LARRA DESPUES DE 200 AÑOS DE SU NACIMIENTO, Por Nicolás del Hierro José Gutiérrez de la Vega (retrato de Mariano José de Larra, 1837) Museo Romántico-Madrid Podríamos comenzar diciendo que, aparentemente, es sólo un insignificante golpe de calendario en la eternidad de la existencia; pero han transcurrido doscientos años desde aquel 24 de marzo de 1809, cuando, en la madrileña calle de Segovia, edificio de la antigua Casa de la Moneda, donde viviera su abuelo, doña María de los Dolores Sánchez de Castro, alumbrara a la vida un niño al que pusieran el primer nombre del padre: Mariano (don Mariano de Larra y Langelot), y un segundo muy de cualquier tiempo: José. Un niño que en su corta existencia de hombre inmortalizara nombres y apellido (Mariano José de Larra) a través de la literatura española, principalmente en el periodismo. Don Mariano de Larra, médico afrancesado, con la pérdida del dominio napoleónico sobre España, ha de emigrar a Francia con toda la familia en 1813, de donde no regresarían hasta pasados cinco años, tras la amnistía que dictara el monarca español. Es muy probable que estos cinco años en tierras galas, dejaran una firme huella cultural y de carácter en el niño Mariano José; pero no es menos cierto que su pubertad y juventud, recorriendo diversos lugares de España junto a su familia y participando por voluntad propia en grupos de inquietudes socio/políticas, le servirían al joven literato para crearse una personalidad específica que, al verterla sobre las páginas de los diarios y las revistas plasmaría en el periodismo un inigualable estilo que el tiempo ejemplariza y acrecienta. Sus juveniles años de poeta, representados por odas y algunos sonetos, como los dos dedicados “a nuestra muy amada reina doña María Cristina de Borbón, al hallarse en cinta”, del primero de los cuales no me privo en transcribir el cuarteto inicial: “Guarda ya el seno de Cristina hermosa vástago incierto de alta dinastía, y ya la Patria conocer ansía de quién ha de ser madre cariñosa.” Pero, sobre todo, epigramas y sátiras que, dentro de un estilo calificado como “poesía útil”, nos han dejado una colección que apenas sobrepasa el medio centenar de poemas o composiciones, de los cuales hay constancia que sólo una docena de los mismos fueron publicados en vida del autor; lo que viene a justificar que ni siquiera en tiempos del más puro romanticismo (Espronceda, Bécquer, Zorrilla, Rosalía de Castro, el propio Larra…) tuvo la poesía apoyo editorial. Muy diferente sería la difusión y fama que en periodismo alcanzaron sus artículos. Firmados unos con sus nombres y apellido y otros al amparo de “Fígaro” o “El pobrecito hablador”, hicieron de Larra el más notable de los escritores que haya tenido el costumbrismo español, tan en moda aquel primer medio siglo, y, sobre todo, distinto a los demás en el modo de satirizar, al tiempo que amar y defender una sociedad que, si bien había salido airosa de una rebeldía armada contra la invasión francesa, no evitó el meterse en guerras carlistas y sucesorias que deformaban los principios de la ética y del entendimiento humanos. No en vano muchos de estos artículos permanecen en reeditados libros o en antologías del género y, sobre todo, están en la mente de no pocos de sus lectores y relectores; artículos con títulos como: El día de difuntos, En este país, Vuelva usted mañana, El castellano viejo, El desafío de la pena de muerte o Lo que no se puede decir no se debe decir, en los que la ironía impone su estilo más personal y crece la sátira con la virtud del diccionario. Cierto que, ya su nombre y obra reflejados en los espejos de la inmortalidad, principalmente mirándose en ellos crónicas y artículos, no hemos de olvidar tampoco al Mariano José de Larra que escribe una novela histórica como lo es El doncel de don Enrique el Doliente, ni al audaz crítico de teatro, que al mismo tiempo es autor que llevara a escena comedias tales como Julia o Dos palabras, y traductor en El arte de conspirar, a la que podrían sumarse otra media docena más. Con sólo 27 años de una fructífera y vital existencia, fue su vida un cúmulo de azares, éxitos literarios y fracasos amorosos que hicieron el conjunto de un hombre y un escritor del romanticismo, hasta el extremo de acabar con su vida tras el disparo de una pistola en la sien la tarde noche del 13 de febrero de 1937, tras la visita a su casa de quien fuera su amante: Dolores Armijo. Y aun siendo cierto que siempre se puso y se pone a Dolores como causa del suicido de Larra, ésta fue sólo la gota que colmara el vaso en la intensa vida del hombre y del escritor, que acaso le faltaba eso, el suicidio, para la inmortalidad de una obra, que si breve en años de productividad fue y es inmensa en el acierto de sus temas y planteamientos, la contundencia y acierto estético y mordaz de su palabra. POESÍA DE JUAN JOSÉ ALCOLEA JUAN JOSÉ ALCOLEA Nace el 26 de Enero del 1.946 en Badajoz, para inmediatamente volver al lugar en donde fue concebido, Socuéllamos, en el corazón mismo de la Mancha, lugar donde esquinan sus límites Albacete, Ciudad Real y Cuenca. Allí trascurre toda su infancia y juventud con los obligados paréntesis de los estudios en las dos primeras capitales antes citadas. Es pues en la llanura manchega y entre sus gentes, donde se forja su personalidad, y a lo largo de toda su obra se puede observar la influencia de este escueto y amplísimo paisaje. En 1970 llega a Madrid en donde alterna su trabajo en una empresa financiera con sus estudios mercantiles. Felizmente casado en 1972, ubica su lugar de residencia en Alcorcón, en donde comienza a dar clases, se licencia en Geografía e Historia por la U.N.E.D. a la vez que continúa su labor en el sector antes citado. Hacia principios de los años noventa empiezan a crecer sus inquietudes literarias abandonadas desde la juventud, y sucesivos premios a lo largo y ancho de España le hacen replantearse su vocación y dedicarse