Inspirada en un hecho real, Los años verdes se centra en la figura del protagonista, Makoto Kawasaki, joven de buena familia marcado por su singular carácter, por su escasa empatía social y por la conflictiva relación con su padre. Una vez desmovilizado tras la derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial, Makoto, nihilista frente a la sociedad, resentido frente a la familia, se embarcará en una espiral autodestructiva presidida por una morbosa obsesión por el dinero y la fascinación por la muerte. Yukio Mishima Los años verdes ePub r1.0 German25 14.10.14 Título original: Ao no jidai Yukio Mishima, 1950 Traducción: Rumi Sato & Carlos Rubio Diseño de cubierta: Manuel Estrada Editor digital: German25 ePub base r1.1 Prólogo del autor —¿No te parece algo anticuado esto de seguir la costumbre de empezar una novela con un diálogo entre el autor y su amigo? —Claro que sí. En todo caso, nosotros no podemos libramos de ser personas un poco anticuadas. —Por cierto, ¿encaja en algún modelo el protagonista de esta última obra? —Naturalmente. Es un tal Akitsugu Yamazaki del Club Hikari[1]. —¿Y el argumento? ¿Qué clase de historia vas a encasquetar en la cabeza de este personaje? —Será la historia de un hombre que no duda. Es un argumento complejo, pero te puedo dar algunas pistas. Veamos. Si uno duda de todo, acaba siendo un filósofo al que no le queda más remedio que encerrarse en su estudio. Si, por el contrario, uno no duda de nada, podrá saborear una felicidad a ras de tierra. Mi protagonista, sin embargo, pondrá un coto a sus dudas dentro del cual jamás dudará. Así, sus actos nunca pasan de proyectos, unos proyectos que no puede interrumpir ni tampoco dejar de tener. De lo que no duda es de la verdad y de la autoridad universitaria. A veces descubre una vulgaridad que él mismo no sospecha que está dentro del coto de sus dudas. Sin embargo, lo verdaderamente ridículo de esa vulgaridad encerrada en el coto de sus dudas es que puede beneficiar grandemente su conducta heroica, una conducta igualmente confinada en el coto de sus dudas. De esa forma, por la misma razón que ataca a Maquiavelo, se convierte en maquiavélico. Si un joven intenta preservar su pureza, la vía más inteligente puede ser seguir el ejemplo de Maquiavelo, aunque, por supuesto, la vía más inteligente no tiene por qué ser la mejor… —Entonces, vamos a ver… ¿qué pretendes escribir, una novela satírica o una historia heroica? No me parecen compatibles… —Tienes razón: no lo son. Lo que quiero escribir es una novela de hechos falsos, una especie de mito heroico, pero falsificado a conciencia. Si el ser humano tiene que comprender como actúa y no debe actuar como comprende, entonces podemos decir que mi protagonista será un hijo ilegítimo de la comprensión. —¿Un hijo ilegítimo al que vas a legitimar tú? —Eso todavía no lo sé. Capítulo 1 Makoto Kawasaki nació en la ciudad de K, provincia de Chiba[2], en 1923. El año 1923 equivale al año 12 de la era Taisho[3]. Fue el año 18 de la era Showa[4]. cuando en la ciudad de K quedó establecido el régimen municipal. Este antiguo pueblo de pescadores, al que baña la bahía de Tokio, está situado en el suroeste de la provincia de Chiba, frente a la región de Keihin. Desde finales del periodo Edo[5] la gente de la capital acudía aquí al reclamo de su vida nocturna. También es célebre por ser el lugar donde se enamoraron a primera vista los protagonistas de la obra Yowanasake ukinano yokogushi, de Jõkõ Segawa[6]. Hacia el año 7 u 8 de la era de Showa se iniciaron las obras de drenaje del cauce inferior del río Obitsu donde, al final, acabaron construyendo un aeródromo. Desde entonces, la ciudad de K estuvo asociada a la base de operaciones de la aviación naval. Sin duda, gracias a esa circunstancia, había adquirido el