CRÓNICA 1 DE LA FACULTAD DE MEDICINA La Primera Generación* M.S.P. Estela Ortiz Romo 2 Cronista del CELe La Primera Generación de Médicos en el día de su graduación (1960), con el Dr. Gustavo Baz Prada, gobernador del Estado de México de aquel entonces, el Ing. Salvador Sánchez Colín, gobernador del Estado cuando la Escuela se fundó, el Lic. J. Josafat Pichardo, Rector de la UAEM y el Dr. Mario C. Olivera, Director de la Escuela de Medicina, en el pórtico principal del actual Edificio de Rectoría (foto cortesía de la cronista). La Facultad de Medicina y yo, estuvimos en la preparatoria, lo que estrictamente significa la palabra: estar preparándose para otra etapa. Sí, la Facultad estuvo en el ICLA: el Instituto Científico y Literario Autónomo del Estado de México. Por lo tanto, cuando se fundó, y en su primer año, 1955, fue la Escuela de Medicina del ICLA, y formalmente hasta 1969 fue Facultad al ofrecer su primer posgrado: la Especialidad 1 Crónica es la historia blanda, casi informal de las cosas; es un relato anecdótico, emotivo y por tanto subjetivo y personal de los acontecimientos. 2 Miembro de la Primera Generación de Médicos. * UAEM. Sucesivas Aproximaciones de Nuestra Historia. Crónicas de la Universidad Autónoma del Estado de México. Tomo V. Toluca, México, 2005, pág. 38 – 48. de Pediatría. El ICLA se transformó en Universidad un año después, 1956, y entonces nuestra institución ya fue Escuela de Medicina de la UAEM. El ICLA, que data de 1828, época en que se crearon institutos similares en otros estados de la República como el de Oaxaca, Veracruz, San Luis Potosí, etc., no nació en Toluca ni siempre se llamó así. El ICLA nació en 1828 en Tlalpan que entonces se llamaba San Agustín de las Cuevas y que era la capital del Estado de México; al principio el Instituto se llamó “Colegio Seminario”. En 1833, año en que le quitaron un pedazo, entre otros, al Estado de México, Tlalpan quedó en el territorio del D.F. y Toluca fue la nueva capital; entonces el Colegio se trasladó a esta ciudad, al edificio de “El Beaterio”, mismo que ocupa hasta ahora y que había sido albergue de Monjas Carmelitas que atendían un colegio de niñas; denominándolo Instituto Literario, para en 1886 agregarle el término de “Científico”. En 1889 el gobernador, Gral. José Vicente Villada quien fue impuesto por Porfirio Díaz pero que resultó un excelente político, agregó al Instituto Científico y Literario el nombre de “Porfirio Díaz” -no quiero saber por qué- nombre que perdió cuando el Dictador fue desterrado, adquiriendo en 1916 el de “Ignacio Ramírez”, mismo que también le quitaron el 1920 para dejarle su título original, el que al conquistar la autonomía en 1943, se designó; Instituto Científico y Literario Autónomo del Estado de México, ICLA, denominación que perduró hasta 1956 en que se transformó en Universidad Autónoma del Estado de México, que para ese año ya contaba con cinco escuelas, condición necesaria para transformar al ICLA en UAEM. Pues bien, entre esas cinco escuelas (Leyes, Ingeniería , Pedagogía Superior y Enfermería), se encontraba la de Medicina. Es por eso que nuestra Facultad es un año más vieja que la Universidad. El director del ICLA, Lic. Juan Josafat Pichardo que lo era por segunda vez, animado entre otros personajes por un grupo de médicos emprendedores (Mario C. Olivera, Jorge Hernández, Samuel Pérez, Guillermo Ortiz, Enrique Castro, Eduardo Hernández y Gustavo Estrada), impulsados por el Lic Adolfo López Mateos -quien había sido prefecto y después director del ICLA-, y apoyados por el entonces gobernador el Ing. Salvador Sánchez Colín, lograron la enorme empresa de crear la Universidad Autónoma del Estado de México, UAEM, siglas que al principio nos sonaban rarísimas, acostumbrados a que la UNAM fuera el foco de atención de los preparatorianos de provincia que no teníamos más opción que aspirar a ella. Les cuento que todos mis