Adolfo Pérez Zelaschi Las señales De Cuentos policiales argentinos, Alfaguara, Buenos Aires, 1997. Estaba por fin ahí, como el rostro de un destino previsto, que ahora se revelaba del todo: un hombre como de piedra —el sombrero sobre los ojos, oculta, pero palpable, la pesada pistola—, inmóvil, pero atentísimo a las próximas señales del estrago. Ese hombre sentado ahí significaba que todos los plazos se habían cumplido ya; que él, Manolo, pronto se convertiría en el cadáver de Manuel Cerdeiro, llorado por su mujer, recordado por algún tiempo por alguno de sus paisanos y por sus parroquianos solamente durante el tiempo necesario para que otro —desde luego gallego, recio, petiso, velloso y cejudo como él— lo sustituyera en el mostrador del bar "La Nueva Armonía", al cual quizás le cambiaría el nombre. Ahora, frente a esta muerte enchambergada, Cerdeiro comprendía con claridad por qué los vecinos lo miraban conmiserados y por qué las palabras que le decían tenían un constante dejo de lástima: —¿Qué tal, don Manolo?—la conversación solía comenzar así. —Trabajando, ya lo ve —respondía él, sin ganas de seguir. —Ésa es la vida del pobre. Y... ¿más sereno ya? —Sí..., pero hablemos de otra cosa. Eso prefiero olvidarlo. Ellos, empero, nunca querían hablar de otra cosa, sino de aquella por la cual el barrio —Flores al sur, calle Mariano Acosta al mil y tantos, desteñido y chato— fue transportado súbitamente, tres meses atrás, a los titulares de los diarios amarillos. Primero venían los consejos: —Le convendría cambiar de barrio... —Es difícil vender el bar. Se gana poco; se trabaja mucho. Y volvían al tema obsesionante: —Nunca se sabe... Con esa gente no se puede jugar. ¿Y la policía que no lo protege a uno? El agente ya no está más, ¿vio? —Ya ve usted que no. Hasta luego... Lo pasado, pisado. Se iba, huía, escapaba, pero sabía que todos lo miraban con piedad, como si estuviera enfermo de algo incurable y fatal. Había otros diálogos, sin embargo, aunque en el fondo eran lo mismo: —¡Lo felicito, hombre! ¡Qué coraje tuvo! —Me defendí, nada más. Eso lo hace cualquiera. —¡Cualquiera, no! —Pero no quiero hablar... Lo pasado, pisado. —Para usted. Pero ellos eran tres. Cayó uno y quedaron dos. —No quise matarlo. Me defendí, nada más. —Pero para un valiente como usted lo mismo es uno que diez. ¡Que vayan saliendo!, ¿eh? ¡Qué coraje! Enfrentar a los tres Riquelme y bajarse a uno... —Usted perdonará... Debo atender a los clientes. No me gusta recordar... Era, sin embargo, un recuerdo capaz de llenar una vida. Y, sobre todo, la del oscuro Manuel Cerdeiro, atado día a día y durante años a una noria de jornadas iguales detrás del mostrador de "La Nueva Armonía". Abrir el bar, atender a los corredores y limpiar, durante la mañana; a los parroquianos a partir de las once, hora en que caían los primeros, y hasta la madrugada, cuando se iban los últimos, turnándose con la patrona, salvo los lunes, día en que la jornada empezaba a las seis de la tarde. Estos lunes preparaban con nabiza, pingüe unto sin sal, papas y porotos un caldo gallego, blanquecino, generoso y tan espeso que en él las cucharas quedaban clavadas de punta, y del cual bebían —o comían— dos soperas, empanadas de pescado fuerte o callos, regado todo con un vino tinto áspero y común. Era su fiesta, la única pausa en el trabajo, el olvido del mundo, el presentimiento del porvenir ahito, satisfecho, sin necesidad, sin miedo, al cual llegaría cuando lograra redondear una fortunita. Luego, después de una siesta formidable y profunda, reabría el bar, y mientras llegaban los clientes hacía las cuentas y preparaba el dinero de la semana para depositarlo en el banco el martes. Aquel día que no quería recordar, concluidas las sumas y las restas, liado el dinero y encerrado en un cajón del mostrador, estaba limpiando unos vasos cuando, a un ruido de pasos, levantó la cabeza y se encontró frente a aquellos dos hombres. —¿Qué desean los señores? —Pasá la guita y no grités, gallego. Y