PDF (Capítulo 1)

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MIGUEL ANTONIO CARO:
RELIGIÓN, MORAL Y AUTORIDAD1
Rubén Sierra Mejía
Miguel Antonio Caro fue una figura de primera línea en la vida intelectual y política de Colombia durante más de cincuenta años, aquellos que
corren desde los inicios de la Regeneración hasta la reforma constitucional de 1936. Con esto quiero decir que su influencia se expandió por casi
treinta años más allá de su muerte. La ambivalencia con que se lo ha
apreciado en la historiografía política y cultural tiene su origen en el
reconocimiento de su asombrosa inteligencia por una parte y, por otra,
en el rechazo de un pensamiento atado a un dogmatismo a todas luces
oscurantista. La herencia que dejó, como indiscutible líder intelectual
—más que como conductor político—, produjo una cultura cerrada, de
corte autoritario, sometida a la orientación del clero católico; una cultura que tuvo como resultado sepultar el espíritu vigoroso que se respiró
en un largo período de nuestra historia, así sea necesario reconocer que
ese espíritu se dio dentro de un clima político que se caracterizó, durante
buen tiempo, por su anarquismo y sus exageradas posiciones libertarias.
Mis propósitos en este ensayo no son detenerme en sus actuaciones
de la vida pública, analizar sus aciertos y sus múltiples actitudes arbitra1. Para evitar las molestias de las constantes referencias a pie de página, las obras
de Miguel Antonio Caro las citaremos, dentro del texto, en la siguiente forma:
AD: Artículos y discursos, 1888, 2a edición, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951.
0-1: Obras, tomo 1, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1962.
o-in: Obras, tomo m, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1980.
IH: Ideario hispánico, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, Bogotá, 1952.
Ep-i: Escritos políticos, primera serie, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1990.
Ep-11: Escritos políticos, segunda serie, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1990.
Ep-m: Escritos políticos, tercera serie, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1991.
Ep-iv: Escritos políticos, cuarta serie, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1993.
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rias como gobernante. Sólo pretendo trazar su perfil intelectual o —sería más correcto decir— mental. Don Miguel Antonio fue sin lugar a
dudas un hombre de pensamiento que como pocos dejó en una serie de
artículos doctrinarios o de ocasión, en discursos oficiales o en tratados
de acento filosófico, la justificación de sus actos, escritos que llegaron a
constituir el corpus de una ideología que orientó a Colombia durante
varias décadas2. Algunos de esos escritos son en realidad piezas magistrales desde un punto de vista puramente formal, como sus mensajes al
Congreso, sobre todo el último, el de 1898. Tienen una fuerza de convicción que hay que reconocer, aunque como lectores de hoy nos distanciemos de sus ideas y los encontremos propensos a lograr la persuasión por
medio de la falacia. Como escritor de prensa tuvo siempre la doctrina
como propósito fundamental: el comentario de un hecho de la vida política nacional lo convertía en motivo para expresar sus convicciones religiosas o ideológicas.
Me niego a aceptar que su trabajo como escritor de temas filosóficos,
religiosos y políticos se lo pueda leer sólo como una simple reacción al
curso que al Estado le señaló el liberalismo radical. Tampoco creo que el
carácter que imprimió a sus actuaciones políticas y administrativas fueron simples cuestiones de ocasión, forzado a reaccionar con severidad a
acciones de los enemigos del régimen. Su conducta se entiende mejor si
se tiene en cuenta, además de las circunstancias, la personalidad intelectual de quien no tuvo ningún escrúpulo de pasar por encima de los derechos de aquellas personas que se situaban en el bando contrario, fuese
religioso o fuese político. En realidad, sus maneras de pensar y de actuar
obedecían a una personalidad dogmática, cuyo principio esencial de razonamiento fue el concepto de autoridad, y unas maneras de argumentar que le permitían transgredir las leyes de la lógica si esa trasgresión
podía servirle para imponer sus ideas. La ironía, además, fue un arma
2. Disponemos de una edición, todavía en proceso, de las Obras de Miguel Antonio Caro, hecha por Carlos Valderrama Andrade y publicada pulcramente por el Instituto Caro y Cuervo (Bogotá), edición que nos permite construir una nueva imagen
suya. Valderrama Andrade no se ha limitado a cazar en la prensa de la época textos
antes desconocidos: ha agregado a la edición de cada volumen útilísimas introducciones y abundantes notas explicativas.
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demoledora que utilizó sin sutilezas ni consideraciones, con el ánimo de
sacar de la arena a sus contrincantes. Sospecho que se podría ir mucho
más allá de la mera constatación de sus ideas a través de sus escritos y
tratar de estudiar su carácter psicológico, a la luz de su historia personal,
pero esto representa otro tipo de estudio que escapa de mis objetivos actuales.
Se ha llegado a elogiar el rigor lógico del pensamiento de don Miguel Antonio, confundiendo tal vez el carácter consecuente de sus actuaciones en la vida política e intelectual con respecto a los principios que
rigieron sus ideas, y por otra parte el compromiso que un escritor debe
mostrar con el resultado lógico de los argumentos que aduzca en favor
de una tesis o de una hipótesis. Sin duda hizo siempre gala de lo primero,
de lo que podríamos llamar la coherencia ideológica, pero sus argumentos particulares adolecen, como lo indiqué hace poco, de frecuentes falacias; una observación que ya había señalado Baldomcro Sanín Cano 3 .
Falacias sin duda intencionadas. No vaciló nunca en recurrir al sofisma
cuando en la polémica lo consideraba útil como arma para vencer al
contrario. Un recurso para el que se sirvió del extraordinario conocimiento que tenía de la lengua española: por medio de un esguince gramatical o un sutil cambio en la significación de un vocablo, solía introducir la falacia sutil e imperceptible, y dejar así intacto el dogma que le
había servido para afrontar la discusión.
Sus creencias estaban libres del resultado al que pudiera llevar un
argumento filosófico que se ajustara a una lógica rigurosa. En uno de los
ensayos recogidos en su libro Artículos y discursos [1888]4 lo da a entender sin simulaciones. Al querer justificar la actitud de la Iglesia católica
de haber prohibido a Jeremy Bentham y no a Frédéric Bastiat, y después
de haber dado algunas exculpaciones basadas sobre la popularidad del
3. Sanín Cano, Letras colombianas, FCE, México, 1944, p. 152.
4. Este libro —una compilación de ensayos—, publicado con prólogo del propio
Caro en Bogotá en 1888, fue reeditado en Biblioteca Popular de Cultura Colombiana,
que publicaba el Ministerio de Educación (Bogotá, 1951). La nueva edición del Instituto
Caro y Cuervo disemina sus artículos haciéndole perder la unidad ideológica que él
tiene, y que sin lugar a dudas fue uno de los propósitos del autor cuando los recogió en
volumen. Por esta razón he decidido hacer siempre referencia a la edición de 1951.
