El Verdugo

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LUIS
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BÉLICO
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EL CINE BÉLICO
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CINE ESPAÑOL
(1930 – 1980)
EL VERDUGO
Luis G. Berlanga. 1963
CAIMÁN CDC PRESENTA
Sesión 3 / Jueves 21 de noviembre de 2013
Presentación y coloquio a cargo de Antonio Santamarina,
crítico de la revista.
videoteca_ivac@gva.es
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El gran desfile (King Vidor, 1925)
Adiós a las armas (Frank Borzage, 1932)
Tierra de España (Joris Ivens, 1937)
Sierra de Teruel (André Malraux, 1937-1945)
El sargento York (Howard Hawks, 1941)
¿Por quién doblan las campanas? (Sam Wood, 1943)
Roma, ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945)
Objetivo Birmania (Raoul Walsh, 1945)
De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953)
Attack! (Robert Aldrich, 1956)
Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957)
El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957)
¿Arde París? (René Clément, 1966)
La cruz de Hierro (Sam Peckinpah, 1976)
El cazador (Michael Cimino, 1978)
Apocalypse Now (F. F. Coppola, 1979)
Las bicicletas son para el verano (Jaime Chávarri, 1984)
Platoon (Oliver Stone, 1986).
La vida y nada más (Bertrand Tavernier, 1989).
¡Ay, Carmela! (Carlos Saura, 1990)
Tierra y Libertad (Ken Loach, 1994).
La delgada línea roja (Terrence Malick, 1998)
Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998)
Cartas desde Iwo Jima (Clint Eastwood, 2006)
NAVARRO, Antonio José. «Robert Aldrich: el cine de un
inmoralista», Dirigido por, nº 410 y 411, abril - mayo 2011.
VENTURELLI, Renato. «Robert Aldrich», Nosferatu, nº 53-54,
octubre 2006.
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EL CINE DE BERLANGA
Luis García-Berlanga Martí, director y guionista de familia
republicana oriunda de Requena, y sobrino del confitero y autor
de sainetes valencianos Luis Martí Alegre, una de cuyas obras
fue la base de la primera película hablada valenciana (El faba de
Ramonet, Juan Andreu, 1933), comienza a pintar en Valencia
a su vuelta del frente soviético (se había enrolado en la División
Azul para enjugar el pasado republicano de su padre), al tiempo
que escribe crítica de cine en la prensa local y frecuenta tertulias
poéticas en compañía de los futuros guionistas José Luis Colina
y Vicente Coello y del futuro editor José Ángel Ezcurra. En 1947
ingresa en el IIEC y tras diplomarse en realización cinematográfica
debuta, al alimón con J. A. Bardem, en la decisiva Esa pareja feliz
(1951), en la que se ocupa de las posiciones de cámara mientras
su compañero atiende la dirección de actores. En su primera
película en solitario, la memorable Bienvenido, Mister Marshall
(1952), ya son apreciables algunas de las más significativas
características de su obra: una feliz confluencia de tradición y
modernidad como vehículo para ofrecer un conjunto de reflexiones
progresistas sobre el momento en que la película se produce.
Al primer aspecto pertenecería la utilización de nuestra notable
escuela de actores genéricos y el servirse de una tradición escénica
apoyada en la zarzuela y el sainete; al segundo, la construcción de
un microcosmos social diseñado desde criterios regeneracionistas,
la vinculación de su trabajo a ciertos aspectos del neorrealismo
italiano que postulaban la impertinencia de maquillar la realidad
en función de necesidades narrativas, y una imprescindible
materialización de las opiniones críticas frente a las circunstancias
imperantes en términos fundamentalmente visuales. Si para esta
película, y gracias a su deseo de enlazar tradición y modernidad,
contó con el concurso del comediógrafo Miguel Mihura, en su
siguiente título (Novio a la vista, 1954), y desarrollando similar
estrategia, adoptó un viejo guión republicano de Edgar Neville. En
sus dos siguientes obras (Calabuch, 1956; y Los jueves, milagro,
1957) siguió poniendo en pie elocuentes microcosmos sociales
(franquistas) que eran vistos en su pintoresca mediocridad, pero en
los que no dejaba de observar con simpatía compasiva a algunos
de sus personajes.
