agamia: relaciones sexosentimentales para indignadxs

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MISCELÁNEA
AGAMIA: RELACIONES SEXOSENTIMENTALES PARA
INDIGNADXS
1.- El artículo justificará y expondrá brevemente un modelo relacional que aparece desarrollado en la web www.agamia.es y en el blog
www.contraelamor.com.
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monogamia desde el flanco de la heteronomatividad.
Lo que pudo parecer un movimiento exclusivamente gay se enriqueció enseguida con el lesbianismo, la
bisexualidad, la transexualidad y, por fin, el queer y
la performatividad del género. Atacado en dos de sus
pilares, el modelo patriarcal monógamo heteronormativo de raigambre religiosa se ha convertido, a día
de hoy, en un manojo de dudas, inseguridad e ineficacia, tanto teórica como práctica, hasta el punto de
que se puede decir que todo el sistema, a pesar de su
mencionada hegemonía, vive en pleno cuestionamiento.
Las tentativas de resolución de tan extenso problema no sólo no se han hecho esperar, sino que en
muchos casos han procurado adelantarse a las etapas
más graves de la afección. Desde que Fromm actualizara el concepto de amor a mediados de los 50, definiendo una nueva manera de “ser en el amor”, innumerables propuestas, más o menos reformistas, han
buscado la piedra filosofal que permitiera rencontrarse con la solución eficaz, a ser posible conservando la estructura de pareja.
ISBN: 1885-477X
Sabemos que nuestro modelo sexosentimental, o
relacional, o amoroso, no está perfectamente engrasado. Sabemos, incluso, que recibe críticas en su conjunto y que se nos ofrecen alternativas en algunos de
sus aspectos más significativos. Pero, si hacemos un
pequeño recorrido por los síntomas de lo que se
viene llamando la “crisis de la monogamia”, nos
encontraremos con algo más que una crítica.
Veámoslos en su conjunto o, mejor, recordémoslos,
todos a la vez, de modo que descubramos con claridad hasta donde alcanza la “gravedad” del enfermo.
He denominado simplemente “monogamia” a lo
que el feminismo denomina, con toda exactitud y justicia, “modelo patriarcal monógamo heteronormativo”, y que se materializa en la pareja heterosexual
indisoluble o concebida con vocación de indisolubilidad. Esta estructura de familia tradicional entró, a
finales de los años 50 (discúlpese aquí el etnocentrismo occidental), en una recesión que se ha mostrado
imparable hasta nuestros días. Las bodas dejaron de
ser religiosas y, después, de ser bodas, mientras, en
paralelo, crecían los divorcios, aumentaba el número
de parejas que cada persona llegaba a formar a lo
largo de su vida, y se reducía la duración de las mismas. El modelo monógamo indisoluble de raigambre
religiosa ha sido, así, paulatinamente sustituido por
la monogamia secuencial laica que hoy podemos considerar hegemónica.
Es evidente que el factor que más ha contribuido
a esta transformación ha sido la larga y constante
lucha del feminismo por obtener una igualdad que, a
medida que empoderaba a la principal víctima de la
pareja, la mujer, ha ido liberándola de la cárcel de la
pareja. Pero el cuestionamiento de la igualdad de
género se acompañó enseguida del cuestionamiento
del género, y las luchas de las minorías sexuales discriminadas se sumaron al despedazamiento de la
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por Israel Sánchez1
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Si bien la sangría ha sido contenida, especialmente
con la ayuda de la revolución conservadora de los
años 80, cuyas consecuencias ideológicas aún sufrimos, tanto la desarticulación del modelo como su
inadaptación a las necesidades sociales han ido invariablemente a más, hasta alcanzar el estado actual en
el que, junto al cuestionamiento teórico, coexiste un
generalizado escepticismo, fruto del fracaso y la infelicidad personales, también generalizados.
Este rápido vistazo debería ofrecer razones más
que suficientes para un cuestionamiento radical,
tanto del modelo clásico, que llamaré también “amoroso”, como de su actualización secuencial. Pero añadiré a ellas dos hechos evidentes cuya gravedad considero que convierten la crítica con vocación de alternativa en una necesidad insoslayable. La primera
evidencia es el efecto destructivo que el modelo amoroso tiene sobre los afectos no amorosos. El balance
afectivo de la monogamia puede llegar a dar un
resultado neto positivo sólo en el caso de que la lupa
se aplique exclusivamente sobre la relación de pareja. Si la mirada se amplía, es indefectible que el juego
de incompatibilidades dará como resultado una
reducción de la integración social de la persona. Si a
esta pérdida de integración del individuo en pareja
se suma la pérdida de integración de las otras personas con respecto a ella, es decir, si a lo que pierde
uno, compensado tal vez con la formación de la pareja, se suma lo que pierden los terceros, obtenemos el
balance socio-afectivo negativo tan característico del
amor. Obtenemos, dicho sea de paso, una paradoja
que le es aún más propia: el amor queda, en la práctica, íntimamente emparentado con el odio, y no precisamente como su opuesto. Al actuar como un
mecanismo masivo de destrucción de lazos sociales,
se puede decir, sin pretensión poética alguna, que el
amor es una forma de hostilidad.
La otra evidencia lacerante es la existencia de un
ejército de excluidos afectivos, lumpen del amor,
frente al que el sistema de parejas cerradas se muestra impermeable. No me remitiré, de momento, a la
lógica de la ideología del amor para demostrar su
existencia necesaria, sino a la experiencia personal de
cada lector/a a la hora de ubicar afectivamente a la
gran masa de perdedores que el juego amoroso deja
como un genocidio de soledad invisibilizada.