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primero de los filósofos y la poca fama del segundo, lo que, según él,
hacía innecesaria su inclusión entre los autores cuya lectura debían evitar los católicos, afirma con elfinde clausurar cualquier discusión posterior: "Para los verdaderos católicos hay otra explicación más satisfactoria; la de San Agustín: Roma locuta est; causa finita est. Ha hablado la
Santa Sede; la cuestión ha terminado" (AD, 8o). Esta manera de zanjar el
problema no debe entenderse como una salida suya a una situación
embarazosa, sino como una actitud constante en sus maneras de argumentar. La autoridad, en este caso la autoridad de la Iglesia, era la última
razón que se podía esgrimir en cualquier asunto de controversia acerca
del cual la Santa Sede hubiese emitido un juicio. Y en otro ensayo del
mismo libro, "La controversia religiosa", se propone señalar que el católico no debe discutir sus creencias. Si lo hace, será con el solo fin de tratar
de convencer al contrincante, no en busca de ninguna conclusión al respecto, si no es la de afianzar la fe: de ninguna manera se ha de aceptar un
resultado, proveniente del raciocinio, que pudiese desviarlo de las doctrinas religiosas en que apoyaba su pensamiento:
... un buen católico no puede usar para con su adversario sino un lenguaje semejante a éste: "Yo entro con vos en discusión para probaros que mi
fe puede defenderse con las armas de la razón; y esto para honra de Dios
y para aprovechamiento vuestro. Deseo lograr venceros con las armas de
la razón, a fin de inclinaros a la fe. Mas si lográis vos dejarme sin respuesta
en esta discusión, no por eso me daré por vencido; pues yo tengo el asilo
de mi fe, a donde no alcanzan los tiros del raciocinio" (AD, 55).
El ensayo, es cierto, está centrado en la controversia de problemas
relativos a cuestiones religiosas y a los límites de la argumentación en
estos casos. Pero si se tiene en cuenta que para Caro —como lo veremos— la voz de la Iglesia católica es autoridad para todos los campos del
pensamiento —el teológico, elfilosófico,el científico, el político—, esas
mismas ideas cobijan a todas las áreas de la actividad mental del hombre,
sobre todo aquellas que tocan los problemas morales.
Sanín Cano, en un ensayo publicado con ocasión del centenario de
Miguel Antonio Caro, en el que se propuso emitir un juicio sobre su
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presencia en nuestra historia cultural, recuerda una anécdota que nos
coloca de frente con quien no temió recurrir a la tergiversación cuando
asumía la crítica de una doctrina o de un texto: reducirlo a la máxima
simplicidad hasta convertirlo en una ridicula caricatura, es lo que se observa en muchos de los artículos de prensa y aun en los que tienen intenciones de trascender la mera polémica del momento:
Luchaban cada cual en su diario políticamente don Santiago Pérez y don
Miguel Antonio [Caro]. Apareció un día en el periódico del primero un
artículo de gran resonancia sobre las tendencias y cánones del partido
conservador. Corregía el señor Caro unas galeradas en la redacción de su
órgano de publicidad, cuando acertó a pasar por ahí don Rufino [Cuervo] , que fue invitado por su amigo, el periodista, a que escuchase en pruebas el artículo de contestación a las ponderosas inculpaciones del señor
Pérez. Escuchó don Rufino con indeclinable atención la lectura de las
pruebas y al final fuele pedida su opinión sobre el naciente artículo. La
dio en palabras semejantes a éstas: "Está muy bien como redacción y doctrina, pero Santiago no trae en sus expansiones lo que tú tratas de desvanecer como dicho por él". "Es cierto, insinuó don Miguel Antonio. Eso lo
comprendes y puedes apreciar tú; pero muchos de los que van a leer este
periódico ni han leído las graves y meditadas inculpaciones de Santiago,
o si las leyeron ya no se acuerdan, si acaso las han entendido"5.
La anécdota la reproduce don Baldomcro con el ánimo de subrayar
la naturaleza polemista de los escritos de Caro y el carácter intencional
de esas actitudes. La recurrencia al sofisma y la tergiversación —otra forma de sofisma— no puede olvidarse en un estudio de su obra literaria y
de sus actuaciones en política. No son pocos los ejemplos que se pueden
dar, y cuando fue objeto de rectificaciones asumió poses desdeñosas, como
la que cuenta Sanín Cano. Esas dos cualidades de su temperamento le
sirvieron para desarrollar con vigor su personalidad religiosa y su férreo
espíritu dogmático, que no le permitía ceder ante un argumento válido
5. Sanín Cano, El oficio de lector. Biblioteca Ayacucho, Caracas, s. f., p. 310.
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que pudiera poner en duda sus creencias. Nunca sufrió desmayo su convicción de que poseía la verdad y de que tenía la obligación moral de
imponerla con cualquier instrumento retórico —o jurídico, cuando la
ocasión le daba la oportunidad de este último.
El concepto de autoridad es el concepto esencial —ya lo observé—
de su pensamiento. Es la vértebra desde la cual se articula toda su estructura mental, y que llevó como principio básico a la Constitución de 1886 .
Pero antes de avanzar, debo decir que este concepto, tal como lo usa Caro,
cubre un campo demasiado extenso de aplicaciones. No se lo puede limitar a su sola acepción política; es también fundamental cuando se refiere
a la filosofía, a la ciencia o a instituciones de la vida cultural. Empecemos
por advertir que del reconocimiento de la autoridad como un fenómeno
presente en muchas manifestaciones del comportamiento humano y,
sobre todo, en los procesos de adaptación del hombre a su mundo (el
aprendizaje de la lengua materna, por ejemplo; o la aceptación pasiva de
informaciones recibidas de la tradición, sin que tengamos, por innecesarias o imposibles, que recurrir a "pruebas experimentales"), Caro, en una
especie de tour de forcé, pretende negarle al hombre la mayoría de edad,
esto es, renuncia a aceptar la soberanía de la razón en beneficio de un
mandato externo, en especial de carácter religioso. Temía que la duda o
la crítica, como elemento esencial en la renovación del saber, pudiesen
afectar el acato que el hombre debe a las doctrinas que imparte la Iglesia.