Sin embargo, los sucesivos tropiezos con la censura (que hasta
logra desfigurar ese último título) cada vez más hostil hacia el
universo berlanguiano, le llevan a permanecer casi cuatro años
inactivo, y cuando retorne a la realización cinematográfica con
la crucial Plácido (1961) algunas cosas habrán cambiado en la
obra de Berlanga: habrá acumulado varios guiones desestimados
por la censura; se habrá producido su encuentro con el novelista
Rafael Azcona, que aportará a sus guiones tanto rigor constructivo
como capacidad para individualizar, condensándolos, ciertos
factores estructurantes de nuestra psicología colectiva; y habrá
visto fracasar la tentativa, organizada por un grupo de amigos, de
realizar en 1959 un serial televisivo previsto en 36 episodios (Los
pícaros) cuyo episodio piloto, realizado por Juan Estelrich bajo
la supervisión de Berlanga (Se vende un tranvía), se le atragantó
a los entonces responsables de nuestra TVE. Así pues, en este
devastador tríptico, cima de nuestra historia cinematográfica,
que componen Plácido, La muerte y el leñador (cm., episodio
de Las cuatro verdades, 1962) y El verdugo (1963), y pese a los
estrepitosos problemas de censura que padecen estos dos últimos
títulos, dibuja unos apasionantes y complejos frescos tanto sobre
la base social del franquismo como sobre las clases populares
que deben padecer su acción cotidiana, sectores que son vistos
debatiéndose entre la miseria, la mezquindad y la frustración,
cuyos avatares descubren con sorprendente precisión los elementos
definidores de la situación histórica en que sus protagonistas se
ven indefensamente inmersos, y cuyos personajes siguen siendo
EL VERDUGO
La España que no cesa. Parafraseando a Miguel Hernández
nos asomamos de puntillas a las imágenes de El verdugo y a su
retrato de la España de ayer, de hoy y de siempre. Visionada en
la actualidad, con los ojos cada vez más enrojecidos por la crisis,
comprobamos no sin sorpresa que los cambios producidos en el
país desde el estreno de la película, allá por 1963, parecen mucho
más superficiales que de fondo. Veamos varios ejemplos. Ya no
es tan deshonroso ser madre soltera, pero seguimos buscando
informes a medida para no dispensar la píldora del día después;
se ha abolido la pena de muerte, pero se pretende que la pena
máxima sea revisable ad infinitum y el código penal se reforma
todos los años; no se accede a la condición de funcionario por
recomendación, pero sí a la de asesor y, en algún caso, incluso a
la de funcionario; el proletariado ya no es el único que emigra a
Alemania, ahora lo hacen también los doctores y licenciados; la
vivienda es tan difícil de conseguir ayer como hoy y es mentira
que haya dos Españas, solo hay una. Ésta. La misma que Berlanga
puso en la picota en títulos como Plácido, Los jueves, milagro,
¡Vivan los novios!, Todos a la cárcel y, en especial, la aquí
comentada.
mirados por Berlanga con cordial solidaridad pero sin el más
mínimo asomo de complicidad, aspecto éste que le distancia de
sus obras de los años cincuenta. Ni que decir tiene que El verdugo
se alzó hasta el mismo límite que la censura podía permitir, por lo
que tras reiteradas prohibiciones de nuevos proyectos, Berlanga
se guarece en una de sus preocupaciones centrales nunca
traída a primer término en sus películas por razones de pudor:
las conflictivas e inestables relaciones hombre-mujer. Si en La
boutique (1967), rodada tras no pocos avatares administrativos en
Argentina, esa problemática adolece de cierta imprecisión teñida
por una moderada misoginia, en Tamaño natural (1973), rodada
en Francia y no exhibida entre nosotros hasta la restauración
democrática, Berlanga nos propone una desolada reflexión
metafórica sobre los límites del deseo masculino y la indiferente
mirada femenina, superviviente a cualquier eventualidad, hacia
ese universo. Tras este film, Berlanga, que había conseguido
ocasionalmente reformular, en términos de un desarrollismo que
anunciaba el posfranquismo, el universo presente en la trilogía de
comienzos de la década anterior a través de un título de tan notable
espesor como Vivan los novios (1969), no parecía tener otro camino
que desarrollar fílmicamente sus reflexiones sobre la pareja y el
sexo rozando el discurso pornográfico (tema en el que, por otra
parte, es un reconocido experto), camino que acabó desestimando
cuando se disponía a realizar una adaptación de Histoire d’O.
