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Llanto de luna: entre el bolero y la
poesía
Jorge Eliécer Ordóñez*
Profesor de la Universidad Pedagógica de Tunja (Colombia)
jorgelixir@hotmail.com
Luna que se quiebra
Sobre la tiniebla
De mi soledad
Agustín Lara
Dedico estas palabras a Daniel
Santos,
quien debe andar en algún
bulevar buscando
a su Linda, virgen profana de la
medianoche.
I.
La luna como espejo de un desengaño. Primer acercamiento: son
innumerables los boleros que expresan heroicamente la fatalidad y el
fracaso. Bastaría recorrer la bolerografía desde el río Bravo hasta la
Tierra del Fuego para constatar que las cuitas de amor son un
mosaico extenso y multifacético en Nuestra América, como nos
enseñó a decir José Martí.
Pertenece ya al acervo de la tradición popular que el héroe - o
antihéroe, con más exactitud- del bolero Embrujo, ese requiebro de
cuerdas serenateras que anuncian: “ No sé mi negrita linda/ que es lo
que tengo en el corazón/ que ya no como, ni duermo/ vivo pensando
sólo en tu amor /...quedó, en efecto, tan embrujado de su dama y sus
desplantes que, como cualquier Quijote de barriada, empezó a
enflaquecer hasta cumplir con su pacto de sangre: en buen romance,
se murió de amor. Mirada de esa manera, la gesta del bolero es otra
épica, sólo que aquí los guerreros están armados de un lenguaje
especial donde abundan las flores, las estrellas, la luna, la eternidad,
Dios, los suspiros y la muerte, sin duda, isotopías propias del
romanticismo. Claro que el Dios de los románticos, y por extensión, el
de los compositores de boleros, es una entidad paradójica,
complaciente y flexible, cuando se trata de expresar la pasión erótica.
Dice Bécquer en una de sus Rimas:
Hoy la tierra y los cielos me sonríen / hoy llega al fondo de mi alma
el sol / hoy la he visto...la he visto y me ha mirado .../ ¡ hoy creo en
Dios! , y no le van en retaguardia los osados poetas del bolero
cuando en arranque apasionado expresan: “ y a veces pienso en la
locura, que si no hubiera Dios, mi Dios tu fueras” o aquella
imprecación sin atenuantes: “ Mujer, si puedes tú con Dios hablar,
pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar ”.
Dios comodín que se sale del templo y se instala en el imaginario
popular a compartir noches de bohemia con serenateros,
despechados y otros acreedores del sentimiento. Lo divino se
desentroniza, circula en la plegaria terrenal. Octavio Paz señala que “
el poeta desaloja al sacerdote y la poesía se convierte en una
revelación rival de la escritura religiosa” (Hijos del Limo, p. 75). Sin
embargo, en el diálogo que establezco entre bolero y poesía, no son
rivales, sino conceptos que entran en zonas de despeje, es decir, en
“ínsulas extrañas”, donde lo sacro y lo profano, lo sublime y lo
visceral permiten múltiples intersecciones gracias a que comparten
un pretexto común: el amor.
¿ De dónde, de qué extraño país de fantasías sacó el hombre esa
manera tan particular de asumir el sencillo acto de acercamiento
entre los dos sexos con el noble propósito de conservar la especie? .
Se sabe que no siempre fue así, que existían costumbres arraigadas
de aparear a hombres y mujeres con otros sistemas, mucho más
pragmáticos, menos sufrientes, pero a la vez, menos fantasiosos.
Recuérdense los compromisos desde la niñez en la India y otros
pueblos. El Mahatma Gandhi se casó - o más exactamente, lo
casaron- siendo apenas un imberbe muchacho, con una niña
impúber, a quien apenas conocía. En tales casos, hombres y mujeres
cumplían con las leyes de la especie sin que mediara ese complicado
rito de los énfasis, las cuitas amatorias, los mensajes simbólicos: el
lenguaje de los pañuelos, los ojos y las flores, las serenatas y el
intrincado juego del cortejo, en el que el lenguaje verbal y sobre todo
el paraverbal, establecen ese lance furtivo entre el decir y el insinuar.