"Del uso en sus relaciones con el lenguaje", el discurso con que la
Academia Colombiana inauguró sus actividades (1881), es ejemplo de
esta actitud autoritaria. Indudablemente ejemplar por sus extraordinarias cualidades expositivas, y por su carácter científico y sus reales apor-
6. En su "Discurso de posesión de la Vicepresidencia de la República" (7 de agosto
de 1892), dice: "Si volvemos los ojos a los comienzos de nuestra última transformación
política, encontraremos como documento fundamental la exposición que el presidente de Colombia dirigió al Consejo Nacional de 1885. Allí, con valor heroico para aquellos tiempos, proclámase la 'república autoritaria', la unidad legislativa, la concordia
entre la Iglesia y el Estado, la enseñanza cristiana, la moralización de la prensa, la devolución al gobierno de sus facultades naturales, porque 'la garantía para los ciudadanos
no consiste en reducir a la inutilidad a sus mandatarios, sino en elegirlos por sí mismos
y en hacer su elección honradamente'" (Ep-m, p. 15).
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tes al conocimiento de la naturaleza del lenguaje, hay que leerlo hoy como
una pieza típica del sometimiento de los estudios gramaticales a modelos universales de los respectivos idiomas, modelos que salvaguardan su
unidad, por encima de las formas que caracterizan a los dialectos, que
son los que determinan las diferencias entre regiones de un mismo universo lingüístico7. Por más que se le conceda, parece concluir, "al uso
todo el poderío y los privilegios todos que de derecho se le deben, todavía no es él arbitro supremo, única norma del lenguaje" (o-m, 34). Aquellos dialectos son, nos dice, "anuncio de debilidad, y presagio de destrucción de las naciones" (o-m, 83). Como lo sería la pluralidad de credos
religiosos. No desconoce el influjo que tienen la literatura y la gramática
para la unidad del idioma, pero ese influjo está representado finalmente
en instituciones de naturaleza legislativa y administrativa. Una academia
—como una iglesia— ejercerá la autoridad suficiente para conservar una
lengua unificada y, por este medio, la cohesión cultural de un pueblo. La
unidad lingüística la consideraba esencial, "porque cada idioma representa un carácter especial" (m, 111). Al fin y al cabo era el carácter hispánico lo que Caro quería defender, como habremos de subrayarlo más
adelante. El texto al respecto es nítido y diciente:
La descomposición de una lengua entregada al uso, y su multiplicación
en dialectos, es ley natural, cuyo cumplimiento sólo se aplaza o se elude
por la acción que ejerce la literatura sobre el lenguaje vulgar. Es la literatura la sal del lenguaje, el único poder que neutraliza e impide la acción
7. Caro va más allá en sus consideraciones sobre las maneras que deben adoptarse
en el buen manejo del idioma, para afirmar que el modelo lo ofrece y lo ofrecerá España: "... aunque en algunos puntos de América se conserve el habla exenta de las novedades y corruptelas de origen transpirenaico, la capital de España, mientras la civilización siga su curso natural, mantendrá siempre la preeminencia que le corresponde en
materia de buen lenguaje, y de letras en general, porque en su seno vive la flor de los
poetas, literatos y oradores de la Nación" (o-m, 65). Y poco más adelante trascribe, en
pleno acuerdo con el espíritu del texto, el siguiente concepto del filólogo español Antonio Puigblanch: "Los españoles americanos, si dan todo el valor que dar se debe a la
uniformidad de nuestro lenguaje en ambos hemisferios, han de hacer el sacrificio de
atenerse como a centro de unidad al de Castilla, que le dio el ser y el nombre" (0-111,67).
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disolvente del uso. Y comoquiera que la unidad de la lengua sea en muchos casos objeto del más lato interés, la cuestión toma, desde ese momento, un aspecto nuevo e importantísimo: no será ya progreso de buena
ley el que no se realice a un tiempo donde quiera que se habla el idioma;
y la libertad de los escritores ha de restringirse y templarse, en beneficio
de la unidad, bajo la discreta dirección de los centros de mayor cultura, de
Academias, donde las haya, encargadas de velar por la conservación del
patrio idioma" (O-m, 64) .
De más importancia para nuestros propósitos es señalar el problema en los campos del pensamiento filosófico y, en particular, de la teoría
política. En el primer caso el problema está vinculado con los límites del
conocimiento y en especial de la razón. El racionalismo no es para Caro
más que una filosofía espuria originada en la soberbia protestante, secta
que "profesa el juicio privado como principio esencial de su creencia"
(AD, 50-1), y que, por lo tanto, no logra alcanzar las verdades que se colocan más allá de la razón. No puede pues el hombre prescindir en ningún
momento de alguna autoridad, ni siquiera en sus maneras de pensar.
Esto es justamente lo que hace al criticar la filosofía de Descartes, por
ejemplo. Cuando intentaba el filósofo francés, nos dice, fundamentar el
conocimiento sin apoyarse en la autoridad del saber filosófico recibido,
creyó encontrar la piedra de toque en el entinema (es expresión de Caro)
pienso, luego existo, pero, concluye, "es evidente que confiaba en la veracidad de una lógica cuyos principios no había él creado, cuya solidez misma no acertaba él a explicarse" (0-1,437-438). Si se trata de un entimema
—y así se lo llegó a entender en tiempos de Descartes— tendríamos que
darle la razón a Caro, al menos cuando señala que el filósofo francés no
pudo prescindir de formas de pensar heredadas de una tradición, como
tampoco pudo prescindir de algunos conceptos metafísicos que venían
del pensamiento escolástico, que él estudió y el cual quiso superar. Pero
8. Más adelante encontramos un pasaje complementario: "Institutos que, como la
Academia Española, están encargados del depósito de la lengua, y que, también como
ella, tienen antigüedad y tradiciones bastantes a crear vida independiente de los vaivenes de la política, son los llamados por su naturaleza y sus antecedentes a representar
esta especie de nacionalidad, que llamaremos literaria" (IH, 86).
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el propósito de Caro se situaba más allá de señalar errores conceptuales o
de argumentación en el procedimiento que siguió Descartes en busca de
un saber autónomo y racional. Su verdadero objetivo en éste como en
otros casos fue el de invalidar lafilosofíaque nace con el filósofo francés
por haber pretendido limitarse, en lo tocante al conocimiento científico,
a las luces que provenían de la razón humana. Para don Miguel Antonio
Caro por el solo poder de la razón no es posible obtener un conocimiento universalmente válido.
