negocio familiar
era el principal sustento. Hacía meses que no tenía noticias suyas, pero
eso no significaba nada. Paco era un muchacho honesto y leal que
colaboró mucho con él en clase hasta que tuvo que marcharse. Trabaron la
amistad suficiente como para seguir manteniendo el contacto. Era curioso
que conociera a tanta gente española, pero es que, en Longfellows y
alrededores, había mucho inmigrante español y él siempre conocía a
gente allá donde iba.
III
Mientras tanto, dentro del local, cada uno iba a lo suyo, en grupo
o por separado.
—¿Por qué no jugamos a los dardos? —decía alguien.
—¿Estás loco? El local está a tope. Llevas varias cervezas, amigo
—dijo mirando a su alrededor. Pasaban las diez y media de la noche.
—¿Ahora te dedicas a contarlas?
—Es fácil cuando mi proporción es de una por cada dos tuyas
—dijo sonriendo.
Y ahí quedó la pareja entreteniéndose en su habitual diálogo para
besugos, ajena al ajetreo del local. Vincent corría por el pavés, como si
de los cien metros lisos se tratara. No había liebre que seguir, pero sí
una importante recompensa. Su coche mal estacionado en la parte de
debajo de la plaza, cuyo pago aún no había hecho más que comenzar,
empezaba a ser remolcado por la grúa. Dos jóvenes agentes femeninas
de la policía secundaban la acción del encargado de la grúa. Incluso, en
un lugar tan selecto y apreciado, el brazo de la ley impedía los delitos.
Vincent resoplaba cuando llegó hasta el coche.
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—¡Ya estoy aquí! ¡Detengan este atropello!
—Nos alegramos de que haya aparecido tan rápido. Ha sido un
sprint magnífico —respondió la agente más veterana, ajustándose la
gorra.
—Cierto, agente Dunne. Parece que este joven ya disfrutaba antes
de estacionar el vehículo. De lo contrario, se habría dado cuenta de que
era un aparcamiento reservado a un minusválido —dijo su compañera
con evidente ironía.
—Yo solo he disfrutado con la carrera. Soy un deportista nato.
—Y retiró la mano cuando iba a pasársela por una evidente barriga
cervecera—. Para qué quieren molestarse, dejen mi coche aquí y sigan
su camino. Es sábado por la noche.
—No es ninguna molestia. Le llevaremos el coche a un lugar más
seguro, no sea que se lo vayan a robar. ¿Verdad, agente Dunne?
—Sí, agente Parsley. Eso mismo comentaba hace un momento.
Este coche es un apetitoso botín para los ladrones. Vamos a procurar que
su dueño no lo pierda.
El tono bromista de las agentes distendió el asunto.
—Robbie, desengancha el coche.
—Muchas gracias, agentes —dijo Vincent al tiempo que estrechaba
sus manos.
Instantes después, Vincent lograba estacionar el vehículo en un
lugar más apropiado. Ajenos a todo esto, la fiesta continuaba en el interior
del Flaherty´s.
—«Cambio cámara de fotos digital seminueva y equipo completo
por salida nocturna a pub de moda céntrico y la oportunidad de echar
una cana al aire. Prometo indiscreción. No daré mi verdadero nombre.
Llamadme Fogoso Potro Destilado. El contacto es…» —dijo Gómez.
—No me convence, Gómez. Prefiero este que dice: «Desde que
tuve dieciséis años, mi sueño en la vida ha sido poder disfrutar de una
compañía femenina cuya ropa interior fuera provocativa. Tengo veintiséis
años. Se me empieza a caer el pelo peligrosamente, mis discos de Robert
Gordon se quedaron desfasados, mis piernas ya no son lo que eran y
perdí la ilusión por encontrar a mi media naranja. Si tú, mujer, eres
joven y te sientes de idéntica manera, por favor, no dudes en llamarme.
Pregunta por Pringado Entrado Encinta.» —Cuando Román terminó de
48
leer el anuncio a través de la conexión inalámbrica de su teléfono
móvil, las risas ya eran generalizadas entre los miembros del grupo.
—¿Y por qué no lo hago también con un video y lo subo a
Youtube? —preguntó Larry—. Quedaría más divertido y me forraría con
tantas visitas.
—Querrás decir que harás el ridículo más espantoso —le respondió
Vincent, que había llegado justo a tiempo para escuchar a Román.
—Tenéis razón —dijo tras dar un trago a su pinta de Guinness—.
Abandono la idea —respondió Larry.
Julian y Alfred se entretenían ahora cerca de la barra, imaginándose
que salían con alguna de las modelos más famosas del momento y que
no volvían a separar sus vidas. En aquel momento de la acalorada discusión, la elección de la modelo estaba ligeramente a favor de Bar
Refaeli o Sienna Miller.
Pero para soñadores de verdad: Salvatore y su colega Joe. Compañeros de juerga todos los fines de semana. Hacían planes para
asociarse y crear un despacho de abogados. Lo que ninguno de ellos
sabría es que sus destinos profesionales jamás se juntarían porque
Salvatore acabaría entrando en el Departamento de la Policía de Longfellows tres años más tarde como agente de homicidios, mientras que
Joe sí que conseguiría abrir su despacho de abogados y se ganaría la
vida modestamente. En aquel momento de la fiesta, ambos planeaban
un viaje alrededor del mundo en moto. Ninguno de los dos había
viajado nunca más allá de las fronteras de Longfellows, salvo para ir a
la universidad, pero, técnicamente, no se podía considerar viajar. En
sus mentes, todavía juveniles, la imagen de dormir al raso bajo cielos
nocturnos iluminados de estrellas todavía era algo posible y realizable.
Entreteniéndose en buscar estrellas fugaces y leyendo el Times mientras
tomaban café en alguna terraza y otras ilusiones a cual más estrafalaria.
Christine no hacía más que buscar un objeto muy personal, que
había perdido en la loca carrera hacia las mesas de la terraza, repletas
de gente y de las más variopintas bebidas. Andaba como poseída de un
lado a otro y vuelta de nuevo hacia el mismo sitio. Víctima de ese ritmo
infernal, comenzaba a sudar abundantemente. No le gustaban ese tipo
de situaciones. Buscaba su zapato rojo sin tacón. Había buscado
afanosamente bajo cada una de las mesas, agachándose si era necesario,
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a pesar de su escasa falda. Nada de nada. Seguía sin aparecer. Seguramente, alguien se estaría divirtiendo a su costa. Cenicienta por accidente.
Pasadas las once y cuarto, Alfred se zampaba la cuarta bandeja de
pequeños emparedados de anchoa y huevo. El encargado del local,
Chris Pomeroy, no le quitaba el ojo de encima, su única tarea en los
últimos treinta minutos parecía consistir en reponer las bandejas que
Alfred vaciaba. El muchacho solo se enteraba del delicioso sabor de los
canapés y de la asombrosa capacidad de su estómago para seguir albergando comida, solo comparable a la del personaje televisivo Alf. Y
todo ello debidamente acompañado de su Redtea.
Jules terminó su cuarto vaso de ponche y decidió iniciar un
quinto. Al llegar delante de la fuente que lo contenía, observó con sorpresa
e interés que había un zapato rojo sin tacón flotando en él. Parecía que
hubiera salido del puerto y se dirigiera hacia mar adentro. «Definitivamente, la fiesta se ha desmadrado.» Sacó el zapato y lo sostuvo en el aire
al tiempo que gritaba: «¿Alguien ha perdido este llavero?». Al volverse
bruscamente, chocó de bruces con una chica rubia, con un flequillo que
ocultaba la mitad de su frente y parte de su ojo derecho. Era de su
misma estatura y llevaba un ajustado vestido de noche muy elegante.
La agarró de la cintura para evitar su caída y luego la atrajo lentamente
hacia sí.
—¿Bailas? —le preguntó al oído, mirándola directamente a los
ojos al tiempo que le sonreía.
—Tuve una buena maestra, se nota, ¿verdad? —dijo ella sorprendida por sus reflejos.
—Sí, rapidez y agilidad son características mías. Se podría decir
que te he salvado la vida.
—¿Cómo salimos de dudas?
—Eso solo se puede saber de una manera —dijo separándola y
tomando su mano—. ¿Qué vas a hacer, ahora, muñeca? —le preguntó
sonriendo.
—¿Vas a llevar ese zapato rojo todo el rato en la mano?
—No me gusta como llavero. La verdad es que pensaba hacer un
trueque con él.
—¿Qué ibas a conseguir cambiándolo?
—A la verdadera Cenicienta —respondió.
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La muchacha le devolvió una agradable sonrisa y aceptó. De esa
forma, comenzaron a bailar pegados al ritmo de la canción que sonaba
en ese momento, «More than a feeling» de Boston. Poco a poco, a Jules
le pareció flotar en la inmensidad. Sintió como su alma se separaba de
su cuerpo y se convertía en un ser… flotante… y vagabundo. Acababa
de vomitar todo el ponche sobre la chica.
IV
—¿Me lleva usted, caballero?
Le sorprendió escuchar una voz femenina frente a él, al otro lado
del taxi. Era la misma chica a la que le había redecorado el vestido. Por
lo visto, con la habilidad que caracteriza a algunas mujeres para salir
indemnes de ciertas situaciones comprometidas, se había adecentado el
vestido en el aseo o quizá se lo había cambiado para continuar su noche
de fiesta. ¿Llevaría un segundo vestido en su bolso? «Qué mujer más
previsora. Eso me gusta», pensó Jules al verla acercarse hasta él.
—Me disculpo por el incidente. No me suele suceder muy a
menudo.
—A mí tampoco, gracias a Dios. Esta bola que me lanzaste,
además de envenenada, iba con efecto. Demasiado para mis reflejos,
que están hechos trizas por el alcohol. —Jules sonrió al escuchar su
comentario—. Tengo la impresión de que ese ponche no era muy bueno
que digamos.
—Totalmente de acuerdo. En lo referente a no sé qué bola que te
he lanzado, no tengo ni idea de a qué te refieres con ello. —La chica
sonrió al ver su estado.
—¿Me acompañas a tomar la última? —Jules arqueó la ceja al oír
su invitación.
—¿A dónde propones ir? ¿No querrás terminar de emborracharme
para consumar tu venganza? He visto Sin City. Sé de lo que eres capaz.
—A Brass —dijo sonriendo al tiempo que ambos subían al taxi-.
Y no me des ideas sobre cómo acabar contigo. Ambos sabemos cómo
va a terminar, solo que no queremos que termine, ¿no te parece? —Jules
tomó asiento y continuó sonriendo mientras ella se sentaba tan cerca de
él que podía percibir su perfume.
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Cuando el taxi se detuvo en el paso de cebra para que lo cruzara
un grupo de jóvenes camino de otra zona de diversión, estos se detuvieron
para dejar paso a varios coches de policía que se alejaron a gran velocidad.
—¿A qué se debe tanta policía? —preguntó la chica sorprendida.
—¿No sabéis lo que está pasando? —les preguntó el taxista.
—Pues no —respondió Jules.
—Ha sido en la casa de los Locksley. Durante la fiesta de
cumpleaños de su hija, la muchacha ha desaparecido.
—Menuda tragedia —susurró Jules.
—En fin, espero que encuentren a la muchacha con vida. Estas
situaciones nunca son buenas —dijo el taxista, acostumbrado a escuchar
este tipo de noticias por la radio.
En Brass las cervezas volaban sobre la barra en dirección esteoeste. Lo novedoso allí era que su barra giratoria, en la que tantos
borrachos habían perdido pie y algún que otro diente al haber aterrizado
sobre el suelo, nunca tenía sillas disponibles. Los clientes se peleaban
por tener un par de sitios allí para vivir la experiencia. El ambiente
cargado de tabaco y humo invitaba a tararear viejas canciones de los
años ochenta. Jules la llevaba cogida de la mano para sortear las mesas
hasta que llegó a la barra y se hicieron un hueco. Una pareja dejaba un
solo sillón. Muy conveniente. Le cedió el sitio a Elena, como así le dijo
que se llamaba mientras iban en el taxi, y se conformó con caminar a su
lado.
—¿Qué tal los caballitos del tiovivo? —le preguntaba Elena con
evidente sorna.
—¿Qué dices? ¡No te oigo!
—Nada, nada —le decía moviendo la mano.
Algo exhausto por el cansino movimiento giratorio, pensó que
habría recorrido al menos dos o tres kilómetros, por lo que decidió
detenerse para descansar. Cuando regresó de nuevo al lugar en el que se
suponía que se encontraba Elena, se sorprendió al toparse con dos tipos
sudorosos, varios sufridores de alopecia galopantes, borrachos en diversos
grados de embriaguez y algún que otro esperpento. La belleza femenina
tal y como la había conocido hasta ese momento brillaba por su ausencia.
No paraba de mirar a un lado y a otro en un patético intento por encontrarla.
52
—No he pedido todavía mi consumición y ya he perdido a la
chica. Espera, no, ahí está —dijo algo nervioso señalando a una chica
rubia que se acercaba hacia él siguiendo el giro de la barra.
Una cabellera rubia que caía por la descubierta espalda de una
joven se le acercaba a cámara lenta por su izquierda. Aceleró un poco el
paso para mantenerse a su altura.
—Mi cerveza estará ya caliente, ¿verdad?
—¿Quién eres tú? —le respondió la chica, algo sorprendida por
aquel abordaje.
No era Elena, «Horror —pensó Jules—. Tendré que batirme en
duelo con el tipo que la acompaña y no deja de fustigarme con la
mirada furibunda. ¿Pistola o florete? Aunque hace tiempo que no uso el
sable. No la espada, sino el florete. Eso he dicho: florete. Estoy muy
espeso… Podría causarme daño a mi mismo al primer intento…»
—¡Disculpa, me he confundido de persona! —Y se volvió hacia
el novio—. ¡Tranquilo, tío, estoy en contra de las operaciones de
estética y más si son sin anestesia! —Y dejó de caminar—. Prefiero
conservar mi cara como está…
Alguien le tocó el hombro y, al volverse, vio que era Elena riendo
a carcajadas. Al mismo tiempo, le ofrecía una copa de Brugal con limón.
—¡Menudo espectáculo, chico! ¿Así te abalanzas sobre el sexo
femenino? Bebe de mi copa, ligón de tres al cuarto. —Ahora sonreía
amablemente mientras Jules levantaba la copa y daba un sorbo.
—Me gusta. Eres divertida y me sigues el ritmo. Si sigues así,
empezarás a caerme bien.
—Lo tomaré como un cumplido.
Jules sonrió mirándola unos segundos directamente a los ojos
antes de apartar la mirada. Luego, dio un segundo sorbo y comenzó a
experimentar una cálida sensación de bienestar y de felicidad creciente.
Era cada vez más y más feliz, tanto que sus párpados se fueron
cerrando y ya no vio más que oscuridad.
V
Y llegó el día en el que se celebró la fiesta del décimo octavo
cumpleaños de Julia. Su padre, Nathan Locksley-White, el gran hombre
53
de negocios, no escatimó en gastos. Nathan era un hombre de casi
metro ochenta, complexión delgada, cabello rubio cortado al estilo
romano (ese tipo de peinado en el que los pelillos se extendían y caían
sobre la frente) y una mirada profunda e hipnótica, como la de un
abismo insondable. Un centenar de personas invitadas entre familiares,
amigos y conocidos. Nathan presidía la fiesta desde la principal mesa
de comensales, aguardando a que los camareros hubiesen llenado las
copas de cada uno de ellos. A su derecha, se hallaba sentada Julia, que,
de vez en cuando, le devolvía una mirada complaciente. Los camareros
terminaron de servir las copas a cada uno para, acto seguido, servir el
champán cuando la jefa de protocolo les indicó que se retirasen.
—Os doy las gracias a todos por aceptar nuestra invitación y
asistir al cumpleaños de mi hija Julia. Deseo que esté rodeada por aquellos
que le han mostrado su cariño, su afecto y su amor. Gracias a todos por
vuestra felicidad aportada. —Los asistentes lo interrumpieron con sus
aplausos. Y, dirigiéndose a su hija, continuó hablando—. Julia, hija
mía, quiero que sepas lo orgulloso que estoy, al igual que lo estaría tu
madre si se hallara entre nosotros. Cada logro en tu vida supone un halo
de felicidad para ambos, así como tu generoso carácter y valentía, que
ya has demostrado en más de una ocasión. Por todo ello, pido que
alcemos nuestras copas para ofrecerle un brindis...
Con los primeros sones del gran reloj del salón, a las diez y media,
algunos gritos escaparon cuando el cristal de una de las ventanas estalló
con gran estrépito. Durante unos breves segundos, la alegría se había
transformado en tensión, en gritos y en confusión. Las personas del
servicio lograron averiguar el problema, solucionarlo y recuperar la luz
y así se dio lugar al nacimiento de un problema. Nathan observaba la
vacía silla de su hija Julia. Cualquier intento por articular palabra resultaba
infructuoso, una fuerza invisible atenazaba su voz haciéndola inaudible.
Gente corriendo de un lado para otro. Otros lo buscaban con la mirada
para hallar alguna respuesta. Estos últimos eran la jefa de protocolo
Laura Coogan y el jefe de seguridad Lawrie Madden, que se le acercaron
de inmediato.
—Hay que llamar a la policía, Sr. Locksley —dijo Laura visiblemente nerviosa. Se le notaba que no estaba acostumbrada a este tipo de
situaciones en los acontecimientos que ella organizaba.
54
—Sr. Locksley —intervino Lawrie—, es evidente que ha sucedido
un inesperado fallo en el sistema de seguridad.
—Aquí no se podían cometer fallos y, aun así, ha sucedido y,
además, se trata de mi hija. No perdamos tiempo en reproches que no
conducen a nada y concentrémonos en buscar soluciones.
—Me pondré a la tarea de repasar todo lo sucedido y, a partir de
ahí, comenzar la búsqueda de su hija —dijo Lawrie.
—Srta. Coogan, encárguese usted de llamar a la policía inmediatamente.
—Muy bien, Sr. Locksley. —Y se alejó hacía el vestíbulo.
—Actúa con discreción, Lawrie, no queremos llamar la atención.
Cuando llegue la policía, colabora en todo con ellos. Quizá sepan algo
que a nosotros se nos escapa.
—Así lo haré, señor Locksley.
Nathan se acomodó en la silla con gesto circunspecto hasta que
sus ojos se percataron de que estaba siendo observado. Uno de los
invitados que tomaba asiento en las últimas mesas lo estaba mirando
fijamente a los ojos, vacíos y carentes de alma. Él rehusó su mirada,
como posponiendo cualquier contacto más personal para otro momento
más oportuno. Ahora fijaba su vista en el panorama que había más allá
del amplio ventanal que se abría a su derecha, en el que la oscuridad de
la noche lo envolvía todo con un denso y oscuro telón impenetrable,
cerrando con ello este acto de la función.
55
CAPÍTULO QUINTO
Un terrible suceso sacude a Longfellows
Town…
I
LA GACETA DE LONGFELLOWS
Domingo, 1 de julio
LA HIJA DEL MAGNATE NATHAN LOCKSLEY-WHITE
DESAPARECE
Artículo de James Gallagher
Los habitantes de Longfellows todavía están conmocionados por la desaparición
en extrañas circunstancias de
Julia, la hija del magnate de
los negocios, Nathan Locksley. El señor Locksley ha declinado hacer cualquier tipo
de declaración sobre lo sucedido, a la espera de que la
policía local, con el comisario
Jefe Talbert al mando, logren
avanzar en sus pesquisas.
Hasta ahora, todo es
muy confuso y ninguna de las
hipótesis que se manejan ha
podido sustentarse sobre las
pruebas halladas. ¿Qué mente
criminal ha podido perpetrar
semejante crimen? Y ¿por
qué la hija del hombre más
poderoso del pueblo?
Si ha sido secuestrada,
¿a qué esperan para ponerse
en contacto con su padre?
Por otro lado, todos los intentos por parte de este
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periodista para obtener alguna declaración por parte
de los numerosos invitados
que acudieron a la fiesta de
cumpleaños de Julia han resultado infructuosos.
Sin embargo, como es norma
en este periódico, seguiremos
investigando para que la verdad salga a la luz, por muy
horrible que esta pueda ser.
Nuestros fieles lectores no se
merecen menos. Todo nuestro apoyo igualmente al señor
Locksley para que, prontamente, pueda tener a su hija
en su casa de nuevo.
JamesGallagher
II
El verano llenaba de luz Longfellows y lo hacía con un sol
radiante a las doce del mediodía. A esa hora, la gente paseaba tranquilamente por el paseo marítimo que recorría la ciudad de un extremo a
otro, a lo largo de la línea de playa. Parejas paseaban cogidas de la
mano. Enamorados que disfrutaban compartiendo un helado. Niños que
montaban en bicicleta. Patinadores ocasionales sorteándolos a diestro y
siniestro. Todo el mundo parecía estar disfrutando de un día que
prometía ser más halagüeño. El alcalde se frotaba las manos con los
turistas a punto de llegar para dejar unos cientos de miles de dólares,
necesarios para las escasas reservas del Ayuntamiento. Jules caminaba
junto a la barandilla de madera. Se detuvo un instante, a cobijo bajo el
ramaje de los árboles, para observar cómo el viento empujaba las olas
suavemente hacia la orilla. La playa estaba plagada de niños que se
divertían haciendo castillos ante la mirada de sus padres. Se estaba
apoyando un instante en la barandilla de madera cuando oyó algo
parecido a un resbalón y, antes de poder girarse, alguien se había
empotrado contra su espalda. Una voz joven de mujer parecía querer
disculparse mientras él se volvía hacia ella.
—¿Estás bien?
—Sí, ha sido culpa mía —le decía mientras se alejaba rápidamente y dejaba a Jules sin posibilidad de réplica.
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—Se ha ido… —Y, entre la muchedumbre, se perdió su mirada-.
¿Quién demonios sería esa loca?
Dejó de pensar en ella casi de inmediato y se salió del paseo por
la pasarela que conducía directamente hasta la misma playa. Se
descalzó y tomó las zapatillas en las manos mientras notaba la arena
caliente bajo sus pies. Llegó hasta la zona de las rocas que, a modo de
decorado, permitía a los bañistas sentarse y observar la playa en toda su
extensión. Se sentó con las piernas cruzadas sobre la arena y con el
gran azul extendiéndose más allá de la vista. Hacía cuatro años que no
las había visto y resultaba maravilloso. Cerró los ojos y dejó que el
viento refrescara su cara bajo un sol que calentaba con fuerza. Era una
agradable sensación.
—Apuesto a que hacía mucho que no veías nada igual, ¿eh,
muchacho? —le llegó una voz grave a sus espaldas. Se volvió y vio que
se trataba de un hombre de unos sesenta años que se entretenía afinando
las cuerdas de una guitarra española—. Tienes la mirada de quien ha
estado mucho tiempo fuera y ahora todo le parece grandioso.
—Es usted muy observador —le respondió mientras giraba suavemente su cuerpo para poder verlo.
—No te molestes, muchacho, solo es rock and roll —dijo mientras
dejaba la guitarra apoyada sobre las rocas, descendía hasta la arena y
caminaba hacia él—. Permíteme que me presente, soy Frank Nolan —dijo
esperando una respuesta al tiempo que le tendía la mano.
—Jules Marat —dijo poniéndose de pie y estrechando su mano.
—¿Qué te ha traído hasta aquí, muchacho? Es verano, deberías
estar disfrutando de tus vacaciones con tu novia. ¿No me digas que no
tienes novia?
—Es todo tan complicado… —dijo Jules mientras analizaba
detenidamente al hombre que tenía ante él. De un metro setenta, cabello
corto, canoso, peinado con raya a la izquierda, algo de sobrepeso y
vestía una llamativa camisa estilo hawaiano y bermudas a juego.
—Nada tan complicado como el amor, ¿verdad? En fin, yo pasé
por eso una vez…
—¿Solo una?
—Muchacho, quien ha amado una vez puede permitirse el lujo de
vivir de ello cuanto le plazca —dijo sonriendo y mostrando una blanca
y cuidada dentadura.
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—Supongo que tiene derecho a hacerlo. —Y ambos sonrieron—.
La verdad es que me gustaría tomarme un café, lo invito —dijo mientras
se agachaba para recoger sus zapatillas.
—Acepto. Creo es la segunda decisión más inteligente que he
tomado hoy.
—Pues cuénteme cuál ha sido la primera al mismo tiempo que
tomamos un buen café —dijo Jules. Le caía bien ese hombre que, de
algún modo, le recordaba a su tío.
Tomaron asiento en una de las cafeterías situadas frente al
muelle. Era un local que aún conservaba el estilo años cincuenta y
recordaba a todos lo próspera que una vez fue Longfellows. Ahora era
una ciudad industrial, ahogada por la crisis. Desde aquella mesa, en
otra época, hubieran contemplado un gran gentío arremolinándose en
las inmediaciones del muelle para tomar fotos y pasear. Pero hoy
apenas un puñado de mesas estaban ocupadas y los camareros competían
por atender a los escasos clientes.
—Y eso es todo, muchacho —dijo tomando un sorbo de su café
mientras, con la otra mano, tomaba una servilleta de papel para limpiarse
los restos de café en los labios.
—Efectivamente, tomar café aquí es lo más inteligente. —Y ambos
sonrieron—. Yo he de confesarle que también lo es para mí porque,
justo antes de conocernos y mientras observaba el mar, alguien ha
tropezado conmigo.
—¿Tropezó? —preguntó Frank poniendo cara de sorpresa.
—Literalmente. Me di la vuelta y era una chica.
—Una manera original de ligar, sí, señor. ¿No le pediste los papeles
del seguro?
—No me dio tiempo, se disculpó y, cuando quise preguntarle su
nombre, ya se había esfumado entre la gente.
—Así es como dejan huella. Si vas tras ella, has picado el anzuelo
y, si no lo haces, nunca averiguarás quién demonios era.
—Creo que, si la volviera a ver, la reconocería.
—Seguro que sí. Juegan con eso.
—Aquí tiene su periódico, señor —le dijo la camarera al
entregarle un ejemplar de La Gaceta de Longfellows.
—Gracias —dijo Frank sonriéndole—. El pueblo está en ascuas
con la desaparición de la hija de Nathan Locksley.
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—No he oído nada de ese asunto. Puede que sí, pero es que la
fiesta de anoche me pasó factura. Recuerdo varios coches de policía y
poco más.
—¿En qué mundo vives, Jules? El sábado por la noche se celebró
el cumpleaños de su hija y desapareció.
—¿Así de simple?
—Sí. La policía no tiene pistas y no saben qué hacer.
—Déjame ver —dijo, cogiendo el periódico que amablemente le
cedía Frank.
En la portada, de nuevo, como el día anterior, se podía ver una
foto de Julia. Jules le echó un vistazo y la primero impresión fue que la
chica no parecía muy feliz. Luego, su cabello pelirrojo, largo, aplastado
y con la raya en medio, las pecas, los ojos azules. ¡Qué demonios!
—Es ella… —balbuceó Jules mientras señalaba con sus dedos la
fotografía.
—¿Qué dices, Jules? Con todo este ruido de la máquina del café,
no alcanzo a oírte.
—Que esta es la chica que he visto esta mañana —dijo señalándole
la foto.
—No puede ser, muchacho. Seguro que te has confundido —dijo
dándole la vuelta al periódico.
—Soy muy observador y sé con toda seguridad que es ella.
—¿Podría ser simplemente casualidad? No creo en las casualidades,
yo creo que las cosas suceden por un motivo. ¿Tú qué piensas?
—Que tendría que acudir a la policía y decírselo. Su padre debe
de estar muy preocupado —dijo Jules todavía conmocionado por el
hallazgo.
—Si el padre de la criatura no fuera Nathan, te diría que sí, pero,
tratándose de él, vete tú a saber… Lo que no me explico es qué clase de
desaparición es esta cuando la has encontrado tú.
—O ella me ha encontrado a mí.
—Si vas a la policía, no sé si les haces un favor o no. Pero preferiría
no tener que comprobarlo. Eres muy joven para perder la cabeza y yo
demasiado viejo para estar loco. Además, no creo que les guste que la
hayas encontrado, aunque fuera de un modo casual. Eso los dejaría en
evidencia —dijo apurando su café con una leve sonrisa pícara.
—A esta invito yo —dijo sacando su cartera.
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—Déjame decirte que, si ella te ha encontrado a ti, debe de ser
por algo.
—Ya, nada sucede porque sí. Este sería un buen tema de
investigación para un periodista. Lástima que ya no lo vaya a ser.
—Pero lo sería también para un escritor —dijo Frank mientras se
ponía de pie para acompañar a Jules hasta el mostrador.
—La cuenta de la mesa 4, por favor —dijo Jules.
—Enseguida se la traigo.
—¿Cómo ha sabido que quiero ser escritor?
—Eso me lo acabas de decir tú. Yo he supuesto que, teniendo el
apellido Marat, debías de ser el sobrino de mi viejo amigo Charles, que
fue a la universidad. Y, siendo él un excelente escritor, por qué su
sobrino no iba a serlo —dijo de nuevo, mostrando una sonrisa sincera y
amable.
—Esa es buena, por un momento, casi me habías convencido.
—Con las mujeres, siempre me ha funcionado. Nunca desprecies
tu capacidad de deducción a través de lo que ves. Es un arma fantástica
para un escritor.
—Quédese el cambio —dijo Jules, dándole un billete de cinco
dólares, y ambos caminaron juntos hasta la salida—. ¿A qué se dedicaba
usted?
—Yo escribía guiones de cine y televisión con tu tío.
Jules no daba crédito a lo que acababa de escuchar.
—Este pueblo se ha convertido en una especie de colonia para el
retiro de artistas —dijo Jules.
—No me malinterpretes, no es un asilo ni nada parecido. Aquí
vive gente que ha hecho cosas maravillosas, pero cuyo tiempo mejor ya
pasó. Ahora solo quieren disfrutar de su retiro lo mejor que puedan
porque son tiempos complicados. Y también es una tumba para ellos.
Que no sea la tuya, muchacho. Si tienes el talento para ser alguien
importante en la literatura, no lo desperdicies. Tu tío y yo trabajamos
juntos en una época en la que escribir era un placer solo comparable a
besar a la mujer de la que estabas enamorado. Ambos amábamos
nuestra profesión y ese entusiasmo lo plasmábamos en nuestras obras.
Por eso éramos muy buenos. Aquello que transmites sin decirlo es lo
que te diferencia del resto. Porque, cuando alguien disfruta con lo que
hace, lo transmite a los demás con su actitud.
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—Frank Frankie Nolan.
—Exacto.
—Fucking little Nolan.
—Sí, así se dirigía a mí tu tío cuando dábamos con una frase
genial.
—He de irme, Frank.
—Me alegro de haberte conocido en persona. No me has decepcionado.
—¿Volveremos a vernos?
—Siempre estoy en la playa tocando mi guitarra. Me oirás
desafinar desde la otra punta de la ciudad —dijo sonriendo y se alejó en
dirección contraria a la de Jules.
III
Cuando regresó a su casa, su tío no estaba. Subió a su cuarto. A
los pies de su cama, se encontraba un baúl, donde guardaba sus
recuerdos de la infancia y de la adolescencia. Entre ellos, los cromos
de béisbol que su tío le enviaba por correo desde cada ciudad que
visitaba. En la pared, un reloj redondo de fondo blanco con los números
de color negro marcaba la una pasada. Sobre la fina superficie de la
cómoda, protegida con un mantel blanco, una lámpara de estilo chino
iluminaba tres dibujos, dos de portadas de discos diseñadas por su
amiga Maiween en un riguroso blanco y negro y la tercera, una
reproducción de un paisaje a las afueras de Longfellows dibujado a
lápiz de carbón por su padre. A la derecha de ella, un soporte contenía
unos veinte discos de vinilo de los grupos que más le gustaba escuchar
a Jules en su tocadiscos. Le encantaba el sonido en vinilo más que en
otros formatos. Unos auriculares permanecían junto a ellos a la espera
de ser de nuevo utilizados por Jules. Dos pequeñas botellas diseñadas
por Maiween para bebidas contenían una un líquido azul y otra uno
amarillo, como muestras de su talento creativo. Las dos estanterías de
diseño, a base de cuadrados y rectángulos, contenían objetos de lo más
variopinto. Objetos que Jules había ido colocando a lo largo de los
años. Una brújula, un carrete de fotografías sin gastar, una lupa, un
pequeño autobús de juguete, el llavero de un marinero barrigudo, unas
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gafas estilo John Lennon, un diminuto aparato proyector de súper 8,
una botella con el dibujo que indicaba producto venenoso, etc. En su
escritorio, una bola del mundo que su madre le regaló cuando entró en
el instituto, junto al dibujo de su silueta enmarcado que le regaló su
padre al cumplir los quince años. Todos esos objetos formaban parte de
su vida y, al verlos de nuevo con más detenimiento, pensó que allí
había mucha vida pasada. Abrió su portátil y lo encendió. A continuación,
colocó la unidad USB de Internet. Cuando vio que tenía red, abrió la
página del buscador y escribió el nombre de la joven desaparecida. La
página no ofrecía mucha información, por lo que accedió a la página
oficial de la La Gaceta de Longfellows para leer tranquilamente los
artículos del domingo y la foto empezó a resultarle también vagamente
conocida. «¿Por qué?», se repetía. Tomó su libreta de notas Moleskine,
esa en la que todavía pensaba anotar las frases que dieran lugar a su
novela, y anotó el nombre de la chica y un breve resumen con todos los
detalles y se fue a la cocina a prepararse algo de comer.
Se preparó un sándwich de jamón y queso, tomó un bote de Coca
Cola y salió al jardín. Se sentó en el suelo del porche, protegido del sol
por la marquesina y pensó un instante dónde estaría su tío, pero
también era una persona muy independiente, por lo que enseguida
pensó en otra cosa. Ni siquiera comiendo Jules dejaba de darle vueltas
al tema. Sacó la libreta y releyó varias veces los detalles que había
anotado. Parecía haber algo familiar en lo sucedido o, más bien, en
cómo había sucedido todo. Cuando miró hacia el cielo, pudo sentir el
viento azotando su cara. Tenía apenas dieciocho años cuando dejó aquella
ciudad que estaba a punto de perder su virginidad arquitectónica y
ahora la encontraba totalmente metida en su madurez constructiva.
Edificios, negocios, carreteras, todo era nuevo, diferente, desconocido.
Ahora la crisis estaba, como la Nada hizo con Fantasía (el imaginario
mundo de La historia interminable), arrasando con todo sin la menor
piedad.
—Sigue ahí todavía la maldita casa. ¿Qué pasó allí? —se sorprendió
hablando en voz alta—. ¿Qué esconden esos muros para que ella desapareciera?
—Hola, vecino —una voz del otro lado de la valla reclamaba su
atención.
—Buenos días, vecino con el que nunca he hablado antes.
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—Quería presentarme…
—Está de suerte —dijo caminando hacia él—. Hoy es el día en el
que me dedico a conocer gente nueva. —Y le estrechó la mano.
—Soy Sam Willis. He sido vecino de su tío durante veinte años.
—Yo soy su sobrino, he estado en la universidad y ahora voy a
vivir aquí.
—Creía que la casa estaba deshabitada. Con razón no te recordaba.
A tu tío, sí. Era una auténtica celebridad en Longfellows.
—Y lo sigue siendo.
—No quería ofenderte. Es solo que hablar en pasado de las personas
no suele sonar muy bien. Te pido disculpas.
—Mi tío está vivo y bien vivo, así que esta conversación ha
terminado —dijo Jules visiblemente ofendido por el tono que el señor
Willis había utilizado para referirse a su tío.
El señor Willis desapareció en silencio tras la valla mientras Jules
recuperaba la calma. Sam entró en la casa y echó un vistazo al muchacho
por la ventana. «Pobre muchacho, sí que está afectado», pensaba mientras
su perro movía el rabo, indicándole que era la hora en la que debía sacarlo
a pasear.
Jules cogió su teléfono móvil y marcó el número de su amigo Paul.
—Hola, Jules.
—Paul, ¿haces algo esta noche?
—No, gracias a que mi último ligue se reconcilió con su novio.
—Bien, entonces, coge una linterna de esas que se llevan en los
coches y espérame al pie de la carretera que lleva a la casa de los
Locksley.
—¿Por qué?
—Vamos de excursión.
—Pero sin chica…
—En esta aventura, una vez hubo una chica. —Y colgó mientras
no apartaba la mirada de la casa.
IV
—¿Tenemos que seguir caminando por esta cuesta interminable?
—Sí.
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—¿Sabes que podría llegar a matarnos de un ataque al corazón?
—No.
—¿Es que no conoces la historia del cartero que murió subiendo
esta carretera?
—No.
—Pues, verás, fue una mañana…
—No me la cuentes.
—He venido, así que escuchar la historia es el precio que tienes
que pagar por haberme traído. El cartero fue ciclista y, en su momento,
fue expulsado de su equipo durante una competición importante porque
fue acusado de dopaje…
—Vaya una novedad.
Una historia aburrida más tarde…
—¿Vas a entrar por la puerta principal? —le preguntó Paul.
—Sí.
—¿No conoces el efecto sorpresa? —le volvió a preguntar Paul.
—El efecto sorpresa, lo perdimos desde el momento en el que
empezaste a hablar y no paraste. Y, por cierto, ¿a quién le importa esa
maldita historia del cartero? —le respondió Jules algo molesto con su
compañero de aventura.
—¿Te has dado cuenta de que la puerta tiene candado? —volvió a
inquirir Paul—. Está cerrado. Realmente, Jules, ¿qué has venido a buscar
aquí? —dijo Paul con los brazos en jarra. Y Jules pensó efectivamente
qué demonios hacía allí llevando con él a aquel pesado.
Jules se quedó unos instantes en silencio frente a la desvencijada,
pero firme, puerta de entrada a la casa del hombre más respetado de la
ciudad. Y temido también. Su dueño era un tipo que imponía allá donde
iba y pronunciar su nombre producía sus efectos dependiendo de quién
lo hiciese. Ahora tenía un aspecto de casa solitaria, abandonada y descuidada. Recordaba las opiniones de quienes habían visto su jardín y
nunca se cansaban de hacerlo como si estuvieran ante una de las siete
maravillas del mundo. Esbozó una ligera sonrisa al pensar que, como su
tío solía decir, la ignorancia era atrevida.
—Jules…
—Sí, solo he venido a empaparme un poco del ambiente de este
lugar para ver si puedo sacar una historia de aquí.
—¿Te refieres a material para una novela?
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—Sí.
—Bueno, eso ya lo hace más interesante. No me gusta pasear de
noche por esta zona.
—¿Más leyendas urbanas?
—No. —Y, en ese momento, sintió un empujón que lo lanzó contra
el suelo y la mano de Jules que le tapaba la boca para que guardase
silencio. Parapetados ambos tras el muro, Jules se volvió para mirar
hacia la entrada principal. Una luz apenas perceptible fue tomando más
intensidad a medida que se acercaba hacia la puerta. Unos metros antes,
se detuvo y se alejó hacia la parte trasera. Jules no lo pudo ver con
claridad, pero alguien sostenía una linterna—. ¿Qué coño ha pasado?
—He visto una luz y te he apartado para protegernos.
—¿La casa está vigilada?
—Eso parece, no vamos a poder entrar.
—¿Por qué una casa de más de quinientos mil dólares iba a estar
vigilada por alguien cuando lo habitual sería tener un sistema de
alarmas?
La familia Locksley-White siempre había sido muy considerada
por las gentes de Longfellows. Y, teniendo en cuenta la fuerte personalidad de Nathan, siempre estaban en boca de todos por lo bueno y por
lo malo. En su casa, nunca faltaron las celebraciones por todo lo alto,
señal de que los negocios le iban muy bien. Su hija Julia era la envidia
de los niños y de las niñas de la ciudad. Quizá la envidia se cociera en
las mentes y en los corazones de las gentes, pero nadie se atrevía a
expresarlo claramente. El respeto y el temor que imponía Nathan eran
suficientemente fuertes como para acallar voces. Por eso su familia era
temida, respetada, sí, pero temida. Y, como toda familia que se preciara,
también guardaba secretos. Cómo no.
Nathan era un hombre de negocios astuto que se había labrado
una trayectoria y, como tal, debía tener una casa que reflejara su carácter.
Sin embargo, la suerte vino a echarle una mano cuando su difunta
esposa heredó la casa de sus padres. Una casa estilo victoriana en la
colina y a un paso de los acantilados a cuyos pies una pequeña cala
abría sus brazos al océano.
66
V
Primero, notó un pinchazo; luego, un dolor más agudo y acabó
por despertar en medio de la penumbra con algo parecido a un grito,
apagado eso sí. Oyó a alguien hablarle a su lado y una mano apretándole
la muñeca.
—Te gusta dormir. Crees que así estás a salvo del dolor, pero,
como has podido sentir, hasta esos escondites que buscas no te sirven
de nada.
Jules trató de hablar, pero el efecto de los sedantes que le habían
dado, le impedía articular palabra, estaba de algún modo silenciado.
—Verás, no es costumbre en mí bajar a la arena a batirme con
payasos como tú. Pero me has caído bien, hasta simpático, diría yo. ¿Por
qué yo? Te preguntarás. Yo te lo diré. Nunca me ha gustado el misterio.
Siempre recuerdo una cara y la tuya aún más, aunque hayan pasado
cuatro años. Ahora descubro que has entrado en mi propiedad para hacer
Dios sabe qué fechorías. Pues bien, lo que te ha pasado ha sido un
lamentable accidente para mí y un serio aviso para ti de lo que te pasará,
aún más grave, si te vuelvo a ver en alguna de mis propiedades o hurgando
en mis asuntos en cualquier otra parte, ¿lo has comprendido, Jules Marat?
Podía ver el destello de sus ojos en la oscuridad, diferente al del
resto de los mortales o eso le parecía a Jules, para quien era lo más
parecido a estar hablando con el mismísimo Lucifer. Intentaba balbucear,
pero no lograba pensar con claridad. Luego, notó de nuevo como le
apretaban la muñeca con fuerza y empezaba a ver algo parecido a las
estrellas.
—No soy de los que avisan dos veces, lo sabes. Noto el miedo
creciendo en ti y es normal, pues yo también lo sentiría en tu lugar.
Pero considérate afortunado por poder seguir sintiéndolo. Aún sigues
vivo.
Un leve crujido le hizo ver definitivamente las estrellas, incluso
alguna que otra constelación aparte de las conocidas hasta ahora. Una
de las enfermeras de guardia le oyó y, cuando fue a entrar, se cruzó con
un tipo alto y bien parecido que salía de la habitación.
—Parece que el paciente ha tenido una pesadilla —le dijo sin
pararse siquiera mientras la enfermera lo miraba sorprendida antes de
reaccionar y entrar en auxilio del paciente.
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CAPÍTULO SEXTO
Un testamento inesperado
I
S
u abuelo le contó en una ocasión en la que se lo llevó a
pescar cuando tenía seis o siete años que el amanecer no
podía iluminar el corazón de los vivos ni el de los
muertos. Más adelante, cuando empezó a leer con asiduidad, la frase le
recordaba mucho otra de James Joyce que aparecía en su relato «Los
muertos»: «La lluvia caía sobre los vivos y los muertos…». En sus
sueños, llegó a la conclusión de que su abuelo tenía razón. Daba igual
si estabas vivo o muerto. Su mente se encontraba ahora viajando a
través de un largo camino, cruzado por un inmenso arcoíris que no
parecía tener límite. En algún momento, llegó a recobrar la consciencia
en la penumbra de la que creía que era su habitación. No había luz, no
había vida, no había nada. Algo en su interior lo empujaba a desear que
amaneciera cuanto antes. Y, entonces, volvía a caer en sueños horribles
de humillantes visiones con rostros llenos de falsas sonrisas que se
aferraban hasta quedarse allí. Pedía ayuda con todas sus fuerzas, pero
nadie lo escuchaba. Y seguía así durante un tiempo que le parecería
eterno hasta que su guía le tomaba de la mano para llevarlo a un lugar
más seguro.
