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Escribir con la lengua. Las genealogías de
Margo Glantz
Adriana Kanzepolsky
«Sin cocina no hay pueblo. Sin pan nuestro de cada día
tampoco».
Margo Glantz, Las genealogías
«Cada lengua es como la casa del recuerdo y del secreto,
habitada por un grupo humano determinado».
George Steiner
En su ensayo sobre Álvar Núñez Cabeza de Vaca («El cuerpo inscrito y el texto
escrito o la desnudez como naufragio: Álvar Núñez Cabeza de Vaca»), Margo Glantz
cita un fragmento de los Naufragios, en el que al enumerar sus actividades entre los
indios que habitaban la península de la Florida, el náufrago cuenta: «Otras veces me
mandaban roer cueros y ablandarlos. Y la mayor prosperidad en que yo me vi allí era el
día en que me daban a raer alguno, porque yo lo raía muy mucho y comía aquellas
raeduras y aquello me bastaba para dos o tres días» (1992: 84). Con agudeza, Glantz lee
en esta cita, en la que vincula raer, roer y rumiar -actividades imprescindibles para la
alimentación y el sustento de ese sujeto en aquel momento-, una metáfora del modo
como la memoria trabaja, y también lee en el recuento de esos quehaceres una metáfora
de la preparación del soporte para la escritura -el pergamino- que servirá de base para
que Álvar Núñez elabore más tarde su «rescate»1 y se reintegre así a la civilización
española.
Aunque en apariencia distantes de Las genealogías, libro que Margo Glantz escribe
a lo largo de muchos años para indagar la inestabilidad que reconoce como condición
propia -«Y todo es mío y no lo es y parezco judía y no lo parezco y por eso escribo éstas- mis genealogías», dice en el Prólogo- y que alcanza una edición definitiva en
1997, tras la muerte de su madre, pienso que tanto la cita como las reflexiones de la
autora al respecto son, de algún modo, si no una clave de lectura para el mismo, al
menos, un buen punto de partida. Y señalo esto en varios sentidos: en principio, porque
al igual que en los Naufragios en Las genealogías la memoria también trabaja con
restos de recuerdos propios y fundamentalmente de la madre y del padre de la narradora
sobre los que el texto vuelve una y otra vez; recuerdos que rumia podríamos decir
apropiándonos del verbo que ella utiliza al hablar de Álvar Núñez, y rumia para
devolverlos convertidos en escritura, es decir, en otra cosa y lo mismo.
Los recuerdos son masticados otra vez y devueltos a la boca y de la boca de los
padres a la mano de Glantz que los torna escritura y así construye su «rescate», cuya
función ahora no es la de obtener un reconocimiento por los servicios prestados como
en el caso del cronista, sino que aquí la escritura es «rescate» en tanto intento de
reterritorializar a los padres exiliados en ese texto que escribe «con ellos» grabador en
mano. Pero creo que hay más, no se trata únicamente de rumiar sino también de roer, de
«raspar una cosa con los dientes, arrancando algo de ella, como hacen los perros con los
huesos» (María Moliner). No sólo los recuerdos masticados y, quizás olvidados, se
vuelven a masticar y a roer, a veces con chirridos, sino que los dientes roen la lengua,
las lenguas, mejor dicho, de los recuerdos, transformándolas en una lengua diferente, la
del texto en la que los tres idiomas matriciales (ruso, idisch y español) se intersectan de
modos diversos en este relato, donde comida, lengua y escritura son elementos
inescindibles. Y, si como dije, el libro reterritorializa a los padres exiliados es porque
también como Álvar Núñez ellos son o fueron una suerte de náufragos, faltos de
territorio -aunque, anteriormente, la pertenencia al mismo haya sido ilusoria-, de lengua,
porque al llegar desconocen el castellano y tienen un vínculo precario con el idisch y,
hasta cierto punto desnudos, porque como inmigrantes en México sus ropas y/o su
aspecto es inadecuado, lo que los expone en demasía, ya sea a la risa o a la agresión.
«El inmigrante y el hijo del inmigrante se piensan en términos de lengua, son su
lengua», escribe Sylvia Molloy en uno de los capítulos de Varia imaginación. La
afirmación de Molloy parece ser una verdad para todo y cualquier inmigrante; si ya no
el físico o la ropa, la lengua es lo que inmediatamente delata al inmigrante como un
extranjero, lo vuelve blanco de preguntas, lo señala como diferente; determina también
la relación con la generación nacida en otra lengua y otra tierra2, con la que a veces no
existe un idioma común, o porque los padres no son diestros en la lengua de la tierra de
exilio, o porque los hijos apenas conocen el idioma parental, o lo conocen mal o sólo en
lo referente a asuntos domésticos, los retos y los nombres de las comidas, como relata
Glantz en el capítulo LV3.
A partir de ambas citas, me interesa leer tres aspectos que se intersectan fuertemente
en Las genealogías: en principio, la vinculación que el texto postula entre comida y
lengua; en segundo lugar, la función que en esas biografías les cabe a los tres idiomas
que llamé matriciales, así como la imagen que el texto delinea de las mismas, lenguas,
éstas, que rumian y roen los recuerdos y que en sí mismas son memoria y, por último,
me gustaría comentar brevemente el lugar que ocupa la narradora en tanto una suerte de
intérprete/traductora o «lengua/faraute» para valerme otra vez de unas categorías de las
crónicas de la conquista sobre las que la propia Glantz ha reflexionado y que me
resultan sugestivas a la hora de hablar de este texto híbrido, no sólo por el varias veces
explicitado lugar intersticial de la narradora sino por la multiplicidad de géneros que lo
constituyen4.
En uno de los fragmentos de Cielos de espanto, libro en el que reconstruye su
infancia durante el fascismo, Aldo Zargani cuenta que hacia 1943, época en que estuvo
refugiado en un colegio de curas tenía presente poco de los rituales judíos, ya que no
pertenecía a una familia religiosa pero observa que, sin embargo, «[...] recordaba
algunos sabores, aquéllos que en el judaísmo hacen conocer antes con la boca que con el
pensamiento la magia de la fiesta» (2002: 143). El recuerdo de Zargani habla de la
asociación que en el judaísmo existe entre comida y ritual como forma de actualización
de la memoria. Asociación que, como se sabe, ha sido trabajada entre otros por Yosef
Haym Yerushalmi, quien a propósito de la celebración de la Pascua judía, donde el
valor simbólico de los alimentos es nodal, anota «Tanto el lenguaje como el gesto se
orientan a desencadenar no tanto un salto de la memoria como la fusión entre el pasado
y el presente» (64: 1992), o por Gerard Haddad, quien en Comer o livro. Ritos
alimentares e função paterna da un paso más allá y entiende la asociación que en el
seder de Pesaj y en el de Rosch Hachana se produce entre el significante que designa a
los alimentos y el voto que su ingesta propicia como un gesto en el que el alimento se
torna letra, lo que convertiría a esa comida ritual en un «banquete de palabras» o de
modo más literal en «comer escritura en común».
Ya en el Prólogo, Glantz se sitúa en un espacio intersticial entre el judaísmo y el no
judaísmo, espacio construido mediante un relato que, abigarrado, cuenta la posesión de
algunos objetos judíos heredados -un shofar, un candelabro de Jerusalén- para
inmediatamente minar esa pertenencia o esa señal de identificación, al aclarar que el
candelabro «aparece al lado de algunos santos populares, unas réplicas de ídolos
prehispánicos [...], unos retablos, unos ex votos» (1997: 20), etc. Pero esta continuidad
explícita entre los símbolos del judaísmo, del catolicismo y de la cultura prehispánica
no parece ser prueba suficiente del entrelugar en que se sitúa o se reconoce, por lo que
el texto avanza y, valiéndose del mismo procedimiento enumerativo y abigarrado, la
escritora delinea su vinculación con el judaísmo a partir de una serie de predicados
negativos, que si no la dejan completamente afuera de éste, ya que hay «una parte
aletargada de [sí] misma, la que [le] toca de cercanía con [su] padre» que la atrae, la
sitúan en un zona de ajenidad. Es así que antes del primer capítulo, la narradora cuenta
que no sólo no estudió hebreo, como su padre, ni estudió la Biblia, ni el Talmud, no sólo
no nació en Rusia, no sólo no es varón sino que tampoco fue al jeder, ni le pertenecen
las ordenanzas de las fiestas religiosas, ni recuerda a su madre llevar el tcholnt a la
panadería el viernes por la tarde para que se mantuviera tibio. Es decir, no es rusa, ni
varón, ni religiosa, ni erudita, ni sigue los preceptos dietéticos pero, al igual que Zargani
niño, cuenta que conoció «los bellos jales que se ofrecían en una panadería con letras
hebreas orgullosas de una mercancía trenzada que se ha agregado a nuestros panes [...]»
(1997: 18) (las últimas cursivas son mías), y también recuerda con deleite las galletitas
con alma de membrillo o las rosquillas trenzadas de chocolate que salían del horno tibio
de esa misma panadería familiar.
Desde el comienzo, entonces, o desde antes del comienzo, en el Prólogo, la memoria
del judaísmo y sobre todo la de aquel fragmento con el que puede identificarse está
asociada a la comida y a las letras hebreas que la nombran. Memoria gozosa que, sin
embargo, no cede y preserva su entrelugar cuando afirma que los panes trenzados se han
agregado a «nuestros panes», y por nuestros se entienden, claro, los panes mexicanos.
Si bien es cierto que el Prólogo sienta las bases de ese lugar de enunciación
intersticial, que se confirma en el transcurso del texto en una serie de episodios o de
comentarios, que la dejan siempre un poco al margen o mal parada ante su padre5, no es
menos cierto que la comida judía y los hábitos gastronómicos son en buena medida el
núcleo en torno al cual construye el relato de infancia y las memorias familiares, un
movimiento que la escritura despliega mientras registra la ingesta de comida ruso judía
en los encuentros que mantiene con Jacobo y Luci Glantz durante meses y que serán la
base de Las genealogías.
Como lo he planteado en otra ocasión6, en las remisiones que el libro hace a esas
reuniones es constante la referencia a los alimentos, a la escena en la mesa, a los vasos
de té con mermelada de fresas, a los blintzes, al strudl, al ruido de las cucharitas al
depositarse sobre los platos, a la cantidad de azúcar consumida, etc. Por lo que el acto
cotidiano de sentarse a la mesa y comer comida de Europa oriental presentifica el
recuerdo, es en sí mismo memoria y genealogía. Tal como señalaba Yerushalmi en el
párrafo que cité más arriba, comer en estos encuentros produce un salto de la memoria,
presentifica el recuerdo y no sólo lo verbaliza.