estatus de ciudad. K es una ciudad donde tradicionalmente ha habido un elevado número de niños con deficiencia mental. Tal vez haya sido la consecuencia genética de aquel apreciado rótulo que ponían en los viejos tiempos a esta ciudad: «Lugar de libertinaje». Pero en tal ciudad, el clan de los Kawasaki era un mirlo blanco en una bandada de cuervos. Una distinción apoyada tanto en el linaje como en la inteligencia y escrupulosidad moral de esta familia. En la época de nuestros abuelos se pensaba que inteligencia y moral convivían naturalmente juntas en una misma persona. Una opinión, por lo demás, todavía dominante en algunas regiones. Tsuyoshi Kawasaki, el padre de Makoto, era en su ciudad el último dios superviviente gracias a viejas creencias como ésa. Este antiguo dios gozaba de una existencia honrada. Una fortuna con visos de prolongarse mucho tiempo. El abuelo de Makoto había sido un médico al servicio del señor feudal de Sanuki, en las afueras de K, y su hijo, Tsuyoshi, le había sucedido en el oficio. En cualquier caso, resulta difícil evitar cierta debilidad en una eminencia intelectual. Dejando a un lado el caso de Tsuyoshi, cuyo carácter parecía haber sido fabricado con el molde «natural» de la moral, el clan de los Kawasaki, en esta ciudad de nivel intelectual más bien bajo, descollaba como si se tratara de una especie vegetal cultivada para realizar con ella algún experimento de botánica. Tanto era así, que un vecino, dedicado a la pesca y tal vez desesperado por tener tres hijos que eran malos estudiantes, dejó correr el rumor de que los Kawasaki habían tomado en el más estricto secreto cierto brebaje importado clandestinamente desde Alemania a fin de tener hijos inteligentes. Fuera esto cierto o no, la madre de Makoto, dotada de una gran intuición pero no sobrada de inteligencia, empezó a sentir cierta preocupación de que su hijo, a medida que crecía, iba perdiendo no sabía qué naturalidad en su carácter. La casa de los Kawasaki estaba cerca del puente de Shinden, en el cauce inferior del río Yana que recorría la parte sur de la ciudad con una anchura de cinco o seis ken[7] de aguas claras. La fachada de esta sencilla casa de dos pisos y con el gran portón de entrada flanqueado de dos pilares de piedra revelaba a primera vista la modestia e integridad del cabeza de familia, un hombre incapaz de beber ni siquiera una copa de sake. El único exceso de este hogar consistía en pescar gobios desde la terraza que colgaba sobre el río. La playa, a la que se podía acceder directamente siguiendo la ribera del río, no era adecuada para bañarse. Tsuyoshi, por eso, solía llevar en verano a sus tres hijos a la playa de Torizaki, para lo cual tenía que atravesar la ciudad en dirección norte y llegar al mar dando un rodeo. A Makoto se le quedó impreso en la memoria cierto día de verano en la playa cuando apenas era alumno de la escuela primaria. Le habían puesto sobre su cuerpo desnudo una prenda llamada «bañador» semejante a la vestida como ropa interior por los monjes debajo del hábito. Ese día recordaba ir corriendo afanosamente detrás de su padre y de sus dos hermanos mayores que él. Éstos, no sólo evitaban llevar de la mano a su hermano pequeño, sino que, además, se negaban a aflojar el paso. Cualquiera de esos dos gestos de cariño hacia su hermano pequeño hubiera merecido sin ninguna duda la censura paterna. Makoto tenía la costumbre de apresurarse hacia la papelería donde solía comprar su familia y plantarse delante de la entrada. Allí, del alero de la tienda, colgaba como reclamo de venta un lapicero gigante. Cada vez que hacía esto, su madre razonaba así: —No, hijo, no. Ese lápiz no se vende. Debes estar contento con los lápices importados que te hemos comprado. ¿Qué es lo que te hace poner ese mohín de