—Jules, tu destino está lleno de esas horribles imágenes, pero tu
camino no acaba aquí.
—Abuelo, ¿qué haces aquí?
—Sí, estoy aquí para cuando me necesites y ahora pareces necesitar
mi ayuda más que nunca.
—No recuerdo cómo he llegado hasta aquí. Estoy muy confundido.
—A veces, somos presa fácil de las pesadillas y deseamos sobrevivir. Hay que vivir Jules porque lo de hoy es un serio aviso.
—¡Qué terrible sensación! ¡Ya no sé ni lo que digo! No estaré…
68
—¿Muerto? No, Jules, estás en coma.
—Pero ¿qué tragedia es esta? ¿En coma dices?
—La excursión a la casa de Nathan no ha acabado como tú querías.
—No recuerdo nada, abuelo.
—Has recibido una paliza. Perdiste el conocimiento y entraste en
coma. Si no llega a ser por Paul, estarías muerto. Ahora estás en una
habitación del hospital.
—¿Dónde está él?
—La policía lo está interrogando, tenías que haber visto cómo
tumbó al guardia de seguridad de un directo a la mandíbula. Parecía
Mohamed Ali totalmente desaforado…
—¿Y no voy a poder volver? ¿Este es mi fin?
—No te pongas melodramático. Me gustaría que te tomases este
aviso en serio. Ahí arriba —dijo indicando hacia el techo con su dedo
índice—, tienen claro que no ha llegado tu momento todavía. De modo
que te aconsejan que te manejes con cuidado. Disfruta de la vida, Jules.
—Gracias por el consejo.
—Cuando despiertes, no olvides ver el sol a través de la ventana.
Hoy es un gran espectáculo.
Todo se desvaneció tan súbitamente que cayó en una especie de
sopor, en el que no era consciente de nada. Luego, como si algo lo
arrastrara a gran velocidad emergiendo de las profundidades del mar,
logró salir a la superficie. Despertó de golpe tosiendo, pero vivo al fin y
al cabo. La enfermera tropezó al asustarse por la reacción tan violenta
de Jules y cayó al suelo con la bandeja de los medicamentos que
acabaron desparramados por toda la habitación. Cuando vio que Jules
la miraba fijamente, se sintió tan asustada que no fue capaz de articular
palabra ni de moverse.
—¡Se va a quedar ahí todo el día! ¡Suba las persianas y abra las
ventanas de par en par para que pueda ver la luz del sol! —le gritó
Jules.
Dos días después fue dado de alta y, cuando se disponía a salir del
cuarto, observó que Maiween lo estaba esperando junto a la máquina del
café.
Se dirigió hacia ella y le dio dos besos.
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—Vengo a visitarte y me encuentro con que te han ingresado en
el hospital y sales de un coma. ¿Dónde está el Jules calmado que solía
conocer?
—Escondido bajo un pesado Clint Eastwood.
—Sí —respondió ella con su inevitable sonrisa.
—Te agradezco que hayas venido, aunque te confieso que no
esperaba que fueras tú la primera persona que viera esta mañana.
—No hay de qué. Hace media hora, me encontré en recepción
con tu amigo Paul, que, amablemente, me lo contó todo y me pidió que
subiera porque él tenía que marcharse. Me dijo también que estuvieras
tranquilo, que ya lo había aclarado todo con la policía. Están tan
obsesionados con la búsqueda de Julia que pasan de asuntos menores.
Se asustó tanto cuando te desplomaste que echó mano del móvil, pues
siempre tiene en marcación directa el número de emergencias.
—Paul es uno de los pocos a los que puedo llamar amigo en el
sentido más amplio de la palabra. Un tipo organizado y previsor, me
gusta que sea así. Nadie morirá estando con él. Mientras no cuente
historias…
—Seguro que agradecerá tus palabras, muy poca gente aprecia
esos gestos.
—Salgamos de aquí y vayamos a tomar un café. El de aquí es
horrible. Por cierto, ¿dónde te alojas?
—En el hotel Harmony. Aunque es temporada alta, había una
habitación barata para alojarme.
—Puedes venir a mi casa y ahorrarte el dinero, Maiween.
—Me parece buena idea. Así podremos estar juntos más tiempo.
Para eso he venido.
—Así habrá una mujer en casa que me cuide, para variar.
—Qué gracioso. Siempre me apasionan las relaciones difíciles y
esta relación es muy apasionada y complicada. Si es que estoy muy
mal acostumbrada.
—Cuando hay sentimientos de por medio, a mí me cuesta menos
conectar con alguien tan emotiva como tú. Algo por lo que merece la
pena luchar y seguir viviendo —dijo Jules acercándose más a ella.
—Lo que pasa es que todas no tienen un buen final.
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—Quizá la clave sea vivir la historia aunque el final sea triste,
porque, al menos, la has vivido —dijo tocando levemente su brazo—.
Y mejor eso que no haberla vivido nunca.
—Eso mismo pienso yo.
—Eres sorprendente, Jules Marat.
—Esta vida es muy corta para vacilar, Maiween —dijo.
—Claro que sí, hay que vivir al máximo. Hace tiempo que decidí
que no perdería el tiempo con las cosas que no me interesaran —dijo
mientras se acercaba y quedaban en eléctrico contacto.
—Cuando muera descansaré, pero habré hecho todo lo que quería
—le dijo tomándola por los brazos y simulando un beso apasionado
ante la estupefacta mirada de las enfermeras.
—Para mí eres todo un personaje. Muchos no piensan como tú.
Pero tienes toda la razón, hay que vivir al máximo y disfrutar de esos
momentos de la vida que no se repetirán —dijo mientras bajaban por el
ascensor.
—Maiween, tú vas a ser una artista genial, siempre te lo he dicho.
Careces de la falsedad que destila la mayoría de los que se hacen llamar
así.
—Cada persona se relaciona con otras muy similares con las que
tiene una conexión. Yo, por mi parte, soy fan incondicional de tus
escritos —dijo Maiween.
—Siempre has sido mi mejor crítica.
—Jamás en mi vida he conocido a nadie como tú.
—Lo difícil es encontrar a dos personas que conecten como tú y yo.
—¿Sabes cuál es uno de mis sueños?
—Dímelo…
—Solo quiero sentir amor alrededor.
Y Jules inclinó su cabeza sobre la suya para besarla en la mejilla
y abandonaron el hospital hacia la parada de taxis. El taxista los llevó al
hotel donde se alojaba Maiween. Allí hizo su maleta, pagó su cuenta en
recepción y, de nuevo en taxi, fueron hasta la casa de tío Charles. Eran
las once y media y su tío parecía que había salido a hacer algo
importante porque le había dejado una nota en la que avisaba que había
salido y volvería más tarde.
—Bueno, el gran jefe no estará hasta más tarde. Lleva tu maleta
hasta el piso de arriba, la segunda puerta a la izquierda.
71
—Gracias, Jules.
—Voy preparando el café.
—Y no olvides tomarte una aspirina para el dolor de cabeza.
—Sí, mamá —dijo Jules sonriendo mientras Maiween arrastraba
la maleta escaleras arriba. Recordó todas las veces que, en época de
exámenes, había comido pasta italiana con una salsa hecha a base de
una receta de la madre de Maiween que estaba para chuparse los dedos.
Ella era una cocinera excelente y se preocupaba por él de una manera
que nadie lo había hecho antes. Ni siquiera su tío, que era muy
independiente y que dejaba que te bastases tú solito. Ambos, a su
manera, sabían que hacían lo correcto y él lo valoraba mucho.
Entró en la cocina y buscó el café en el armario de arriba, pero
apenas pudo sacar para dos tazas, pues se encontró un paquete casi
vacío.
—Este hombre se está volviendo muy olvidadizo. Con lo que le
gusta el café y apenas queda nada. Espero que sea eso y no el aviso de
algo peor.
Llenó la cafetera y esperó a que se hiciera el café mientras
preparaba dos tazas con dos cucharadas de azúcar cada una. Ambos
tomaban exactamente la misma medida de café y de azúcar.
—¿Está ya ese café? —preguntó Maiween.
—Sí —dijo volviéndose hacia la cafetera para desenchufarla y
llenar las tazas. Luego, las puso sobre la mesa y ambos se sentaron.
—¿Qué te preocupa, Jules? —le preguntó cuando por fin pudo
encontrarse con él, sentados cara a cara, para tratar de profundizar en
aquella mente creativa, efervescente y llena de energía—. A mí no me
puedes ocultar que algo te está preocupando.
—Sabes lo que me pasó y por lo que acabé en el hospital…
—Paul me lo contó.
—Creo que está relacionado con la chica desaparecida desde el
domingo. —Y le contó lo que había apuntado en su libreta.
—Menuda historia, chico. Veo que, en lugar de disfrutar de tus
vacaciones, te has puesto a trabajar en otra historia. Es muy propio de ti.
—Ya sabes que no puedo estar parado mucho tiempo. ¿Qué te
parece?
—Para cualquier periodista, sería un filón si consiguiera algo más
de lo que tienes. De momento, son todo conjeturas, ¿no?
72
—Aún no te he contado lo mejor.
—Tú sí que sabes cómo mantener en vilo a una chica —dijo
retrepándose en la silla y poniendo cara de asombro.
—Pues, verás, estaba paseando cerca de la playa cuando, de repente,
ella tropezó conmigo…
—¿Tropezó? ¿La chica desaparecida?
—Sí, era ella.
—Empiezas a preocuparme.
—Me di la vuelta para ver quién era, pero se marchó enseguida.
—¿Y cómo supiste que era la chica que había desaparecido?
—Calma, todo a su tiempo. Seguí caminando hasta la playa y allí
se me presentó un tipo que tocaba la guitarra…
—Ahora se te presenta un tipo con una guitarra, esto ya es surrealista. Primero, una chica desaparecida se te aparece cuando la policía se
supone que la está buscando. ¿En qué demonios están trabajando los
policías que no son capaces de encontrarla? Y luego, en la playa, un
guitarrista… ¿No habrás tomado algo diferente de tu café habitual? —le
preguntó haciendo el gesto de empinar el codo.
—No, pero gracias por ayudarme a descartar opciones. En fin,
que se trataba de un hombre que resultó que conocía a mi tío porque
había trabajado con él.
—… jubilado te reconoce y quiere rememorar viejos tiempos…
—Me invitó a tomar café.
—¡Fucking Jules! —exclamó sonriendo abiertamente.
—No te rías, era un tipo de lo más agradable. Mi tío me habló
muy bien de él. Era uno de sus mejores amigos. Y, cuando me mostró
el periódico y vi la foto de la chica en primera plana, supe que era ella.
—Menuda historia, ¿no sería mejor que de ello escribieras una
novela y no te devanaras los sesos por algo que es trabajo de la policía?
—El caso es que, de alguna manera, me resulta familiar.
—¿Era amiga tuya?
—No la recuerdo como amiga. Creo que pudo haber sido algo
puntual, como un evento al que asistimos, una mirada, una conversación,
qué se yo… Pero, como tú dices, puede haber sido producto de mi
imaginación.
—Eres muy peliculero, pero no te has inventado esto. No eres de
esos.
73
—Es un detalle por tu parte que confíes todavía en mí.
—Siempre, tonto —dijo dándole ligeramente con su puño en el
hombro.
—Trabajo de la policía o no, mientras estuve en el hospital, alguien
que no conocía me visitó —dijo cambiando la alegría de su rostro por
la seriedad de lo que hablaba y Maiween lo notó enseguida.
—¿Qué pasó?
—De algún modo, me advertía de que, si me entrometía, habría
consecuencias.
—Eso es muy grave, deberías decírselo a la policía.
—No me creerían. Estaba sedado, pero era como si pudiera
escuchar sus palabras y sentir cómo apretaba mi brazo hasta hacerme
sentir dolor. Sí, podía sentirlo.
El rostro de Maiween se oscureció al escuchar sus últimas
palabras.
—Abandona entonces. No vayas y te expongas a nada más. Esa
paliza era una seria advertencia para navegantes. Si no llega a ser por
Paul, no lo cuentas —dijo con gesto preocupado.
—Si han hecho esto y si se han molestado tanto es porque esa
chica corre grave peligro. No sabemos si logró realmente huir o todo ha
sido orquestado para que parezca que se fue cuando puede que la
retengan contra su voluntad.
—Pero tú mismo me dices que la viste en carne y hueso.
—Es cierto —dijo poniéndose de pie y acercándose a la
ventana—. La historia está poniendo los hechos ante nuestros ojos para
que los unamos y atemos cabos. Los hechos no se pueden falsear, pero
las personas sí.
—Es el periodista que llevas dentro el que habla. Me alegro de
que esos miserables no hayan acabado contigo.
—Pueden haberme expulsado, pero nada más. En realidad, fui yo
el que se fue. Tengo la sensación de que jamás debí estar allí.
—No te ofusques —le dijo mientras iba hacia él para abrazarlo
por la cintura al tiempo que apoyaba la cabeza sobre su hombro. Jules
la abrazó de igual forma—. La verdad es que, si piensas hacer algo,
tendrás que ser de lo más discreto, puesto que, en las ciudades pequeñas,
todos se conocen y todo se sabe. No puedes fiarte más que de unas
pocas personas. Además, si ella se acercó a ti, no pudo ser casual.
74
—Cierto, creo que ahí está una de las claves —dijo Jules mirándola
directamente a los ojos. Tendría que averiguar en qué lugares coincidimos
aquí para encontrar la relación.
—¿Te pasa algo? —le preguntó Maiween al ver que Jules se
mareaba y se llevaba las manos a la frente.
—Estoy mareado, debe de ser por el dolor de cabeza.
—Déjame ayudarte —dijo sujetándolo por el brazo y acompañándolo hacia el salón—. Tiéndete sobre el sofá y cierra los ojos. Trata de
dormir un poco y descansa, me quedaré contigo aquí —le dijo mientras
dejaba a Jules acostado sobre el sofá y acercaba uno de los sillones para
estar cerca por si necesitaba algo—. Duerme —dijo pasándole la mano
suavemente sobre la frente—. Morir-dormir, tal vez soñar… —La vena
poética que la caracterizaba siempre salía a la luz en cuanto tenía ocasión.
Estando en la universidad, hubo un mes que Jules padecía migraña a
causa de las horas de estudio que se exigía y Maiween lograba que
durmiera recitándole poemas de Shakespeare.
II
«¿Realmente, ha desaparecido? ¿Por qué lo habían amenazado?
¿Si era la chica, por qué no le pidió ayuda? ¿Por qué él y no otro?»
Demasiadas preguntas para su mente enferma, cansada y dolorida. «No
temas hacerte preguntas, Jules. Si no, ¿cómo quieres llegar a la verdad?»
Esta vez, era una difuminada imagen de John Lennon la que le hablaba,
pero estaba demasiado aturdido para prestarle atención y ya no recordó
nada más. La policía no comentaba nada y, en los periódicos, se
mostraban igual de confundidos. No había ningún tipo de avance. Ante
su desaparición, un político se aventuraba a pedir ayuda policial a la
capital ante el pobre trabajo que estaba realizando la policía a su
parecer.
Por otra parte, su tío seguía sin aparecer, ¿qué le habría ocurrido?
Dejaba notas, pero nunca volvía. No parecía estar por ninguna parte.
Pero no había tiempo para pensar porque una vida corría peligro.
75
III
Cuando se encontró mejor, Jules comenzó a escribir todo lo que
le había pasado desde que había regresado de la universidad. Le puso
un título provisional y pensó que podría ser un buen material para una
futura novela. Una joven desaparece en medio de su fiesta de cumpleaños
y nadie la encuentra, salvo un joven con el que aparentemente no tiene
nada en común. ¿Un encuentro casual? O tal vez el comienzo de una
carrera contra un reloj de arena que sigue su curso impasible. Coltrane
vino a su lado y se acomodó junto a él en el mullido sofá.
—Este torbellino que nos ha engullido parece llevarnos por
donde él quiere, pero ya es hora de salir de su estómago y ver su rostro
cara a cara. ¿Qué te parece, Coltrane? —dijo mirando fijamente a su
gato. Este le devolvió la mirada y luego agachó la cabeza para quedar
sumido en un sueño reparador—. Tu silencio siempre es revelador
—dijo sonriendo.
En efecto, si había algo que hacer, tendría que hacerlo él. Por un
momento, vio un tipo con el rostro desencajado manejando los hilos de
cientos de marionetas, erguido como un gigante mitológico y dirigiendo a
su antojo el destino de sus vidas. Dándoles el destino que solo él podía
ofrecerles. Y se dijo que quizá soñar despierto no era bueno.
IV
Jueves por la mañana
Los abogados suelen ser eficaces. Los que cobran más suelen
trabajar mucho y descansar más bien poco. Ese era el caso de Dexter
Blastock. Joven, atractivo, lleno de energía y que prefería tener su base
de operaciones, o sea, su despacho, en un pueblo como Longfellows a
tenerlo en una ciudad caótica como Ciudad Rocosa. En el fondo, sabía
que no estaba preparado para la vida ni el ajetreo de la gran ciudad y
allí, en Longfellows, había mucho juego para él. Y eso se traducía en
ganancias que le permitían llevar una vida desahogada.
Cuando Charles K. Marat le llevó a primeros de mayo el testamento,
eso no fue lo que le llamó la atención. Lo que provocó su curiosidad
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eran las condiciones que el cliente ponía para nombrarlo su albacea.
Dexter lo conocía de vista y sabía que Charles era la mayor figura a
cualquier nivel que Longfellows había dado al país y, por qué no, al
mundo. Su despacho tenía toda clase de clientes, unos más influyentes,
otros más ricos, otros menos, pero ¿tan famosos como el hombre que
tenía frente a él? Definitivamente, no.
Charles fue muy breve. Al principio, Dexter pensó que quería
ahorrarse dinero acortando la visita, pero, conforme oyó lo que le decía,
cambió de impresión. Los jóvenes son impetuosos y él no era una
excepción. Charles sacó de su portafolio un legajo documental que
puso sobre la mesa. Le indicó que era su último testamento y quería
que él fuera su albacea, de modo que, a su muerte, lo ejecutara sin más
dilación. Dexter tomó el legajo y lo leyó por encima. Se trataba de un
testamento muy sencillo, concreto y detallado de la última voluntad de
Charles.
—Está muy claro, señor Marat. Pero, permítame preguntarle, ¿por
qué me ha elegido a mí? Hay más abogados en el pueblo.
—Un amigo me lo recomendó.
—Eso está bien, ¿fue cliente mío su amigo?
—Frank Nolan.
—Sí, lo conozco. Una gran persona.
—Lo es.
—Ya que ha mostrado esa confianza hacia mí, yo también se la
devolveré. Acepto ser el albacea. Los honorarios que conlleva ser el
administrador durante un año…
—No se preocupe por ello, estarán generosamente cubiertos…
—dijo Charles interrumpiéndolo.
—En ese caso, voy a avisar a mi secretaria para que redacte los
documentos necesarios y, una vez firmados, se hará su voluntad.
—No me queda mucho tiempo, de modo que, tan pronto yo
muera, deberá ponerse en contacto con mi heredero.
—Esa será la primera de mis acciones como albacea —dijo mientras
pulsaba un botón para avisar por la línea 1 a su secretaria.
Sin embargo, Charles olvidó una cosa. Que se aseguraran de avisar a
Jules…
Maiween había salido a pasear; estaba llevando unos días tranquilos
y relajantes, que para su embarazo le venía fenomenal. Se había dirigido al
77
Jardín Botánico para ver la recién inaugurada selva geodésica y luego
se había tomado un helado en la heladería más famosa que había en el
paseo marítimo, Pasteles y Helados al Vuelo. Después de tomarse el
helado, se había dirigido a casa de Jules y, cuando llegó a la puerta, vio
que un hombre trajeado aguardaba sentado en la escalinata de entrada.
—Hola —dijo Maiween sonriendo—. ¿Está esperando a alguien?
—La verdad es que sí —dijo poniéndose de pie—. Espero no
haberme equivocado de casa.
—Depende de la casa y de la persona que esté buscando.
—Me presentaré. Soy Dexter Blastock, abogado —dijo tendiéndole
la mano a Maiween, que la rechazó para acercarse y darle dos besos.
Dexter no estaba acostumbrado a semejantes bienvenidas.
—Dar la mano, resulta muy frío.
—Supongo.
—Yo soy Maiween, amiga de Jules. Estoy pasando unos días con
él y me alojo en la casa de su tío.
—A él vengo a buscar. ¿Sabe si está en casa?
—Puedes tutearme, seguir tratándome de usted no sería apropiado.
—Veo que está acostumbrada a conseguir que los demás reaccionen
favorablemente a sus peticiones.
—Será porque lo que pido es razonable y no compromete su integridad.
—Touché.
—Si no está en casa, tendré que llamarle al móvil para avisarlo.
—Sería de gran ayuda que lo hiciera.
—Porque lo que ha venido a decirle solo le incumbe a él, ¿cierto?
—Chica lista.
—Un momento —dijo sacando su móvil del bolso. Buscó el
número de Jules en la marcación rápida y aguardó un instante para
tener línea—. Hola, Jules, ¿dónde estás?... En la playa, entonces estás
cerca… No, no pasa nada… Yo estoy bien, quiero decir que estamos
bien… Ha venido un tipo a buscarte para hablar contigo, es abogado…
No puede decirme nada, solo puede hablarlo contigo… Vale, te esperamos
dentro tomando un café… Hasta ahora… —Y colgó.
—¿Está de camino?
—Sí, pasemos dentro y prepararé café mientras lo esperamos.
—Perfecto.
78
V
Jules miraba con curiosidad al abogado. Uno frente al otro. Maiween permanecía en silencio, al lado de su amigo. El abogado sacó un
legajo documental de su portafolio y comenzó a hablar.
—Como le he dicho antes en mi presentación, soy el albacea
testamentario de su tío.
—Eso ya me lo ha dicho, pero no entiendo qué hace usted aquí.
Es con mi tío con quien debería hablar.
—Si estoy aquí es porque, en su momento, hablé con él para
explicarle cómo debía hacer su testamento en función de las directrices
que me indicó.
—Mi tío nunca me comentó nada de un testamento. No le hacía
falta, ¿no?
—En realidad, él consideraba que sí.
—No lo entiendo.
—Estoy aquí para dar lectura al testamento que hizo hace un mes.
Le dejaba a usted todas sus posesiones.
Jules se quedó estupefacto. Maiween se aferró al brazo de Jules y
apoyó al tiempo su cabeza en su hombro. El abogado era consciente de
que allí estaba pasando algo realmente inesperado. Luego, cayó en la
cuenta.
—Sr. Marat. Debo disculparme por no haberle comunicado antes
el fallecimiento de su tío. Intentamos ponernos en contacto con usted,
pero es obvio que no lo logramos. Ha sido un gran error por nuestra
parte.
—¿Cuándo murió?
—Hace dos semanas.
Jules se puso de pie y rodeó el sofá hasta quedar cerca de la ventana
que daba a la calle. Una tremenda tristeza inundaba toda su alma, como
una presa que se desborda y arrasa todo a su paso... ¿Qué demonios
pasaba en el mundo que no tenían tiempo para avisarle de algo así?
¡Malditos sean todos! Hizo un gran esfuerzo por mantener la calma. A
su espalda, Maiween trataba de sobreponerse a la noticia y hacía un
gesto de calma al abogado. Este lo entendió perfectamente. Jules dio
media vuelta y permaneció de pie mientras apoyaba las manos sobre el
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respaldo del sofá. Maiween se quedó sujetando una de sus manos, con
las lágrimas a punto de brotar de sus ojos.
—Debido a cómo se ha desarrollado todo, abreviaré el procedimiento para que puedan estar más tranquilos. Su tío había previsto lo
que iba a suceder y dejó atado todo lo referente a sus posesiones. Usted,
como sobrino, es su único heredero y, por tanto, desde el momento en
el que acepte la herencia y estampe su firma, se convertirá en el titular
de sus bienes y gestor de su legado literario. Ahora, si le parece, procederé
a su lectura.
El testamento, muy sencillo y concreto, como era habitual en su
tío, le hacía titular de todos los bienes de su tío y, sobre todo, de su
legado literario, del cual tendría que hacerse cargo. Cuando el abogado
hubo finalizado su lectura, sacó una pluma estilográfica y la puso sobre
la mesa. Jules se acercó y tomó asiento en el sofá. Tomó la pluma, con
los ojos al borde las lágrimas. Firmó y el abogado separó las copias que
debía entregarle de las otras que debía conservar.
—Por último, le hago entrega de esta carta personal que también
me dejó a mi cuidado. Mi más sentido pésame, Sr. Marat. —Y Jules le
cogió el sobre. El abogado guardó los documentos firmados en su
portafolio. Luego, se levantó para despedirse—. No hace falta que me
acompañen hasta la puerta. Adiós —dijo dirigiéndose hacia la salida.
—¿Quieres leerla a solas?
—Sí.
—Estaré en mi habitación. Lo siento, Jules. Lo siento mucho. Sé
cuánto lo querías —dijo abrazándolo fuertemente y dándole un beso en
la mejilla. Jules la abrazó también y dejó que se alejara hacia las escaleras.
Abrió el sobre y lo leyó. Charles dejaba sus últimas palabras, a su
manera, a su único descendiente vivo. Aquel al que quería como si fuera
su hijo. No era sorprendente que Charles Marat quisiera a nadie, simplemente, lo quería porque lo necesitaba en su vida.
CARTA PÓSTUMA DE C.K. MARAT A SU SOBRINO JULES
MARAT, ESCRITA DE SU PUÑO Y LETRA
«Nunca sabes cuándo los demonios que llevas dentro acabarán
saliendo. En mi caso, esa última bala dirigida a mí me llegó en forma de
Sarcoma de Ewing (un tipo de cáncer muy agresivo, que no me ha dado
80
oportunidad alguna). Y acabó mi vida, como siempre la he conocido, para
comenzar el calvario más penoso que puedas tener. Mi muerte, te
preguntarás, no fue ni más ni menos que la consecuencia de unas secuelas
insalvables. Tú tienes la oportunidad de llegar a dónde tú quieras llegar.
Tú y nadie más que tú está en posesión de tal decisión. De lo que decidas,
derivará todo lo demás. Para mí es la diferencia entre ser YO y una
marioneta en la cuerda que el mundo derribará cuando ya no les sirva
para nada. Sin embargo, a ti tendrán que matarte para acabar contigo
porque no tendrán argumentos con los que rebatir tus ideas. ¡Oh, sí! Te
harán la vida tan horrible como puedan. Te pisotearán, te escupirán, te
apuñalarán por la espalda, pero, si te mantienes fiel a tus convicciones,
nunca los temerás y serás libre. Y, entonces, el mundo se mostrará ante ti
tal y como es. Pensarás, y con toda la razón, que esto no son más que los
desvaríos de un viejo que ha vivido más o menos intensamente. Demasiado
como para pensar que nada tiene valor salvo lo que tú quieras hacer
realmente con tu vida, que es lo único por lo que merece la pena luchar
cada día. Trabajar duro para ser el escritor que llevas dentro. Guíate solo
por la razón. Mi camino acaba aquí. Mi vida dejo con mis guiones,
ensayos, relatos y artículos de prensa, transformados en películas unos y
olvidados otros muchos. Y tú, mi único descendiente vivo, decidido a tomar
parte en la arena del Coliseo. ¡Dios salve al héroe! ¡Gloria a los escritores
noveles!»
Estrujó la carta y la tiró al suelo. Luego, caminó torpemente hasta
la puerta enjugándose las lágrimas. Tomó las llaves y salió a la calle.
Maiween oyó la puerta abrirse y cerrarse. No dijo nada. Se acurrucó en
la cama y lloró por Jules. Había llorado cuando lo expulsaron injustamente de la universidad y ahora lloraba porque había perdido a la
persona que había cuidado de él. Que había luchado por sacarlo adelante
sin tener la menor experiencia de cómo se cuida y se educa a un niño.
Siempre lo puso por delante de todo lo que lo rodeaba, e incluso de sus
mujeres, a las que nunca consintió que lo regañaran. Jules era algo
suyo, alguien a quien no podía dejar al cargo de cualquiera. En el
81
fondo, quería darle la educación que él mismo hubiera querido recibir
y, de algún modo, expiaba algún demonio interior. Cuando Jules le
contaba estas cosas, más convencida estaba de haber encontrado a un
amigo leal y honesto con el que siempre podría contar y sentirse a
gusto. Y, la mayoría de las veces, era ella la que se había comportado
más como una madre que como una amiga. Jules siempre las confundía,
porque no podían seguirlo, salvo Maiween. Ella sí. Cogió un pañuelo y
se secó las lágrimas. Pero seguían cayendo, aunque hiciera un esfuerzo
por reprimirlas, no podría, como B.J.Thomas cantaba en su canción,
sentir que nada la preocupaba.
Jules caminó media hora hasta llegar al cementerio de Longfellows.
El encargado de mantenimiento se sorprendió al verlo, ya que la hora
de visitas hacía rato que había finalizado.
—Soy Jules Marat y vengo a ver a mi tío.
—Muchacho, por si no has visto la hora, hoy ya no puede ser.
Vete a casa y vuelve mañana si quieres.
—No voy a ninguna parte hasta que no vea la tumba de mi tío.
—Comprendo que para ti sea importante, pero no puedo dejar
pasar a nadie fuera de la hora establecida para las visitas. No voy a
jugarme el puesto.
—¿Sabe dónde está la tumba de Charles K. Marat?
—¿Acaso crees que me sé de memoria todas las tumbas de las
personas que están aquí enterradas? No soy un guía turístico. Anda,
márchate, ya es… —Antes de que pudiera acabar la frase, Jules agarró
al encargado por la pechera y lo estampó contra la puerta enrejada.
—Creo que me he explicado con una claridad meridiana. Acabo
de enterarme que mi tío ha fallecido y quiero verlo. Quiero comprobar
que se ha cumplido escrupulosamente su última voluntad y esta ciudad
le ha puesto una tumba a su altura. ¿Lo ha entendido?
—Sí, sí.
—Ahora abra la puerta y acompáñeme adentro. Así podrá ver con
sus propios ojos que solo quiero verla —dijo aflojando hasta liberarlo.
—No lo entiendo, ¿no lo sabía usted? —dijo sacando las llaves de
su bolsillo para abrir la puerta.
—Ya ves, a veces, pagas a un profesional para que hagan el
trabajo de un aficionado —dijo Jules siguiendo al encargado al interior
del cementerio.
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El encargado, con buen criterio, guió primero a Jules hasta la
oficina para poder averiguar en qué zona estaba la tumba de su tío y
luego la localización exacta. Todo gracias a la codificación específica
de cada tumba. A continuación, cogió una linterna más potente y ambos
se encaminaron hacia el lugar. Por el camino, Jules se disculpó con él y
este le dio una palmada en el hombro al ver la cara de tristeza que tenía.
Diez minutos más tarde, lograron llegar hasta el nicho en el que
estaba enterrado y el encargado permaneció unos metros más atrás para
respetar su intimidad. El nicho estaba situado en la parte superior. Con
las tumbas de los padres de Jules en la parte inferior inmediata. Vio que
había una escalera a su izquierda y la tomó. La colocó con cuidado para
subirse a ella y no caerse y trepó hasta llegar a su altura. Tocó con sus
dedos el fino pulido del mármol y las frías letras metálicas en relieve de
su tumba. Luego, extendió los brazos e hizo lo mismo con las lápidas
de sus padres.
—Al final, lo has conseguido. Estás con ellos, pero me dejas a mí
solo. No me da miedo estar solo, es que pensaba que aún nos quedaba
mucho para llegar a esta situación. Ahora es a mí al que le queda
mucho para poder acompañaros. Es mucho tiempo para tanto tiempo
que llenar, que vivir, para aprender a vivir de nuevo. Son tiempos
complicados, pero ¿por qué no me dijiste que estabas enfermo?
¿Por eso no querías que te visitara? Siempre hemos hablado de todo,
¿por qué de esto no? —dijo volviendo a pasar su mano por la lápida y
apoyó su rostro sobre la fría superficie, sintiendo una gélida sensación
de vacío—. Supongo que así es la muerte. Otra forma de separación
temporal y permanente. —Y dio un puñetazo sobre la lápida— ¡Maldito
testarudo! —Logró calmarse y respiró hondo. Era el momento de marcharse para no poner en una situación embarazosa al amable encargado
del cementerio—. Vendré de vez en cuando a visitaros. Ahora que
estáis los tres juntos, espero que os llevéis mejor. Buenas noches. Os
quiero —dijo mientras descendía de la escalera y la volvía a colocar en
el mismo sitio del que la había cogido.
—¿Nos vamos?
—Sí, gracias por todo.
—De nada, muchacho. Era obvio que lo necesitabas —dijo
dándole una palmada en la espalda—. Te acompaño hasta la salida.
83
VI
DIARIO PERSONAL DE JULES MARAT
Anotación, página 63. Jueves, julio del 2011
Una oleada de angustia, en forma de nudo infinito, salió al
exterior recorriendo todo el camino desde mi estómago. Mi garganta
se cerró y el cielo comenzó a no ser una referencia fija para comenzar
a formar círculos cada vez más grandes y a moverse tan rápidamente
como un remolino en el mar. La línea del horizonte desapareció
engullida por él, las puertas del paraíso se cerraron para que aquel
monstruo no lo arrollara todo a su paso y me veo como una forma
carente de consistencia, un esqueleto sin sostén propio, que cae al
suelo y se consume lentamente, solitario, olvidado, desvalido…
No puedo llevar mis manos hasta mi rostro para enjugarme unas
lágrimas, intento levantarme, pero no puedo más que permanecer allí
tendido, odiando aquella situación, no puedo hacer más que seguir allí
tumbado en espera de que alguien me insufle el oxígeno necesario para
seguir viviendo. No quiero acabar desapareciendo debajo de unas
sábanas de las que nadie me querrá despertar…
Nunca pensé que conocer personas maravillosas me hiciera
sentir tan mal cuando desaparecieran de mi vida. Seré el hombre que
quiero ser, aunque ahora tenga que seguir solo.
VII
Jueves por la noche
Jules se encontró frente a la puerta de entrada de la casa de su tío.
Esperó un momento antes de introducir la llave en la cerradura. Giró la
llave dos veces y la puerta cedió. La oscuridad era absoluta cuando la
luz del pasillo se apagó. Entró a tientas y, con la mano pegada a la
pared, buscó un interruptor. Cerró la puerta tras de sí cuando comprobó
con sorpresa que no había electricidad.
84
—Jules, ¿eres tú?
—Es imposible… —balbuceó Jules.
La figura sentada en el sillón, de espaldas a la puerta, se levantó
muy despacio y se dio la vuelta con paso lento y algo torpe para
dirigirse hacia un petrificado Jules.
—Me alegro de verte —le dijo deteniéndose a escasos centímetros
del muchacho.
—¿Cómo puedes seguir apareciéndote ante mí?
—Será porque… soy un fantasma.
Jules permaneció unos segundos en silencio. Aquella imagen seguía
siendo tan real como cuando la vio por primera vez en la estación de
trenes, a su vuelta de la universidad. No se había vuelto loco. Estaba
frente al fantasma de su tío y le estaba hablando. Quizá seguir hablando
podría aclararle todas sus dudas.
—¿Por qué te has quedado aquí?
—No es tan sencillo. Cuando me desperté, un hombre estaba
junto a mí y me explicó que aún no podía ir a donde me correspondía,
pues tenía un asunto pendiente.
—Esta situación es muy extraña —dijo Jules quitándose de encima
algo de ese peso que le estaba aplastando el corazón—. Todo el mundo
que fallece tiene asuntos pendientes. ¿Qué tienes de especial para que te
hagan quedarte?
—Me dijo, la verdad es que era un tipo muy simpático, que debía
estar a tu lado para ayudarte a terminar aquello en lo que estás metido
ahora.
—¿Ese tipo no cree que yo solo sea capaz de lograrlo?
—Por lo visto, no, Jules. Es posible que lo hiciera porque lo último
que pasó por mi cabeza fue que quizá no te había estado ayudando lo
suficiente. Confiaba en que, a tu regreso, pudiéramos trabajar juntos.
—Esto es inaudito…
—La verdad es que ser un fantasma, aunque sea de modo temporal,
tiene sus ventajas, no pago impuestos —dijo sonriendo ampliamente.
—No lo digas muy alto o encontrarían la manera de hacerte pagar.
Jules escuchaba en silencio atentamente.
—He aguardado aquí pacientemente a que regresaras y poder
contártelo de la mejor manera que sé.
—Morir y, como un romántico, regresar de la tumba.
85
—Es una locura, lo sé. Estoy atado a este lugar, nadie excepto tú
me puede ver.
—¿Y Maiween?
—Está durmiendo.
—¿Y no te dijo ese ser en qué tienes que ayudarme?
—Me dijo que es algo en lo que estás inmerso, algo en lo que te
iba la vida.
—Entro aquí y me encuentro cara a cara con el fantasma de mi
tío cuando los días previos he estado hablando con él como si nada, ¿no
crees que me iba la vida en ello?
—Soy de los buenos, Jules, conmigo estás a salvo. Imagina que te
hubieran enviado a otro a avisarte… —le dijo con buena intención.
—Sí, podría haber sido peor, mucho peor… —dijo Jules claramente
cansado por todos los acontecimientos del día.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Yo me voy a dormir —respondió dirigiéndose hacia su habitación.
86
CAPÍTULO SÉPTIMO
Las cosas que han de venir…
I
Jueves de madrugada
Últimas anotaciones de Jules Marat en su diario
¿
Qué nos mueve a seguir adelante cuando las situaciones no
son favorables? Cuando inicié mi camino, no sabía lo que
me encontraría en él. Fui a la universidad y no conseguí
lo que quería, pero no me he quedado tumbado bajo el sol. Examinadas
las opciones, ser escritor era la más viable. Y a ello me he puesto con
la máxima ilusión. Sé que tendré que aprender sobre la marcha hasta
lograr dar forma a ese proyecto y a todos los que quiera hacer de
ahora en adelante. Esa forma de trabajar es la que creo que me hará
triunfar cuando más reveses se me presenten. Mi integridad está
comprometida con lo que quiero hacer y cómo lo tengo que hacer. Es
un trabajo difícil porque solo estoy yo. Yo soy mi propio jefe, mi propio
agente, mi propio crítico y el primer lector que lee el libro una vez
terminado. El rumbo está trazado y sé a dónde quiero llegar.
Jules se puso delante del ordenador y comenzó a escribir el borrador
del capítulo primero. Aunque tenía sueño, este no era muy pesado
porque decidió no irse a dormir hasta que lo hubiera escrito del todo.
Este primer episodio de la historia comenzaba con su regreso a casa,
que coincidía con la noticia aparecida en el periódico de la desaparición
de la hija del magnate más poderoso de la ciudad. Cuando llegó al
apartado del encuentro con la chica y su posterior conversación con
Frank Nolan, su mente comenzó a trabajar más febrilmente, como era
habitual en él cuando algo calaba hasta el punto de cautivarlo. «Partamos
de la base de que la desaparición no es tal. Y, si todo fuera una farsa
87
orquestada, ¿por quién? Si ella está libre vagando por la ciudad, ¿por
qué la policía no la ha encontrado? No debería ser tan difícil. Quizá no
interese buscarla. ¿Por qué? Supuestamente, está libre y nadie la retiene. Y
¿por qué la encontré yo de forma tan casual? O no fue tan casual. ¿Era
una forma de llamar la atención sobre ella? Demasiadas preguntas sin
respuesta.» A lo largo de la historia de la literatura, qué escritor no ha
tenido que investigar para obtener la información que buscaba para
escribir la historia que quería. Y más aún cuando se trataba de algo real,
que estaba sucediendo o que ya había sucedido. Truman Capote, para
escribir A sangre fría; Woodward y Bernstein, para publicar todo lo
relacionado con el Watergate, por citar ejemplos clásicos que le venían
a la mente. Pero tenía un ejemplo más cercano, su amigo Ralph Emorous
que, en compañía de Joe O´Clavely, escribió este mismo año su novela
La joven de los cabellos dorados y lograron publicarla. Con bastante
éxito según el último correo electrónico que había recibido de él el mes
pasado. Antes habían escrito otra saga de éxito llamada Exploradores
intrépidos. Entró en la web y abrió su cuenta de correo. Escribió uno
nuevo dirigido a su amigo para exponerle brevemente lo realizado hasta
ahora, además de los hechos que lo habían inspirado. Pulsó enviar y el
correo desapareció para quedar una copia en «Enviados». Luego, cerró
la sesión en la cuenta y continuó escribiendo hasta pasadas las dos y
media de la madrugada.
Abajo en el salón, Charles observaba la quietud de la calle. Las
farolas iluminaban la calle desierta. Ni un alma. Apenas algún coche.
Tan solo su mente, viva o muerta, en funcionamiento. Llegando a recuerdos que permanecían intactos, como formando parte de las raíces
más profundas de su existencia, que desaparecerían cuando lo hiciera
él. Charles Marat no aprendió solo a escribir. Como profesión a sueldo,
tuvo que aprender de alguien. Ese alguien importante en su vida, que lo
animó a ello, fue Carter Lowenstein. Fue durante una clase de literatura
en el instituto cuando ese profesor sacó el tema en una conferencia para
futuros escritores. Carter tenía mucho de líder, cosa que se plasmó en
su discurso frente a los doscientos alumnos que asistieron al salón de
actos aquella mañana de un invierno nevado y tristón. Charles se la
sabía de memoria y, en dos ocasiones, se la recitó palabra por palabra a
Jules.
88
—¿Cómo definiríais a un escritor? Estoy convencido de que, en
su interior debe de tener una gran fuerza para convertirse en uno de
ellos. Todo lo demás lo irá adquiriendo conforme avance. Continuamente vemos por televisión que, muchos personajes famosos, sacan sus
libros a la venta. Y que, pocos días después, se jactan no sólo de los
muchos ejemplares que venden, sino también de las horas que se pasan
firmándoselos a sus lectores, en grandes centros comerciales. Tranquilos.
No es necesario considerarles excelentes escritores. Tan sólo venden
mucho. En el momento en que finalice la promoción del libro de turno,
su recuerdo se borrará de la memoria de esos lectores. Muchos de ellos
no volverán a comprarles los siguientes que publiquen. ¿Queréis ser
una moda pasajera o dejar huella? Pues para hacer realidad lo segundo,
vais a tener que pasaros muchas horas de dura planificación, organización,
ejecución y evaluación continua de vuestra obra. Estaréis tan absorbidos
que os parecerá que no tenéis vida propia. Pero al final, lograréis
vuestro objetivo. No hay una ley universal que diga con exactitud en
cuánto tiempo se tarda en escribir un libro. Eso depende de la forma de
trabajar de cada uno. A mí y a todos, en algún instante, nos ha sorprendido
el cansancio y ha detenido nuestro avance. Y, es aquí, donde vuestra
motivación, y no me refiero al dinero, os hará vencerle y continuar
adelante. Cuando todo parece perdido, surge el héroe que llevamos
dentro para hallar un camino, hasta ahora oculto, y sortear el obstáculo.
Como Patton y sus aguerridos soldados de la “101 Aerotransportada”
luchando en inferioridad en la batalla de las Ardenas. Aún cuando las
condiciones eran muy negativas, continuaron siempre adelante. Esto es
lo que diferencia a un escritor de otros que se quedan en el camino.
»Si algo he aprendido a lo largo de mi vida es que, mi experiencia
personal es el lugar al que acudo cuando quiero escribir. Eso que hemos
vivido nos ofrece posibilidades infinitas. Y, desde nuestra propia vida,
nos ganamos la confianza de los lectores. ¿Por qué?, os estaréis preguntando. Muy fácil. Somos más creíbles para el público, en la medida en
que hablamos con entusiasmo y pasión en cada página que escribimos.
Ser honestos con nosotros, nos hace serlo también con ellos.