Pero si como creo, una de las identificaciones de Glantz con el judaísmo se da a
través de los hábitos alimentarios, me interesa leer ahora cómo en la reconstrucción de
las memorias parentales la escritura, la comida y las actividades en torno a la misma,
son prácticas entre las que puede postularse una relación metonímica y a veces
sustitutiva, lo que de algún modo vuelve a tramar relaciones entre este texto y aquel
fragmento de los Naufragios que mencionábamos más arriba.
Valiéndose de una estrategia que se repite en Las genealogías, el capítulo LI no
establece jerarquías temáticas y se desliza de una reflexión acerca del funcionamiento
de la memoria a una afirmación que se interna contundente en la domesticidad de esa
familia de inmigrantes. Escribe Glantz:
Dicen que la memoria «se porta a sí misma» y quizás esto
se aplique también a los olvidos. Quizás haya memorias
repetidas, contadas en la mente de cinco o seis maneras,
apenas con variantes, como los múltiples relatos donde
muere Miguel Páramo. La canasta de pan es infalible y
también los dientes que han de masticarlo, panes y dientes
cabalgan al unísono y acompañan siempre a los demás
oficios.
(1997: 162)
Si hay alguna certeza en estas memorias, si hay algún núcleo duro en estos
recuerdos, por lo demás repetidos y contados con variantes, ese núcleo se aloja
alrededor de la boca. En la venta de pan -en tanto sinécdoque de cualquier comida- y en
los dientes que no sólo han de masticarlo, como dice ahora, sino que también en algún
momento fueron un modo de ganarse la vida, de «ganarse el pan», ya que el de dentista
fue uno de «los demás oficios».
Las genealogías se abre del siguiente modo: «Prendo la grabadora (con todos los
agravantes, asegura mi padre) e inicio una grabación histórica, o al menos me lo parece
y a algunos de mis amigos. Quizá fije el recuerdo» (1997: 22) (Las cursivas son mías).
Entre la confianza y la duda Glantz declara su propósito: la posibilidad incierta de fijar
el recuerdo, de delimitar lo que alguna vez han sido esas vidas presididas por la
errancia; una errancia que si se inicia con el gran viaje que lleva de Europa a América,
prosigue en la ciudad de México por la continua mudanza entre distintos barrios y
profesiones.
La presencia del grabador y la acotación inmediata del padre, que la escritura
registra en un movimiento que el texto repite innúmeras veces y que le confieren la
gracia ligera que lo caracteriza, expone las condiciones de esa memoria. Estamos ante
una memoria oral que se graba y que después, por intermedio de la narradora, se
transforma en ese género escurridizo que son las memorias escritas. Se trata, por lo
tanto, de una memoria compartida que se hace en el habla, en la boca de esos otros que
son sus padres. O, para ser más precisos, es una memoria a tres, que se abre y despliega
en una extensa conversación puntuada por los recuerdos de la propia narradora y por
una serie de reflexiones que intercala a propósito del judaísmo, y escandida también por
comentarios que se repliegan sobre el funcionamiento específico de la memoria en este
texto; es decir, comentarios que no tienden al ensayo o que no lo tienen como objetivo
primero sino que sólo constatan, en el acto de volver sobre el propio texto, el hacerse de
las memorias y la escritura o de las memorias en la escritura.
Volvamos a «escuchar» el comienzo de Las genealogías. «Pongo la grabadora» dice Glantz- «con todos los agravantes» -dice Glantz que dice su padre-. En la frase de
apertura no encontramos únicamente la voz del padre que instaura el juego sobre la
lengua, al volverla sobre sí misma para minar el sentido primero y apuntar otro a partir
de la homofonía7, un juego que -como señalamos- se reitera en el texto sino que esta
sentencia pauta las condiciones de la memoria en el libro. La palabra agravantes,
proferida por uno de los interlocutores y que la narradora se apresura a reproducir,
permite suponer, desde la falta de gravedad del chiste, que ella preanuncia y sintetiza los
deslices entre la oralidad y la escritura, la selección que la narradora lleva a cabo sobre
ese material «en bruto», el montaje de los fragmentos, las variantes que recoge en un
relato que, como dije, pasa de la boca a la mano y que se define por la imprecisión, el
abigarramiento, la superposición de capas de pasado, la intromisión del presente, la
repetición y la aparente aleatoriedad para nombrar sólo algunos de sus rasgos
constitutivos.
Es, entonces, en el marco de esa cuidadosa y calculada aleatoriedad, en la que el
origen de los recuerdos es incierto como es incierta la desprestigiada cronología
histórica, ya que los documentos se han hecho trizas, precariedades frente a las que
Glantz se describe como voraz, con la voracidad de un buitre que se aprovecha de
cualquier dato nuevo, donde emergen las relaciones que el texto traza entre comida y
lengua.
Cuenta Glantz, todavía en el párrafo inicial, que la madre le ofrece blintzes con
crema -recordemos que se trata de la primera reunión y que las referencias a la comida
reaparecerán en todos los encuentros de lo que se convertirá en una «escena habitual»
que cruza comida, conversación y recuerdos- e inmediatamente después de traducir
blintzes por crepas, escribe entre paréntesis «(el queso lo hace sobre todo ahora que ya
no tiene un restaurant que atender y mi padre hace poesía "muy interesante")» (1997:
22). En apariencia intrascendente, la frase nos informa que en la vejez la madre cocina y
el padre escribe, actividad que la narradora no se toma muy en serio, ya que se distancia
del habla paterna entrecomillándola. Nos informa también que la cocina fue un modo de
ganarse la vida. Hasta aquí las dos actividades se presentan disociadas y ofrecen un
retrato bastante previsible y tradicional, diría: la mujer dedicada a las tareas domésticas
y el hombre con alguna veleidad intelectual. La imagen, sin embargo, no es ni justa, ni
precisa.
El capítulo XXV se cierra con la contundencia de una información triste e
irrefutable: «Mi padre murió una madrugada del 2 de enero de 1982» (1997: 92), cuenta
severa Margo Glantz. Antes de eso, las cuatro páginas y media que preceden la noticia
reproducen una conversación entre la narradora y su madre. Entre almuerzo y
sobremesa, el capítulo gira en torno a la comida y la lengua. Primero la comida del
barco que, a pesar de estar hambreada, la madre no soporta, un inconveniente que sortea
por la solidaridad de otra pasajera por cuyo intermedio consigue «arenque con vinagre y
cebolla»; de la comida en el barco, la conversación se desplaza al arribo a México y al
relato de la extrañeza y la posterior adaptación a los utensilios de barro, y de pronto,
como de la nada, o del fondo de la memoria, la madre suelta: «-Y así aprendí a hacer el
strudl».
¿Así, cómo? se preguntan el lector y la narradora. Reunidos los fragmentos de la
conversación, la causa se atisba. Porque no sabe idisch o no sabe lo suficiente como
para poder dar clases a los niños judíos en esa supuesta lengua franca en el exilio, Luci
Glantz comienza a vender strudl. Es decir, que la venta de comida judía se presenta
como un oficio sustitutivo al de la enseñanza, la venta de comida se ejerce porque se
carece de lengua para ejercer el magisterio, aunque han llegado a México provistos no
de ropa sino de una canasta de libros -según dice-. Pero, mientras vende el strudl, que
prepara en un horno precario, aprende el idisch culto, un aprendizaje que se realiza por
la intermediación del ruso, idioma al que Jacobo Glantz traduce los autores de esta
lengua poco conocida y que serán el puente para la escritura y la integración
comunitaria.
Si la madre carece del idisch que le hubiese posibilitado un trabajo acorde a sus
conocimientos, es también la indigencia de lengua, el completo desconocimiento del
español y la inutilidad del hebreo o el ruso que eran sus lenguas de poeta, el motivo por
el que Jacobo Glantz comienza a vender pan en el baúl que había llegado de Rusia con
sesenta kilos de libros, al que con el tiempo trueca por una canasta que se adapta a los
usos locales. Paradójicamente, y desde la perspectiva del recuerdo materno, es la falta
de español y la compasión que esa indigencia provoca en los mexicanos lo que le
permite formar una clientela y ganarse la vida.
La narradora remata el relato de esos tránsitos con el siguiente comentario: «Así
cumplió mi padre con los preceptos bíblicos y ganó el pan con el sudor de su frente».
Frase que al extremar la literalidad de la sentencia bíblica la disloca de su gravedad y la
pone en entredicho, volviéndola una afirmación que va de la comicidad a la ironía, entre
otras cosas porque sabemos que quien cargaba las canastas con pan solía ser un indio,
mientras, muchas veces, Jacobo Glantz se quedaba en un banco leyendo poesía en
español, masticando lentamente la nueva lengua.
La continuidad que el texto traza entre comida y lengua se extrema unos capítulos
más adelante cuando, a través de una suerte de canon entre la narradora y su padre, nos
enteramos que al llegar Jacobo Glantz a México no le servían ni el ruso, ni el hebreo,
por lo que tuvo que aprender a escribir en idisch. Escribe la narradora: «El ruso era su
lengua de poeta, pero siguiendo un precepto judío que decide que cuando no hay que
comer la bendición es de balde, decidió orar en el idioma que tenía más a la mano, o a la
lengua» (1997: 124). Inmediatamente, el padre repite la información: «-Empecé a
escribir en yidish, porque beleiz breira, es decir, no tenía otra alternativa. Si no tenía
nada que bendecir, porque no había ni pan para comer, comencé a comer en idisch»
(1997: 124)8. No se trata aquí de vender comida porque se carece de lengua sino ya de
comer en la propia lengua o, mejor dicho, de comer la propia lengua.
Lo que vuelve particularmente sugestivo a este fragmento es la literalidad de la
imagen, que liga indisociablemente desde el propio cuerpo cultural del judaísmo -la
máxima en idisch que el padre recuerda- la escritura con el cuerpo. Por más
asociaciones metafóricas que las afirmaciones de padre e hija evoquen, aquí se enuncia
que se come en una lengua, lo que en el caso de un escritor significa que se come una
escritura9. Quiero decir que, tal como en la lectura que ella hace de los Naufragios de
Álvar Núñez, en la biografía del padre, la escritura pasa por el cuerpo, inscribiéndose
alrededor de la boca y de los dientes que mastican el pan y la lengua.