Ancianxs, discapacitadxs, personas que no encajan
en el modelo cultural de normalidad o incluso de
belleza, inadaptadxs, y, en general, pertenecientes a
la mitad de cola en las escalas mediante las que el
amor determina el objeto de deseo ortodoxo, se
encuentran presos en una vida que el amor mismo, y
ellos como pertenecientes a la cultura que lo glorifica, considera invivible.
La alternativa reformista
En 1956, el psicólogo humanista Erich Fromm publica El Arte de Amar. El nuevo enfoque con el que, en
este texto, es tratada la formación y conservación de
la pareja monógama heteronormativa sigue siendo
hoy el punto de partida de innumerables publicaciones mediante las que se ofrece y reactualiza una
misma solución a un mismo problema, siempre igual
de irremediable.2
La novedad característica introducida por
Fromm, que da título al texto, es el tratamiento de la
monogamia como un arte. Ante la tendencia histórica a su disolución, el psicólogo alemán entiende que
se debe pasar al ataque. La productividad espontánea del amor se ha reducido notablemente, de modo
que a su inercia se añade una actitud proactiva: Hay
que ayudar al amor. Nadie puede quejarse de fracasar en su proyecto de pareja si antes no se ha formado expresamente para ese proyecto.
La originalidad del texto no estriba en el repertorio de herramientas ofrecidas, (extraídas, según él
mismo confiesa, de Zen en el arte del tiro con arco, de
Herrigen), sino en la decisión de aplicarlas a un
ámbito que, hasta ese momento, se había entendido
como un proceso natural, que debería conducir al
éxito a poco que cada quién se dejara llevar por el
instinto y la voluntad.
2.- Hago un análisis pormenorizado de la estrategia desplegada en El Arte de Amar en http://www.contraelamor.com/2014/03/sobre-elarte-de-amar-manual-agamo-de.html?zx=6b420401d1a386c, y http://www.contraelamor.com/2014/04/sobre-el-arte-de-amar-ii-laendeblez-de.html
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3.- No me detendré en opciones intermedias en las que un cierto “despertar” a la existencia de las mujeres produce fórmulas de igualitarismo accidental como el “amor confluente” de A. Giddens (La transformación de la intimidad, Cátedra, 1995) o la “ambigamia” de
J. Sherman (http://www.psychologytoday.com/blog/ambigamy/201406/ambigamy-the-secret-living-the-good-double-life)
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conseguirlo, frente a la visibilidad.
No deja de ser irónico que el vicio al que se atribuye este fracaso sea, precisamente, el individualismo. La tendencia contemporánea a la fragmentación
en células individuales debe ser compensada con el
trabajo individual para formar parejas. Inconscientemente, Fromm regatea como un experto negociante:
Nos amenaza primero con la soledad absoluta, para
ofrecernos después una pareja solipsista que, aunque
empeora nuestra integración social original, la mejora con respecto a su primera oferta.
En general, las propuestas posteriores han aceptado la obligación de luchar individualmente contra el
individualismo en pos de la formación de una pareja
que constituye, aislada y por sí misma, la excelencia
de la socialización. Cuando, en 2005, Z. Bauman
extiende su crítica a la modernidad líquida hasta los
vínculos humanos, está reivindicando de nuevo el
compromiso de la voluntad contra sí misma; el trabajo forzado del amor.
La preocupación que subyace a toda esta línea
ideológica es, obviamente, la disolución de la familia
tradicional. Ésa es la razón por la que el problema de
la igualdad de género queda siempre al margen de la
discusión. El amor, y la pareja como su producto
natural, son bienes autónomos y superiores a la
igualdad, dado que la implican, junto con otras innumerables excelencias. Bastarán unas leves notas de
determinismo biologicista para defender que la
mujer debe liberarse/realizarse dentro de la pareja,
pues fuera de ella las únicas igualdades posibles son
la de la soledad y la de la frustración de sus predisposiciones naturales y existenciales.
La sensibilidad de género ha producido, sin
embargo, su propio reformismo3. Recogiendo las
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Pero el verdadero problema queda escamoteado
desde el principio. Fromm establece, con escaso rigor
y nulo análisis sociológico, la necesidad absoluta del
amor como respuesta a la búsqueda de sentido existencial. El amor, dirá, resuelve la “separatidad” originaria, fuente de toda angustia, mediante el encuentro
con otra persona en la estructura de la pareja heterosexual, para la que estamos naturalmente conformados.
Que la naturaleza humana tenga un destino tan
específico despierta un sinnúmero de suspicacias
que Fromm procura acallar mediante un lenguaje
irracionalista de inspiración oriental, cuyo recurso
argumentativo típico será la paradoja. Frente a las
contradicciones trágicas de los amores cortés y
romántico, este lenguaje paradójico de supuesta
complementariedad armónica de contrarios será rescatado una y otra vez por los defensores del modelo
amoroso tradicional en su versión revisada, hasta el
punto de convertirse en el rasgo característico de la
actual cultura popular del amor.
El éxito del que El Arte de Amar ha disfrutado
desde su publicación lo ha convertido en el clásico
por excelencia en la materia. El hecho de que las propuestas posteriores no hayan realizado apenas aportaciones significativas le otorga, además, la condición
de Biblia contemporánea del amor.
Gracias al libro de Fromm y a sus numerosos
sucedáneos, nuestra cultura ha incorporado la idea,
de profundo significado conservador, de que, si el
amor no funciona, es porque no se ha realizado suficiente trabajo amoroso. Logrando así eludir la crítica
radical, el amor queda integrado a la filosofía capitalista del trabajo, según la cual, el nacimiento no concede derecho a la vida, sino a ganarse la vida, haciendo posible el no ganarla y ser reducido a la falta efectiva de vida.