»Y, al igual que, la vida nunca permanece estable, todo está en
continuo movimiento. Los cambios que se producen, la hacen avanzar.
Como escritores que vivimos y observamos esa realidad, también
89
evolucionamos. Somos libres para elaborar, modificar y controlar nuestro
trabajo hasta llegar al resultado final que nos deje satisfechos.
»La opinión pública, en la que se encuentran los futuros lectores
y los medios de comunicación, nunca os ofrecerá la misma opinión dos
veces. Tampoco hay que hacerles caso al pie de la letra. Y, menos aún,
cuando llegue, que llegará, la primera de las críticas negativas hacia
vuestra obra. Forma parte de vuestro trabajo, saber valorarlas y encajarlas.
»Si hacéis vuestra obra de la manera en que vosotros consideréis
adecuada, llegaréis al público y ellos os seguirán. Porque habréis hecho
lo más difícil: captar su atención. Les habréis emocionado hasta el
punto de haber dejado un recuerdo positivo en su mente. En ella sois
escritores que volverán a leer. Y lo positivo no se olvida. Lectores
fieles que os recomendarán, incluso, a otros para que os lean.
»A veces, me siento como un púgil, aspirante al título, frente al
veterano campeón. No dejo de encajar golpes. Me canso, pero él también.
Sé, aún así, que llegará mi momento y no lo desaprovecharé. La
paciencia es una gran virtud. No sé otra cosa que hacer que escribir. Así
que, aproveché el momento de flaqueza del campeón para reclamar mi
lugar. Hoy todavía sigo peleando duro para mantener mi lugar. Mi
trabajo, esfuerzo y motivación me hicieron llegar a ser el escritor que
soy. La fama pasajera me hubiera llevado a una fosa común.
Tenía la amarga sensación de que algo no andaba bien. Ese tipo
no fue nada claro con respecto a quién estaba en peligro o en qué era
tan necesario ayudar a su sobrino. Ser un alma en pena o, peor, un
fantasma metido a mercenario no eran desde luego las primeras
opciones que él hubiera elegido, pero estaba claro que aquello que tenía
ante sus ojos era su realidad ahora mismo y tenía que adaptarse para
poder llegar a cumplir con lo que el tipo le había encomendado si quería
dejar de ser un fantasma. ¿A qué se enfrentaban?
II
Viernes por la mañana
La biblioteca de la ciudad era un compendio de arte moderno en
toda su extensión. Al más puro estilo Frank Ghery. Situada en el centro
90
de la urbe, al otro lado de Main Avenue. Detrás de ella, estaba el
instituto, la escuela de primaria y un gran supermercado. A su derecha,
se veía un barrio residencial de reciente construcción a la espera de más
fondos para proseguir su culminación. Aprovecharon que su tío tenía
una moto con sidecar en el garaje y Jules sabía conducirla y se
dirigieron hacia allí. Tomaron la larga recta hasta el semáforo, junto al
establecimiento de McDonald´s y doblaron hacia la derecha para subir
por Main Avenue, luego giraron en el cruce, frente a la biblioteca, a la
izquierda y aparcaron en el parking del supermercado. Eran las nueve
de la mañana.
Una vez dentro, la amable encargada de recepción les indicó que
subieran al archivo documental en papel, donde el encargado les
facilitaría los ejemplares que buscaban. Subieron en el ascensor y, una
vez arriba, el encargado, que en ese momento no tenía otros lectores
por allí cerca, los atendió sin demora. Le facilitaron las fechas y este les
dejó los ejemplares en PDF. Le entregaron una memoria USB al
encargado y este les hizo una copia. Le dieron las gracias y salieron del
edificio.
Subieron al sidecar y se dirigieron a la pastelería-cafetería Pasteles y
Helados al Vuelo para desayunar y hojear los archivos PDF en el
portátil de Jules. De ellos obtuvieron algunos de los nombres de los
invitados a la fiesta y Maiween los fue anotando en su libreta Moleskine.
Uno de los nombres anotados le resultaba familiar a Jules: Harold
Hudson. Algo de lo que siempre se jactaba era de tener buena memoria.
Recordaba con facilidad los nombres que oía al menos una vez en su
vida. Si oía un nombre, se acordaba de una cara. Era un muchacho que
ocupaba un asiento una fila detrás de él. Llegaron incluso a coincidir en
el equipo de natación del instituto y, por lo que aún recordaba, habían
tenido una relación cordial. Harold o Harry, que es como quizá prefería
que lo llamaran, era uno de los nadadores más rápidos del instituto y
llegó a ganar dos años seguidos el campeonato local de institutos en la
modalidad de cien metros braza. En al menos tres años consecutivos,
compartió viajes y autobús con él en los campeonatos en los que tomaron
parte. Como solía pasar al acabar el instituto y marchar a la universidad,
perdieron el contacto. Pero siempre lo vio como a un tipo simpático,
leal y comprometido. Jules pensaba que podría conversar con Harold
con la excusa de recordar los viejos tiempos y lo encontró trabajando
91
en el negocio de su padre: una farmacia. Entró y Harold lo recibió
amablemente. Casi de inmediato, hablaron sobre los viejos tiempos y
después Jules se interesó por lo que había acontecido durante la fiesta
de cumpleaños de Julia Locksley-White.
—Sería una fiesta emocionante, lástima que me pillara todavía en
el campus.
—No creas. Es cierto que acudió mucha gente, yo diría que un
centenar por lo menos. Pero su padre es un tipo muy serio. Excepto el
momento del baile que debía producirse tras el brindis, en todo momento,
estuvimos sentados en nuestros sitios.
—La verdad es que, si me organizaran una fiesta de cumpleaños
así de aburrida, preferiría que organizaran mi funeral.
—Tienes razón, Jules. Como siempre, tu sentido del humor tan
rotundo.
«Rotundo —pensaba Jules—. Eso no me lo habían dicho nunca,
te la cojo prestada.»
—En el momento en el que ella desapareció debió de cundir el
pánico entre la gente al no saber qué estaba pasando.
—Todo fue muy repentino, ya lo habrás leído en los periódicos
—dijo mientras señalaba a Jules el periódico del día y Jules pensó para
sus adentros que en ninguno de ellos se hacía mención detallada de esa
parte de la historia—. Yo estaba sentado en las últimas mesas, en la
misma fila, justo enfrente del sitio en el que tomaba asiento su padre.
Cuando llegó el momento de anunciar el brindis de honor y su padre
comenzó a pronunciar el discurso, sonó el reloj y se fue la luz…
—¡Qué novelesco suena todo, Harold!
—Llámame Harry.
—Lo siento, Harry.
—Cuando la luz volvió, ella ya no estaba y su padre llamó a la
policía. Tuvimos que quedarnos allí durante casi tres horas más mientras
nos tomaban declaración uno por uno.
—Tuvo que ser una situación muy estresante si no has pasado por
algo así antes.
—¿Te ha interrogado la policía alguna vez?
—He pasado por situaciones parecidas y no es plato de mi gusto.
—Lo que más me impactó fue la mirada de su padre.
—No te entiendo.
92
—Cuando estaban reunidos en su mesa, él y otras dos personas
más terminaron de hablar y él se dio cuenta de que lo estaba mirando.
Tendrías que haber visto sus ojos…
—Yo no estuve, tendrás que explicármelo tú.
—Estaban vacíos y carentes de alma. Aparté mi mirada y ahí quedó
todo.
—Menuda historia, Harry. —Miró su reloj y buscó una excusa para
acabar la conversación—. He de marcharme, pero, como voy a estar
algún tiempo en la ciudad, te volveré a llamar para tomarnos unas
cervezas en Flaherty´s, ¿qué te parece?
—Buena idea —dijo tendiéndole la mano. Jules la estrechó.
—Hasta la vista, Harry.
—Adiós, Jules.
Se despidieron sin saber que aquella sería la última vez que ambos
se verían.
III
Viernes mediodía
Charles observó cómo el cartero llegaba hasta su buzón y dejaba
una carta. Se apartó de la ventana y caminó hacia la puerta. Luego, la
abrió muy despacio, se detuvo en el umbral y echó un vistazo a
izquierda y derecha. No vio nada sospechoso. A continuación, salió a la
calle, caminó hasta el buzón, lo abrió y cogió la única carta que había.
Cerró el buzón y entró en la casa. El sobre no llevaba remitente.
Recordó las veces que, en los guiones sobre películas de mafiosos y
asesinos, había puesto situaciones como esa. Dejó el sobre en la mesita
del recibidor, cerca del juego de llaves de reserva de la casa. Últimamente, estaba haciendo muchos progresos en su identidad de fantasma.
El control sobre los objetos sólidos le facilitaba las cosas.
Los muchachos habían salido temprano y él se había quedado allí,
algo aburrido, para qué negarlo. Echaba de menos sus conversaciones con
su sobrino. Maiween le caía bien, pero, al estar embarazada, no era
muy aconsejable decirle la verdad. Parecía una chica muy sensible. La
había visto dibujar bocetos de esculturas en su cuarto. Era una artista
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excepcional. Y también la vio llorar la noche anterior. No pensaba que
lo hubiera podido sentir tanto. Pero, queriendo tanto a Jules, es posible
que lograra empatizar lo suficiente con él para captar su tristeza.
Pero no podía dejar de darle vueltas al asunto: debía ayudar en
aquello en lo que el misterioso hombre le había comprometido su vida
eterna. La vida se había vuelto más complicada que cuando se casó en
dos ocasiones y tuvo que salir por piernas de ambos matrimonios y con
Jules casi bajo el brazo. No hizo cosas buenas, pero tampoco tan malas
como para no merecer ser feliz como los demás. Solo con sus escritos
había alcanzado esa felicidad plena. Mejor eso que nada.
Se volvió y en su mirada entró de nuevo esa misteriosa carta.
—Cuando una carta sin remitente llega a tu vida, algo bueno sale
de ella y algo malo espera para que le dejes entrar…
Cuando Jules y Maiween entraron por la puerta, Charles le hizo
un guiño para que se quedaran a solas.
—Maiween, estarás cansada. Échate un rato mientras preparo algo
para comer.
—Es un detalle por tu parte. Gracias —dijo dándole un beso en la
mejilla.
—Que descanses. —Cuando ella despareció escaleras arriba, se
volvió hacia su tío—. Vamos al salón para estar más tranquilos.
—De acuerdo.
—Hemos averiguado varias cosas, pero todavía nada significativo.
—Soy todo oídos.
Jules le hizo un breve resumen de las pesquisas y de la entrevista
con su amigo y su tío guardó silencio mientras analizaba cada detalle
que se desprendía de ellas.
—¿Qué piensas?
—Que todo ocurre por un motivo. Nada sucede al azar.
—Dispara, tío Charles. Veo por tu mirada que algo te ha llamado
la atención.
—Sí, efectivamente. Vuestros dos testigos presenciales coinciden
en que todo sucedió así, entonces, tengo dos cosas que decir. La primera
es que el modo en el que desapareció me suena familiar. Tanto que, a
pesar de mi edad, te diré que he leído ese libro muchas veces.
—¿A qué te refieres?
94
—Ella desapareció cuando, tras anunciarse el brindis, se fue la
luz. Cuando volvió, ella ya no estaba. Nadie pudo ver nada. ¿Coincidencia? No. Del libro en el que se inspira, surgió un rapto. Yo creo que
fue adaptado para ser un plan de fuga —dijo dirigiéndose hacia la
estantería para sacar un libro algo polvoriento y con las tapas gastadas.
Lo tomó y se lo lanzó a Jules.
—Ruslán y Ludmila de Alexander Pushkin.
—Tu heroína se fugó y para lograrlo bebió directamente de la
literatura. Qué chica más inteligente. Deberías encontrarla y casarte con
ella. Ya lo estoy viendo, serías muy feliz. Una mujer que lee es algo
único, irrepetible. Estás tardando.
—Vamos un poco más despacio —dijo bajando el tono de voz al
tiempo que enarcaba las cejas—. Todo eso no son más que hipótesis
porque nada avala lo que dices.
—Hay un paralelismo muy claro en cómo sucedieron los hechos
en ambos casos. ¿Sabes si ella era una ávida lectora? Eso avalaría mi
hipótesis sobre dónde encontró la inspiración.
—No es mucho, pero podríamos suponer que ella también lo fuera.
¿Por qué se iba a fugar?
—Nathan Locksley.
—Su padre, ¿qué pasa con él?
—Lo conocí lo suficiente hace años como para saber lo despiadado
que es. Es muy autoritario, nada que ver con su mujer. Acostumbrado a
tener todo lo que quiere.
—¿Estuvo casado?
—Sí. Y era una mujer magnífica. La conocí muy bien porque
llegamos a salir años antes de que conociera a Nathan, se casara con él
y diera a luz a Julia.
—Tío Charles, ¿hay alguna mujer en Longfellows con la que no
hayas estado?
—No me ofendes, fui un hombre honesto con todas ellas y ellas
sabían con quien estaban. Ella también era escritora y de las mejores
que he conocido nunca.
—¿Cómo se llamaba?
—Juliet McFadden.
—Su nombre me suena.
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—Escribía cuentos para niños y, en sus últimos años, escribió la
Trilogía de la edad.
—Ya decía que me sonaba. Leí esa trilogía hace años y me
impresionó la manera en la que describía a sus personajes. ¿De qué
murió?
—En accidente de coche, hará unos cuatro o cinco años.
—Julia habrá sufrido mucho.
—Y sola.
—¿Y el segundo punto?
—Pues, si suponemos también que se fugó y te encontró, es porque
sigue viva y sigue huyendo.
—Pero me sigo preguntando por qué la encontré yo.
—O te encontró ella a ti. ¿Fuisteis juntos a la escuela o al instituto?
—No lo recuerdo.
—Recuerda porque de ello depende encontrar qué la conecta con
tu vida. Y, hablando de recordar, casi se me olvidaba. Ha llegado una
carta.
—Bueno, ya la veré luego.
—Esta parece interesante porque no lleva remitente.
—¿Dónde está?
—En el mueble de la entrada.
Jules salió del salón y volvió con la carta en la mano.
—Ábrela.
—Sí, claro —dijo rasgando el sobre suavemente por un extremo—.
Es un trozo de papel.
—¿Hay algo escrito? ¿Qué pone?
—«Aquellos que se adentran en caminos oscuros encontrarán su
final más tarde o más temprano.» No entiendo nada.
—Es un aviso, Jules. Igual que la visita del padre de Julia en el
hospital. Nada ocurre por casualidad.
—Tengo hambre —dijo estrujando el papel hasta convertirlo en
una bola deforme— y así no puedo pensar con claridad. Desde que he
regresado no tengo paz.
En ese momento, irrumpió Maiween.
—Jules, la cocina está sin tocar.
—Sí, discúlpame. Esta investigación me tiene absorbido por completo. Estaba pensando en voz alta.
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—Deja que yo me ocupe de todo.
—Como quieras, ahora voy a echarte una mano. —Hizo un guiño
a su tío para que supiera que, posteriormente, retomarían la conversación. Pero su tío ya estaba pensando en algo más allá de esas cuatro
paredes.
—¡Hombres! —exclamaba mientras se dirigía hacia la cocina.
97
CAPÍTULO OCTAVO
Mentes creativas y amenazas crecientes
I
Sábado
J
ules y Paul hablaban tranquilamente en el salón en compañía de Maiween y Charles decidió que era el momento
oportuno para poner en marcha su plan. Ellos dos habían
sido sorprendidos en el lugar, pero él, al ser un fantasma, podría
acceder sin ser visto. Esto supondría averiguaciones de primera mano y
el poder obtener pruebas sobre el terreno. Así que, cuando su sobrino
estuvo de acuerdo, no se lo pensó dos veces. Toda nueva condición
siempre nos produce miedo, nervios e incertidumbre. No sabemos si
nos va a ir bien o mal. Todo lo que habíamos aprendido podría no ser
suficiente aportación para lo que somos en ese momento. Quizá nos
faltaría saber realmente lo que somos. Tener la dimensión completa de
uno mismo en ese instante vital y qué podríamos hacer. Charles era un
fantasma y en él habitaba aún la esencia de lo que una vez tuvo
corporeidad como ciudadano Marat, como cenizas en el aire tras un
fuego de renacimiento. El siguiente paso lógico sería saber qué capacidades tendría en su actual condición. Algunas las había descubierto y
estaba aún perfeccionándolas. En esa esencia, Charles albergaba un
buen saco de prejuicios y conocimientos inútiles, que había acarreado
pesadamente en vida. Si alguna vez se le hubiera ocurrido soltarlo…
Todo lo que sabía sobre los fantasmas era que no eran más que patrañas
propias de mercachifles. Ahora, obviamente, no. Sin embargo, lo que
podía hacer era básicamente ser visible solo a los ojos de Jules,
atravesar las paredes y tocar objetos. Creía que eso sería suficiente para
su primera misión. Nunca creyó que algo así le pudiera pasar a él hasta
que le pasó y decidió que era mejor tomar partido antes que quedarse
98
en el limbo. Y así se descubrió a sí mismo una nueva dimensión de su
propio ser.
Atravesó la puerta y salió a la calle. Era noche cerrada. El reloj
del salón daba las diez y media. La luna llena brillaba en lo alto.
Caminó por las aceras mojadas hacia la casa de los Locksley. Se le
hacía extraño caminar entre extraños como él. La gente se movía ajena
a su presencia, por eso no se daba cuenta cuando, literalmente, lo
atravesaban, lo que era una nueva sensación para él. Como sentir
pequeños choques de proyectiles contra su cuerpo, se detenían una
décima de segundo y continuaban su trayectoria. Los sentidos con los
que captaba los detalles que le permitieron escribir en vida sus mejores
guiones ahora estaban más aguzados que nunca. Podía oír sus latidos,
sentir el fluir de sus pensamientos y el contacto eléctrico al pasar junto
a ellos, como torrentes de energía en continuo movimiento. Si hubiera
dispuesto de estas capacidades, cuál habría sido su camino como
escritor. Charles tuvo una carrera magnífica que cualquier escritor
actual envidiaría. Él se refería al tipo de libros que habría escrito.
Su larga caminata se detuvo ante la verja de la casa de los
Locksley. Vio luces encendidas y un vigilante de seguridad custodiando la
entrada del lado del interior de la cerca. Avanzó hasta quedar cara a
cara con la verja y… pasó a través del frío metal, aunque no pudiera
sentirlo, estaba seguro de que era así. Cruzó en línea recta el fantástico
jardín que, hace una semana, Julia cuidaba despreocupadamente. Atravesó
la puerta de la casa y se encontró en el vestíbulo. Según Jules, debía
dirigirse a la habitación de Julia y, ya que no podía tocar nada, al
menos, guardar en su memoria de manera fotográfica todo tipo de
detalles. Todo lo que sus ojos vieran sería la única prueba que tendrían
para encontrar una pista que los condujera a ella. Según la rueda de
prensa que había realizado esa mañana el jefe de la policía: en veinticuatro horas pasarían el caso a los federales. Realmente, tenía muy mala
pinta. Pero, claro, ellos no sabían lo que Jules y él sí habían averiguado
de primera mano.
Charles se quedó asombrado cuando accedió al interior de la
habitación de Julia.
—Me quito el sombrero —dijo mientras hacía el gesto—. Estoy
en los dominios de una amante apasionada de la literatura.
99
A la izquierda de la puerta, vio una estantería con libros cuidadosamente colocados para aprovechar al máximo el espacio. La estantería
llegaba desde el suelo hasta el techo y ocupaba toda la pared, salvo un
hueco en el centro para el escritorio. Este era de madera negra y parecía
ser una antigüedad muy valiosa e iba a juego con el sillón giratorio de
aspecto elegante, en cuyo respaldo colgaba una fina rebeca rosa. A la
derecha, un sofá se apoyaba sobre una pared llena de fotografías de
familiares, dos pósteres, uno de John Lennon sentado con gafas de sol
mirando directamente a la cámara y el otro de don Quijote y Sancho
Panza contemplando los molinos, en el suelo, ocupando el centro, estaba
una mesa más baja sobre una alfombra y que contenía un soporte para
libros. En la pared de la derecha, a continuación del sofá, había un armario
que ocupaba la totalidad de la pared. Al otro lado de la mesa, una cama
y una ventana permitía la entrada de luz natural al interior.
Charles estaba impresionado por la cantidad de libros tan variados
que llenaban cada centímetro de las estanterías. Se aproximó aún más y
empezó a buscar rápidamente el libro de Pushkin. Si lo encontraba allí,
sería la prueba que sustentaría la teoría de que fue ella quien planeó su
desaparición. No perdió tiempo, de los libros que quedaban por encima
de su cabeza, no podía leer los títulos en el lomo. Así que, de algún
modo, todavía pensaba como humano al ver el sillón giratorio. Pero no
podía sujetar nada de forma consistente. De repente, como si una fuerza
tirara de él hacia arriba, se sorprendió a sí mismo flotando en el aire.
Era magnífico. Quiso gritar y lo hizo porque, ¿quién iba a oírlo? Comprobó, además, que podía moverse rápido de un lado a otro, así que
aprovechó aquel descubrimiento para terminar de explorar aquella
estantería y el resto. No estaba. Continuó su búsqueda en la mesa del
centro de la habitación y allí le llamó la atención un grupo de libros
muy diferentes entre sí, pero que tenían un nexo común.
—Libros juveniles —susurró mientras se acercaba, ya tocando el
suelo—. Aquí estás, Pushkin —decía mientras sus dedos atravesaban la
gastada tapa de cartoné, blanca y con dibujos medievales de los
personajes principales—. Chica lista. —A pesar de que la habitación
estaba en penumbra, podía leer perfectamente gracias a la luz de la luna
llena que entraba por la ventana.
Este hallazgo era algo muy importante, pero faltaba la causa.
Pensaba en ello mientras veía los retratos de Julia, primeros planos de
100
ella en diferentes situaciones, que reposaban sobre su escritorio. Los
fue repasando con interés hasta que uno le llamó la atención. La foto
mostraba a Julia tumbada boca abajo leyendo un libro y, junto a ella,
sobre la hierba, se veía una libreta de notas, una especie de diario,
dedujo tío Charles. Se acercó y distinguió unos dibujos.
—Tenía un diario. ¡Eureka!
Retrocedió hacia la cama y pensó dónde podía guardarlo. Estaba
claro que con el resto de libros no, pues había comprobado que estaban
cuidadosamente ordenados, libros con libros. Nada que no fueran libros
estaba junto a ellos. Se agachó y miró bajo la cama. Un pequeño arcón
con la llave puesta ocupaba el centro del suelo. No podía abrirlo, pero
sí atravesarlo.
—Puedo ver lo que hay dentro.
De modo que se arrastró hasta quedar frente a él y atravesó el
arcón con su cabeza. Dentro había una libreta como la que se veía en la
fotografía y otros objetos que ella conservaba privados o personales.
No podía cogerlo y entrar de nuevo allí sería misión imposible. Jules lo
intentó y lo pagó caro. Aún podía haber sido peor. Se maldijo a sí mismo
por no poder conseguir la corporeidad suficiente para sujetar objetos
cuando lo necesitara. O al menos con la celeridad que hubiera deseado.
Ser un fantasma tenía sus problemas. Pero lograrlo sí que sería una
ayuda decisiva. Sacó de nuevo la cabeza y extendió sus manos hasta
quedar cerca del arcón. Extendió sus dedos, pero estos lo atravesaban.
Se concentró, pero sus siguientes intentos resultaron infructuosos. Pero
si algo lo había caracterizado como escritor era que nunca perdía el
entusiasmo por su trabajo y que su compromiso era tan fuerte que
siempre cumplía con sus objetivos. Nadie pudo reclamarle nunca una
obra no acabada a tiempo. Cerró los ojos, se concentró en el objeto,
extendió sus dedos e intentó tocarlo. Podía sentir la arruga de los
pliegues de la madera, el frío metal de la llave, girarla… Abrió los ojos
y notó por un instante cómo sus dedos tocaban algo...
—Será posible —dijo en susurros. Volvió a intentarlo y, efectivamente, sus dedos habían lograron tocar la llave, agarrarla, sujetarla, y
girarla… El arcón cedió y pudo abrir la tapa. Metió la mano derecha y
sacó el diario—. Tengo que llevárselo a Jules enseguida.
101
II
Cuando Charles regresó a casa, Maiween se había quedado dormida
en el salón viendo la televisión y Jules estaba sentado junto a ella y
leyendo un libro que dejó a un lado cuando vio a su tío irrumpir en
medio del salón con el diario de Julia en la mano.
—¿Será posible que lo hayas conseguido? —preguntó Jules.
—Sí, eso mismo exclamé yo.
—Déjame echarle un vistazo —dijo acercándose hasta él y
tomándolo en su mano. Luego, se sentó en la mesa y fue pasando las
páginas desde el inicio, leyendo rápidamente y buscando cualquier cosa
que sonara extraña.
—Ve al final, Jules.
—Sí, aunque, por lo que estoy leyendo, está obsesionada con la
muerte de su madre. La echa de menos.
—Debe de ser duro que la persona que más se preocupa por ti y
quien más te quiere muera y te quedes en las manos de un padre
despótico, autoritario y egocéntrico como el suyo.
—Última página. La anotación es de un mes antes de su cumpleaños.
—Te escucho.
—Dice lo siguiente: «El cartero ha venido esta mañana y ha dejado
un sobre sin remitente. Al abrirlo, he sentido una punzada de dolor
inmenso. Me he sentido vulnerable y eso no me ha gustado. Desde que
te fuiste, no he querido que nadie me vuelva a ver llorar o sentirme
amenazada. Pero es así como me he sentido cuando he visto su
contenido. Dice que moriré asesinada en la fiesta de mi cumpleaños.
No voy a permitirlo. Más sola no me puedo sentir, pero mi vida vale
mucho como para permitir que un ser despreciable acabe con ella
fácilmente. No sé si quien lo envía lo hace para avisarme y darme
tiempo a escapar o lo hace para asegurarse de que le tenga miedo a la
espera de su golpe final. Me da igual. Estoy determinada a escapar.
Esta misma noche, he empezado a planificar mi plan de fuga. No sé si
lo lograré, pero voy a intentarlo. Hay muchas cosas pendientes que
quiero hacer realidad, sobre todo, volver a ver al amor de mi vida. Ojalá
estuviera aquí, pero no viene hasta después de mi cumpleaños…».
—¿Por qué no sigues leyendo?
102
—Aquí acaba la anotación. No hay nada más escrito.
—Esta historia me tiene en vilo. Tiene un lío en secreto. Esta
joven heroína me cae bien por momentos. Tenías que haber visto su
habitación. Es un homenaje a la literatura con mayúsculas.
—Te creo.
—Y, efectivamente, tenía el libro.
—¡Genial! —exclamó Jules y con ello despertó a Maiween.
—Hora de irme.
—Gracias, tío Charles —le dijo susurrando—. Lamento haberte
despertado, Maiween. Te ayudaré a ir a la habitación —dijo cogiéndola
por el brazo.
—Eres un encanto, Jules. Ha sido un día muy largo.
—Y me has ayudado muchísimo. Mañana es sábado, aprovecha y
quédate más tiempo en la cama. Descansa todo lo que puedas. No quiero
que te canses innecesariamente.
—Siempre preocupándote por mí —dijo pasándole la mano por la
mejilla—. Pero no eres mi padre, así que deja que yo decida cuándo
descanso y cuándo no.
—Mensaje captado, pero ahora, te vas a dormir. Mañana comienza
tu reinado anarquista. Seguro que tendrás mucho en qué pensar.
—Sí. Castigos para los ciudadanos que no sigan mis reglas.
—Mira que te monto una revolución rápidamente y hago que el
pueblo te derroque.
—Inténtalo. —Y le dio un beso en la mejilla—. Felices sueños.
—Que descanses —le dijo y cerró la puerta tras de sí.
III
Jules bajó de nuevo al salón y apagó la televisión y la luz. Se
acercó a la mesa y cogió el diario de Julia. Luego, se acercó a la
ventana y apartó las cortinas para mirar por la ventana. Nada
sospechoso. Pero no iba a correr riesgos. Su tío guardaba un revólver
en el cajón de la mesita de su habitación, lo cogió y se lo llevó a la
suya. En el tambor, había seis balas. No era partidario de llevar armas,
pero no tenía elección. En el hospital, llegaron muy fácilmente hasta él
y podían haberlo matado si hubieran querido. Captó la amenaza y debía
103
proteger a Maiween, que vivía con él a toda costa. No les iba a conceder
una segunda oportunidad. Esto iba en serio. Dejó la puerta abierta y se
acostó, atento a cualquier ruido. Ahora estaba convencido de que todos
estaban en grave peligro.
Un ruido espantoso despertó a todo el mundo en la casa. Varios
cristales estallaron en mil pedazos casi simultáneamente. Maiween rodó
por la cama hasta caer al suelo y se protegió bajo la cama. En su habitación, Jules hizo lo mismo y luego, arrastrándose como pudo, salió hasta
el pasillo y habló a Maiween desde la puerta. Alguien estaba lanzando
piedras desde la calle contra las ventanas y no parecía tener muchas
intenciones de parar.
—¡Maiween!
—¡Estoy bien!
—¡No te muevas de ahí!
—¡De acuerdo!
Jules corrió por el pasillo con el revólver en la mano y se detuvo
al llegar abajo. Todos los cristales estaban rotos. Un buen puñado de
piedras había hecho bien su trabajo. Parecía que había parado y se oía
el motor de un coche acelerar calle abajo. Salió a la calle y pudo verlo
todavía cuando doblaba la esquina. Entró de nuevo y mantuvo las luces
apagadas. Maiween bajaba las escaleras en ese momento. Ambos se
abrazaron.
—¿Qué está pasando, Jules?
—No lo sé, Maiween —dijo mientras la besaba repetidamente en
la cara y le acariciaba su larga cabellera para tranquilizarla.
—¿En qué nos hemos metido?
—La culpa es mía, no debí haberte arrastrado a esta búsqueda sin
sentido.
—Una chica está en peligro, Jules. Ese es el sentido de todo esto.
—Es hora de dejarlo todo en manos de la policía.
—Gente muy poderosa está interesada en que no sigamos adelante.
¿Nos hemos acercado lo suficiente para ponerlos nerviosos?
—Es posible, pero también puede ser que, simplemente, quieran
quitarnos de en medio por lo curiosos que hemos sido.
—No entiendo cómo la policía sigue sin haber hecho ningún
avance.
104
—Por eso envían a los federales y tú debes volver a casa esta
misma noche.
—¿Por qué?
—Porque me preocupa tu seguridad. No quiero que te pase nada
malo —dijo sacando el móvil—. Voy a llamar a Paul. Sé cómo sacarte
de la ciudad sin que puedan seguirte la pista —dijo sentándose junto a
ella en el sofá y abrazándola contra él.
—Siempre preocupándote por mí. ¿Es por esto que todavía no
tienes novia reconocida y formal?
—Calla… Hola, Paul… Sí, ya sé que son las tres de la madrugada…
Ha pasado… —Durante unos diez minutos, que a Maiween le parecieron
eternos, ambos amigos hablaron y, cuando colgó, Jules le pidió a Maiween
que hiciera la maleta. Luego, llamó a la policía para dar parte de lo
ocurrido.
Cuando la policía se marchó, pasadas las cuatro y media, después
de tomarles declaración y tomar fotografías de los desperfectos, Jules y
Maiween salieron por la puerta del patio y caminaron en la oscuridad
hasta llegar dos calles más arriba, donde los esperaba Paul en un coche
con el motor en marcha. Con los tres a bordo, el coche salió dando un
rodeo para asegurarse de que nadie los seguía y se fue en dirección a
Centerville, una localidad importante de la región y cercana a Longfellows. En ella Maiween podría tomar el tren de las seis hacia Great
City, donde estaría finalmente a salvo en su piso. Paul pisó el acelerador
de su Ford Focus y, en unos cuarenta minutos, estaban aparcando en el
parking de la estación de Centerville. Jules llevó la maleta de Maiween
hasta la ventanilla. Allí pagó en efectivo el importe del billete y la
acompañó hasta el andén, donde los pasajeros ya subían al tren a falta
de quince minutos para salir con destino a Great City.
—Maiween, gracias por tu ayuda. Estoy absolutamente convencido
de que me sería imposible encontrar una amiga tan comprometida como
tú.
—Para mí siempre será un placer acompañarte en tus aventuras.
Nunca me las perdería.
—¿Aventuras? —dijo sonriendo—. Lo considero un cumplido
viniendo de una heroína moderna de los pies a la cabeza.
—A total woman…
—… for all seasons.
105
—Ha sido un placer, Jules. No dejes de ponerme al día sobre este
asunto vía email y ten mucho cuidado —Se fundieron en un fuerte abrazo,
que hizo derramar algunas lágrimas a Maiween. Jules sacó su pañuelo y
se las enjugó.
—No temas por mí. No estaré solo.
—Hasta la vista, Jules —dijo subiendo al vagón y desapareciendo
entre los pasajeros.
Entonces, cayó en la cuenta de que había olvidado en su piso de
Bradbury el portapapeles que le había regalado.
IV
Domingo por la mañana
Se levantó en torno a las ocho y fue directamente a la cocina para
preparase una taza de café. No había. Miró por la ventana y un día
espléndido parecía querer darle los buenos días. De modo que pensó
que había que sacarle partido, ya que hasta ahora no había podido
disfrutar de sus vacaciones. Se planteó ir a la playa. Le apetecía volver
a hablar con Frank Nolan. Toda la gente de la que se rodeaba su tío
tenía algo especial. No se consideraba un cafeinómano, pero poco le
faltaba. Todas las cosas buenas de su vida giraban en torno al café, de
un modo u otro. Pero esa mañana no hubo café y eso no solía ser
habitual en su rutina diaria.
Subió a su habitación y, mientras se aseaba, enchufó el portátil.
Minutos más tarde, accedió a su cuenta de correo electrónico y comprobó
que no tenía respuesta a sus anteriores emails por parte de la chica con
la que había tomado café. De modo que decidió dar carpetazo al asunto.
Si ella no quería mantener la comunicación, él tampoco iba a perder su
tiempo con quien no quería hablar. Así que la borró de sus contactos.
Luego, abrió un documento Word y anotó los últimos acontecimientos.
Con el borrador del primer capítulo escrito, ahora tenía material suficiente
para seguir. Para colmo, tenía abandonada la corrección de sus relatos
cortos que quería enviar a Archie Knox, pero no tenía tiempo. Aquel
asunto tenía absorbido todo su tiempo. Había cautivado su interés y ya
no podía dejarlo. Ralph no le había respondido todavía. Desde que su
106
novia le había confirmado que estaba embarazada, Ralph se había
vuelto muy despistado. Cosa bastante comprensible.
Mientras tanto, fuera… La nitidez del objetivo era perfecta por lo
que aguardó pacientemente hasta que el tipo abandonara la casa. A su
izquierda, el conductor estaba preparado para poner en marcha la
camioneta si no conseguían fotografiarlo. Más le valía ser precavido.
No querían correr riesgos innecesarios.
—Ya sale —dijo esperando que se diera la vuelta tras cerrar la
puerta con llave—. Hecho. —Pulsó el disparador y varias fotografías
fueron hechas en cuestión de segundos.
—¿Qué hacemos ahora?
—Seguirlo. Es lo que nos han ordenado.
—OK —dijo arrancando el motor.
Nadie pareció darse cuenta de una figura que, apostada tras un
árbol, observaba la escena al mismo tiempo que sacaba un móvil del
bolsillo de su pantalón. Marcaba un número y sonreía al escuchar lo que le
decían. Luego, inició su paseo tranquilamente por la misma acera tras
los pasos de Jules.
107
CAPÍTULO NOVENO
En el que los acontecimientos se suceden…
I
Lunes
N
athan finalizó la llamada y se volvió de nuevo hacia los
cinco hombres trajeados que estaban sentados en su
mesa de reuniones. Como accionista mayoritario de La
Gaceta de Longfellows, tenía que comunicarles una serie de medidas
para mantener la viabilidad económica del periódico.
—No perderé el tiempo en explicaciones. Les he llamado para
esta reunión extraordinaria porque, cuando llegó a mis manos ayer este
informe, dudé entre acabar con ustedes yo mismo o abrir esa ventana
—dijo señalando con el dedo la gran ventana del fondo del despacho—
para que ustedes cinco tuvieran la decencia de saltar. Lo consideraría
una dimisión en toda regla y merecerían mi respeto por actuar con
decencia, la única que han tenido, ya que se han aprovechado de mi
empresa como si fuera una pobre prostituta de la que su chulo abusa.
¿De verdad pensaban que no iba a tomar medidas? Obviamente, no me
conocen en absoluto.
Ninguno de los cinco hombres importantes movió un solo dedo.
Sabían que él sabía que lo temían y el miedo era un factor muy
poderoso en estos tiempos en los que nadie quería perder su puesto de
trabajo. Pero estaba claro que Terrence O´Hara, el redactor jefe, no
había pensado en ese riesgo cuando pagó por una prostituta de lujo
cinco de los grandes y lo camufló como un cargo a la empresa. Para el
contable que allí trabajaba era coser y cantar. Damien Roberts, adjunto
a la dirección, había realizado innumerables fiestas, viajes y otras
situaciones que también había cargado al periódico. Los otros tres no
habían hecho eso, pero sí que tenían por lo que callar.
—Me pregunto quién será el primero.
108
—No entiendo de qué va esto.
—Claro que lo sabe, pero no quiere aceptarlo. ¿Ven esos cinco
vasos de cristal junto a la botella en el centro de la mesa en una bandeja
de plata? Es el trago de decencia y dignidad que van a tomar para
recuperarlas camino del infierno. Rickettes, por favor, haz los honores.
Rickettes se acercó hasta la estantería y encendió el reproductor
de música. Abrió la bandeja y puso un CD. Elevó el volumen y pulsó la
pista número 3. Los acordes de «Nessum dorma» en la voz de Luciano
Pavarotti inundaron la estancia. Luego, sacó su pistola, a la que había
colocado un silenciador, se acercó a la mesa y dio una sola orden.
—Llenen cada uno de sus vasos y beban. No lo volveré a repetir.
Todos y cada uno de ellos fueron tomando su respectivo vaso y,
conociendo la suerte que los aguardaba, bebieron su contenido. A
continuación, Nathan sonrió al ver la resolución de su plan y se dirigió
hacia la puerta. Rickettes se adelantó para abrirle y ambos se toparon
con la mujer de la limpieza, mocho en ristre.
—Hola, vengo a limpiar el salón de reuniones.
—Señora —dijo Nathan cogiéndola suavemente por el brazo—,
llega en el mejor momento.
—¿Hay mucho que limpiar?
—Encontrará lo que busca sobre la mesa, con el resto de la basura.
—Y terminó de pasarla al salón. Luego, ambos se alejaron caminando
tranquilamente por el pasillo.
Estaba todo a oscuras, por lo que la mujer buscó un interruptor
junto a la puerta. Cuando se hizo la luz, la mujer se dio la vuelta y se
llevó las manos a la boca para luego caer desmayada sobre la alfombra.
II
11.00 horas
El agente federal Gary Simmons bajó del coche y se quitó las
gafas de sol frente a la puerta de la comisaría de Longfellows. Los dos
agentes que lo acompañaban se reunieron con él y lo precedieron en la
entrada. Pasaban ya las once de la mañana. El sargento Fox, que se
encontraba de guardia, les preguntó el motivo de su visita y el agente
109
federal Simmons, con una sonrisa bonachona, le dijo que solo hablaría
con el comisario jefe Talbert.
—Seguro, agente Simmons —dijo descolgando el teléfono y pulsando la línea del despacho del comisario—. Buenos días, señor comisario. Han venido a verlo unos agentes del FBI. En concreto, el agente
Simmons está al mando… ¿Les digo que puede recibirlos?... Muy bien.
—Y colgó el teléfono—. Tomen el ascensor y suban a la tercera planta.
—Gracias, agente Fox —dijo socarronamente tras observar el
nombre en su identificación.
El ascensor hizo una breve pausa antes de detenerse y sus puertas
se abrieron. Ante él estaba el comisario Roy Talbert. Alto, rubio, de
unos cuarenta años. Al agente Simmons, ligeramente más bajo, moreno,
pelo cortado a cepillo y peinado con gomina, de cuarenta y cinco años,
su experiencia le decía que aquel comisario no quería parecer inferior a
su lado. El solo hecho de ir a recibirlo a la misma entrada daba la
impresión de que lo consideraban una amenaza importante. Debía andarse
con cuidado, impresión que se confirmó cuando le estrechó la mano y
este la apretó un poco más de lo habitual. Gary ni se inmutó, pero tomó
nota del detalle. El comisario guio a la comitiva hasta su despacho y
cerró la puerta. Una hora más tarde, cuando los agentes abandonaron el
edificio y tomaron la dirección contraria por la calle en su coche, cerró
la puerta con el pestillo y dijo a la secretaria que no le pasara ninguna
visita más. Luego, cogió su móvil y marcó un número. Una voz seca y
rotunda lo recibió al otro lado.
—Acabo de recibir la visita de tres agentes del FBI.
—¿Qué querían?
—Desde este momento, el FBI se hace cargo de la investigación
de la desaparición de la muchacha.
—Era de esperar que hicieran algo así, ¿qué les has dicho?
—¡Demonios, Rickettes! ¿Qué querías que les dijera?
—Dímelo tú.
—Pues, vaguedades y pistas falsas. Nada que os relacione ni
remotamente. Pero este tipo es contumaz. Creo que va a ser un problema.
—¿Por qué?
—Quiere retomar la investigación desde el principio. Hablar con
todas las personas que la conocían, especialmente con las de su entorno. Y
quieren hablar con Nathan. Esta misma mañana si puede ser.
110
—Siempre metiendo las narices donde no deben, pero los estaremos
esperando.
—Les he dicho lo de siempre, o sea, que, al ser un honorable y
comprometido ciudadano con la comunidad, sería poco elegante ir a
visitarlo sin avisarlo antes y concretar un encuentro.
—Bien hecho.
—Tengo que llamarles en una hora para decirles cuándo pueden
hablar con él.
—Un momento, voy a consultarlo con el señor Locksley. —La
línea pareció desierta durante un minuto aproximadamente hasta que la
voz de Rickettes se volvió a oír—. Esta noche a las nueve en casa del
señor Locksley. Nosotros nos ocuparemos de todo. —Y colgó.
El comisario Talbert se sintió más cómodo. En realidad, aquella
visita le había puesto el estómago revuelto. No soportaba la presión y
eso, para sus intestinos, no era una buena señal. Ahora, más relajado,
pensó que era el momento adecuado para ir al baño, luego llamaría a
los federales para que acudieran a la cita. El señor Locksley se ocuparía
de ellos. Siempre lo hacía.
III
21.00 horas aproximadamente
Tomaron asiento en la mesa y Nathan les ofreció unos refrescos,
que los agentes aceptaron de buena gana. Mientras tanto, el anfitrión
tomaba unos espaguetis a la carbonara acompañados de un vino lambrusco. En cuanto los agentes bebieron de sus vasos, el veneno actuó
rápidamente. Les agarrotó los músculos y les dejó a su merced, aunque
estaban totalmente conscientes. Detrás de ellos, se encontraba Rickettes,
que sujetaba los hilos de tres marionetas y esbozaba una sonrisa
maligna. Nathan, atento a lo que sucedía ante sus ojos, seguía comiendo
sin inmutarse. Entonces, su fiel esbirro comenzó la actuación. Con un
movimiento, los agentes pusieron sus manos sobre la mesa. Los tres
movían sus ojos horrorizados porque no podían moverse, pero eran
totalmente conscientes de que allí no iba a sucederles nada bueno.
111
Nathan dejó a un lado el plato, se limpió la comisura de los labios
con una servilleta que tomó de su regazo y, finalmente, se levantó.