Es verdad que la venta de comida se presenta como una sustitución de una actividad
ligada a la lengua como la enseñanza, y que forma parte de una serie de sustituciones
que la vida de inmigrante impone, pero también es cierto que en Las genealogías la
persistencia del tema del alimento ligado al habla y a la escritura no es ni casual ni
inocente. Pienso que, en buena medida, la insistencia en esta relación excede la
singularidad de las biografías narradas y se debe al lugar que el cuerpo ocupa en la
poética de Glantz, a su obsesión declarada por fragmentos del cuerpo que estaría en el
origen de su escritura. Me refiero a los cabellos, los pies, pero también a los dientes que
comen el pan, que mastican las lenguas y que son juguetonamente arrancados por el
padre cuando oficia de dentista10. Sin embargo, a diferencia de otros textos en los que el
vínculo entre cuerpo y escritura está marcado por el sufrimiento -y pienso, sobre todo,
en los ensayos sobre la escritura religiosa y la corporeidad de las monjas- al detenerse
en el vínculo entre comida y escritura, Las genealogías postula una relación primaria y
gozosa. Para cerrar el comentario, podría afirmarse que en este texto Glantz no ha
escamoteado el cuerpo, ni el suyo, ni el de sus padres, porque al reconstruir sus
memorias escribe también el libro de las memorias de esos cuerpos anclados en sí
mismos, ya que como dice en el párrafo final, al interrogarse acerca del territorio
hallado por la madre tras la muerte del padre:
Es [...] probable que su verdadero territorio, el de ella y el
de mi padre, fuese su propio cuerpo, ese cuerpo finito,
reducido, llagado con el que murió, ese cuerpo que alguna
vez fuera armónico y hermoso, ese cuerpo en el que me alojé
alguna vez, ese cuerpo que me permitió ser lo que soy.
(1997: 240)
De cierto modo, al final de Las genealogías Glantz regresa al punto de partida pero
lo hace en otro tiempo, el tiempo de los muertos, porque al fallecimiento del padre
acaecido en 1982 le ha sucedido la reciente muerte de la madre que clausura
definitivamente el relato. Retorna también en otro registro, el del ensayo moldeado en el
dolor por la pérdida de la madre, un acontecimiento del que surge «La (su) nave de los
inmigrantes», la adenda que ya mencioné. ¿En qué sentido, entonces, puede afirmarse
que el texto vuelve al comienzo? Diría que retorna a la escena de apertura pero
desplazada, haciendo explícita su dificultad para hablar de la memoria judía sin las
voces de esos otros que hicieron el libro junto con ella. Retorna, después de haberlo
concluido y paradójicamente comprueba una imposibilidad, que le hace decir: «Me es
difícil hablar de la memoria judía, así en bloque. Puedo, quizá, aferrarme a una vivencia
parásita, la de mis padres, ahora reducida, muy reducida, a la de mi madre, para intentar
comprender estos términos» (1997: 233). Si el texto se abre con un «quizá fije el
recuerdo», se cierra, después de haberlo hecho, con la constatación de una incapacidad
que le atañe, la dificultad de hablar de memoria y judaísmo sin contar con el soporte de
las voces de esos otros que sí sabían porque habían tenido la experiencia de la que ella
carece desde el momento en que vio la vida entre las marchantas de La Merced -en el
espacio del exilio parental- y no en Rusia. Por lo que es sólo a condición de que los
padres rumien en su memoria y la rumien, reconstruyéndola en la imperfección de las
tres lenguas por las que transitan que la fijación precaria de esas vidas es posible. Una
proceso que se da en el hacerse de la conversación y la escritura, en la movilidad de ese
texto que de algún modo remeda la errancia de sus vidas. Tanto es así, que incluso el
epílogo/ensayo sobre la memoria glosa fragmentos del habla materna, proferidos en lo
que Margo Glantz llama «su propio idioma tan peculiar, perfeccionado por los años», al
que ahora distingue con el uso de la cursiva, en una operación que definitivamente
transforma esas lenguas, que a lo largo del texto se intersectan en el humor paterno, en
las referencias a la cotidianeidad de la madre y en los comentarios de la narradora, en
dos territorios lingüísticos y culturales diferentes.
¿Qué lugar le cabe entonces a la lengua entre el primer capítulo y ese epílogo
melancólico que pone en escena «el arte de perder»?
En principio cabría señalar que el vínculo con el ruso, el español y el idisch se
cuenta en dos niveles. Por un lado, a nivel temático, en la evocación de situaciones que
remiten a la adquisición o pérdida de esas lenguas que atraviesan la vida de los padres.
Son relatos, cuyos episodios se articulan sobre la relación de Jacobo o Luci Glantz con
alguno de estos idiomas y que giran en torno al malentendido, o al sorteo de dificultades
en el aprendizaje del español o del idisch o que, por el contrario, se detienen en la
descripción de una serie de movimientos que ellos llevan a cabo para «paliar» la
extrañeza lingüística y cultural ante el nuevo país. Por otro lado, la vinculación con esas
lenguas se narra en la textura misma del discurso, en el que se cruzan el español de la
narradora con el español, el ruso y el idisch de los padres. Tres lenguas, en cuya
singularidad y diferencia se insiste a través de una operación sistemática de traducción.
Si es cierto que, la mayoría de las veces, la versión en castellano le cabe a la narradora,
también es verdad que en el transcurso de la conversación los padres se traducen para
garantizar la exacta correspondencia entre lo que han dicho y aquello que se ofrecerá
como escritura11. Por lo que la traducción no sólo no es unilateral sino que pone en
escena a tres sujetos que alternativamente poseen un saber y algunas ignorancias y
también vuelve acto aquello que Sergio Chejfec nombra como una naturalidad, el hecho
de que para los judíos «no hay nada más fácil que aceptar distintos nombres para las
mismas cosas» (2003: 15).
Como en el relato de vida de cualquier inmigrante, en las biografías que nos ocupan,
la lengua se presenta, en un primer momento, asociada a un sentimiento de pérdida.
Jacobo y Luci Glantz han dejado atrás el ruso, su idioma materno, un bien perdido con
el que en adelante tendrán que convivir y cuya falta intentarán sortear por medio de dos
movimientos paralelos: aprender idisch porque «la comunidad mexicana era muy joven
y sólo hablaba yidish», es decir, todavía no había hecho suyo el castellano, y acercarse a
otros inmigrantes rusos, judíos o no12, con los que construyen un nosotros frente al otro
mexicano, tal como extensamente lo explica Glantz en «La (su) nave...».
Si han perdido el territorio, los Glantz intentarán reerguirlo o erguir uno nuevo
valiéndose del idisch por el que acceden a una vida social y cultural comunitaria; lengua
traída a medias de Europa en la que se comunican con otros judíos, en la que el padre
escribe en México y que se torna vehículo de literatura y espectáculo para ambos.
Mientras tanto y, a medida que aprenden el idisch, el ruso se transforma en una lengua
secreta, privada, el idioma del amor y también en una suerte de contraseña que posibilita
la vinculación con otros exiliados del «antiguo y propio territorio», un universo del cual
las hijas quedan casi completamente excluidas.
Podría decirse entonces que, en alguna medida, el libro despliega una escena de
aprendizaje, el del idisch13, pero también que no se trata de un aprendizaje tranquilo,
sino por momentos ripiosos, dada la cantidad de variantes de esta lengua con las que les
toca convivir en el nuevo espacio14. Variantes de diversos lugares de Europa en las que
persisten las marcas de las respectivas lenguas maternas, por lo que el espejismo de este
idioma como una lengua franca que posibilitaría la fluidez del intercambio entre judíos
de diversas procedencias se astilla en Las genealogías. Para apropiarme de una cita de
Alicia Borinsky y sustituir Argentina por México, señalaría que la compleja relación
con el idisch que el texto desarrolla, evidencia que «En [México] como en Europa, estos
judíos son otros entre sí y para el mundo de afuera»15. Es así que esa dificultad ante la
lengua conocida y nueva a un tiempo se manifiesta, por ejemplo, en la extrañeza que le
produce a la madre el teatro idisch, ya que divergía tanto del teatro y la ópera de Odesa
a los que estaba acostumbrada. O, también, que el carácter de lengua estrictamente
doméstica del idisch -y por lo tanto constreñida al ámbito de la oralidad- se pone de
manifiesto en un recuerdo de Luci Glantz, quien cuenta el susto que se pegó su madre al
recibir una carta que le enviara escrita en ese idioma. La falta de identificación entre el
idisch y la escritura es tanta, que la abuela cree que Luci Glantz ha muerto y sólo se
tranquiliza al recibir una respuesta en ruso. Con el transcurso de los años, sin embargo,
el aprendizaje se realiza y el idisch se establece como lengua de sociabilidad y cultura,
al tiempo que se potencia como idioma que dice la domesticidad.
Dije más arriba que en Las genealogías los recuerdos vuelven a la boca en las tres
lenguas matriciales para cuajar en una cuarta que es la lengua del texto, donde
confluyen de modos diversos. Escrito en castellano -el castellano de la narradora- el
texto está horadado por el ruso y el idisch, palabra con la que no quiero aludir a una
herida sino a una impureza constitutiva y lúdica. Desde el horizonte del castellano, Las
genealogías se hace en el desvío constante hacia el idisch, en el cuidado por la precisión
de las expresiones en ruso y en un castellano de México que se presenta burilado por la
constancia del chiste lingüístico proferido por el padre, o por los comentarios de la
autora/narradora sobre las hablas familiares, como se hace también en el castellano de la
madre deformado por la sintaxis del ruso.
Del mismo modo que Jacobo Glantz «subía y bajaba» por las tres clases del barco
que lo había traído a América, al hablar de sus recuerdos, su lengua «baja y sube» con
igual intimidad y desparpajo por el castellano, el idisch y el ruso; deslizamientos que
vuelven una lengua sobre la otra o que sólo espejean el español para deformarlo y así
provocar la sonrisa o aligerar la tragedia, como cuando luego de un relato sobre los
pogroms, comenta: «-No eran judíos [...], estaban jodidos», afirmación que cierra la
tercera genealogía.
El primer capítulo es pródigo en ejemplos del tránsito paterno entre las lenguas, que
se instaura ya en el diálogo sobre su infancia y dicta, desde el comienzo, el tono menor
que preside el relato. Ante la pregunta de Glantz por su niñez rusa, el padre responde: «Jugaba, comía y les buscaba el pupik -(ombligo), aclara Glantz- a las niñas. Nadie me
ombligaba» (1997: 22). «¿Qué edad tenías», insiste Glantz impertérrita, «-La edad
media», responde impasible el padre. O un poco más adelante, cuando al hablar del
comercio familiar en Rusia, consistente en la importación de productos de Singapur,
Margo Glantz pregunta: «-¿De qué país es Singapur?», «Chingapur», responde el padre,
con lo que la lejanía del Oriente se vuelve lugar conocido al confundirse con el insulto
mexicano por antonomasia16.