ya no vio más que la boca de la pistola con que el más bajo lo encañonaba. Manuel Cerdeiro no era, tal vez, un cobarde. Por eso demoró algunos segundos en obedecer, mientras sentía que un sudor rápido le pegaba la ropa a la piel. Pensó en el dinero que guardaba y en cómo levantaría, sin él, un pagaré que... —Apuráte, tagai, o te quemo —dijo el de la pistola, y el más alto, sin mover el cuerpo, le cruzó la cara con el canto de la mano. Fue un golpe cruel, duro e injusto. Llorando —recordaba que lloró, pero no sabía si de rabia o de miedo, o de las dos cosas juntas— Manolo abrió el cajón. Allí estaba la plata, un fajo de sólo veintitrés mil pesos —"el pagaré es de dieciséis", pensó— y también saltándole a los ojos como la cabeza de una víbora, como la punta de un látigo, como una fría lengua de acero, aquel Colt 38, caño corto, que le vendieron junto con el bar, diez años atrás, y que jamás había usado. Hasta allí, los hechos memorables. Luego todo se confundía turbulentamente, los movimientos se superponían, atropellándose entre sí en un lapso que debía ser de segundos y durante el cual, llevado por el dolor de aquel golpe inmerecido, por un rencor instantáneo y feroz, por el pagaré, por el pánico, por todo eso junto, se halló a sí mismo de pronto disparando su revólver; sobre los dos hombres, dos veces, tres, cuatro, vaciando el tambor del arma sobre ellos, encogiéndose luego detrás del mostrador porque también le tiraban mientras retrocedían lentos.y precisos hacia la puerta con sus cuarenta y cinco de inacabables recámaras, viendo, sin ver, ciego, cómo algunas botellas caían deshechas —"no las pagué aún, malditos sean”—, regándolo con anís y coñac. Hubo un confuso ruido de mesas derribadas, de patadas en el suelo, mientras él, enajenado por aquel rapto de matar y morir que le quemaba el alma, gatillaba inútilmente su revólver ya sin balas, apuntándolo hacia cualquier cosa. El mostrador subió como un telón invertido, de abajo hacia arriba, borrándole todo, mientras él caía derribado por un plomo, sin tomar conciencia de que caía, ni por qué. Sin advertir, por tanto, que estaba herido se vio pronto con la boca contra el suelo, que tenía un seco olor a polvo no barrido, que no podía levantarse, que la sangre le corría por la camisa, aunque no sabía desde dónde. Un dolor agudo le barrenó el hombro y volvió a caer, ya sin sentido, pero sabiendo por primera vez qué es lo que hacía, qué era desmayarse. Ese mismo dolor lo volvió en sí. El bar estaba lleno de sombras, de agitación y de ruidos. Un hombre recio.y colorado se inclinaba sobre él. Luego se irguió. —La bala le lastimó el hombro. No es grave, pero llévenlo con cuidado. Dos camilleros lo levantaron en vilo y lo sacaron del bar, acostado, semidesnudo, desvalido e infantil. Sintió una súbita vergüenza al pasar casi en cueros entre las dos apretadas hileras de vecinos, de los curiosos, de todo el barrio aborregado en la puerta de "La Nueva Armonía" al conjuro del batifondo, y volvió a desmayarse cuando lo metieron en la ambulancia. Sólo después, y muy lentamente, mientras salía despacio del asombro como de una red que lo fuera soltando de a poco, reconstruyó el episodio, a la vez trivial y trágico, oscuro y heroico. Ese día, aprovechando una hora vacía, dos asaltantes habían intentado robarlo. Un modesto golpe de mano, en un bar cualquiera atendido por un hombre solo, desprevenido, desarmado y presumiblemente cobarde. Poco dinero, es cierto, aunque también proporcional al escaso riesgo. Pero, contra toda previsibilidad, la víctima se rebeló (por avaricia, por aturdimiento, por estupidez, dijeron todos; nadie por cívico heroísmo) y mató a uno de los atracadores, mientras el otro huía. Como se ve, nada más que un episodio cualquiera de la crónica policial. Nada más... si el muerto no hubiera sido el Lungo Riquelme. Pero lo era, y por eso la gente empezó a mirar a Manuel Cerdeiro como si fuera ya un cadáver, con tan lastimosa piedad que a veces él