disgusto? ¿Eh, Makoto? Hasta nuestro emperador nos da ejemplo de sobriedad, ¿verdad? Todavía me acuerdo de lo que dijeron una vez de él: cuando era príncipe usaba lápices japoneses de la marca «El águila». La insistencia de Makoto en que le compraran el lápiz gigante provocaba la risa en las dependientas de la papelería y la confusión en su madre. A aquel lapicero hexagonal, del grosor de una chimenea pero que pendía de un hilo, lo mecía una brisa que le hacía mover su afilada punta de grafito y mostrar las letras de deslumbrante brillo dorado de sus seis lados cubiertos de lustroso papel verde. Por mucho que apresurara el paso, siempre detenía sus pies de niño calzados con geta[8]. delante del gran lapicero. «Me dicen que no está en venta. Pero ¿quién le habrá puesto tal excusa a este lápiz? ¿Por qué no puede ser mío? ¿Qué narices se interpone entre este lápiz y yo, que me impide tenerlo?». Esa falta de naturalidad, motivo de preocupación materna, se echaba de ver en esta forma de pensar que, por otro lado, podría no ser ni más ni menos que la consecuencia del deseo caprichoso de un niño acostumbrado ti tener siempre lo que desea. Así y todo, el punto en el cual Makoto se diferenciaba de los demás niños cuando se encaprichan, por ejemplo, con un tren para poder jugar con él, era que su deseo, el deseo de este gran lapicero de cartón, carecía por completo de finalidad. Debía de ser una premonición de que en su alma de niño no había rastro de poesía. Su hermano del medio, incapaz de quedarse de brazos cruzados ante la actitud de Makoto frente al lapicero, volvió para agarrarlo fuertemente de la mano y murmurarle al oído: —¿Qué estás haciendo? Padre te va a reñir, ¿eh? Makoto alzó la mirada de sus bonitos ojos redondos. No era un niño especialmente guapo, incluso el fino caballete de su nariz restaba puerilidad a su expresión; sin embargo, sus pupilas poseían una negrura de una limpidez deslumbrante. Ese rasgo le hacía destacar del resto de los niños cuyos ojos solían tener una especie de velo de somnolencia. Pero la advertencia de su hermano llegó tarde. Su padre ya estaba allí. A la sombra del ala del sombrero de paja, el semblante de Tsuyoshi parecía sombrío y terrible matizado por el reflejo de una calle donde reinaba un sol ardiente. Bajo su barbilla, el barboquejo de su sombrero estaba atado escrupulosamente y sus dos puntas caían a derecha e izquierda del nudo exactamente con la misma longitud. —¿Qué es lo que pasa, Makoto? Pero Makoto no podía contestar. Sus rodillas temblaban. El hermano mayor, más cruel, tomó su lugar y fue quien contestó sin temor: —Este crío siempre está dando la lata a madre pidiéndole ese lápiz. Fue entonces cuando sucedió algo imprevisto. Tsuyoshi, que se había mantenido callado y sin mirar siquiera la cara de su hijo, entró de repente en la tienda y se puso a negociar con el dueño la compra de este lápiz que «no estaba en venta». El dueño, sin duda conmovido por tratarse de la petición cara a cara de alguien tan respetable, consintió en vendérselo con mucho gusto. Después de recibir cierta cantidad de dinero, ordenó a una dependienta que descolgara el enorme lapicero y lo pusiera en los brazos del niño, completamente desconcertado ante una suerte tan inesperada. Makoto, desde detrás del gigantesco lapicero que llevaba en brazos, miraba comparando la expresión de su padre y de sus hermanos. Éstos, aún más asombrados que Makoto, contemplaban a su hermano con los ojos como platos, mientras que su padre desviaba la mirada con un gesto malhumorado. Makoto, que a pesar de su mente infantil comprendía ya las contradicciones del cariño paterno, estaba dispuesto a darle las gracias y a volver a casa solo; pero entonces volvió a ocurrir algo extraño. Fue que el padre, con el bañador, calzado con las geta