Tal vez el final del capítulo LII condense el lugar paradójicamente preciso del ruso y
el español en este texto. Escribe Glantz:
Ahora empieza a recitar en voz baja. Sigue sonriendo y
de repente me dice muchas palabras altisonantes e
ininterrumpidas. Las oigo como quien ve llover, no entiendo
nada, está hablando en ruso. Cada vez lo hace más seguido.
Recapitula y recita ahora en español, la primera poesía que
escribió al llegar a México [...].
(1997: 166)
Si en el transcurso de la vida en América el idisch se tornó lengua imprescindible e
íntima, si el castellano es la lengua en que se vive en la cotidianeidad y que posibilita la
comunicación con las hijas y el entramado con la vida cultural de México, el ruso
vuelve en tanto lengua que acuna en la vejez y, como desde siempre, deja a la narradora
afuera, pero no ya con la incomodidad que le generaba cuando niña porque esa lengua
resguardaba un secreto que la excluía, sino que ahora se ha convertido en una suerte de
ruido, dado que finalmente el padre «recapitula y recita en español», que es como decir,
recapitula y vuelve a México.
Pienso que una de las características más instigantes de Las genealogías y también
aquello que lo torna un texto sumamente complejo en su aparente simplicidad es el
hecho que él propone un ejercicio de escucha. Diría que en estas memorias, al recuperar
las hablas parentales, Glantz deja oír una cultura y una literatura. ¿Pero cómo llevar a
cabo esta tarea cuando la cultura y la literatura que se quieren dar a oír se dicen en otra
lengua y en otra sensibilidad que la del lector a la que el libro está destinado? En
principio, la respuesta es previsible: recurriendo, claro, al viejo ejercicio de la
traducción. Y es la de traductora una las funciones que la narradora cumple en el texto.
«Traducir -escribe Perla Sneh- es leer con diferencia, es leer en una lengua lo que se
añora en la otra, es experimentación y pasaje de una frontera». Entre la frontera del
español y del idisch, la narradora traduce e interpreta. Traslada a la orilla del español
mexicano el ruso y el idisch parentales, como traslada también al universo cultural
mexicano sus hábitos gastronómicos y culturales17. Y, al traducir, interviene como
«lanzadera entre dos culturas diferentes» (Glantz, 2003: 119), es decir, «se entremete»
como una faraute, corrigiendo, interpretando, acrecentando datos históricos que
contextualizan los recuerdos fragmentados. Dice en el paréntesis castellano lo que
originalmente escribe en cursiva en idisch o ruso. De la cursiva al paréntesis, el texto
fluctúa entre dos ámbitos lingüísticos y genera la lengua híbrida de la escritura. Pero si
la traducción de una lengua a otra se «resuelve» a través de una marca gráfica y de un
paréntesis, ¿cómo hacer legible, como entender o imaginarse la realidad que los padres
han dejado en Europa y que tanto ella como el lector desconocen? La única alternativa
parece decir Glantz se encuentra en la recurrencia a la literatura, ya sea rusa o idisch. Es
así que para entender al abuelo, basta con leer a Isaac Bashevis Singer, para imaginarse
lo que los padres recuerdan, debe acudir a Isaac Babel, o para explicarse ciertos
aspectos de la vida de los judíos apela una y otra vez a Kafka. Nuevamente, esta
intérprete imperfecta, que no sabe prácticamente idisch, que lee la literatura rusa en
traducciones, al recurrir a la literatura remeda, para subvertirla, una estrategia de las
Crónicas de la conquista. Si, como dice, «[...] estar al otro lado del océano revoluciona
el signo» ahora, la estrategia narrativa también se invierte y, a diferencia de los
cronistas, la narradora no construye una analogía entre la nueva realidad americana y el
conocido referente europeo, sino que valiéndose de la ficción, traslada a la realidad y a
la lengua mexicanas el universo europeo.
Entre orillas
«Ahora me paseo por la orilla del mar, sobre una arena más lisa y más amarilla que
el fuego. Cuando me paro y miro para atrás veo la guarda entrecruzada de mis pasos que
atraviesa intrincadamente la playa y viene a terminar justo bajo mis pies». (1982: 87) La
imagen es de Saer y abre «El intérprete», un relato que en sus dos primeras frases, al
situar al narrador -quien más tarde mediará entre los españoles y su tribu- en la orilla,
entre la playa y el mar, abriendo una huella que acaba exactamente bajo sus pies, en una
condensación de tiempo y espacio, sintetiza magistralmente aquello que se ha vuelto un
saber común, el entrelugar que le cabe a todo intérprete/traductor, esa residencia
obligatoria en dos lugares18, el de la lengua de origen y el de la lengua de llegada.
Si bien de modo más prosaico, al final del prólogo a Las genealogías, libro en el que
como sabemos Margo Glantz reconstruye la biografía de sus padres, inmigrantes rusos
en México, biografía que, claro, se entrelaza con sus propias memorias, la escritora
habla de ese borde metaforizado por Saer cuando afirma: «Y todo es mío y no lo es y
parezco judía y no lo parezco y por eso escribo -éstas- mis genealogías» (1997: 21). La
orilla, entonces, que aquí adquiere los nombres de pertenencia y no pertenencia, de lo
judío y lo no judío es causa de relato, como también lugar de enunciación en esas
memorias que, como vimos antes, se articulan sobre una conversación a tres -el padre,
la madre y la narradora- en la que se cruzan el ruso, el idisch, y un castellano marcado
por esas lenguas, con el español mexicano de quien escribe19; idioma que hasta el
epílogo, donde, como señalé más arriba, los universos lingüísticos y culturales se
distancian, no se sustrae a las marcas de las lenguas parentales sino que se regocija en la
impureza de la mezcla. Mientras en su poeticidad, el relato de Saer ilustra la amenaza de
traición que acecha a toda palabra traducida, por el contrario, a lo largo de los setenta y
cuatro heteróclitos y breves capítulos Las genealogías despliega una escena de
traducción, en la que se narran explícitamente los múltiples avatares a los que la
intérprete lingüística, pero también cultural, se ve expuesta en esta tarea que emprende
con la expectativa incierta de fijar el recuerdo. Consciente de la dificultad de la
empresa, la autora/narradora abre el juego y, en gran medida, sus memorias son el relato
de ese proceso de traducción, de las estrategias a las que recurre con el propósito de
hacer legible para un lector de habla castellana pero también, o por sobre todo, para sí
misma la vida de sus padres que nacieron en otra lengua y en otro territorio que el de su
infancia, infancia acariciada porque, según dice, «encima de todo era un espacio
llamado México» (1997: 195).
En Los contrabandistas de la memoria, Jacques Hassoum afirma que la necesidad
de transmisión se presenta cuando un grupo o una civilización ha estado sometido a
conmociones más o menos profundas. Es la inmigración a América, esa suerte de exilio
provocado por el hambre y la persecución, que trae como consecuencia la pérdida de un
territorio y de una lengua, la conmoción que está en el origen de estas memorias escritas
por una narradora a la que podemos denominar testigo, en su acepción de tercero;
testigo que recupera, entre la duda y la certeza, las historias de otros. Porque si el
testimonio es un área hechizada por la duda, como apunta Márcio Seligmann-Silva20, en
Las genealogías Margo Glantz hace de la incertidumbre y de la proliferación de voces y
versiones no un riesgo que debe rehuir sino, por el contrario, aquello sobre lo que monta
su proyecto narrativo.
Dije, a partir de Hassoum, que la conmoción estaba en el origen de la necesidad de
transmitir, creo, sin embargo, que Las genealogías es una respuesta clara al presupuesto
de que la historia latente a todo exilio es la de un lenguaje silenciado21. Traducir e
interpretar, entonces, devolverle la palabra a esos sujetos que han sido acallados es un
modo de romper el círculo de silencio, ruptura a partir de la cual se apunta a generar un
territorio diferente. En el contrapunteo22 entre el silencio del exilio y el ruido de esta
traducción conversada se echa a andar Las genealogías, texto en el que quien narra
habla pero también testimonia, traduce pero también es traducida, nombra pero también
es nombrada, ya sea como Margo, o como Margarita Glantz -su nombre legal-, o
incluso a veces, y en la niñez, como la hija de Trotski23, nombres diferentes para la
misma persona, en un movimiento que refrenda la lógica del texto y que muestra de
modos diversos y reiteradamente que existe más de un nombre para la misma cosa.
Si ésa es una verdad que el texto insiste en recordarnos a cada instante en el pasaje
entre una lengua y otra, no es menos convincente a la hora de mostrarnos la
inestabilidad temporal que preside el relato. Múltiples son los tiempos de Las
genealogías: el tiempo de la memoria que se monta sobre la escritura como un techo a
dos aguas; tiempo aleatorio, de la repetición, en el que ocasionalmente surge un dato
diferente, una suerte de puntum en torno al cual el relato halla otra salida, dispara una
nueva historia, como en esos cuentos de Isaac Bashevis Singer -autor al que
recurrentemente vuelve- en los cuales la anécdota contada por un personaje es el
pretexto reiterado que precipita incesante y casi sin solución de continuidad un segundo
relato, y después un tercero, que lábilmente se vinculan a los anteriores.