Tomó un habano de un estuche que estaba encima de la chimenea, lo
cortó y lo encendió. Dio unas breves caladas y regresó a su lugar en la
mesa. No quería perder detalle de la magnífica escena que allí iba a
tener lugar. Rickettes movió la mano derecha de Simmons. Tomó el
arma con firmeza y empuñó su arma reglamentaria apuntando al agente
Larcher, que, frente a él, suplicaba en silencio por su vida. Vida que
quedó difuminada para siempre en sesos y sangre, que lo salpicaron
todo tras apretar su jefe el gatillo. La efímera etapa del agente Larcher
en el FBI acababa allí mismo. Nathan esbozó una leve sonrisa. A
continuación, apuntó al agente Ford. ¡BANG! Su rostro dejaba traslucir
el horror del impacto.
—Agente Simmons, ni siquiera podrá decir que lo ha intentado.
Se ha topado con alguien infinitamente más fuerte y ahora dirá adiós
sin que nadie llore por usted.
Su mano empuñó por última vez el arma, pero, esta vez, se apuntaba
a sí mismo. El cañón fue acercándose hasta entrar completamente en su
boca. Un disparo que firmó su defunción.
IV
Cerca de la medianoche
Si algo caracterizaba a Nathan era que había sabido rodearse de
un equipo que trabajaba de manera rápida y eficaz. Y, sobre todo, muy
limpiamente. Rickettes y sus hombres limpiaron a conciencia el salón y
el resto del equipo introdujo los cadáveres en bolsas negras de plástico.
Las llevaron hasta una furgoneta que aguardaba en la parte trasera, las
metieron dentro y se dirigieron a toda velocidad hacia la costa. En
concreto, hacia una pequeña cala situada tres kilómetros a las afueras
de la ciudad.
Aguardaron pacientemente hasta que el tipo que había apostado
como vigía observando el mar con los prismáticos captó dos destellos.
Avisó a Rickettes, que, con su foco, devolvió otros dos destellos más
cortos. Acto seguido, una lancha fueraborda avanzó hasta la playa a
112
gran velocidad. Unos veinte minutos tardó la lancha en detenerse en las
inmediaciones de la playa. Cuatro hombres bajaron y llegaron hasta la
arena. Rickettes ordenó que llevaran las bolsas a bordo. Una a una, las
llevaron hasta la lancha donde volvieron a hacer la misma señal y
desaparecieron en la oscuridad.
V
Martes por la mañana
Las sombras del pasado acudían a sus sueños, como espectros
infernales que buscaban en su mente una respuesta indefinida a su
relación con ellos. Lentamente, su cerebro fue recuperando la normalidad
y los malos sueños se desvanecieron hasta que despertó con un ligero
aletargamiento, producto quizá de la pesadilla. Los primeros rayos del
amanecer no pudieron ser vistos en Longfellows a causa de la abundante
lluvia que caía. Miró hacia la calle y cerró la ventana al sentir frío. Un
brillo de tristeza se mostró en sus ojos al volver la vista sobre el escenario
de la comisaría de Longfellows a las 7:05 horas. Sarah Slater miró
detenidamente a su jefe. Nunca lo había visto tan enfadado. Manejaba
torpemente entre sus manos un papel que a ella le pareció un fax.
Cuando Stewart abrió la puerta de su despacho para entregarle su café,
los gritos se hicieron públicos.
—… de las siete, me siente como un tiro… ¡Joder! ¡Podrían
fugarse después del desayuno, demonios!
Stewart dejó el café sobre la mesa y Talbert bebió un poco. Tomó
asiento y descolgó el auricular para hacer una llamada. Marcó el número
del FBI de Great City.
—Soy el comisario jefe Talbert de Longfellows. He recibido un
fax urgente del agente William Bates. ¿Podría ponerme con él?
—Sí, espere un momento —dijo una mujer al otro lado de la
línea. Unos segundos después, sonaba la voz grave del agente Bates.
—Buenos días, agente Bates.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarlo, comisario?
—Le llamo porque he recibido un aviso por fax. Un preso llamado
Jade LeSaux se ha fugado hace menos de una hora.
113
—En efecto. Así nos consta.
—Necesito más información para ordenar su búsqueda y capturarlo.
—Lo único que podemos decirle es que se trata de un asesino a
sueldo llamado Jade LeSaux, al que llevábamos años buscando para
procesarlo por innumerables asesinatos que llevan su marca. A pesar de
nuestras pesquisas, nunca logramos atraparlo. Pero, la semana pasada,
descubrimos su pista en Bangor como principal sospechoso del asesinato
de un agente inmobiliario. Un testigo nos facilitó un retrato robot y,
gracias a su declaración, lo perseguimos. Es tan escurridizo que nos
despistó. Anoche se saltó un control de seguridad y sabemos que se
adentró en los bosques limítrofes de Longfellows.
—Bien, en ese caso, tiene toda nuestra cooperación para su captura.
Pondré a mis hombres a trabajar de inmediato.
—Se lo agradezco de veras. A las ocho treinta, llegaremos a
Longfellows con un equipo de agentes. El FBI tiene absoluta prioridad
en el caso.
—Comprendido.
—Adiós, comisario.
—Adiós.
El comisario Talbert colgó y ordenó a Stewart que hiciera pasar
al sargento Slater. El agente salió del despacho e hizo un gesto con su
mano a Sarah para que se acercara. Ella bajó sin prisa los pies de encima
de la mesa y se levantó de la silla. La espalda le molestaba hacía horas.
Había estado toda la noche de guardia sentada sobre esa incómoda silla
y ahora pagaba los excesos y las incomodidades. Cuando entró al
despacho, Stewart cerró la puerta y les dejó a solas.
—Ha surgido una emergencia y hay que movilizar a la mayor
cantidad de agentes disponibles —dijo mientras le tendía a Sarah la
mano que sujetaba el fax. Sarah lo cogió y lo leyó con rapidez.
—Es un asunto importante. Debemos actuar con rapidez.
—Por eso, he decidido que usted va a hacerse cargo de la operación
de búsqueda y captura. —Sarah no daba crédito a lo que oía—. No me
mire con esos ojos saltones, Slater. ¿Ve a alguien más aquí?
—No, señor.
—Bien. Yo me quedaré aquí coordinando la operación. Llévese
cincuenta agentes bien equipados y peinen la zona.
—Harán falta los dos helicópteros.
114
—Les llamaré ahora mismo.
—A la orden, señor.
—Buena suerte —dijo el comisario, que no pudo ver la amplia
sonrisa de satisfacción en el rostro de Sarah.
Veinte minutos más tarde, iba sentada junto al conductor del
camión que los transportaba a todos, armados y equipados, para una
búsqueda en la zona boscosa. En otro camión que los seguía, doce
agentes llevaban otros tantos perros rastreadores. Sarah estaba en
permanente contacto con los pilotos de los dos helicópteros, que ya
sobrevolaban la orilla derecha del río y la zona donde estaba la caseta
del guarda forestal.
VI
«¿Hasta cuándo durará la tormenta?» Esta pregunta rondaba la
mente del muchacho que apoyaba su rostro sobre el cristal. La ventana,
moteada por gotas secas de lluvia, precisaba limpieza y apenas le
dejaba ver el trasiego de coches y anónimos transeúntes. Su reloj de
pulsera marcaba las ocho y media de la mañana. A su espalda, el
ordenador portátil permanecía encendido y mostraba la ventana de un
documento de Word en blanco. Con un aislado punto parpadeante al
comienzo. Un principio al que le costaba cobrar vida. Como un islote
en medio de un radar que abarcaba una superficie cuyas dimensiones
reales nadie sabía. Estaba cansado, pero esperaba pacientemente que la
llamada de su musa lo pusiera en camino. Era como si hubieran sitiado
su imaginación y secuestrado su creatividad. Pero si alguna cualidad lo
definía, según la opinión de quienes lo conocían bien, era la paciencia.
Si no era en ese momento, sería en otro.
La voz pasional y llena de fuerza recia de Nina Simone llenaba
cada metro cuadrado de la habitación. «Just in time» sonaba como una
fragancia estilizada y fina que penetraba por cada poro de sus sentidos
para tomar asiento permanente en su memoria. Sonrió cuando ella
comenzó a cantar, le gustaba esta canción desde que la escuchó por vez
primera al ver la película Antes del atardecer. La melodía sonaba
durante los minutos finales en la escena en la que ambos actores
consumaban el romance. Su tono era el de alguien que te empujaría
115
siempre cuando te fallaran las fuerzas para seguir adelante. Volvió la
mirada hacia el ordenador y pensó que debía hacer algo. De nuevo,
miró hacia el infinito y no vio más que una cortina de agua que lo
cubría todo.
Los comienzos siempre eran difíciles y, claro está, el suyo no iba
a ser una excepción. Recordó la primera vez que había acudido a ver a
su agente literario por mediación de su tío.
—Lo que debe hacer es buscar su voz literaria. Y, para conseguirlo,
le aconsejo que los rehaga desde el principio y me los traiga de nuevo.
Verá, los he leído con detenimiento y sé de lo que hablo. Aunque ya le
advierto que su estilo es demasiado vanguardista y agresivo para lo que
se estila hoy en día. Aun así, se podrían publicar, pero debe seguir mis
consejos.
—Así lo haré.
—Tómese todo el tiempo que necesite, seguiré aquí mismo cuando
vuelva.
Un mes más tarde, Jules acudió de nuevo al despacho de Archibald
con sus relatos ordenados en folios sueltos dentro de una carpeta cuya
funda mostraba el paso del tiempo. En jornadas de catorce horas diarias
y descansando solo para dormir, consiguió rehacer los veinticinco
relatos cortos que formaban parte de la colección que llevaba por título
La sonrisa del perro (y otros relatos cortos).
No le había resultado sencillo acomodar su estilo a las indicaciones
que le había dejado por escrito Archibald. Básicamente, no estaba de
acuerdo en lo que aquellas correcciones terminaban por hacer de sus
escritos. También era consciente de que aquel hombre era una celebridad
en su trabajo y que todo aquel al que había solicitado opinión, lo corroboraba. Pero ¿era aquella ayuda la que él realmente necesitaba? Sí. La
prueba estaba en que, aunque le llevó el libro corregido, aquellas modificaciones no le parecieron suficientes y, por ello, tenía que rehacerlos
de nuevo. Y toda ayuda era una mejora que hacía de su libro de relatos
una obra de mayor calidad literaria.
Ser escritor no era tarea fácil, ya se lo había oído comentar personalmente a su tío Charles. Sus consejos, sus escritos y su manera de
vivir daban buena fe de ello. Él también debería, con el tiempo,
encontrar un sitio donde la inspiración acudiera siempre que la
necesitara. Todo acabaría por llegar, no tenía prisa.
116
Salió a caminar por la calle hacia el paseo marítimo. Allí fue
mirando a un lado y a otro, como si esperara que ella lo sorprendiera de
nuevo. Sería agradable, pero ingenuo por su parte, esperar algo así. No
había nadie a las nueve de la mañana. No se veía el gentío habitual de
los domingos. Aún era temprano para que se dieran cita de nuevo allí
para disfrutar de las vistas y del buen tiempo. Continuó caminando
hasta llegar al lugar exacto en el que ella lo abordó y comprobó que, en
la playa, sentado en su roca, estaba Frank Nolan. No llevaba su guitarra,
pero eso no parecía molestarle. Disfrutaba de las vistas del mar, ligeramente embravecido, bajo un cielo que aguardaba el momento para volver
a descargar toda su luminosidad.
Pisó la arena, ahora no tan caliente, y llegó hasta Frank.
—¡Buenos días, Frank!
—¡Eh, muchacho! ¿Qué te trae por aquí?
—Supongo que lo mismo que a ti.
—¿Observar el mar?
—No, claro que no. Busco respuestas.
—¿Sigues buscando a la chica?
—Sí. Tengo su diario personal, ¿sabes?
—Eso es genial, ¿no? —dijo levantándose y estrechándole la mano.
—Hemos averiguado cómo se marchó, pero seguimos sin saber
por qué.
—Entonces, aún tenéis mucho trabajo por delante. Ya sabes que,
si necesitas mi ayuda, cuenta con ella.
—Te lo agradezco, Frank. Afortunadamente, desde que llegué a
la ciudad, he encontrado gente que me ha prestado su ayuda en todo
momento. Eso me ha sorprendido gratamente.
—Hoy en día, eso es un gesto de decencia poco común. ¿Y tu amiga
dónde está?
—Se tenía que reincorporar al trabajo y se ha marchado —dijo
Jules mintiendo para preservar la seguridad de Maiween y no exponer a
Frank a que nadie le sonsacara esa información.
—Las vacaciones duran poco. En cambio, estar jubilado ya es
para siempre. Hasta la tumba.
—Hace fresco aquí, sigamos hablando mientras caminamos por
la playa.
—De acuerdo, Jules.
117
—Julia planeó su fuga porque recibió un aviso con antelación a
su fiesta en el que le comunicaban que sería asesinada durante el transcurso de la misma.
—Me estás dejando pasmado, muchacho. ¿Quién podría querer
semejante cosa?
—¿Qué sabes de Nathan Locksley?
—Ese tipo es una buena pieza. Por si tu tío no te lo dijo, desde hace
diez años, ese hombre maneja los hilos de Longfellows. Nada se hace
en la ciudad sin que él lo sepa. Tiene una bien merecida fama de mafioso y
de asesino.
—Todo el mundo lo sabe y nadie ha hecho nada.
—Es lo que suele suceder. Si en el sur de Italia, donde la mafia está
ampliamente establecida, sigue pasando, ¿por qué aquí iba a ser diferente
aquí?
—Ella se vio amenazada y actuó, pero fue a buscarme para que
supiera que estaba viva.
—Eso es más importante de lo que piensas. Yo diría que te
convierte en la pieza clave del juego.
—¿De verdad lo crees?
—Tú, ella, su padre. Ahí tienes el triángulo. Parece que ha estado
ahí desde el principio.
—¿Sabes algo de su madre?
—Fue una tragedia. Juliet McFadden era una escritora maravillosa.
Pero un accidente de tráfico se la llevó por delante. De eso hace ya
cinco años, creo —dijo sacándose el pañuelo y sonándose la nariz.
—En la biblioteca, encontré recortes de periódicos sobre ese hecho.
—Imagino que sí.
Siguieron caminando un rato más en silencio hasta que llegaron
al puerto marítimo y se despidieron frente a la cafetería. Frank entró
para tomar un café y Jules siguió su paseo.
118
CAPÍTULO DÉCIMO
… y los villanos campan a sus anchas por
Longfellows…
I
A
las ocho y media, otro equipo, pero esta vez formado
por treinta agentes del FBI, llegaron en tres helicópteros
de transporte y tomaron tierra en una zona descubierta,
donde se reunieron con los policías comandados por Sarah Slater. El
agente Bates se presentó con un cierto aire de pijo universitario y
pedante. Sarah tomó enseguida la delantera al novato y, tras hojear un
mapa del lugar, asignó las zonas de rastreo para los equipos de tierra
con Tom Spender y el agente Bates al frente. Ella se encargó de rastrear
el curso del río desde uno de los helicópteros. Había dejado muy claro
quién tenía el mando de la situación.
Cuando el teniente Oakey llegó a la comisaría, la encontró
prácticamente desierta. Toda la acción se desarrollaba en el despacho
del comisario Talbert. Eric Oakey llamó a la puerta y entró. Junto a la
radio, se encontraba la agente Jennings y, alrededor del escritorio cubierto
por un amplio mapa de Longfellows, estaban el comisario, que mostraba
unas evidentes ojeras, y la fiscal del Estado, Patricia Richardson.
—Buenos días —dijo al entrar.
—Buenos días, Oakey, llega tarde —decía Talbert, sin quitar la
vista del mapa.
—Me quedé dormido… —La fiscal le dedicó una sonrisa amable,
que Eric le devolvió.
—Estamos ante una situación delicada —dijo la fiscal.
—¿Cuál es la situación?
—Un peligroso asesino perseguido por el FBI fue localizado en
Bangor. Anoche se saltó un control policial y se adentró en los bosques
119
de esta zona. Hemos organizado una búsqueda intensiva por los bosques
para ayudar a los federales.
—Y como no estaba por aquí —dijo levantando la mirada el
comisario—, le he encargado el caso a Slater.
Eric arqueó la ceja. «¿Slater al mando de una operación especial?
Si le dan la oportunidad, convertirá cualquier escenario en una réplica
de OK Corral.»
—¿Por qué no me llamó por teléfono?
—Comunicaba.
«Es cierto», pensó Eric, lo desconectó anoche y había olvidado
volver a conectarlo a las cinco.
—Entonces, me uniré a la búsqueda sin pérdida de tiempo. Aquí
no tengo nada que hacer.
Eric se dio media vuelta y salió del despacho, no sin que antes
oyera la voz de la fiscal.
—Póngase en contacto con el agente William Bates. Él le dirá
todo lo que debe saber sobre Jade LeSaux.
—Gracias.
No esperaba tanta amabilidad por parte del FBI. Siempre los
había considerado competentes y eficaces, pero demasiado presumidos.
Sin embargo, la fiscal del Estado daba la impresión de ser competente,
eficaz y nada presumida. Una mujer tranquila y poco locuaz. Una mujer
peligrosa para los criminales.
Una vez sobre el terreno, no le fue difícil descubrir pisadas de
botas en la orilla. Caminó siguiendo el rastro de pisadas que se alejaban
de la orilla del río y se adentraban en el interior. No tuvo que buscar
más. Junto a un pino y oculto por algunos matorrales, encontró el cadáver
de una campista. Veinte metros a su derecha, se encontraba situada la
tienda de campaña y las mismas huellas se dirigían en la dirección opuesta
río arriba.
Eric siguió las huellas, que desaparecían tras un grupo de pinos.
Una vaga sensación de peligro lo invadió. Cuando se volvió, el tipo le
propinó un fuerte puñetazo que le partió el labio superior. Antes de caer
al suelo, recibió otro que le dejó aturdido.
—Veo que vas a llevarte el secreto a la tumba polizonte —dijo
mientras lo agarraba por los brazos y lo arrastraba hacia la orilla—. No
es nada personal, pero no puedo dejar testigos. Nunca lo hago.
120
Y lo lanzó con fuerza al agua. Si le hubiese disparado, se habría
delatado. Los rápidos y las rocas se encargarían de hacer el trabajo
sucio en silencio. Notó cómo la corriente lo arrastraba con fuerza y,
aunque intentaba nadar, sintió cómo sus fuerzas desfallecían. Mantenerse a
flote resultaba difícil cuando la corriente lo zarandeaba. Más adelante,
distinguió una especie de silueta alargada a escasos metros de él. Con
mucho esfuerzo por el cansancio, logró asirse a un tronco que, gracias a
Dios, flotaba. Movió los pies a modo de timón y logró dirigir el tronco
hacia la orilla. Cuando consiguió salir del río, se dejó caer sobre la tierra
firme y exhaló un largo suspiro. Le dolía el labio. Se lo tocó y todavía
sangraba.
Mientras Eric descansaba, Sarah y Tom, con la ayuda de perros
rastreadores, encontraron los cadáveres de otros tres campistas. Los tres
tenían un tiro en la nuca.
—Muy profesional —dijo Tom.
—Ha sido una ejecución. La marca de la casa, supongo —dijo
Sarah mientras encendía su último cigarrillo—. Maldición… —acabó
susurrando.
—No te preocupes, yo tengo más.
—Menos mal, un santo entre tanto puritano.
—Ya llega el helicóptero.
—Tengo ganas de localizar a ese cabrón y subirlo a una silla
eléctrica, para variar.
Tom no dijo nada. Ya sabía cómo se las gastaba en estas situaciones.
Cuando el helicóptero tomó tierra, subieron a él y despegó de nuevo.
LeSaux reía a carcajadas mientras remaba río abajo en su bote
hinchable.
—He tenido equivocaciones y varios errores, pero seguiré adelante.
Después de recuperar brevemente el aliento, Eric se volvió para
escudriñar el terreno. Ante él solo había una escarpada montaña. La
vuelta al río era inviable a menos que hubiera una embarcación útil,
pero no la había. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas porque no
le quedaba más remedio: tendría que escalarla. Nunca en su vida lo
había hecho y ahora se veía ante aquella mole rocosa y escarpada con la
obligación de vencer o… de morir. Comenzó a subir y la adrenalina
hizo que sintiera muy extraño. El más mínimo resbalón inoportuno le
121
recordaba que era un simple mortal y hacía que gritase de terror en
algún rincón de su mente. Escalada libre, miedo gratis.
Jade LeSaux seguía remando con la esperanza de llegar a algún
lugar seguro. Había aprovechado la circunstancia, siempre incierta, de
ser uno solo para luchar por su vida. Los segundos o los minutos que
hubiera sacado a sus perseguidores no eran significativos, pero al
menos nadie lo seguía tan de cerca como para sentir su aliento en el
cogote. Probablemente, su intención era llegar a la ciudad para poder
escapar en un terreno que le fuese mucho más propicio. Sin embargo,
no se podían sacar conclusiones precipitadas, porque sus perseguidores
habían estado muy pendientes de sus maniobras. En su reloj, vio que ya
eran las doce del mediodía.
II
Nathan Locksley nunca dejaba nada al azar. Dejar cabos sueltos
era propio de chapuceros y eso no casaba con él. El magnate de los
negocios, el más próspero empresario del Estado, se dispuso a poner fin
a esos asuntos pendientes. A las dos, Rickettes había captado un
comunicado por radio de la policía en el que se hablaba de la búsqueda
de un tal Jade LeSaux. Diez minutos más tarde, llegó a la casa de
Nathan para comunicárselo en persona. Nathan esbozó una leve sonrisa
y abandonó su trabajo habitual. Con un gesto de su dedo índice, Percy,
su secretario personal, abandonó el despacho y allí se quedaron
reunidos para buscar una solución definitiva al problema. Sin testigos
presenciales.
Nada más comenzar la reunión de trabajo, Nathan se mostró
gratamente sorprendido por la actitud asumida por Rickettes. Su buena
predisposición para solucionar el asunto le entusiasmaba sobremanera.
—En mi profesión, solo sabemos salir a ganar —afirmó Rickettes.
—Me alegra oírte decir eso porque ahora toca jugar un partido
que nos coloca con un macht-ball decisivo —dijo Nathan sonriendo
ampliamente.
122
III
La escalada le había puesto el vello de punta y tenía las manos
ensangrentadas por el roce constante con las rocas. Cuando llegó por
fin a la cima, caminó deprisa. Un abismo de unos tres metros se abría
ante él. Tomó carrerilla y saltó. Cayó al otro lado y rodó unos metros
por el suelo. No lo dudó y continuó corriendo. De vez en cuando,
miraba el cauce del río para ver si LeSaux seguía utilizándolo como vía
de escape. «Sería lo más plausible —se dijo para sus adentros Eric—,
ya que el fugado se mueve habitualmente por ambientes urbanos y no
se atrevería a adentrarse campo a través para meterse en territorio
desconocido y hostil.» Además, pensó que huir por el río era muy
clásico y comenzó a recordar escenas de la película El fugitivo de Harrison
Ford.
Cuando LeSaux oyó el helicóptero acercarse en la lejanía, comenzó
a remar con rapidez para ganar la orilla. Sacó el bote del agua y se
escondió junto al mismo bajo el ramaje de los frondosos árboles. El
helicóptero rastreó la zona y siguió sin novedad. Luego, arrastró de
nuevo el bote hasta el agua y continuó remando por el río.
Eric caminó sin descanso y llegó a lo que parecía una mina abandonada. Oyó el ruido del helicóptero y comenzó a descender con
dificultad saltando entre los grandes bloques de rocas que había en las
inmediaciones. Vio al helicóptero sobrevolarlo, pero, por más señas
que hizo moviendo los brazos, no lo vieron. No le dio más importancia,
bastante asqueado estaba ya. Pero su suerte pareció cambiar cuando vio
un bote hinchable que se aproximaba. Observó agachado con atención
y vio que se trataba del fugitivo. No había ninguna duda. Había que
actuar con rapidez. Desde que había empezado la búsqueda, no había
hecho otra cosa que improvisar y parecía no variar aquella situación. A
su derecha, una cuerda que parecía resistente cruzaba el río y llegaba
hasta la otra orilla. Debía de haber servido para deslizar un teleférico.
Todavía había uno en el que subirse. Se subió y se agarró por los brazos
a la cuerda, aunque aguardó pacientemente hasta que estuviera a su
altura.
Unos instantes después, Eric tomó impulso y se deslizó con fuerza.
Cuando LeSaux lo vio, ya lo tenía encima y Eric lo derribó golpeándolo
con los pies en el estómago. Ambos cayeron al agua y fueron arrastrados
123
violentamente por la corriente. Eric logró agarrar el cuerpo inconsciente
de LeSaux y, cuando la corriente los condujo hasta un remanso, ya
habían pasado la zona de acantilados, la más montañosa. Arrastró el
cuerpo hasta la orilla y lo dejó en el suelo. A lo lejos, se veía Longfellows.
Su visión fue como ver una acogedora cama tras una dura jornada: una
bendición.
—Esperaremos al helicóptero. Ah, ahí vienen —dijo con una amplia
sonrisa.
IV
13.00 horas aproximadamente
En su celda de dos por tres, LeSaux permanecía sentado sobre su
camastro con la mirada fija en la pared. A ratos acariciaba su barbilla
con un rítmico vaivén. La barba de tres días ya ocupaba, como un
jardín floreciente bajo el sol, toda su cara. Su mente, lúcida y despierta,
no dejaba de reflexionar. Resultaba evidente que había llegado su final.
Desde la última vuelta del camino, echó un ligero vistazo por encima
del hombro y no le gustó nada lo que vio.
En los últimos tres meses, se había visto involucrado en una serie
de extraños sucesos que, por una parte, lo llevaron a ser acusado
injustamente del asesinato de su jefe y, por otra, su permanente huida
para salvar su cabeza. Cabeza a la que habían puesto precio. En este
tiempo, había sobrevivido realizando trabajos de poca monta, pero el
último realizado en Bangor lo puso al descubierto. Consecuencia: dio
con sus huesos en la cárcel. Había demasiada gente persiguiéndolo,
además de unos pocos asesinos en la sombra que estaban interesados en
matarlo, como para mantener un discreto anonimato. En su profesión
de pistolero a sueldo, no siempre asumir grandes riesgos era sinónimo
de grandes beneficios. Eso era para los ilusos y los temerarios. Él era
un profesional. Ahora se enfrentaba a una condena a cadena perpetua.
«Todo tiene su fin, sí, pero no de esta manera», se dijo.
A las dos y cuarto, el juez Howard Jones del Tribunal de Longfellows decidió que el sospechoso, Jade LeSaux, podía ser interrogado
por los agentes Oakey y Slater antes de ser trasladado a Great City. Allí
124
sería juzgado para aclarar el asesinato en Bangor, del que era considerado
el responsable directo. El comisario jefe Talbert, avisado por teléfono
por Rickettes, ya había hecho indicaciones a ambos agentes sobre el
tipo de preguntas que se le debían hacer, sobre todo encaminadas a
averiguar el paradero de Julia. Oakey y Slater bajaron hasta los calabozos
de la comisaría y abrieron la puerta de acceso. Saludaron con un leve
gesto de su mano y mostraron la orden del juez Jones. El vigilante la
observó con ojos cansados y dio su visto bueno sin mayor preocupación.
Cogió las llaves de las celdas que estaban sobre su escritorio y se
levantó de su silla. Caminó con desidia hacia la celda del preso,
seguido de los dos agentes. Introdujo la llave en la cerradura, dio dos
vueltas y tiró de la manivela. El preso se encontraba de pie y los miraba
directamente a los ojos con una expresión altanera. Ninguno de ellos se
sorprendió lo más mínimo. Eric se adelantó y, sujetando al preso por el
brazo, lo llevó contra la pared y lo esposó con las manos a la espalda
mientras LeSaux les dedicaba una sonrisa sardónica. Era consciente de
que su poder de intimidación podría serle de mucha utilidad.
«Pasa a mi humilde cueva —le dijo el lobo al ermitaño.» Movió
negativamente la cabeza mientras guardaba su bloc de notas en el
bolsillo derecho de su pantalón, sin dejar de observar a su huésped
temporal y, por segunda vez, notó algo raro en sus ojos. Ahora podía
verlo claramente, la niebla que los envolvía había cambiado levemente.
Sarah se volvió y tomó asiento cómodamente al otro lado de la mesa,
frente al individuo. Se mostraba serio al mirarla secamente, un bloque
de hielo en la nada. Eric le pasó el informe y, mientras leía con interés
aquellos folios llenos de datos escalofriantes, pudo ver por el rabillo del
ojo cómo la analizaba bajo la brillante luz de la sala. Una fuerte
sensación de intimidación le recorrió la columna como una descarga
eléctrica de alto voltaje. Levantó la mirada y se dio cuenta de su
poderosa fisonomía, rasgos faciales duros, su barba de tres días, sus
ojos y la especial capacidad de seducción que emanaba de ellos. De
cintura para abajo, su cuerpo experimentaba una atracción salvaje hacia
aquel tipo. Tuvo que pellizcarse el muslo por debajo de la falda, sin
embargo, la sensación persistía.
—Pierde el tiempo buscando algún detalle psicológico de mi
personalidad en ese informe —dijo con un evidente tono de orgullo—.
125
Es buscar una mota de polvo sobre una superficie impoluta. Sin viento
a favor, no hay esperanza de continuar.
—No cometeré el error de subestimarlo —intervino Eric para
tratar de incomodar la segura posición del preso—. Lo cogimos porque
no tenía otro lugar mejor al que huir, cometió algún error más no
previsto y llegó aquí. Longfellows, un pub concurrido a la hora punta.
Pero no nos lamentaremos por el jarrón roto.
LeSaux lo miró con condescendencia.
—Media hora. Solo disponen de media hora. Tiempo para charlar
sobre bobadas, simplezas y tonterías, pero no creo que tengan el talento
necesario para divertirme.
—Tocando el instrumento adecuado, acabará bailando para nosotros
—dijo Sarah con un tono que empezaba a sonar demasiado sordo.
Sabía que no había convencido a nadie.
—No esperen oír salvas de honor al salir de esta sala —dijo LeSaux
con desprecio—. ¿Cuánta gente nos observa al otro lado del espejo?
—preguntó con su habitual sonrisa retadora a la vez que dedicaba una
peineta a su propia imagen reflejada en el espejo.
—¡Basta de chorradas! —estalló Eric soltando un puñetazo contra la
superficie de metal de la mesa—. Dinos ahora mismo dónde está Julia
Locksley.
—¿Quién?
—Ya has oído su nombre. Ahora es el momento de que nos digas
dónde la tienes. Cuando llegues a Great City, no van a ser tan buenos
anfitriones como nosotros. Sabes perfectamente que los federales no
tienen tanto tacto.
—No tengo idea de lo que habláis. Queréis aprovechar mi presencia
aquí para endilgarme otro caso.
—De eso nada —intervino Sarah—. Sabemos que, hace cinco años,
trabajaste para Nathan Locksley.
—¿Locksley? Me suena el nombre, pero he trabajado para tanta
gente…
—Para este en concreto, sí. Y, casualmente, su hija ha desaparecido.
¿Te digo por qué nos pareces tan culpable?
—A ver, dispara.
126
—Porque tú eras su brazo derecho hasta que algo ocurrió y fuiste
a parar a la cárcel. Y tu jefe, en lugar de echarte una mano, tiró la llave
en medio del estanque. Yo creo que es un móvil bastante evidente, ¿no?
—Has hecho bien tus deberes, belleza, pero no suficiente para
sacar la mejor nota. Yo no he vuelto a Longfellows hasta ahora. ¿Por
qué iba a interesarme Locksley? Es agua pasada.
—No nos hagas reír —continuó Sarah con el beneplácito de Eric—.
En la cárcel, has tenido tiempo suficiente para plantearte cómo vengarte
de él y hacer que pague por el marrón que te has comido tú solo. ¿No te
resultó indigesto? Confiesa dónde la retienes y quizá podamos llegar a
un trato. Si todavía está viva, tienes una oportunidad.
Eric se echó hacia atrás en la incómoda silla. Tenía una cierta
tensión interior, una comezón que le punzaba el estómago. Algo parecía
esconderse tras el tupido velo que ocultaban los pensamientos del preso.
Sin embargo, no tenía ni la más remota idea de cómo averiguarlo.
Reinó un instante de sorprendente calma, que se rompió cuando
Sarah se levantó de la silla. Parecía más calmada, tenía la expresión
grave habitual, los dientes apretados, marcadas las arrugas en la frente
y, en sus mejillas, ya no quedaba rastro alguno de serenidad. Tenía la
mirada inquietante, casi felina, y, en medio de un silencio tenso, bordeó
la mesa hasta llegar junto a la silla de LeSaux. Cuando pasó sus
carnosos y fuertes dedos por la dura superficie de la mesa, le puso los
nervios a flor de piel.
—¿La has asesinado?
—No tengo nada que ver con eso.
—La amnesia no te servirá de nada. Según estos testimonios
(convenientemente preparados por el comisario jefe), te vieron merodear
la casa de Nathan Locksley.
—No sé a qué se refiere.
—Genial —masculló Eric—. Se está riendo en nuestras narices.
LeSaux le dedicó de nuevo una sonrisa ahora tan gélida como el
frío hielo.
—Estuviste merodeando. Los vecinos reconocieron tu coche y la
matrícula concuerda. Tomaste café en dos establecimientos en los dos
días previos a su desaparición y también te reconocieron. Además, el
día de autos, te volvieron a ver aparcado frente a la casa y tu coche
127
desapareció inmediatamente después de que Julia faltara durante su
fiesta.
LeSaux pareció vacilar un instante. Su mirada no había variado,
era indiferente.
—… y tenemos un testigo que lo vio en la escena del crimen…
—continuó hablando Eric.
Miró a Sarah, que permanecía muy cerca, y su instinto lo animó a
saltar sobre ella y asfixiarla hasta la muerte con sus poderosos dedos
mientras se preparaba para acabar con Eric, pero ya no podía ser así.
Había llegado a un punto de inflexión en el que ya nada era igual. Un
enemigo mucho mayor que él lo había derrotado. Su captura había
acabado con su mayor sensación: la libertad. Mientras con su silencio
ganaba unos segundos para reflexionar, procuraba transmitir normalidad.
En esta tesitura de escepticismo, la presión aumentaba a pasos
agigantados, pues tenía que tomar una decisión. «Ya no puedo eludir la
respuesta por más tiempo», pensaba.
—Aquellos que me han conducido a este lugar me elevarán al
paraíso con su caída —dijo con seriedad.
Y cerró los ojos. Una especie de niebla fue cerrándose alrededor
hasta no dejarle ver nada. El suelo parecía moverse bajo sus titubeantes
pies. Empezaba a soplar un viento amenazante y aterrador. Quería
agarrarse a algún cabo con sus manos temblorosas para sentirse seguro,
pues, de lo contrarío, estaría perdido para siempre. Pero no tuvo tiempo
o no fue lo suficientemente rápido. El ruido de unas pisadas a su espalda
hizo que se girase sobre sus talones. Su cuello comenzó a ser oprimido
por dos fuertes y sólidas manos que no lograba distinguir, pero que
sentía vivamente. No pudo reaccionar ante el ataque por sorpresa, aun
así, intentó levantar las manos para liberarse de su opresor.
Con los ojos saliendo de sus órbitas y viendo rosas negras a causa
de la asfixia, comprobó que no tenía brazos. La muerte se acercaba con
paso raudo y veloz, pues su opresor apretaba con más y más fuerza. Era
consciente de que iba a morir. Estaba experimentando lo que sentían
sus víctimas cuando las apuntaba a la cabeza con su pistola. Los
pulmones le ardían y sus sentidos se nublaban. La luz tenue desaparecía
en una penumbra sombría y el vaivén de la brisa era como espíritus
indios sentenciando al agresor blanco en una danza macabra. Lo último
que vio fue una densa profunda e insondable… eternidad.
128
El comisario jefe Talbert dio un respingo en su silla y profirió
varios insultos. Tom escupió el café sobre el cristal del espejo al ver
cómo el detenido se desplomaba sobre el suelo sin razón aparente. Eric
trataba de encontrarle el pulso en la muñeca izquierda, pero no llegó a
conseguirlo. Cuando el comisario y Tom entraron atropelladamente en
la sala de interrogatorios, ya era muy tarde.
V
—En el lejano Oriente, un condenado a muerte es enviado a un
lugar del que no puede escapar y nunca sabe cuándo aparecerá su
verdugo por la espalda y le disparará un tiro en la nuca. —Su rostro
pálido y agrietado por los años no mostraba ninguna emoción. Solo sus
ojos, en lo más profundo de su ser, emitían un tenue brillo de maldad.
La misma que experimentaba cada vez que iniciaba la caza de una
presa.
Nathan sonrió interiormente al otro lado del escritorio cuando
tanto el comisario jefe como Rickettes le comunicaron lo sucedido. No
ocultaba su creciente satisfacción. Era como cuando hizo el amor por
primera vez. Muchos nervios, ternura, un orgasmo y unos segundos
después estás en las nubes. La misma sensación que tenía cuando
alguno de sus problemas se iba al infierno gracias a decisiones tomadas
en el momento adecuado. El mensajero siempre hacía bien su trabajo y
el mensaje era claramente entendido con los saludos del jefe.
—Ambos habéis cumplido a la perfección el plan. Ahora, para
rematarlo, hace falta que encuentren su cadáver.
—Todo está previsto. Mañana encontrarán sus restos en una casa
de las afueras de Longfellows, carbonizada por el fuego del horno que
hay en el sótano. Con los restos de ADN que me habéis proporcionado,
será más que suficiente.
—Muy bien Talbert. Así Rickettes podrá seguir buscándola hasta
dar con ella y eliminarla. Este paso al menos ocultará los hechos a la
opinión pública y me permitirá cerrar el trámite de la herencia de mi
difunta esposa.
Rickettes se había acomodado en su sillón. Entrar en la mente de
LeSaux fue muy fácil. Percibió el miedo de su víctima, que bajaba la
129
guardia y era receptiva a un ataque inesperado. Sentía la creciente
debilidad de aquel individuo lleno de dudas y temores, que iban a ser la
causa de su perdición. Y eso era siempre lo que Rickettes aprovechaba
de sus víctimas al matarlos: su miedo. Le oprimió con fuerza el cuello y
fue apretando gradualmente. La vida se le escapó como una enorme
catarata, a pesar de su inútil resistencia. Nada podía hacer ante aquella
fuerza brutal que lo estaba asesinando. Unos segundos después, todo
terminaba y Rickettes desaparecía en medio de la misma niebla que lo
había traído. Con la satisfacción del deber cumplido, regresaba de
nuevo a su cuerpo y abría los ojos. Brillaban con más fuerza… casi
cegaban…
130
CAPÍTULO ONCE
Recuerdo tu nombre
I
Martes
E
n la playlist del reproductor, sonaba «Para Elisa» de
Beethoven. Con su suave comienzo, el piano entraba en
escena casi pidiendo permiso. Luego, la melodía se
aceleraba despreocupadamente, como lo harían unos chiquillos jugando
en el parque sin que nada los inquietase. Se tomaba un descanso y el
leitmotiv seguía presente en el sonido de cada nota y de cada tecla que
los dedos del pianista Claudio Arrau presionaban. Todo con la misma
delicadeza de un rostro que se adivinaba en la penumbra… hasta que el
silencio del final anunciaba el comienzo de una nueva melodía. Casi sin
querer, cayó en un profundo sopor… «Suena de fondo una pieza de
Curtis Fuller, “A lovely way to spend an evening”, mientras recorro la
ciudad en un taxi, las siluetas recortadas de los edificios, iluminados
por luces rojas, amarillas y azules, al otro lado del cristal de la ventanilla,
se difuminan en la soledad de la noche, con rostros taciturnos y
cansados de vuelta a casa o noctámbulos camino de la última copa en el
pub, los halcones de la noche no duermen en la ciudad de las mil
luces... El jazz tiene algo de pasión humana en cada nota que suena. Es
la música apropiada para mi viaje en taxi en este momento por las
calles de una ciudad que se mueve a ritmo de jazz. No creo que pudiera
seguir moviéndose con otro estilo de música. Solo la iluminación etérea
y fiera de las calles y de los edificios, cada noche merece una canción a
la altura de las circunstancias. Incluso para aquellos que, teniendo que
madrugar, apuran un trago frente a la barra en compañía de una mujer,
que podría tener una vida mejor o un sueño dentro del bolsillo, pero
tiene que conformarse con el insípido ser que la abraza, atrayéndola con
falsas promesas de amor y bienestar. Y, cuando escribo en mi libreta
131
mis febriles pensamientos, creados como anillos formando parte de una
joya que no puede separarse jamás y que forma un todo perfecto, me
doy cuenta de que ser escritora es algo más grande que la propia vida y
que acabará conmigo. No podría olvidarme de mi profesión, aunque me
lo propusiera. Mi madre nunca se quejó por ello, porque como solía
decir: “Quien hace lo que le gusta no pude quejarse”. Es una persona
privilegiada y tenía toda la razón. Escribir, para mí, es el sol que sale
cada mañana y así durante los millones de años que dure su energía. La
mía, más breve, pero no menos intensa, se desarrolla a golpes acompasados de música, deleitando mis oídos, calmando mis miedos, erizando
mi vello, haciéndome sentir la vida que corre por mis venas. Cuando
hablo de mí, lo escribo. No tengo demasiados amigos, pero los que hay
son suficientes para llenar mi vida. A veces, la vida te ofrece cosas
buenas, como cuando nos conocimos… Me gusta arañar tiempo de
felicidad cada día al despertar que la realidad no es capaz de proporcionarme o yo no soy capaz de encontrarlo o crearlo. Me asusta que mis
sueños no se realicen, como le sucede a todo el mundo. ¿Cómo se
puede ser feliz si sientes en tu alma que te falta algo… o alguien…?
Este breve viaje por mi vida durará lo que dure la canción de
Curtis Fuller; así que, Jules, deberías estar atento. Esto no es una
película que puedas grabar para después poder visionarla cuantas veces
quieras… Con seis años, entré en el Colegio San Gabriel. Fue un
soleado lunes, ves la cantidad de niños que estábamos juntos ese día,
menudo lío para los profesores, que intentaban reunir a los alumnos que
debían ir a cada una de sus clases, ¿sigues sin recordar nada? Bueno,
avanzaré un poco más. El curso había empezado hacía un mes cuando
entré en la clase después de que mi madre me llevara de la mano desde
el despacho de la directora hasta la que me correspondía. Abrió la
puerta y la profesora le dio permiso para pasar. Entonces, me fijé por
primera vez en cada una de las caras de mis compañeros de ese año. Mi
madre se despidió de mí con un beso en la frente y se marchó. La
profesora se me acercó y me buscó un sitio. Y, entonces, fue cuando tú
me indicaste con la mano que podía sentarme en la silla libre que había
a tu lado. Nos sonreímos el uno al otro y allí me senté. ¿Lo recuerdas,
Jules? Yo lo recordaré siempre. En los días sucesivos, siempre me
reservabas el sitio y, aunque otros niños se peleaban para que tomara
asiento junto a ellos, tú siempre te las apañabas para conseguirme un
132
hueco a tu lado. En los recreos, formábamos equipo en los juegos en los
que participábamos. Hacías tan fácil mi estancia entre tanta gente
desconocida que el miedo y la reticencia desaparecieron al cabo de
poco tiempo. Hasta que llegó el día que para mí fue el más importante,
un día que siempre estará en mi corazón, ahora es más difícil porque no
estás, pero tú lo provocaste… Estábamos grabando nuestros nombres
torpemente en el respaldo de los bancos. Cuando uno de los niños con
el que peor te llevabas, se me acercó por detrás y me agarró el cuello.