contemporáneos y yo, ya habíamos hecho nuestros trámites para entrar a la UNAM porque aquí no se veía claro, y por otra parte se temía no poder entrar a la Nacional porque ésta ya empezaba a limitar su cupo a los de fuera con el fin de aplicar la política de que los estados ya debían crear sus propias universidades. Para entonces la UNAM estaba todavía en la etapa de traslado a la Ciudad Universitaria. Mi generación de aspirantes a médicos todavía realizó sus trámites de inscripción en el antiguo Palacio de la Medicina (Plaza Santo Domingo), y allí salieron las listas de aprobados, yo entre ellos. Pero el 3 de marzo de 1955, fecha en que nos entregaron nuestro Diploma de Bachiller, un encendido discurso del Dr. Jorge Hernández García -quien más tarde llegaría a Director y posteriormente a Rector-, anunciaba la creación de la Escuela de Medicina y con gran elocuencia, cualidad que después comprobamos ampliamente, exaltó a la Patria Chica y a los valores de Provincia, emocionándonos a algunos al punto de renunciar allí mismo a la UNAM y a decidir quedarnos a estudiar Medicina en el ICLA, en el período de gestación e inminente parto de la UAEM. El Dr. Hernández García ya era conocido por los alumnos del Instituto porque él era Médico Escolar del ICLA, y tenía su consultorio en el espacio del ahora Patio Cubierto del Edificio Central, donde hoy se encuentra la Cafetería Universitaria “La Mora”. Deben haberme contado mis sentimentales compañeros acerca de la respuesta en sus respectivas casas, sobre la noticia de que se quedarían a estudiar aquí, a correr con los noveles maestros, la aventura que conllevaba un inicio lleno de incertidumbre y oposición. Mis papás no me bajaron de romántica e irresponsable, mas cuando los ánimos se calmaron, estuvimos de acuerdo en que en realidad tarde o temprano iba a ser imposible sostenerme en la ciudad de México por lo caro en sí de la carrera y por el alto costo de las casas de asistencia en el distrito federal; yo fui hija de un modesto empleado, quien finalizado cada año escolar, apenas iba terminando de pagar los abonos de mis libros a Arturo, un agente de la Librería Interamericana que estrenó conmigo esa modalidad de venta. Incertidumbre y oposición son las palabras que caracterizaron a los primeros tiempos de la Escuela de Medicina, pues desde la idea de su fundación , la opinión de la sociedad toluqueña -que estaba muy pendiente- ya se encontraba dividida, pues hasta los clásicos médicos de la ciudad, tales como los Alvear, Arizmendi y Mondragón estaban en contra, pensaban que con la cercanía del portento de la UNAM, el proyecto era imposible y por mucho tiempo opinaron, como lo hizo más tarde el propio gobernador Dr. Gustavo Baz, por cierto exrector de la UNAM, que se trataría tan sólo de una puntada y despectivamente hablaban: de una simple “escuelita”; “escuelita” que llegó a ser en pocos años, una de las más reconocidas del país, debido principalmente al empeño, al orgullo y la dignidad que desplegaron sus maestros y alumnos fundadores, quienes tuvieron qué luchar a diario y a cada paso, debido a la resistencia que mostraron a la entrada de los estudiantes que por ejemplo: opusieron desde los dirigentes del Hospital Civil “José Vicente Villada”, antiguo nosocomio de características francesas que se ubicaba donde ahora se encuentra el edificio de la Escuela Normal de Estado, hasta la Benemérita Cruz Roja que no aceptaba que los muchachos llegaran a sus instalaciones a realizar guardias nocturnas. Llegó el 4 de abril y sin más preámbulos, en la esquina suroeste del Edificio Central, por la avenida Juárez, donde actualmente se encuentra una puerta simulada, entraron los 29 alumnos y los siete maestros fundadores; el Dr. Mario C. Olivera, flamante coordinador y después director, nos dio la bienvenida y nos hizo un panorama de lo que significa estudiar Medicina, e intentó muy emocionado