mismo se olisqueaba para ver si ya olía, aunque sólo fuera un poco, a la muerte que le asignaban. —Lástima que fue Riquelme — decían. El sonreía, crispado: —Fatalidad. Pero no quiero hablar, no quiero hablar... Eso es lo que había dicho, aún en el hospital, a los reporteros, y entre relumbres de flashes. —¿Sabía usted que era el Lungo Riquelme? —No..., no lo sabía... No lo conocía... —De haberlo sabido, ¿hubiera resistido? —No sé. Todavía no sé bien quién es ese señor Riquelme... No lo sabía, pero lo aprendió en seguida: el Lungo Riquelme era el mayor y el jefe de tres hermanos, duros profesionales del delito, asesinos todos, que desde hacía dos años se tiroteaban, con increíble fortuna, con la policía de cuatro provincias argentinas y la del Uruguay. Asaltar era su oficio; matar, un azar aceptable para ellos; morir, un riesgo conexo. Bancos, pagadores, joyeros, casas de cambio habían sido saqueadas una tras otra, a veces en pleno centro, y cuatro hombres habían caído bajo sus pistolas del infierno. Porque los Riquelme disparaban en seguida, sin más, alevosamente, cuando alguien resistía o parecía dispuesto a hacerlo. Así mataron a un oficial de policía llamado Bazán y entonces se trabó uno de esos duelos cerrados, porfiados, sin piedad, incluso con víctimas por lujo, que se dan entre uno o más delincuentes y la policía cuando ésta ve caer a uno de sus filas. Entonces se tira de cualquier manera, en cualquier lado, sin aviso, sobre el culpable, sobre el acompañante, el encubridor, el sospechoso, que son todos uno y lo mismo para los perseguidores, como éstos lo son para los otros. Y del otro lado se mata para ganar seguridad, aunque ésta sólo dure unas horas, como quien da vuelta a una llave, o como un pagaré librado contra la propia existencia, porque el delincuente sabe que su muerte es inevitable, a menos que huya del país. Así, a las órdenes del subcomisario Gregorio Bazán, hermano del oficial muerto, se peleaba contra los hermanos Riquelme, que no se entregarían jamás. Hechos a esta fatalidad, los Riquelme resultaban para el gallego Cerdeiro otra fatalidad sin escape. Los cronistas hablaron de esto: "Conociéndose la solidaridad que se practica en el hampa, y más en el caso de los hermanos Riquelme, corre grave peligro la vida del señor Manuel Cerdeiro"; o: "Es indudable que los dos hermanos Riquelme tratarán de vengar a Juan, alias el Lungo, que era el mayor, y ello incluso para mantener su ascendiente sobre sus secuaces". La revista Hechos en Rojo publicó una serie de notas que tituló: "El juramento de los Riquelme", según el cual los dos sobrevivientes, Ernesto y Pedro, habían jurado en rueda de taitas y sobre el filo de un cuchillo que perteneció a Di Giovanni dar muerte al pobre gallego después de brindarle un largo paseo de agonía, de ésos que se ven en las películas. O lo asesinarían desde un automóvil en marcha, lo balearían de atrás, lo apuñalarían dormido, o al abrir una puerta volarían, él y la puerta, al soplo de la gelinita...; cualquier cosa podía suceder en cualquier momento. Lo mejor que podía esperarse sería un fin sin horror, seguro, rápido y técnico, de antemano aceptado por todos. La tirada de Hechos en Rojo subió de treinta mil ejemplares a doscientos veintitrés mil, número igual al de las silenciosas puteadas que les envió Cerdeiro. Por eso, cuando Manolo volvió del hospital, hubo, de noche y de día y durante dos meses, un agente uniformado en la esquina de "La Nueva Armonía". Desde su lugar detrás de la caja, el gallego llegó a considerarlo un elemento definitivo del paisaje urbano que él veía a través de la puerta y la vidriera del bar, tan permanente como la casa de enfrente y sus balcones de hierro forjado, la mercería del armenio Bakirgian, en la esquina opuesta y transversal, el foco suspendido sobre los adoquines color plomo o la vereda de piedras desniveladas de su negocio. Un día el agente desapareció. Sí: ya no hubo nadie en la esquina, y Cerdeiro adivinó que tampoco