activamente a la escritura. Desde entonces, la búsqueda del tiempo perdido es una constante en su poesía, así como la dialéctica del encuentro-desencuentro entre el poeta y la palabra, muchas veces elaborada desde una visión ascético–mística. La investigación y la escritura, las colaboraciones, la promoción de asociaciones y revistas literarias llenan una parte importante de su vida en la actualidad. El “Hermanos Argensola” de Barbastro, “Amantes de Teruel” en dos ocasiones, “Tomás Navarro Tomás” en La Roda , “Artifice” en Loja, el “Ciudad de Astorga”, “Raimundo Escribano” en Alicante, los “Aurelio Guirao” y “Luys Santamarina” en Cieza, el “Mario López” en Bujalance, “La bufanda” en Coslada son algunos de los premios cosechados por este extremeño-manchego residente en Alcorcón. TE VOY A RESCATAR Te voy a recatar de tus pedazos y hacer un hombre nuevo con tus sombras. Procura no gritar, habrá retales que habremos de ofrecer a los gusanos para que puedan seguir dando su jugo a las adelfas con todos los derribos de la tarde. No te preocupes, cuando te acabe te habrás desabrazado de tu sombra y el verbo habitarás como presenciaq. Tuviste suerte la noche en que acercándote a mi esquina pusiste entre mis labios un poema y no pediste precio por mi boca. IÑIGO LOPEZ DE MENDOZA, MARQUES DE SANTILLANA Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana. (Carrión de los Condes, (Palencia) 1398 / Gadalajara1458) Destacado político y hombre de armas, pasó a la historia de la literatura por la sencillez y delicadeza de sus Serranillas. Tomamos, no la más famosa de las suyas, pero si una muy representativa de la sierra de Madrid, en Manzanares el Real, en cuyas cercanías se inspiraba. Desde que nascí non vi tal serrana como esta mañana. Allá a la vegüela, a Mata el Espino, en ese camino que va a Lozoyuela, de guisa la vi que me fizo gana la fruta temprana. Garnacha traía de oro, presada con brocha dorada, que bien relucía. A ella volví diciendo: “Lozana ¿y sois vos villana?” Sí soy, cavallero; si por mí lo habedes, decid, ¿qué queredes? Fablad verdadero.” Yo le dije así: “Juro por Santana que non sois villana:” POESÍA DE NICOLÁS DEL HIERRO NICOLÁS DEL HIERRO Nacido (1934) en Piedrabuena (Ciudad Real), reside en Madrid desde sus 20 años. Tiene doce libros de versos publicados y tres antologías de los mismos, más dos plaquetas/homenaje. En prosa ha dado a la luz tres novelas y dos libros de cuentos, y, en colaboración un volumen: “Historia de Piedrabuena”. Ha impartido numerosas conferencias, “mesas redondas”, y lecturas de poemas; ha escrito diversos prólogos, siendo colaborador de varios periódicos y revistas. A la vez que figura en diversas Enciclopedias y en “¿Quién es quien en la poesía española?” Está en posesión de un centenar de premios, que van desde el primero por varios de sus libros y poemas en España, pasando por el CEPI de Nueva York, hasta llegar a los antiguos Juegos Florales; pero el que más considera es el reconocimiento de su pueblo natal, cuyo Ayuntamiento, en pleno del día 17 de abril de 1997, aprobó la creación de un premio anual de poesía con su nombre, para galardonar un libro de poemas, que ya ha superado la decimoquinta convocatoria. COLOR PLOMO Va un hombre solo por el campo: las nubes son de plomo, y son de plomo los olivos, Todo es de plomo ante sus ojos: el verde-negro de las aguas, el blanco-verde de los chopos; gigante muerto, la sierra tiene las jaras de plomo. (Dejó la ciudad dormida bajo la noche del lobo y partió sin saber dónde). Va por el campo un hombre solo, peregrino del tiempo de su tiempo, a cuestas la pereza de los otros. Se le durmió la brisa entre las manos y el sol le puso un beso entre los hombros. (Sonríe el hombre) Pero los hombres le cargaron todo su dolor a la espalda, y, con la pena, se le ha teñido el beso color plomo… Arrastra el hombre su tristeza, se le ciegan los ojos con el polvo y, oyendo siempre la canción del tiempo, recuerda, caminando en campo solo, que, allá lejos, al que dormita le irán tiñendo el pecho color plomo. LA CLARIDAD DEL ALMA por Nicolás del Hierro Este poema ha obtenido el Primer Premio de Poesía “Santa Teresa de Jesús”, que fue entregado en Madrigal de las Altas Torres el 17 de octubre de 2009.Certamen que, bajo el patrocinio de la Excma. Diputación de Ávila, organiza el Hogar de Ávila en Madrid. I ¿Dónde la luz? La luz tiene ese cetro, cenit preclaro, que estelar nos llega por los cauces omnímodos del cielo a los ojos del hombre, a las abiertas pupilas que, gozosas en su empeño, disponen arreboles en la entrega. El horizonte es una inmensa tabla que ilumina contrastes y que llena de auroras la retina; que hace gama de su abierto abanico cuando puebla la piel y los paisajes, la membrana extensa y formidable de la tierra. Amamos los colores y las formas, gozamos la razón de la belleza bajo el impulso alado de las horas. El día es su verdad: le da su fuerza con el beso del alba y la corona del véspero, que acuna su grandeza. Su forma es el Camino, un camino que lleva a Las Moradas de la idea a la pasión del alma y al latido por donde la virtud, libre, espolea a los corceles de la entraña, al vivo estado de un amor que recompensa. I I Brota Cristo en el pecho de quien ama, porque amor es su pulso y su latido; vibra Dios en el centro enriquecido de quien con fe lo busca y lo reclama. La mística se enciende; cauce y llama disponen de la entraña su gemido. Surge un eco de alturas, un tañido de luz que en fundaciones se derrama. La cima es otra luz. ¿Viene del cielo o es cielo lo que busca? Todo anhelo es mística pasión, brasa y pavesa. Claridad busca el alma, no pupila: la entraña es manantial que se deshila llanto a llanto en la fe de sor Teresa. I I I Su fuerza es interior. Se nos proyecta desde un extenso faro, un gran destello capaz de iluminar con sus esencias el amplio corazón del universo. Surge como un torrente; consecuencia de otra luz que impone sus