Surgen otras correspondencias: en el discurso religioso, en el
discurso poético, en el discurso erótico -palimpsestos del bolero- se
opera la lógica del iceberg: la parte visible es mínima, la que subyace
en aguas profundas concentra, en proporción de uno a seis, toda la
energía cinética de la pasión. Volvamos a Bécquer: Tú eras el
océano y yo la enhiesta / roca que firme aguarda su vaivén: / ¡Tenías
que romperte o que arrancarme!, ¡No podía ser!, antítesis que igual
sugiere el bolero: El mar y el cielo se ven igual de azules/ y en la
distancia parece que se unen/ permíteme igualarme con el cielo/ que
a ti te corresponde ser el mar/.
Hoy por hoy existe una endeble creencia de que el amor, como
práctica y como tradición cultural y literaria, siempre fue más o menos
como lo hemos conocido, es decir, un sentimiento evanescente,
donde los juegos florales, los suspiros y los raptos apasionados,
resolvían la fugacidad de la vida y su inherente sentimiento de
separatidad. En estricto inventario no es así. Antes de las pálidas
Ofelias, las puras Graciellas y las sutiles Marías, lo que hubo en la
tradición literaria épico-trágica fue rapto de mujeres, gestas heroicas,
tramas de venganza, ambición, luchas por el poder, falacias,
envenenamientos y otros crímenes de la condición humana. Poco o
casi nada para las elucubraciones sentimentales, los besos, arañazos
y mordiscos que más tarde llenaron folletines y enriquecieron con su
galante parafernalia el museo de los corazones partidos.
La prehistoria de esa manera tan singular de concebir el amor hay
que rastrearla en el siglo XII, en las Cortes de Amor y en esa curiosa
institución llamada “La Caballería Andante”. No pretendo decir que
antes no existiera el amor, sentimiento humano por antonomasia,
sino que sus manifestaciones estaban muy lejos de parecerse a lo
que empezó a incubarse en el siglo XII, y que tuvo entre los siglos
XVIII y XIX su plena madurez; y que hoy, al inicio del siglo XXI,
todavía estamos vivenciando, no sé si como coletazo final o como
reinterpretación de esos gentiles descubrimientos medievales.
En Provenza, antigua región de Francia, hay que rastrear los
vestigios del amor, codificado en los términos que conocemos hoy en
día. Allí surgió el concepto de la DAMA, y paralelo a él, el del AMOR
CORTESANO. A Leonor de Aquitania, nieta del primer trovador,
Guillermo de Poitiers, se debe esa concepción, que con escasas
variables ha permanecido durante varios siglos.
“Quien lo probó lo sabe”, dice Lope de Vega refiriéndose a los
efectos del amor. En verdad, doña Leonor de Aquitania, especie de
Amazona de las cruzadas cristianas; casada en dos oportunidades y
envuelta en un manto de leyenda por sus deliquios épicos y eróticos,
fue la gestora de las famosa CORTES DE AMOR. Ella y su hija María
partieron de la premisa de que el amor tiene que ser un arte y por lo
tanto debe aprenderse y ejercitarse, tal como se hacía con el oficio
de guerrero, trovador o caballero andante. Para tal efecto, María, tan
diligente como Leonor, se asesora de un clérigo parisino llamado
Andreas Capellanus, quien escribe un libro sobre el arte del amor
cortés: “De arte honesti amandi”. En dicho texto se organizan 31
reglas de amor que regulan, o más bien, estimulan los sentimientos
eróticos de los cortesanos reunidos en torno a Leonor de Aquitania.
Ese libro, especie de código galante y sentimental, reunía los
comportamientos amorosos de la corte. Quien transgrediera alguna
de las 31 reglas debía comparecer ante las cortes de amor.
Las relaciones entre los sexos son, generalmente, metáforas de las
relaciones sociales que se establecen a partir de los modos de
producción. Esto explicaría que en la concepción del AMOR
CORTÉS la dama sea idealizada hasta el extremo de permitírsele
avasallar al diligente amador, para quien no existe sacrificio o
humillación que no esté dispuesto a sufrir con tal de alcanzar el amor
de su señora, como máximo galardón. Se explica la metáfora
diciendo que la dama sería el término real, presente; en tanto que el
señor feudal sería el término virtual, evocado, - in absentia- como
corolario de su omnímodo poder. Lo erótico por relación
paradigmática con lo económico-político y social. La dama como
“oscuro objeto de deseo” reemplazando en el nivel lingüístico de
superficie a ese férreo, subterráneo y verdadero poder que, bajo
armaduras, bajo ideales de cristiandad en época de cruzadas,
sojuzgaba a los hombres de las pequeñas cortes europeas del
medioevo.