definirnos el significado de la “vida”, del organismo enfermo y de nuestra perseguida sagrada misión. ¡Cómo olvidar esas palabras que trazaron tan simple y fielmente nuestro futuro! El Dr. Olivera también nos habló del compromiso de ser la primera generación de una escuela que se estaba gestando y que debíamos, contra viento y marea sacar adelante, ya que la sociedad nos estaba observando entre crítica y ansiosa de que todo saliera bien. Toluca era un pueblo chico. A partir de ese día no dejamos de ser noticia: recuerdo que una mañana (teníamos la clase de Anatomía a las 7 a.m.), Esteban, el primer mozo que tuvo la escuela y que por cierto hacía de todo (preparaba, lavaba y hasta cargaba los cadáveres), no llegó, y tuvimos la clase en la calle, sentados en la banqueta de esa bendita esquina de Juárez y Gómez Farías. Nos gustaba hacerle al mártir. Eso también salió en el periódico. Teníamos casi todas las clases que entonces eran anuales, -la carrera era de seis años y medio, con el internado integrado a partir de 4º y seis meses de Servicio Social-, en una aula que estaba precisamente en esa esquina, cuyo techo tronaba frecuentemente amenazando caernos encima; del lado izquierdo de la entrada había otra aula que tenía unas mesas y bancos altos como de arquitecto, donde había una vitrina con piezas anatómicas muy bien conservadas y de las que nunca supimos el origen. Ese espacio fue al principio sólo de estudio y con el tiempo se usó también para clases. De ese mismo lado , enseguida, había un salón al que llamábamos “de Radiología”, porque allí se colocaron varios negatoscopios, siendo el Dr. Eduardo Hernández quien nos daba esa clase. Enseguida del salón de Anatomía había una aula muy larga que fue de usos múltiples pues le incrustaron, pegadas a la pared, unas largas repisas de granito donde al principio se colocaron los cadáveres para las disecciones, y seis meses después, cuando ya se tuvo anfiteatro, se pusieron microscopios para las prácticas que así lo requerían. El tiempo que duramos en ese espacio fue latoso pero divertido, pues había del lado de Gómez Farías unos ventanales altos que no permitían la vista desde afuera, pero los curiosos se asomaban trepados en el techo de los automóviles, así que dejábamos que se juntaran y luego con una gruesa manguera a presión, sorpresivamente los bañábamos. La Escuela estaba pues constituida por esas aulas, por un patio y los locales de la Dirección, la Secretaría y la Biblioteca, ubicado este conjunto donde ahora se localiza el Teatro de Cámara de la Universidad y la Plazuela Ignacio Manuel Altamirano, en ese lugar y sobre escombros -había vampiros de verdad- como permaneció por muchos años la parte posterior del Edificio Central, sólo bardeado, fue construido el anfiteatro con seis planchas de granito blanco, un refrigerador donde de colgaban los cadáveres, y un cuarto de lavado de los mismos, lo que se afanaba Esteban todos los días por conservar limpio. Por cierto, pasado el tiempo, Esteban, siendo un joven de origen campesino casi analfabeta, comprobó su gran casta, llegando a asesorar en su técnica de disección, a más de un estudiante despistado. El pintor toluqueño, Edmundo Calderón entonces de moda, se encargó de realizar un espléndido aunque lúgubre -no se podía otra cosa en ese lugar-, mural en azul y negro con motivos indígenas, que presentaba en su extremo derecho al sol y en el izquierdo a la luna, como dualidad de vida y muerte, al que denominó atinadamente: “Conocimiento de la Noche”; debajo del sol había un personaje que según el pintor era un chamán que portaba una máscara, mismo que a través de sus dedos sobre la cabeza de un cuerpo humano inerte percibía el misterio de la muerte y se apropiaba del conocimiento de esas dimensiones. Sobre una mesa de granito blanco, estaba el cadáver desnudo y también con máscara, simbolizando lo común y lo desconocido. El mural fue destruido