BÁSICOS FILMOTECA CENTRO DE DOCUMENTACIÓN C/ Doctor García Brustenga, 3 · Valencia Bibliografía y filmografía seleccionada, complementaria a esta sesión de Básicos Filmoteca. Puedes encontrar muchos más recursos relacionados en nuestro catálogo en línea. EN LA BIBLIOTECA EN LA VIDEOTECA LUIS GARCÍA BERLANGA LOS GÉNEROS EN EL EL CINE BÉLICO HOLLYWOOD CONTEMPORÁNEO EL CINE BÉLICO ivac_documentacion@gva.es http://opac.ivac-lafilmoteca.es CINE ESPAÑOL (1930 – 1980) EL VERDUGO Luis G. Berlanga. 1963 CAIMÁN CDC PRESENTA Sesión 3 / Jueves 21 de noviembre de 2013 Presentación y coloquio a cargo de Antonio Santamarina, crítico de la revista. videoteca_ivac@gva.es http://arxiu.ivac-lafilmoteca.es/IVAC/ ALEGRE, Luis. ¡Viva Berlanga! Madrid: Cátedra; Valencia: ALTARES, Guillermo. Esto es un infierno. Los personajes del cine Fundación Municipal del Cine, 2009. bélico. Madrid: Alianza tranquilos, Editorial, 1999. BISKIND, Peter. Moteros toros salvajes: la generación ÁLVAREZ, Joan. 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Coppola, 1979) Las bicicletas son para el verano (Jaime Chávarri, 1984) Platoon (Oliver Stone, 1986). La vida y nada más (Bertrand Tavernier, 1989). ¡Ay, Carmela! (Carlos Saura, 1990) Tierra y Libertad (Ken Loach, 1994). La delgada línea roja (Terrence Malick, 1998) Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998) Cartas desde Iwo Jima (Clint Eastwood, 2006) NAVARRO, Antonio José. «Robert Aldrich: el cine de un inmoralista», Dirigido por, nº 410 y 411, abril - mayo 2011. VENTURELLI, Renato. «Robert Aldrich», Nosferatu, nº 53-54, octubre 2006. ORGANIZA COLABORA CulturArts visita ivac.gva.es para visita ivac.gva.es para informarte sobre la programación informarte sobre la programación y los demás servicios y actividades y los demás servicios y actividades de La Filmoteca de CulturArts de La Filmoteca de CulturArts COLABORA COLABORA EL CINE DE BERLANGA Luis García-Berlanga Martí, director y guionista de familia republicana oriunda de Requena, y sobrino del confitero y autor de sainetes valencianos Luis Martí Alegre, una de cuyas obras fue la base de la primera película hablada valenciana (El faba de Ramonet, Juan Andreu, 1933), comienza a pintar en Valencia a su vuelta del frente soviético (se había enrolado en la División Azul para enjugar el pasado republicano de su padre), al tiempo que escribe crítica de cine en la prensa local y frecuenta tertulias poéticas en compañía de los futuros guionistas José Luis Colina y Vicente Coello y del futuro editor José Ángel Ezcurra. En 1947 ingresa en el IIEC y tras diplomarse en realización cinematográfica debuta, al alimón con J. A. Bardem, en la decisiva Esa pareja feliz (1951), en la que se ocupa de las posiciones de cámara mientras su compañero atiende la dirección de actores. En su primera película en solitario, la memorable Bienvenido, Mister Marshall (1952), ya son apreciables algunas de las más significativas características de su obra: una feliz confluencia de tradición y modernidad como vehículo para ofrecer un conjunto de reflexiones progresistas sobre el momento en que la película se produce. Al primer aspecto pertenecería la utilización de nuestra notable escuela de actores genéricos y el servirse de una tradición escénica apoyada en la zarzuela y el sainete; al segundo, la construcción de un microcosmos social diseñado desde criterios regeneracionistas, la vinculación de su trabajo a ciertos aspectos del neorrealismo italiano que postulaban la impertinencia de maquillar la realidad en función de necesidades narrativas, y una imprescindible materialización de las opiniones críticas frente a las circunstancias imperantes en términos fundamentalmente visuales. Si para esta película, y gracias a su deseo de enlazar tradición y modernidad, contó con el concurso del comediógrafo Miguel Mihura, en su siguiente título (Novio a la vista, 1954), y desarrollando similar estrategia, adoptó un viejo guión republicano de Edgar Neville. En sus dos siguientes obras (Calabuch, 1956; y Los jueves, milagro, 1957) siguió poniendo en pie elocuentes microcosmos sociales (franquistas) que eran vistos en su pintoresca mediocridad, pero en los que no dejaba de observar con simpatía compasiva a algunos de sus personajes. Sin embargo, los sucesivos tropiezos con la censura (que hasta logra desfigurar ese último título) cada vez más hostil hacia el universo berlanguiano, le