Así, la narración del éxito de una sola relación
amorosa (la del autor, casado en terceras nupcias, por
ejemplo), justifica la continuidad del sistema completo, dado que el parámetro “trabajo” da acceso a dicho
éxito. Con la normalización de este enfoque se consigue, además, un triunfo clave: Controlar el progresivo aumento de la visibilización del fracaso. Dado que
éste es consecuencia de no merecer amor, la persona
fracasada asumirá la responsabilidad de su propia
ocultación como mal menor. Más que invisibilizado
mediante la desviación de la atención, el fracaso
amoroso queda oculto por la propia lógica de la
exclusión: si no tener amor es no merecerlo, la ocultación de esa carencia es una ventaja, a la hora de
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suspicacias expresadas por Simone de Beauvoir contra el papel que el amor, como parte del sistema ideológico patriarcal, otorgaba a la mujer, diversxs
autorxs han señalado y recopilado a lo largo de décadas la lista de agravios de las que el amor debía
retractarse, y producido, contra todo pronóstico, no
un análisis crítico del amor como subsistema del
capitalismo patriarcal, sino una disociación teórica
entre dos tipos de amores, uno asociado a la opresión
machista, y otro a la nueva mujer feminista.
A ésta línea ideológica se la ha llamado “crítica al
amor romántico”. Una crítica superficial y conformista, por las razones que a continuación expongo.
En primer lugar, como ya he insinuado, opino
que el concepto “amor romántico” se utiliza como
cajón de sastre en el que se vierten todos los recortes
desechados del viejo traje del amor. No hay tal cosa
como el “amor romántico”. Hay un amor del romanticismo y un amor actual cuya exaltación destructiva
enraíza parcialmente en el primero y es producto
genuino de las transformaciones culturales del. s XX.
Lo que llamamos “amor romántico” no se puede
entender, entre otras cosas, sin el empoderamiento
femenino contemporáneo, que tiene como indeseable consecuencia la extensión de la sensibilidad del
oprimido en tanto que tal, así como la utilización de
esa sensibilidad por parte del opresor para que aquél
entregue su recién adquirida libertad a la satisfacción
de los anhelos que más lo debilitan.
En segundo lugar, la distinción entre “amor
romántico” y “verdadero amor” no es radical, pues
acepta en el sustituyente las señas de identidad de lo
sustituido, siempre que éstas mitiguen su intensidad4. El amor no romántico sigue formando parejas
definidas y suscitando los sentimientos posesivos
que le son propios. Conservar al amor como el rey de
todos los bienes5, así como la estructura en que tal
bien se alcanza a través del compromiso de otra persona, es conservar las condiciones de fomento de la
posesión, némesis del nuevo amor no romántico.
Aderezado con el culto a la intuición emocional en
detrimento del pensamiento racional y consciente, y
llevadas por ella a la reducción de la exigencia ética,
el amor no romántico acaba reduciéndose a un
esfuerzo voluntarista por conservar el amor amputando en él todo aquello que se considera indeseable.
En esta cirugía ideológica, el género también pasará por el quirófano para recibir unos retoques que eliminen los aspectos más castigados por los críticos factores atmosféricos, sacando a la luz una forma de ser
mujer u hombre de frescura renovada. Cuando estos
recortes se extreman, el nuevo amor queda reducido a
un vago concepto de fuerza universal positiva que
quita toda razón de ser a la distinción.
Frente a una exigua crítica al sistema ideológico
del amor como conjunto, la crítica al amor romántico
se ha convertido en la actitud hegemónica dentro del
feminismo, constituyendo lo que Kathleen Barry
llama “defeminismo”, es decir, paso atrás del feminismo que adquiere su preeminencia al recoger a las
fuerzas conservadoras descolgadas de la vanguardia.
Al prevalecer sobre la crítica al amor, la crítica al
amor romántico tapona las dinámicas transformadoras usurpando un lugar de punta lanza que no le
corresponde.
La usurpación de este lugar no coincidente con su
sensibilidad ideológica es mi tercera objeción. La
cuarta será, precisamente, dicha sensibilidad.
Aventurando un juicio de intenciones, me atreveré a
decir que la crítica al amor romántico es la tentativa
de aunar las exigencias mainstream del feminismo,
especialmente la denuncia de la relación entre el
amor y la violencia de género, con la resistencia a
renunciar al amor como experiencia emocional, es
decir, como placer. El amor como conjunto placentero de emociones ligado a una pareja cuya exclusividad no se problematiza ha sido, hasta ahora, el
núcleo último que la crítica al amor romántico conserva tras aceptar la combatividad que acompaña de
suyo a la crítica al patriarcado. En realidad, la crítica
al amor romántico no hace sino reconocer el sentido
y la fuerza de esa combatividad, evitando poner por
ello en peligro el propio ideal romántico. Si este juicio es cierto, estaríamos ante un planteamiento solapadamente hedonista de riesgo mínimo y escaso
aliento transformador.
4.- En su libro Love and Limerance: The Experience of Being in Love (1979), D. Tennov utiliza la interesante estrategia de eludir el término
“enamoramiento” para acuñar el concepto, pretendidamente más científico, del estado emocional “limerancia”. La limerancia, que
no es otra cosa que lo que siente quien está enamoradx (en el sentido más popular y tradicional del término), puede así ser descrita sin miramientos como una forma de obsesión, perfectamente patológica, inherente a la ideología del amor.