volvería más. Todas las cosas parecieron dar una voltereta, balancearse, ceder, mientras violines y campanitas sonaban en sus oídos. El armenio Bakirgian estaba en la puerta de su tienda y cruzó rápidamente la calle. Ni siquiera saludó, sofocado de ansiedad. —¡Le sacaron el agente, don Manolo! —Sí..., no sé. Volverá después... Ardían de furia los negros ojos del armenio. —No. Lo averigüé yo mismo en la comisaría. Han levantado la consigna. ¡Para eso paga uno los impuestos! ¡Para que cualquiera lo robe o asesine! Cerdeiro fue a la seccional. —¿Qué desea, señor? —El comisario, por favor. El oficial de guardia lo miró con cierta severidad. —Está muy ocupado. No podrá atenderlo. —Soy... Cerdeiro... Manuel Cerdeiro, del bar "La Nueva Armonía", aquí, en la calle Mariano Acosta al mil y tantos... —¡Ah! ¿Es por la vigilancia? Ya vino antes un turco entrometido... Bueno. Se levantó. —Pero... —Orden de arriba. No hay nada que hacer. Tenemos mucho trabajo y no podemos distraer tres turnos para cuidarlo a usted. Por otra parte, ya pasó bastante tiempo de aquello. Debe cuidarse solo. Buena suerte... Manuel Cerdeiro volvió como en sueños a su bar ("Ahoramevanamatar"); tuvo que remirar las botellas, las percudidas mesas, pasar los dedos por el mostrador (ahoramevanamatar), abrir y cerrar los cajones para recordar el lugar de cada cosa (ahoramevanamatar) y aun así no pudo concentrarse en su trabajo (lavar los vasos, apilar las cajas vacías, barrer y regar el piso, con esa furia gallega y obstinada de siempre que le había permitido hasta ahí ahorrarse y ahorrar el sueldo de un peón y de un mozo, haciendo las tareas de los dos) porque en realidad estaba ya viviendo para la muerte. Y así, como en un sueño, siguió hasta que los días le fueron desarrollando un curioso doble juego de sentidos: uno, el de los ojos, oídos, tacto, atado a la rutina diaria; el otro, también oídos, tacto, atento a las señales de la calle, del barrio, de la ciudad entera, en alguno de cuyos cubículos estaban los Riquelme, vengadores y juramentados. Fue este segundo sistema sensorial el que le anunció el fin del plazo. Eran las once de la noche del lunes, helada y lluviosa. Los últimos clientes —tres billaristas de riñones infatigables— se habían ido y él pensaba cerrar en seguida, porque nadie vendría ya, e irse a su casa, a unas cuadras de allí, tránsito de Calvario que hacía dos veces al día con todo su ser puesto en percibir alguna señal de peligro. Entró en la trastienda, que era un patinillo entoldado, tapiado por cajones vacíos de Coca-Cola y de cerveza, y empezó a apartar los de marca "Palermo" cuyo camión vendría mañana a retirarlos, cuando vibró la primera señal. Sí: no fue el ruido de la puerta al ser abierta, ni el de los pocos pasos que lo siguieron lo que lo hicieron estremecer, sino la campanita que resonó en su segundo juego de sentidos, lo que automáticamente le hizo repetir la frase: —Ahora me van a matar. Allí estaban ellos. Midió agónicamente sus posibilidades de escapar: ninguna. Tres altísimas paredes verticales y ciegas cerraban el patiecito. Nadie oiría ni el más desesperado grito mientras el viento zumbara allá arriba, tan perdido Manuel Cerdeiro en la ciudad como si estuviera en un abismo entre montañas desnudas y remotas. Sólo cabía regresar al bar (ahoramevanamatar) y eso hizo. De no estar tan aterrado por las circunstancias, por los ineludibles aquí y ahora, hubiese podido comprobar que su espanto había desaparecido y que eso le permitía realizar un balance casi desapasionado de los hechos que le concernían. Vio, en efecto, que el recién llegado —era uno solo— se había sentado ya a una mesita; que no podría huir sin pasar a un metro de él; que ni siquiera alcanzaría a intentar un desesperado y tal vez mortal salto a través de la vidriera, porque él mismo había bajado, encerrándose, la cortina metálica; que el desconocido no tenía apuro; que estaba sentado de tal manera —el antebrazo derecho apoyado sobre la mesa y paralelo