No sólo el racionalismo de corte alemán sino también el empirismo
originado en Inglaterra fueron corrientesfilosóficasrechazadas por Caro,
pues las consideraba inapropiadas para el conocimiento de verdades que
por su naturaleza metafísica se ubican más allá de las posibilidades del
conocimiento humano. Aunque a veces se acerca (son nombres que él cita) a Platón, Descartes y Kant, por el reconocimiento que hacen de nociones que no provienen de los sentidos, "ora se llamen ideas arquetípicas,
ora formas de la razón" (o-i, 47), interpreta estas formas como ideas innatas, regalos de Dios, para que el hombre pueda orientarse en el mundo, pues no podía haber dejado "a la inteligencia humana desprovista de
toda noción predisponente, desorientada, digámoslo así, en medio del
orden universal" (0-1,45-46). Es que para Caro lafilosofíatiene un carácter mixto, entre religioso y científico, que le permite acceder a problemas
teológicos que tanto para un racionalista como para un empirista se hallan más allá de lo cognoscible por meros procedimientos racionales:
La filosofía es una planta que nace y crece en el terreno de la religión y
que prospera y fructifica con los abonos de la ciencia o, en otros términos, la filosofía es una intermediaria entre la religión y la ciencia. Quitada
la religión, la filosofía no tiene principios de donde partir; quitada la ciencia, la filosofía no tiene hechos que explicar ni en qué apoyarse. Cualquiera cuestión filosófica que se presente, ofrece al atento observador ese doble carácter de religiosa y de científica. Sirvan de ejemplo las cuestiones
relativas al alma humana. Sin el fundamento de la religión, en vano han
pretendido los filósofos espiritualistas evidenciar el origen divino y la inmortalidad de nuestra alma; destruyendo ese cimiento religioso, en vano
pretenderán los filósofos materialistas convencernos de que todo acaba
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en la tumba. Aceptando, sobre bases religiosas, la existencia del alma, en
balde trataremos de explicar sus relaciones con el cuerpo, si totalmente
prescindimos de las leyes que determinan las funciones de nuestra organización física, o sea de la fisiología. Con la luz de la religión, con los datos
de la fisiología, el entendimiento descubre maravillosas conexiones entre
el alma, cuya existencia garantiza la primera, y el cuerpo, cuyas leyes examina la segunda; y de esta comparación, de este análisis, de este estudio,
nace ese conjunto de principios, observaciones y luminosas conjeturas
que constituyen la filosofía del alma o sea la psicología (o-i, 5/7-8)9.
De allí que no escatimara los improperios al racionalismo ilustrado:
el siglo XVIII era para él un "siglo ignorante y presuntuoso que adoró a la
razón encarnándola en una meretriz" (o-i, 1.079); s u filosofía, "una filosofía enervante" (0-1,1.105), y sus filósofos, "los más enclenques razonadores de todos los siglos" (0-1,1.069). En realidad su crítica al racionalismo
fue pertinaz y tan acerba como la que dirigió en varias ocasiones a las
filosofías empiristas, que él solía cobijar bajo el término común de sensualismo: si en éste criticaba su incapacidad de ir más allá de los meros
sentidos, de reducir el pensamiento "a cortos paseos terrestres" (AD, 377),
a los racionalistas les reprochaba su soberbia de no reconocer su sumisión a las verdades religiosas: "La razón, sobre falible, es impotente para
hacer revelaciones sobrenaturales" (0-1,1361). Protestantismo y racionalismo, cada uno en su esfera, concuerdan en oponerse al espíritu dogmático del catolicismo al proponer un pensamiento libre de los controles
externos, libertad contra la cual debe dirigirse la educación del pueblo:
"La educación bien entendida y bien dirigida es, en efecto, la negación
más explícita de la libertad sin límites del pensamiento y la palabra. Edu-
9. La crítica al empirismo se centra en la incapacidad de la inducción para llegar a
verdades universales: "... la inducción supone precisamente lo que no puede haber pasado por los sentidos, a saber, el tránsito de las cosas sentidas a las cosas metafísicas;
pues como nota exactísimamente Aristóteles distinguiendo la sensibilidad de la inteligencia, el ejercicio de aquélla sólo concierne a lo particular, mientras ésta se eleva a lo
universal. Ni la idea universal, ni el paso mediante el cual la adquirimos, son efecto de
sensaciones" (0-1, 532-3).
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car es enseñar, por medios más o menos eficaces, a pensar con rectitud, a
hablar con decoro, y a obrar bien" (AD, 169).
Volvamos al concepto de autoridad. En una serie de artículos ("Autoridad es razón", "En dónde está la autoridad" y "Razón de autoridad")
pretende demostrar que no es posible encontrar la verdad con la sola
razón, sin el apoyo de una autoridad (cf. 0-1, 575). Y cuando acepta las
ideas innatas no las interpreta como formas a priori propias de la razón
humana, sino como especies de revelación hecha por Dios, o como las
llama en otro lugar, "divinas inspiraciones", que yacen "en la región más
alta del alma" (0-1,452). Someterse a una autoridad en el campo del pensamiento, como lo será también en el campo de la moral, es una manifestación de humildad, virtud connatural con todo espíritu cristiano
(ibid). Sus argumentos recurren ad nauseam a la autoridad cuando le
faltan otras razones que alegar en favor de sus ideas.
Es ésta una actitud intelectual, por así llamarla, que se respira en
toda su obra. Por eso el Syllabus se convirtió para él en una especie de dogmática, en la que solía apoyarse, como si se tratara de un conjunto de
axiomas, para sustentar sus ideas, no sólo las relacionadas con el campo
religioso, sino además las atañederas a cuestiones científicas o filosóficas.
Recordemos que este documento pontificio fue expedido por Pío ix, en
1864, y que en él se consignan todas aquellas tesis que condena la Iglesia,
no sólo las teorías que pudieran atentar contra los dogmas de la fe: también la filosofía empirista, la racionalista, las ideas liberales, las socialistas, teorías científicas como la evolución, etc.; cuanta doctrina supusiera
la Santa Sede que podría socavar la fe de los fieles o —en política— condujera a establecer una relación de dependencia de la Iglesia con relación
al poder civil o incluso las que establecen una separación entre las dos
potestades. Fue éste, el Syllabus, un documento, como recuerda José Luis
Romero, que adoptó el conservadurismo ultramontano de América Latina para sus propuestas políticas y sociales, y que la Santa Sede promulgó con el ánimo de dar "la batalla frontal contra el liberalismo"10. Caro lo
10. José Luis Romero, "Prólogo", en Pensamiento conservador (1813-1898), Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1978, p. xv.
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entendió además como una condena global del pensamiento moderno.
Y así lo expresó sin ambages: "¡Ahora ved si Pío ix ha tenido razón en
condenar esa civilización moderna! El Syllabus es la bandera del derecho:
en él se declara la guerra al panteísmo, al naturalismo, al racionalismo, a
todos los abortos del protestantismo" (o-i, 629). De aquí que lo hubiera
convertido en fuente y arbitro de pensamiento; algo más, como el verdadero manifiesto de lo que sería el partido católico que se propuso fundar
en Colombia, proyecto que le fracasó, entre otras razones por la oposición de una fracción del clero colombiano. Fue no obstante el documento en el que fundamentó el ideario con que quiso orientar al país desde
sus columnas de El Tradicionista y, años después, desde el palacio presidencial cuando estuvo encargado del poder ejecutivo (0-1,752).