reflejos. La luz es hoy un labio que se crece por el sublime son de una campana; una oración que en su redoble vierte las nobles inquietudes de la Santa: mientras, la claridad es un presente que conjugan Amado con Amada. I V Amado con Amada. Siempre unidos en su razón de fe y humanidades; salvedad de amorosas salvedades que unifican los reinos divididos. Dos amorosos rayos concebidos: cielo y tierra en amor de claridades. Unidad de dispersas unidades sobre el juego ideal de los sentidos Una luz busca el ojo y otra el alma, que extremos son de amor en arrebato. Dos claridades, desde arriba llegan: DONDE HABITA EL RECUERDO Para Laura I Los recuerdos me habitan con un trino de pájaros y alondras, aves que estrenan con el alba su partitura de ilusiones en renovado cántico de luz. Rescato de la noche mi esperanza, y vivo; vivo la presencia inerme de juventudes impolutas. Todo yo me recobro en las tinieblas por el sol de otro tiempo. Soy, fuimos, Laura, caminos divergentes que, al fin y en su distancia, descubren un paisaje de amapolas donde alentar futuros, cultivar semillas que perdimos una tarde de adolescentes brumas. Se nos fueron los días como el agua se escapa entre las manos, como el sueño se pierde al despertar; crepúsculos que a la puesta del sol se sombrearon tras su belleza de Arco Iris. Y hubimos de esperar, darle al reloj su rítmico concierto, ponerle al corazón su pulso de diamante. Un tiempo que redime circunstancias se asomó a los balcones de la aurora. Y puede amanecer. Nos amanece con fabulosos trinos del recuerdo, y una orquesta de alondras armoniza el festival de ensueños que perdimos. I I Somos otra vez luz, palabra que se estrena. Nada puede evitar esta armonía que sólo la distancia condiciona con el poder de las ausencias, los imposibles de la duda. . Hablo, hablamos, y el vocablo toma un color de juventud, de tiempos menos graves, donde ni tú ni yo supimos bordar el cañamazo con los hilos que la seda del tiempo en actitud de amor configurara. Y larga fue la noche, las horas de silencio que envolvieron las sombras y alejaron los años. Hasta que, al fin, el alba le puso al corazón su “extem” de luz y entonaron los gallos de la aurora su partitura de esperanza. MIRADA EN GRIS (Al desconocido joven con quien nos cruzamos una tarde/noche de invierno en una ciudad costera y cuya herida mirada originó este poema). Puede que nunca sepas la razón de este poema, la verdad por la cual, aquella noche, hasta sus labios, lo salobre del mar llevó el destino de una lágrima. Ojos que dejan huellas: la humildad penetrante de tu mirada en gris, de una necesidad misteriosa y oculta, como si el pan ázimo de tu andar sin rumbo, el amargo sabor ofreciera a los acordes de una música existencialmente ingrata. Parecías el cuello devorado de un cisne, la languidez dormida de un tallo que la zarpa de una gélida noche apartó de su cuna; tu andar sin destino concreto, preguntaba por el cálido aroma de la estrella primera. Era un interrogante mudo, certero, que partía de tu pálido rostro, del amarillo en gris con que tus ojeras arropaban -lagos verdesel penetrante junco de tu mirada herida. Oírse pudo el silencio de tu nada, el denodado esfuerzo de tu querer decir callando. Errantes normas de caudal sumiso, arcángel se diría del consuelo con que las furias descomponen a quienes los nudillos tienen de pétalos, de brisas, al recurrir a la necesidad urgente de un suspiro. Imaginé tus ansias de vivir sin vida, cargado el peso de tu ausencia en dos alforjas, dulces miserias donde guardar tu hambre. Caminabas, caminas, ¿pero hacia dónde? ¿Qué destino o qué meta? ¿Un trabajo en el sol…? ¿Una luna donde pasar la noche…? Huellas de un reducto sin nombre e innombrado. El poeta no tiene, no, incienso en los bolsillos, se diluye hacia adentro y aromatiza el ansia de saberse integrado a la miseria… Al amor también. Y escribe, escribe su condena… Por si acaso nos sirve. CARACOLES ASFÁLTICOS No, yo no soy un solitario. La soledad es esta muchedumbre que aplasta con su bota la parda piel del oso por las calles del mundo. Contempladlos. Ausentes, caracoles asfálticos, con sus fueros y furias, con sus cargas de sueños e hipotecas, su consumo energético… Nunca miran al cielo, desconocen lo que de bello tienen las nobles rejerías de los altos balcones, las finas taraceas del juego arquitectónico. Abstracción de su mundo, ensimismados, por sus ojos, desde su pensamiento, taladran las aceras. No, yo no soy el solitario. Pero, ¿alguna ocasión levanté la mirada más allá de los altos rascacielos? GONZALO DE BERCEO GONZALO DE BERCEO Queda escrito que Gonzalo de Berceo nace, a finales del siglo XII, en el pueblo del que toma su apellido denominado, Berceo, aledaño a la abadía de San Millán de la Cogolla, donde se ordena sacerdote. Poco se sabe de su vida pero sí se conoce de sus obras, cuyo tema casi siempre versa sobre la Virgen, sobre la misa y la vida de algunos santos: Santo Domingo de Silos, San Millán, San Lorenzo, Santa Oria virgen, Santa Auria virgen, y a los que hay que añadir su famoso poema de Alejandro Magno, el de los Loores de Nuestra Señora, el de los Milagros de Nuestra Señora, el Duelo de la Virgen María… Generalmente es considerado como un poeta ingenuo, pero no sin falto de erudición, aunque sencillo, de gran inspiración. A su firmeza de creatividad poética, hay que añadir también la de traductor. Estudiosos aseguran que su obra es un fresco de grandes proporciones, con un toque rústico y de extraordinario candor. Casi toda su forma está encuadrada en la cuaderna vía, como de los poetas eruditos de la época, o sea, estrofa de cuatro versos alejandrinos, pero cargados de una religiosidad humana que los hace mantenerse vivos a través de la historia. Como ejemplo, bástenos uno de sus poemas más conocidos del que conservamos buena parte del expresivo modo en el escribir de entonces, pero creemos que comprensible al entendimiento actual. EL LABRADOR AVARO