al pecho— que su mano empuñaría en un décimo de segundo la pistola; que una de éstas le abultaba el saco bajo el brazo izquierdo y que otra tiraba pesadamente hacia abajo el bolsillo derecho; que estaba atento a los signos que debían venir de la noche de afuera, en la cual dormían los inocentes y velaban los asesinos; que se había colocado en un lugar que no se veía desde afuera, sin duda para escapar a la mirada de algún vigilante de ronda. Manuel Cerdeiro no sabía si pensaba en algo cuando se acercó al tipo para preguntarle qué quería tomar, si lo hacía por rutina, por servil ansia de ganar un minuto, un minuto más de vida, por aturdimiento, por otra razón... La mano del hombre se hundió bajo el saco y quedó allí, sin duda con los dedos enroscados en el gatillo y la culata. —Algo livianito, maestro —le dijo, mirándolo y Manuel Cerdeiro volvió a sentirse ya muerto, porque aquellos fijos ojos de víbora brillaban con inequívoca burla. —¿Un guindadito, entonces? —Sí, un guindadito, maestro. Mientras vertía el licor —sus manos temblaban y lo derramaron un poco— pensó en los paseos de la muerte que había leído en Hechos en Rojo; en los lentos suplicios con que el hampa suele, según las historietas, pagar la traición, o el descuido y así de nuevo como en sueños, volvió con el guindado hasta la mesita —la mano del hombre, que había salido, retornó a su nido terrible— y regresó tambaleándose al mostrador. Allí se quedó, sentado en la silleta que usaba para ponerse a hacer las cuentas, con la caja registradora como pobrísimo parapeto, mirando a aquel hombre que, a su vez, también lo hacía, aunque con el oído tendido simultáneamente hacia las señales de la noche. Todo había pasado en cuatro minutos. Luego el tiempo —inmóviles los dos, él y el otro, él y él, él y la muerte— sólo le fue perceptible en su más claro símbolo: en aquella aguja del reloj eléctrico que estaba colgado en la pared y que remontaba silenciosamente la esfera y volvía bajar, una vez, otra vez. Sin señal previa, a las once y cuarenta y tres se abrió la puerta. El viento arrojó dentro del bar una ráfaga de lluvia y luego a un tipo indescifrable, mojado, aterido, haraposo y con barba de semanas, desmelenado, sucio y tan borracho que ya se desplomaba. De una corrida tembleque, adelantando las manos como para asirse de cualquier cosa que le impidiera caerse, llegó al mostrador y allí bisbisó algo. —No tengo —contestó Cerdeiro, sin oír y sólo coligiendo. El borracho volvió a borronear sílabas: —Sssmmm... ino... —No hay vino. Es hora de cerrar. Váyase. Apestaba el mísero a alcohol, humo, sudor y mugre vieja. Una súbita esperanza atravesó el corazón de Manuel Cerdeiro como una flecha: lo acompañaría..., lo acompañaría hasta la puerta y él adelante, y el otro atrás, usándolo como viviente y rotoso escudo..., tal vez... —A ver, amigo, lárguese... El hombre del chambergo le había adivinado la intención (todo el recinto estaba lleno de mensajes tácitos, pero claros) y allí estaba, alto, tranquilo, fuerte, del otro lado del mostrador y ahora junto al borracho. Le calzó el brazo con el suyo, le torció la mano izquierda con su puño brutal e inmenso, y cuando el pobre diablo empezó a lamentarse, lo llevó en peso y lo empujó con destreza y violencia a la vez que abría la puerta, lanzándolo a diez pasos, pero de pie, de manera tal que con el impulso recibido el borracho se hundió en la sombra y desapareció, llevándose la esperanza que, según acababa de comprobarlo Manuel Cerdeiro, también podía manifestarse en un piojoso. Y todo —el viento, la lluvia, el hombre, Cerdeiro, la espera de las señales verdaderas— volvió exactamente a su sitio, menos el reloj, que ahora marcaba las once y cuarenta y ocho. De nuevo quedaron solos el bolichero y el asesino, el gallego y su destino, separados por ese corto trecho, de nuevo Manuel Cerdeiro detrás de la caja, de nuevo el otro en su mesa, apenas a diez pasos de distan- cia, de nuevo la mano próxima a la pistola, de