El ga Ca bin lig ete ar d i, el d 19 o 19 cto . Siglo nuevo P ara hablar de algunas de las películas consideradas clásicas dentro del cine de terror habría que remitirnos a los orígenes del género. La aparición del expresionismo alemán dentro del séptimo arte en los años veinte, marcó el inicio del miedo en la pantalla grande con filmes como El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Doktor Caligari, Robert Wiene, 1919), sobre un trastornado doctor y su fiel sonámbulo, acusados de cometer una serie de asesinatos en un pueblo alemán. O Nosferatu, una sinfonía del horror (Nosferatu, eine symphonie des Grauens, F. W. Murnau, 1922), libérrima aproximación al Drácula de Bram Stoker. Una década más tarde irrumpieron, cortesía de la productora norteamericana Universal Pictures, las cintas protagonizadas por célebres criaturas: Drácula (Tod Browning, 1931), Frankenstein (James Whale, 1931) y La momia (The Mummy, Karl Freund, 1932), por mencionar tres, a través de las cuales se consagraron actores que se volverían arquetípicos para el género: Bela Lugosi, Fr an ke ns te in , 19 31 . r Boris Karloff y Lon Chaney Jr. A mediados de la década de los cincuenta, la compañía inglesa Hammer Production, presentó sus propias versiones de películas de monstruos en las que destacó el trabajo interpretativo de Christopher Lee y Peter Cushing, así como del director Terrence Fisher. Estos tres personajes trabajarían juntos en la muy celebrada La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein, 1957). Ya en los sesenta, fue destacable la contribución de Roger Corman, autor de filmes de bajo presupuesto que se inspiró en Edgar Allan Poe para dar forma a versiones muy peculiares de La caída de la casa Usher (House of Usher, 1960), La fosa y el péndulo (Pit and the Pendulum, 1961) y El cuervo (The Raven, 1963), todas protagonizadas por Vincent Price. E l año de 1968, el de los movimientos juveniles en varias partes del mundo, fue además el momento en que el cine de terror dio un pronunciado giro. La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968), ópera prima del neoyorquino George A. Romero, fincó las estructuras de un género en reconstrucción y provocó que los realizadores exploraran caminos poco frecuentados hasta entonces. Áspero largometraje, con fotografía en blanco y negro, pretensiones de documental y sobriedad expositiva. Romero daba forma a una obra de horror ligada a la realidad, con violencia explícita; condensó además una crítica deliberada a los Estados Unidos de la época. Hizo cine social sin alardear y, lo mejor de todo, sin que se notara a simple vista. De ello ya da prueba la explicación sobre la posible