imprudentemente cuando al perder su función, el anfiteatro desapareció. Eso de que se colgaban los cadáveres, es cierto y perduró hasta que llegó la novedad que empezó a implantarse en el Politécnico, de usar cajas de sumerción en formalina. Al terminar el primer año, esa generación y algunas siguientes, fue examinada de Anatomía y Disecciones el 20 de diciembre por el Dr. Fernando Quiroz, por cierto de Toluca, autor de los tres terroríficos tomos de esa materia, y dos de sus coautores ex instituisenses: Rogelio Camacho y Enrique Acosta Vidrio, quienes habiendo sido en la UNAM, muy respetados maestros de nuestros maestros, vinieron a avalar con su presencia a su especie de “nietos” que éramos nosotros, para que los tolucos se tranquilizaran de una vez por todas. Para qué decir que “nos las vimos negras” porque el Dr. Quiroz, de acuerdo a su fama, fue muy exigente y gritón. A mí me tocó él de jurado. Yo creo que me tuvo lástima, porque me pasó. Esa primera generación se propuso cambiar la vieja tradición del ICLA, de maltratar salvajemente a los compañeros que llegaban, haciéndoles una fiesta de bienvenida, lo cual les extrañó muchísimo dándoles la impresión de encontrarse entre gente civilizada; afortunadamente las generaciones siguientes continuaron haciendo esto mismo. Otro detalle nuestro fue querer pintar los maltratados muros de nuestro establecimiento; no terminamos la tarea porque una compañera se cayó de un andamio y se fracturó un brazo: el Sr. Director entendió la indirecta e inmediatamente logró que pintores calificados terminaran nuestra inconclusa obra de arte acabándosenos el gusto pero no el amor con el que quisimos mejorar el aspecto de nuestras Escuela. Era apremiante, como puede imaginarse, el contar con más espacios pues la Escuela crecía; fue así que en 1957, en la cara sur del Edificio de la naciente Universidad y donde, desde hacía mucho tiempo hubo ruinas y humedad, se construyeron cinco locales que fueron habilitados como laboratorios. En el laboratorio de Fisiología, nuevamente el pintor Edmundo Calderón pintó, ahora un luminoso mural al fresco y en composición piramidal, de color de fuego, que el artista denominó “Prometeo”, el que debe estar en su lugar original todavía, sólo que cubierto de pintura por órdenes de algún inculto al que le pareció sencillamente feo. Este Mural presentaba en primer plano a Prometeo con la cabeza y los brazos abiertos incendiados, como entregando al pueblo la luz, símbolo de la sabiduría. Esas instalaciones sobre la calle de Gómez Farías, cuando la Escuela se cambió en 1966 a su flamante edificio de Colón, fueron ocupadas sucesivamente por la Escuela Preparatoria, la Escuela de Psicología y la de Odontología. Por último, la mencionada porción de edificio, que siempre desentonó con el estilo del edificio todo y cuyo destino era de carácter emergente, fue ocupado, y continúa siéndolo hasta la fecha, por oficinas administrativas. El 6 de Abril de 1957, cuando dos generaciones más ya estaban con nosotros, recibimos la importante visita del Lic. Adolfo López Mateos, quien era Secretario del Trabajo y a su vez Candidato a la Presidencia de la República, y quien a instancias de nuestras autoridades había aceptado ser Padrino de nuestra generación, trayéndonos de regalo a cada uno de sus ahijados un soberbio maletín y un estetoscopio. Existe una fotografía histórica de ese acontecimiento, la que fue sacada en la banqueta, teniendo como fondo la puerta de nuestra escuela. Esa foto se exhibe actualmente en el museo dedicado al Lic. Adolfo López Mateos en Atizapán, su tierra natal. Allá me la fui a encontrar en una visita del Colegio de Cronistas hecha a la Unidad del Valle de México, emocionándome hasta las lágrimas. Recorte de un periódico en que aparece la primera generación de médicos egresados de la Escuela de Medicina en la celebración del 20º Aniversario de su fundación. (foto