Era en una tierra un omne labrador que usava la reja más que otra lavor; más amava la tierra que non al Crïador, era de muchas guisas omne revolvedor. Fazié una nemiga, suziela por verdat, cambiava los mojones por ganar eredat, façié a todas guisas tuerto e falsedat, avié mal testimonio entre su vecindat. Querié, pero que malo, bien a Sancta María, udié los sus miráculos, dávalis acogía; saludávala siempre, diciéli cada día: “Ave gratïa plena que parist a Messía.” Finó el rastrapaja de tierra bien cargado, en soga de dïablos fue luego cativado, rastrávanlo por tienllas, de cozes bien sovado, pechávanli a duplo el pan que dio mudado. Doliéronse los ángeles d’esta alma mesquina, por quanto la levavan dïablos en rapina; quisieron acorrelli, ganarla por vecina, mas pora fer tal pasta menguavalis farina. Si lis dizién los ángeles de bien una razón, ciento dicién los otros, malas que buenas non; los malos a los bonos teniénlos en rencón, la alma por peccados non issié de presón. Levantóse un ángel, disso: “Yo so testigo, verdat es, non mentira esto que yo vos digo: el cuerpo, el que trasco esta alma consigo, fue de Sancta María vassallo e amigo. Siempre la ementava a yantar e a cena, diciéli tres palabras: ‘Ave gratïa plena’ la boca por qui essié tan sancta cantilena non merecié yazer en tan mala cadena.” Luego que esti nomne de la Sancta Reína udieron los dïablos cogieron’s de ý aína; derramáronse todos como una neblina, desampararon todos a la alma mesquina. Vidiéronla los ángeles seer desemparada, de piedes e de manos con sogas bien atada; sedié como oveja que yaze ensarzada, fueron e adussiéronla pora la su majada. Nomne tan adonado e de vertut atanta, que a los enemigos seguda e espanta, non nos deve doler nin lengua nin garganta que non digamos todos: “Salve Regina Sancta.” LA POESIA DE JUANA PINS JUANA PINS Juana Pinés Maeso, nace en Manzanares (Ciudad Real) el año 1953. Hija y nieta de escritores, comenzó a escribir narrativa a los 14 años; pero sería a partir de los 18, viviendo en Madrid, cuando se inicia en la poesía. Es entones, 1971, cuando aparece el primero de sus poemarios: “A Golpes de Silencio”. De regreso a Castilla-La Mancha, 1997, pasa a formar parte del Grupo Literario Guadiana y publica “Ese Tiempo de Pájaros Dormidos”, premio Mario López , y un año más tarde “Huele a Mayo Recién Amanecido”, premio Ciudad de Baena. También en ese año escribe “Perfil de la Inocencia”, premiado y publicado en el 2004. Además de los ya reseñados, tiene publicados decena y media de libros, verso y prosa, pero principalmente de aquéllos. En el último año del siglo XX toma la dirección del Grupo Literario Guadiana y de la revista MANXA, que se edita en Ciudad Real, en cuya renovación se centra. El siguiente, el 2000 publicaría otro libro “…Y en el Corazón, Palomas”, a partir de cuya fecha se suceden varios más, que son fundamentales en su obra como lo es la obtención de una serie de galardones que entre libros y poemas, verso y prosa, que superan largamente el centenar, haciendo de su voz y su palabra escrita dos conceptos personales donde quedan bien marcados su mérito y valía cultural a la par que configuran su cualidad y revelan su carácter de humana y social inspiración. Mujer de larga palabra y bien ritmado y sensitivo verso, bástenos como muestra para este espacio, uno solo de sus poemas. Pertenece al primero de sus libros, “Ese tiempo de pájaros dormidos”, premio “Poeta Mario López”, que lo fuera en Bujalance (Córdoba), el 1997. PRIMEROS ENCUENTROS En esa casa nuestra siempre flotaba el poso de algún versos suspendido en el aire, como una lluvia cósmica de impalpables partículas. De ese modo, mis primeros encuentros con la palabra dicha por los labios del alma fueron en esas horas primigenias, en esos torpes días de crisálida. En ese alborear, mis ojos eran dueños absolutos de todos los latidos de la tierra, la aldaba de mi sangre era un golpetear desmesurado. Empecé a escribir cuentos. Cuentos en carne viva, casi siempre. Trozos de corazón sin un leve ropaje con que abrigar su aleteo desnudo. Mi padre vigilaba desde las atalayas de sus años, desde su corazón lleno de pájaros, desde sus horizontes inmortales mis ansias prematuras, mis primeros zureos… (y sé que era feliz en ese instante). Cuántas tardes, sentados frente a frente, susurrantes las voces, leíamos los cuentos, y cuántas tardes, náufragos los dos en ese mar de las evocaciones, sentíamos en los ojos el temblor de una lágrima. Que la ternura, ardiendo en soledad, desarma casi siempre. Y hay veces en que un sueño adolescente puede poner en vilo los torrentes del alma. POESÍA DE FRANCISCO CARO A este poeta manchego, que nació en Piedrabuena (Ciudad Real) en 1947, las musas del Helicón le abrazaron en su poesía ya introducido en la noche alzada -un poco en edad tardía, dice él- pero profunda y rompedoramente, como las olas de la mar cuando se estampan tras una galerna en las costas escarpadas. El poeta José Luis Morales, dice de él que es un diamante de 24 quilates en estado puro. Francisco Caro, profesor, ya tiene en su haber premios como el de la Asociación de Escritores de Castilla-La Mancha y el Nacional de Poesía José Hierro, entre otros. Es autor de libros como: Salvo de ti, Mientras la luz, Las sílabas de noche, Calygrafías, Desnudo de pronombre, Cuaderno de Boccaccio y Paisaje (en tercera persona). . Combate Fuera el combate ausencia de tanteo, fuera boca de lobos, facas, fauces, fuera un ansia de mayo, sangre presa, territorio de músculos ceñidos fuera el aire estandarte de dos vientres, fuera luego caballos sin aviso, sujetaban duras ingles el filo de la nieve fuera el ataque furia de centenos, cierta su densidad, metal su tajo fuera, escenario de sendas, de caudales callado fuera el grito: fuera entonces más sosiego el esfuerzo, más rendida en el lino la noche que apagada nos cubre fuera lenta mi voz, sudor de acero y sal -nadie respirafuera ausencia la