llevan a permanecer casi cuatro años inactivo, y cuando retorne a la realización cinematográfica con la crucial Plácido (1961) algunas cosas habrán cambiado en la obra de Berlanga: habrá acumulado varios guiones desestimados por la censura; se habrá producido su encuentro con el novelista Rafael Azcona, que aportará a sus guiones tanto rigor constructivo como capacidad para individualizar, condensándolos, ciertos factores estructurantes de nuestra psicología colectiva; y habrá visto fracasar la tentativa, organizada por un grupo de amigos, de realizar en 1959 un serial televisivo previsto en 36 episodios (Los pícaros) cuyo episodio piloto, realizado por Juan Estelrich bajo la supervisión de Berlanga (Se vende un tranvía), se le atragantó a los entonces responsables de nuestra TVE. Así pues, en este devastador tríptico, cima de nuestra historia cinematográfica, que componen Plácido, La muerte y el leñador (cm., episodio de Las cuatro verdades, 1962) y El verdugo (1963), y pese a los estrepitosos problemas de censura que padecen estos dos últimos títulos, dibuja unos apasionantes y complejos frescos tanto sobre la base social del franquismo como sobre las clases populares que deben padecer su acción cotidiana, sectores que son vistos debatiéndose entre la miseria, la mezquindad y la frustración, cuyos avatares descubren con sorprendente precisión los elementos definidores de la situación histórica en que sus protagonistas se ven indefensamente inmersos, y cuyos personajes siguen siendo EL VERDUGO La España que no cesa. Parafraseando a Miguel Hernández nos asomamos de puntillas a las imágenes de El verdugo y a su retrato de la España de ayer, de hoy y de siempre. Visionada en la actualidad, con los ojos cada vez más enrojecidos por la crisis, comprobamos no sin sorpresa que los cambios producidos en el país desde el estreno de la película, allá por 1963, parecen mucho más superficiales que de fondo. Veamos varios ejemplos. Ya no es tan deshonroso ser madre soltera, pero seguimos buscando informes a medida para no dispensar la píldora del día después; se ha abolido la pena de muerte, pero se pretende que la pena máxima sea revisable ad infinitum y el código penal se reforma todos los años; no se accede a la condición de funcionario por recomendación, pero sí a la de asesor y, en algún caso, incluso a la de funcionario; el proletariado ya no es el único que emigra a Alemania, ahora lo hacen también los doctores y licenciados; la vivienda es tan difícil de conseguir ayer como hoy y es mentira que haya dos Españas, solo hay una. Ésta. La misma que Berlanga puso en la picota en títulos como Plácido, Los jueves, milagro, ¡Vivan los novios!, Todos a la cárcel y, en especial, la aquí comentada. mirados por Berlanga con cordial solidaridad pero sin el más mínimo asomo de complicidad, aspecto éste que le distancia de sus obras de los años cincuenta. Ni que decir tiene que El verdugo se alzó hasta el mismo límite que la censura podía permitir, por lo que tras reiteradas prohibiciones de nuevos proyectos, Berlanga se guarece en una de sus preocupaciones centrales nunca traída a primer término en sus películas por razones de pudor: las conflictivas e inestables relaciones hombre-mujer. Si en La boutique (1967), rodada tras no pocos avatares administrativos en Argentina, esa problemática adolece de cierta imprecisión teñida por una moderada misoginia, en Tamaño natural (1973), rodada en Francia y no exhibida entre nosotros hasta la restauración democrática, Berlanga nos propone una desolada reflexión metafórica sobre los límites del deseo masculino y la indiferente mirada femenina, superviviente a cualquier eventualidad, hacia ese universo. Tras este film, Berlanga, que había conseguido ocasionalmente reformular, en términos de un desarrollismo que anunciaba el posfranquismo, el universo presente en la trilogía de comienzos de la década anterior a través de un título de tan notable espesor como Vivan los novios (1969), no parecía tener otro camino que desarrollar fílmicamente sus reflexiones sobre la pareja y el sexo rozando el discurso pornográfico (tema en el que, por otra parte, es un reconocido experto), camino que acabó desestimando cuando se disponía a realizar una adaptación de Histoire d’O. Pese a ello el desarrollo del período histórico conocido como Transición Democrática le permitió retomar, finalmente, esa otra cara de la