cortesía de la cronista) Y por fin entramos al hospital, habiéndonos acondicionado como internos un amplio cuarto con baño que fue dividido con mamparas en cuatro secciones: en las dos del fondo quedaron dos camas en cada una, en una del frente había un pequeño recibidor con tocadiscos y una grabadora -que usábamos para los programas de radio, y en la otra, un escritorio con su silla. ¡Era maravilloso!, y allí nos quedábamos muchachas y muchachos juntos cuando así nos tocaba la guardia, pues en la sala de Maternidad, al principio sólo aceptaba estudiantes mujeres, tanto que el mismo Dr. Luciano Pichardo que había estudiado en París decía un poco alarmado que aquél parecía cuarto de estudiantes franceses, lo cual nos halagaba; pero quienes nos traían asoleados eran las monjas que no salían de su espanto, y sabíamos que nos espiaban, tanto que un día en que estábamos todos, vimos una silueta dibujada detrás de la puerta, la que abrimos de repente y una monjita con cara de inocente cayó frente a nosotros en medio de festivas risas. Desde ese día nos dejaron en paz. Primera generación de la Facultad de Medicina de la UAEM. En el grupo encontramos a la Dra. Ma. Eugenia González, Dr. Macedonio Contreras, Dr. Sergio Montes de Oca Gomeztagle, Dra. Yolanda Mancilla de Vega, Dra. Mireya Ramírez Arellano, Dr. José A. Hernández Galván, Dra. Estela Ortiz Romo y Dr. Luis Humberto López Rodríguez. (foto cortesía de la cronista) Algo muy grato de recordar fue nuestra primera celebración del “Día del Maestro”, pues los alumnos ya de tres generaciones, organizamos una fiesta que resultó inolvidable para todos: éramos pocos y todos conocidos; los maestros también jóvenes , tenían una relación muy íntima y amistosa con nosotros de tal modo que esa celebración y las que le siguieron, porque no faltaba el motivo, fueron fantásticas: unos de aquellos maestros sabían tocar algún instrumento que les quitaban a los músicos y eso se ponía de locura. Pero ese idilio con la Primera Generación lamentablemente se deterioró por un tiempo, cuando los alumnos nos pusimos pesados porque pedíamos que los maestros del 4º. año en adelante fueran profesionales reconocidos en su especialidad, aunque no fueran de aquí. La exigencia de los alumnos, quienes por razones obvias siempre supimos que nuestra petición iba a ser escuchada, orilló de pronto a que las Autoridades Universitarias consideraran la expulsión de los “alborotadores”, incluso para calmar los ánimos se ofreció a algunos, apoyo para que se fueran a estudiar a otra universidad, amenaza que no se cumplió y ni el supuesto apoyo fue aceptado, porque en el bisoño Consejo Universitario, (yo fui de representante a esa sesión), el Lic. Enrique González Vargas, Director de la entonces Escuela de Leyes, llamó a la cordura diciendo que: “...Los adultos estamos obligados a ser más sensatos que los jóvenes, y en esta ocasión, ellos tienen la razón...” Allí empezó, para nuestro beneficio y el de la Escuela en general, la contratación temporal de maestros que venían a darnos clases o bien nosotros íbamos a la ciudad de México a tomarlas, asistimos por ejemplo al Centro Dermatológico “Pascua” con los Dres. Latapí y Juárez; a la Secretaría del Trabajo con el Dr. Miguel Roldán, al Servicio Médicoforense del D. F. con el Dr. Gilbón Maitret, y al Hospital Psiquiátrico “La Castañeda” a tomar clases y realizar prácticas bajo la guía de los Mtros. Jiménez Bonet y Raúl Macías, sólo hablando de los nombres más destacados incluso a nivel nacional, circunstancia que fue desapareciendo con el tiempo, cuando a las primeras generaciones nos mandaron a estudiar distintas disciplinas para que regresáramos como docentes. Entonces también se dio la coyuntura de los primeros Exámenes de Oposición de quienes al ganarlos fueron los posteriores titulares de esas cátedras y nuestros héroes: allí estaban ellos: el Dr. Guillermo Ortiz Garduño (Gastroenterología), el Dr. Miguel Betancourt (Ginecología y Obstetricia) y el Dr. Guillermo Salgado (Cirugía en Perros), jóvenes que contendieron con médicos toluqueños experimentados y prestigiosos. Nunca olvidaremos esos difíciles días en que se evidenció el valor de la solidaridad y el arrojo. La generación fundadora, queriendo hacer historia, como le correspondía, apoyada ya por las siguientes de ellas, editamos muy orgullosos un periódico que denominamos “Patécatl”, yo tenía una sección muy crítica que se llamaba “Pildorazos, por Pildorita”, y me sentía la gran cosa, hasta que algún conocedor nos bajó del cielo haciéndonos saber cuando salió el tercer número del periódico, que “Patécatl” era en realidad el nombre del dios náhuatl del pulque y que “Teopatl” era el del Dios de la Medicina. Fue tal la sorpresa y la vergüenza de haber cometido ese error que se suspendió para siempre la emisión de tal publicación. Mas como al fin la Medicina no sólo es ciencia, sino también arte, incursionamos también en el teatro, presentando algunas obras en el foro que solíamos improvisar en el aula de Anatomía; no nos fue tan mal pues fuimos a hacer sendas representaciones a las ciudades de Tenango y de El Oro, por invitación de autoridades escolares. En los dos últimos años no nos faltó introducirnos en el ámbito de la radio: todos los jueves presentábamos en la XECH, única radiodifusora de Toluca, un variado programa que se llamó: “Los Estudiantes de Medicina con el Auditorio”, en el que dábamos, entre otras cosas populacheras, consejos de salud, siendo nuestro casi único auditorio, (aparte de nuestros satisfechos familiares, amigos y demás) las marchantas del mercado, quienes llegaron a conocernos especialmente porque allí íbamos a reclutar, entiéndase corretear, a los perros que habían de servirnos para las prácticas de Cirugía en vivo. No queriendo cansarlos más, porque las anécdotas disponibles son incontables, tanto por lo numerosas como porque algunas verdaderamente son incontables, termino con la siguiente: un buen día, (como suelen empezar los escritores de verdad), apareció en el pizarrón de avisos el escueto anuncio que decía: “Clasificación General de Mujeres” y enlistaban a las siguientes: Miss. Universo, hermosas, bellas, guapas, bonitas, graciosas, simpáticas, regulares, feas, horribles, monstruos y las Compañeras de Medicina. Es cierto que teníamos la bien ganada fama de ser las “menos agraciadas” de la Universidad, pero nos consolábamos diciéndonos que en realidad no se puede tener todo, pero lo doloroso de esa situación era la poca caballerosidad de nuestros compañeros -por cierto igual de feos-, caballerosidad que las chicas más sentidas fueron a reclamar al inocente de Toño Mulhia, entonces presidente de la Sociedad de Alumnos, quien muy compungido pero con una risita burlona, se limitó a borrar el ofensivo letrero. Ocho salimos de la primera generación, cuatro mujeres y cuatro hombres, pero nuestra lucha no había terminado allí, pues cuando nos fuimos en busca de trabajo o de un posgrado, sufrimos cierta discriminación porque nuestra Escuela ni siquiera era conocida; decían ¡Ah sí, la escuela de Toluca!, y teníamos qué aguantar y ganarnos a pulso el lugar y el respeto, mas con el privilegio de haber sido más para bien que para mal, de la primera generación, e ir con nuestros Maestros Fundadores abriendo camino y superando deficiencias y necesarias improvisaciones, nos hicimos de una coraza tal que nos ayudó a sortear victoriosamente todas las vicisitudes, de tal modo que podemos considerarnos triunfadores y vivir con la frente muy en alto por ser egresados de esta insigne Facultad con la que nos unen lazos entrañables de amor, de agradecimiento, de orgullo, pertenencia y de total identidad. INTEGRANTES DE LA PRIMERA GENERACIÓN DE MÉDICOS EGRESADOS DE LA UAEM (fotos cortesía de la cronista, tomadas de los títulos profesionales)