luz, fuera también como la herida el tacto de tus ojos RECORDANDO A JOSÉ HIERRO, por Nicolás del Hierro Se cumple y conmemora en este 2012 el 90 aniversario del nacimiento de José Hierro y el décimo de su muerte, por cuya efeméride se están llevando a cabo diferentes actos en pro de la vida y la obra del poeta a los que también quiere sumarse LA ALCAZABA. Pues, no en vano, José Hierro es diferente, era diferente. No es el poeta convencional ni vacuo, quizá porque tampoco lo era el hombre, respondiendo a aquellos que le buscan al verso y a la vida un horizonte personal. José Hierro, Pepe Hierro, es el último fenómeno socio/poético que tales parcelas tienen como cultivo y desarrollo en España. Poco academicista, sería nombrado para ocupar el sillón G de la Real Academia de la Lengua Española, aún cuando en tal nombramiento no ejerciera demasiado tiempo. No obstante, poéticamente, Hierro vivió en aquél su espacio tiempo más idílico en el ámbito de la poesía española. “Cuaderno de Nueva York”, le proporcionaría al poeta santanderino, nacido en Madrid, la gran corona que ya se venía laborando desde que la Editorial Rialp, premiara su libro “Alegría” con el Adonais 1947, incluso desde que un año antes apareciera en Proel “Tierra sin nosotros”, pues el entrelazado de los tallos y las hojas en el simbolismo clásico de la corona de laurel, que son sus versos, no podía pasar inadvertido, ya nos estemos refiriendo a sus primeras incursiones de la palabra hecha verso en los veinticinco años de Pepe Hierro o a estos del ya septuagenario que tenemos latente en “Cuaderno de Nueva York”, que si ha merecido por sí solo el premio de la Crítica (ganado también en 1954 con “Poesía del momento”), ha revitalizado su impulso para que los galardones en la trayectoria general de la obra se llamen también Premio Cervantes y el ya nombramiento de Académico de la Real de Lengua Española, y todo ello nos recuerde que a esa obra y a ese recorrido se le sumaron, entre otros, el March, el Nacional de Literatura y el Príncipe de Asturias de las Letras. Conocí a José Hierro muy a finales de los años cincuenta o muy al principio de los sesenta. No puedo precisar la fecha, pero sí el hecho: alguien desde su exilio francés me pedía le proporcionara un número concreto de la Revista “Proel”, donde Hierro fue uno de sus más firmes pilares para la publicación. Y tras mi infructuosa búsqueda del número por algunas librerías y quioscos de Madrid, incluso en la Cuesta de Moyano y alguna que otra librería de viejo, opté por ver al poeta en su trabajo, en la Editora Nacional. Le telefoneé y concerté una entrevista. Pero tampoco él pudo proporcionarme el número concreto. Estaba totalmente agotado. Aquel día conocí al hombre en su comportamiento conmigo, un desconocido que se le acercaba, y, dada su franqueza, espontaneidad y sencillez, me demostraba lo que supuestamente podía ser para con todos. Inmediatamente después conocería al poeta, por sus versos. Hombre y poeta que se unificaron en la tertulia literaria del Ateneo madrileño, a la sazón dirigida en su área poética por el propio Hierro, donde, tras nuestro encuentro, comencé a acudir asiduamente y en cuya tribuna, bajo su dirección, leería mis versos un par de veces. No en vano, para mí y en aquel tiempo, eran los años de un bisoño poeta que acababa de publicar su primer libro, “Profecías de la guerra”, que al ser bastante bien acogido por la crítica, se convertiría en trampolín de mis ilusiones. Mediada la década de los sesenta, mis encuentros con Hierro, casi siempre casuales y en tertulias como la que él dirigía, fueron menos frecuentes. Quizá porque mis obligaciones sociales me alejaron un poco de los cenáculos poéticos (Ateneo, Juventudes Musicales, Instituto de Cultura Hispánica…), o que al entrar Pepe Hierro en un largo silencio de creatividad se refugiara en sus cuarteles de reserva, esperando que la necesidad poética le impulsara desde dentro para salir en ella y con la misma. Pero ni estos largos silencios creativos pueden apartar la obra de José Hierro en su contacto con los lectores y los medios de comunicación. Su fuerte personalidad poética (también humana), humilde pero de firme carácter, mantienen versos y vida en ese limitado primer plano que escasamente conceden los medios de difusión a la poesía. Quizá el fenómeno se produce porque, indudablemente el poeta-José-Hierro está siempre en el Hombre-Pepe-Hierro, de igual modo que la simbiosis está en sus versos de manera sencilla y sensitiva. La independencia, el sentimiento, la necesidad de escribir poesía sólo cuando ésta empuja a la palabra y la palabra es la idónea para despertar emotividad en el lector. Creo que fue éste, es el fenómeno Hierro: sencillez, sensibilidad y sentimiento. Pepe Hierro es el hombre que caminaba solo por la vida, pero rodeado de una humanidad de lectores y afectos. Se ha dicho y escrito muchas veces que rechazaba la oferta de amigos y compañeros cuando anteriormente le ofertaban ocupar un sillón en la Academia de la Lengua, porque prefería seguir calzando sus “cómodas alpargatas”. Después lo pensaría mejor, diría que sí, al tiempo que se sinceraba porque “llega un momento en que la resistencia es una ordinariez” y que “todos los sinónimos, aunque lo parezcan, no son iguales, hay matices que puedo comentar, igual por ahí”. Pero esta grandeza del escritor contrastaba con la sencillez del hombre si sabemos, como lo sabemos, que en el mismo momento en que se estaba votando su única candidatura para Académico, él se hallaba venciendo su enfisema pulmonar y firmando ejemplares de sus libros en un colegio de Vallecas tras explicar a los alumnos cómo hay que leer un poema. Contrastes que son y han sido una constante a lo largo de su vida y en su obra. No exagero si digo que en Pepe Hierro se sintetiza la grandeza de la sencillez o la sencillez de la grandeza; la fuerza de lo sutil o lo sutil de la fuerza; la belleza y el rigor del