moneda necesariamente aparcada durante el anterior período: el análisis de la cúpula dominante del franquismo; aquella que inducía los comportamientos que Berlanga había analizado en sus anteriores films. Con una madura riqueza estilística y una gozosa y desinhibida actitud burlona, La escopeta nacional (1977) supuso la provisional clausura de su trabajo como etólogo social sobre un amplio período de nuestra historia, por mucho que imperativos industriales impulsaran dos títulos más de interés progresivamente descendente sobre ese universo: Patrimonio nacional (1980) y Nacional III (1982). Tras ello, los tiempos son otros: ante la consolidación democrática bajo sucesivos gobiernos del PSOE, lo que necesitaba la reflexión berlanguiana, si todavía quería tenerse por tal en tanto organismo vivo, era iniciar la caracterización del tejido social urdido desde el poder socialista, y evaluar si éste había modificado lo adjetivo manteniendo lo sustantivo. Mientras intentaba consumar tal propósito con un Azcona esquivo al mismo, Berlanga se entretuvo retomando un viejo proyecto largamente prohibido por la censura franquista en el que ofreció una divertida visión republicana de nuestra Guerra Civil (La vaquilla, 1985), y proponiendo un apacible divertimento en torno a unos turroneros alicantinos (Moros y cristianos, 1987). Finalmente, y sin Azcona, aborda en ¡Todos a la cárcel! (1993) una inconfortable panorámica del poder socialista, enriqueciendo su sistema de trabajo con recursos tomados del espectáculo arrevistado y la escatología fallera, que pese a su perspicacia y a sus divertidas proposiciones, adolece de no poca dispersión. Tras rodar una estimulante biografía sobre la figura de su paisano Vicente Blasco Ibáñez, en la que se atiende a las dificultades ambientales e históricas que condicionaron su actividad (lo que la sitúa inesperadamente en las antípodas de la socorrida convención biográfica) asiste a lo que parece ser la definitiva retirada de Berlanga: París-Tombuctú, obra testamentaria no tanto por retomar y reelaborar, en una deslumbrante puesta al día, temas, personajes y modos de hacer berlanguianos, sino por constituirse en última voluntad de una mirada que sólo encuentra un universo de restos sociales inarticulados sobre los que posarse. Consecuencia tanto de los efectos del prolongado período franquista, como de su cierre en falso a lo largo de casi dos décadas, la desalentada fauna de París-Tombuctú sólo puede evolucionar al borde de un abismo negro y sin perspectiva, apoteosis de toda miseria moral, desesperada conclusión de cincuenta años de vida española, según la incendiaria y radical mirada final de un Berlanga en la que la impugnación o la ternura ya sólo dejan paso a un descarnado espanto. Con su inevitable corolario: un breve, pero virulento y esquinado, jugueteo sádico muy propiamente puesto en pie como conjunto de “tableaux vivants” ensartados en un plano secuencia a costa de la educación; inasimilable exabrupto onírico más allá de todo anclaje referencial, en donde sexo y muerte campan sin límites en un crepúsculo existencial indeterminado (El sueño de la maestra, 2002). O lo que es lo mismo: el “tengo miedo” con que acaba su último largometraje se guarece en “el sueño de la maestra” metamorfoseado en pesadilla fallera. Julio Pérez Perucha, “Vivre sa vie: trailer”, en Castro de Paz, José Luis; Pérez Perucha, Julio (eds.): La atalaya en la tormenta: el cine de Luis García Berlanga. Orense: Festival Internacional de Cine Independiente de Ourense, 2005. Sin lugar a dudas, como ha señalado gran parte de la crítica, El verdugo es, ante todo, un duro alegato contra la pena de muerte, lanzado, además, en un momento en el que el franquismo acababa de ajusticiar al dirigente comunista Julián Grimau y a los anarquistas Francisco Granados Mata y Joaquín Delgado Martínez. De ahí los obstáculos que el régimen fue sembrando para evitar que la película se exhibiera en la sección oficial de la Mostra de Venecia, donde ganaría el premio de la Crítica Internacional, y, después, la furibunda carta que el embajador Sánchez Bella dirigió al ministro de Asuntos Exteriores criticando la película tras su pase por el festival. En la retina del celoso funcionario no se habrían disipado, a buen seguro, las demoledoras imágenes de la mejor secuencia de la película. En ella, recreando el relato de un abogado a propósito del