Como puede deducirse, el sintagma tierra-señor se mimetizaba en
el sintagma DAMA, creando así la metáfora del vasallaje feudal. El
trovador, enamorado y exaltado hasta los tuétanos, pero además
determinado por relaciones socioeconómicas concretas, es, en
síntesis un siervo legitimando su opresión.
Para no perder de vista la motivación central de estas líneas, he de
decir que la letra de muchos boleros centenarios reproduce esta
visión de vasallaje del hombre frente a la mujer. Evoquemos algunos
versos:
Préndeme fuego si quieres que te olvide
Méteme tres balazos en la frente
Haz con mi corazón lo que tú quieras
Y después por amor, declárate inocente
Y si me ofrecieran riquezas y glorias
Renunciando a ti
Yo respondería:
Prefiero la muerte
A la gloria inútil de vivir sin ti
Y a veces pienso en la locura
Que si no hubiera Dios
Mi Dios tú fueras
Estando contigo me olvido de todo y de mí
Parece que todo lo tengo teniéndote a ti.
Y en fin, un sinnúmero de versos apasionados que aceptan con
orgullo declarado la supremacía de un poder absoluto sobre una
sumisión incondicional. No se interprete lo anterior como una guerra
de sexos, sino como explicación de un sedimento histórico que
resuelve su antagonismo en todas las esferas de la vida.
El bolero con sus altos y sus bajos, sus logros y sus excesos, es un
vestigio del romanticismo, ese movimiento espiritual que rebasó las
fronteras de la literatura y el arte y se convirtió en forma de vida, en
lectura sensible -y a veces sensiblera- del mundo, en pulso vital de
todo cuanto nos rodea e históricamente nos ha tocado. Para
nosotros, los hombres y mujeres de la mitad del siglo de este país
colombiano, el bolero estuvo siempre como telón de fondo en todos
los hitos sacros y profanos, en los escasos momentos de alegría y en
los múltiples fracasos. Quizás eso explique su permanencia
espiritual. Seguramente nuestra niñez está atravesada de manera
inconsciente por ritmos, tonadas y letras que sintetizan más que
ninguna otra manifestación comunicativa nuestra “hambre de espacio
y sed de cielo”, nuestro imperioso anhelo de tener, por lo menos en el
amor, una revancha individual de todo aquello que colectivamente
nos ha sido escamoteado.
Junto a nuestra iconografía verdadera, la del corazón, así se halle
despechado y entablillado, resuenan los sencillos y a veces hasta
triviales alegatos boleriles. Al lado de Kid Pambelé, Cochise
Rodríguez y Willington Ortiz, esos héroes sudorosos y maltrechos
que nos obsequiaron la esperanza, están Cantinflas, Charles Chaplin,
Agustín Lara, los maravillosos tríos mejicanos, la Sonora Matancera,
que aún hoy, después de tantos años, siguen haciendo pactos de
medianoche, cuando el mosto se ha metido en la sangre y se quiebra
en confesiones sentimentales. Entonces se evaden de los baúles de
la más fresca y enraizada nostalgia, los bolero-son de Celia Cruz, los
arpegios caribes de Bienvenido Granda, Celio González y Alberto
Beltrán, la exaltación anacobera de Daniel Santos, El jefe, quien ya
les dijo adiós a los muchachos, y a quien no podemos decirle que
descanse en paz porque su destino es encender la noche, nuestro
Nelson Pinedo y su Señora Bonita, los porteños Leo Marini y Carlos
Argentino, Bobby Capó, con su Piel Canela, flechazo certero en
cualquier fortaleza de amor, Panchito Riset, quien no pudo llegar a su
cita de seis, porque ciego y minusválido se deshojó en Nueva York
sin aguacero porque ni húmeros tenía ya para ponerse a la mala. Y
qué decirte poeta Julio César Goyes, de Charlie Figueroa, ese
mozalbete con voz de señor que se adelantó varios años a la
sentencia de Andrés Caicedo: La vida después de los veinticinco
años no tiene sentido. A los veinticuatro, en una silla de ruedas graba
su bolero premonitorio: “ el último suspiro de mi vida, por ti lo he de
exhalar...”. Seguimos, seguiremos buscando su recuerdo, sin culparlo
a él, ni al destino, de todas las noches que nos presagió en las
ciudades invisibles.