No me soltaba, a pesar de que yo gritaba y tú, manteniendo una calma y
una firmeza impropia de nuestra edad, avanzaste hasta quedar cerca de
nosotros y solo le dijiste una frase: “Si no la sueltas ahora, acabaré
contigo cada día que traspases esa puerta. No eres nada y nunca lo
serás, pero, si quieres ser un niño con buen aspecto, entonces la soltarás…
¡Ahora!”. El niño, abrumado por tus palabras, me soltó y se alejó
llorando. Me abrazaste y me susurraste al oído: “Nunca dejaré que
camines sola en época de oscuridad”. Entonces no lo comprendí. Pero
ahora sí y debes recordarlo para comprenderlo todo. Dime que te
acuerdas todavía de todo eso, Jules. No me queda mucho tiempo, a los
dos no nos queda más que unos días… Tienes que encontrarme porque
tengo que hablarte de un accidente, ocultado para cometer un crimen
todavía mayor… La vida nos separó, pero nos ha llegado el momento
de actuar juntos. Es el tiempo de los valientes, como lo fuimos fugazmente en el pasado… El tiempo se acaba… Despierta, Jules, despierta…»
Los ojos de Jules se abrieron lentamente, empañados en lágrimas…
No dijo nada. La corriente llevó a ambos por rumbos diferentes. Como
dos líneas paralelas que nunca se juntaron y que, incluso, en vez de
aproximarse, se alejaban más y más. Pero la memoria es un martillo
que no dejará de golpear clavos sobre nuestros pasos, sellando destinos
y asegurando desenlaces. Aquellas palabras de Frank que lo situaban en
un triángulo rebotaban en su cabeza como átomos enloquecidos, con
tanta fuerza que parecía que fueran a abrirle el cráneo para hacerlo
añicos. Todo cobraba sentido. CLICK-CLACK.
—Julia —susurró mientras se incorporaba hasta quedar sentado
con la espalda apoyada contra el respaldo y dejaba caer el reproductor a
su lado.
El pitido del horno avisaba de que la pizza estaba lista. Se
levantó, fue a la cocina y sacó del horno la pizza hecha a la japonesa.
133
Apagó el horno y saboreó el aroma que desprendía aquella maravilla.
Era una pizza muy fácil de hacer, que Maiween le había enseñado a
cocinar en una semana que ambos se habían pasado estudiando sin salir
de sus respectivos cuartos. Sobre la masa, se extendía el tomate, luego
se colocaba la mozzarella y se picaban en trozos pequeños la cebolla, el
pimiento verde y el salchichón. Se esparcían y, a continuación, se
cortaba en tiras el pimiento rojo y se disponía como si fueran los rayos
del sol naciente, que era emulado por el huevo frito que se situaba justo
en el centro. Se llevó el plato y una lata de Coca Cola a la mesa. Por lo
que había leído en el diario de Julia, ella mencionaba mucho a su
madre. Sabía por lo que le había dicho Frank que ella había muerto en
un accidente de tráfico. Cogió su móvil y consultó la agenda…
Sorpresa. Se cumplía el quinto aniversario en una semana. Exactamente, el viernes. Tomó su libreta y anotó uno por uno los pasos que
podría dar con esa información. Era de vital importancia lograrlo cuanto
antes, como era lógico. Todo hasta ahora eran detalles que formaban
parte de la historia y no se quedaban fuera. Alcanzó el portátil y lo
encendió. Se metió en Internet y escribió en el buscador el nombre de
la madre de Julia y la palabra accidente. La pantalla le mostró sorprendentemente tan solo cinco resultados. Dos de ellos, de La Gaceta de
Longfellows.
Pasaban las cuatro y media de esa misma tarde cuando Jules acabó
de hablar por teléfono con Maiween. Ella se había mostrado preocupada
por él, pero Jules logró tranquilizarla. Le contó por encima los últimos
acontecimientos y cambió de tema preguntándole sobre su nueva vida
en Great City. Maiween tenía previsto presentar uno de sus modelos a
un concurso que el Ayuntamiento de la ciudad había organizado para
presentar un proyecto de monumento conmemorativo en honor a los
astronautas fallecidos en el transbordador espacial Sirius. Una misión
que había tenido lugar dos años atrás y un desafortunado accidente
dentro de la nave provocó la pérdida de comunicación con la misma y
su posterior explosión en el espacio. Grandes artistas iban a tomar parte
y ella iba a codearse con ellos en una gran oportunidad para darse a
conocer. Y, claro está, Jules la apoyó pensando que sería una motivación
añadida para ella. El mundo podría ver su creación. Un punto de lanzamiento al universo escultórico. Sus bocetos, esos que solo los profesores y
no todos, además de Jules, habían visto, atestiguaban su creatividad.
134
Su tío se unió a él en el patio trasero de la casa. Sentados en las
hamacas, ambos contemplaron el cielo nublado en silencio. Objetos
enigmáticos que adornaban la bóveda nocturna. Su tío lo miró durante
un instante y sonrió. Recordaba que, cuando era niño, le había enseñado
cómo distinguir las diferentes constelaciones, pero él se mostraba incapaz
de reconocerlas. La juventud ya no estaba interesada en las estrellas,
sino en hacer realidad los sueños que las envuelven. Odiaban el velo de
misterio tras el que se ocultaban. Pero, para un escritor como él, aquello
era el azúcar que endulzaba cada una de sus historias. Entonces, se
acordó de Frank y el buen equipo que formaron el tiempo en el que
ambos habían colaborado para sacar adelante todos aquellos guiones.
Las campanas ya no sonarían para él, pero a Frank aún le quedaba cuerda
para rato. De los dos, él era el sibarita. «Ahora tocaba la guitarra, pero
si odiaba la música…», pensó mientras se le escapaba una sonrisa.
—Lo malo de ser un fantasma es que ahora no puedo estar disfrutando de una cerveza bien fría —dijo tío Charles.
—No puedes tenerlo todo en vida y, muerto, te ocurre igual
—aseveró Jules.
—¿Eso ha sido un sarcasmo? —dijo tío Charles algo molesto.
—Nadie es perfecto —respondió Jules.
—Tengo noticias para ti —dijo su tío cambiando así de tema.
—Yo también para ti.
—Dispara.
—No, tú primero. Y al grano, no tengo todo el día… —dijo Jules
sonriendo abiertamente.
—Me he estado paseando toda la tarde por la comisaría y, cuando
menos, resultaban sospechosos algunos de los comentarios que por allí
pude escuchar, además de que presencié un suceso de lo más extraño.
—¿Más extraño que yo hablando con mi tío fallecido?
—Sí.
—¿Aún más extraño que yo hablando con mi tío fallecido y mi
vecino viendo la escena?
—¡No fastidies!
—Ya se ha ido. ¡Buenas noches! Ahora puedes hablar.
—Resulta que los agentes federales que han venido para investigar
el caso han desaparecido.
—¿Qué tiene eso de anormal?
135
—Que nadie sabe qué ha sido de ellos. Parece que se los haya
tragado la tierra y los policías no saben por dónde continuar hasta que
ha pasado…
—… el suceso extraño.
—Exacto. Han estado persiguiendo a un peligroso criminal del
que aseguran que es el responsable de la desaparición de Julia.
—¿Cómo?
—Sí, el comisario le comentaba a los dos agentes que llevaban la
operación de captura que tenían pruebas y testigos de que había sido él.
—Eso no cuadra con lo que está pasando. Parece más bien una
maniobra de distracción orquestada para encubrir lo que ocurre realmente.
—Eso es lo que pensé cuando dijeron que el preso había fallecido
mientras lo interrogaban a causa de un fallo respiratorio.
—¿Qué dices?
—Lo que estás escuchando, sobrino. Murió mientras lo interrogaban.
—Definitivamente, esto está tomando un cariz que no me agrada
—dijo poniéndose de pie y haciendo una señal con la cabeza para que
su tío lo siguiera al interior de la casa. Se dirigieron al salón y allí
continuaron hablando—. Tenemos que encontrarla, tío Charles. Sea
cual sea el motivo por el que se está escondiendo, debe de ser muy
grave. Llamó mi atención para que la encontrara, para que supiera que
estaba viva y que yo era la persona en la que confiaba para hallarla sana
y salva.
—Eso es muy grande, Jules.
—Ahora lo que te iba a contar… No sé qué es lo que realmente
resulta extraño o no de esta historia, pero la realidad y la ficción se
entremezclan en peligroso equilibrio. —Su tío lo miraba atentamente
mientras esperaba el inicio de la historia—. Estaba echado en el sofá
cuando caí en un sueño y resultó revelador.
—Con tanto misterio, creo que voy a sufrir un pasmo…
—Tuve un sueño muy extraño. Creí que era eso, solo un sueño,
pero algo en su desarrollo me hizo pensar que no estaba pasando por
casualidad. Que, igual que mi encuentro con ella no fue casual, algo
estaba previsto en el guión y sucedió. Se me apareció en el sueño…
136
—¿Quién? ¿Julia? —Jules le respondió asintiendo con la cabeza—.
Esa chica es formidable, Jules. Tienes que encontrarla y quedarte con ella
para siempre. Pero, por favor, sigue contándome.
—… y me mostró que ambos nos conocíamos…
—¡Demonios! ¡La verdad se nos ha revelado! —Jules lo miraba
sorprendido—. Ahora solo falta que te haya dicho dónde está.
—No.
—Vaya, por qué será todo tan complicado…
—Ahora no te cae bien, ¿verdad?
—Mujeres, ¿quién las entiende? Te enamoras de una y te vuelve
loco, la sigues y acabas muriendo de un infarto en la cama porque ya
no…
—Me encantan estas salidas por la tangente que tienes, tío Charles.
—Discúlpame. Continua.
—Ambos íbamos al mismo colegio, nos sentábamos juntos y, un
día, yo la salvé de un niño que quería hacerle daño.
—¡Qué romántico! Voy a llorar de tanto pasteleo.
—Tienes suerte de ser un fantasma, te patearía el culo.
—Lo sé. Sigue.
—Y le dije algo.
—¿Qué le dijiste?
—Algo que ella ha recordado siempre.
—¿No le prometerías amor eterno y esas cosas de mayores?
—Le dije: «Nunca dejaré que camines sola en época de oscuridad».
—Ahora lo entiendo todo —replicó su tío, consciente del calado
de la frase. Y, durante unos minutos que le parecieron muy largos a Jules,
permaneció en silencio, reflexionando y buscando las palabras adecuadas—. Esa mujer está enamorada de ti y te ha estado esperando todo
este tiempo. Ahora solo cuenta contigo para resolver su situación. Es
halagador y edificante.
—El caso es que la vida nos separó, pero, mientras ella se acordaba
de mí, yo, sin embargo, a ella no. La he tenido arrinconada en mis
recuerdos, a la espera de que un terremoto la sacara a la luz.
—Todo tiene un porqué.
—¿Cuál?
—El destino os está ofreciendo una segunda oportunidad de
conoceros. Son los giros de la trama. Esta lleva desarrollándose desde
137
entonces y ahora podréis llegar por fin a un desenlace más favorable
que entonces. Una obra apenas perfilada en su comienzo a la que el
tiempo fue dando forma hasta terminarla.
—La trama no deja de sorprenderme. En el sueño, me veía a mí
mismo, como a años luz, recorriendo el camino hacia atrás para
encontrarme cara a cara con una persona que quiere que la encuentre en
el presente. Porque me perdió en el pasado. Es una búsqueda a través
del tiempo y me doy cuenta, cuando me veo más joven, más inexperto
y más inocente, de que ella me gustaba.
—Cuando te oigo hablar así, veo lo que has madurado, y con
mucha rapidez, en todos estos años. Estoy orgulloso de ti.
—Todavía no lo digas. No he hecho nada. Aún no.
Su tío guardó silencio de nuevo.
—Esta historia se está poniendo interesante por momentos.
Lástima que no pueda escribirla. Sería un gran éxito. ¿Qué hacer a
partir de ahora?
—Debemos encontrarla y ayudarla —dijo Jules.
—Para eso tenemos que hacernos con el informe de la policía. Yo
me encargo —dijo tío Charles.
Su tío permaneció callado unos minutos. Parecía estar motivado
por los últimos acontecimientos. Y, aunque estaba muerto, no había
perdido un ápice de esa viveza que lo había caracterizado siempre.
—La pista de la muerte de su madre podría ser lo que estábamos
buscando.
—Pero haría falta entrar de nuevo en la comisaría y conseguir el
informe de la investigación de su muerte. Es más, si lo logramos,
deberíamos hacernos con él para llevarlo lejos de la ciudad. Está claro
que aquí harán desaparecer todas las pruebas, además de hacernos
desaparecer a nosotros en cuanto empiecen a considerar que somos un
estorbo.
—A mí no pueden verme.
—Cierto, eres nuestro mejor fantasma sobre el terreno.
—Esperaré a la medianoche para acercarme de nuevo y averiguar
dónde lo tienen. Medianoche suena clásico, pero es que me estoy
metiendo en mi personaje. No, es broma.
138
—Habrá un archivo de los casos. Busca Juliet McFadden y hazte
con el informe. Le echaremos un vistazo aquí para saber por qué Julia
tenía tantas dudas sobre su muerte.
—¿Piensas que su padre tuvo algo que ver?
—A estas alturas del partido, me creo cualquier cosa.
—Hasta dentro de un rato —dijo tío Charles mientras desaparecía.
II
Madrugada del martes al miércoles
Charles estaba entusiasmado con la idea de volver a entrar furtivamente en la comisaría de Longfellows. Le resultaba excitante el
hecho de poder andar por entre los agentes de policía en su propio
terreno y que ellos no pudieran verlo. Además, hasta ahora, no había
podido comprobar in situ lo deprimente que le resultaba ese lugar, hasta
el punto de que hubiera vomitado si todavía estuviese vivo. Aquellos
policías se comportaban como auténticas almas en pena. El único que
parecía salirse de la norma era el Teniente Oakey, todo interés por sus
casos y siempre discutiendo las órdenes del comisario jefe Talbert, no
sin razón. Pero todos sabemos a lo que eso conduce. Al hastío del jefe
y, en poco tiempo, al despido o al traslado para dejar de ser la mosca
cojonera del lugar. En su anterior visita, casi toda la información que
sacó la obtuvo quedándose cerca de Eric Oakey. En la redacción de su
informe, lo escribía todo con tanto detalle que, para alguien cuya
memoria y creatividad no había sido volatilizada, a pesar de ser un
fantasma, permanecía literalmente allí por si hiciera falta recurrir a ella.
Aquel tipo debería estar dirigiendo la comisaría y alejando de allí a
tipos corruptos como Talbert, pero quizá no había llegado su momento
todavía. La prueba que nos pone a cada uno donde merecemos. Entonces,
pensó que Jules podría recurrir a él llegado el momento, porque tenían
que ser conscientes de que no contaban con ayuda de nadie más sin
ponerlos en peligro. Nathan Locksley no era persona que se rindiera
fácilmente y el no haber tenido noticias suyas no significaba que no
estuviera actuando en la sombra.
139
El teniente Oakey se balanceaba en su sillón mientras le daba
vueltas a algo en su mente. Charles caminó hacia el pasillo y buscó en
los letreros señalizadores alguna indicación para llegar hasta el archivo.
Más adelante, encontró uno en el que ponía que estaba en el sótano. Así
que atravesó el suelo de la primera planta y la planta baja para llegar
hasta allí. La persona encargada del control del archivo estaba tras el
mostrador y era una mujer de color de unos cincuenta años, morena,
cabello recogido y con gafas. En ese momento de la noche, estaba
leyendo una revista de moda mientras que, con la mano libre, removía
el contenido de lo que parecía una infusión. En ella se veían estanterías
y más estanterías colmadas de carpetas y cajas de pruebas. Charles
atravesó el mostrador y accedió al archivo. Se fijó en que tenían referencias numéricas y, además, el nombre y los apellidos de la persona
con la que el informe estaba relacionado. Así que buscó los informes
que empezaban por la letra M. Al final, le iba a gustar y todo su nueva
condición. Llegó hasta la estantería donde se encontraban y comenzó a
oír a alguien tararear… No era una voz conocida. La melodía iba
acercándose hacia él. Se dio la vuelta, pero no oyó a nadie. Decidió
darse prisa en encontrar el informe. «McFadden», estaba por encima de
su cabeza, por lo que tuvo que levitar hasta él.
—Este no es tu sitio, fantasma entrometido —oyó a su espalda y,
cuando se dio la vuelta, sintió el golpe devastador de un bastón de
hierro puro, que hizo que desapareciese en el acto, volatilizado.
Rickettes guardó su bastón extensible en el bolsillo trasero de su
pantalón. Cogió una escalera y subió para acceder hasta el informe. Lo
cogió y lo dejó caer en el cubo de la basura. Luego, encendió su mechero
Zippo y lo arrojó dentro. Unos instantes después, una llamarada abundante
comenzó a quemar para siempre los vestigios de aquel informe al que
ya nadie echaría el ojo encima. La alarma contra incendios saltó y
Rickettes desapareció de la escena. La encargada del archivo reaccionó
cogiendo el extintor y dirigiéndose a la sala de archivo, donde localizó
el foco del incendio rápidamente. Proyectó el chorro de espuma sobre
la papelera y apagó el incendio. No quedaba nada dentro que salvar.
Solo cenizas.
Charles apareció súbitamente junto a la cama de Jules. Le susurró
su nombre varias veces al oído para no despertarlo de manera brusca.
140
Cuando Jules abrió los ojos y vio a tío Charles junto a su cama,
comprendió que se trataba de algo muy importante.
—Tío Charles, ¿qué es lo que te ha pasado? ¿Por qué no traes
contigo el informe?
—Alguien me ha descubierto.
—¿A ti? Pero si eres un fantasma…
—Entonces, será que el que me descubrió también lo era y podía
verme.
—No entiendo de estas cosas, pero ¿eso sería posible?
—Acabo de decírtelo.
—Esto significa que tendremos que decirle adiós a la pista que
podría habernos llevado hacia adelante en esta trama.
—Quizá no todo esté perdido.
—¿A qué te refieres?
—Hay un policía que podría ayudarnos. No es el poli corrupto
que puebla por los cuatro costados de la comisaría. Lo he estado observando y podría ayudarnos a localizar información sobre ese accidente.
—¿De qué manera piensas llamar su atención sobre ese asunto?
—Todavía no lo sé, pero, si logramos hacerle ver que ese criminal
muerto en la comisaría no es el presunto raptor y asesino de Julia, seguro
que sentirá curiosidad por seguir investigando.
—Eso sería genial. Tenemos que darle una pista sólida. El diario
tiene muchos detalles a los que estoy dándole vueltas.
—¿Por qué?
—Porque tengo la sensación de que en su interior hay pistas
sobre el lugar en el que ella se está escondiendo.
—¿Estás seguro de que podrás descifrarlo?
—Julia, al igual que yo, escribe mucho y resulta en ocasiones
muy críptica, pero, si mi mente sigue trabajando para unir o atar las pistas
diseminadas en su diario, quizá podría llegar a averiguar dónde se
esconde.
—Sigue intentándolo. Mañana nos veremos. Adiós, sobrino —dijo
tío Charles desapareciendo tan súbitamente como había aparecido.
141
III
Miércoles por la mañana. 10.00 horas
Nathan saboreaba su café cuando Percy dio entrada a Rickettes en
el interior del despacho.
—Gracias, Percy, puedes retirarte.
—Buenos días, señor.
—¿Qué novedades me traes?
—Tal y como pensamos, intentaron llegar hasta el informe de su
fallecida esposa. Lo alejé y luego quemé el informe. Quedó reducido a
cenizas. Ya nada puede llevarlo hasta usted. Hay un criminal culpable y
ahora solo falta el tema del cadáver. ¿Ha pensado en algo?
—Más bien, en alguien. Tenemos que hacerlo aparecer en las
próximas cuarenta y ocho horas. De ese modo, no tendremos sorpresas.
El viernes, por fin quedará cerrado este asunto para siempre y podremos
dar paso al plan maestro.
—¿Aviso entonces a los muchachos o no?
—Espera hasta esta tarde, antes tengo que localizarla. Cuando lo
haya hecho, te daré la dirección y te dirigirás allí enseguida. Acaba con
ella y trasládala a la cabaña situada a las afueras de la ciudad. Luego,
llama a Talbert y que se dirija allí con sus hombres para desenterrarla.
La prensa hará el resto. Una rueda de prensa en torno a las diez,
conmigo, Talbert y el alcalde, cerrará la historia con credibilidad.
—Como siempre, ha logrado dar salida práctica a un plan complejo.
—Por algo he llegado más lejos que mis competidores. He buscado
la maldita yarda toda mi vida y he luchado por ella con todas mis armas
para ganar el puto partido pateando el touchdown. Si no puedes ser el
primero en algo, entonces, eres el segundo y, por tanto, el primero de
los perdedores.
—Estaré atento a su llamada, señor.
—Puedes retirarte.
—Adiós.
Rickettes abandonó el despacho cerrando suavemente la puerta
tras de sí y esbozó una amplia sonrisa por los actos que tendría que
realizar. Ir de caza siempre le resultaba excitante.
142
IV
13.00 horas
La idea de Nathan tenía su razón de ser. Si quería que la farsa
funcionara, tendría que situar la escena en el lugar adecuado y con un
cadáver convincente. Esto último no supondría mucho problema, ya
que, para desgracia de la víctima, Nathan conocía bastante bien a las
amigas de Julia y una en concreto guardaba tal parecido con ella que
había llegado incluso a considerar secuestrarla y ofrecerle quedarse allí
en lugar de Julia. Pero también pensó que aquello era demasiado
depravado incluso para una mente tan adelantada como la suya. De
modo que se conformó con matarla. Si no la necesitaba, para qué
demonios iba a retenerla allí. Cogió su agenda y encontró su número de
teléfono. No fue difícil conseguirlo, pues su descuidada hija había
olvidado su móvil con todos los números de teléfono en su memoria.
«No es tan lista después de todo», pensó mientras marcaba el número.
Como un cura atrayendo a los monaguillos a la sacristía con falsas
promesas de vino y rosquillas, logró primero atraer su atención para
interesarla por las cosas que su hija había dejado allí y que quizá ella
quisiera llevarse como recuerdo. Alice, como así se llamaba, no dudó
en aceptar la invitación que le hizo de comer en su casa y la verdad es
que, difícilmente, ella podría negarse, ya que su premio era algo que
ella ansiaba desde siempre. Además, bien es sabido que la codicia no
entiende de límites y continúa en el tiempo hasta lograr hacerse real.
Nathan sabía qué ofrecer para obtener un sí.
La muchacha se arregló para llegar hasta la casa de los Locksley,
donde ya no iba como amiga de su hija, sino como invitada a comer
con su padre y con el objetivo de recoger tan preciada recompensa.
Julia no había querido regalársela nunca, pero su padre sí parecía ser un
hombre comprensivo. Ella era una persona que no tenía mucho dinero y
nunca había entendido que Julia no fuese más buena con ella. ¿Por qué
no era capaz de desprenderse de ello si podía comprar otro igual
cuando quisiera? Ahora no la echaba de menos. Iba caminando sobre
las aguas y sentía efectivamente que podía flotar. Llamó al timbre de la
puerta. El mayordomo la recibió y la hizo pasar al vestíbulo. Instantes
después, llegó Nathan y pasaron al salón. Caperucita Roja atraída a la
143
casa del lobo. Sentía el dulce sabor de la codicia en el paladar, como el
mayor de los placeres que pueda degustarse en este mundo. Pero todo
placer era efímero y pronto su sabor daría paso a los amargos restos de
la derrota. En esta historia, el lobo era más astuto y sabía escoger muy
bien a sus víctimas. A lo largo de la historia de la humanidad, han
adoptado muchos nombres y las formas más variopintas de seducir a
aquellos a los que arrebataban sus vidas. Sin embargo, todos ellos
tenían algo en común: los ojos de los culpables no eran capaces de
detectarlos y los inocentes no podían creer que tanta maldad pudiera
reunirse en una sola persona. El lobo ofreció una silla a Caperucita y
esta aceptó sin reservas, con una leve sonrisa.
—¿Un poco de vino?
—Sí, gracias.
Cogió la botella y le llenó la copa, como el verdugo hiciera siglos
atrás con Sócrates. Solo que ante él tenía la presencia de una muchacha
que era muy parecida a su hija. Alta, escuálida, pelirroja, una coincidencia
conveniente y una víctima propicia. Luego, hizo lo mismo con la suya.
Tomó asiento a su derecha. Alzó la copa e hizo ademán de brindar.
—Por tu felicidad, Alice.
—Gracias, Sr. Locksley.
Y ambos bebieron. El sabor dulce del vino se transformó en un
amargor fatal. Alicia atrapada en la trampa del lobo para siempre, en un
sueño eterno que fue ralentizando su corazón hasta hacerla caer al
suelo. Suave agonía mientras apenas lograba balbucear sonidos incoherentes. Nathan se levantó lentamente y rodeó la mesa para agacharse
a su lado.
—No te esfuerces, Alice. No sirve de nada resistirse, salvo que
quieras morir más rápido. Tómate tu tiempo. En menos de cinco minutos,
todo habrá terminado ya y no sufrirás —dijo sacando su teléfono móvil—.
Está en el salón. Ven a recogerla ahora mismo. —Luego, colgó y la
miró por última vez mientras se ponía de pie—. No me mires con
rencor, la culpa no es mía. Eras tú la que quería apropiarse de un regalo
que yo hice a mi hija. Niña codiciosa… Adiós, Alice —se despidió
mientras se daba la vuelta y caminaba hacia la puerta.
Allí quedó Alice con los ojos abiertos, inmensamente abiertos…
144
CAPÍTULO DOCE
Una farsa se desarrolla
I
Miércoles, 14.00 horas
M
atar para los malvados era tan sumamente fácil que
Rickettes se reía cuando veía en las películas cómo
vacilaban y largaban parlamentos que daban tiempo
a los buenos a fastidiarles los planes. La vida era realmente como él y
Nathan hacían las cosas. Solo así lograron llegar tan lejos y durar.
Porque en este negocio, donde la vida sufre tantos riesgos, hoy estás
vivo y mañana no lo sabes. Tener las espaldas bien cubiertas era
esencial. Sonrió ampliamente mientras conducía la camioneta unos dos
kilómetros a las afueras de Longfellows y luego se desvió por una
carretera secundaria dos kilómetros más para adentrarse en el bosque
hasta llegar a un camino de tierra que se abría a la derecha. Aminoró la
marcha hasta casi frenar y, a continuación, entró por un camino lleno
de baches que se estrechaba. Tras recorrer unos trescientos metros,
llegó hasta una granja abandonada donde la enterraría tal y como
convenía a su plan antes de que una llamada anónima avisara de que
allí encontrarían a Julia Locksley-White, la hija del conocido magnate
de los negocios de Longfellows. Bajó de la camioneta y, con él, dos de
sus ayudantes. Gente eficaz estos rusos. No hablan, solo obedecen. Que
les arrancaran la lengua como signo de fidelidad y obediencia lo decía
todo. No pestañearon y por eso confiaba en ellos. Hasta que ya no le
hicieran falta.
Ambos gigantes la sujetaron por las asas de la bolsa de plástico y
la transportaron hasta la parte trasera de la edificación. Luego de haber
elegido Rickettes el lugar apropiado bajo un gran roble, comenzaron a
cavar, pero no demasiado profundo. Media hora más tarde, la depositaban
dentro y comenzaron a rellenar el hueco de tierra procurando dejar una
145
mano semienterrada que justificara el que la encontraran. No era
necesario que fuera una escena perfecta, Jade LeSaux era un criminal
buscado y tendría prisa por huir, tampoco debía de ser muy listo.
Cuando todo estuvo listo, Rickettes llamó a Nathan y se lo dijo.
—Adelante, llama a la poli y señálales el lugar —contestó el Sr.
Locksley.
—¿Alguna cosas más, señor Locksley?
—Cuando vuelvas a casa, ya te daré más instrucciones, Rickettes.
—Muy bien.
Apagó el móvil y volvió la mirada hacia los dedos que, claramente,
se podían ver a través de la tierra removida.
—Borrad vuestras huellas y regresemos a la camioneta. Buen
trabajo, muchachos.
II
Pasadas las tres de la tarde…
Jules continuaba leyendo con interés las anotaciones que Julia
había escrito en su diario. Sobre todo, aquellas fechadas un mes antes
de su desaparición. Jules lo releyó varias veces y luego se lo dejó leer a
Ralph Emorous. Este lo leyó con mucho interés y, unos minutos
después, se lo devolvió a Jules. Se quitó las gafas y dio un bocado a su
hamburguesa. Su respuesta se hizo esperar.
—Esta chica escribe de manera muy sencilla, clara y concreta. Y,
como todos los que escriben así, tienen el don de ocultar lo importante
a la vista, son textos para los ya iniciados —dijo Ralph.
—Ahora eres tú el que está siendo deliberadamente críptico.
—Lo siento, me he acostumbrado a hacer y a decir lo que me da
la gana. Está claro que, si yo hubiera escrito esto, habría encriptado mi
escondite tras la escena que se está desarrollando ante los ojos del
lector —apuntaba Ralph.
—Por eso es para los ya iniciados.
—Esta chica es lectora y escritora. Debe de haber atesorado tanta
cultura que la ha utilizado para escapar de las garras de su asesino. Es
digna de admiración —dijo Ralph, vivamente interesado.
146
—Al grano, que te pierdes como mi tío.
—Un puerto o una playa desde la que ella puede ser ella misma.
El velero debería ser una pista.
—Por aquí hay muchos veleros que navegan esta costa. ¿Lo dices
por algo en concreto?
—El velero parece ser la salida que anda buscando, pero, de
momento, parece inalcanzable.
—Si repite tanto el velero, debe de ser porque era importante para
ella.
—O porque quiere con ello llamar nuestra atención sobre algo
más importante —apostilló Ralph.
—Porque los podía ver en cualquier momento y podía describirlos
con detalle. Si no podía llegar hasta ellos, a lo mejor los nombraba
como una metáfora de la libertad. Sentía que estaba presa en su casa
—dijo Jules haciendo una muy libre interpretación del asunto.
—No podemos hacer de esto una tormenta de ideas, Jules, cuando
su vida corre peligro. Debemos llegar a una deducción real.
—¿Crees que para mí esto es un juego intelectual?
—No te enfades conmigo, Jules. No era mi intención que
entendieras mi comentario como una crítica hacia ti. Te pido disculpas.
—Olvidémoslo. De modo que ella escapó, pero ¿hacia dónde?
—Como un mes antes de que regresaras, hubo una regata en la
bahía.
—¿Sabes exactamente en qué zona?
—Creo que en la misma bahía frente a su casa, pero eso no
parece tener mucho sentido.
—Tienes razón, es mejor asegurarnos de lo que vamos a hacer.
Así que creo que debemos volver al principio, si te parece, para
comprobar si tenemos una pista más segura —afirmó Jules—. Nunca
me ha gustado jugar al azar.
—Adelante, veamos lo que tenemos hasta ahora —dijo Ralph y
apuró de un sorbo su café antes de pedirle a la camarera uno para él y
otro para Jules—. Si esto es lo que tenemos —dijo tras escuchar el
breve resumen de su amigo—, a lo mejor lo que buscamos no está en
ese párrafo. Imagina por un momento que el velero, como objeto
marítimo, no sea lo que deberíamos andar buscando. Más bien, algo
147
próximo a ese objeto, algo relacionado. No buscamos el qué, sino el
dónde.
—Mis padres me contaban historias antes de ir a dormir sobre las
andanzas de los piratas por esta zona. De hecho, Longfellows fue una
zona duramente castigada por actos de piratería en los siglos diecisiete
y dieciocho hasta que las autoridades y el ejército acabaron con ellos.
—Es cierto, de hecho, en mi anterior novela publicada, hablé
sobre el tema a propósito de un hallazgo muy importante para el desarrollo
de la misma. Se rieron de mí diciendo que hacía caso de cuentos para
niños.
—En todas esas historias, cuentos o como quieras llamarlos, había
algo en común. El escondite secreto, oculto a lo largo de los siglos del
pirata más importante de estas aguas y que nunca fue capturado.
Simplemente, desapareció.
—Pero ese lugar nunca llegó a ser descubierto.
—Fantasía o realidad. Que cada uno crea lo que quiera. Pero lo
cierto es que había un lugar aquí que les servía como punto para
desembarcar sus botines cada vez que regresaban de sus fechorías para
evitar que el ejército u otros piratas rivales se los quitaran.
—Sí, ya lo recuerdo. Siempre nos habían dicho, de nuevo las
leyendas urbanas van por delante siempre de la realidad comprobada,
que estaba en la pequeña cala de Hathaway, pero no fue así, ya que
nada se encontró allí.
—La cala de Hathaway, aquello sí que fue un verdadero escándalo a
todos los niveles… El Ayuntamiento que había entonces concedió, en
contra de la opinión pública, una licencia de treinta días a una empresa
especializada en el rescate de tesoros y antigüedades que, literalmente,
esquilmó la playa y la destrozó. Se gastaron cincuenta mil dólares para
recuperar apenas unas monedas de oro y algunas baratijas.
—Te comprendo, Jules. A cambio, destrozaron la cala y, entre la
basura que dejaron y los bloques que se han desprendido de los
acantilados, allí no va nadie desde hace años. Es un lugar que se ha
echado a perder.
—En alguna ocasión, mi tío me llevó allí. Son tres kilómetros
hacia el norte, siguiendo la carretera de la costa hasta llegar a una
bifurcación. Allí la carretera comienza a subir y se aleja de la playa. En
148
la bifurcación, comenzaba el camino que conducía hasta la cala. En
verano mucha gente iba allí y no había manera de hacerse un hueco.
—Tres kilómetros son un paseo en bici —dijo Ralph sonriendo.
—Pero, en el diario, no dice nada al respecto.
—No lo dice, Jules, pero lo muestra.
—¿Qué quieres decir exactamente?
—¿Ves el dibujo que hace de su madre con el acantilado de
fondo?
—Sí.
—Te apuesto lo que quieras a que se esconde allí.
—Sé que es una posibilidad remota —dijo Jules tomándose de un
trago lo que le quedaba de café—, pero podemos ir a echar un vistazo,
¡Maldita sea!
Ralph sacó del parking público su todoterreno Ford Grant y
recogió a Jules a la salida del mismo. Salieron del centro de Longfellows por la vía rápida y tomaron la carretera de la costa, sin encontrar
apenas tráfico. Ambos permanecieron en silencio, con el único sonido
de Bob Dylan cantando su éxito de los setenta, «Idiot wind». En el
fondo, eran conscientes de la importancia de que aquella excursión a la
playa diera sus frutos, ya que la policía no había logrado un solo avance
en aquel asunto. Había una tensión que ambos no querían manifestar.
Pero, si la cosa funciona… Al llegar a la bifurcación, Ralph aminoró y
el cambio automático hizo el resto hasta detener el coche en el arcén de
tierra. El acceso al camino de grava que conducía a la cala estaba cortado
por una cadena que lo cruzaba de lado a lado y de la que colgaba una
señal de prohibido el paso.
—Iremos a pie —dijo Ralph mientras abría su puerta para salir y
Jules hizo lo mismo.
Saltaron por encima de la cadena y caminaron por el camino que
descendía suavemente hasta la playa con el sol cayendo a plomo sobre
sus cabezas. Unos quinientos metros más adelante, se detuvieron frente
a una especie de mirador, que tenía unas vallas de madera y separaba el
final del camino del principio de la playa. Allí comprobaron con horror
que lo que un día había sido una hermosa playa ahora era una auténtica
escombrera. Parecía que el desembarco de Normandía se hubiera
producido allí de una forma salvaje. Era una pequeña cala semiaislada
en el condado, de inmejorables vistas y aguas cristalinas para la práctica
149
del submarinismo. Con unas medidas de sesenta y cinco por quince
metros. Para poder aparcar, debían dejar el coche en el camino que
tomaban y llegar hasta ella andando.
—Me pregunto cómo pudieron permitir que pasara esto —dijo
Jules impactado por aquella visión.
—Los políticos son capaces de cualquier cosa para saciar su
ambición y su codicia. El dinero es el único dulce capaz de saciar esa
ambición, pero solo aparentemente, porque, cuanto más les ofreces,
más quieren. Y lo que ves es una manifestación de las heces que dejan
atrás producto de su corrupción. Lo he visto tantas y tantas veces
cuando era policía que me alegro de haberlo dejado atrás.
—Desde aquí, debió de realizar su dibujo —dijo Jules cambiando
de tema mientras sujetaba el diario en sus manos por la página donde
estaba el dibujo—. Es la perspectiva correcta.
—Veamos si hay algún camino seguro para adentrarnos en la
playa y poder ver el lugar más de cerca. Esto parece como una zona
desmilitarizada en la que solo faltan por retirar las minas. Ten cuidado
con donde pisas.
Desde su posición, podía verlos avanzar lentamente entre hoyos,
piedras, montículos de arena y rocas. Sus prismáticos le permitían
observar sin ser vista. También se había percatado de que Jules llevaba
su diario y se preguntaba cómo había sido capaz de conseguirlo.
Tendría que darle una buena explicación. Aquella joya contenía pasajes
muy íntimos y personales y ella no le había dado permiso para tenerlo.
Se sonrojó un poco y, rápidamente, apartó de su mente aquel asunto
menor.
El instinto de viejo policía de Ralph los llevó hasta lo alto del
montículo más grande de la playa con el fin de tener una mejor
perspectiva. Caminar por allí no era nada fácil. Las excavadoras lo
habían destrozado todo y las piedras dificultaban el paso. Si había un
camino mejor, desde allí, podrían localizarlo. Al pie de los acantilados,
solo había vegetación y montones de rocas que se habían hecho añicos
al desprenderse del mismo.
—A primera vista, no parece que este sea el lugar más apropiado
para que una chica se esconda.
—Julia no es una chica como las demás.
—Eso ha sonado como un piropo.
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—Hay que reconocer el mérito y la valentía que ha demostrado.
Llegó hasta el límite y fue más allá. Podía haberse quedado de brazos
cruzados y esperar, pero prefirió vivir.
—Te entiendo, amigo mío —dijo Ralph agachándose y Jules hizo
lo mismo junto a él—. Si los piratas llegaban hasta aquí, ¿por qué se
iban a molestar en hacerlo si no era porque tenían su escondite?
—No sería lógico. Pero, si de verdad existe, ¿por qué no lo han
encontrado nunca?
—Buena pregunta, pero hay tantas obviedades que nadie ha
descubierto con la tecnología adecuada y que una persona normal y
corriente sí sin hacer uso de ella que me vas a permitir que nos dé a
nosotros un voto de confianza —dijo sin dejar de escrutar el paisaje tras
sus gafas de sol.
Volvió a centrar su atención en Jules, acercando la lente de sus
prismáticos al máximo. Estaba tan cerca y, a la vez, tan lejos… Luego,
lo volvió a alejar para tener una visión panorámica.
—Es una lástima no poder acercarnos más —dijo Jules levantándose, pero no hizo pie y cayó rodando por el montículo hasta quedar
junto a unas piedras.
—¡Jules! ¡Jules! ¿Estás bien?
Jules se quedó sentado mientras se pasaba la mano por la frente
dolorida. No había herida alguna.
—¡Sí! ¡Baja, Ralph!
Ralph descendió con cuidado y, cuando llegó hasta Jules, lo
ayudó a levantarse.
—Un camino —dijo señalando hacia adelante.
—Justo lo que queríamos.
—Vayamos a ver a dónde nos conduce —sugirió Jules—. Nada
ocurre porque sí, siempre hay una causa.
—Ya que estamos aquí…
Ambos continuaron aquella improvisada senda que debió de
servir para que los obreros que trabajaron allí pudieran moverse por la
zona más cercana a la pared de los acantilados. Cuando llegaron al final
del mismo, Ralph no vio continuidad a la exploración.
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—Amigo, aquí no hay nada —dijo mientras Jules, de espaldas,
observaba la vegetación que se elevaba ante ellos—. No te lamentes
por ello. Seguiremos buscándola.
Pero Jules no parecía escucharlo y Ralph no quería que se sintiera
molesto por pedirle que se fueran. De modo que, con precaución, se
acercó hasta él. En realidad, apreciaba el esfuerzo y la pasión que el
muchacho estaba mostrando en aquella búsqueda. Incluso más que la
propia policía. Jules comenzó a apartar las ramas de una forma casi
desesperada.
—Tiene que estar, tiene que estar…
Y, cuando la firme mano de la experiencia estaba a punto de caer
sobre su hombro, sucedió algo decisivo. Tras las ramas, se mostraba un
hueco.
—No me lo puedo creer —susurró Ralph.
—Lo hemos encontrado, Ralph —dijo Jules volviéndose hacia él
con una amplia sonrisa—. Este es el lugar. —Ralph sonrió y abrazó a
Jules.
—Tu fe, amigo, es tu mejor baza.
—Ayúdame a despejar esto.
—Claro que sí —le dijo dándole una palmada en el hombro.
Apartaron el ramaje hasta comprobar con claridad que se trataba
de la entrada de una cueva. Una entrada muy amplia. Ella apartó los
prismáticos y se retiró de su posición.
Ralph era un fanático de La divina comedia de Dante y, salvando
las distancias, la entrada a aquella cueva le resultaba familiar. «In
mezzo del camin di nostra vita / io me ritrovai.» No era el descenso al
infierno, pero iba acompañado de uno de sus mejores amigos para un
recorrido que no sabía cómo acabaría. Deseaba que fuera el mejor
resultado y que la encontraran con vida. Fue en ese momento cuando
ambos oyeron un fuerte sonido proveniente de lo alto del acantilado,
con suerte que ambos reaccionaron saliendo a la carrera hacia el coche.
Una lluvia de piedras descendió con violencia, para caer al pie de los
acantilados. No fueron muchas, pero ambos decidieron que alejarse de
allí era lo más apropiado. Ralph tomó la delantera durante la huida y
Jules lo siguió de cerca. Cuando llegaron al camino, se dieron la vuelta
y Ralph trató de observar si había alguien en lo alto de los acantilados.
No vio a nadie. Jules tampoco vio nada que resultara fuera de lo
152
normal. Caminaron de regreso al coche en silencio. Una vez dentro del
Ford, Ralph aceleró para entrar en la carretera de vuelta a Longfellows.
En su mente, aún pensaba como el buen agente de policía que siempre
fue y creía que convenía poner tierra de por medio para evitar otras
situaciones de mayor peligro a las que no pudieran hacer frente.
Alguien les había enviado una clara advertencia y él tenía por norma
tomárselas en serio. Por eso, durante su etapa en el Departamento de
Policía, había salvado su vida en acciones en las que otros compañeros
no confiarían en lograrlo.
—No sé qué es lo que ha pasado, pero está claro que hemos dado
con el lugar, Jules. No nos querían husmeando por allí —dijo Ralph
mientras conducía.
—¿Crees que Nathan Locksley está detrás de esto? No nos dejará
nunca en paz —dijo Jules.
—Es mejor no fiarse de nada ni de nadie. Ese tipo siempre ha
sido una persona peligrosa y todo el que se ha enfrentado a él ha
acabado en una caja de pino. Si ha sido él, entonces, nos ha mandado
un mensaje muy claro. Por mi experiencia, sé que esa clase de
advertencias no conviene pasarlas por alto —respondió Ralph muy
seguro de lo que decía.
—¿Y si ha sido ella? Puede tratarse de Julia —volvió a preguntar
Jules.
—No tengo respuesta para esa pregunta. Además, haces
demasiadas. Volvamos a casa. —Y Jules ya no le preguntó nada más.
III
Más allá del mundo del teatro, una farsa es cualquier enredo o
tramoya con el fin de engañar a alguien y la obra que vais a leer a
continuación forma parte del amplio repertorio de Nathan Locksley.
Espero que la disfrutéis…
Jimmy se dio cuenta de que sus dos mejores amigos y él mismo
habían perdido de vista al resto de sus compañeros de excursión y, por
tanto, se habían perdido. No aprendieron todas las clases prácticas que
les enseñó el instructor McPherson y, ahora, se lamentaban. Tampoco
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hicieron caso de los consejos que les dieron a todos los que formaban el
campamento antes de partir hacia el lugar donde hoy acamparían.