y tocado con su sombrero de paja, le dio la espalda, esa espalda corta y recia de tercer dan de judo, y se puso a caminar de nuevo como si nada hubiera pasado. Sus dos hijos, con las mismas trazas pero en versión reducida, siguieron su ejemplo. Ante lo cual, Makoto, el más pequeño, no tuvo más remedio que seguirlos cargado con el lapicero gigante de cartón en los brazos. Unos segundos antes se había conmovido fácilmente ante la muestra de amor paterno, estimándola como superior a la materna. Pero ahora su cara de niño de seis o siete años reflejaba serias dudas. «¿Qué estará pensando mi padre? ¿Tendré que aguantar este peso hasta la playa?». Así, poco a poco, el nuevo tesoro empezó a oprimir más y más al débil niño. Por la costa asomaban unas enormes nubes de verano. En el pueblo reinaba el silencio y apenas se veía gente en la calle. Las tiendas de ropa de aquellos tiempos, aunque situadas en una ciudad pequeña y provinciana como ésta, tenían en la entrada sus cortinas teñidas de azul oscuro en cuya parte superior mostraban unas letras blancas indicando la razón social de la tienda. Estaban recogidas con una piedra y proyectaban sobre la calle una profunda sombra de color añil. Las golondrinas, como disparadas por invisibles armas, volaban alocadamente en todas las direcciones. A pesar del escaso movimiento que se veía fuera, las personas que pasaban por la calle central saludaban respetuosamente con una inclinación de cabeza a Tsuyoshi, por lo cual cada miembro de este grupo de bañistas debía corresponder inclinando constantemente la cabeza. Todos los transeúntes se sorprendían ante el monstruoso lapicero que portaba el más pequeño del grupo, y después se sonreían. Hasta alguien, de aspecto amable, sin duda al corriente del asunto, dijo: —¡Vaya! Por fin, se ha cumplido tu deseo. Estarás contento, ¿no? Pero el pequeño tenía bastante con aguantar el peso de su regalo, que casi le hizo caer, y con seguir el paso de sus hermanos, que más de una vez lo obligaba a corretear. Por fin, llegaron a la playa. Tsuyoshi, todavía sin decir nada y con la expresión de malhumor, le dio una gaseosa a Makoto, que bebió deprisa y casi atragantándose. En la ciudad de K la gente suele nadar muy bien. No resulta exagerado afirmar que no hay quien no sepa nadar. Incluso corre por ahí una anécdota, difícil de creer, sin embargo, según la cual un comerciante de arroz, natural de esta ciudad de K, se fugó una noche al quebrar su comercio en el barrio tokiota de Shiba. ¿Cómo lo hizo? Se ató sobre la cabeza un hato con los bienes que le habían quedado y cruzó a nado la bahía de Tokio hasta llegar a K. Makoto era tan lento en aprender a nadar que su padre se impacientaba con él; sus dos hermanos, en cambio, que eran chicos simplones en todo, habían aprendido a nadar bien ya desde pequeños. Cuando llegaron a la playa, Makoto imaginaba que iban a ponerse a nadar enseguida, pero su padre había alquilado una barca desde la que llamó a sus dos hijos mayores y a Makoto, que seguía sujetando el lapicero con sumo cuidado. Cuando la barca se hubo adentrado en el mar, el padre, obstinado como nadie, se decidió por fin a hablar directamente a su hijo pequeño: —Bueno, ¿lo has entendido ya, Makoto? Aunque se desee algo, un hombre tiene que saber aguantarse. De lo contrario, ocurre lo que te ha pasado a ti. ¿Qué? Ha sido dura la lección, ¿verdad? Bien, si has entendido, no vas a necesitar más ese monstruo de lápiz. Así que tíralo ya al mar. Esta lección, semejante a una fábula, procedía del dandismo anticuado de Tsuyoshi, pero resultaba ineficaz como instrumento de transmisión de una moraleja a un simple niño. Tal vez por eso, Makoto respondió con un gesto de rechazo y apretando con fuerza contra su pecho el lapicero, que empezó a crujir ante la fuerza