ajusticiamiento de una envenenadora de Valencia (idea germen del guion), el verdugo –José Luis (Nino Manfredi)- y la víctima son conducidos a rastras por el patio de la prisión para encontrarse con su destino. “El condenado no puede esperar”. Sin embargo, como adelantan tres significativos cambios de punto de vista al comienzo del film, El verdugo es también el retrato de tres pobres desgraciados -José Luis (empleado de pompas fúnebres), Amadeo (el verdugo) y Carmen (la hija de éste)- y de una sociedad tan carente de salidas como el protagonista. Esta voluntad de poner en solfa la España de la época se advierte en la aparición constante en las imágenes de las dos armas más poderosas del régimen, la iglesia y el ejército, cristalizadas en la profesión del personaje de Antonio, el hermano mayor de José Luis, sastre eclesiástico-militar. Su presencia a veces es tan sibilina que solo los viejos conocedores de la geografía madrileña advertirán que Amadeo y José Luis se despiden por primera vez delante del Hospital Militar de Carabanchel o que José Luis y Carmen se casan en la iglesia del Cuartel General del Ejército en una de las secuencias más hilarantes de la cinta. Ni Berlanga, ni Azcona, ni Flaiano (colaborador en el guion), ni Muñoz Suay (ayudante de dirección) se permiten dar puntada sin hilo en un trabajo de orfebrería que busca la mayor precisión con el mínimo de elementos, desde los diálogos (repletos de escenas chispeantes y juegos de palabras) hasta la puesta en escena (dominada por la profundidad de campo, la claridad expositiva y los sutiles gags visuales) o el argumento, en donde ecos y resonancias hacen avanzar la narración con la muerte y los prejuicios de clase como motores. Un elenco de grandísimos secundarios pone salsa y condimento a este retrato de una España no tan lejana como quisiéramos, dominada por el egoísmo, la falsedad, la mezquindad, la pobreza, el autoritarismo y la misoginia. Antonio Santamarina. “Solo hay una España”, Caimán Cuadernos de Cine, nº 21, noviembre 2013. [En los años sesenta], cineastas como Fernando Fernán-Gómez o Luis García Berlanga prosiguen la corriente iniciada unos años atrás, en un proceso que acentúa los rasgos esperpénticos y grotescos de película en película, y dentro del cual habría que situar tanto los films del primero (la demoledora disección de la sociedad española en El mundo sigue en 1963; el excepcional El extraño viaje al año siguiente, auténtico texto crisol en el que la “furia esperpéntica” se cruza con ciertos elementos sainetescos y otros provenientes del astracán, sin olvidar la presencia de dispositivos genéricos de raigambre inequívocamente hollywoodiense) como las obras maestras que ofrece desde comienzos de la década el tándem Azcona/Berlanga (Plácido, 1961; El verdugo, 1963). Este último título, por ejemplo, nacido de una imagen grotesca de gran fuerza a la que después se dotó de argumento –verdugo y ajusticiado literalmente empujados a desempeñar sus respectivos papeles en el ritual social de la ejecución–, se alza como uno de los títulos más destacados de la filmografía del realizador valenciano y del cine español, excelsa muestra del humor negro, corrosivo y pesimista que caracteriza su crispada y esperpéntica mirada. La historia de un hombre que se ve obligado muy a su pesar a ejercer de verdugo, sucediendo en su puesto a su suegro para no perder así el derecho a un pisito oficial, va mucho más allá de un alegato feroz contra la pena de muerte, articulando un discurso –que hunde sus raíces en la más pura tradición española– acerca de la violencia con que la sociedad limita la libertad del individuo y le obliga a actuar en función de unos “valores” ya interiorizados como propios. La extrema deformación con que tales cuestiones son planteadas, partiendo de ásperos planos secuencia –entendidos como modelos reducidos de la incómoda realidad que se muestra–, constituye uno de los rasgos definitorios del estilo de Berlanga y alcanza en El verdugo algunos de sus más acabados ejemplos. Se trata empero de una impresión de realidad radicalmente opuesta a la postulada por el cine clásico, consecuencia de un complejísimo trabajo de puesta en escena que bastaría por sí solo para justificar el preeminente lugar del film y de su autor en la historia del cine español. José Luis Castro de Paz y Jaime Pena, en Cine español. Otro trayecto histórico, Valencia: IVAC, 2005.