—Atención —dijo el instructor a través del megáfono para que
los niños prestaran oído a sus palabras—. Niños, callad un momento y
escuchadme. Tengo que deciros algunas cosas importantes. —El
silencio se apoderó del grupo de veinte niños, salvo algunas pequeñas
excepciones—. Voy a señalaros algunos consejos antes de partir hacia
los bosques de los alrededores de Longfellows. Como sabéis, vamos a
acampar en la explanada que se encuentra al lado del lago. Por lo tanto,
quiero deciros a todos que es mejor que no os separéis en ningún
momento. Nos os distraigáis, no estéis jugando durante el camino ni os
alejéis del grupo y, sobre todo, no molestéis a los guardas forestales
que se encuentran por esta zona limpiando los bosques y quitando la
maleza para que en verano no se produzcan incendios. ¿Me habéis
entendido?
—Sí, señor McPherson —dijeron al unísono todos.
—Jimmy y compañía, ¿me habéis oído?
—Sí, señor. Lo hemos oído perfectamente —contestó Jimmy
haciendo esfuerzos para no vomitar tras la tremenda pedorreta de su
compañero Franky, experto productor de gases nocivos para la salud.
—Cargad las mochilas y en marcha. El camino es largo, pero nos
lo pasaremos bien.
No quiso asustar a sus amigos, pero sabía que se habían perdido
en medio del bosque. Continuaban caminando con las mochilas en sus
espaldas sin saber a ciencia cierta hacia dónde se dirigían.
—Jimmy, ¿no decías que los alcanzaríamos después de cazar
algunas salamandras? —le preguntó Franky llevándose la mano a sus
gemelos doloridos por la larga caminata.
—¡Cállate, miedica de mierda! ¡Estarán más adelante!
—Creo que nos hemos perdido —dijo fríamente Louis—. Dile la
verdad, Jimmy.
—¿Quieres que se lo diga? Pues se lo digo —dijo, desanduvo sus
pasos hasta llegar a Franky y lo agarró por la pechera hasta provocarle
las lágrimas—. ¡Nos hemos perdido, gilipollas!
Louis consiguió que soltara al pobre Franky y le dejó en condiciones
para volver a liderar el trío de la patrulla perdida.
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—Estamos perdidos, pero, si seguimos caminando, los pillamos
seguro. Además, conozco un atajo. Por allí —dijo señalando un sendero
rodeado de arces y abedules—. Por ahí los cogeremos. Seguidme.
—Espero que sea el camino correcto —dijo Franky temblando de
miedo.
Se dirigieron hacia el sendero y prosiguieron hacia adelante. De
repente, resbalaron y todos cayeron arrastrados, ladera abajo, lo que les
produjo sangrantes heridas en piernas y brazos, además de otras contusiones menos importantes. Llegaron abajo con asombrosa rapidez. Jimmy
cayó en un enorme charco de barro que amortiguó la caída. Franky y
Louis fueron a parar a una espesura y estuvieron algunos minutos en
silencio hasta que habló Jimmy.
—¡Mierda! —exclamó al verse el traje de explorador completamente manchado de agua y de barro—. Si se entera mi madre, me mata.
¡Chicos! —gritó—. ¿Estáis bien?
Se incorporó y logró ponerse de pie, dolorido por los golpes y
heridas, como sus dos compañeros.
—¡Franky! —le dijo tocándole en el hombro—. ¡Franky! ¿Te
encuentras bien?
—Uh… Mi cabeza, todo me da vueltas…
—Nos hemos caído por esa ladera sin darnos cuenta. Si no llega a
ser porque nos ha pillado desprevenidos, me habría parecido que era
igual que cuando nos tirábamos con las tapaderas de los váteres por los
barrancos a toda velocidad. ¿Te acuerdas?
—Sí —dijo mientras se tocaba el enorme chichón que le había
salido en la frente—. Menudo chichón tengo… —susurró Franky.
—Aquí estoy —dijo Jimmy acercándose hasta ellos mientras la
nariz le sangraba abundantemente sobre la camisa.
—Levanta la cabeza para que se te corte —le aconsejó Louis.
—Continuemos, a pesar de todo. A ver si encontramos el camino
—dijo Jimmy muy dolorido.
Caminaron durante una hora más y, de vez en cuando, gritaban a
sus compañeros con la esperanza de que los oyeran, pero los gritos se
perdían en la inmensidad del bosque. No respondió nadie. Solamente
estaban ellos, rodeados por abedules, hayas, fresnos, arces, abetos y
pinos. La soledad del bosque. Pararon y se sentaron sobre unas piedras.
155
Sacaron sus respectivas cantimploras y se limpiaron las heridas con
algo de agua. Bebieron hasta que la sed pudo con ellos.
Jimmy levantó la cabeza y observó que tres zorros estaban
escarbando sobre unos hierbajos de manera algo extraña.
—Mirad, chicos —dijo sin el menor atisbo de entusiasmo.
—¿Qué? —dijeron al unísono Franky y Louis.
—Allí —volvió a repetir Jimmy señalando con el dedo hacia un
árbol que estaba junto a una edificación abandonada—. Los zorros se
han ido, vayamos a echar un vistazo.
—¿No será peligroso? —preguntó Franky con la preocupación
reflejada en el rostro.
—¡Eres un cagueta, Franky! —le espetó Jimmy poniéndose de
pie—. Yo voy a echar una ojeada.
«Es un gilipollas», pensó Louis al ver cómo los trataba a ambos
mientras ayudaba a su compañero a ponerse de pie, sujetándolo por el
brazo. Caminaron sigilosamente hasta el lugar donde instantes antes
merodeaban los zorros. Cuando se acercaron lo suficiente, a primera
vista, no detectaron nada extraño. Solo les llamaba la atención aquella
granja abandonada y silenciosa, muy silenciosa. Jimmy, como siempre,
se adelantó unos metros para ver si podía encontrar lo que los zorros
olisqueaban bajo el árbol y, un par de minutos después, su búsqueda
tuvo éxito. Observó algo voluminoso que asomaba entre las hojas caídas
sobre la tierra. Se agachó para separarlas y entonces fue cuando su
descubrimiento casi le hizo vomitar. Había un cuerpo humano allí
enterrado, con una mano mordida aflorando entre la tierra y las hojas
removidas por los zorros. Una segunda arcada le sobrevino y vomitó
sobre el lugar donde estaba enterrado quien quiera que fuera aquel o
aquella víctima. En ese momento, llegaron hasta él sus dos compañeros.
—Vaya, vaya, el valiente, ya no lo es tanto —dijo Louis.
—¡No os acerquéis! —les dijo Jimmy antes de vomitar por tercera
vez—. Es un cadáver. —El temerario Jimmy continuaba vomitando
mientras sus compañeros observaban con curiosidad aquella mano
sanguinolenta. El temerario e inconsciente Jimmy, que acabaría sus
días atropellado por un tren al caerse del andén cuando intentaba saltar
al otro lado, les pidió que lo ayudaran a sacar el cuerpo.
156
—Estás loco, Jimmy. Lo que tenemos que hacer es llegar hasta la
ciudad y pedir ayuda —dijo Louis—. Ni yo ni Franky te vamos a
ayudar a hacer nada.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Franky mientras Jimmy
los observaba malhumorado y oliendo a vómito.
—Esperar y cada diez minutos gritar tan fuerte como sepamos
para pedir auxilio —dijo Louis.
Esperaron impacientes y hambrientos durante más de cuatro
horas hasta que el instructor se percató de su ausencia y llamó por radio
a la policía. Esta, ya al tanto de la situación, ordenó una búsqueda de
esos tres niños traviesos que no escucharon los consejos de las personas
que sí sabían cómo hay que hacer las cosas.
Durante ese tiempo, no fueron capaces de mirar de nuevo la mano
del cadáver. Testigo silencioso de su desdichada espera. Se encontraban
tan mal que no se percataron de que una figura los observa sonriente
tras un árbol, cinco metros detrás de ellos. Todo estaba saliendo a la
perfección, tal y como habían previsto desde el principio. Los tres
sabían que pasarían muchas noches sin poder conciliar el sueño y
tendrían pesadillas tan espeluznantes que se harían sus necesidades
encima. Sería prácticamente imposible que se olvidaran de lo sucedido
ese día. El titiritero se ocuparía de ello…
IV
Eric Oakey miró su reloj una vez más hasta convencerse de que
atrasaba algunos minutos a lo largo del día. «Ya nadie los usa. Con los
teléfonos móviles, se han quedado desfasados», pensaba mientras
caminaba por el camino de grava, con la niebla abatiéndose sobre el
bosque. La visibilidad estaba empeorando por momentos. Ninguna
persona, criatura o ser viviente podría ser visto con facilidad. La batida
organizada por el comisario Talbert, con policías y voluntarios, dio con
los niños al cabo de cuatro horas desde la llamada del instructor. El
agente Stewart, visiblemente emocionado, avisó por radio del encuentro
con los niños.
—Los he encontrado…
—Tranquilízate —dijo Oakey— y dinos dónde están.
157
—La granja abandonada.
—Allí nos dirigimos. Corto y cierro.
Ya en la granja, el agente los guio hasta un árbol a cuyos pies
había un cadáver enterrado. Oakey cogió su teléfono móvil y habló con
el comisario Talbert.
—Los hemos encontrado sanos y salvos en la granja abandonada.
También hemos encontrado un cadáver. Sería necesario que acudiera el
forense y un equipo especial para levantar el cadáver.
—Buen trabajo Oakey.
El comisario sonrió a Sarah en su despacho mientras hacía una
seña con el dedo al forense para que acudiera al lugar del crimen.
Los policías se acercaron hasta ellos y los arroparon con mantas
para protegerlos de la humedad reinante, además de proporcionarles
café caliente que llevaban en termos. En poco tiempo, un grupo de unos
cincuenta curiosos los rodeaban y Oakey tuvo que dar inmediatamente
la orden de acordonar la escena del crimen y protegerla con policías, a
la espera de la llegada del comisario. La agente Slater, que había
llegado con el comisario, se ocupó inmediatamente del asunto. Oakey
la puso rápidamente al tanto de los acontecimientos.
—Esos niños tienen cara de haberlo pasado bastante mal —dijo
Sarah,
—Están aterrorizados. Es la primera vez que ven un cadáver.
—Lógico.
—¿Quieres ver el cuerpo, Sarah?
—Sí, el forense ya está aquí, así que podemos empezar a trabajar.
—Stewart se está ocupando de tomarles declaración a los
chavales.
—Perfecto.
Mientras el comisario Talbert discutía con unos agentes algunas
órdenes para proteger el perímetro, dos agentes se afanaban en desenterrar
el cuerpo ante la atenta mirada del forense, Andy Mulryne, y del
teniente Oakey que sacaba una libreta y un lápiz para tomar apuntes
sobre la escena del crimen, con Sarah y los agentes Duberry y
McQueen como testigos. Antes de proceder, Sarah había ordenado a
Duberry que tomara fotos con la cámara digital. Hizo todas las fotos
posibles desde todos los ángulos y condiciones de luz para facilitar la
investigación. Utilizó el potente flash de la cámara para iluminar, como
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en un castillo de fuegos artificiales, ese rincón del bosque. Con cada
flash, todos cerraban los ojos. Cegados.
—El cadáver pertenece a una mujer joven, de raza blanca, cabello
pelirrojo, de entre dieciocho y veinticinco años. Está acostada boca
arriba, con los brazos extendidos. Parece haber sido arrastrada por el
rastro que hay en la tierra. El cuerpo presenta las siguientes evidencias:
tiene el rostro desfigurado. No presenta signos de violencia en el resto
del cuerpo. Para más información, habrá que realizar un análisis en
mayor profundidad —acabó el forense.
—Espera —intervino Sarah, que se acercó más al cadáver y llevaba
una foto en la mano. Tras comparar ambas, llegó a una conclusión—.
Se trata de la chica. Es Julia Locksley.
—¿Estás segura? —le preguntó Eric.
—Compruébalo tú mismo —le dijo tendiéndole la foto. Eric la
tomó y se acercó al cadáver. La verdad era que, aunque tenía el rostro
desfigurado, ¿por qué no iba a ser el cadáver de Julia Locksley-White?
—Sí, tiene toda la pinta.
—Caso resuelto, diría yo —aseveró Andy—. El padre podrá
dormir tranquilo sabiendo que hemos encontrado a su querida hija.
—Es posible que pueda dormir tranquilo, pero será mejor esperar
a que él mismo dé una identificación positiva, ¿no te parece?
—Claro, Eric, no te alteres.
—Y tómale las huellas digitales, debemos asegurarnos al cien por
cien. Tiene el rostro desfigurado.
—Eso ya lo determinará el examen forense. Ahora será mejor que
la llevemos a la morgue —dijo Sarah haciendo una señal a Duberry
para que los camilleros trajeran la bolsa de plástico.
V
El chófer aparcó el coche de Nathan en el aparcamiento situado
en el patio interior, a salvo del gentío y de los periodistas que se
agolpaban a la entrada. La noticia se había filtrado y estaba al cabo de
la calle. Nathan salió del coche y fue recibido por el comisario. Este le
dio la mano y lo invitó a pasar adentro. Rickettes los siguió detrás, en
silencio. Descendieron dos plantas en ascensor hasta llegar al sótano.
159
Salieron al pasillo y llegaron hasta la sala número 2, donde estaba el
cadáver. Cuando entraron, los aguardaban Peter Struttman, Sarah Slater
y Eric Oakey. Tras una breve presentación, el doctor Struttman avanzó
hasta la mesa y descubrió el cadáver. Nathan se situó de espaldas y trató
de mostrarse abatido, pero, en un primer momento, no lo consiguió. El
teniente Oakey observaba con detalle toda la escena. El lacayo de
Nathan, lo miró durante un instante con reprobación, haciéndole saber
que era consciente de su vigilancia, pero eso no amilanó a Oakey.
Luego, se oyó a Nathan golpear la mesa, lo suficiente para sentir dolor
y provocarle un gesto compungido. Volvió a cubrir el cadáver y se
volvió hacia el comisario.
—Es ella. Es mi hija Julia.
—Una vez confirmada la identidad, el forense procederá con el
examen completo para determinar las causas de la muerte.
—Comisario —dijo Nathan—, sería conveniente ofrecer una
rueda de prensa para informar a la opinión pública de lo sucedido y así
acabar con las especulaciones.
—Estaba a punto de proponerle que la hiciéramos mañana a
primera hora.
—No, comisario. Hacerlo esta misma noche sería lo más apropiado.
«Lo más conveniente», pensó Eric.
—¿Podemos organizarla tan rápido? —le preguntó el comisario a
Sarah.
—En media hora, puede hacerse en la sala de prensa. Los
tenemos apostados en la calle. Solo habría que hacerles pasar.
—No entiendo la rapidez de hacerla cuando acabamos de encontrar
el cadáver y el asesino también está muerto —intervino Oakey.
—¡Cómo se atreve! ¡Es usted un insolente! —exclamó visiblemente
enfadado Nathan—. ¿Por qué no nos deja pasar página?
—Solo digo que no es necesaria tanta prisa.
—Debería callarse, Oakey —dijo el comisario con intención de
apaciguar los ánimos—. Se hará en media hora y punto. Sarah, encárguese
de avisar a la prensa y de situarlos en la sala en orden. Acompáñeme a
mi despacho, señor Locksley.
Eric los miraba contrariado a la par que sorprendido mientras
abandonaban uno a uno la sala en la que ya solo quedaban el forense, la
muchacha fallecida y él mismo.
160
VI
El comisario jefe Talbert se dirigió hasta el atril y tomó la palabra
con un folio que sujetaba a la altura del pecho, con el fin de que fuera
captado por las cámaras de televisión.
—Esta noche, gracias al esfuerzo del Cuerpo de Policía de Longfellows, de los ciudadanos que se ofrecieron voluntarios y de la ayuda
de Dios, ha sido encontrado un cadáver en las tierras de la granja
abandonada de los Tyler a las afueras de la ciudad. Dicho cadáver fue
hallado de forma circunstancial por los niños desaparecidos que fueron
encontrados horas más tarde. Correspondía a una muchacha joven
cuyas características físicas nos hicieron pensar en primera instancia
que podría tratarse de Julia Locksley. El forense procedió a trasladar el
cuerpo a la comisaría donde acudió el señor Nathan Locksley para
identificarla. Desgraciadamente, la identificación fue positiva. Se trata
de su hija Julia. También podemos confirmar que fue víctima del
secuestro por parte de un peligroso criminal llamado Jade LeSaux, que
fue capturado hace dos días y que, para nuestra desgracia, ya había
matado y enterrado a Julia. El asesino falleció en prisión a causa de un
ataque al corazón repentino mientras confesaba entre lágrimas que la
había asesinado. Solo el azar jugó a nuestro favor para que su cuerpo
pudiera ser hallado y pueda tener por fin un digno descanso. Ahora
todo ha finalizado y, tan pronto como el forense termine su examen, el
cuerpo sin vida de Julia Locksley-White será entregado a su familia
para que pueda proceder a enterrarla. Eso es todo, señoras y señores.
—¿Está satisfecho con el resultado de la investigación, comisario?
—se atrevió a lanzar la pregunta un periodista de La Gaceta de
Longfellows.
—¿Cómo puedo estar satisfecho cuando ha muerto una muchacha
inocente? Estoy muy entristecido y enojado por esta tragedia y por el
comportamiento de un asesino implacable y sin conciencia —dijo volviéndose hacia un consternado Nathan, que evitó hacer ningún tipo de
declaración y fue escoltado por el propio comisario hacia el aparcamiento.
Una vez fuera, Nathan le agradeció el trabajo realizado y subió al
coche, acomodándose en el mullido asiento de piel.
—¿A dónde lo llevo, señor Locksley? —preguntó el chófer.
161
—A casa, Elliot. —Luego, se volvió hacia Rickettes—. Llama a
Natalia y dile que vaya a mi casa. Esta noche estamos de fiesta. Luego,
puedes retirarte por hoy, Rickettes. Buen trabajo.
—Gracias, señor Locksley —dijo esbozando una mueca que
estaba muy lejos de ser el boceto de una sonrisa.
Mientras el coche se alejaba, Charles estaba justo al lado de Eric
Oakey observando cómo el coche giraba a la izquierda y se perdía entre
el tráfico. Eric tenía la mirada de quien tiene los pensamientos en plena
ebullición, de quien sabe que algo no está claro y podría estar
emanando un tufo pestilente a corrupción y quién sabe si algo más. Eric
volvió a entrar en la comisaría y se dirigió hacia su mesa de trabajo.
Charles lo siguió. Empezaba a pensar que, realmente, aquel hombre
podría ayudarlos. No estaba con Nathan y había oído los comentarios
del resto de agentes de la comisaría y sabía que no les caía bien. Él no
pertenecía a su grupo. Si no tenía las manos manchadas, podría resultar
útil para limpiar aquel estercolero de maldad.
VII
Al finalizar la rueda de prensa, Eric se dijo que ya había terminado
su turno y era momento de marcharse a casa. Se sentó durante unos
minutos frente a su escritorio para apagar el ordenador y ver qué casos
de los que tenía pendientes eran más importantes para llevárselos a
casa, repasarlos y seguir trabajando. Seleccionó tres de ellos y
amontonó dichos informes para llevárselos. Comprobó en su móvil que
tenía dos llamadas perdidas de su novia y se levantó para poder
llamarle desde un lugar más privado. Charles lo observaba y sabía que
debía hacer algo para que aquel hombre ayudara a Jules. ¿Dónde está la
creatividad necesaria cuando se es un fantasma? Mientras tanto, miraba
a su alrededor buscando la manera de llamar su atención. Entonces, al
ver lo ordenado y trabajador que era, pensó que el modo en el que este
investigaría de un modo que no fuera consciente sería dejarle una nota
como si la hubiera escrito él en el último momento. Vio que nadie
prestaba atención al escritorio de Eric, por lo que tomó el taco de pósit
y, con bolígrafo, como acostumbraba a escribir el policía, anotó en
mayúsculas: «BUSCAR INFORMACIÓN SOBRE JULIET MCFA162
DDEN. IMPORTANTE.» La arrancó y la pegó sobre el primer informe
del montón que había dejado para llevarse. Cuando Eric regresó y
apagó el monitor del ordenador. Cogió los informes, los metió en su
mochila y se dirigió hacia el ascensor. En el parking, abrió la puerta de
su Chevrolet y dejó la mochila en el asiento delantero del acompañante.
Puso el motor en marcha y conectó la radio. Sonaban The Eagles con
un viejo éxito «Take it to the limit», que a Charles le pareció de lo más
apropiado.
Dejó el coche aparcado en el parking del edificio y tomó el
ascensor para llegar al ático, donde vivía. Abrió la puerta del piso y
entró. Cerró con dos vueltas y fue directamente a ducharse antes de irse
a la cama. Cuando acabó de ponerse el pijama, regresó al salón y sacó
de la mochila los informes para dejarlos sobre su mesa de trabajo.
Entonces, se percató del pósit. Encendió el ordenador y accedió a la
base de datos de la policía con su contraseña. En el buscador, escribió
el nombre y el apellido y esperó el resultado. Apareció uno y, al pulsar
en el enlace, este lo llevó directamente a una breve reseña y al enlace en
formato PDF con el informe de la investigación y demás documentos
relacionados con el mismo. Dio gracias de que, hace tres años, el
anterior jefe de policía procediese a digitalizar todo el departamento de
documentación para una mejor gestión de los recursos. Se sorprendió
con la primera lectura al ver que se trataba de la mujer fallecida de
Nathan Locksley y, por tanto, de la madre de Julia. Cuyo cadáver aún
estaba sobre la mesa del forense con su identidad confirmada por su
padre.
—¿Por qué apuntaría su nombre? —Pero no recordaba por qué—.
¿Por qué eres tan importante?
Leyó dos veces la reseña antes de tomar más interés en ella. Juliet
murió hacía cinco años en un accidente de tráfico. Dejaba marido e
hija. Charles sonreía al ver el rostro de Eric vivamente interesado en su
historia. Pulsó en el enlace para leer el informe de la investigación. Los
agentes que la investigaron llegaron a la conclusión de que la causa del
accidente había sido el conductor borracho que había invadido el carril
de la víctima y había provocado un choque frontalmente con el coche
de esta. Nada se pudo hacer por ella. El tipo fue condenado a cadena
perpetua y seguía allí como pudo comprobar también en el enlace que
163
lo llevaba hasta su ficha policial. Se levantó para ir a la cocina y, al
volver, traía entre sus manos un café bien cargado.
Entró en el buscador para leer todos los artículos en los que se
hubiera mencionado el accidente. Encontró muy pocos, pero, aun así,
los imprimió y los leyó todos. Solo en uno, de un periodista de La
Gaceta de Longfellows, encontró un párrafo significativo. El periodista
hacía hincapié en el futuro de la hija y, en concreto, en su herencia. Su
madre se lo había dejado todo a ella, pero, hasta dentro de cinco años,
no podría tomar posesión de su legado. Eso incluía dinero y derechos
de autor, ya que su madre había sido una afamada escritora de literatura
infantil y juvenil, cuyas obras generaban importantes ingresos en su
cuenta. Había una foto de Julia con la mirada triste y llorosa ocupando
el centro del artículo.
—Esto es un móvil muy evidente —susurró Eric mientras Charles
asentía con la cabeza. Todo lo que habían estado buscando se mostraba
ahora claramente gracias a la buena predisposición de aquel policía y
unos pocos valientes reclutados para la causa.
Eric siguió leyendo y luego miró el calendario que tenía junto al
ordenador. La fecha en la que prescribía el plazo de cinco años sería
este mismo viernes a las doce de la noche. Volvió de nuevo a la foto de
Julia. Algo había llamado su atención. Buscó más fotos sobre ella en el
informe y encontró dos más y, en el buscador de Internet, otras dos. En
todas ellas, Julia llevaba el mismo collar en el cuello. Uno cuya cadena
sujetaba un corazón. Se trataba de un dato significativo que no podía
pasar por alto. El forense debía de estar realizando la autopsia y quizá
podría confirmarle si ella llevaba el collar o no. Cogió su teléfono
móvil y marcó el número de la comisaría. Se identificó a la operadora y
le pidió que le pasaran con el doctor Struttman.
—Buenas noches, doctor. Soy el teniente Eric Oakey. Discúlpeme.
Sé que está trabajando, pero, con las prisas, me fui sin preguntarle un
aspecto que considero importante con relación al cadáver de Julia
Locksley-White. ¿Hay signos de que la joven llevara algún tipo de
collar y este fuera arrancado? ¿No? No llevaba colgante de ninguna
clase ni hay rastros de que si lo llevase le fuera arrancado. Gracias por
su tiempo, doctor Struttman. Adiós. —Colgó y dejó el móvil sobre su
escritorio—. Un regalo que se mostraba orgullosa de llevar siempre. No
se desprendería de él bajo ningún concepto o situación. Si la mujer que
164
ha sido asesinada no lo llevaba ni le fue arrancado ninguno, como ha
confirmado el forense, entonces, el cadáver que tenemos en comisaría,
¿de quién es? —reflexionó Eric en voz alta siguiendo el razonamiento
deductivo sustentado en las sólidas pruebas de que disponía—. Ergo,
Julia sigue viva.
Entró en el apartado de desaparecidos y, en los criterios para una
búsqueda avanzada, introdujo las características de la muchacha y
añadió «en las últimas cuarenta y ocho horas». Pulsó enter y aguardó
los resultados. ¡Bingo! Una muchacha pelirroja de Longfellows encajaba
con la descripción. Sus padres habían denunciado la desaparición hacía
una hora. Tomó la libreta de notas y apuntó todos los datos referentes a
la dirección y al nombre de los padres. Venía un teléfono. Dudó si
llamar o no, porque ya era muy tarde, pero qué demonios, algo
malévolo estaba sucediendo y había que resolverlo.
—Buenas noches, soy el teniente Eric Oakey de la policía de
Longfellows, ¿podría hablar con Brad Granville?... Es usted el señor
Granville, encantado. Disculpe que le llame tan tarde, pero es en relación
con la denuncia que han puesto con motivo de la desaparición de su
hija. Sería de gran ayuda que pudieran responderme a unas preguntas.
Sé que habrán ido unos compañeros, pero como yo llevo la investigación… Gracias por su comprensión. ¿Saben a dónde se dirigía su
hija?... No lo saben, se fue sin decir a dónde. Bien, la ropa que llevaba
puesta cuando se marchó, ¿la recuerdan?... Estoy tomando nota, gracias
por ser tan observador, señor Granville. Me está ayudando mucho. Y,
por último, ¿conocían ustedes a Julia Locksley?... Acudió a su casa a
tomar café y a estar con su hija varias veces. ¿Eran muy amigas?...
Mucho. ¿Alguna vez las vio discutir?... Lo normal. ¿Quién no ha
discutido con sus mejores amigos alguna vez? ¿Recuerda cuándo fue la
última vez que ambas se vieron?... La fiesta de cumpleaños de Julia y
no volvieron a coincidir más. Gracias, señor Granville, tendrá noticias
nuestras. Buenas noches. Adiós.
La descripción de la ropa encajaba con la que Alice llevaba
puesta. Ella era la que está ocupando el lugar de Julia en la morgue y
era una ventaja para quienes la retenían o la buscaban. Podían matarla
impunemente y luego quedarse con la herencia presentando un
certificado de defunción en el juzgado. Nathan Locksley era el único
que sacaba tajada de todo esto, estaba detrás de ello, pero había que
165
relacionarlo directamente. Y, por el aspecto del cadáver, Jade LeSaux
podría no ser el asesino, a falta de un examen médico-forense más
exacto, que determinara tanto las causas como la hora de la muerte. No
tendría sentido. Una maniobra de distracción más. Charles estaba
plenamente satisfecho de haber logrado que Eric colaborara. Les había
ahorrado mucho trabajo. Algún día, aquel hombre sería un magnífico
comisario en jefe de la policía de Longfellows. Ahora debía volver con
Jules y contárselo todo. Era el momento de dar con Julia y acudir a la
justicia.
Cuando Charles se difuminaba en la penumbra del salón, un
sobre era deslizado por debajo de la puerta de entrada.
166
CAPÍTULO TRECE
Una visita inesperada, con un resultado aún
más sorprendente
I
Jueves por la mañana
C
uando Jules se despertó, lo primero que hizo fue conectar
su ordenador portátil para echar un vistazo a los correos
electrónicos recibidos. Entró en su cuenta de Gmail y el
primero que vio era de su agente, Archibald Knox. Debía de ser importante porque se había olvidado por completo de él.
Para: jules.marat@gmail.com
Asunto: Entrevista semana que viene con editor en Great City
«Buenos días, Jules:
El motivo de este email es recordarte que no me has enviado
las correcciones que te indiqué en relación con los relatos cortos
que me enviaste. De modo que, para evitar retrasos, he ejecutado la
cláusula nº 5 del contrato. Según la cual, si el autor no realiza las
correcciones a petición del agente literario, pasado el plazo, este
podrá realizarlas con el fin de que se publique el libro sin necesidad
de consultar al autor. Después de haberlas realizado, acudí a cinco
editoriales, no todas estaban interesadas, ya que no era el tipo de
libro que habitualmente están acostumbrados a publicar, pero una
de ellas, sí.
El editor me dijo ayer que le había encantado y que quería
que nos reuniésemos con él la semana que viene en su despacho
para discutir las condiciones. Quieren publicarlo, pero no lo harán,
167
sino estás allí y yo quiero que estés, Jules. Esto es por lo que has
estado luchando y no puedes permitirte dejar pasar la oportunidad.
Ponte en contacto conmigo para concretar los detalles de la entrevista
con el editor.
Sin otro particular, saludos cordiales.
Archie Knox, agente literario»
Dejó una anotación en su agenda del ordenador para que le
avisara al día siguiente con el fin de llamarle por teléfono y hablar
sobre el asunto. Parecía que por fin su carrera literaria avanzaba y podría
publicar su libro de relatos. Archie Knox era un escocés muy tenaz y lo
había vuelto a demostrar. Apagó el ordenador y fue a darse una ducha.
Cuando Jules salió de la ducha, estaba listo para tomarse el
desayuno. Eran las ocho y media de la mañana. En la cocina, la cafetera
ya dejaba escapar el aroma del café recién hecho que inundaba toda la
casa. Tío Charles echaba de menos poder disfrutar de ese olor tan
característico y único. Se sirvió el café en una taza, puso dos cucharadas
de azúcar y untó dos rebanadas de pan de molde tostado con
mantequilla. Lo puso todo en una bandeja y se la llevó al salón. Apartó
a un lado la libreta de notas y el lápiz y se detuvo un instante como
escuchando una voz que tenía algo importante que decirle. La voz de su
musa, la creatividad, proporcionándole una buena historia a propósito
de ese café. Abrió la libreta por la primera hoja en blanco disponible y
comenzó a escribir en ella. El resultado fue el siguiente: «Un humeante
café me daba la bienvenida pacientemente sobre la mesa, para
compensar el gélido frío que surgía tras cada giro en cada recta que
quisieras tomar para seguir tu camino. Dos tostadas con mantequilla
debidamente untada sobre el crujiente pan se prestaban a formar parte
de mi desayuno, dando así comienzo a esta mañana. Tantas cosas
pasaron ayer que casi no me da tiempo a valorarlas hoy por la cantidad
de cosas que tendré que hacer. Di mi primer sorbo y miré por la
ventana del salón, cuya panorámica atraviesa el balcón y se aleja más
allá de los edificios, dejándome ver una pequeña parte de las aceras,
perdiéndose más lejos aún. Entre lo vivido y lo que me queda por vivir,
el tiempo fluía inexorablemente, casi sin darme tiempo a digerir como
es debido cada pequeño acontecimiento que me ha sucedido. Di un
sorbo más, con la añoranza de que al final no quedará más que un
168
recuerdo de un café humeante, con el que comencé hoy esta mañana de
domingo, fría, inhóspita y casi salvaje. Pero mi vida giraba y sigue
girando en torno al café, es mi cultura, mi pequeño placer público, legal
y al que es bienvenido todo aquel o aquella, solo tiene que cumplir un
requisito: aportar una conversación interesante. No hay más secreto que
la sencillez de los placeres que llenan mi vida cada segundo. Mientras
pruebo la sabrosa tostada, que cruje suavemente entre mis dientes, y
noto el cremoso y delicioso sabor de la mantequilla, pienso que no
importan las creencias que nos separan de las personas, las distancias
son solo barreras para no compartir un final, un comienzo o evitar
disfrutar de ese maravilloso momento que es para mí tomar un café en
cualquier momento del día. Y, cuando llegué por fin a tomar ese último
sorbo del café humeante que da los buenos días de forma tan acogedora,
miré el fondo de la taza, observé los posos y sentí en mi interior que
ambos, ese café y yo, fuimos protagonistas en mi mundo, que hemos
hablado por medio de sensaciones de lo que verdaderamente me
importaba y que eso debería de ser noticia de portada en los periódicos
virtuales de mi vida. Gracias a ese café humeante y delicioso por
hacerme sentir tan humano y por ser esta mañana mi mejor compañero
de tertulia».
—Buenos días, Jules.
—Buenos días, tío. Ojalá pudieras acompañarme con este desayuno.
—Al menos podemos conversar, que ya es bastante.
—Eso es cierto. ¿Quieres escuchar lo que he escrito?
—Adelante.
Cuando Jules terminó de leerle una breve reflexión sobre el café,
a modo de homenaje, tío Charles permaneció unos segundos en silencio
antes de responderle.
—Un merecido homenaje, Jules. Has convertido el café en un
personaje de carne y hueso, con voz y personalidad propias. Enhorabuena.
—Gracias, tío. Hacía tiempo que quería escribir algo así. Tomo
tanto café y mi vida gira en torno a él con una importancia tan grande
que era casi un delito no hacerlo.
—Qué exagerado eres —dijo Charles sonriendo ampliamente.
—¿Te casaste alguna vez por amor?
—¿Haces estadísticas para algún trabajo sociológico?
—No, pero es que nunca has dicho nada al respecto.
169
—Lógico. No soy uno de esos cotillas que ansían saber todas las
circunstancias que rodean la vida privada de los demás. Comportándose
como acosadores para mendigar una porción de comentarios, aunque
sean mentira, con los que saciar su ansia.
—Yo soy tu sobrino, no un periodista cotilla del corazón.
—¿No te alegras ahora de no ser periodista? No, nunca me casé
por amor.
—Eso es muy duro, ¿no?
—Me casé tres veces y las tres fue un puro y simple calentón
sexual. Nunca hubo esa clase de amor al que te refieres. Ese amor que
subyace en la historia en la que estamos inmersos, los buenos y los
malos. Estas eran historias para adultos.
—Bueno, la vida nos depara a todos cosas muy variadas y
diferentes, eso no las convierte en mejores ni peores.
—Exacto, Jules. Diferentes. Estábamos donde queríamos estar y,
cuando se acabó lo que nos unía, cada cual se fue por su lado. Todo
muy civilizado. —En sus palabras, había un tono de amargura que Jules
nunca le había visto.
—No me puedo creer que no hubiera una mujer de la que hubieras
estado enamorado.
—Cuando tienes varias chicas con las que compartes amistad y
algo más, es genial. Algunas quieren cazarte, pero el hecho de que no
puedan hace que se porten mejor contigo (o que te den por un caso
perdido y te dejen de hablar, que también me ha pasado). Sin embargo,
una vez hubo una que se salió de la norma…
—¿Por qué no estuvisteis juntos?
—Cuando me conoció realmente, se asustó y salió huyendo.
—Lo comprendo. Eras un desafío demasiado grande. ¿Todavía
vive?
—Sí. De hecho, fue de las pocas personas que acudió a mi funeral.
A pesar de tener casi sesenta y cinco años, aún conserva esa hermosura
que me cautivó hasta enamorarme de ella. Sus ojos, sus mofletes
hinchados, su cabello rubio de tono más claro recogido con una coleta,
su sempiterna sonrisa…
—¿Qué os pasó?
—Quizá no se lo dije en el momento adecuado o fui demasiado
directo, el caso es que ella nunca estuvo realmente convencida de mis
170
sentimientos hacia ella. Es la impresión que me quedó con el paso de
los años. Cuando ella comenzó a salir con aquel tipo tan vacío de
contenido, me partió el corazón. Respeto su libertad para elegir, pero
nunca la llegué a entender. ¿Por qué conformarse con tan poca cosa?
No he vuelto a sentir eso que tú llamas amor por otra persona desde
entonces. Creo que tampoco confiaba en las mujeres y en lo que ellas
pudieran ofrecerme en ese sentido. Ella fue la única a la que abrí mi
corazón y me lo devolvió hecho añicos. Imposible volver a recomponerlo.
La culpa fue mía.
—¿Por qué? No tienes de qué culparte.
—Con el paso de los días, comencé a ver otra realidad o, mejor
dicho, a volver a familiarizarme con esa sensación que tuve en su día
de bienestar interior. Comprendí entonces que todo esto no es solo ligar
y acostarte con ellas, eso solo es una tontería con todo lo que significa
ser feliz. Para mí, en primer lugar, es sentir que tú eres el centro de tu
propia vida, sé que suena a nada, pero para mí tiene mucha importancia
sentir que luchas por tu mejora personal. No haces deporte para que te
miren, no te vistes bien para que te miren, no estudias para tener un
buen trabajo y tener un buen nivel de vida y que te miren... todo esto lo
haces porque al final lo único verdaderamente importante eres tú. Es tu
felicidad, sentirte bien, pleno, a gusto contigo mismo. En mi experiencia,
me he dado cuenta de que la felicidad de uno mismo depende de la
solidez de tu propia vida personal, me explico: cualquier acción nuestra
que necesite la aprobación de otra persona no valdrá nada. Solidez
significa saber, sentir, oler incluso que tienen un sentido tus actos y que
lo haces por ti y por nadie más. Me refiero a esa sensación que todos
hemos tenido y que debería tenerse en todo momento de luchar por
nuestro yo. Debí tomar el mando de principio a fin. Cuando le permití
decidir, todo se fue al garete.
—Menuda historia, me sorprende que no la llevaras a la pantalla
o la escribieras.
—Como tú, yo también cometí el error de decirle que la esperaría.
Que, aunque estuviésemos juntos un solo día y luego muriese, habría
valido la pena porque era con ella con quien quería estar.
—No es un error. Es la verdad. Le dijiste lo que sentías por ella y
lo que estabas dispuesto a hacer por ella. Ella no estaba dispuesta a
171
hacer lo mismo por ti y por eso te rechazó. No era para ti, tío. Si no
luchó por ti, no lo era.
—No lo era…
—Es la primera vez que te oigo contar una historia tan personal y
me has dejado impresionado. Sin embargo, de tus palabras me sigo
reafirmando en algo.
—¿En qué?
—Que eres mi tío —dijo Jules aún más sorprendido cuando su tío
lo obsequió con un sentido abrazo. Un abrazo para la eternidad.
—Cambiando de tema, mi última incursión de incógnito ha
funcionado.
—Te has adaptado tan bien que hasta disfrutas con ello. Pareces
un crío con zapatos nuevos.
—Sí, me estoy redescubriendo como algo más que un ser fantasmagórico. Empieza a gustarme y eso se nota.
—Pues cuéntame lo que has averiguado.
—En realidad, más que averiguarlo yo, he logrado que otra
persona lo hiciera por mí.
—¿Otra persona? ¿Has sido capaz de realizar una posesión infernal
o algo así?
—¿Qué? No. Con mi intelecto, no es necesario tomar por la fuerza
otro cuerpo. Pero la idea no es mala del todo.
—Al grano —le dijo Jules para retomar el camino.
—Te estaba diciendo que logré que el policía del que te hablé
jugara para nosotros.
—No dejas de sorprenderme.
Le hizo un breve, pero detallado, resumen y, cuando acabó,
ambos llegaron a la misma conclusión.
—Tenemos que ir a donde esté y hablar con ella —dijo Charles.
—Lo sé, tío, pero ya sabes lo que nos pasó ayer a Ralph y a mí
cuando estuvimos a punto de entrar a su escondite.
—Si es que cometisteis un error de manual. Fuisteis de día y teníais
que ir por la noche para evitar ser vistos. Menos mal que te acompañaba
un ex policía…
—No te metas con Ralph.
—Esta vez, lo lograréis.
—¿Por qué estás tan seguro?
172
—Yo me muevo siempre por instinto.
—Voy a llamar a Ralph para que venga y poder contarle lo que
me acabas de decir. Él me ayudará a entrar en la cueva.
En ese momento, sonó el timbre de la puerta de entrada.
—¿Esperas a alguien, Jules?
—No.
—Ten cuidado.
Jules se acercó hasta la puerta sin hacer ruido y echó un vistazo
por la mirilla.
—No sé quién es —susurró a su tío.
—Espera un momento —dijo Charles avanzando hasta la puerta y
la atravesó para ver al visitante y regresar de nuevo al interior. Sonó el
timbre por segunda vez—. No te lo vas a creer…
—¿Quién es?
—… es el policía del que te acabo de hablar.
—¿Y qué demonios quiere ese tipo?
—Tendrás que abrir y hablar con él.
—Está bien, pero nos estamos jugando mucho como para que nos
sorprenda un tipo armado. No tendría nada que hacer frente a él.
—Ten fe, sobrino. Es lo único que nos quedará cuando todo
empiece a perderse…
—Está bien —dijo girando el pomo y abriendo la puerta para
quedar cara a cara con el policía.
—Buenos días, soy el teniente Eric Oakey de la policía de Longfellows.
—Buenos días, teniente.
—¿Eres Jules Marat?
—Sí, señor Marat me haría muy mayor para mi edad —dijo
sonriendo tímidamente para relajar la tensión del momento.
—Verás, no sé muy bien cómo explicarlo…
—Pase dentro y así podremos hablar —lo invitó Jules.
—Gracias —respondió Eric y, mientras entraba en la casa, Jules
no perdió de vista a Rickettes, con su mirada inquisitiva, apostado al
otro lado de la calle.
Cerró la puerta sin retirarle la mirada y después condujo a Eric
hasta el salón. Allí ambos tomaron asiento en los dos sillones. Charles
permaneció de pie junto a Jules.
173
—Estoy investigando la desaparición de Julia Locksley.
—He visto las noticias, parece que el caso está definitivamente
resuelto.
—Eso no deja de ser significativo.
—¿Por qué dice eso?
—Porque anoche sucedieron algunas cosas que me han hecho ver
que realmente las cosas están muy lejos de haber llegado a su resolución
real y verdadera.
—Sigo sin entender qué tiene eso que ver conmigo.
—Esta mañana, hace una hora, estaba desayunando en mi piso
cuando alguien que no pude ver echó un sobre por debajo de la puerta.
—Eso parece sacado del argumento de una película de Sherlock
Holmes de los años treinta con el gran Basil Rathbone, ¿las ha visto?
—Jules, esto es real y una chica inocente ha muerto por ello
—dijo sacando un sobre doblado del bolsillo de su pantalón, envuelto
en una bolsa de plástico—. En casa tengo un kit de huellas y está
limpio de modo que puedes cogerlo sin problemas. Como verás, es un
mensaje corto, sencillo y concreto.
—Lo leeré, ya que insiste —dijo Jules tomando la bolsa de plástico.
La abrió y sacó el sobre. Contenía un folio doblado en tres partes. Lo
sacó y lo desplegó—. Dice lo siguiente: «Hable con Jules Marat. Él lo
sabe todo».
—Corto, sencillo y concreto —repitió tío Charles entrando por
sorpresa en la escena. Algo le decía que no podía perderse nada de lo
que fuera a pasar desde ese momento hasta el final—. Quienquiera que
haya escrito esto, te ha señalado con el dedo.
—No sé qué decir…
—La verdad. En este turbio asunto, no hago más que toparme con
mentiras a cada esquina —lo animó el policía.
—Quiere que le cuente la verdad cuando ni yo mismo sabría
cómo explicarla.
—Entonces, es cierto que sabes algo.
—Lo que sé es que, cuando ha venido usted, al otro lado de la
calle, estaba el lacayo de Nathan Locksley.