Por lo que todo indica, ése es el tiempo que habitan los padres, un tiempo ahistórico
o ilusorio porque los documentos se han hecho trizas, porque las fechas se han
adulterado con el objetivo de sobrevivir pero también porque la ahistoricidad parece ser
una marca de la memoria cultural judía24, ya que como dice: «El tiempo es un espacio
caligrafiado y repetido sin cesar en las constantes letanías con que el judío religioso se
ocupa de medir su vida» (1997: 40). Un tiempo que, en ocasiones, aparentemente
también es el suyo, como cuando escribe: «Una de las formas poéticas más simples es la
repetición. Yo la he vivido siempre». Y agrega: «También se usa la enumeración que
preside como signo los días de la infancia» (1997: 165). Tiempo asimilado a algunas
figuras poéticas pero también un tiempo laxo, que juguetonamente manipula a su favor
cuando esta narradora, que en el prólogo afirma descender del Génesis, escribe: «[...]
quiero asegurarles que no soy tan vieja, que sólo soy judía y en la Biblia los años se
cuentan por la mitad» (1997: 172). Tiempo, por lo tanto, que desde el comienzo se liga
a la ilusión de la palabra escrita, en un correlato que permanece inalterable, incluso al
final del libro25. La incertidumbre temporal que preside toda la narración en estas
memorias, rige también las fechas que enmarcan y «clausuran» el texto. El final de Las
genealogías se derrama en fechas y lugares que intersectan, tanto el proceso de
escritura, como los sitios donde ésta encontró su forma, con la materia biográfica. Es así
que el capítulo LXXIV, situado en Acapulco, y en el que declara «[...] rehago
mentalmente mis genealogías, recapitulo, es hora de darles un punto, si no aparte, al
menos suspensivo [...]» (1997: 232) finaliza con una serie de fechas y lugares que trazan
un arco entre 1902 -fecha que suponemos informa el nacimiento de Jacobo Glantzescrito entre signos de interrogación, al que sin solución de continuidad le sigue el
registro preciso de escritura del texto «-setiembre de 1979-octubre de 1981», para
inmediatamente después consignar «Agosto de 1986». Pero no son sólo las fechas las
que entrecruzan materia narrativa y trabajo de escritura sino también los lugares, que en
una enumeración aleatoria refuerzan los continuos desplazamientos entre escritura y
vida. Están allí, entonces, Coyoacán, Odesa -ciudad en que los padres se conocieron-,
Acapulco y Leningrado, a donde Glantz viaja en busca de algún rastro de su pasado.
La memoria, sin embargo, no se detiene, y los puntos suspensivos son retomados en
un nuevo texto: «La (su) nave de los inmigrantes», que glosa en un registro ensayístico
fragmentos del habla materna, y que ahora sí, en 1997, con la muerte de ésta, cierra de
una vez y para siempre Las genealogías. Es decir, el cierre es posible cuando pierde
definitivamente las voces que le daban sustento porque, si como afirma en algún
momento, «La indeterminación de los relatos no detiene la muerte» (1997: 158), en este
caso, la muerte sí les pone un fin.
Pese a ello, existen tiempos que aunque no son lineales resultan más previsibles,
como los de la niñez y juventud de los padres en Rusia y luego en México, los de su
propia infancia; diversidad de pasados cercanos, tanto en lo que hace a la vida de los
padres, como a su propia vida; tiempos puntuales que se recortan alrededor de un
recuerdo del que surge un capítulo. Y, por supuesto, como un eje que vertebra el texto,
el tiempo siempre presente de las visitas gastronómicas a casa de la madre, donde entre
almuerzo y sobremesa los recuerdos proliferan.
Entre todos estos tiempos que mencioné, quiero recortar y detenerme solamente en
el tiempo ilusorio de la conversación, para tratar de leer allí la memoria de su hacerse
que el texto relata y, en particular, el lugar de traductora que la narradora construye para
sí. ¿Cómo se lleva a cabo esa traducción? ¿Qué se traduce y por qué?
En «La Malinche: la lengua en la mano», Glantz analiza el lugar que este personaje
ocupa en las crónicas españolas -particularmente, en las cartas de relación de Cortés y
en la historia de Bernal Díaz- para contraponerlo al que tiene en los códices indios. Más
allá de las diferentes posiciones que a este personaje le caben en los registros de la
cultura dominada (donde se la destaca) y en los de la cultura dominante (donde «carece
de voz»), me interesa retomar una categoría -la de faraute y lengua-, que la connota y
que la escritora extrae de la textualidad española para explorar su significado
exhaustivamente en una ida y vuelta entre la definición de los diccionarios -Covarrubias
y el de la Real Academia- y su argumentación que, en la glosa, se desvía del significado
canónico para contribuir a la impugnación del rol que la india tiene en las crónicas de la
conquista.
Ser entrometido, desenvuelto, intervenir «entre dos de diferentes lenguajes», son
algunos de los atributos de un intérprete/faraute, pero también para Covarrubias siempre siguiendo a Glantz- el faraute es el que «hace principio de la comedia el
prólogo», «el que interpreta las razones». Es así que de las crónicas a los diccionarios,
Glantz concluye: «Una de las funciones del faraute es entonces la de lanzadera entre dos
culturas diferentes. En parte también, la de espía, pero sobre todo la de intérprete de
ambas culturas, además de modelador de la trama [...]» (2003: 119).
Distanciadas por siglos y porque una carece de la escritura, aquello que «en verdad
habla porque permanece», y la otra ha hecho de la escritura su oficio, la Malinche y la
Margo Glantz que, grabador en mano, escribe Las genealogías, se me presentan como
figuras con rasgos comunes. Entrometida y desenvuelta Glantz pasa de una lengua a la
otra, aclara, desvía, interviene «entre dos de diferentes lenguajes», espía, interpreta,
modela la trama al elegir o descartar las versiones, recorta, excluye, se extiende, repite.
Glantz modela la trama -dije-, lo que tal vez haya quedado claro cuando describí la
multiplicidad de tiempos que permean el relato pero la modela especialmente de una
forma más sutil cada vez que interviene para aclarar una palabra, para interpretar lo que
los padres dicen, para imaginarse el pasado europeo.
«La traducción -apunta Benjamin- no es sino un procedimiento transitorio y
provisional para interpretar lo que tiene de singular cada lengua» (1998: 15). De la
lectura de Las genealogías se infiere claramente que los tres protagonistas son
conscientes de la singularidad de la propia lengua y de la necesidad de acudir a ese
procedimiento transitorio y provisional para darse a entender. Es así que, por ejemplo,
en el capítulo XXVII, al hablar de los escritores que conoció en Rusia, el padre cuenta:
«También conocí a Andréi Bieli, quiere decir blanco. Había otro, Sasha Tchorniy, así
como una y griega, larga. Quiere decir negro, sí, el blanco y el negro» (1997: 97)
(Cursivas mías). Más adelante, en el mismo capítulo, la enumeración continúa:
«También Gumyliov, con una y griega que es seña de blandura en la palabra, es como la
doble l» (1997: 98). Celoso de su lengua materna y con una aguda conciencia, tanto del
lenguaje, como de la distancia que separa al ruso del castellano, mientras recuerda, el
padre traduce y se garantiza la grafía correcta. La escena no es excepcional, sino que se
repite en diversas ocasiones, sobre todo en lo concerniente a apellidos; y si la mayor
parte de las veces es Jacobo Glantz, el poeta, quien traduce para esa hija que no sabe
ruso y sólo el idisch coloquial, también Luci Glantz está atenta a la posibilidad de falsas
interpretaciones y se preocupa por la precisión de aquello que sabe se convertirá en
palabra escrita. La práctica repetida muestra que la traducción no es unilateral, es decir,
que los tres interlocutores participan del mismo juego: mientras hablan, traducen. Pero,
sin lugar a dudas, en tanto Jacobo y Luci Glantz son los objetos de la narración, es la
autora/narradora quien, al modelar la trama, lleva a cabo de forma sostenida la tarea de
traducir.
¿Cómo contar en castellano aquellas vidas que se hicieron en otras lenguas? Las
estrategias utilizadas por Glantz son varias y, entre ellas, tiene un lugar privilegiado
pero no exclusivo el paréntesis castellano que aclara la palabra idisch pero también rusa
que la precedió en itálica. Es así que la extranjeridad persiste en la fricción de la lengua
extranjera con la propia. Poner en itálica la palabra extranjera, además de ser una regla
tipográfica, reitera, por un lado, la ajenidad, la distancia que hay entre la narradora y esa
cultura a la que la palabra pertenece, pero también señala la imposibilidad de nombrar
esa realidad sólo en la lengua de la traducción. ¿Cómo decir en otra lengua que no el
idisch sin que pierdan su espesor jeider, o tales, o goi, o jales, o tcholnt? ¿Cómo decir
pogrom, si no en ruso?26
A veces, por otra parte, la fricción entre las dos lenguas cede lugar a la caricia, el
paréntesis desaparece y es así que la palabra extranjera, que en sí misma cuenta la
memoria del pasado transcurrido en Europa, se incorpora al discurso de la narradora y
se transforma en relato. Al presentar a su abuela Sheine, no hay paréntesis que explique
que su nombre significa Linda, en lugar de ello, Glantz escribe: «[...] mi abuela Sheine
era tan bonita como su nombre [...]» (1997: 30). El procedimiento mantiene el nombre
en una incandescencia ambigua: ¿es lindo por su sonido? o ¿es bonito por su
significado? De cualquier modo, desde la ambigüedad que «Sheine» propone sabemos
que la abuela tenía ojos oscuros, ninguna cana, era guapa y bajita. Abrir la palabra
extranjera, en particular, los nombres y apellidos, y hacer de ella relato es un recurso
presente en varios pasajes del texto. Un movimiento que evidencia que en Las
genealogías la traducción no responde sólo a la necesidad de darse a entender sino que,
como mencioné más arriba, ella es una de las materias del relato, como también -y en
otro sentido- se constituye en una posibilidad privilegiada de jugar con las palabras, de
exprimirlas; oportunidad regia para una escritora que en sus ensayos hace de este
movimiento una estrategia que vertebra su argumentación27. Mientras que su prosa
ensayística desmenuza las palabras, las desvía de su significado establecido para
impugnarlas, aquí el procedimiento evidencia gratuidad, juego, deleite en el uso de la
lengua y, por sobre todo, una forma sutil de decir la memoria desde la
ajenidad/familiaridad propia del nombre extranjero. Es así que en el capítulo XI al
hablar de una amiga de Luci Glantz que se había apoderado de ciertos documentos
pertenecientes a la madre, escribe: «[...] Zina Rabinovich, es decir, Zina, la hija del
rabino, le robó a mi mamá su diploma de ayudante de médico que le hubiera podido
servir para encontrar trabajo en México» (1997: 52) (Cursivas mías). Si, en apariencia,
lo importante es el robo de los documentos a manos de una amiga, la aclaración del
significado del apellido oscila entre el juego y la información que sitúa a Zina
Rabinovich en un linaje, en una genealogía.