5.- En la, por lo demás muy acertada, conocida campaña de la Comunidad de Madrid contra el maltrato de género en las relaciones
sexosentimentales adolescentes, “No es amor, identifícalo”, aún en vigor, subyace, junto a la condena de aquellos comportamientos ya señalados como generadores de violencia, el principio inamovible de que el amor es, de por sí, incompatible con el mal. Junto
con el apoyo institucional, el/la usuarix recibe la tarea de filtrar los subproductos tóxicos que el amor genera. La campaña convierte a la adolescente maltratada en una trabajadora en contra de la persona que la maltrata pero a favor de la ideología que la sustenta, en un típico ejercicio de autolegitimación ideológica. Esta crítica de doble moral es mediáticamente unánime e independiente de
la orientación política, lo cual parece razón suficiente para ser suspicaz con respecto a su supuesto igualitarismo.
6.- La bibliografía de referencia sobre poliamor es reducida y se puede consultar en cualquier fuente. Recientemente se ha traducido al español uno de sus textos principales, con el título Ética Promiscua (D. Easton, J. W. Hardy, Melusina, 2013). Inspirado en su título original
(The Ethical Slut, literalmente “La Puta Ética”) la página mayoritariamente española http://www.golfxsconprincipios.com/ es el principal
sitio web en lengua castellana. La mayor comunidad en esta lengua se encuentra, sin embargo, casi con seguridad, en México D.F.
7.- La teoría “queer”, término inglés traducible como “raro” o “aberrante”, sitúa su punto de mira en la diversidad sexual y de género, así como sobre la marginación que ésta produce. Su vocación, por ello, no suele ser tanto una reflexión sobre la conveniencia de
dicha categoría, como sobre el derecho a disponer libremente ella.
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No todas las alternativas a la monogamia heteronormativa se han situado del lado de la seguridad emocional. Ante el chantaje al que el amor somete a la
persona mediante la amenaza de los celos, los márgenes del sistema se han poblado de actitudes diversas
cuyo factor común es la renuncia a la paz afectiva
como lugar de llegada existencial. En la supuesta felicidad completa del amor, estas opciones ven una ataraxia o evitación del dolor que conlleva la renuncia al
placer. La adopción del principio inverso, es decir, la
búsqueda del placer como fin prioritario, ha producido diversos modelos de relación que se explican en
gran medida mediante los mecanismos que utilizan
para minimizar el dolor, así como por los desiguales
éxitos obtenidos en el descubrimiento del componente sugestivo de este dolor, y las estrategias desarrolladas para combatirlo.
Desde que la sexualidad femenina irrumpió
como poder político entre las décadas de los 50 y 60,
produciendo como resultado lo que conocemos
como “revolución sexual”, no ha habido solución de
continuidad en las tentativas por escapar a la jaula de
la monogamia. Los conceptos de “amor libre” y
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El compromiso con la libertad: poliamor y queer
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El hedonismo convertido en bandera de liberación
sexosentimental ha ofrecido una vía mucho más fértil cuando se ha atrevido a enfrentarse a la pareja
monógama como estructura y a liberar al sexo, antes
que al sentimiento, de su aparato represivo.
“pareja abierta”, acogidos con entusiasmo mayoritario, sufrieron una regresión con la revolución neoconservadora de los años 80, que encontró un firme
punto de apoyo en las carencias buenistas de las nuevas actitudes sexuales.
Pero, en los años 90, la retraída libertad sexual
recobró bríos en la forma de una propuesta notablemente articulada: el poliamor6.
Desde sus orígenes, el poliamor buscó mecanismos para anteponer la libertad sexosentimental a la
fidelidad, embarcándose en una aventura cuya determinación y audacia han resultado disuasivas para la
mayoría, y ha impedido el alcance cultural de que
gozaron sus menos elaboradas antecesoras. Mediante
una ética de pactos explícitos que permite graduar la
exposición al dolor de las personas involucradas en las
relaciones, el poliamor reserva, si no de facto, al menos
de iure, la autonomía amorosa individual. La consecuencia es hoy día aún casi impensable para la gran
mayoría de la sociedad: el establecimiento de un
número indefinido de relaciones de pareja.
La premisa capital del poliamor es revolucionaria, y la consecuencia es nada menos que el estallido
de la definidísima pareja tradicional en una multiplicidad de posibilidades estructurales cuya lista (trieja,
cuatreja, tribu, matrimonio grupal,…) aún hoy no ha
terminado de escribirse.
El poliamor toma por los cuernos el toro de la
doble moral amorosa y se lanza sin red al otro lado
del problema: dado que el amor es una ficción de felicidad en la que la frustración sexosentimental conduce al daño muto sistemático, afrontemos la realización sexosentimental y abordemos de forma abierta,
consciente y colectiva, el daño que suscite. Se sitúa,
así, en una categoría ética netamente superior, tanto
al amor como a sus alternativas reformistas, y da respuesta, además, a los problemas del solipsismo
monógamo y de la depredación sexual a la que se
expone el ideal del amor libre.
La puesta en entredicho del número dos como
constitutivo de la perfecta relación sexosentimental
conducirá a idéntica relativización del fundamento
biológico y cultural de dicha cantidad mágica: el
complejo biológico-cultural del sexo-género.
Contemporánea de la constitución formal del poliamor, la teoría queer7 ofrece el perfecto marco de refle-
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xión para replantear, no ya el número de las relaciones posibles, sino la condición de las personas que las
integran. Así, la suspensión de la categoría de género refuerza el sentido de la multiplicidad de las relaciones, desvaneciendo definitivamente el mito platónico del andrógino demediado que busca su restauración.