Un poeta amigo me decía alguna vez con el corazón alebrestado
por unos vinos, que para tomar en serio el bolero había que tener
más de treinta años. La edad es relativa, sobre todo porque los años
del corazón no van de la mano con los años del calendario. Lo que
veo como experiencia personal con el bolero es su carácter de
sinestesia totalizadora, por una parte, y su lectura epidérmica, por
otra. He aquí la primera:
De niño uno escuchaba boleros sin tener conciencia de ello: Era
una música de gente grande que sonaba y resonaba en los viejos
radios, en los intervalos de las novelas kilométricas, o a veces,
incorporada en sus episodios. Como un esfumato se metía por todos
los rincones de la casa, mezclándose con el sonajero de las
cucharas, el vocerío de los niños, la jerga de los padres y los
parientes ocasionales. Era una música asociada a la leche hervida, a
la cucharada inefable de la emulsión de Scott, a las bebidas de
limoncillo con frotamiento de Vaporub, en esos días interminables de
fiebre, cuando la vida hacía guiños desde afuera con sus cometas
infinitas y su pelota de futbolito. Ahora, al oírla de nuevo, tras varios
años en que vivió en cuarentena relegada por otras veleidades, se
convierte en una caja de Pandora. Se entrecruzan imágenes y
sensaciones, sabores, formas, calles, barrios, rostros, perfumes;
vivos y muertos, fantasmas, sueños, fracasos, ritos de iniciación,
tragedias cotidianas, enlaces y rupturas.
El bolero se congeló para siempre. Es como si cada tema
coincidiera con una estación determinada de la vida. Así como existe
una poética del espacio y sin duda, una poética del tiempo, es
evidente que hay una estepa de la libre asociación, en la que uno
puede decir con Javier Solís:
Ese bolero es mío
Desde el comienzo al final
Que importa quien lo haya hecho
Es mi historia y es real
Ese bolero es mío
Porque su letra soy yo
Es tragedia que yo vivo
Y que sólo sabe Dios
Lo hicieron a mi medida
Yo serví de inspiración
Y su música sentida
Se clavó en el corazón
Ese bolero es mío
Por un derecho casual
Porque yo soy el motivo
De su tema pasional
Sinestesia que se clava en el imaginario colectivo con flecha de
varias puntas. Por eso las evocaciones que suscita trampean
cualquier sistema racional que intente explicar la vigencia de esa
música sencilla que llegó para quedarse en la tradición popular.
Uno no oye boleros cuando está enamorado, uno se enamora
oyendo boleros, dice con acierto el poeta Gustavo Cobo Borda, y no
contento con la sentencia expresó su bolerofilia con su libro “ Ofrenda
en el altar del bolero.”María Mercedes Carranza, de su misma
generación, tiene un poemario con un título sonsacado a un
traganíquel de la vieja calle del pecado: ¡ Hola Soledad! , y en efecto,
te saluda un viejo amigo; porque la poesía es un oficio humilde y
solitario; prefiere la noche para expresarse y el calor de unos vinos,
igual que el bolero.
Habría que agregar a este inventario de reminiscencias una
costumbre que la modernidad relegó a las fiestas veredales, pero que
en los años 50, con el fuerte arraigo de la radiofonía era un ritual para
los desheredados de la fortuna: las complacencias.
Allí, entre un listado infinito de patronímicos y gentilicios extraños,
recibimos las primeras y decisivas clases de geografía sentimental.