Entre las acepciones de la palabra traducir, existe aquella que la define como
«Expresar en forma distinta algo ya expresado» o como «Expresar o dar forma a una
idea, sentimiento, etc.» (María Moliner). Las dos definiciones me permiten volver a
pensar el uso del paréntesis en el interior de Las genealogías. Se trata, en principio, de
una marca tipográfica, presente desde los primeros párrafos y a través de la cual la
narradora se entromete e interviene como una faraute, no sólo para traducir la palabra
extranjera sino también para aclarar el propio castellano, para ironizar sobre su decir, y
sobre el decir del otro, para cuestionar, impugnar, informar, o incluso a modo de
acotación escénica. En síntesis, se usa para expresar de forma distinta algo que ya se
cuenta en el «cuerpo» del texto, y con él abrir una grieta más en ese discurso de por sí
evanescente, grieta, ésta, que en muchas ocasiones lo tensa hacia el humor.
Por el paréntesis sabemos que una barba puntiaguda que observa en viejas
fotografías era «(propicia a las persecuciones)», o que Sévshenko era «(el gran poeta
popular de Ucrania)». Pero también el paréntesis interrumpe el flujo del relato y
establece un diálogo de complicidad con el lector mexicano, cuando luego de describir
una indumentaria inadecuada que la madre usa al llegar a México, el paréntesis
reflexiona: «(Es fácil imaginar lo que sería para una señora joven y guapa, vestida
totalmente de blanco, comer un mango por primera vez» (1997: 53). A modo de un
aparte teatral, en otro capítulo el paréntesis irrumpe en medio de una conversación que
sostienen los padres: «(Grandes risas emocionales, algunos tragos apresurados de té,
ruido de cucharitas contra el cristal: los vasos se colocan en los portavasos antiguos de
plata que hacen recordar la vieja Rusia)» (1997: 78). También por su intermedio, la
narradora refuta un comentario de la madre, cuando después de un almuerzo, ésta le
dice: «Pero Margo, ¿por qué no comes? No has comido nada», y el paréntesis responde:
«(Nada, sólo ternera fría, pecho de res, kasha, tallarines, puré de papa, ensalada de
frutas, pasteles, strudls y luego, más tarde, té con otros strudls. A mamá le parece que
estoy muy delgada.)» (1997: 75).
Es el paréntesis reiterado en el capítulo LX el que extrema, llevándola al borde del
ridículo, su accidentada vinculación con las formas institucionales del judaísmo durante
la juventud. Porque no la sacaban a bailar en los casamientos familiares, se hace
sionista; el paréntesis comenta: («a lo mejor me metí en el sionismo porque los jóvenes
judíos eran socialistas y revolucionarios y, por tanto, menos dados a las diferencias)», es
decir, que los bailes durante esas reuniones eran grupales. Todavía en el mismo
capítulo, al hablar de los últimos años de escuela secundaria que hace en el Colegio
Israelita, años que pasó «como meteoro» pero «(con muchos sufrimientos)», cuenta una
conversación imposible con un director recién llegado de Europa, y el paréntesis agrega:
«(el no sabía español y yo sabía apenas yidish)» (1997: 189).
La segunda estrategia de la que Glantz se vale para traducir, ya no la palabra sino el
universo europeo de los padres, como el de otros antepasados y, en este sentido la
traductora cede lugar a la intérprete, es la recurrencia a la literatura. Específicamente se
trata de la literatura idisch -Isaac Bashevis Singer- y de la literatura judeo rusa -Isaac
Babel-. Es decir, para ampliar el paisaje de su memoria28 apela a la palabra literaria que,
en ruso o en idisch, ya ha relatado la experiencia de los judíos europeos. Una literatura,
a la que valga recordar, también accede mediada por el castellano de la traducción29.
Desde un comienzo Las genealogías une inextricablemente materia biográfica y
palabra escrita. Ya la frase inicial del libro anuncia: «Todos, seamos nobles o no,
tenemos nuestras genealogías. Yo desciendo del Génesis, no por soberbia sino por
necesidad» (1997: 17). Antiquísima genealogía, por lo tanto, tan antigua que se pierde
en la creación del mundo pero que simultáneamente la instala en la tradición cultural
judía, que ancla en ese libro su origen pero también su ética, así como una serie de
prácticas que rigen la vida de este pueblo. De cualquier modo, afirmar esta ascendencia
significa que se viene de muy lejos y de ninguna parte, o sólo de un relato que registra
la conversación entre un dios y algunos hombres.
Si en el primer párrafo anuncia su ascendencia bíblica, en el ya comentado capítulo
LX, la palabra escrita -estrictamente literaria, ahora- le sirve para situarse como traidora
del «pueblo elegido». Luego del relato de esa conversación imposible que adolescente
mantiene con el director europeo de la escuela judía, conversación, en la que para
espanto de este hombre, ella -la hija de un poeta idisch- le dice que no había leído
«Tebie der miljiker, la obra dramática más importante de Scholem Aleijem, convertida
en Broadway en El violinista en el tejado, y en México en Manolo Fábregas» (1997:
189), cuenta que la vergüenza le dura hasta el presente. Pero ésta no se debe sólo a una
laguna en sus lecturas30 sino al carácter «profético» que, con el transcurso del tiempo,
adquiere la pregunta. Ya que ella, al igual que la hija del lechero, se casa con un no
judío. Con todo, a diferencia del personaje de ficción, quien sufre el castigo del
arrepentimiento por haber transgredido las reglas y casarse fuera del grupo de origen, la
narradora asegura contundente no haber pasado por ese sentimiento31.
En la identificación o en la falta de identificación, la literatura, lo ya dicho, o mejor,
lo ya escrito ayuda a contar o a volver a contar la propia biografía y las biografías de los
otros. En este sentido, la operación llevada a cabo por Glantz no es novedosa. Si como
señala Ricardo Foster, la memoria judía se enraíza en la Torá y el Talmud y en los
inacabables comentarios que le dan incesante vida (1999: 13), el libro de Glantz, al
constituirse en una suerte y sólo en una suerte de comentario a los textos europeos que
narrativizaron la vida de sus antepasados, se enlaza a esa tradición. Lo que creo que,
entre otras cosas, singulariza a Las genealogías y al gesto de Glantz es que el
comentario es el propio objeto del relato, y que el mismo, en lugar de ser una sesuda
interpretación de la palabra divina, es una puesta en práctica de innúmeras formas del
humor basado en el lenguaje. Un humor, que explícitamente se practica como un modo
de resistencia ante la herencia judeo cristiana de sufrimiento y ante la tendencia a los
masoquismos y a los quejidos. Actitud, que nuevamente está respaldada en cierta
tradición literaria. Escribe Glantz: «[...] por eso [por contradecir las tendencias
masoquistas], me gusta Isaac Bábel, ese amigo de mi padre "de estatura mediana, con
los lentes gruesos que cuando leía metía los ojos muy adentro de las páginas"» (1997:
64).
Dije que Isaac Bashevis Singer es uno de los dos autores a los que Glantz acude
para traducir el pasado europeo de los padres. De modo oblicuo, la elección de un
escritor idisch consolida el movimiento de traducción que articula el relato, ya que ese
idioma estaba connotado como una lengua de traducción, una lengua para los simples,
para las mujeres, una lengua a la que se vertían los textos sagrados. Por lo tanto, hay
traducción en el texto y filiación a una tradición literaria producida en una lengua
menor, en una lengua «profana», una «jerga vuelta idioma»32.
En Las genealogías la ficción se torna un elemento imprescindible y explícito para
la construcción de los personajes, que apenas están esbozados en el discurso de la
narradora. Tampoco la evocación del pasado familiar abunda en descripciones más o
menos verosímiles que reconstruyan la vida en Rusia, sino que consciente de lo
ineludible de la ficción, Glantz remite a una versión del mismo ya literaturizada. De este
modo, afirma que «Para entender la fisonomía de mi abuelo paterno basta con leer a
Bashevis Singer [...]» (1997: 30); en cambio, su abuelo materno, de barba colorada, se
parece a los personajes de Babel. En este caso la comparación se vale directamente de
las palabras del autor, «hombre sencillo y sin picardías» escribe Glantz, citando al
escritor ruso.
La ficción no se oculta en este libro hecho de versiones. Escribe sobre lo ya escrito,
vuelve una y otra vez a la literatura que forma parte de su propia memoria y se entrelaza
a sus recuerdos. «Aquí entra mi recuerdo», anota en el capítulo VI, e inmediatamente
aclara: «es un recuerdo falso, es de Bábel. Muchas veces tengo que acudir a ciertos
autores para imaginarme lo que mis padres recuerdan» (1997: 38) (Cursivas mías).
Versión de la versión que no se apoya en un supuesto original sino en un texto literario.
Es decir, para poder traducir, para acercarse a ese universo lingüístico y cultural y
tornarlo legible, no existe otra posibilidad más que recurrir a la imaginación, la propia
pero también la de otros escritores. Más allá de que una u otra vez transcribe
estadísticas, no son los libros de historia los que cuentan, sino la palabra literaria y digo
cuentan en sus dos acepciones, la de narración y la de valor.
El cruce entre vida y literatura modela y escande el texto, por lo que Babel y
Bashevis Singer entran a Las genealogías no sólo porque uno fue amigo del padre en
Rusia y al otro lo conoció en Nueva York, sino que el primero adquiere el estatuto de
personaje ficcional cuando la narradora lo fabula leyendo un texto de su autoría.
Tanto la literatura del judío polaco, como la del judío ruso, se presentan no
únicamente como dispositivos que ayudan a ver, a interpretar y traducir, sino que
también puede pensarse en ellas como matrices textuales que explican, en una letra de
contornos definidos -chillones, diría- ciertas líneas que, matizadas, articulan las
biografías parentales. En este sentido, el hecho que la madre de Glantz trabaje y se haga
cargo de la parte práctica de la vida familiar, mientras el padre descansa sobre su trabajo
y se dedica a escribir poesía, puede leerse como una versión, como un desplazamiento,
o una «traducción imperfecta»33 de la innumerable cantidad de personajes masculinos
que en la literatura de Singer se dedican pura y exclusivamente a los estudios, mientras
sobre sus mujeres recae el peso de la actividad económica. Matriz textual que se hace
particularmente clara en el capítulo LXX cuando el cuento «Los pequeños zapateros» de
este mismo autor es vuelto a contar para permitirle imaginar, para ilustrar, qué hubiera
sido de su abuelo Osher de haber llegado a Estados Unidos y encontrarse allí con sus
hijos ya instalados34.
Como los personajes de Bashevis Singer, quienes se consolaban de su miseria
remontando su ascendencia al Génesis, Glantz también reclama este linaje pero, a
diferencia de estos simples, en su transcurso, la comicidad del texto muestra que esa
ascendencia no consuela de, ni reivindica ante posibles injusticias; sencillamente la
diversidad y multiplicidad de los relatos dejan claro que no hay una verdad original,
sino que, desde el principio, se trata sólo de palabras que pasan de la boca a la mano.