Desde un punto de vista moral —incluido aquí el político—, la autoridad tiene un origen divino. Su opinión la fundamenta en textos antiguos como el Nuevo Testamento, en los padres de la Iglesia o en teólogos
católicos11. Es admirable la soltura con que se mueve dentro de la cultura
romana clásica que conocía en detalle y la de los primeros siglos de la era
cristiana. En varias ocasiones, en cambio, mostró, como ya observamos,
su desafecto por el pensamiento moderno, que consideró siempre como
un infundio de las iglesias que se separaron de la autoridad del Papa: el
protestantismo y el anglicanismo. Ese origen divino, como derecho natural o preexistente, es el único que fundamenta todo derecho positivo, y
conlleva a que se entienda la autoridad como obediencia incondicional
del subdito al poder establecido, así éste adquiera la naturaleza de una
tiranía (0-1,387-388). Es en el desconocimiento de la ley natural en que se
fundan los gobiernos despóticos e irracionales:
En el desconocimiento de la ley natural se fundan (...) doctrinas, o las
más anárquicas o las más despóticas; sistema racional, ninguno. Desde
11. Las influencias recibidas por Miguel Antonio Caro no son fáciles de identificar.
No se lo puede hacer a partir de la frecuencia con que cita a un autor, a Joseph de
Maistre o Jaime Balmes, por ejemplo, pues son sólo citas que buscan el apoyo de una
autoridad intelectual, no propiamente para sustentar una tesis con argumentos provenientes de esos autores. Y las referencias a grandes filósofos del pasado están sacadas de
historias de lafilosofía,no de las obras originales.
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luego; no habiendo ley natural, no existen deberes ni derechos naturales
ningunos; esto es lógico: no existiendo aquellos, los hombres no están
obligados a organizarse, ni una vez organizados, a someterse al imperio
de la ley; ello puede ser tan conveniente como se quiera, pero nunca obligatorio. Tuérzase cuanto se quiera la noción de conveniencia; nunca se
transformará en la de deber. De dos maneras se establecen los gobiernos;
o alguno o varios dictan la ley, o todos (todos, digo, para no evadir ninguna hipótesis) acuerdan un pacto. En ninguno de los casos la ley pública
admite explicación racional, según el principio de la utilidad; no en el
primero, porque no habiendo derecho antes de la ley, nadie lo tiene individualmente para establecerlo; no en el segundo porque, por la misma
razón, nadie lo tiene tampoco colectivamente. Allá, nadie tiene el derecho de reconocer la autoridad, porque ésta no representa el derecho sino
la fuerza; tampoco acá, porque ella en este caso no representa el derecho,
sino el capricho o la casualidad. En ninguno de los dos casos existe el
deber de respetar lo acordado, porque tal deber en caso de existir, tendría
que ser anterior a la ley; ahora bien, según la hipótesis utilitarista, no hay
derechos ni deberes en el estado de naturaleza. No siendo, pues, la ley hija
del derecho sino de la fuerza, el capricho o la casualidad, nadie tiene el
derecho de dictarla, nadie el deber de obedecerla (o-i, 388-9).
El texto que acabo de citar pertenece a Cartas al señor doctor don
Ezequiel Rojas (Carta v, del 31 de julio de 1868), donde ofrece una primera crítica al utilitarismo. Y en otro ensayo de Artículos y discursos afirma:
"Toda potestad viene de Dios —decía san Pablo—; quien resiste a la potestad, a la voluntad de Dios resiste; hemos de obedecer, no sólo por temor, sino por deber de conciencia", nos recuerda Caro. Y esto —también
nos lo recuerda— lo decía el apóstol en tiempos de Nerón, "tipo de los
tiranos" (AD, 30-31).
Hay que reconocer que Caro fue en sus actos públicos consecuente
con su doctrina. En varias ocasiones se vanaglorió de su posición en el
Congreso cuando en 1868, como representante a la Cámara, defendió
una ley de orden público encaminada a fortalecer la autoridad, en contra
de la anarquía, aunque aquella ley en ese momento favorecía a un gobierno contrario a sus ideas (cf. Ep-m, 19, y AD, 8-9).
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Ahora bien, no obstante lo anterior, el pensamiento de Caro no olvida en ningún momento la sumisión que se le debe a Iglesia católica y la
defensa de su superioridad frente a cualquier otra autoridad. Como afirmación inicial de su argumento, acepta que Iglesia y Estado "son potestades independientes y armónicas" (Ep-m, 386). Pero en el mismo texto,
inmediatamente antes de la cita que acabo de transcribir, afirma que "fuera
de los poderes temporales, que constituyen el Estado, existe un poder
espiritual que reside en una sociedad universal, jerárquicamente organizada, que es la Iglesia" (ibid). El carácter moral y espiritual de ésta la
coloca por encima del Estado, y el respeto que según sus palabras deben
tenerse ambas potestades se convierte en sumisión del uno en relación
con la otra. En este sentido, prevalece la obediencia a la Iglesia sobre la
autoridad del Estado. El argumento lo toma, como casi siempre, de la
teología, y la autoridad literaria en la que se apoya proviene de los padres
de la Iglesia, para quienes "el acatamiento debido a la autoridad temporal" tiene una limitación "una sola —la del respeto y obediencia que estamos obligados a prestar, antes que todo, a la autoridad espiritual, de la
cual es depositaría la Santa Iglesia Católica" (AD, 31 s. Cf. Ep-11,320 ss). Al
fin y al cabo, si se postula que la autoridad tiene origen divino, es lógico
(o consecuente, para mantener la distinción que introduje al comienzo)
reconocer que la Iglesia, como depositaría de la voluntad divina, se constituya en una potestad superior a cualquier autoridad temporal.
Ya no es hora de discutir con don Miguel Antonio sus tesis expuestas
en varios textos y en diversas circunstancias. Me interesa en cambio subrayar que de ellas se deducen dos consecuencias que afectan la actividad política misma. Ambas fueron enérgicamente defendidas por Caro y
se convirtieron en práctica habitual de la vida nacional, hasta el ascenso
del liberalismo en 1930:1) la Iglesia puede y debe reprender a los gobiernos, cuando a su juicio, se separan de los mandatos de aquella, y 2) el
clero puede y debe intervenir en política (0-1, 928). Al problema le dedica un corto artículo titulado "¡Cuidado con el sofisma!", en el que critica
la tesis contraria que había acogido el liberalismo internacional, y que se
encontraba, por supuesto, entre las proposiciones condenadas en el Syllabus. El pasaje esencial dice:
22
MIGUEL ANTONIO CARO: RELIGIÓN, MORAL Y AUTORIDAD
La política es un vasto campo en que las cuestiones morales, sociales y
administrativas se encuentran, se penetran y confunden. En lo puramente administrativo no tiene que ver la iglesia, pero en lo moral y social sí
tiene que enseñar, advertir y reprender. ¿Por qué? Porque la Iglesia enseña
fe y costumbres, y en el departamento de las costumbres se encierran las
cuestiones morales y sociales (o-i, 928).