—¿Rickettes?
—Él también lo conoce —apuntó tío Charles a Jules como si se
tratase de su Pepito Grillo particular.
174
Eric se había acercado con cuidado a una de las ventanas para
echar una rápida ojeada a la calle. Ahora solo veía a los dos matones
rusos sentados en un coche que estaba aparcado en la acera de enfrente.
—Tenemos poco tiempo —dijo volviendo de nuevo al sillón para
tomar asiento—. Aunque no creo que se atrevan a entrar sabiendo que
estoy aquí contigo.
—¿Quién puede garantizar eso con toda la policía al servicio de
Nathan? —le dijo Jules.
—Yo no soy uno de ellos.
—Lo sé. No preguntes por qué, pero lo sé.
—Gracias por tu confianza.
—Le voy a contar todo lo que sé, pero deberá tener su mente muy
abierta a lo que va a oír para no tomarme por un loco o por un mentiroso.
Pero antes voy a avisar a mi amigo Ralph Emorous para que venga.
Toda la ayuda que podamos tener será bien recibida. Esto se va a poner
muy feo.
Y, mientras Jules contaba su historia sin omitir nada en lo referente
a su tío Charles, Ralph Emorous, como el personaje del relato «El
nadador» de John Cheever, dejó el coche a varias manzanas de la casa y
cruzó por todos los patios traseros de las propiedades vecinas hasta
llegar donde se encontraba Jules. No tuvo que nadar en todas sus
piscinas, pero sí sortear a algún que otro perro con malas pulgas e
instinto protector. Cuando entró en el patio de la casa de Jules, Charles
lo avisó de su llegada y Ralph entró por la puerta de atrás.
—Buenos días a todos. He tomado precauciones para no ser visto
—dijo Ralph observando con desagrado que se había rasgado una
pernera del pantalón al saltar las vallas. El atletismo nunca fue lo suyo.
—Hola, soy Eric Oakey, de la policía —dijo tendiéndole la mano,
que Ralph apretó con agrado.
—Me alegro de conocerlo —dijo estrechándole la mano—. Aquí
estoy para ayudaros, Jules.
—Acaba de contarme toda la historia y, francamente, no me hace
ninguna gracia que me tomen el pelo, ¿fantasmas? —dijo Eric.
—No es ninguna broma —afirmó Ralph—. Que no creamos en
algo que no vemos, no significa que eso no exista.
—¿Usted lo cree?
175
—Es amigo mío y he estado con él. Sé que dice la verdad —afirmó
de nuevo Ralph.
—Entiendo que haya cosas que le resulten difíciles de creer
—dijo Jules—. Sea como fuere, los hechos son innegables. Nathan
encontró el modo de acabar con su mujer en un accidente de tráfico. Su
lacayo impidió a mi tío hacerse con el informe, pero mi tío no conoce
límites ni en este mundo ni en el otro y logró que usted consiguiera
leerlo al estar digitalizado en la base de datos policial. Nathan esperaba
hacerse con su herencia y así la codiciosa naturaleza de su espíritu
triunfaría de nuevo. Pero no pudo, ya que ella se lo dejó todo a su hija,
que tomaría posesión de la herencia cinco años más tarde. Concretamente, este viernes si logra seguir viva, claro. Ella escapó, todavía no
sabemos cómo pudo enterarse de lo que la esperaba en aquel maldito
brindis. Nathan tuvo que adaptar su plan sobre la marcha y asesinó a
una amiga de su hija con la que guardaba gran parecido. Ahora, solo le
queda falsear todas las pruebas para conseguir que el juez le conceda la
herencia de su mujer tras el fallecimiento de su querida hija.
—No tenemos pruebas de que Nathan fuera quien lo ordenara y
sabe dios que me encantaría tenerlas para meterlo en prisión de por
vida —dijo Eric.
—Jules, dile que el tipo que chocó contra el coche de la madre de
Julia todavía cumple condena —insinuó tío Charles a su sobrino.
—¿Y qué pasa con el tipo que condenaron por conducir borracho
y causar la muerte de su madre? —preguntó Jules—. Sigue en prisión
todavía, ¿no?
—Es cierto, todavía sigue cumpliendo condena. Creo que fue
sentenciado a cadena perpetua.
—Creo entenderte, Jules —dijo Ralph—. El tipo podría estar
implicado más allá de un simple accidente. Si eso fuera así y pudiésemos
hablar con él, seguro que podría aclararnos si, por ejemplo, cobró un
dinero de Nathan para cumplir con su fatal tarea, aunque ello le supusiera
prisión de por vida.
—No está mal, chicos, pero ¿cómo tengo certeza de todo esto?
—preguntó Eric.
—Los hechos no se pueden falsear y, a falta de hablar con Julia,
tenemos la oportunidad de conseguir una prueba sólida contra él. ¿No
176
crees que lo que averiguaste anoche arroja mucha luz sobre el asunto?
—dijo Jules.
—¿Qué hacemos ahora?
—Eric, sugiero que vayamos a por Julia —dijo Ralph.
—Nosotros sabemos dónde está escondida —dijo Jules.
—¡Jodidos aficionados! Habéis logrado un tanto que pudiera ser
decisivo para el resultado final del partido.
—De todas maneras, pienso que no debemos ir ahora. Aguardemos
hasta que anochezca y ese será el mejor momento para ir —dijo Jules.
—Mientras vosotros os quedáis aquí, quizá pueda hacer otra cosa
más —dijo Eric pensando en voz alta.
—¿El qué?
—Iré a la prisión de Ravenwood. Está a unas ciento veinte millas
de aquí. Trataré de hablar con el preso y volveré a tiempo de
acompañaros.
—Genial idea —dijo Ralph mirando a Jules—. Este tipo empieza
a caerme bien, tiene mucha iniciativa.
—Adelante, teniente. Lo esperaremos aquí —dijo Jules.
—Manteneos alejados de las ventanas y no abráis la puerta a
nadie —aconsejó Eric—. Saldré por detrás.
—Buena suerte —expresó Jules mientras el policía desaparecía
por la puerta de atrás.
177
CAPÍTULO CATORCE
Los duelistas
I
E
ric reflexionaba acerca de su conversación en casa de
tío Charles. Este iba a su lado sentado en el Chevrolet,
atraído por su instinto que le decía que su destino,
temporalmente, estaba atado a aquel hombre de unos treinta y cinco
años, según su opinión, pero con una determinación y honradez
destacables. Los caminos que tomamos en la vida nunca están exentos
de peligros, como tampoco de razones que justifiquen por qué suceden
de una manera y no de otra. Todo tiene un porqué y Eric estaba
convencido de que los hechos estaban plenamente justificados en la
medida en la que formaban parte del plan de Nathan para hacerse con la
herencia de su asesinada esposa. Faltaba relacionarlo a él con la muerte
de su mujer. Eric era un hombre de razonamientos y de argumentos
sostenidos a través de la experiencia y no de elucubraciones ni de
situaciones paranormales. Los fantasmas no existían salvo en la mente
impresionable de algunas personas. Sin embargo, no creer en ellos no
significaba que no existiesen o, al menos, que pasaran ciertas cosas que
se les pudieran atribuir. En cualquier caso, Eric seguiría el procedimiento
policial hasta el final para llegar a buen puerto. No informaría de nada a
nadie del departamento, puesto que sería avisar al propio Nathan.
Habría que buscar otro modo…
La prisión de máxima seguridad de Ravenwood era la respuesta
del gobierno federal del Estado a la delincuencia organizada y a las
revueltas callejeras de finales de los años setenta y principios de los
ochenta. Aprobado el proyecto para su construcción, el presidente
MacKenna decidió materializarlo a través de la creación de los centros
federales y solicitó a los Gobiernos de los distintos estados su colaboración
y la donación de los terrenos correspondientes. Así, el Estado donó
178
dieciocho mil acres para la construcción de la prisión de máxima seguridad de Ravenwood.
Mientras aminoraba, ponía el intermitente para girar a la izquierda y
tomar el camino asfaltado de acceso al aparcamiento de la prisión de
Ravenwood. A la derecha, aparcaban las visitas y, a la izquierda, los
funcionarios que trabajaban en la prisión. Pasadas las doce del
mediodía, todavía aparecían aquí y allá muchas plazas de aparcamiento
libres, por lo que no tuvo problemas para aparcar y dejó el coche en la
primera plaza disponible. Luego, apagó el motor y lo cerró con su
mando a distancia mientras caminaba hacia la puerta principal. Se
detuvo ante el intercomunicador y pulsó el timbre. El guarda que
controlaba el acceso a través de las cámaras de video vigilancia le
habló.
—Buenos días, señor. Identifíquese.
Eric mostró su placa.
—Soy Eric Oakey, teniente de la policía de Longfellows. He
llamado hace una hora para solicitar una entrevista con un preso
llamado Hugh Parker.
—Un momento, teniente —dijo el guarda mientras comprobaba
el registro con las visitas programadas para ese día—. Está todo en
orden, adelante.
—Gracias.
La puerta de acero fue abriéndose y dejó ver a otros dos agentes
de la prisión que lo recibieron en el patio.
—Sitúese tras la línea amarilla, por favor, y extienda sus brazos.
Vamos a proceder a registrarlo —dijo uno de ellos.
Eric siguió las órdenes del guarda al tiempo que el otro procedía
al cacheo. Le quitó el arma reglamentaria y la dejó encima de una
bandeja.
—Podrá recuperar el arma a la salida —le dijo mientras lo
escoltaban a través del soleado patio hasta el segundo puesto de
control, donde otros dos guardas les permitieron el acceso al edificio de
administración tras comprobar nuevamente la identificación de Eric.
Una vez dentro, le fue entregado un recibo como resguardo por la
custodia de su arma y lo condujeron por el pasillo hasta el ascensor,
que lo llevó hasta la primera planta. Cuando las puertas se abrieron, el
agente le indicó que aguardara sentado en una de las mesas libres hasta
179
que trajeran al preso. Eric comprobó en una ojeada preliminar que otras
cuatro mesas estaban ocupadas por diferentes presos y sus respectivos
familiares. Ataviados con el mono color naranja chillón, uniforme
habitual (y no solo de la prisión de Ravenwood).
El preso de la celda número 85 confiaba en que el mundo siguiera
olvidándose de él. Por eso, cuando el guardia abrió su celda y le dijo
que tenía una visita, no se sintió especialmente cómodo. Diez minutos
más tarde, el recluso número 4137 de la penitenciaría de Ravenwood
entraba en la sala donde lo esperaba el teniente Eric Oakey. El agente
que custodiaba al preso le quitó las esposas y le dejó solo las cadenas
que trababan sus tobillos. Eric le hizo una seña para que tomara asiento.
Hugh seguía manteniendo en su mirada una inquietud evidente.
«¿Quién es este poli? ¿Qué hace aquí? ¿Por qué se acuerda de él? Me
habían prometido que se olvidarían para siempre de mí…»
—Soy Eric Oakey, de la policía de Longfellows.
—Yo no espero a nadie. Llevo cinco años aquí y me aseguraron
que no vendría nadie. Que todo había quedado resuelto. El tiempo todo
lo acaba borrando…
—… de la memoria de aquellos en los que dejaste huella
—completó la frase Eric antes de ir al grano. No tenía mucho tiempo-.
Todo este tiempo has vivido con la incertidumbre de cuándo pasaría y
la inquietud sobre lo que pasaría. Y eso es así, porque sabías que, con
tu acto criminal, no acababa todo. Que aún quedaba algo más siniestro
por realizar. Algo despreciable para lo que ya no eras necesario…
—dijo sacando una grabadora del bolsillo interno de su chaqueta y
colocándola bien a la vista encima de la mesa, entre él y el preso.
—Yo no tengo nada que decir. Lo dije todo en el juicio. Si
quedaba algo más, lo desconozco. Mi abogado me aseguró que, con la
sentencia, nadie vendría a buscarme para pedirme nada. Y ahora
aparece usted, ¿qué viene a ofrecerme? Porque está aquí para eso, ¿no?
—Yo no he venido a ofrecerte nada.
—¿No? Entonces…
—Ni el perdón ni la salvación. Todo lo que podías obtener con la
muerte que causaste, ya lo tienes: una celda y tu dinero. Lo que yo
quiero de ti me lo tendrás que decir por propia voluntad.
180
Y Eric esperó unos segundos eternos a que sus palabras calaran
en aquel espíritu mezquino, pusilánime y perdido. Luego, conectó la
grabadora.
—Normalmente, suele ser algo personal —balbuceó Hugh.
—Siempre lo es, Hugh. ¿Ha tomado una decisión?
—Sé lo que quiere oír, pero no puede ser.
—Te escucho igualmente.
—Un tipo vino a buscarme al bar al que solía ir noche tras noche
a emborracharme. Me dijo que sabía que estaba arruinado y que me
habían despedido hacía una semana y me hizo una proposición que no
pude rechazar.
—¿Cómo era ese hombre y qué te propuso?
La descripción encajaba a la perfección con Rickettes.
—Dijo que me entregaría cincuenta mil dólares por asustar a un
conductor. Solo tenía que asustarlo.
—¿Y qué hiciste?
—Acepté. Me dijo que sería dos días más tarde y que me llamarían
para decirme dónde debía hacerlo.
—Pero ella murió, Hugh.
—Algo salió mal…
—¿Qué salió mal?
—Todo… Esa noche llovía, iba borracho, muy borracho, como
de costumbre. Con el primer volantazo, ella perdió el control del coche
y chocó contra un muro de hormigón… El motor salió volando y el
coche quedó partido en dos… Me detuve para esperar a que viniera la
policía, porque era incapaz de quitarme el cinturón de seguridad… Pero
yo solo quería asustarla…
—No, tú hiciste más que eso. La mataste. Eso era lo que siempre
quisieron que tú hicieras por ellos.
Hugh estaba hundido, con los ojos ligeramente enrojecidos y a
punto de llorar. Por primera vez, la sinceridad había brotado de su boca.
Era consciente del engaño al que lo habían llevado. Se aprovecharon de
su adicción y de su nula voluntad.
—Usted —dijo casi en un tono lastimero—, no ha venido a
ayudarme. Solo trata de culpar a Nathan Locksley por ello.
—Justicia, señor Parker. Justicia. Un individuo despiadado que
usó a Rickettes para llegar hasta usted para que hiciera lo que él había
181
planeado. Por llevarlo a cabo es por lo que lleva cinco años del resto de
su vida aquí dentro. Aceptó el encargo y ahora es un huésped del
sistema penitenciario estatal. ¿Quiere decirme alguna cosa más para
que conste en la investigación?
—Ese hombre es demasiado listo para usted.
Eric apagó la grabadora y se la guardó en el bolsillo interior de su
chaqueta.
—Eso se creerá él —dijo levantándose de la silla para avisar al
guarda de que la entrevista había finalizado.
Eric abandonó el aparcamiento a gran velocidad sin saber que esa
sería la última vez que vería con vida a Hugh Parker. Eric fue la última
persona en hablar con el preso Hugh Parker. Una hora más tarde, el
preso número 4137, condenado a cadena perpetua, se ahorcó en su
habitación.
II
Al anochecer, pasadas las ocho y media, un grupo formado por
Eric, Ralph y Jules (junto con la inmaterial presencia del tío Charles)
decidió salir a la búsqueda de Julia. Como tanto Eric como Ralph
habían dejado sus coches alejados de la casa, decidieron salir por la
parte de atrás atravesando los patios traseros de las casas vecinales.
Algo, por otra parte, ya clásico en ellos. Al llegar a donde el policía
había aparcado su coche, subieron rápidamente y se dirigieron hacia la
costa. Con la carretera despejada de tráfico, llegaron sin contratiempos
hasta la carretera que daba acceso a la cala. Eric aceleró y echó abajo
las cadenas, aún a costa de causarle daños a la parte delantera de su
coche. Había pensado que era mejor tener el coche cerca para una
eventual huida. Se detuvo al final de la carretera asfaltada y lo dejó
mirando hacia la dirección por la que habían venido. Los tres bajaron y
Eric abrió el maletero para sacar las linternas que habían recogido en la
casa de Jules. Luego, las encendieron y se encaminaron hacia la playa,
siempre con Eric delante y Jules y Ralph detrás. Charles, debido a su
especial condición, iba a su ritmo mirando a un lado y a otro y
procurando echar una mano al grupo, en especial, a Jules, si era
necesario. Al llegar a la entrada de la cueva, Eric cedió su linterna a
182
Jules y apartó todo lo que pudo la vegetación para que los tres pudieran
pasar fácilmente. Accedió al interior agachándose levemente y Jules
devolvió la linterna a su dueño. La movió a un lado y a otro y se puso
de pie. Era una cueva amplísima y no había problemas para caminar
erguido.
—Vamos, vamos —se apresuró a decirles.
Allí dentro, todo estaba oscuro y había mucho olor a humedad,
olor que lo impregnaba todo. Jules se preguntaba cómo Julia había
pensado en esconderse en aquel lugar. Bien pensado, resultaba muy
apropiado, ya que ella misma, como los piratas que la utilizaron, era
una fugitiva. Un sitio diferente para una persona diferente. El lugar en
el que poder hacerse fuerte y permanecer segura en ese Álamo hasta
comenzar su remontada. Era su particular península de Kamchatka. Un
sentimiento de admiración por ella comenzó a hacerse un hueco en su
corazón. Los tres recorrieron los metros hasta llegar a una bifurcación.
Una vez allí, las dos linternas de las que había preparado Ralph
siguieron iluminando el trayecto del grupo y continuaron por el camino
de la izquierda. El camino era difícil debido a la cantidad de piedras
irregulares que lo sembraban a lo largo y a lo ancho. Por ello y para no
resbalarse y torcerse un tobillo, debían fijarse bien donde pisaban y
hacerlo con lentitud. Eric seguía en cabeza alumbrando a su paso; Jules,
tras él, y Ralph, el último. Charles los seguía con atención, pues, al ver
aquel panorama, si tuvieran que salir pitando, la huida sería muy
complicada. No se podía avanzar rápido. Eric agudizaba la vista y
observaba rápidamente a su paso cada uno de los recodos formados por
rocas más grandes que aparecían frente a él. No le agradaba la idea de
ser sorprendidos en aquella cueva. Ahora comprendía por qué los
piratas que la habitaron la eligieron para refugiarse y esconder sus
tesoros, pues era inaccesible para un grupo numeroso de hombres y, por
tanto, más fácil de defender. Caminaron unos trescientos metros antes
de detenerse. Una luz parecía iluminar la estancia que tenían ante ellos.
Ninguno de los tres tenía muy claro qué hacer.
Mientras eso sucedía, los dos secuaces rusos hacían señales con
sus linternas a Nathan y a Rickettes. Cuando llegaron hasta ellos, los
cuatro se adentraron en la cueva. Nathan sonrió al pensar que tener
contactos en todas partes era una bendición. Tan pronto supo por el
guardia de la prisión que controlaba el acceso que Eric Oakey había ido
183
a visitar al preso Hugh Parker, le indicó que le colocara un transmisor
de señales al coche para poder seguirlo. Y aquella magnífica idea daba
ahora su resultado.
—Entremos —dijo Jules—. No podemos detenernos ahora.
—Yo iré delante —propuso Eric. Jules y Ralph lo siguieron.
Accedieron a una estancia de la cueva mucho más grande. Dentro
quedaron petrificados al contemplar de dónde provenía la luminosidad.
Era la bóveda celeste en la madrugada de una noche de verano con
cientos de miles de estrellas iluminando la oscuridad. Ralph, que ya
había sido testigo privilegiado de algo parecido en uno de sus viajes,
fue el primero en tomar la palabra para ofrecer una explicación racional
a ese fenómeno de la naturaleza. Tanto él como Eric apagaron las
linternas. Ralph dijo que existían unos gusanos llamados dismalites
cuyas larvas vivían cerca de las cuevas de piedra arenisca como aquella
y que utilizaban su luz turquesa para hallar alimento atrayendo otros
insectos. Cuando estos veían la luz que emitían, volaban hacia su
pegajosa tela, fabricada por los propios gusanos, y eran devorados.
Jules no apartaba la mirada del techo cubierto por millares de puntos
luminosos que no eran constelaciones de estrellas, sino gusanos
luminosos. «Oh, Dios mío. Está lleno de estrellas», dijo parafraseando
la famosa frase del astronauta Bowman en la película 2001: una odisea
espacial. Todos habían sido testigos de hechos inauditos, únicos e
irrepetibles, que, en los años venideros, seguirán recordando en compañía
de sus respectivas parejas, amigos o familiares. Y será así porque, de
algún modo, han conseguido una importancia estelar para nosotros que
les concedemos no solo un hueco para siempre en nuestra memoria,
sino también la inmortalidad. Nosotros, al ser los actores principales en
estos actos, podremos recrearlos cuando un olor, una sensación, una
palabra o una imagen nos los recuerden de una forma intensa y fugaz.
Jules sintió por unos momentos la sensación de estar flotando en el
espacio y tener todas aquellas estrellas tan cerca que pudiera tocarlas.
Esbozó una sonrisa y, al bajar la mirada para avistar lo que tenía ante
él, se quedó boquiabierto.
—¡Madre mía! —exclamó Jules cuando distinguió ante sus atónitos
ojos aquellos montones de monedas antiguas de oro y plata, amontonadas
de forma irregular junto a cofres y armas que yacían por doquier. Junto
con todas las capas de suciedad acumulada durante siglos.
184
—Esto es impresionante —musitó Ralph.
—No me lo puedo creer —balbució también Eric dando una
ojeada a un lado y a otro sin poder disimular su cara de asombro.
Los más valerosos e intrépidos piratas habían depositado allí todo
lo que habían acumulado tras sus abordajes hasta crear aquel
impresionante botín. Un auténtico tesoro pirata. Como podían observar,
parte de su contenido estaba oculto en cofres y el resto, a la vista.
Esparcidas por el suelo, yacían monedas, joyas, copas, platos, utillaje
marítimo y armas diversas. Otros montones más voluminosos, que
ocupaban el centro de la estancia, contenían más monedas, que estaban
cubiertas por la suciedad acumulada por dos siglos de historia. Junto a
las paredes, se apoyaban espejos, cuadros y tapices, además de muchas
espadas y sables que debieron de emplear en sus ataques. Todos ellos
olvidados a la espera de un futuro menos turbulento en el que poder
darles una utilidad menos violenta. Hasta se podía contemplar el
esqueleto de algún miembro de la tripulación que se habría atrevido a
desafiar a su capitán y pereció por ello. Pero el tiempo pasó para todos
y ahora había sido una joven tan valiente como ellos la que los había
encontrado. Alguien que, como ellos, se había jugado la vida para
poder contarlo. Sin embargo, a diferencia de los piratas, no había
surcado el trópico sobre aguas tranquilas ni doblado el mítico Cabo de
Hornos en medio de un mar embravecido con olas gigantescas. Eso
solo lo había vivido gracias a escritores como Patrick O´Brian, Julio
Verne o Emilio Salgari. Buscando un refugio para sobrevivir a sus
perseguidores, encontró aquella maravilla de tesoro.
Todo lo que tenían ante sus ojos emitía aquel brillo propio de
objetos de los que solo habíamos oído hablar en historias inverosímiles
o en novelas de aventuras. Pero, en ocasiones, la realidad supera con
creces la ficción y lo que parecía sacado de la imaginación de un
novelista se concretaba ahora ante sus ojos. Se quedaron allí quietos
unos instantes más, sin pronunciar palabra y mirando con los ojos muy
abiertos a un lado y a otro. Eric pensó que resultaba inaudito que las
autoridades no llegaran a descubrir aquella cueva nunca. Y, aún más
increíble, que fuera aquella joven la que la hubiese descubierto sin
ninguna ayuda. Julia, con su aparente fragilidad, tenía tal capacidad de
razonar, comprender y deducir que supo resolver el misterio de la
ubicación concreta de la cueva. Misterio que nunca llegaría a revelar en
185
vida, ya que, como un buen mago, deslumbraba con sus actos sin
expresar una sola palabra. Y menos después de ver el desastre ecológico
que produjeron en la playa, que solo podía calificarse de chapuza
política, además de negligencia por parte de la empresa que realizó la
búsqueda. La pregunta que realmente debían hacerse los ciudadanos de
Longfellows era si todo aquello se hizo para encontrar tesoros antiguos
o se trataba de un asunto más oscuro. La verdad es que nadie en la
ciudad llegaría a saberlo nunca. Lo que significaba que habían conseguido
su propósito. Eric apartó su mirada y empezó a hacerse otra pregunta
todavía más importante, ¿dónde estaba Julia?
Por una vez, Charles estaba en silencio y conmocionado por el
hallazgo, algo que solo en los sueños de un niño podría aparecer.
—Nos volvemos a encontrar —dijo una voz femenina a su
izquierda, emergiendo tras un montón de monedas.
Hasta que no salió de la penumbra, Jules no la pudo ver con cierta
claridad. No eran conscientes de que sus perseguidores habían llegado a
la bifurcación y tomaban el camino de la izquierda que los llevaba
directamente hacia ellos. Jules avanzó hasta quedar a escasos
centímetros uno del otro. Alta, algo más delgada de lo que en ella era
habitual, con el cabello rojizo recogido en una coleta, su cara poblada
de pecas y sus ojos inmensamente azules…
—¿No vas a decirme nada? Llevamos toda una vida buscándonos
como para que merezca oír tu voz. Algo que una chica pueda recordar
para siempre.
Jules vio en el reflejo en una copa de su izquierda la presencia de
sus perseguidores y el característico sonido del cerrojo de la pistola
amartillando el disparo de una bala.
—¡Al suelo! —gritó lanzándose sobre ella y ambos cayeron
rodando hasta quedar fuera del alcance de los tiradores. Un tiroteo se
inició y tanto Eric como Ralph se parapetaron rápidamente tras una
mesa cubierta de joyas y candelabros hasta quedar también fuera del
alcance de las balas. Dos disparos más se sucedieron antes de que se
hiciera el silencio—. Acabamos de volver a vernos y te he traído un
poco de acción.
—Más bien has conducido al villano y a sus lacayos hasta mi
escondite. ¿No sabes borrar tus huellas? —le espetó indignada Julia.
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—Estuve un tiempo conviviendo en un poblado sioux, pero,
como no fumaba en pipa, no estuve el tiempo suficiente como para
aprender a borrar mis huellas. No me integré mucho, la verdad.
—Tú nunca estás el tiempo suficiente para integrarte.
—Quizá sea el momento de que eso termine.
—¿De verdad?
—Pero antes tenemos que salir de aquí.
Los disparos de las Glock de los tiradores rusos resonaban con
fuerza ensordecedora en el interior de la cueva. Eric respondió con
otros disparos varias veces hasta arrinconar a uno de ellos y Ralph fue
dando un rodeo por detrás de los montículos de monedas para tratar de
tener un blanco seguro con el segundo tirador. Rickettes permanecía
junto a la entrada observándolo todo mientras Nathan estaba al otro
lado, oculto medio rostro en la oscuridad. Por fin la había encontrado y
lograría acabar con aquella situación tan exasperante. Ella debía morir a
toda costa esa misma noche y en ese mismo momento y, encima, habían
dado con los restos bien conservados de un tesoro de incalculable valor.
Al parecer, la suerte con la que se había manejado en los negocios
seguía dando sus frutos. «No es suerte, es instinto», pensó al tiempo
que sus escrutadores ojos seguían cada movimiento que se producía en
aquel escenario. Eric llegó hasta Ralph y le entregó otro cargador para
su pistola. Ambos se asomaron y Ralph tomó la delantera a Eric para
conseguir en un segundo disparo acertar en la cabeza de su oponente,
falleciendo este en el acto. Eric localizó al segundo tirador. Este volvió
a abrir fuego contra ellos. Fuego al que respondieron inmediatamente.
Se produjo un silencio antes del segundo intercambio de tiros. En el
que el segundo y último tirador cayó abatido por los disparos de Eric.
—Tu puntería es lamentable —le dijo Eric.
—Llevo un tiempo desentrenado, pero he acabado con el mismo
número de tipos que tú —replicó Ralph—. Gracias por la ayuda.
—De nada, amigo. —Y se estrecharon las manos.
Rickettes, que había observado todo con calma, se dispuso a
entrar en acción. Sus dos lacayos habían sido abatidos y no podía
permitir que le dieran caza. Entonces, se percató de que Charles estaba
delante de él.
—Veo que tu rostro cada vez está más pálido. Empiezas a estar
más cerca de mi mundo que de este —dijo Charles.
187
—No me hagas reír, fantasma entrometido. No entiendo cómo
todavía andas por aquí.
—Es obvio que tenía que hacer algo —respondió Charles.
—Desaparecer definitivamente —dijo Rickettes blandiendo su
bastón extensible hecho de hierro puro y descargándolo con furia
contra Charles.
Contra todo pronóstico, este lo rechazó con otro bastón de hierro
que había cogido de entre los muchos objetos que allí había.
—Verás, lo curioso de mi condición es que, a pesar de estar
muerto, poseo muchas habilidades. Si vamos a luchar, que sea en
igualdad de condiciones —dijo empujando a Rickettes contra la pared y
luego lanzó su bastón para golpearlo en las piernas, pero rechazó su
golpe.
Mientras ambos luchaban en la entrada a la estancia, Eric no
había visto que Nathan se les había aproximado por detrás y, sin que
pudiese hacer nada para evitarlo, golpeó con la culata de su Glock a
Ralph en la nuca y le dejó inconsciente. Luego, encañonó a Eric y lo
obligó a tirar su arma.
—Vamos a reunirnos con la parejita —dijo indicando a Eric con
su arma que caminara delante de él.
Llegaron hasta Jules y Julia, que habían permanecido escondidos
durante el tiroteo, y ambos se pusieron de pie frente a Nathan.
—Si algo me molesta es que los planes no salgan como yo los
había previsto. Así que vamos a terminar ya con esto. —Y, con un
movimiento rápido, apuntó a la pierna de Eric y le descerrajó un tiro. El
policía gritó de dolor al caer al suelo. Entonces, los apuntó a ambos
para impedir que se le acercaran—. Esto es solo para ponerle algo de
música a la escena.
—Eres un ser despreciable —dijo Jules.
—No temas, tu turno es el siguiente.
—¿Por qué haces todo esto? ¿No tuviste suficiente con matar a
mi madre?
—Claro que no, estúpida. Para leer tanto, no te das cuenta de lo
que pasa a tu alrededor —dijo sonriendo ampliamente.
—Al menos, tienes la valentía de hacerlo tú mismo —le dijo
Julia—. Para matarla a ella, tuviste que pagar a un borracho.
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—A ti no te mataré enseguida. Quiero disfrutar del momento
después de estos largos cinco años en los que me hiciste esperar,
querida hija.
—No me llames hija, no tienes derecho. —Mientras padre e hija
se decían las cosas a la cara y Jules veía que Nathan se aproximaba
lentamente a ambos empuñando su pistola, tomó una decisión. A su
izquierda, había unas espadas de la época y no dudó en empuñar una de
ellas para arrojarla con fuerza sobre la mano en la que Nathan empuñaba
la pistola. Con lo que esta cayó al suelo, lejos de su dueño. Jules tomó
otra espada del rincón en el que había cogido la primera y se interpuso
blandiéndola frente a Nathan, que lo observaba sonriendo.
—Alfeñique —decía mientras abría y cerraba los puños con
rapidez—. ¿Este es el tipo que será tu paladín?
—Ha demostrado ser el hombre más valiente que he conocido
nunca. Y, además, le importo de verdad.
—Qué patética eres. No le importas. —Y, en un rápido movimiento,
tomó la espada que había a su derecha. La sacó de su funda y apuntó a
Jules—. Empieza el duelo, muchacho. ¿Eres lo bastante hombre como
dice ella para aceptarlo?
—No lo hagas, él no sabe esgrima —replicó Julia.
—Vaya, ¿por qué tenías que decirlo? —preguntó Jules.
—Cuidado —le advirtió Julia.
Jules pudo esquivar el primer golpe, pero, ante un experto en
esgrima como Nathan, en el siguiente lance, recibió una herida en el
costado y cayó al suelo herido y dolorido. Por lo que soltó su espada. El
cuerpo herido por el filo del sable se dobló violentamente y Jules se
encogió sobre sí mismo. Con el rostro arrugado por las violentas
descargas de dolor y los ojos sorprendidos ante una sensación jamás
vivida, exhaló un alarido punzante. Su mano dejó escapar el sable que
cayó al suelo, junto a su cuerpo ahora en posición fetal sobre la tierra.
Nathan sonrió y adoptó una posición triunfal, pero en guardia, enarbolando
el sable delante de Jules. De modo que sus ojos, oscurecidos por la
venganza, quedaban separados por el ensangrentado filo.
Julia acudió presta hasta él, sacudida por una sensación creciente
de ira interior. Se arrodilló junto a Jules, pero no sabía muy bien qué
hacer. Sabía, eso sí, que en casos de accidentes con los heridos había
189
que tener especial cuidado, ya que, moverlos o actuar sin saber lo que
se hacía, podía causarles daños mayores.
—¿No sabes cuidar de tu hombre? —le preguntó su padre—.
Sería una sorpresa para mí que conservaras a este.
Se esforzó por ignorar sus palabras y se concentró en Jules.
Observó que la herida, que torpemente trataba de taponar con sus
temblorosas manos, seguía sangrando. Julia se quitó el pañuelo que
llevaba alrededor de su cuello y lo fue doblando hasta aplastarlo y
dejarlo como ella quería. A continuación, apartó con cuidado las manos
y se lo colocó sobre la herida.
—Haz presión, Jules —le dijo al oído—. Así contendrás la
hemorragia hasta que salgamos de aquí. Necesito que hagas algo por
mí, ¿vale?: sigue luchando y confiando en mí. —Y le dio un beso en la
mejilla.
—Si has terminado tu tarea de abnegada enfermera, podremos
poner punto final a esta historia —dijo Nathan con ironía.
—Como siempre —dijo Julia girando su cabeza hacia él—, te
crees con el derecho de decirle a todo el mundo lo que tiene o no tiene
que hacer.
—Así es como funciona la vida real, Julia. Unos ordenan y otros
obedecen.
—Eso no debería suceder nunca —dijo al tiempo que tomaba el
sable que se le había caído a Jules y se ponía de pie.
—Hasta alguien como tú, que solo cree en cuentos de hadas y
príncipes azules, debería saberlo. ¡Despierta ya de tu sueño! ¡No hay tal
príncipe azul! Como ves, está muriéndose —dijo volviendo a sonreír—.
¿Qué vas a hacer al respecto? Si él muere, tu sueño morirá con él.
El rostro de Julia se endureció y su ceño se frunció como nunca
antes le había sucedido. Era consciente de que estaba experimentando
la ira hasta unos límites insospechados. Una parte de su mente tenía
miedo de no saber o poder controlarla, mientras que otra se esforzaba al
máximo por mantener esa parte de ella que estaba determinada a luchar
hasta el final y ganar. Vencer para que el sueño no muriera. Así que
adoptó la posición de saludo levantando su sable, como se hace
previamente al comienzo de todo duelo. No tenía mucho tiempo si
quería pedir ayuda para Jules y Eric.
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—El sueño no morirá porque nosotros somos ese sueño. Tú, en
cambio, eres la pesadilla que desaparece cuando se enciende la luz. El
monstruo dentro del armario que aterroriza el sueño de una niña. Eres
todo aquello que nadie quiere recordar jamás. Además, eres un asesino.
Tú ordenaste la muerte de mi madre y pagarás por ello —dijo
blandiendo su sable de forma desafiante ante Nathan—. Juro que lo
pagarás con tu vida.
Con ambos en posición de guardia, comenzó el duelo. Cuando el
filo de los sables resonó en el interior de la cueva, los tiradores eran
conscientes de que solo podía quedar uno. Con pausa, pero sin tregua,
comenzaron el intercambio de ataques y defensas. Nathan, más experto,
mantenía la calma frente a la violenta reacción de Julia y parecía
limitarse a defenderse. Sin embargo, Julia era consciente de que dejar
pasar el tiempo no era una opción. De ahí que no dejara de fruncir el
ceño con cada uno de los ataques que Nathan rechazaba manteniéndola
a distancia.
Si algo tenían en común la esgrima y el ajedrez era la calma que
había que mantener en todo momento y a Julia la dominaba la ira. A la
fiereza y determinación de sus movimientos les faltaba la precisión
para hacer daño a su contrincante. Pero ella no se rendía. No cejaba en
su apasionado ataque con ágiles movimientos, a los que, a duras penas,
llegaba a oponer su sable Nathan. Parecía que el cansancio comenzaba
a hacerle mella. Llegado este momento, Julia hizo una rápida lectura
del duelo y se vio vencedora. Continuó haciendo retroceder a Nathan
unas veces y otras era él el que lo conseguía con ella. Sin embargo,
Julia no se dejaba arrinconar y, con el empuje de su ataque, volvía a
tomar la iniciativa y la ventaja. El cansancio era evidente en el rostro de
su padre, jadeante y sudoroso. En contraste con el suyo, firme e
impasible, que comenzaba a intimidarlo.
Pronto, a partir de aquí, se vio que el desenlace del duelo estaba
muy próximo. Julia atacó con un movimiento rápido, del que él no supo
rehacerse. Trató de zafarse del sable de Julia, pero lo único que
consiguió fue perder el suyo, que rodó por el suelo. Y, finalmente, tener
el sable de su hija apuntándolo directamente al corazón. Los ojos
sorprendidos por la derrota quedaron atrapados frente a los ojos
victoriosos, en unos breves, pero intensos, intercambios de miradas.
Padre e hija terminaban aquí su relación. Julia atravesó su corazón con
191
un solo movimiento. Preciso y perfecto. Nathan resbaló por la pared
con la mirada apagada hasta quedar sentado. Muerto.
Charles detuvo con su bastón el golpe que trataba de asestarle
Rickettes y, con su pierna, le dio una patada en el estómago y lo lanzó
contra la pared. Luego, sin darle tiempo a reaccionar, lo golpeó de lado
a lado, haciendo que Rickettes se viera envuelto en un remolino que fue
girando y girando con más y más fuerza hasta volatilizar su cuerpo y
luego desaparecer a través del suelo, camino del infierno. Ese bastón de
hierro debió de pertenecer a algún religioso porque de él emanaba un
aura blanca que quemaba a su contacto y Charles lo sostenía sin
problema alguno. Lo dejó en el suelo y se adentró en la estancia.
Julia llegó primero hasta Eric, al que ayudó a sacarse el cinturón
y, posteriormente, lo usó para hacerle un torniquete en el muslo por
encima de la herida. Luego, se acercó a Jules, cuyo estado era bastante
grave. La herida no dejaba de sangrar, a pesar de que él seguía
apretando con las escasas fuerzas que le quedaban, tal y como ella le
había dicho.
—Aguanta, Jules. Voy a pedir ayuda. No dejes de seguir
luchando, ahora que falta tan poco para que todo termine. —Y le besó
en los labios brevemente—. Te prometo que volveré pronto. —Julia
salió a la carrera no sin antes tomar una de las linternas que Jules,
Ralph y Eric habían traído consigo.
Charles estaba sentado junto a su único pariente vivo y lo miraba
tan profundamente que, en algún momento, pensó que aquel muchacho
no era su sobrino, sino su hijo. Ese descendiente que buscó y no logró
tener nunca con sus tres esposas. Un hombre con su futuro en el aire
por culpa de la herida, pero Charles confiaba en la capacidad de
sufrimiento y de recuperación de Jules. Ya lo había demostrado
anteriormente. Si su cometido era permanecer a su lado hasta el final,
lo acompañaría con gusto. No podría encontrar mejor compañero de
fatiga. Pero no era eso lo que quería para él. Quería que lograse triunfar
como escritor. Que fuera feliz con la chica a la que había ayudado y
que le había salvado la vida.
—Todo ha terminado en cuanto a la resolución de esta historia,
pero tu vida no acaba aquí. No puede. Tu momento aún no ha llegado y
no me iré de tu lado hasta que te encuentres bien —dijo, bastante
192
afectado al ver el rostro sudoroso y lleno de dolor de Jules—. Ahora
descansa, enseguida vendrá la ayuda.
Eric logró acercarse hasta Jules y se quedó a su lado.
III
Dio parte a las autoridades a través de un teléfono móvil desechable
para que vinieran las ambulancias y la policía. También avisó a los
federales que, al escuchar el nombre de Nathan Locksley, se interesaron
rápidamente por el tema.
193
CAPÍTULO QUINCE
Os presento a Jules Marat, escritor
I
L
a enfermera comprobó que todos los aparatos funcionaban
correctamente antes de abandonar la habitación, pasadas
las cuatro de la madrugada. Jules estaba durmiendo a
causa de la sedación a la que había sido sometido tras la operación.
Ahora era cuando su cuerpo estaba muy cerca de sentir esa sensación
parecida al descanso que no había tenido desde que regresara a
Longfellows.
—Bonita enfermera, Jules. Has salido de esta. Enhorabuena
—dijo tío Charles rodeando la cama.
En ese momento, la puerta se abrió y dio entrada a una mujer
joven de cabellera pelirroja.
—Tienes visita. La chica guapa ha venido a verte. Te confieso
que esto no me pasaba a mí cuando estaba en los hospitales. ¿Será la
evolución del gen Marat? Os dejaré a solas. Si me necesitas, estaré
haciéndole compañía a esa simpática enfermera. —Y desapareció.
Julia acercó la silla a la cama y la arrimó lo suficiente como para
quedar cerca de él. Permaneció en silencio un instante hasta que se
arrancó a hablar a Jules en voz alta.
—Llevamos mucho tiempo, pero no está nada mal, ¿no? Míralo
por este lado, te va a quedar una cicatriz muy atractiva —dijo acariciándole suavemente las mejillas. Luego, retiró la mano como si la hubieran
pillado in fraganti haciendo algo malo—. Me asusté mucho cuando mi
padre te hirió… Vi tanta sangre que, por un instante, llegué a pensar
que te perdía para siempre. —Hizo otra pausa y apagó la luz. Solo la
luz de las farolas de la calle entraba por la ventana y dejaba la
habitación en un romántico claroscuro—. Piénsalo bien, Jules. Esta será
la primera de las muchas noches que pasaremos juntos. Ahora descansa.
194
Yo cuidaré de ti. Si me necesitas, estaré aquí, a tu lado —dijo tomándole
la mano y sujetándola con fuerza.
Y apoyó su cabeza sobre la cama, a la altura de su hombro.
II
El viernes por la mañana, Ralph acudió a visitarlo.
—Buenos días, amigo. ¿Cómo te encuentras?
—Hola, Ralph. Me encuentro muy bien. ¿A qué debo el honor?
—La verdad es que me daba vergüenza venir. Aún me duele el
chichón en la nuca —dijo pasándose la mano por esa zona y tomó
asiento para continuar la conversación—. Veo que tienes mejor aspecto.
Me alegro.
—Sí, el destino me ha guardado la mejor de sus sonrisas.
—Para mí, no. Imagínate que, en la principal escena de acción,
me dejaron fuera de juego a las primeras de cambio. Mi papel se quedó
reducido a la mínima expresión. Un poco más y resulta ser un simple
cameo.
—Seguro que el escritor no piensa eso de ti. Tú me has ayudado
mucho y en absoluto eres un cameo. Eres un apoyo importante para mí,
Ralph. Eres un amigo de verdad y te estoy muy agradecido por la ayuda
que me has prestado desde que regresé.
—Por un amigo como tú, Jules, lo que haga falta. Aunque ahora
ando corto de pasta, porque ya sabes que mi ex mujer sigue sableándome
siempre que puede —dijo sonriendo irónicamente.
—¿Sabes algo de Eric? —le preguntó Jules interesándose por la
salud del policía.
—Sí. Lo visité ayer y se encuentra mejor. Mucho mejor. Me
preguntó por ti.
—Es un valiente —respondió Jules.