Escribe, entonces, sobre lo ya escrito, no para impugnarlo sino para servirle de
«comento y glosa», con lo que esta vez el texto se vuelve sobre una tradición distinta, la
americana, porque, recordemos, servir de «comento y glosa» es la propuesta del Inca
Garcilaso frente a los textos de los cronistas españoles.
El arte de la
fuga
«Soy una viajera obstinada, impenitente, quejosa. Viajo
como si fuera mi único destino, un destino impuesto por los
hados (adversos)».
Margo Glantz, «Ejercicio de navegación»
«Memoria y exilio van juntos. Hay decenas de ponencias que toman la dupla y le
agregan literatura. Memoria, exilio, literatura. Aunque más no sea para restaurar lo
fracturado, la evocación del sitio perdido se impone [...]» -escribe Tununa Mercado en
«Testimonio. Verdad y literatura»- (2005: 1). Tópico recurrente de la crítica literaria
pero simultáneamente proceder obligado del exiliado, quien cuenta sólo con la memoria
para restituir lo que «está dañado», como escribe en otra ocasión. Sin embargo, la
afirmación de Mercado encierra una positividad o, si se quiere, una certeza: el hacer
memoria se impone porque hay un sitio perdido que evocar. El exilio rasga la
certidumbre de lo cotidiano como la del propio territorio, por lo que, como señalamos
antes, el exiliado apela a una serie de estrategias, no sólo para evocar el sitio perdido
sino para sustituir los hábitos del lugar que se dejó atrás, aquello que en En estado de
memoria la propia Mercado calificó de «fatuidades de desterrados».
La vinculación entre memoria y exilio o, más precisamente, memoria e inmigración
está en el origen de Las genealogías, es -como dijimos- la conmoción necesaria que
impulsa el contar. Una memoria que en este libro se transmite y se formula, sobre todo,
a través de una serie de relaciones complejas entre el alimento y la lengua, como vimos
párrafos atrás.
Pero si el tópico señalado por Mercado insiste en las memorias de Margo Glantz,
¿qué sucede con la noción de territorio propio?, una categoría que pareciera
indispensable para que la evocación se produzca y que Las genealogías pone en
entredicho. Es decir, tanto la reconstrucción de las memorias parentales, como la zona
del libro que puede ser concebida como una memoria de infancia de la narradora, no
sólo cuestionan la existencia de un territorio propio sino la necesidad del mismo (del
«sitio perdido», en palabras de Mercado) como punto de anclaje para la memoria. Ni las
biografías parentales se ligan a un espacio determinado, ni las memorias de la narradora
se vinculan a una casa, en tanto sitio privilegiado que guarda y «protege» los recuerdos
del sujeto, según postula Bachelard en su clásico La poética del espacio35, sino que, por
el contrario, la memoria se afinca en la huida, en el desplazamiento, como se lee, entre
otros pasajes, en el capítulo LXVIII, cuando la narradora alude a su niñez y anota: «[...]
pero yo estoy segura, no sé dónde ni en cuál de las casas que habité, de esos ríos de
agua, de las canoas que transitaban y de los indios que eran tamemes» (1997: 210)
(Cursivas mías).
Dado que, al contrario de lo que sucede con la mayor parte de los pueblos, para los
judíos, la noción de patria no está asociada al suelo sino que este pueblo se constituye
como tal en el exilio, es decir, en el pasaje del desierto, como recurrentemente leemos,
el proyecto de recuperación de la memoria biográfica de dos inmigrantes judíos que Las
genealogías plasma se enlazaría a una tradición mayor, en la que el concepto de patria
se articula en el vínculo de los judíos con la palabra, en particular con la palabra escrita,
lo que haría de ellos un pueblo «portador» de una verdad nómade que no se apoya en la
certeza del suelo36. En tal sentido, Las genealogías podría ser leído como una puesta en
relato de los tópicos recién mencionados, ya que al no postular una relación de
exterioridad/interioridad, pertenencia/ajenidad en lo concerniente al espacio, el libro
repite esos «lugares comunes» (valga la paradoja) inherentes a la memoria cultural
judía, y la memoria individual se vincula, casi exclusivamente, al habla y a los hábitos
gastronómicos. Con todo, creo que en su hacerse la narración construye un «lugar de
memoria»37 y que ese «lugar» es justamente el propio desplazamiento, el entrelugar, el
intersticio entre el adentro y el afuera, que asume formas diversas; el salir y el llegar que
presupone todo viaje y toda huida. Dicho esto, no sólo en lo que respecta al gran viaje
entre Europa y México, donde el barco es casi un ghetto, sino también dentro de Rusia,
donde la cotidianeidad se hace sobre la fuga y posteriormente dentro de la ciudad de
México, en la que las continuas mudanzas marcan la infancia de la narradora38. Por lo
que la memoria no está únicamente anclada en la palabra sino en una palabra y unos
cuerpos que se desplazan y que hacen del movimiento su hábitat, en el sentido de
habitación, como en el de prácticas de vida.
Es así que como los cuerpos se desplazan, las versiones de los relatos mudan y los
géneros que el texto asume para narrarlos también cambian. Como si Glantz hubiese
intuido que para dar cuenta de unas historias en cuyo centro está el desplazamiento y la
movilidad necesitase de la movilidad genérica, de la fragmentación textual y de cierta
velocidad en el relato para capturar lo que siempre se está yendo, lo que siempre está
huyendo. Pero al contrario de lo que señala la tradición cultural judía, estamos ante
cuerpos que no comportan ninguna verdad, como ante sujetos que tampoco
protagonizan historias heroicas, condiciones, éstas, que le dan el tono al relato. Escribe
Glantz al comienzo del texto: «Quizá lo que más me atraiga de mi pasado y de mi
presente judío sea la conciencia de los colorines, de lo abigarrado, de lo grotesco, esa
conciencia que hace de los judíos verdaderos gente menor con un sentido del humor
mayor [...]» (1997: 17) (Cursivas mías). Es ese sentido del humor mayor el que la lleva
a presentarse como una «judía errante a domicilio (por las continuas mudanzas de mi
infancia)»39, con lo que el tema de la errancia judía retorna en el registro de la
domesticidad, despojado de carga dramática pero, sin embargo, haciéndose presente y
es ese mismo punzante y agridulce sentido del humor el motivo por el cual su bisabuelo
Mótol, que «era muy inteligente», les había aconsejado a los «miembros de la aldea que
[para burlar las ordenanzas zaristas] pidieran tierra hacia lo hondo y no hacia lo ancho»
(1997: 26). Es decir, los núcleos de la historia y de la tradición judía están presentes en
el texto pero la escala se ha modificado en una operación que apuesta a intervenir como
resistencia frente a la desesperación y el despojo continuos.
Como dijimos, el viaje está en el centro del relato. Todos viajan, todos se mudan,
todos huyen dentro de Rusia; todos viajan, todos se mudan, y alguna vez huyen dentro
de México, como le sucede al padre, quien luego del ataque sufrido a manos de los
Camisas Doradas se refugia unos meses en Estados Unidos, de donde vuelve sin la
barba de chivo que lo asemejaba a Trotsky y lo volvía proclive a las persecuciones.
Si el movimiento es una certeza, el destino es siempre incierto o aleatorio, dictado
por los otros, las leyes zaristas primero y las leyes de inmigración más tarde. Al igual
que en el poema de José Lezama Lima, los personajes llegan a donde no iban; van y
vuelven entre distintos puntos sin que parezca importarles demasiado la fijación en un
espacio determinado. Es así que desembarcan en La Habana, pero el calor sumado a la
oscuridad de la noche y la extrañeza que sienten frente a algunos cuerpos negros los
mueven a reembarcar y finalmente arriban a México. Jacobo Glantz cuenta: «-Hacía
tanto calor [...], la noche estaba tan negra y los negros eran tan negros, con los ojos
brillantes y los dientes blancos, tan blancos, que me asusté. ¡Qué calor! ¡Una
barbaridad! Decidimos irnos a México para ver si allá el clima era normal y también
porque estaba más cerca de los Estados Unidos (?)» (1997: 84). «Ese maniqueísmo
espantado fue la causa de mi nacionalidad», declara párrafos más abajo la narradora.
Nacionalidad aleatoria, la suya, diferente de la de sus padres, de la de sus primos que se
diseminaron por Filadelfia, e incluso de la de sus parientes argentinos. Nacionalidad que
si se reconoce como parcialmente judía y parcialmente rusa, se afirma, sobre todo, como
mexicana de la calle de Jesús María.
Pero si la movilidad es continua, si ese «espacio» entre dos lugares es sinónimo de
su permanencia, no puede decirse que estos personajes no construyan interiores, es
decir, lugares de referencia o de descanso en ese continuo pasaje de una ciudad a otra,
de un barrio a otro, de un movimiento a otro. Entre ellos, considero que hay dos que son
particularmente significativos porque participan de una naturaleza híbrida, son
simultáneamente puntos fijos e inestables. Me refiero al barco holandés que los trae a
México y al teatro idisch que, ya en México, frecuentan. Naturaleza ambigua que, en
otro sentido, estos «sitios» comparten con los locales de venta familiares, o con los
bares, en particular el Carmel, abierto como un modo de encauzar la afluencia continua
de visitas los días domingo40. Se trata de locales destinados al público pero que guardan
gran parte de las memorias parentales y de la narradora, entre los cuales se cuenta el
club donde se reunían todas las noches con otros judíos inmigrantes, con quienes
conformaban un nosotros frente a los otros -los mexicanos nativos-, razón que imprime
a este lugar una naturaleza doble, la de ser público y privado a un tiempo, privacidad
otorgada, en buena medida, porque en él -como se dijo- se hablaba exclusivamente en
idisch.
«El barco holandés Spaardam- [...]- es casi un ghetto», escribe Margo Glantz en el
capítulo XXIII. Como un ghetto el barco protege y aísla, como un ghetto, el barco es un
lugar en el que por la fuerza de las circunstancias se está entre «los suyos», pero
tradicionalmente el ghetto no sólo es fijo y delimitado por murallas sino que tiene como
objeto contener el movimiento. Éste, en cambio, es un ghetto móvil, un ghetto en
tránsito, elemento esencial de un viaje que «revoluciona el signo» y que los situará del
otro lado del Atlántico, con lo que no sólo se enraizarán en hábitos que se vinculan con
el nuevo destino sino que reforzarán aquellos que en el país de origen ocupaban un
rango secundario.