Y en otro lugar afirma:
La Iglesia tiene el derecho de reprender a los gobiernos refractarios a aquellas creencias que, respetadas por ellos, serían para el pueblo mejor garantía que las mentidas promesas de precarias constituciones; y la Iglesia,
para bien de los pueblos, en defensa de los ciudadanos inermes y aislados,
y en amparo de la amenazada y desvalida infancia, tiene el deber de mezclarse en la política, es decir, en la parte de la política que se refiere a la
educación pública y a la moralidad social (0-1, 903).
La conclusión de todo su argumento parece ser el que las cuestiones
morales son en esencia de jurisdicción de la Iglesia, pero no sólo aquellas
que atañen a la vida privada, sino además las propias de la vida pública
(Ep-m, 362-363). Afirma entonces: "Cuando la política no tenga que ver
con la moral, la religión no tendrá que ver con la política" (0-1,292). Esto
es, cuando la política sea un simple sistema de administración.
Sus propósitos fundamentales como pensador y como político fueron los de educar un ciudadano cristiano para un Estado católico. No
debe sorprender entonces que hubiera puesto tanto énfasis en el problema de la educación, concretamente en la defensa de la educación religiosa y en contra de la laica, que se había impuesto en Colombia. La educación era para él uno de los asuntos prioritarios de un gobierno: ya en su
"Discurso de posesión como Vicepresidente de la República", el 7 de agosto
de 1892, se refería al asunto cuando hacía énfasis en la necesidad de transformar al hombre (EP-III, p. 16). Y en "Los hermanos de las Escuelas
Cristianas", dice que la palabra misma educación es "sagrada", una "cuestión trascendental". Ese proceso de formación del hombre lo entiende en
un sentido eminentemente religioso, pues con ella se trata, como lo ano-
te]
RUBÉN SIERRA M E J Í A
té hace un momento, de la formación del ciudadano de un Estado católico (cf. AD, p. 63).
Esto explica que hubiera sido ese enemigo feroz de la educación laica que instituyó la Constitución de Rionegro. Al problema le dedicó varios artículos de prensa, en especial "La religión y las escuelas", publicado
también en Artículos y discursos. El asunto no lo planteaba como la posibilidad de que los colombianos pudieran tener una educación religiosa
desde las aulas de las escuelas públicas —que de hecho existía—, sino
que esa educación debía ser —para él— obligatoria. No le satisfacía que
las puertas de los establecimientos de enseñanza pública estuvieran abiertas, algunos días en la semana, al párroco para que éste pudiera impartir
su catequesis a aquellos niños cuyos padres así lo demandaran (cf. AD,
152-3). De hecho el artículo 36 del Decreto Orgánico contemplaba:
El gobierno no interviene en la instrucción religiosa: pero las horas de
escuela se distribuirán de manera que a los alumnos les quede tiempo
suficiente para que, según la voluntad de los padres, reciban dicha instrucción de sus párrocos o ministros.
Con la educación laica y las medidas que tomó para fomentarla, el
radicalismo buscaba crear un espíritu de tolerancia religiosa, pero Miguel Antonio Caro y otros miembros del Partido Conservador —que no
todos, como tampoco todo el clero católico—, sólo vieron en ella una
manera torcida de promover el ateísmo, por medio del indeferentismo
que aquella educación significaba, y por consiguiente de golpear la autoridad de la Iglesia. Partía Caro de un principio que no admitía discusión:
Colombia es un país católico. Pero de esta constatación deducía que la
educación religiosa debía ser obligatoria en las escuelas públicas para
todos los discentes matriculados en ellas. No llegó a proponer que todos
los ciudadanos colombianos debieran ser católicos, pero miró con aquiescencia el que la Constitución de Ecuador exigiera como condición para
ser ciudadano la de que perteneciese a la religión católica: "¿y esto para
qué? —se pregunta— Para que no se hallen, como en otras partes, infinidad de ciudadanos que nunca hayan oído hablar de Dios. El santo
temor de Dios es el principio de la sabiduría, antes que leer y escribir"
[24]
MIGUEL ANTONIO CARO: RELIGIÓN, MORAL Y AUTORIDAD
(AD, pp. 169-170). Toda su posición contra la educación laica se sustentaba en la noción misma de gobierno que defendía: gobernar es educar, "y
la educación supone principios morales y religiosos" (0-1, 763). Es ésta
la razón además por la cual consideraba que los gobiernos que no se
comprometen con un credo religioso carecen del derecho a educar (o1.759).
El que no cree no tiene derecho a quitar ni a imponer creencias. Un gobierno ateo no tiene derecho a educar. La autoridad civil tiene derecho a
enseñar las ciencias, pero no de fijar la doctrina. Entendemos por doctrina el orden religioso y moral con sus dependencias. La autoridad civil
tiene derecho a dar instrucción, y a obligar a recibirla toda vez que garantice la legitimidad de la parte doctrinaria de la misma instrucción con la
aprobación de la Iglesia católica, que es la encargada de definir (0-1,759).
No se podía aceptar entonces, por parte de los católicos, y específicamente por parte del Partido Conservador, una educación que se limitara a la enseñanza de los elementos básicos de las ciencias sin formación religiosa estricta y obligatoria para todos los colombianos. Esto sería marginar a la Iglesia católica de su potestad de intervenir en la formación de los nuevos ciudadanos (cf. AD, 152-3). Como la educación es el
molde en que se vacia la materia humana, si ese molde no está acorde
con la doctrina cristiana esa materia se pervierte, dice en otro texto (cf.
AD, 87). Ésta fue una de las razones por las cuales se opuso con vigor1 a la
importación de maestros protestantes alemanes para las escuelas públi-
12. "Pero si el Gobierno, o mejor dicho el partido liberal que con tan poca verdad
y tan poca consideración se ha declarado patrono de la instrucción, se encapricha en
darle a la obra santa de la educación el carácter sacrilego de labor impía y corruptora; si
no acepta la condición sencilla y justa que proponemos, entonces seguirá la oposición
por nuestra parte; levantaremos escuela contra escuela, costeando así dos veces la instrucción como han hecho por siglos los católicos de Irlanda, y si viniere la guerra, que,
como hombres pacíficos, no provocamos ni queremos, la aceptaremos sin embargo
con la conciencia del que tiene la razón de su parte, y con el valor desesperado de quien
sacude el más pesado de los yugos: el que oprime la conciencia de un pueblo" (AD,
156-7).
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RUBÉN SIERRA M E J Í A
cas de Colombia: "Niños católicos piden maestros católicos: es absurdo,
es tiránico criar ovejas a los pechos de los lobos" (AD, p. 69)13.