Con la complicidad de la noche y el olor de las camisas y los
pantalones recién planchados por las supermadres de entonces, se
desgranaba un sartal de corazones partidos, de reproches en clave,
de salutaciones de campesinos y soldados a sus novias lejanas, de
camioneros a sus amantes de fondas hechizadas y furtivas... Eran las
páginas amarillas del sentimentario nacional. Los diarios publicaban
porquerías, como diría Piero muchos años después, fotografiaban la
violencia que ha asolado a este país romántico tantas veces
consagrado al Corazón de Jesús y a la Virgen de Chiquinquirá. En
los titulares podía leerse: Nueva Masacre en el Tolima, Ramón Hoyos
gana su tercera Vuelta, Los Panchos se toman a Bogotá... Los niños
de los 50, con los ojos desmesurados, acompañábamos las letanías
domésticas de la madre mientras la radio exaltaba su música cordial.
Habría que agregar el aporte de las rocolas y las pianolas, esas
máquinas de colores que, como papagayos de vidrio, molían y molían
boleros hasta el alba. Además, cuando aún se podía pescar y
caminar de noche, entre los pocos semáforos y las luces macilentas,
se enredaban en el viento las quejas de los serenateros, esos
cumplidos oficiantes del sentimiento.
En cuanto a lo que he llamado lectura epidérmica del bolero, he de
referirme a sus manifestaciones pragmáticas. Del tango de ha dicho
que es pensamiento triste que se baila; del bolero habría que decir
que es música triste que se pega y se amaciza. En el bolero los
cuerpos se juntan en media baldosa, el aire impregnado de perfuma
erótico se comparte cara a cara y todas las células se abren como
cien flores que encuentran en el ritmo cadencioso y en las letras
altaneras, incisivas, sumisas y exultantes, un pretexto convencional
para darle salida al erotismo, por lo general, tan reprimido. Aquí
habría que acuñarle una función social al bolero: él acercó a los
tímidos, a los indecisos, a los mojigatos. Como en las antiguas cortes
de amor de los caballeros andantes, la libido tuvo aquí su patente de
corso para expresarse en la cuerda floja de la sutileza, de las buenas
maneras y la sensualidad codificada. En ese sentido, el bolero, al
igual que la risa y el carnaval bajtinianos, rompió las distancias,
desmitificó cánones y permitió la desentronización de mitos y tabúes.
Curiosa paradoja: el bolero seguía idealizando a la dama en su
música y en su letra cortés, pero la acercaba corporalmente hasta
límites nunca antes sospechados. Es el efecto de la tensión entre lo
sacro y lo profano, entre lo apolíneo y lo dionisiaco.
Las dos razones expuestas: sinestesia totalizante y lectura
epidérmica, han sido factores decisivos en la permanencia del bolero,
tras cien años de vida. Y quizás esos dos factores han coadyuvado a
que ningún otro ritmo sea sentido como folclor supranacional.
II.
He dicho en otro momento de la disertación que en la antigüedad el
sentimiento del amor no tenía los rasgos que hoy le otorgamos. Para
Ovidio, en su célebre Arte de Amor, éste no es más que una
enfermedad que priva del conocimiento, paraliza la voluntad y vuelve
al hombre vil y miserable. Cualquier parecido con la letra de muchos
boleros, va más allá de la simple coincidencia.
Este culto conciente del amor que debe ser cultivado, sufrido y
asumido; esta opción de considerar al amor como fuente de toda
bondad y belleza, llegó a extremos de enervamiento espiritual y hasta
desajustes psicológicos en los sujetos: el fetichismo, el
exhibicionismo, el sadomasoquismo. Muchos textos boleriles
olvidaron el verso romántico: “ hasta las penas tienen su pudor ”, y se
lanzaron con abundante sevicia sobre la herida abierta de los
corazones lastimados. El Encuentro Anual de Despechados, que se
realiza en el Viejo Caldas, es una parodia de esos excesos, y como
parodia, algo tiene de risueña y mucho de realidad.
Lo cierto es que el hombre romántico establece con su objeto de
deseo una relación enfermiza, de fuga y hasta de autoengaño.