diccionario y el diccionario en el rigor de su belleza, sin olvidarse nunca de la sociedad que ama y le rodea. Y no estoy buscando disparidades para llegar a esta unidad. En José Hierro se dieron, y se dan en su obra, las virtudes de los seres elegidos, incluso en la consumación de elegirle Académico cuando es uno de los poetas menos academicistas. Conociendo, sabiendo el valor de su obra, maestro de la palabra, no le importa despertarse como aprendiz permanente de la misma. Inconcluso todavía “Cuaderno de Nueva York”, mecanografiados y manuscritos sus poemas, Pepe Hierro leyó parte del libro en una tertulia literaria madrileña a la que asistí, y, tras su lectura, mientras descendíamos, asida su mano a mi codo, por una escalera de mármol, camino de situarnos ante un vaso de vino, me preguntó: “¿Qué te parecen, tocayo, estos poemas; porque ante su novedad dudo cómo serán recibidos?”. Interrogante por el que se me creció el poeta y el hombre. ¿Qué otro si no él, sabiéndose considerado como uno de los más grandes poetas del momento actual español habría de preguntar por su obra inédita a quien de él estaba siempre aprendiendo, casi siempre? ¿A quién sino a él, en su sencillez y espontaneidad, un año después, cuando llegaba en el AVE a Ciudad Real, donde le esperábamos para hablarnos sobre Ángel Crespo en Alcolea de Calatrava, mientras, bajando la escalera mecánica y viéndonos en el vestíbulo, llevando, como los demás viajeros, un papel en la mano, extraño producto porque el tren llegó con unos minutos de retraso, a quién sino a él se le habría de ocurrir hablarnos en voz alta y agitar el folio diciendo “¡Vamos a tomarnos un whisky, porque me han devuelto el dinero del viaje!”. Pero la gran sorpresa personal para mí sería cuando, finalizando el año 2003, recibo una carta de Méjico solicitándome desde el Frente de Afirmación Hispanista si les autorizaba para publicar una Antología de mi “Poesía Cósmica”. Yo tan pegado siempre a la tierra, al recibo del libro en el siguiente año, sorprendentemente descubro que no estoy solo en ella sino que el antólogo nos había unido a los dos HIERRO: “Antología de la poesía cósmica de José Hierro y Nicolás del Hierro”. Cuarenta poemas de cada uno. Toda una sorpresa, para quien admiraba y envidiaba sanamente a su tocayo, como él me llamaría en más de una ocasión. CARLOS FUENTES, YA POR SIEMPRE EN SU ZONA SAGRADA, por Nicolás del Hierro Aunque ya había traspasado la barrera de sus ochenta años (Panamá, 11 de noviembre de 1928 – † México, D. F., 15 de mayo de 2012), y logrado los más prestigiosos galardones –sólo a falta del Nobelque la novelística concede a la obra de un autor, dadas las noticias que el pasado 15 de mayo impartieran teletipos, agencias, medios de difusión y redes sociales, intuyo que, al referirme hoy a Carlos Fuentes, bien podría comenzar este comentario con el título de una de sus mejores novelas “La muerte de Artemio Cruz”. Pero sucede que, dada la transcendencia y calidad que nos aportó la obra de Carlos Fuentes, por el valor literario de la misma, esencial, espiritual y culturalmente, ni ha muerto su nombre, y gran parte de su obra permanecerá en los anales de la historia que la narrativa nos irá recordando a lo largo del tiempo. El fallecimiento de Carlos Fuentes, tal como “La muerte de Artemio Cruz”, este viejo soldado, revolucionario, intransigente y poderoso, amante sin amor y sin familia, duro en la dureza de su carácter mandón y mandatario, que postrado en su lecho de muerte lucha con la vida, permanecerá impulsado por la fuerza de su creatividad, en la novelística más destacada y firme, más estética y testimonial. Usando una esplendorosa técnica, el autor nos está mostrando todos los tiempos de una existencia luchadora que se apesadumbra frente a tan perpleja situación e inevitable resultado. Luchador y firme, Artemio, a través del viejo mando militar que, entre otras cosas, traicionó a los compañeros en su convencimiento ideológico, el autor insufla al personaje un idealismo patrio donde principalmente prevalece la idiosincrasia de las clases dirigentes mexicanas. No en vano cada quien nutre su obra de aquello que internamente siente, le emana o le nutre por y en su ideología. Teoría por la que a uno le hace pensar que, en efecto, el adiós a Carlos Fuentes, bien podría titularlo como “La muerte de Artemio Cruz”, aún cuando esté convencido que ni el autor ni su ficción narrativa llegarán a su total olvido. Cierto que no fue esta la primera novela de Fuentes que cayó en mis manos, pues, muy a finales de la década de los sesenta, un afortunado encuentro me trajo el regalo de “Zona sagrada”, que el autor dedica a María-José y Octavio Paz. Se hallaba ésta en su quinta edición y venía con el sello de “Siglo xxi editores, s.a. México”, aún cuando su primera edición apareció en 1967. Era el tiempo en que el boom latinoamericano aportaba a la novelística los mejores años. Los Vargas Llosa, García Márquez, Borges o Cortázar, entre otros, imponían el don de su palabra por los extensos mundos de la lengua castellana. Y sin ser Carlos Fuentes uno de los más cercanos al boom, no podía tampoco distanciarse del mismo, cuando además sus méritos propios así lo situaban. No en vano con su novela “Cambio de piel” había ganado anteriormente el Premio Biblioteca Breve, y no debía alejarse de los compañeros de generación y viaje literario. Hombre de gran formación cultural, hijo de diplomático, que tras haber recorrido buena parte del mundo por salones de embajadas y ámbitos de negociadores patrios, y que luego algún tiempo después ocuparía él mismo en desempeños similares y personales. Siempre comprometido con una sociedad progresista y mejorada, aquel niño nacido en Panamá, fue considerado y se auto-consideraba, hombre, plenamente mejicano, haría de su carrera literaria una virtud y de su vida social un humano paradigma. Vuelvo a recordar que la primera huella narrativa que Fuentes dejó en