Las reglas en que se fundamentan los pactos
poliamorosos han sido objeto de constantes revisiones, especialmente en lo que respecta al establecimiento de jerarquías. Los conceptos de pareja “primaria”, “secundaria” y “terciaria” barajados por el
primer poliamor, heredados de la estructura de
“pareja” y “amantes” de la cultura monógama, han
sido contestados con una idea de horizontalidad
entre las relaciones que busca desplazar la atención
hacia el componente tanto sentimental como colectivo de las relaciones. Este poliamor “no jerárquico” o
“de segunda ola” recibe un nuevo impulso crítico a
través de la llamada “anarquía relacional”8, que
denuncia la separación entre relaciones sexuales y no
sexuales conservada por los poliamores de primera y
segunda ola. Se critica, asimismo, la “política de pactos”, que resulta amenazante para la libertad efectiva, considerándola fundada en una desconfianza original impropia de las relaciones sentimentales más
relevantes.
Pero la expansión del poliamor es reducida.
Aunque goza de una cierta popularidad tanto en los
países nórdicos como en EEUU (se calculaban
500.000 poliamorosxs estadounidenses en 2009,
muchos de los cuales, sin embargo, viven el poliamor
desde una perspectiva socialmente conservadora o
incluso religiosa), se trata de una forma de vida muy
minoritaria en la Europa mediterránea o Latinoa-
mérica y, sobre todo, ignorada. Para la gran mayoría
de la población de estas regiones no sólo el término
resulta desconocido, sino que ni siquiera existe alternativa “civilizada” a la pareja monógama tradicional
(recuérdese que el contenido sexual del superbestseller literario Los Hombres que no Amaban a las
Mujeres, causa evidente de su éxito, no tenía sólo que
ver con el morbo del componente sádico de las relaciones entre el asesino y sus víctimas, sino también
con la novedad mostrada por el carácter toscamente
poliamoroso de las relaciones sexosentimentales de
lxs protagonistas).
¿Qué ha impedido que la formalización de la
pareja abierta, que con tanto entusiasmo fue recibida
en los 60 en su versión informal, se convierta en una
tendencia dominante o, al menos, comparable con su
popular precedente?
Es obvio que la oleada de conservadurismo sufrida desde los 80 tiene mucho que decir. Pero hay razones endógenas al poliamor que merece la pena analizar. Decía que uno de los problemas que éste venía a
solventar frente al amor libre era la depredación
sexual. Es inevitable que ésta tenga lugar en los
ámbitos del poliamor, pero está perfectamente tipificada como ilegítima (de hecho, tiene incluso un nombre: “polifake”, o falso poliamor) y, por lo tanto, la
teoría poliamorosa ofrece herramientas para construirse al margen de ella. Sin embargo, no todo el
estrés emocional que acompañaba a la incertidumbre
de la pareja abierta ha sido abordado con el mismo
éxito por la teoría poliamorosa. Si el contragolpe conservador encontró a una sociedad que, en parte,
agradecía retornar a un modelo donde los celos volvían a ser escuchados como expresión de la protesta
frente a las relaciones sexuales externas, esta ventaja
no ha perdido vigencia para restringir la expansión
del poliamor. La respuesta ofrecida por la teoría
poliamorosa, la “compersión” o empatía con la alegría que a la pareja le produce su relación externa, es
interesante y necesaria, pero enteramente insuficiente, y la prueba es que el tema central de cualquier
taller poliamoroso son siempre los celos y las actitudes que sirven, no para erradicarlos, lo que se considera imposible, sino para mitigarlos lo suficiente
como para que resulten llevaderos.
El contexto de hambruna sexosentimental al que
nos entrega nuestra cultura decanta a la gran mayoría por la conservación de lo que se tiene en detrimento de la persecución de lo que se desea. Ésa es la
razón por la que el poliamor sí ha prosperado en
8.- Una traducción del Manifiesto de la anarquía relacional (2006), escrito por la sueca Andie Nordgren, puede leerse aquí: http://elbosqueenelquevivo.blogspot.com.es/2013/12/manifiesto-corto-e-instructivo-para-la.html
9.- “Al crear ese elemento imaginario que es “el sexo”, el dispositivo de sexualidad suscitó uno de sus más esenciales principios internos de funcionamiento: el deseo del sexo -deseo de tenerlo, deseo de acceder a él, de descubrirlo, de liberarlo, de articularlo como
discurso, de formularlo como verdad-. Constituyó al “sexo” mismo como deseable”” M. Foucault, Historia de la Sexualidad I. La
Voluntad de Saber. (1976) Siglo Veintiuno Editores (1995). Pág.190
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Llamo “gamos” a la unión o casamiento sobrentendidos inspirados en el matrimonio objetivo y formal.
Llamo “relación gámica” a aquélla cuya sustancia es
un gamos. El sexo, sea cual sea su forma, es el sacramento del gamos; el acto que lo constituye.
Lo que llamamos “relación de pareja”, “noviazgo” o, simplemente, “relación”, no es otra cosa que
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Agamia
una relación gámica. Los términos “compañerx”,
“amigx especial” o “persona especial” son otros tantos sinónimos de “relación gámica”. El uso del concepto “relación” es subordinado por nuestra cultura
a la relación gámica. Cualquier otra relación necesita
ser especificada para dar a entender correctamente
su naturaleza. Necesita además, y por ello, definirse,
en primera instancia, en función de la presencia o
ausencia de gamos y, por tanto, del sexo que le da
existencia. Se habla de “amistad” o “relación de
amistad” allí donde existe una relación inespecífica
de cierta intensidad sin gamos. Se habla de “relación
laboral” allí donde hay una relación laboral sin gamos
(mientras que, en presencia de gamos, se hablará de
“relación” y se añadirá “con compañerx de trabajo”
cuando se quiera especificar la identidad de la persona con la que se ha formado). Se habla de “amante”
allí donde existe una relación sexual clandestina, en
tanto que el sexo, o sacramento del gamos, es conculcado al evitar el establecimiento de gamos.