nuevo los dos escuchando los rumores de la ciudad, descartando los ruidos conocidos, el rodar del trolebús 302, de cuando en cuando el ronroneo del ómnibus 170, el asmático paso —ras, ras, ras— del colectivo 204, algún rápido y fugaz deslizarse de neumáticos sobre el pavimento mojado, el continuo, continuo, continuo caer, rodar, gargarizar del agua de las cunetas en la boca de tormenta que bebía lluvia frente al bar, de nuevo Cerdeiro pensando en todas las puertas cerradas para él; cada cosa girando cada vez más en el vacío (ahoramevanamatar), cada vez más remotas a medida que se aproximaba la señal de la sentencia desde algún punto desconocido de la ciudad dormida, insensible al tácito gemir, al mudo impetrar de aquel pobre gallego que sudaba como un Cristo en las últimas estaciones del Calvario. A las doce y doce la noche dio la segunda señal. Oyeron —los dos, porque la mano del asesino ganó de nuevo su leonera como una fiera y enlazó otra vez la pistola— los pasos en la calle, rápidos, cortitos, irregulares por el esquive de los charcos de la vereda. En seguida se abrió la puerta, avanzaron otra vez el viento y la lluvia, entró después un paraguas inmenso y brillante y detrás de él la menuda figurita de Adelqui Martinelli, un vecino. —Hola, don Manolo... Llueve, ¿no es cierto? Manuel Cerdeiro sonrió dolorosamente y no dijo nada. El hombrecito, chiquitín, panzón, tocado con un tirolés negro que lucía una ridícula plumita verde, plegó el gran paraguas y fue derecho al mostrador con pasitos de infante. —¿No cerró todavía? —preguntó—. ¿Por qué? A esta hora, y con este día... El mucho trabajar es perjudicial para la salud. Adelqui Martinelli era el hombre de las preguntas ahorrables y de las reflexiones obvias. —Es tarde... Las doce y cuarto. Controló su reloj pulsera con el eléctrico. —Ése marca las doce y doce. ¿Anda bien? —Sí, sí... —Vengo de la casa de mi hija mayor. Todos los jueves ceno allá. ¿Usted no lo sabía? Y los martes en lo de mi hija menor. Cuando pasé, pensé: me vendrá bien una ginebrita para combatir el frío y asentar la comida. ¿No le parece? —¿Quiere una ginebra? —Marca Bisutti. —¿Doble? Adelqui Martinelli vaciló largamente. Después dijo resueltamente: —Doble. Si me emborracha, no importa, pues me voy a dormir. Manuel Cerdeiro se volvió hacia el estante de las bebidas. Antes de servir vio sobre éste el lápiz y el papel que usaba para las cuentas. Entonces, siempre de espaldas al hombre de la mesita, fue haciendo mañosamente dos cosas: con la mano izquierda bajó la ginebra, con la derecha asió el lápiz; nuevamente con la mano izquierda depositó un vasito en el estante inferior y con la derecha escribió, mientras servía despacio: "Llamelapolicía... urg...” Luego dejó rebosar el vasito hasta que la ginebra humedeció su base, lo apretó contra el papel, hasta que éste se mojó a su vez y quedó adherido al vidrio, finalmente deslizó las dos cosas, el vasito y el papel sirviéndole de bandeja, sobre el cinc del mostrador hasta ponerlo bajo la mirada del hombrecito. Adelqui leyó. Luego interrogó con los ojos a Cerdeiro, desmesuradamente, y empezó a abrir la boca. Fue un diálogo por signos desesperados: Adelqui advirtió el sudor que relucía en la estrecha frente del gallego, sus párpados semicerrados, percibió el ruego mudo, íntimo, acuciante y comprendió (Adelqui era del barrio y conocía la historia de los Riquelme). Sus ojos asustados giraron hacia atrás cuanto pudieron, sin mover la cabeza señalaron al asesino... Cerdeiro asintió levísimamente. —¿Ri... Riquelme? —preguntó Martinelli con un siseo inaudible y Cerdeiro volvió a asentir con los ojos, rogándole con los ojos, que ahorrara preguntas idiotas. Entonces el diálogo por signos se invirtió, y el gallego vio cómo se perlaba la frente del otro y cómo sus manitos empezaban a temblar como las de un perlático, tanto que la mitad de la ginebra se le derramó sobre la barba, mientras él, Manuel Cerdeiro, lo maldecía e injuriaba silenciosamente con lo