Podría reconstruirse su razonamiento a favor de una educación religiosa y de la autoridad de la Iglesia para intervenir en el sistema educativo de la Nación en estos términos: la razón está regida por la religión
natural, y puesto que la razón obra sobre la voluntad (el campo propio
de la moral), ésta —la voluntad— también se encuentra regida por la
religión natural, la cual se manifiesta al hombre a través de la religión
revelada, que representa la Iglesia católica.
Dije que en Caro los problemas morales pertenecían fundamentalmente al dominio de la religión. Es un concepto que podemos ampliar
ahora diciendo que el carácter moral de la Iglesia es su mayor argumento
para defender la superioridad de ésta frente al Estado, para abogar por
una participación activa del clero en la política, para luchar por una educación religiosa y finalmente para justificar el control de la enseñanza de
la ciencia. Es una cuestión relacionada con la de la educación, que no
sólo cubre el campo de la moral sino aspectos esenciales de la creación y
difusión de la filosofía y de la ciencia. La moral es pues el eslabón que
vincula o ata los problemas de la educación así como los de la ciencia al
campo religioso. Y por lo tanto lo que otorga a la Iglesia el derecho a involucrarse en el sistema educativo como a sancionar las teorías científicas y las tesis filosóficas. No desatendió esta última cuestión. La trató en
varias ocasiones, ya fuese de manera temática o bien histórica, como en
los artículos dedicados a Galileo.
Es útil recordar, así sea de paso, que la crítica que le hace, por ejemplo, a la filosofía del derecho de Kant es haber independizado a ésta de la
moral, aunque hubiese visto en ésta el origen de aquél (0-1,157-159). El
tratamiento del problema lo lleva a la naturaleza de la ciencia y a sus fines. Y es en éstos (la causa final, que él dice) donde encuentra las razones
para que la Iglesia pueda intervenir en su enseñanza o en sus controles,
13. Para un estudio de la polémica que suscitó en Colombia la reforma escolar de
1870, llevada a cabo por el radicalismo, es esencial el libro de Jane M. Rausch, La educación durante el federalismo. Instituto Caro y Cuervo/Universidad Pedagógica Nacional,
Bogotá, 1993.
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MIGUEL ANTONIO CARO: RELIGIÓN, MORAL Y AUTORIDAD
pues esos fines se sitúan en el mundo de la moralidad. Como en otros
casos, en el tratamiento de este problema empieza por una tesis conciliadora, el reconocimiento de dos tipos de verdades: la religiosa y la científica. A la ciencia le reprochó que quisiera intervenir en los asuntos teológicos. Cuando un médico, por ejemplo, quiere argumentar en contra
de la existencia del alma, que es asunto de la teología y no de la ciencia
experimental. El ejemplo lo da el propio Caro, en una época del predominio del positivismo en Colombia. Es también la actitud que le critica a
Galileo, haber asumido la defensa de la teoría heliocéntrica con argumentos teológicos. No se le puede reprochar a Caro, por otra parte, el
reconocimiento de que los fines de la ciencia se colocan más allá de la
ciencia misma, sobre todo los de las ciencias de la vida, de la medicina,
que es el caso que él aduce, y que esos fines pertenecen al ámbito de la
ética. Hoy más que en su época. Pero su argumento parte de un axioma
que deja de entrada el espacio para que el problema ético propio de la
causa final de la ciencia sea tratado desde la religión: las verdades teológicas
y las de la ciencia no pueden estar en contradicción (o-i, 1132). Si ésta se
da, naturalmente se impone la verdad teológica sobre la científica. El
paso es sutil, pero concluyente: la causa final de la ciencia —ya se dijo—
es moral. Es entonces de jurisdicción de la Iglesia. Por lo tanto ésta tiene
el derecho a intervenir y a controlar la enseñanza de la ciencia misma,
pues a la Iglesia le corresponde intervenir y examinar el principio que
perturba la unidad armónica, "que debe reinar en el conjunto de sus
enseñanzas" (0-1,1154-1155).
Visto el pensamiento de don Miguel Antonio Caro a la luz de la anterior exposición, puede decirse que con las variantes propias de su aguerrida personalidad polemista, es un ideario que obedece a las tipologías
clásicas del conservadurismo en general: papel de la Iglesia como sociedad perfecta y modelo para cualquier sociedad civil; necesidad de conservar la jerarquización social y los privilegios que ésta conlleva; origen
divino de la autoridad; supeditación de los conceptos de libertad y derechos al de autoridad; negación de la perfectibilidad del hombre, etc. Y, lo
agrego aparte porque a este aspecto debo referirme ahora, un espíritu
restaurador, cuando en la historia inmediata se han dado procesos sociales
y políticos que han ido en contra de aquellos ideales de sociedad perfecta.
[27]
RUBÉN SIERRA M E J Í A
Al comienzo de este ensayo me atreví a afirmar que la herencia que
dejó Caro fue la de una cultura cerrada, que no se atrevía a mirar por
fuera de su propia tradición, en la que la Iglesia católica imponía el cauce
de su desenvolvimiento, cauce que seguía un curso contrario al del pensamiento moderno. Fue la dirección cultural en que vivió Colombia durante buena parte del siglo xx, y que no le permitió sincronizar los relojes con los de los grandes centros de producción de conocimientos y de
arte. Aunque sin explayarme en su análisis, quiero regresar a esta idea,
pues considero que fue la consecuencia más nociva del magisterio ideológico de Miguel Antonio Caro. Unas pocas observaciones bastarán para
llamar la atención del problema, aunque reconozco que no son apuntamientos novedosos.
En realidad, el catolicismo no fue para don Miguel Antonio sólo uno
de los pilares de la nacionalidad, uno de los elementos cohesionadores
del pueblo, sino además —y sobre todo— el cerrojo que no permitiría la
introducción al país de ideas disolventes de su propia tradición. Y en esta
forma, el mayor obstáculo para el avance hacia una cultura moderna,
crítica de su pasado y dispuesta a recibir préstamos de fuera que obrasen
como genes renovadores. Una cultura en la que la filosofía y la ciencia
modernas se cultivaran en sus instituciones académicas sin que mediase
el control de un Estado y una Iglesia que se habían marginado de la producción intelectual de los nuevos tiempos, pues era una producción sospechosa de herejía. Bastará recordar la posición de Caro frente a algunas
teorías científicas de su época, como el darwinismo; o la de su secretario
de Instrucción Pública, Rafael María Carrasquilla, para quien estaría en
desventaja la física que no se mostrara acorde con la ciencia teológica14.