La agamia es un modelo de relación consistente
en la eliminación del gamos y, con ello, de la relación
gámica, mediante la reconsideración y redistribución
de los componentes de la relación gámica para su utilización libre en las relaciones. Según la terminología
de la agamia, el significado de “relación” se remite a
su significado genérico de “vínculo o conexión entre
seres”. De manera más o menos estrecha, todos los
seres están vinculados. La relación o vínculo entre
seres humanos es un término completamente inespecífico con respecto a las características de dicha relación. Cualquier determinación de la naturaleza de
una relación necesita ser descrita por añadidura
mediante la descripción de dichas características. La
relación entre los seres es, simplemente, el ser que
intermedia su existencia.
La agamia es, por tanto, el abandono del elemento sustancial de la estructura de nuestras relaciones
sexosentimentales; un modelo diferente y opuesto al
sistema monógamo heteronormativo, así como a
cualquiera de sus alternativas, todas ellas, hasta
ahora, gámicas.
La agamia es contraria al establecimiento de
estándares de relaciones cuyo objetivo sea concretar
a priori las conductas que a dichos estándares les son
propias. Entre esos estándares, la agamia rechaza con
especial determinación el modelo de finalidad reproductiva, centrado en la actividad sexual, llamado
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colectivos altamente cohesionados y sexualizados
como los LGTB y BDSM, pero no fuera de ellos. Para
que la compersión sea una emoción accesible se debe
antes superar el pánico a la soledad no deseada que
puede sobrevenir a la apertura de la pareja, amenaza
muy real entre la/el ciudadanx de clase obrera medix
cuya integración sociosexual es altamente precaria,
especialmente pasada la época de la vida a la que se
asigna la tarea de buscar pareja. Ni el poliamor de
segunda ola ni la anarquía relacional dan respuesta a
esta dificultad. La razón es su apego a otros aspectos
clave de la ideología amorosa en la que se fundamenta la heteronormatividad monógama, especialmente
aquéllos identificados con la obtención de placer
sexosentimental, como la glorificación del amor o el
culto a una liberación sexual que debe traducirse,
ingenuamente, no en una transformación del papel
social del sexo, como insinuaba Foucault9, sino en la
satisfacción sexual que el sistema promete a la vez
que reprime.
Sostengo que una rápida ojeada de la evolución
del modelo sexosentimental desde los 50 expuesta
hasta ahora revela una progresiva transformación
libertaria que arranca con la sustitución de la monogamia indisoluble por la secuencial, y que llega hasta
la punta de lanza marginal de la anarquía relacional,
encontrando, como resistencia, junto a la reivindicación ultraconservadora de la indisolubilidad del
matrimonio, las adaptaciones circunstanciales al
cambio ofrecidas por el modelo de trabajo forzado
del amor, de Fromm, y la defensa encubierta del
amor que constituye la crítica al amor romántico.
El objetivo del presente texto es la exposición
somera de esta historia, así como la presentación de
un modelo que aspira a dar respuesta a los conflictos
clave de los que aquélla no ha logrado aún desembarazarse. Doy por concluida la primera tarea y paso a
realizar la segunda.
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ISBN: 1885-477X
“pareja”, y preconizado por la filosofía del amor. La
agamia considera las relaciones como fenómenos
dinámicos cuyo análisis sólo puede ser descriptivo y
circunstancial, y cuyos objetivos sólo se preestablecerán en el entorno de la realización de un bien. La agamia es la evitación activa de que un determinado
estereotipo de relación, tradicionalmente llamada
“amorosa”, subsuma al resto bajo su patrón. La agamia no establece modelos de relación, y los protocolos que puede generar son siempre modificables y
quedan subordinados a su eficacia.
Así, la agamia no es un paso más en la transformación de las relaciones amorosas monógamas e
indisolubles en relaciones de amor libre. Es un paso
otro, que abandona y rechaza la sustancia misma del
modelo para establecerse fuera de él. La agamia es la
confianza plena en que la pareja es una estructura
innecesaria y que la vida de las personas y las sociedades puede y debe construirse en el desentendimiento de ella. Los obstáculos que este desentendimiento presenta son producto tanto de la omnipresencia de la cultura del amor, como de los hábitos en
que ésta nos ha educado, y no de dificultad alguna
que la agamia propiamente presente. La agamia se
entiende, por ello, no sólo como el modelo más deseable, sino como el sexosentimentalmente más económico, toda vez que es aquél del que diariamente nos
arranca la cultura del amor. Y digo “nos arranca”
porque el libre crecimiento de nuestras relaciones es
el espacio abierto que el gamos encauza en forma y
contenido. El gamos, por lo tanto, es algo, mientras
que la agamia es todo. No es un modelo, sino el espacio de generación de los modelos en tanto que
adquiere conciencia.
De todas las herramientas de que la agamia se
acompaña para no convertirse en un propósito estéril, la primera y principal es el rechazo al relato ideológico del amor. El mensaje principal de este relato,
en torno al que se mueven el resto de las ideas que
transmite, es que el amor, es decir, la formación del
gamos, es la única vía para la realización afectiva personal, y que ésta es el eje de la felicidad en su sentido
más amplio.
“Sin gamos, el resto de la vida sólo puede ser
miserable, mientras que con gamos la vida miserable
es digna de ser vivida”. La perversión clasista de este
principio salta a la vista cuando se expresa con claridad. Pero, a la vez, su verdad parece insoslayable si
no se desarticula la estructura sexosentimental del
gamos que el amor prescribe. Es decir, que incluso
considerando que el amor forme parte de un sistema
socioeconómico injusto, no hay alternativa a empezar la construcción de la felicidad a través del amor.
En este escollo han naufragado hasta ahora todas las
propuestas contramorosas.