mejor de su terror gallego: "Se dará cuenta, viejo imbécil. Nos matará a los dos"; mientras se apartaba del mostrador y luego trataba de encaminarse hacia la puerta, tambaleándose de miedo, con unas piernezuelas tan ingobernables como flanes. Pasaba frente a la mesita del enigma cuando éste se levantó sin prisa y apoyó la mano en el hombro redondo de Adelqui. —Usted no sale, abuelo. Tírese ahí, en ese rincón, atrás de esa mesa, y no se me levanta, pase lo que pase, ni para hacer pis... Sin una palabra, el viejo Adelqui —temblaba, temblaba, oh, cómo temblaba su pobre corazón allá adentro, aleteando con tan loco terror, con tal abyecta sumisión que hubiera dejado de latir sólo para congraciarse con el asesino— se dirigió al lugar que le habían dicho y se tendió en el suelo, rígido, horizontal, premuerto. Y volvió todo —las doce y veintiocho— a su sitio, como antes, salvo aquel ronquido que venía del lugar donde Adelqui ensayaba ser su propio cadáver y con el cual parecía escapársele el alma. Y detrás de la caja, Manuel Cerdeiro, ya entregado inerte a su miserable suerte, ya agachado como un buey que espera la maza del carnicero, ya sin siquiera atender a los indicios de la noche, porque ninguno le importaba ahora salvo el último (ahoramevanamatar... ahoramevanamatar...). De pronto —el reloj, desatendido, marcaba la una— se dio la verdadera señal: un automóvil negro y mojado (Manuel Cerdeiro vio sólo su brillante techo negro que deflectaba turbiamente la luz de los focos, quebrada sobre miles de gotas) se detuvo un instante, hubo un doble golpe de portezuelas, y de él descendieron dos hombres, con impermeables negros, iguales, que abrieron por fin ("Vienen a buscarme", pensó Cerdeiro en su por-fin-muerte, en el final de la espera) sin violencia, pero con fuerza inapelable la puerta del bar. Ya con el primer paso que dieron dentro de él tenían las pistolas en la mano. El tiro inicial pasó a diez centímetros del gallego, el segundo le dio en el hombro, en el mismo hombro ya antes herido, y lo derribó detrás del mostrador, igual que la otra vez, y luego ya no supo qué ocurría del otro lado, pero oía los tiros, el ruido de cosas volcadas y el grito finito, el gemido de gato de Adelqui Martinelli: "No me maten..., no me maten..." Un hombre vino atropelladamente, con eses quebradas de tango antiguo, a caer detrás del mostrador y un sombrero con gotas de lluvia rodó hasta la misma cara de Manuel Cerdeiro, que lo olfateó estúpidamente (un olor a violenta agua florida), mientras el dolor le desgarraba el hombro, como la otra vez, y vio que el sombrero, que el hombre, que el desconocido que era uno de los dos recién llegados, que el hombre del tango, estaba muerto y que simultáneamente decenas de terribles balas en hilera, uno, dos, tres, cuatro, hacían saltar vidrios, revoques, y otra vez seis, diez, doce, esquirlas de madera, agujereaban el mostrador (¿quién me lo paga?), tiradas ahora desde la calle —dos, tres, dos, tres, dos, tres— y todo quedó en silencio hasta que una voz sonora, inmensa, potente, gritó: —¡Paren! ¡Bazán habla! Entraron varios hombres. —Levantáte, gallego. En seguida vamos a curarte... El hombre de la mesita lo sentó en una silla como a un muñeco. —A ese otro pobre llévenlo al baño y límpienlo un poco... Luego dijo: —Soy el subcomisario Gregorio Bazán y quise esperarlos aquí a esos mierdas. Perdonáme, viejo, el jabón que te llevaste, pero en estas cosas es mejor no abrir la boca. Yo sabía por un "tira" que vendrían esta noche. Por eso los esperé. Gregorio Bazán dio un puntapié a uno de los caídos Riquelme. —Ya se acabaron los tres, pero eso no me devuelve vivo a mi hermano. Mano a mano. Así quería agarrarlos. El bar estaba lleno de policías uniformados y de civil. Detrás, en la calle, se oían órdenes, la sirena de ambulancia, la alarma de algunos curiosos que llegaban aun bajo la lluvia. En el suelo estaban los dos Riquelme muertos. En una silla, llorando y sentado, un pobre gallego resucitado.