La difusión de estas teorías resultaría un caso de impiedad. Por eso creía
Caro que ellas no deberían ser repartidas libremente, sino sólo entre quienes ya hubieran tenido una formación que les permitiese asimilarlas den14. Decía Carrasquilla: "Cuando la religión y la física están de acuerdo, mejor para
ambas; cuando están desacordes, peor para la física. Así que me permitiréis que os diga,
aunque no sin miedo, que no gusto del exagerado afán con que algunos sabios católicos
se esfuerzan por demostrar que las verdades de la fe no se oponen a las ciencias naturales". "La ciencia cristiana" (1882), en Estudios y discursos, Biblioteca de Autores Colombianos, Bogotá, 1952, p. 32.
M I G U E L ANTONIO CARO: RELIGIÓN, MORAL Y AUTORIDAD
tro de los moldes de un espíritu cristiano. Encontró entonces justificada
la actitud del Vaticano de usar el latín como medio de divulgación científica, por considerar que como lengua destinada a una comunidad de iniciados "presupone cierto grado de ilustración", y porque además debe
prejuzgarse que esas obras "no han de servir de pasto a la vana curiosidad de la ignorancia sino de alimento al estudio serio y concienzudo"
(0-1,1.156).
Análogas consideraciones pueden hacérsele en relación con su hispanismo. También éste lo entendió como una poderosa arma defensiva
frente a las amenazas del pensamiento moderno. Conocedor en profundidad de la lengua y la literatura españolas, contribuyó como pocos en
nuestro medio al estudio científico del idioma y a las relaciones de los
escritores colombianos con los españoles. Ese estudio lo convirtió en una
ideología que se propuso cerrar las fronteras lingüísticas de nuestra cultura —y en general de la latinoamericana—, con el argumento de que
ésta era simplemente parte de la que se había producido y se seguía produciendo en España. En una carta a Menéndez y Pelayo, en la que reclamaba al polígrafo español no haber incluido traductores americanos en
su antología Horacio en España, le recordaba la filiación de nuestro continente a la tradición cultural de la península15. Pero antes de avanzar
debo recordar que esta posición era su respuesta a quienes se constituyeron en críticos de esa tradición y abogaban porque Colombia se abriera
a la influencia de otras culturas como la inglesa y la francesa. No se trataba de negar por un acto de la voluntad la afiliación a la tradición cultural
española. Quienes así pensaban partían de un hecho irrebatible: España
se había marginado de los procesos de creación de la cultura moderna, y
por consiguiente su producción científica y literaria no respondía a los
problemas contemporáneos1 .
15. "Cuando en la Revista Europea vi los últimos artículos de la erudita y meditada
obra de usted, Horacio en España y Portugal, sentí mucho que usted por falta de datos
no se extendiese a la América Española, cuya historia literaria es parte íntegramente de
la de España". "Carta a M. Menéndez y Pelayo del 4 de diciembre de 1878" Epistolario de
Miguel Antonio Caro, Academia Colombiana, Bogotá, 1941.
16. Cf. por ejemplo Manuel Murillo Toro, "Nuestro origen español", en Obras selectas. Cámara de Representantes, Bogotá, 1979, p. 139 s.
[29]
RUBÉN SIERRA MEJÍA
No puede negarse que Caro partía de una serie de premisas que difícilmente pueden discutirse cuando trató el problema de la filiación al
mundo español de la nueva sociedad latinoamericana. En la disputa que
se llevó a cabo en la segunda mitad del siglo xix17 en torno a la independencia cultural, no dejaba de tener razón al señalar con énfasis nuestro
origen hispano. Algo más, razón también le sobraba cuando sostenía la
conveniencia de mantener viva la comunidad hispana —americana y
española—, pues éramos habitantes de un mismo espacio lingüístico favorable a ambas partes:
Si la lengua es una segunda patria, todos los pueblos que hablan un mismo idioma forman en cierto m o d o una misma nacionalidad, cualesquiera que sean por otra parte la condición social de cada uno y sus mutuas
relaciones políticas ( I H , 86).
Pero esta posición le sirvió de argucia —a él, como a quienes pretendían que América Latina sólo tuviera como fuente de ideas filosóficas y
literarias a la cultura española— para oponerse a la difusión del pensamiento europeo moderno. Éste, ya lo vimos, era para Caro el peor de los
males que había padecido la civilización cristiana, y el que, por desgracia, se había introducido alevosamente entre nosotros. En su empeño de
eliminar el liberalismo, señala a Francisco de Paula Santander como la
persona que, con sus reformas educativas, "dio un golpe mortal a nuestro carácter nativo", es decir, a la tradición que nos llegó de España (cf.
IH, 112), al imponer pensadores como De Tracy y Bentham, a cuyo amparo, afirma, "se introdujeron las doctrinas más inmorales e impías" (IH,
113). Debo explicar esta última observación. En el tratamiento del problema del hispanismo como ideología, Caro procedió a interpretar la
guerra de Independencia como una guerra civil; por lo tanto, como una
guerra que no significó un rompimiento cultural con la Europa transpirenaica, sino únicamente político, conservándose las costumbres, la
17. Cf. Jaime Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano en el siglo xix, Editorial
Temis, Bogotá, 1964, cap. iv,"El regreso a la tradición española", donde analiza el pensamiento de Miguel Antonio Caro al respecto.
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MIGUEL ANTONIO CARO: RELIGIÓN, MORAL Y AUTORIDAD
religión, la lengua que trajeron los conquistadores (cf. IH, 102). Elementos culturales todos a los que los libertadores mantuvieron fidelidad, sin
haberse querido distanciar de ellos. Fue una insistencia suya: la adhesión
de los fundadores de la República al cristianismo y a la cultura española.
Fue entonces el liberalismo ateo, como él lo llama, el que produjo la ruptura cultural con España, y esto debido en especial a la influencia de
filosofías —ya lo observé— como las de Bentham y de De Tracy, del todo
extrañas al carácter que nos es propio y que tenemos el deber de cultivar.
En otras ocasiones habló del contagio de la incredulidad francesa
—producto de la Ilustración—, para señalar las malas maneras que se
aclimataron en la cultura local. Recuperar nuestra tradición era en buena parte recuperar el espíritu de los primeros libertadores y alejarse del
modernismo, de todo lo que éste ha significado. Ese modernismo que,
por malsano, había condenado Pío ix en el Syllabus.
En síntesis, en los propósitos políticos y culturales de Caro estaba el
de restaurar la sociedad y la cultura española que se había implantado en
América a partir de la Conquista, de restaurar la cultura colonial con sus
costumbres, su religiosidad y sus maneras literarias y de pensamiento.
Continuar además con la conquista que había quedado interrumpida
con la independencia política de España: es decir, continuar con la tarea
de catequizar al indígena en la religión católica y aculturizado en los
modelos de la civilización hispánica. Religión católica y lengua española,
los dos pilares de la Constitución de 1886, no sólo tenían, entonces, el
pretexto de dar unidad a la Nación, sino además el propósito ideológico
de un programa restaurador.
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