Según el subsistema ideológico del amor, las personas necesitamos alcanzar el clímax sentimental que
sólo el amor ofrece, a lo que se añade que la realización completa de la vida sexual es imprescindible y
sólo puede producirse en un contexto amoroso. La
agamia niega este principio. Para la agamia, el clímax
sexosentimental amoroso es la compensación a la
deficiente socialización a la que el propio amor contribuye, y es esta misma socialización deficiente la
que predispone a la experiencia extática del enamoramiento. En una integración social suficiente y cordial, la única razón para que una sola relación sexosentimental produzca un éxtasis afectivo es que su
aportación sea destacadamente superior a cualquiera
de las restantes, e incluso a su conjunto, lo que resulta contradictorio. En otras palabras: la persona socialmente sana (no digo realizada, sino sólo sana) no
puede experimentar enamoramiento en el sentido en
el que lo presenta el amor, del mismo modo que la
persona normalmente alimentada, aunque experimente hambre, no puede hacerlo de un modo crónicamente voraz. Aunque dicha experiencia sea posible en circunstancias excepcionales (y que no tienen
por qué ser ventajosas), debe entenderse que el
modelo no es susceptible de ser adoptado por individuos afectivamente equilibrados, y que el primer
requisito para su éxito es inducir una pandemia de
soledad.
Para evitar el adoctrinamiento amoroso, la agamia se declara “contra el amor” de manera radical,
evitando la masiva propaganda amorosa del sistema,
así como el caballo de Troya de las propuestas reformistas.
Pero, ¿cómo construir, en un entorno hegemónicamente amoroso, una sana vida social en sus parámetros sexosentimentales?
La adscripción a la sustitución de la familia por la
agrupación libre no es suficiente, incluso en el modo
abierto, no reducido a la formación de tribus poliamorosas, que entiende la agamia. El problema principal es la eliminación de la hambruna sexosentimental, que sirve de fermento a la lucha fratricida en la
que la ética desaparece y los celos se convierten en la
lógica de construcción del gamos.
Ya se ha dicho que la persona socialmente integrada no extrae beneficio alguno de la sobrecompensación afectiva obtenida en el gamos. No necesitamos
ser considerados especiales si el papel cotidianamente realizado en el grupo es el resultado de nuestro
desarrollo específico, y tanto papel como especificidad son reconocidos por el grupo. El sexo, sin embargo, está atado y bien atado a este reconocimiento, de
modo que no hay tal si no se realiza sexualmente. En
nuestra cultura, lo que somos para el grupo nos lo
expresa el grupo a través del sexo que nos concede.
10.- En The Pshychology of Jealousy and Envy, P. Salovey (comp) The Guilford Press (1991), conjunto de estudios experimentales realizados por psicólogos mayoritariamente especializados en la emoción de los celos, encontramos reiteradamente una conclusión contraria al tratamiento dado por el nuevo discurso amoroso, que pretende convertirlos en un indicio de amor opresivo y machista.
Según los autores, el factor determinante de su aparición no es condicionante genético, caracterológico o familiar alguno, sino un
conjunto de factores situacionales. Mi conclusión es que esto es tanto como decir que el individuo sano siente celos si las circunstancias son propicias para ello, de modo que la emoción de los celos queda así despatologizada y equiparada a cualquier otra de su
sistema afectivo funcional.
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Por eso, los celos no son un simple dolor superable
mediante paciencia y esfuerzo. Los celos son la
auténtica pérdida de lugar social en el grupo, que es
como decir “la pérdida del ser”, en tanto que el ser
humano es ser social. Es por esta razón por lo que
sólo colectivos de notable cultura sexual combaten
con éxito la represión sexual de los celos. Para la
mayoría, sin embargo, la ausencia de alternativas
sexuales, la biografía de hambruna sexual, determina
una descompensación entre dolor generado por los
celos y placer generado por la liberación sexual, que
decanta del lado de la vida dentro del gamos, incluso
en los casos en que existe una sólida convicción en su
contra. Esto explica también la aparente liberación
sexual de la que disponen las clases altas, frente a las
tendencias conservadoras de que la clase obrera hace
gala en el ámbito sexual10.
La agamia se dota de tres herramientas claves
para desatar el nudo del sexo. La primera es su designificación. El poder del sexo como símbolo de reconocimiento social se asienta en cuatro significados
fundamentales: reproducción, protección frente a la
hostilidad externa y del sexo mismo, fusión amorosa
(realización del gamos) y posesión. De todos ellos, la
posesión es el más arraigado en nuestra psique y el
más poderoso a la hora de otorgar significado.
Debemos entender, pues, cómo el sexo significa para
recordar que no significa, y empezar por profundizar
en la conciencia (es decir, accediendo a la inconsciencia) de que relacionarse sexualmente no debe conllevar posesión alguna. Vaciado por completo de significado, el sexo pierde su verdadera función social,
que está lejos de ser el placer, y pasa a convertirse en
un significante vacío, apto para adoptar significados
nuevos, asociarse a otros lenguajes, o diluir su relevancia social. El sexo habrá perdido, además, el
poder motivador que alimenta su búsqueda en nuestra sociedad. Es a esta pérdida del morbo sexual a la
que las propuestas más transgresoras no se han atrevido a enfrentarse hasta la fecha, por su carácter de
aparente retorno a la represión sexual. Pero debemos
entender que el hecho de que hubiera un sexo que
liberar no implicaba la existencia de un sexo en libertad, sino sólo la existencia de un sexo cautivo, que tal
vez lo fuera sólo en tanto que cautivo.