mí fue la figura de Guillermo, Guillermito, Mito, protagonista de su “Zona Sagrada”, una infortunada figura donde, aún cuando la existencia del protagonista, y desde su infancia, se viera enriquecida por el mimo y el detalle, no le sería nada fácil sobrellavar aquel destino enriquecido y adverso. Como relator y relatado, Mito, hijo de una triunfante estrella mejicana, frente a cuyos éxitos y como personaje, relata su adolescente y juvenil edad viviendo y conviviendo con sus abuelos y, sobre todo, entre la pléyade de artistas secundarias, hermosas y bellas, que pululan en torno a la triunfadora Claudia Nervo. A veces, este cortejo de mujeres flota en el ambiente de Guillermito como una espuma tierna, amante y amorosa; pero en otras ocasiones la misma compañía nos envuelve de forma demoníaca y tentadora, tras cuyo engañoso celofán no se afanan otros demonios que los triunfos y ambiciones de Claudia. Eso sí, el autor tiene la maestría de envolvérnoslos con una prosa magistral que hace más breves aún las apenas doscientas páginas de la novela. Su comienzo nos recuerda una delicada y suave pintura, rural más que turística, donde “todo el pueblo está reunido en la playa, viendo a los muchachos jugar fútbol”. No obstante, en él, como dice de la mujer que le acompaña, se adivina que tiene “la mirada en otras cosas”. Y estas cosas no son otras que la temática y meollo de la novela: el estético y duro drama de Mito. Drama que, para adentrase en él, y todo sintetizado, comenzará hablándonos del clásico y prudente Ulises, de la vencida Troya, de un lugar como Positano y cómo el griego Poseidón trepa por las cornisas, hasta convertirlo en “una silueta de ballena dormida”. Por ello y por toda la excelencia de su obra narrativa, intuyo que no, que aunque tras el fallecimiento de Carlos Fuentes haya podido recordar su novela “La muerte de Artemio Cruz”, pùes, ni uno ni otra dejarán de existir en el recuerdo literario porque este autor mexicano tiene y tendrá siempre su Zona Sagrada. LA CELESTINA Y LA SOCIEDAD DE NUESTRO TIEMPO, por Nicolás del Hierro Fernando de Rojas Demasiado sabemos que no es sencillo obtener una harina puramente personalizada cuando el trigo a molturar pertenece a cosechas comunes que llevan ya más de quinientos años recolectadas y expuestas a tolvas de luminosos resultados, y cuando el tiempo aportó en ellas brillantes luces de molineros y molineras literarias, ensayistas de enjundia. Pero también sabemos (sé) que la harina de trigo es siempre blanca y con resultados nobles; por ello no me arredró el amasar esta cochura con un tema tan noble y tan antiguo, tan atrayente como es LA CELESTINA. Aunque demasiado sé que intentar exponer algo novedoso sobre la Trotaconventos, El Lazarillo, Don Quijote o La Celestina, todos ellos personajes conocidos, cercanos a nuestra tierra y a la literatura más nuestra, a la par que más internacionalizada, es algo casi netamente imposible. De cualquier modo uno sí puede recrearse imaginativamente en aquellos parajes que recorrieran, por ejemplo, Lázaro de Tormes mientras cruzaba territorios de Escalona; la Trotaconventos disponía sus artimañas en lugares de la Alcarria, o Don Quijote perseguía aventuras por las amplias llanuras manchegas y los montes que las circundan. Quizá lo que resulte menos fácil es poder ubicarle lugares concretos a la actuación de Celestina, incluso al huerto y a la casa donde: “Entrado Calisto en una huerta en pos de un falcón suyo, falló ý a Melibea, de cuyo amor preso, començóle de hablar; de la cual rigorosamente despedido, fue para su casa muy angustiado”, tal como se nos dice en el argumento con que nos abre su primer acto. Goya: Maja con Celestina Picasso: La Celestina Rivera: Vieja Usurera Porque esta acción, bien sabemos que no tiene ciudad concreta; pueden serlo cualquiera, llámense Toledo, Salamanca, Burgos o Sevilla. “La Celestina”, comedia o tragicomedia de Caslito y Melivea, puede ubicarse en cualquiera con tiempo real de época. No cuenta el lugar, como tampoco lo hace el curso de los siglos. Todos y cualquier año está reflejándose en la fugacidad de su presencia activa. Ocurre con La Celestina como con toda la obra que soporta el paso de los siglos. No en vano transportan en su andar el apelativo de “clásicas”. Pueden ser leídas o representadas con ubicación en todo tiempo y escenario; supone traer al presente el pasado en que fueron escritas, porque aquel pretérito se hace presente desde entonces, como vivo se hace el lugar, llámese éste como se llame. Acaso sí podemos situar a Fernando de Rojas y su tiempo de niño y adolescente paseando por La Puebla de Montalbán (Toledo), impregnando sus juveniles ojos y sensibilidad con el latido de un paisaje castellano, que ampliaba el sentimiento español por territorios más personalizados y de mayores dominios, sumándose luego en Salamanca a la vigorosa salud mental que las artes y las ciencias aportaban desde el nacer y crecer que supondría el nuevo Renacimiento. Podríamos también, aquí, pensarle en la cercana Talavera, luciendo su vara de Alcalde o ejerciendo leyes; pero esto sería posterior, cuando ya La Celestina anduviera por el mundo en ediciones y escenarios múltiples. Porque este paisaje de infancia, esta presencia y ambiente social en que nace y crece Fernando de Rojas, como su formación universitaria serían el nutriente que semillara las páginas de su inmortal obra, en la que no es nada complejo descubrir su conocimiento en los ambientes sociales de una burguesía que, reforzada por la picaresca y ambición de ciertos truhanes y bribonas (chulos y putas viejas, criados ambiciosos) resulta el mantenimiento principal del temas, si bien todo se crece ante el juego del amor imposible que lleva al fatídico desenlace de sus dos principales protagonistas. Correlación escénica de causas y efectos que vivifican su enredo, aun cuando bastante antes de su conclusión ya el lector o espectador prevea el trágico