Pese a ello el desarrollo del período histórico conocido como
Transición Democrática le permitió retomar, finalmente, esa otra
cara de la moneda necesariamente aparcada durante el anterior
período: el análisis de la cúpula dominante del franquismo; aquella
que inducía los comportamientos que Berlanga había analizado
en sus anteriores films. Con una madura riqueza estilística y
una gozosa y desinhibida actitud burlona, La escopeta nacional
(1977) supuso la provisional clausura de su trabajo como etólogo
social sobre un amplio período de nuestra historia, por mucho que
imperativos industriales impulsaran dos títulos más de interés
progresivamente descendente sobre ese universo: Patrimonio
nacional (1980) y Nacional III (1982). Tras ello, los tiempos son
otros: ante la consolidación democrática bajo sucesivos gobiernos
del PSOE, lo que necesitaba la reflexión berlanguiana, si todavía
quería tenerse por tal en tanto organismo vivo, era iniciar la
caracterización del tejido social urdido desde el poder socialista,
y evaluar si éste había modificado lo adjetivo manteniendo lo
sustantivo. Mientras intentaba consumar tal propósito con un
Azcona esquivo al mismo, Berlanga se entretuvo retomando un
viejo proyecto largamente prohibido por la censura franquista en
el que ofreció una divertida visión republicana de nuestra Guerra
Civil (La vaquilla, 1985), y proponiendo un apacible divertimento
en torno a unos turroneros alicantinos (Moros y cristianos, 1987).
Finalmente, y sin Azcona, aborda en ¡Todos a la cárcel! (1993)
una inconfortable panorámica del poder socialista, enriqueciendo
su sistema de trabajo con recursos tomados del espectáculo
arrevistado y la escatología fallera, que pese a su perspicacia y
a sus divertidas proposiciones, adolece de no poca dispersión.
Tras rodar una estimulante biografía sobre la figura de su paisano
Vicente Blasco Ibáñez, en la que se atiende a las dificultades
ambientales e históricas que condicionaron su actividad (lo que la
sitúa inesperadamente en las antípodas de la socorrida convención
biográfica) asiste a lo que parece ser la definitiva retirada de
Berlanga: París-Tombuctú, obra testamentaria no tanto por retomar
y reelaborar, en una deslumbrante puesta al día, temas, personajes
y modos de hacer berlanguianos, sino por constituirse en última
voluntad de una mirada que sólo encuentra un universo de restos
sociales inarticulados sobre los que posarse. Consecuencia tanto
de los efectos del prolongado período franquista, como de su
cierre en falso a lo largo de casi dos décadas, la desalentada
fauna de París-Tombuctú sólo puede evolucionar al borde de un
abismo negro y sin perspectiva, apoteosis de toda miseria moral,
desesperada conclusión de cincuenta años de vida española, según
la incendiaria y radical mirada final de un Berlanga en la que
la impugnación o la ternura ya sólo dejan paso a un descarnado
espanto. Con su inevitable corolario: un breve, pero virulento y
esquinado, jugueteo sádico muy propiamente puesto en pie como
conjunto de “tableaux vivants” ensartados en un plano secuencia
a costa de la educación; inasimilable exabrupto onírico más allá
de todo anclaje referencial, en donde sexo y muerte campan sin
límites en un crepúsculo existencial indeterminado (El sueño de
la maestra, 2002). O lo que es lo mismo: el “tengo miedo” con
que acaba su último largometraje se guarece en “el sueño de la
maestra” metamorfoseado en pesadilla fallera.
Julio Pérez Perucha, “Vivre sa vie: trailer”, en Castro de Paz, José
Luis; Pérez Perucha, Julio (eds.): La atalaya en la tormenta: el cine
de Luis García Berlanga. Orense: Festival Internacional de Cine
Independiente de Ourense, 2005.
Sin lugar a dudas, como ha señalado gran parte de la crítica, El
verdugo es, ante todo, un duro alegato contra la pena de muerte,
lanzado, además, en un momento en el que el franquismo
acababa de ajusticiar al dirigente comunista Julián Grimau y a los
anarquistas Francisco Granados Mata y Joaquín Delgado Martínez.
De ahí los obstáculos que el régimen fue sembrando para evitar
que la película se exhibiera en la sección oficial de la Mostra
de Venecia, donde ganaría el premio de la Crítica Internacional,
y, después, la furibunda carta que el embajador Sánchez Bella
dirigió al ministro de Asuntos Exteriores criticando la película tras
su pase por el festival. En la retina del celoso funcionario no se
habrían disipado, a buen seguro, las demoledoras imágenes de
la mejor secuencia de la película. En ella, recreando el relato de
un abogado a propósito del ajusticiamiento de una envenenadora
de Valencia (idea germen del guion), el verdugo –José Luis (Nino
Manfredi)- y la víctima son conducidos a rastras por el patio de la
prisión para encontrarse con su destino. “El condenado no puede
esperar”.