La designificación, con su consecuente exploración erótica y su resignificación posterior, se acompaña de una estrategia de afrontamiento de los celos
enteramente imprevista. Para la agamia, los celos son
la manifestación socialmente deslegitimada de la
indignación individual en el ámbito de la posesión
sexual: La denuncia de la filosofía de la competencia
cuando se produce la derrota en dicha competencia.
Los celos señalan pérdida de papel social a través de
pérdida de posesión sexual. Son, por lo tanto, una
forma de indignación, es decir, de denuncia de una
injusticia, con la particularidad de que esa injusticia
está socialmente deslegitimada y corresponde, además, a un orden moral injusto. Pero lo que debemos
entender, y aquí tanto los poliamores de primera y
segunda ola como la anarquía relacional se descuelgan por completo de la agamia, es que los individuos
necesitan construir su pertenencia al grupo, y esta
pertenencia depende en gran medida de los vínculos
afectivos establecidos en él. La agamia sustituye el
término “celos” por el de “indignación” para hablar
de la reivindicación de los afectos de los que depende el individuo para experimentar su pertenencia al
grupo. El peso de la pertenencia escapa, mediante la
designificación, de lo sexual, para extenderse por
toda forma de interacción. La indignación será legítima cuando responda a expectativas razonables, e ilegítima cuando no lo sean.
Junto con el concepto de “expectativa razonable”,
responsabilidad del receptor de la acción, es clave el
de “evitación de trauma”, responsabilidad del efector de la acción. En el contexto de una pareja gámica
que proyecta escapar del gamos podría considerarse
expectativa razonable una apertura sexual sincroni-
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zada, y un comportamiento traumatico, causa de
indignación legítima, la liberación sexual individual.
Una expectativa no razonable sería, por ejemplo, la
conservación indefinida del gamos.
Por último, la agamia propone la sustitución del
modelo de belleza opresiva, propio de la cultura estética de origen audiovisual contemporánea, por el de
una belleza literalmente ética, es decir, la asociación
de la belleza al fin del bien: Será bella aquella persona cuya vida sea más ética.
Esta aparente excentricidad o utopía de la agamia
es un paso, en realidad, muy pequeño, cuyo obstáculo, otra vez, es la propaganda de la ideología del
amor, esta vez en su componente estético. Es sólo en
el ámbito del sexo donde la estética prevalece por
sobre la ética. En cualquier otro entendemos, y aquí
no hay conflicto con la cultura popular, que la belleza es trivial, y que el valor de los individuos es ajeno
a este parámetro. Pero la sobrevaloración del amor
arrastra consigo la sobrevaloración de la belleza,
imponiendo la escala de atractivo sexual a la escala
de valor social. Somos lo que nuestra belleza, en el
sentido amplio del concepto “atractivo”, nos atribuye (y nuestro valor de belleza se efectúa, como indicaba más arriba, en el sexo obtenido).
En una sociedad en la que el amor no es hegemónico, un sexo designificado no encuentra herramientas para otorgar valor social. Las encontraría, eso sí,
para otorgar valor sexual, fuera éste de la importancia que fuera. Pero no hablamos de una vida social
para buenxs al margen de una vida sexual para
guapxs. La designificación hace aflorar el verdadero
origen del placer sexual, si es que éste es su función
más deseable, poniendo en entredicho el valor de
nuestro concepto de belleza, y generando el de una
nueva belleza sexual que se relaciona, lógicamente,
con la capacidad para producir mayor placer sexual,
es decir, con la propia técnica sexual. Como en cualquier otra actividad, la belleza será el correlato de la
habilidad, y ésta accesible a cualquier persona hasta
niveles sobradamente adaptativos. El acceso al sexo
es así democratizado por esta nueva belleza ética que
consiste, simplemente, en la comprobación experimental de la belleza.
Es posible que, tras lo expuesto, parezca un despropósito afirmar que la agamia es un modelo de
aplicación sencilla cuya vocación es no restringirse a
los colectivos en los que se confina el poliamor. La
sencillez teórica del poliamor se acompaña de un
notable esfuerzo emocional que dificulta su práctica.
La agamia, por el contrario, sólo necesita de la teoría
como impulso, siendo su aplicación inmediata y de
nulo sacrificio emocional. Renunciar al gamos, especialmente si no se vive ya dentro de él, sólo requiere
de la determinación de hacerlo. La vida ágama no
exige una formalización de pertenencia que conlleve
aparecer en un desierto inhóspito que, con suerte, se
irá poblando poco a poco. Muy al contrario, es el
reconocimiento de que nuestra actual y precaria integración sexosentimental gámica es nuestro necesario
punto de partida, del que tenemos derecho a liberarnos sin riesgos traumáticos toda vez que nuestros
actos sean éticos, es decir, que concedan el mismo
valor a nuestros fines que a los fines de lxs otrxs.
Actuar a partir de la renuncia al gamos es, como la
construcción del mismo, una opción sexosentimental
(habría que decir ahora “eróticoafectiva”) que construye nuestro lugar social a lo largo de nuestra vida.
Pero mientras que el gamos lo hace mediante grandes
apuestas suicidas tras cuya pérdida obliga a empezar
de cero, la agamia afirma progresivamente sus vínculos, y las evoluciones de éstos tienen como resultado un crecimiento neto continuo. Así, si la vida gámica es una apuesta por el paraíso cuyo resultado es la
soledad, la agamia es la integración progresiva cuyo
resultado es la evolución del crecimiento individual
al social.
La agamia, por lo tanto, nace con una vocación
netamente mayoritaria, como propuesta para todxs
aquellxs que son conscientes de que el amor tiene la
forma de indeseable vía forzosa, y que la única razón
para no renunciar a él es la ausencia de alternativas
viables. La agamia es viable. La agamia es todo lo
demás.
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