Siempre fue anacrónico: miró al pasado medieval caballeresco o a la
utopía futurista; y de ambas salió desengañado, como en la letra de
los boleros:
Voy gritando por la calle
que no me quieres
que no me quieres
y mi corazón herido
por ti se muere
por ti se muere
Pero no obstante sus desengaños, el romántico, lanza en ristre,
emprende otro. Siempre está en la ruta de los imposibles,
recuperando aquellas tradiciones, que lo sacan de su tiempo y su
espacio específicos. Ha de volver a los cuentos de hadas, a las
mitologías, a los sueños; a todo aquello que lo aproxime a la ruta del
amor cortés: la idealización del objeto amado:
Cosas como tú son para quererlas
Cosas como tú son para adorarlas...
Totalidad, perfección, belleza absoluta, grandes aspiranzas de los
románticos y su manifestación en el imaginario colectivo, donde el
bolero ancló a sus anchas. Pero también el erotismo en su oscilación
entre lo aceptado y lo prohibido y la sublimación de otras opciones
psíquicas: el sadomasoquismo, el voyeurismo, el fetichismo, la
necrofilia, en la que Julio Flores, es representante indiscutido con ese
texto escatológico llamado Bodas Negras.
Bien ha dicho Arnold Hausser refiriéndose al romanticismo y su
decisiva influencia en el siglo XX: “nunca una neurosis ha sido tan
fructífera”. Y es que al examinar sus rasgos genéricos, no cabe duda:
su exuberancia, su anarquía, su violencia, su lirismo ebrio y
balbuciente, su exhibicionismo desenfrenado, sus paradojas frente al
amor, su escisión entre la realidad y la fantasía.
La mitología popular tiene una forma asombrosa de exorcizar sus
fantasmas, les pierde la distancia épica y vuelve su verbo carne. Allí
el bolero tiene su resonancia:
Poema, es noche oscura de amargura
Poema, es luz que brilla allá en el cielo.
En síntesis, una tierra que no has gestado grandes sistemas
filosóficos formales, que no ha producido una gran ciencia, ha tenido
en cambio una fuerte presencia mítica que adquiere su mayor
fortaleza en los mitos populares, en lo dialógico; y es precisamente
en el bolero, el tango y los corridos mejicanos donde hay que buscar
los cabos sueltos de nuestra sensibilidad y nuestra identidad triétnica.
A este respecto, hay un predominio racial y cultural, un área de
influencia en cada puerto de anclaje: en México, el ancestro indígena,
en Cuba, lo africano, en Argentina, lo blanco-europeo.
Daniel Santos, El Jefe, uno de los más grandes en la hagiografía del
bolero, el mito Cimarrón, la convergencia del mestizaje; por eso se
escucha con parejo fervor en Puerto Rico, México, Venezuela,
Colombia, Ecuador; lugares diversos de Nuestra América descalza.
El mito como cohesión y como efusión que se repite en las nocturnas
ofrendas en el altar del bolero. Los ciudadanos de la noche
asignados por un mito que ya tiene cien años de soledad y vive
reinaugurando su rito bohemio. Quizás ningún cebo nos puso tan
cerca de la poesía escrita y consagrada como los estribillos de la
poesía cantada:
Luna, lunera, cascabelera
Dile a mi negrita por Dios que me quiera
Esta tarde vi llover
Vi gente correr
Y no estabas tú...
A las seis es la cita
No te olvides de ir...
Virgen de media noche
Cubre tu desnudez...
Estando contigo me olvido
De todo y de mí
Parece que todo lo tengo
Teniéndote a ti...
Y cien mil cosas más que llevamos prendidas del alma y con las
cuales la memoria colectiva de América sueña, sufre, se embriaga,
se libera y purga su destino alienado y alucinado.
III.
La novela moderna, antitética en sí misma, género en constantes
tensiones, inacabado, no susceptible de regularse por ninguna
retórica, tiene, en varias obras latinoamericanas vinculadas con la
música popular, un lugar adecuado para tales cumplimientos: Tres
tristes Tigres de Cabrera Infante, La Importancia de llamarse Daniel
Santos de Luis Rafael Sánchez, Qué viva la Música de Andrés
Caicedo, Vengo a decirle adiós a los muchachos de Josean Ramos,
Los duros de la salsa también bailan bolero de Laureano Alba,
Bomba Camará y Celia Reina Rumba de Umberto Valverde. En
general, funcionan como ensayo, como crónica, como collage
poético, como entrevista y como testimonio. Rompen la logicidad
argumental . En ellas penetran trozos de canciones, poemas
tergiversados y parodiados, delirios etílicos y denuncias históricas,
humor, ironía, realidad y ficción.