Sin embargo, como adelantan tres significativos cambios de punto
de vista al comienzo del film, El verdugo es también el retrato
de tres pobres desgraciados -José Luis (empleado de pompas
fúnebres), Amadeo (el verdugo) y Carmen (la hija de éste)- y de
una sociedad tan carente de salidas como el protagonista. Esta
voluntad de poner en solfa la España de la época se advierte en
la aparición constante en las imágenes de las dos armas más
poderosas del régimen, la iglesia y el ejército, cristalizadas en la
profesión del personaje de Antonio, el hermano mayor de José
Luis, sastre eclesiástico-militar. Su presencia a veces es tan
sibilina que solo los viejos conocedores de la geografía madrileña
advertirán que Amadeo y José Luis se despiden por primera vez
delante del Hospital Militar de Carabanchel o que José Luis y
Carmen se casan en la iglesia del Cuartel General del Ejército en
una de las secuencias más hilarantes de la cinta.
Ni Berlanga, ni Azcona, ni Flaiano (colaborador en el guion), ni
Muñoz Suay (ayudante de dirección) se permiten dar puntada
sin hilo en un trabajo de orfebrería que busca la mayor precisión
con el mínimo de elementos, desde los diálogos (repletos de
escenas chispeantes y juegos de palabras) hasta la puesta en
escena (dominada por la profundidad de campo, la claridad
expositiva y los sutiles gags visuales) o el argumento, en donde
ecos y resonancias hacen avanzar la narración con la muerte y
los prejuicios de clase como motores. Un elenco de grandísimos
secundarios pone salsa y condimento a este retrato de una España
no tan lejana como quisiéramos, dominada por el egoísmo,
la falsedad, la mezquindad, la pobreza, el autoritarismo y la
misoginia.
Antonio Santamarina. “Solo hay una España”, Caimán Cuadernos de
Cine, nº 21, noviembre 2013.
[En los años sesenta], cineastas como Fernando Fernán-Gómez
o Luis García Berlanga prosiguen la corriente iniciada unos años
atrás, en un proceso que acentúa los rasgos esperpénticos y
grotescos de película en película, y dentro del cual habría que
situar tanto los films del primero (la demoledora disección de la
sociedad española en El mundo sigue en 1963; el excepcional
El extraño viaje al año siguiente, auténtico texto crisol en el
que la “furia esperpéntica” se cruza con ciertos elementos
sainetescos y otros provenientes del astracán, sin olvidar la
presencia de dispositivos genéricos de raigambre inequívocamente
hollywoodiense) como las obras maestras que ofrece desde
comienzos de la década el tándem Azcona/Berlanga (Plácido,
1961; El verdugo, 1963). Este último título, por ejemplo, nacido
de una imagen grotesca de gran fuerza a la que después se dotó
de argumento –verdugo y ajusticiado literalmente empujados
a desempeñar sus respectivos papeles en el ritual social de la
ejecución–, se alza como uno de los títulos más destacados de la
filmografía del realizador valenciano y del cine español, excelsa
muestra del humor negro, corrosivo y pesimista que caracteriza su
crispada y esperpéntica mirada. La historia de un hombre que se
ve obligado muy a su pesar a ejercer de verdugo, sucediendo en su
puesto a su suegro para no perder así el derecho a un pisito oficial,
va mucho más allá de un alegato feroz contra la pena de muerte,
articulando un discurso –que hunde sus raíces en la más pura
tradición española– acerca de la violencia con que la sociedad
limita la libertad del individuo y le obliga a actuar en función
de unos “valores” ya interiorizados como propios. La extrema
deformación con que tales cuestiones son planteadas, partiendo
de ásperos planos secuencia –entendidos como modelos reducidos
de la incómoda realidad que se muestra–, constituye uno de los
rasgos definitorios del estilo de Berlanga y alcanza en El verdugo
algunos de sus más acabados ejemplos. Se trata empero de una
impresión de realidad radicalmente opuesta a la postulada por el
cine clásico, consecuencia de un complejísimo trabajo de puesta
en escena que bastaría por sí solo para justificar el preeminente
lugar del film y de su autor en la historia del cine español.
José Luis Castro de Paz y Jaime Pena, en Cine español. Otro trayecto
histórico, Valencia: IVAC, 2005.
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