—Todos los que estuvimos allí lo somos —apuntó Ralph, algo
molesto porque no se le hubiera aplicado a él ese calificativo—. Por
cierto, ¿qué hay de Julia?
—Esta noche me ha hecho compañía. Es una mujer increíble.
—Veo que lo vuestro va sobre ruedas, fantástico —dijo Ralph
guiñándole un ojo con aprobación.
195
—Sí, así es.
—¿No está por aquí?
—Ha ido con su abogada a Great City para reclamar la herencia
de su madre.
—Menuda se ha liado a cuenta de la dichosa herencia. Tú por lo
menos pudiste arreglar la de tu tío.
—Esa situación no tenía la menor complicación.
—¿Has leído los periódicos?
—No.
—El Departamento de Asuntos Internos detuvo ayer a ochenta
policías acusados de corrupción y participación en diferentes asesinatos.
Entre ellos, el comisario en jefe Talbert. Todo gracias a la confesión de
algunos policías a los que se protege con el fin de obtener más información y capturar a todos los que estuvieron al servicio de Nathan Locksley.
—Jules dejó escapar un suspiro tanto de asombro y admiración como
de cansancio.
—Sí —continuó hablando Ralph—, por lo visto, su muerte ha
hecho que muchos se atrevieran a hablar y ha removido muchas
conciencias. El alcalde decidirá hoy quién será el nuevo comisario.
—Es gratificante ver que la señora Justicia no se ha ido de
vacaciones —dijo dirigiendo su mirada hacia la ventana, mientras
parafraseaba la frase del personaje de V de vendetta—. ¿Qué tal tiempo
hace ahí afuera?
—Un espléndido sol de verano.
—Me encantaría estar de nuevo bañándome en el lago…
—Voy a dejar que descanses y volveré esta tarde.
—Vuelve cuando quieras —dijo volviendo la cabeza de nuevo
hacia Ralph y tendiéndole la mano, que su amigo estrechó con agrado.
—Así lo haré.
III
A las doce en punto, el alcalde George Cedar y su secretario
personal Stuart Graham entraron en la habitación de Eric.
—Señor alcalde, ¡qué sorpresa!
—Buenos días, teniente.
196
—Tomen asiento, por favor.
—No estaremos mucho tiempo, pero se lo agradecemos. Hay
mucho por hacer todavía. El asunto del que hablan todos los medios
nos está haciendo mucho daño.
—Lo sé. Me han puesto al corriente algunos compañeros que han
venido a visitarme. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Entre mis prioridades está la de nombrar al nuevo comisario
jefe para que empiece a trabajar y ponga en orden el Cuerpo de Policía
de Longfellows. Solo así la gente comenzará de nuevo a creer en
nosotros.
—Será complicado. Por si no lo sabía, los tentáculos de la
organización de Locksley llegaban hasta muy arriba en la policía.
Aunque Asuntos Internos haya hecho detenciones, nunca llegaremos a
saber con seguridad cuántos quedan todavía.
—Pero, según hemos podido saber gracias a la información
proporcionada por quienes han trabajado para él y ahora colaboran con
nosotros, hay rincones incluso inaccesibles para él y sus triquiñuelas
mafiosas.
—¿Cuáles?
—La integridad de usted, teniente, por ejemplo —dijo el alcalde
señalándolo con el dedo.
—¿Se refiere a mí?
—Vamos, teniente. No sea modesto. Y, lo que es peor, no me
haga que se lo pida de rodillas. —Stuart sonrió por lo bajo al oír el
comentario—. Usted, Eric Oakey, es el elegido para tomar posesión del
cargo y darle un nuevo rumbo al Departamento de Policía del pueblo
—dijo haciendo una señal a su secretario y este le mostró un documento
de una sola hoja que Eric leyó con atención—. ¿Está conforme?
—Solo si voy a tener plenos poderes para tomar decisiones.
—Libertad absoluta. Su gestión solo dependerá de sus buenas
decisiones.
—Entonces, acepto el cargo —dijo estampando su firma.
—Cuando le den el alta, le tomaré juramento frente a la fachada
de la comisaría para hacerlo público. Felicidades, señor Oakey.
—Gracias, señor alcalde.
—Buena suerte —dijo estrechándole la mano—. Ahora, recupérese.
197
IV
Ralph regresó por la tarde, tal y como le dijo en su visita de la
mañana. Trajo su pequeño portátil y ayudó a Jules a responder algunos
emails atrasados, entre ellos, varios de Maiween y el que le había
enviado Archie en relación con la entrevista con los editores.
—Me había olvidado por completo de Archie —dijo Jules.
—Es comprensible, con todo lo que ha pasado.
—Por favor, escribe lo que te vaya diciendo.
—De acuerdo.
—Dile que la semana que viene, si me dan el alta el lunes o el
martes, la reunión con los editores podría hacerse el viernes. La hora y
el lugar, que lo acuerden entre ellos. También le explicas brevemente lo
que ha sucedido aquí para que entienda por qué no he podido ponerme
en contacto con él antes. Con eso, será suficiente por ahora.
—Muy bien —dijo Ralph mientras abría el email recibido de
Archie y pulsaba responder para escribir lo que le había indicado Jules.
Cuando finalizó, pulsó enviar y el correo electrónico salió volando
hacia su destinatario—. ¿Respondemos a algún remitente más?
—Sí, Maiween debe de estar preocupada y, a la vez, enfadada
conmigo por no responder a sus correos. Coge el último que me haya
enviado y le respondes que todo ha ido muy rápido y que, para avanzar
en su resolución, he tenido que sacrificar otras cosas. Añades un breve
resumen como el que le has puesto a Archie y le dices que mañana la
llamaré a su teléfono móvil para hablar más tranquilamente.
—Bien.
Tardó unos diez minutos en mecanografiar el correo electrónico
que debía recibir Maiween. Luego, se lo leyó a Jules por si quería
añadir alguna cosa más que considerara importante decirle.
—Sí. Añade que ella es mi mejor amiga y que le agradezco su
ayuda. Que estoy en deuda con ella y que nunca lo olvidaré.
—Añadido —dijo Ralph, que lo había escrito mientras Jules se lo
decía, y pulsó enviar.
—Con esto, es suficiente, Ralph.
—Sigue descansando y recuperándote —dijo mientras apagaba el
ordenador—. Mañana vendré de nuevo y podremos seguir charlando.
Te comentaré algo sobre la nueva novela que estoy proyectando.
198
—Encantado de poder ofrecerte mi opinión.
—Hasta mañana, amigo.
—Adiós.
V
A las siete, la enfermera dejó dos bandejas para cenar en la habitación y luego salió deseándoles una feliz cena.
—Las enfermeras han sido muy amables —dijo Julia—. Les he
dicho que éramos pareja y queríamos cenar juntos, a solas.
—¿Y qué te han dicho?
—Como puedes ver, ninguna objeción.
—Hay que ver qué poder de convicción tienes.
—Deberías saber que, siendo tu pareja oficial, podemos cenar e
incluso dormir aquí —le dijo con una mirada traviesa.
—¿Pareja oficial?
—¿Acaso lo dudas?
—No puedo decir que no esté en desacuerdo contigo —dijo Jules
sonriendo.
—Tenemos dos horas para nosotros solos antes de que vuelvan
para tomarte la tensión —dijo Julia acercando su cara a la de Jules.
—Mi tensión estará por las nubes si te sigues acercando así a mí
—dijo Jules sonriendo.
—¿Tan peligrosa soy? —le respondió mostrando una sonrisa
picarona, esa que había guardado todos estos años solo para sus ojos.
—Si tuviera un medidor de cero a cien, con esta proximidad
inherentemente excitante, con tus labios tan cerca de los míos y tus ojos
apuntando a los míos, el medidor acabaría por reventar de un momento
a otro…
—Pues que reviente… —dijo Julia besando los labios de Jules.
A un centímetro de tu nariz, puedo sentir el lento ritmo de tu
respiración, aumentando y decreciendo. A igual distancia de tus labios,
se desata la locura a la luz de la luna, difuminando sus contornos en
perfectas líneas definidas, con trazos firmes y seguros. El aliento que
impulsa tu corazón los recorre como el viento formando diminutas
199
estelas que coronan cada poro de tu piel hasta romper en mis labios de
forma cálida, dulce e intensa. Cerrándose sobre la comisura de tus
labios para volver de nuevo hacia atrás y atraparlos en un nuevo
contacto casi electrizante y estremecedor. Soy un hombre que ha
enviado su ejército de sentimientos al encuentro de los tuyos en el
punto de latitud cero, cuando ya no quedaban más víveres para
mantenernos con vida, cuando el frío hacía mella en nuestros pies, con
la nieve y el hielo ralentizando nuestra marcha, hasta que nos
encontramos… contra todo pronóstico… el coraje venciendo al silencio…
No sé quién llegó primero, pero ambos hemos recorrido las nieves
eternas más allá de las columnas de hielo que se elevan a nuestras
espaldas, ya lejanas y casi olvidadas. Luchando para sortear abismos
de glaciares, tormentas punzantes de incomprensión, que podían
congelarte el corazón. Desde la esquina de tus labios, ¿puedes leer mi
mente una vez más? Si hemos llegado donde solo unas pocas personas
lo han conseguido y hemos abierto la puerta de un fuego que derritió
las columnas de hielo para trazar un camino siempre hacia adelante y
permitirnos ver lo que nuestros ojos tienen ahora frente a ellos. A un
espacio milimétrico de tus labios, susurra mi nombre una vez más…
—Si nos hubiéramos conocido en otra época, en otro momento,
sin saber quién eras tú o quién era yo, ¿cómo hubiera sido nuestro
encuentro? —le preguntó Julia mientras se abrazaba a él y apoyaba su
cabeza sobre su hombro.
—Cierra los ojos y concéntrate en la música. Esa música que solo
acompaña determinados momentos… Un hombre vuelve la mirada, sus
ojos recuerdan, su mente revive el momento, ante ellos un día de lluvia
vuelve a vivir con una mujer que lo mira. Ella se ha dado cuenta de que
él la observa y sonríe delicadamente mientras aparta su rostro de su
campo de visión... baja sus anteojos y sube el ala de su sombrero para
verla mejor, ella parece petrificada en la acera de enfrente mientras el
gentío que pasa no percibe la escena que se desarrolla al mismo tiempo.
No puede moverse, sus piernas parecen atrapadas en un irreal campo de
barro que parece fijarla allí. Levanta tímidamente la mirada y se
encuentra ante unos ojos que la han distinguido entre el resto de
mujeres. La diferencia se hace visible ante lo cotidiano y lo superfluo.
Cuando las primeras notas del violinista llenan la calle de armonía, con
200
el delicado pizzicato de sus dedos, ella al fin sonríe... extiende el paraguas
y cruza la calle, esquivando el coche tirado por cuatro caballos de un
pelaje tan negro como ala de cuervo, hasta poner su figura a salvo de la
cortina de agua que cae. La respiración entrecortada, un hombre, una
mujer y una pregunta en el aire que espera ser respondida...
—No me gustan esa clase de incógnitas —le respondió Julia
besándolo una vez más antes de volver a quedar en silencio para
contemplar la vista del cielo nocturno que cubría Longfellows.
VI
El sábado, mientras Jules aún dormía, aprovechó la mañana para
regresar a su casa, ducharse y cambiarse de ropa. Luego, cogió una
bolsa y metió algunas cosas que pudiera necesitar. A continuación,
acudió a desayunar a la cafetería Moonlight, donde trabajaban dos de
sus amigas como camareras y a las que no había visto desde que tuvo
lugar su desaparición el día de su cumpleaños. De hecho, cuando
recuperó su teléfono móvil, tenía más de cincuenta llamadas perdidas y
treinta y tantos mensajes de texto solo de ellas dos. Cuando entró, Suzy
salió a su encuentro y la abrazó como si la fuera a perder de nuevo.
Suzy era menuda, con cabello negro, largo hasta la cintura, cara
redonda y sonrisa de felicidad. Era un año menor que Julia. Su otra
amiga era Laura, la más alta de las dos. Rubia, cabello largo, no tanto
como Suzy, más rellenita y con un rostro que se ruborizó de alegría al
verla de nuevo. Dejó un momento de atender en la barra, para salir a
recibirla con un abrazo compartido solo por ellas dos y luego, por las
tres juntas. Los clientes que había en ese momento en la cafetería se
mostraron sorprendidos ante tanta demostración de alegría, pero,
cuando vieron que se trataba de Julia Locksley, reaccionaron con
discreción y no dieron más importancia al asunto.
Durante el café que Julia se tomó, Suzy y Laura se interesaron
por todos los detalles de su desaparición. Después de hacerles un breve
resumen de sus peripecias, la conversación tomó otros derroteros. Pero
Julia era experta en no dejarse atrapar por la tela de araña de los
cotilleos y, teniendo en cuenta que había una investigación policial de
por medio, era mejor no hablar más de la cuenta.
201
—Julia, te lo tengo que preguntar porque está en boca de todos
—dijo Suzy.
—Tú dirás.
—¿Es verdad que estás con Jules Marat? —le preguntó Laura.
—Sí.
—Por Dios, Julia. Pudiendo estar con mejores partidos, te has ido
con el sobrino de ese escritor loco.
—Si es solo locura, creo que yo estoy más loca que él —dijo
sonriendo ampliamente. Laura no se quedó muy convencida con su
respuesta.
—Pero si ese chico es un don nadie y tú estás claramente colgada
por él —dijo Suzy sin poder entender el comportamiento de su querida
amiga.
—Pertenece a una saga de escritores, como yo. Ese chico será un
gran escritor y yo lo admiro.
—No ha publicado nada —apuntó Suzy.
—Pronto lo hará.
—Y, si no lo consigue, ¿qué harás tú? —dijo Laura.
—Seguiré con él.
—Pero tú tienes dinero, puedes aspirar a alguien mejor —afirmó
tajante Laura.
—Él es el mejor.
—Es obvio que esta situación te ha afectado mucho. No sabes lo
que estás diciendo —dijo Suzy.
—No, soy la misma. El problema lo tenéis vosotras que no veis
más allá de vuestros prejuicios. Pensáis que, porque Jules no responde a
vuestros arquetipos vacíos y carentes de vida, no vale para los demás.
No es así. Estaría con él, aunque no fuera escritor famoso o tardara en
serlo. Yo lo quiero tal y como es. —Y terminó golpeando la mesa con
la palma de la mano, de modo que la cucharilla hizo un vuelo corto
hasta saltar del plato a la mesa.
—Pero… —reprochó Laura.
—Pero nada —apuró su café y salió del local sin mirar atrás. Con
Jules a su lado, nunca miraría atrás.
Cuando regresó al hospital, Jules había terminado de hablar por el
teléfono móvil. Era Archie, que le confirmaba la entrevista con
202
Elisabeth Simms, editora de Chalmer´s Books, el viernes a las once y
media en su despacho. Sería la primera vez que acudiría a Great City.
—Jules.
—Dime.
—¿Has pensado en nosotros?
—Sí.
—¿En qué?
—En que nos sigamos conociendo y que vivamos juntos.
—¿Tan pronto?
—Nosotros llevamos toda la vida buscándonos. Ya es hora de
que nos encontremos y que compartamos todo ese mundo interior que
nos une.
—Gracias por decírmelo.
—¿Qué te pasa?
—No quiero estar con nadie más que no seas tú.
—Ya estamos juntos, ¿qué nos importa el qué dirán?
—Por eso te quiero, Jules Marat.
—No lo digas todavía.
—¿Por qué?
—Aún no. —Y la besó en los labios.
—El médico que había visto la escena cerró de nuevo la puerta
con suavidad y se volvió hacia la enfermera.
—¿Algún problema, doctor?
—No. Creo que me he dejado las gafas en el mostrador. Volveré
para buscarlas. Acompáñeme. No hay prisa.
VII
El lunes, a las doce, el médico de guardia entregó a Jules el alta
para que lo guardara con el resto de informes médicos que debía
quedarse. Julia empujaba la silla de ruedas mientras caminaba por el
pasillo hacia el ascensor. Cuando llegaron a la planta baja, Ralph los
esperaba para bajar con ellos hasta el aparcamiento subterráneo donde
tenía la furgoneta. Un amigo suyo le debía un favor y Ralph pensó que
era el momento de cobrárselo. La furgoneta iba equipada para el
203
transporte de personas minusválidas en silla de ruedas y eso le venía
pintiparado a Jules. No hubo el menor problema.
Condujo hábilmente entre el tráfico hasta llegar hasta la casa de
Jules. Aparcó en la puerta y luego bajó para accionar la plataforma
elevadora que le permitiera bajar la silla de ruedas. Luego, Julia lo
condujo hasta la puerta de entrada. Abrió y Ralph entró para despedirse.
Se pasaría más tarde para tomar un café con Jules. Julia le agradeció la
ayuda también.
—Puedo quedarme ahora en el sofá —dijo Jules—. Luego, subiré
a mi habitación.
—¿No será mucho esfuerzo subir las escaleras?
—No lo creo. La herida apenas me molesta.
—¿Tienes hambre?
—Sí. ¿Sugieres algo?
—Algo de comida china. Conozco un sitio que nos la traería a
casa en media hora.
—Adelante. Voy a aprovechar para llamar a Maiween.
—De acuerdo —dijo dirigiéndose hacia la cocina.
Jules sacó el móvil y marcó el número de Maiween.
—Hola, Jules.
—Hola.
—Por fin podemos hablar.
—Sí, lamento no haberte contestado antes.
—Lo entiendo. Pero, al menos, ya se ha terminado todo, ¿no?
—Todo ha terminado bien.
—Me alegro mucho por ti y por la chica.
—La verdad es que tengo que ponerte al día de muchas cosas.
—¿Estáis juntos?
—¿Cómo lo has adivinado?
—¡Entonces, es verdad! Deberías tenerme más informada. Ser tu
única y mejor amiga debería darme toda la preferencia en tu lista de
personas importantes a las que contar todo.
—Ya sabes que te lo contaría de todas formas, pero la situación
se puso al rojo vivo.
—¿Estáis vosotros también en una situación al rojo vivo?
—La situación está rodando y me siento feliz con ella. Ambos lo
somos.
204
—Por tus palabras, estoy convencida de que te implicaste al
máximo. Nada ocurre por casualidad.
—Sí, las cosas suceden por algo concreto. De algún modo, ambos
nos buscamos a lo largo del tiempo hasta que esta situación nos puso en
la tesitura de lograrlo o no. Y lo logramos.
—Es curioso que ocurran estas cosas. Me alegro de que la felicidad
os sonría. Te lo mereces, amigo.
—Agradezco tus palabras, Maiween.
—¿Cómo es Julia?
—Pelirroja.
—Vaya, vaya, vaya…
VIII
Sentada en el suelo junto a la ventana de la buhardilla, apoyó su
espalda desnuda sobre la pared y pudo ver, como en fragmentos de
fotogramas casi caleidoscópicos, las inmensas vistas de la ciudad. Giró
su cabeza hacia su derecha y vio a Jules yacer desnudo sobre las suaves
sábanas blancas en la penumbra de la habitación. Su respiración era
apenas perceptible, salvo para ella, latidos acompasados de dos que
quieren ser uno. A medianoche, con los rigores de un calor sofocante,
agravados aún más por una caliente brisa, allí sentada se sentía más
relajada. Se había llevado consigo una taza llena de infusión de té y
menta fría y la había depositado a su derecha. Levantó la vista y
observó que la oscuridad del cielo, en el que apenas el ojo humano
sería capaz de distinguir alguna estrella, contrastaba con las luces
blancas, amarillas, rojas y anaranjadas que emanaban de las farolas, de
los edificios, de los escaparates y de los semáforos. El calor humano se
resistía a abandonar su actividad, aun a horas tan intempestivas,
reclamando su propio espacio en lugares como el pub de enfrente de su
edificio, cuya cola de más de veinte personas en la calle fumando y
charlando lo atestiguaba.
Dio un pequeño sorbo y se detuvo a saborear la fresca menta unos
instantes en su paladar. Era su momento de paz tras la refriega
amorosa. Aún tenía en su mente cada imagen, cada sensación y cada
palabra por decir que formaron parte de ella. Dio otro sorbo a la
205
infusión y siguió recreándose en aquella agradable sensación de paz. La
noche revelaba pequeños tesoros que, a la luz del día, permanecían
ocultos. Cada detalle era un motivo de atención para ella, como el niño
que ve por primera vez el mar. Tras esos detalles más generales,
descubría otros más concretos, más secundarios, pero no menos
importantes. A veces, él la llamaba distraída porque el simple recorrido
de un haz de luz sobre la mesa la cautivaba hasta hacerla enajenar al
mundo real. Entonces, sus ojos se abrían completamente, arqueaba una
ceja y luego la otra, suavemente, con tacto, y él sonreía porque la veía
feliz. Su rostro era el de un ser humano absolutamente feliz. Aquella
paz era un regalo a su creatividad, con los cuentos para niños que
escribía. Anotaba en su mente colores, formas, palabras, todos los
elementos que acabarían formando parte de una historia. Una historia
que dejaba traslucir…VIDA.
Tomó la estilográfica y abrió la libreta por la página que llevaba
el marcador. Y comenzó a escribir en letra pequeña y trazo fino: «Cada
segundo que paso con él, siento que mi búsqueda tiene sentido. Mi
corazón late al ritmo del suyo en un movimiento perfectamente
sincronizado, como si un relojero experto nos hubiera puesto en hora
para siempre. Ni una sola milésima de segundo de retraso ni de adelanto.
El mecanismo perfecto de nuestras emociones da rienda suelta a nuestra
pasión. Tan intensa que todo a nuestro alrededor se ve desbordado por
nuestra felicidad. Es como si un objeto que hubiera estado dormido y
arrinconado durante siglos empezara a proyectar su esencia y brillar
con una luz tan cegadora como las llamaradas que brotan del Sol en la
inmensidad del espacio... Ni la más dulce de las brisas marinas hace
latentes las sensaciones que tu simple presencia me provoca. Jamás
pensé que alguien como yo pudiera sentir lo que he sentido… Deseo
que tus manos rocen mi cara cuando tus labios besen los míos… Quiero
ver en tus ojos que soy amada por ti». Se sintió satisfecha con lo escrito
y, tras leerlo varias veces en voz alta, le dio el visto bueno y lo tituló
«Los amantes (Instantes inacabados)». Lo subtituló así porque, en una
ocasión, una periodista le dijo que sus cuentos eran obras inacabadas,
como las esculturas de la etapa final de Miguel Ángel. Ante ese
comentario, lejos de achantarse ni de ofenderse, le respondió que, al
igual que sus esculturas, sus cuentos los escribe a buen ritmo porque el
tiempo se acaba y la vida no dura eternamente. Una historia debía ser
206
contada cuanto antes, disfrutada, digerida y recordada. Todo tan rápido
como se pudiera. La vida no iba a esperar a nadie. El perfeccionismo
está en el estilo que cada uno considere que es el que mejor se ajusta a
lo que quiere contar. Si tienes algo que contar, cuéntalo o cállate. La
respuesta que encontró fue la incredulidad de los asistentes y el aplauso
de la periodista.
La vista de los relámpagos sucediéndose hasta sobrevolar su
cabeza resultaba simplemente espectacular. Los primeros truenos
anunciaban la llegada de lluvia que, con las primeras gotas, comenzaba
su sinfonía mil veces vista y, sin embargo, hermosa. Unos segundos
más tarde, la ciudad era el escenario sobre el cual caía una transparente
cortina de agua que provocaba la estampida de los transeúntes para
guarecerse bajo los balcones. La lluvia sigue su propio ritmo, como el
que crea para su sinfonía un compositor, siguiendo un movimiento más
lento, ahora más alegre, luego más calmado, hasta culminar en un
estallido final que te dejaba con la boca abierta. El ruido de las gotas
sobre los tejados de uralita amplificaba aún más el sonido. Con la
melodía perfectamente sincronizada de truenos y de relámpagos tomando
el lugar de los instrumentos de percusión en aquella improvisada orquesta
que la naturaleza había programado para deleite de sus oídos. La brisa
había cambiado de repente con la llegada de la tormenta, por lo que se
levantó para alcanzar una camisa y ponérsela, además de poner a salvo
su libreta de notas sobre la mesita. Allí de pie, se detuvo a observar
cómo la lluvia se superponía a todo como una tela de seda da esplendor
a todo aquello que cubre. Era una fuerza poderosa y lo sabía, pero ¿quién
sería capaz de detener ese fenómeno cuando puede ser tan intenso hasta
ocultar a la visión más experta lo que está detrás?
Caminó lentamente hasta la cama y se arrodilló junto a él. Pasó
lentamente la mano sobre su piel, por la espalda, a lo largo de la
columna hasta la nuca, donde sus dedos juguetearon y se recrearon
entre su cabellera negra. Él giró la cabeza esbozando una leve sonrisa y,
extendiendo el brazo, la atrajo hasta tenerla cara a cara. Acarició su
mejilla y dibujó círculos invisibles sobre sus labios carmesí. Luego, se
acercó a su oído y le susurró en un tono casi imperceptible…
—¿Ves todas esas estrellas tan juntitas unas con otras, como si
estuvieran haciéndose compañía para no estar solas?
—Sí.
207
—Entonces, cierra los ojos. Y ahora, mentalmente, ábrelos.
Puedes ver que estamos en una inmensa llanura lunar con nuestros pies
sobre la arena blanca. En nuestras espaldas, empezamos a notar el calor
de los últimos rayos del sol antes de ponerse y, enfrente, en una
panorámica sin fin, las estrellas en un escenario espectacular que no
parece acabarse ante tu vista. Infinitud de estrellas brillando sincronizadas
ante tus ojos ofreciéndonos lo mejor de ellas. A la izquierda, puedes ver
el planeta Mercurio el más pequeño y cercano al Sol, que no quiere
quedar escondido, y, a la derecha, el planeta Venus, capaz de brillar
casi tanto como la propia Luna, como si entraran ambas en rivalidad
por su belleza única, y que nos hacen sentir pequeños y, a la vez,
privilegiados por poder contemplarlos tan cerca que tienes la sensación
de tener el universo a un toque eléctrico de los dedos…
IX
El edificio donde la editorial Chalmer´s books tenía sus oficinas
estaba situado con vistas a la bahía. Desde la planta 14, se podían
divisar los barcos comerciales que entraban en la bahía y realizaban las
maniobras de atraque en el puerto. Eran unas vistas magníficas. Archie
y Jules subieron por el ascensor que se elevaba con suave empuje hasta
detenerse en la planta elegida. Las puertas se abrieron y Elisabeth
Simms los recibió para conducirlos hasta el despacho en el que tendría
lugar la reunión.
Archie ya le había advertido a Jules que, en realidad, ese tipo de
reuniones básicamente versaban sobre beneficios. Apenas iba a tratarse
nada más y que, estando de acuerdo sobre los términos del contrato, se
firmaba y ya estaba hecho. Y así fue la primera media hora, en la que
Archie negoció con Elisabeth las cantidades que recibiría Jules por los
ingresos que se generaran con las ventas de su libro de relatos El sueño
no muere. Jules decidió que fuera ese el título definitivo en lugar de La
sonrisa del perro (y otros relatos cortos), como había pensado en un
principio. Luego, esas cantidades aumentarían o se quedarían como
estaban en función de los porcentajes que se aplicaran dependiendo de
los ingresos por ventas. El siguiente punto tratado en la reunión fue el
hecho más o menos problemático de que algunas de las historias que
208
había escrito Jules contenían determinados pasajes considerados excesivamente violentos o políticamente incorrectos. Esto significaba que, en
opinión de la editorial, debían modificarse o suprimirse y no causar
polémicas innecesarias. Aquí intervino Jules y se dio lugar a un agrio
debate sobre la libertad creativa contra la censura. Archie sabía que, si
Jules o Elisabeth no cedían, el libro no sería publicado por esta editorial.
—Me pide que modifique mi libro.
—Eso es, señor Marat. No le estoy pidiendo que lo destruya y lo
escriba desde el principio. Por eso no entiendo que se sienta molesto.
—El señor Knox les trajo el libro tal cual lo escribí. Ustedes lo
leyeron y consideraron que era lo bastante bueno como para querer
publicarlo. Ofrecieron esta reunión a mi agente y aceptamos venir.
—Así es.
—Hasta aquí todo está bien. Ahora me piden que modifique mi
libro como si pudiera arrancarle las hojas y las palabras de su sitio. ¿Se
arrancaría usted su brazo solo porque no resulta políticamente correcto?
—Claro que no.
—Mi libro es el que ha leído. Desde la primera palabra que le da
principio hasta la última que le da fin. Todas ellas contienen el alma de
la historia que quieren contar y eliminar una sola de ellas sería
mutilarla. Ya no sería ese libro, sería otro muy distinto.
—Pero es que los lectores no lo iban a entender como usted lo
expresa.
—Esa es su opinión, no la mía. Yo creo en lo que escribo y no lo
hago para que los lectores me entiendan. Quiero que ellos compren mis
libros para que yo pueda seguir escribiendo. Si ellos los entienden o no,
no es mi problema. Puede que quienes los lean no estén preparados
para entenderlos, pero otros sí lo estarán. Lo que usted quiere hacer con
mi libro es censurarlo y no se lo permitiré. Aunque eso signifique que
ustedes no quieran publicarlo. He escrito ese libro así y así debe publicarse.
Archie tuvo intención de intervenir, pero decidió callar en el
último momento. Nunca había visto a ningún otro de sus clientes llevar
a cabo tan encendida defensa de su libro en un momento tan decisivo
como era la publicación o no del mismo. La editora también se sorprendió
por la pasional respuesta de aquel escritor novel que, incomprensiblemente, se estaba enfrentando a ella. No permitía bajo ningún concepto
209
la modificación de su libro, incluso, aunque no se publicase. «Tiene
pelotas», pensó la editora mientras decidía qué le iba a contestar. Aquel
libro era el estilo de libro que andaban buscando para acceder a un
segmento de mercado en el que, hasta ahora, la editorial no había
logrado entrar con otros autores. Era un público exigente, pero el libro
que había escrito Jules podía ser la llave para entrar con éxito. La
cuestión era arriesgarse con aquel libro tan radical o perderlo para otra
editorial.
—Está bien, señor Marat. Seguiremos la línea que nos marca y se
procederá a la publicación de su libro sin modificar nada.
—Ha tomado la decisión correcta —dijo Jules.
—Espero que sea un éxito, porque ambas partes saldremos
beneficiadas.
—No era tan difícil llegar a un acuerdo, ¿verdad? —dijo Archie,
que tuvo como respuesta una fiera mirada por parte de Elisabeth.
—Ahora mismo lo incluimos en el contrato —dijo Elisabeth
mecanografiando en su portátil— y, si su agente y usted están de
acuerdo en los términos, lo imprimimos para su firma.
—Voy a tomarme un café —dijo Jules saliendo del despacho para
dirigirse hacia la máquina de cafés que había en el pasillo.
Archie y Elisabeth se quedaron a solas mientras imprimía las
copias del contrato. Esperaban la vuelta de Jules para leerlo y firmarlo.
Por fin, se iba a hacer realidad aquello por lo que había luchado. Jules
regresó con el café en un vaso de plástico y, cuando ocupó su lugar, la
editora procedió a leer el contrato en voz alta. Ambas partes manifestaron
su conformidad y procedieron a estampar su firma en una copia por
triplicado. Como consecuencia del acuerdo, Jules recibía un adelanto de
treinta mil dólares en un cheque al portador. Antes de despedirse,
estrechó la mano de Elisabeth y le agradeció que, a pesar de su deseo
de modificar el libro, accediera a no hacerlo.
—Es usted un capital valioso. Se merece que sigamos confiando
en usted y en lo que usted ha creado. Esperemos que el público haga lo
mismo.
—Eso espero yo también. Hasta la vista, señora Simms.
—Estamos en contacto. Adiós, señor Knox.
—Señora Simms —dijo estrechándole la mano con suavidad.
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Cuando Jules caminaba por las aceras de Longfellows contemplando el atardecer, su tío Charles caminaba a su lado visiblemente
emocionado.
—Sobrino, has cumplido tu sueño y mi labor aquí ha finalizado.
—Te agradezco toda la ayuda que me has prestado.
—Lo he hecho porque he querido y, por ser tú, hasta gratis.
—Yo creo que ahí arriba valorarán lo que has hecho por mí y por
Julia.
—¿Qué crees que me darán como recompensa?
—¿Tú qué pedirías?
—Supongo que seguir disfrutando de la vida como quiera que se
pueda vivir ahí arriba, como dices tú.
—Aún no acabo de creérmelo, tío Charles. Oficialmente, soy
escritor.
—La saga familiar literaria continúa contigo.
—Es cierto.
Cuando entró en casa, Julia estaba echada sobre el sofá con un
libro en el suelo a medio leer. Se había quedado dormida. Se agachó
junto a ella y la despertó besándola en la mejilla.
—Ya has vuelto.
—Sí.
—¿Qué tal te ha ido?
—¿Tú qué crees? —dijo Jules sonriendo ampliamente.
—¡Es fantástico! —exclamó Julia muy feliz.
—Ahora podré leer mi nombre en las portadas de mis libros al
pasar por delante de los escaparates de las librerías.
—Jules Marat, escritor —dijo besándolo en los labios y Jules la
abrazó con fuerza.
—El sueño no muere.
—Tenía gran confianza en tus posibilidades y veo que no me
había equivocado.
—Has elegido al hombre correcto. Uno que no se rendirá hasta
lograr todo lo que se proponga.
—Veo la felicidad en tus ojos y el brillo de la victoria con un
fulgor hasta ahora desconocido. Solo lo había visto una vez antes.
—¿A tu madre?
—Sí. Ella era una gran escritora.
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—Mi tío sí que la conocía. Me dijo lo mismo que tú.
—Tenemos tantos lazos literarios en común que sería extraño no
acabar juntos.
—Muy extraño —dijo Jules volviendo a besarla.
X
Era la segunda vez que estaba en Great City y la primera vez que
sentía algo parecido a estar nervioso. Julia lo acompañaba, sentada a su
derecha en el asiento trasero del taxi. Le sujetaba la mano y entrelazaban
sus dedos en espirales infinitas. Jules apartaba la vista de la ventana
para quedar ambos cara a cara, mirándose en silencio, como si nada
pudiera perturbar esos eternos instantes. Luego, él le silbaba los
primeros acordes de «In a sentimental mood» en la versión de John
Coltrane, lo que fue creando una mayor proximidad entre Jules y Julia
hasta el punto de poder notar la acelerada respiración de ella
acariciando sus mejillas. Y acabaron besándose al pasar bajo el
monumento a los caídos en misiones de paz.
El taxista detuvo el vehículo unos minutos antes de las once de la
mañana frente a la puerta de la librería. Julia abrió la puerta y Jules
pagó al taxista antes de seguirla. El dueño de la librería salió para
recibirlos
—Me alegro de verlos. Son ustedes muy puntuales —dijo tendiendo
la mano a Jules.
—Eso dicen de mí —dijo estrechándosela—. Ella es Julia
Locksley, mi novia.
—Encantado de conocerla, señorita Locksley —dijo mientras se
estrechaban las manos—. Síganme, por favor. Tenemos todo listo para
la entrevista. Los medios de comunicación acreditados lo están esperando.
La librería Books for all Seasons era un local que combinaba lo
clásico con lo moderno y cualquier lector ávido de libros interesantes
podía sentirse allí como en su propia casa. Ahora entendía por qué
Archie había insistido tanto para que fuera allí y no en cualquier otro
sitio donde ofreciera aquella entrevista promocional. Y no solo para
darse a conocer como autor y que el libro aumentara sus ventas, sino
como un homenaje a una persona que amaba la literatura y que debía
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transmitir esa imagen a los cientos de miles de lectores que, en este
mes, habían comprado su libro y lo habían aupado hasta el primer lugar
en las listas de libros más vendidos. Otro motivo que había atraído la
atención de los medios de comunicación sobre aquel muchacho, al que
la crítica había catalogado como el nuevo John Cheever. Pero Jules
Marat no era amigo de etiquetas. Él tenía un concepto de la libertad
creativa que no entendía de tales cosas.
En el mismo centro del local, el dueño, en colaboración con la
editorial, había diseñado y preparado un escenario para la entrevista.
Una mesa, cuatro sillas para los ponentes, ejemplares de su libro El
sueño no muere a la vista, diseminados sobre la mesa, y, detrás, un gran
póster promocional que colgaba del techo y caía a modo de telón detrás
de ellos. Los periodistas, fotógrafos y reporteros de televisión aguardaban
frente al stand su llegada. Jules tomó asiento en el centro de la mesa,
con Tom Sheridan sentado a su izquierda y Elisabeth Simms, la editora,
a su derecha. Julia, por su parte, ocupó una silla en primera fila junto a
los reporteros de la prensa escrita.
Comenzó hablando Elisabeth, primero para agradecer la
presencia de los medios de comunicación y de los lectores y clientes
que se habían acercado para seguir de cerca la entrevista. A continuación,
fue exponiendo brevemente los motivos que habían llevado a la editorial a
tomar la decisión de publicar el libro de Jules Marat. Cuando acabó su
exposición, cedió la palabra a Tom que, como organizador del evento,
agradeció la presencia del público y de los medios de comunicación
que habían acudido al evento, así como a los clientes que habían
adquirido allí un ejemplar del libro. Elogió el estilo de Jules y, en su
opinión como lector, recomendaba la compra del libro porque le había
gustado mucho y había disfrutado con sus relatos. Después, fue el turno
de Archie que, en su breve intervención, destacó la honestidad con la
que Jules Marat había impregnado su estilo y eso le había dado una
fuerza tan brutal a sus palabras que él no había podido resistirse a leer
ninguna de las doce historias que integraban el libro. Finalmente, tomó
la palabra Jules para agradecer a los lectores la excelente acogida del
libro y, además, explicar cómo se había gestado la idea original. A
continuación, Elisabeth, haciendo la vez de moderadora, dio paso a las
preguntas.
—¿Qué le hizo escribir este libro de relatos?
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—La historia vino a mí. Generalmente, es así —dijo tranquilamente Jules.
—¿Qué quería expresar con estas historias?
—Lo que veo alrededor. El libro es un compendio de doce
historias relevantes que me acontecieron en los últimos cinco años de
mi vida. Cada una de ellas expresa lo que siento al haberlas vivido con
más detalle.
—Sus personajes son de carne y hueso. ¿Cree que es por eso que
ha gustado tanto su libro entre el público? —preguntó una mujer.
—Es posible. Están expresando emociones, miedos y opiniones
con los que cualquier persona podría identificarse. Se relacionan de
forma natural con otros personajes. Siempre se comportan como son.
No están pendientes de lo que otros opinan sobre ellos. Están siempre
desnudos frente a las situaciones a las que se enfrentan y, entonces,
eligen luchar o rendirse. Y, ahí, muestran su valor como seres humanos.
—Pero, en varias de las historias, parece que esos personajes han
perdido la esperanza de realizar sus sueños —puntualizó la periodista.
—Cuando dejas de luchar, no puedes tener esperanza por
conseguir algo que no se realizará a menos que tomes parte en ello.
Como dijo un buen amigo mío, los sueños no mueren; en todo caso,
nosotros los matamos. ¿Cómo? No luchando por hacerlos realidad.
—¿Y usted qué piensa sobre su sueño? Ese por el que lucha
—preguntó un hombre con la identificación de la Agencia Fashion
Books.
—Que el sueño no muere.
XI
De vuelta a Longfellows, hicieron un desvío hacia Bradbury. Allí,
Jules se encontró de nuevo con Mildred Kessler, su casera. La señora lo
recibió muy amablemente y Jules le pidió que le dejara entrar en el
piso, pues, con las prisas de la mudanza, había olvidado un objeto muy
importante. La señora Kessler accedió. Guardaba un gran afecto por
aquel muchacho en el que ahora veía a un hombre con un gran futuro
por delante. Jules entró en el piso y fue directamente a la habitación
donde pensaba que lo había dejado. Y así fue. Estaba junto a la mesa de
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trabajo, apoyado en el suelo. Lo tomó y, antes de abandonar el piso,
aspiró de nuevo ese aroma rancio tan familiar de aquellos muebles
clásicos que formaron parte de su vida en la universidad. Luego, cerró
la puerta despacio, como para no molestar su sueño.
Mientras el taxi los llevaba a la estación de tren, Jules abrió el
portapapeles y sacó el boceto enrollado que le había entregado Maiween.
Con ayuda de Julia, lo extendió y ambos se quedaron boquiabiertos. En
el dibujo que había proyectado para una escultura, se podía ver a Jules
sentado en el suelo, con algunos libros esparcidos a su alrededor,
mientras apoyaba una libreta sobre su pierna y tomaba notas.
XII
Una puerta sirve para acceder a otro lugar, pero esa puerta puede
adoptar muchas formas. En realidad, para llegar hasta ese sitio, también
puede servir una barca. A orillas del mar, Charles, Jules y Julia
aguardaban la salida de la Luna mientras Charles aprovechaba para
despedirse de ambos. Especialmente, de su sobrino.
—Ha llegado el momento de marcharse. Me voy con la conciencia
tranquila tras haberte ayudado a realizar tu sueño y agradecido por los
momentos y experiencias vitales que hemos compartido. Todos ellos
irrepetibles e inolvidables. Así que no me voy triste. Me voy sabiendo
que te he querido siempre como el hijo que nunca tuve.
—Te echaré de menos, tío. Y, una vez más, gracias por todo lo
que has hecho por mí a lo largo de toda mi vida. Te has preocupado por
mi bienestar de una forma que solo un padre podría hacer. Te quiero y
no te olvidaré nunca.
—Tengo un legado literario del cual tendrás que ocuparte al igual
que del tuyo, que ya comienza con el libro que has publicado. Gestiona
ambos correctamente. Esa es la única tarea que te dejo. Y, Jules, no lo
olvides: sé feliz en cualquier cosa que hagas. Al final, eso es lo único
que cuenta —dijo poniendo sus manos sobre los hombros del muchacho.
Luego, se fundieron en un emocionado abrazo en el que a Jules se le
saltaron algunas lágrimas—. Tu familia se siente muy orgullosa de ti.
Charles se dirigió a Julia, que ahora que estaba a punto de poder
pasar al mundo en el que debía estar, podía verlo. Algo que solo podía
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ocurrir cuando se estaba en semejante situación y a voluntad del
fantasma y tío Charles quería despedirse de Julia de la forma más
humana y cercana posible.
—A lo largo de mi vida, pocas personas me han impresionado
por sus actos tanto como tú y eso me hace tremendamente feliz porque
estoy convencido de que eres la compañera perfecta para mi sobrino.
Sois jóvenes, con carácter, luchadores, emprendedores y con un gran
futuro por delante. —Se abrazaron y Julia le dijo «Gracias» al oído.
—Aunque nunca antes nos habíamos conocido, lo que ha hecho
por nosotros, implicándose al máximo, demuestra su gran corazón. Le
doy de nuevo las gracias por todo. —Y le dio un beso en la mejilla.
Charles se aproximó hasta la orilla, a la que llegaban pequeñas
olas que traían consigo una barca que nadie tripulaba y que quedó
detenida en la arena de la playa.
—Me voy para siempre. No me decepcionéis porque no creo que
me dejen volver de nuevo. Ahora iré donde debo estar.
—Adiós, tío.
—Adiós, Charles —dijo Julia acercándose a Jules para abrazarlo
mientras ambos contemplaban la partida de Charles.
—No os quedéis aquí mucho rato —dijo mientras empujaba la
barca hasta el agua de nuevo—. Estáis perdiendo un tiempo precioso
—les dijo mostrando su sonrisa más pícara al tiempo que la barca iba
adentrándose en el mar hasta desaparecer camino de un horizonte aún
iluminado por las luces de las estrellas. Cuando el tío Charles tomó
asiento en la barca, vio que había algo a su lado. Sus ojos se mostraron
sorprendidos ante tan agradable compañía.
—Qué pintoresco, un gato.
Coltrane lo miró un instante y luego terminó de acomodarse a su
lado. La barca prosiguió su rumbo.
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