Nuestro mestizaje se resuelve en género híbrido. La marginalidad
reclama un lugar histórico. José Alfredo Jiménez ha elaborado la
filosofía del hombre común y a ella acceden públicos de todos los
estratos sociales y culturales. Los Panchos, La Sonora Matancera y
Carlos Gardel son los textos más “leídos” en Latinoamérica; en ellos
se expresa nuestra hibridación étnica, cultural, y sentimental. Las
novelas, como textos escritos recogen los ecos de las voces
compendiadoras; esas voces donde nuestro indianismo, nuestra
negritud y nuestra hispanidad se funden en un sincretismo musical,
poético e ideológico. De fondo, proponen en conjunto, una dicotomía
interesante: la literatura como texto cerrado y la vida como texto
abierto. La literatura es posterior a la vida, llega tarde, aunque la vida,
cuando se modeliza literariamente es como si se mirara al espejo
para reconocerse, y en ese mirarse, a veces el espejo crea
espejismos, malabares, ironías, que nos hacen recordar que la
“realidad supera a la ficción”.
La vida como texto abierto porque ella es el reino de lo inaudito, el
cruce de casualidades y causalidades que se salen de madre del río
racional y se sumergen en el río paradójico, allí donde nadie se baña
dos veces, allí donde se funde el más extraño oxímoron; vital
primero, literario después, o tal vez, jamás, porque la literatura no
todo lo recicla:
Bar Cafarnaúm. Una vitrola o pianola como se dice en las márgenes
del Cauca. Un cortero que llega y con la devoción propia de un
asceta oficia su comunión en el altar del bolero con un anisado doble.
Roberto Ledesma, de Cuba, en ¡Cafarnaúm! (Igual pudo llamarse
Belén o Getzemaní), se ofrece en esta perla cimarrona, esta bofetada
a la sensibilidad apolínea:
Préndeme fuego si quieres que te olvide
Méteme tres balazos en la frente
Haz con mi corazón lo que tú quieras
Y después por amor, declárate inocente.
Luego de semejante exorcismo, su vida, su texto abierto, consultará
otros oráculos para la constatación de sus cuitas: Alcy Acosta,
Charlie Figueroa, Tito Cortés, Orlando Contreras, Olimpo Cárdenas,
Julio Jaramillo... Sí, porque el bolero, como la vida que plasma, tiene
sus estratos bien definidos. Hay bolero-texto arrabalero, bolero-texto
de clase media, y bolero-texto “jai-laif ”como dicen en Siloé, barribajo
de Cali. El metal de voz tiene correlato en el otro metal, el que
estratifica a los actores. Dime qué escuchas y te diré quién eres,
estribillo que aflora en el texto de la vida y propicia los ghetos, los
combos, las galladas y hasta las pandillas. Existe una nota para cada
colectivo, una temperatura, un sabor que asocian o repelen. Como de
Dios, cada quien tiene la cantidad de bolero que necesita, y de texto
literae y de texto vitae. Y el resto es literatura como profetizó Paul
Verlaine.
(*) JORGE ELIÉCER ORDÓÑEZ MUÑOZ. Poeta y
ensayista colombiano. Nació en Cali, en abril de 1951.
Licenciado en Filología e Idiomas en la UPTC. Estudió
Lingüística en la Universidad del Valle, magíster en
Literatura Hispanoamericana en el Instituto Caro y Cuervo.
Actualmente es profesor de Literatura en la Universidad
Pedagógica y Tecnológica de Tunja. Ha publicado los
siguientes libros: Ciudad Menguante, Bogotá, Si Mañana
Despierto Ediciones, 1991; Vuelta de Campana, Bogotá,
SMD Editorial, 1995; Brújula Insomne, Tunja, Colibrí
Ediciones, 1997; Farallones, Tunja, Si Mañana Despierto
Ediciones, 2000. En 1998 recibió el Premio Jorge Isaacs
por su ensayo “Fábula Poética en Giovanny Quesseps”,
publicado en la Colecciones de Escritores Vallecaucanos.
© Jorge Eliécer Ordóñez 2002
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de
Madrid
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