En el transcurso del texto el Spaardam, en tanto sinécdoque del viaje y de su relato,
retorna y da lugar a nuevas versiones, a recuerdos que fragmentariamente cubren
distintos aspectos de la travesía, en particular, aquello que se relaciona con la comida y
con la movilidad del padre, quien, como dijimos, se desplaza entre las tres clases del
barco; o a recuerdos que hablan del sosiego de Luci Glantz, la que, aunque hambreada y
descompuesta, limitada a la tercera clase, se sentía satisfecha porque estaba anclada en
el cuerpo de su marido. Pero el barco también es venero de relatos diferentes, que se
entrelazan a viajes recientes. En especial, a aquél que en el transcurso de la escritura de
Las genealogías la narradora hace a Rusia para espiar sus orígenes y en cuyo transcurso
se encuentra, o cree encontrarse, con un hombre que de niño había hecho en el
Spaardam el trayecto entre Rusia y México. El hallazgo le depara una alegría inmensa
porque cree que el «folletín se ha realizado», sumándose a una serie de encuentros
casuales que atraviesan el libro y disminuyen la extrañeza y el sinsentido del exilio41.
Como gran parte de los recuerdos que Las genealogías recupera, éste también es
incierto, los datos del viaje de este hombre no corresponden exactamente a los del de
Luci y Jacobo Glantz; coinciden el barco y el capitán pero no el año de la travesía. Al
volver a México, fascinada con la coincidencia que, de algún modo, traza un círculo
perfecto entre la ida de sus padres a México y su «vuelta» a Rusia, la narradora relata el
episodio. En un comienzo, sin embargo, los padres destruyen el hechizo del hallazgo. Ni
Jacobo, ni Luci recuerdan a los Perelman, apellido de estos hipotéticos hermanos de
barco. Algún tiempo después, en el ronroneo de una comida familiar, el padre afirma:
«"¿Perelman? [...] ¿Perelman? ¡Claro que me acuerdo!, er iz geven a guter Id (era un
buen judío). ¿No te acuerdas Lucia? ¿No?, yo, sí, tenía muy hermosos bigotes,
grandes"» (1997: 224). El libro no devela la falacia del encuentro, ni tampoco se
extiende en argumentos que prueben su verdad, ya que para la economía del relato eso
no es relevante. Es posible que dejar en abierto ambas posibilidades, dejar al lector en el
limbo entre la fascinación del folletín, que finalmente compensa tanto dolor con un
encuentro, y la «decepción» ante la posibilidad de una falsa memoria obedezca a la
certeza de que «La ficción siempre mejora lo presente»42. Mezcla de ficción y recuerdo,
el episodio, móvil en sí mismo, confirma al barco como lugar de la memoria43.
«¿[...] [Q]ué otra cosa es la escritura sino una contrahechura de la realidad?», se
pregunta Margo Glantz en la última frase de un ensayo sobre las Cartas de Relación de
Hernán Cortés («Ciudad y escritura: la ciudad de México en las Cartas de Relación de
Hernán Cortés). Íntima y colectiva, certidumbre e interrogación, la pregunta concierne
también al teatro, esa escritura que pone en escena los cuerpos y las voces. En el
escenario, el teatro es remedo de la realidad, ilusión que viste sombras; debemos
suponer, entonces, que el teatro idisch que en México persiste entre 1925 y 1960, oficia
como lugar de reconocimiento e identificación para esos judíos diaspóricos. En el
capítulo XL Margo Glantz reflexiona acerca de su éxito en el marco de una comunidad
tan pequeña como la de este país y postula que el mismo cumplía para los judíos
mexicanos una función de reterritorialización. Anota: «¿Será la creación de un espacio
sagrado donde por un momento se vive en un contexto conocido porque se ha recreado
en el escenario?» (1997: 131). No se dejó atrás un territorio propio pero sí algo de lo
propio que el teatro en idisch, en ese remedo de la realidad, recupera. Lo que me
interesa, sin embargo, es la función que el mismo cumple en tanto lugar de memoria
dentro de la narrativa de Glantz, su función en el interior de las biografías que ella
reconstruye. Es decir, lo que me resulta sugestivo es que el teatro también puede
concebirse como una especie de ghetto móvil, cuyos habitantes, actores y platea,
cambian y se desplazan, pero sobre todo que estamos, otra vez, ante un territorio hecho
de palabras y de cuerpos en movimiento, público y privado, interior y exterior
simultáneamente. No se trata de un territorio que se dejó atrás, un suelo, sino de un
lugar que los personajes llevan consigo, como las valijas que transportaban en los largos
viajes, esa suerte de baúles/casas que traían, tanto las fotos, como los acolchados de
pluma de ganso.
Como sucede con los pogroms, en Las genealogías los viajes se superponen y se
confunden unos con otros. En Rusia el viaje participa simultáneamente de la condición
de huida y de sinsentido, porque si las casas no ofrecen protección, éste se presenta
como una posibilidad de hurtarle el cuerpo a la muerte, refugiándose en otro lado o, más
específicamente, en otro cuerpo que proporcione amparo. Puede tratarse tanto de un
viaje a la pollera de la abuela que esconde a los hijos y los salva de los perseguidores, o
de viajes entre regiones diferentes del propio país, o más adelante, del viaje a América.
En todos los casos, el territorio es el cuerpo, sede del afecto. Los viajes, entonces, se
hacen entre cuerpos, para salvarlos, para huir de la muerte, para protegerse en el cuerpo
del otro. Condición que se mantiene vigente aún cuando la necesidad de huir no ha
desparecido, pero se ha atenuado. Si como se lee en «La (su) nave...», durante la
travesía Luci Glantz se reterritorializa en el cuerpo de su marido, por su parte, Jacobo
Glantz afirma en el capítulo XXI «Nunca tuve mucha responsabilidad. La familia se
sostuvo gracias a ella, no sólo porque trabajó sino porque ella siempre nos amparó, nos
amarró» (1997: 78) (Cursivas mías).
Todavía en Rusia, el viaje, en tanto huida y sinsentido, no termina con el fin del
zarismo sino que perdura después de la Revolución y se convierte en una carrera loca
durante la Segunda Guerra. Situada en la lógica de la elección y de la causalidad del
viaje, hay un momento en que la narradora le pregunta a su madre: «-¿Y por eso
preferiste vivir en México?». A lo que ella responde: «-No, yo no sabía que voy a
México, adonde voy. Quise salir, eso sí» (1997: 93). No importa el destino, la única
certeza es el deseo de salida, la necesidad de irse, aunque sea a la mierda. El padre
cuenta: «Pero no te dije lo que él me dijo cuando me vine a México. Me dijo: "¿Te vas a
Europa?" Yo me iría hasta el culo (juego de palabras entre Europa y zhopa)»44 (1997:
98). Aún en el mismo capítulo, Luci Glantz comenta: «[...] no sé en realidad por qué
tenía ganas de salir. Se me figura que si dejaran salir libremente muchos no hubieran
salido porque no tenían a dónde ir» (1997: 94). El padre abandona su aldea natal cuando
los pogroms se vuelven insoportables y cree que no va a sobrevivir al próximo. Los
viajes se van ampliando a causa de las persecuciones, el espacio entre el lugar propio y
el de destino se hace cada vez más ancho a medida que la persecución aumenta, porque
quien no huye, muere.
En América los viajes continúan y aunque su signo no es exactamente el mismo, a
veces adquieren la forma de una carrera loca, como cuando la abuela, ignorante del
inglés se traslada de un sitio a otro de los Estados Unidos para poder ver a sus hijos. Si
en Rusia un viaje se confunde con el otro, en México cada viaje se encadena y engendra
uno nuevo. Es así que los paseos familiares y prohibidos que realizaban durante los días
de fiesta religiosa se compensan con viajes en busca de fondos para los judíos
desplazados durante la guerra. Viajes que, a su vez, están en el origen de un viaje
menor, tal vez el primero de la narradora. Hablo de las idas y vueltas al aeropuerto para
llevar y recoger al padre de sus viajes filantrópicos, un movimiento pendular que, según
dice en «Ejercicio de navegación», forja su destino.
Al acercarse a sus últimos capítulos, Las genealogías desplaza ligeramente el foco
de la memoria y se centra en los recuerdos de la narradora, lo que da lugar a una serie de
relatos que, muchas veces se articulan también en torno al viaje. En escala menor y
diferente, la narración de su vida repite el movimiento pendular de la vida de los padres;
el barco es ghetto, lugar móvil de la memoria, una condición que éste comparte con los
traslados al aeropuerto, o con las espaldas del indio que, para evitar que se embarrasen,
cargaba a la narradora niña junto a sus hermanas durante los días de lluvia. Hay
movilidad y huida, incluso cuando alude a un romance juvenil, referido como
«escapadas con un novio», escapadas que la dejan en falta y en un lugar diferente del
lecho de una tía agonizante de cáncer. Aunque «escapadas con un novio» sea una frase
hecha, en el contexto de este libro se resignifica y se enlaza a la serie de movimientos
constantes de huida y desplazamiento.
En el transcurso de su biografía la precariedad se asume como modo de vida y el
viaje adquiere simultáneamente la condición de destino y la forma del deseo. Por un
lado, se transforma de necesidad básica en lujo, y es así que los viajes emprendidos y
relatados puntualmente por la narradora no son huidas, o no en el sentido literal del
término, sino relatos de viajes específicos que obedecen a un impulso propio y no están
determinados por la persecución.
Mirados de cerca, puede decirse que se trata de viajes que obedecen al deseo y al
«destino», pero un destino «impuesto» por y en busca del padre. Dos veces en Las
genealogías se alude al viaje como forma que adquiere el seguimiento de las huellas del
padre. En el primer caso, Glantz escribe: «Mis viajes han sido más modestos y en lugar
de buscar oro en mis largas travesías por este continente [...] he seguido, como
Telémaco las de Ulises, las huellas de mi padre» (1997: 174). La segunda referencia es
casi idéntica y aparece en el capítulo LXI: «[...] yo sabía que mi destino era viajero, casi
como Telémaco, que recorrió el universo al revés en busca de la fama de su padre»
(1997: 190).
Es el viaje, entonces, el viaje entre las lenguas, el viaje entre la boca y la mano que
escribe, el viaje que trae y lleva a Rusia aquello que, en buena medida, impulsa y da
forma a este relato que se desplaza de unas vidas habladas en ruso y en idisch a unas
memorias escritas en castellano.
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