final, pues la tragedia se está adivinando como celofán de la obra a través de la ambición, y luego muerte, de sus primeros personajes. Aquí vamos viendo cómo todos, o casi todos ellos mueren unos a manos de otros; únicamente Melibea, en ese arrebato o decepción que impone el trágico fin de Calisto, decide acabar con su vida por propia voluntad; pero esto será ya cuando casi cae el telón: “Padre mío (… / …) Lastimado serás brevemente con la muerte de tu única hija. Mi fin es llegado, llegado es mi descanso y tu pasión, llegado es mi alivio y tu pena, llegada es mi acompañada hora y tu tiempo de soledad”. (Despedida de Melibea en la escena final del Capítulo XX). Vuelvo al metafórico párrafo inicial, aseverando que poco o nada original podemos aportar en un breve estudio sobre La Celestina cuando se viene estudiando y leyendo, viendo en escenarios, desde hace más de 500 años; sí reiterar en que, visto el ejemplo en varios de sus personajes “su drama representa la historia de la infidelidad humana”, y repetir con Cervantes que “sería una obra divina, si no abordara tanto lo humano”. El tema no resulta extraño ni excepcional en buena parte de nuestra literatura clásica; las escenas de alcahuetas y criados, con sus enjuagues amorosos, tienen ya su precedente principal en el Libro de Buen Amor, continúan en varias novelas de la picarescas castellana y se aborda en algún que otro romance del Cancionero Tradicional; si bien es cierto que estos que acabo de calificar llanamente como “enjuagues”, y que no son otra cosa que ambiciones personales o carnales deseos, imponen su astucia sobre el puro amor de los dos jóvenes que hacen posible tan inmortal obra. Afortunadamente para él y para quienes después le hemos leído, más aún para quienes le han estudiado, libre de sotanas y, como adivinamos, sin ciertos prejuicios de sables ni ideologías, aunque viniera de familia de conversos, al conocer bien esa clase media a que pertenecía y la metamorfosis política y gobernante que operaba en la España de su tiempo, Rojas plasma en el tema de La Celestina un trágico estudio de la burguesía de entonces, amparándolo en el desafortunado amor de Calisto y Melibea. Manuel Acedo Lavado: Calixto y Melibea Esa tragedia con que se transforma y amplía el encabezamiento de La Celestina en su segunda aparición titular, la podemos ver patente ya desde su mismo comienzo: cuando el halcón desaparece en el huerto o jardín de Pleberio. Aquélla irá creciendo con la desventura del desdichado amor de los jóvenes, la muerte de sus propios personajes y de casi todos los que a uno y otro le son cercanos, las intrigas y maldades de ciertos criados, la intencionalidad de la dueña (“¡Bulla moneda y dure el pleito lo que dure!”), y, sobre todo, cuando más nos parece crecerse es en el monólogo final, como soledad y frustración del padre, quien a través de su propio infortunio y desengaño, puede pensarse que ésta refleja la desazón de la clase social a que pertenece y en la que Rojas centra la sociedad del drama. Por qué, si no, tras hacer el padre mención del dolor familiar, recurrir a ejemplos de pasajes bíblicos, literarios y mitológicos, consumado el suicidio de Melibea, se pregunta algo tan materialista como: “¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árbores? ¿Para quién fabriqué navíos?” Pienso que para llegar a la convicción socialmente decepcionante de este monólogo final, habría que detenerse un poco en la esencia de algunos de los grandes párrafos de la obra, en la fuerza que alguien ve en la ambición (“no hay lugar tan alto que un asno cargado de oro no le suba”), porque ahí es donde no se detienen la avaricia ni el crimen; esto es lo que mancha el amor más puro. “¿Para qué es la fortuna favorable y próspera, sino para servir a la honra, que es el amor de los humanos bienes?”, como diría Sempronio a Calisto, pretendiendo con ello ampliar sus beneficios de su bolsa. Y, principalmente, las logradas economías de Celestina hilvanando argucias entre unos y otros. Monumento a La Celestina en el Huerto de Calisto y Melibea Amparados en el amor de los jóvenes o valiéndose del mismo en su deseo, todos los personajes se utilizan buscando cada quien su beneficio personal. A excepción de Melibea, todos tienen prisa por hallar provecho. Visto así, se diría que el ser humano, la sociedad, ha cambiado muy poco en los últimos quinientos años; quizá tampoco lo hizo en los miles, millones, que nos han precedido a lo largo de la historia del hombre. “¡Nuestro gozo en un pozo! ¡Nuestro bien todo es perdido!”, como nos dirá Pleberio al principio de ese monólogo al que pretendemos llegar como interpretación personal de la tragedia. Interpretación suya, y por qué no de cualquiera, pues viene a demostrar, junto al dolor familiar que origina la muerte de la hija, su suicidio, la propia situación de padre, quien desde ese momento considera inútil y perdida la lucha social de toda su existencia, al saberse sin continuidad posible de herederos directos. Quiero terminar con otra redundancia social de aquél y de nuestro tiempo, pues, vista la educación que Pleberio y Alisa imprimen en Melibea, como sucede hoy en algunas familias, resulta poco ejemplar, al comprobar no conocerla en sus inclinaciones ni desdicha. El encuentro con Calisto, la llegada del amor y el peligroso juego del mismo, tras la astuta y malévola intervención de Celestina y todas las consecuencias de criados, servidumbre, recaderos y amistades llevaron este desconocimiento a límites tan extremos que, en su crudo resultado, se regaría con la pasión del crimen y se cerraría con la tragedia del suicidio lo que naciera por amor. No en vano, para Pleberio, el mundo terminaría siendo “una morada de fieras”, un “prado lleno de serpientes”, y lo que resulta peor, acabar convencido de que: “Iniqua es la ley, que a todos igual no es”. Algo que viene a demostrarnos, que la sociedad ha cambiado muy poco a lo largo de la historia.