desesperada del niño. Cuando el padre hizo una señal a los dos mayores, éstos, peones fieles, levantaron el cuerpo del pequeño abrazado al lápiz, y fingieron que iban a arrojarlo al mar. Solamente entonces, Makoto, aterrorizado, soltó su precioso regalo. El padre enderezó la barca hacia la playa. Los dos hermanos mayores se mantenían callados, con la expresión entre excitada e indiferente. Makoto, por su parte, con la barbilla apoyada en la popa de la barca, seguía con la mirada cómo se alejaba el lapicero flotando entre las olas. Esta visión desoladora parecía deshacerle el cuerpo por la tristeza, resultándole imposible mantenerse recto. —¡El cuerpo recto! ¡El cuerpo recto! Le pareció escuchar esta frase tan repetida por su padre, pero no: Tsuyoshi continuaba callado, obstinadamente callado. El lápiz de cartón parecía que iba a hundirse cuando cayó, pero salió a flote y se mantuvo jugando al escondite con las olas que lo zarandeaban sin piedad de acá para allá, haciéndole mostrar los lados cubiertos de lustroso papel de color verde con letras doradas. Este tesoro, fruto de un capricho, puesto en las manos de Makoto como llovido del cielo, ahora se alejaba con rapidez para siempre. Finalmente, cuando la barca llegó a donde ya se podía distinguir la cara de los bañistas de la playa, el tesoro acabó desapareciendo de la vista. Tal era el método empleado por Tsuyoshi para educar a sus hijos. Estaba suficientemente convencido del efecto educativo que tenía enseñar el autodominio masculino. Además, le complacía especialmente pensar que el dinero pagado en la papelería por nada a cambio de educar a su querido hijo era una prueba de que no era un padre mezquino. El primer suceso grave aparecido en la prensa y del cual Makoto guardaba memoria (porque los asuntos acaecidos en Tokio sólo llegaban a K a través de los periódicos) fue el relativo al asesinato del primer ministro Hamaguchi el año 5 de Showa[9]. La Guerra de Manchuria al año siguiente, el 6 de Showa, y el incidente del 15 de mayo del 7 de Showa carecían todavía de interés para Makoto[10]. En cambio, el suceso del 26 de febrero del 11 de Showa[11]. resultó ser inolvidable. Makoto cursaba el primer año de la escuela secundaria de K, y Yasushi, un pariente lejano que había suspendido el examen de ingreso a la academia militar, se había incorporado al mismo curso que Makoto y, por simpatizar mucho con el ejército rebelde, había sabido inspirar en Makoto admiración por el heroísmo de los rebeldes. Es una pena que no se haya indagado públicamente la Influencia que aquel golpe de Estado ejerció en la mente de los muchachos de entonces. Éstos aprendieron de aquel suceso el sentido cabal del concepto de «fracaso». Yasushi fue el encargado de infundir en este nuevo concepto una carga de heroísmo sentimental que ni en la escuela ni en casa se le había enseñado a Makoto. Un malentendido es evidentemente responsable de que el sentimentalismo sea atribuido por lo general al temperamento femenino. Pero lo sentimental, esa capa de maquillaje que cualquier hombre rudo y simple se coloca sin darse cuenta en el corazón, es un atributo masculino. La prueba está en la indignación que sienten los hombres, que detestan que se los tome por personas simples, cuando los llaman sentimentales. Makoto tenía la sensación de que ese amaneramiento llamado sentimentalismo no casaba con él tan bien como con Yasushi. O tal vez, se preguntaba, «¿existía un heroísmo que no fuera sentimental?». Ser capaz de enjuiciar una situación con lucidez y sin jamás llegar al fracaso, ¿no era acaso una cualidad contraria a la definición del heroísmo? Capítulo 2 En este heroísmo, producto del invento incierto de un alumno del primer año de la escuela secundaria, se observaba una especie de amenaza de sombra; sin embargo, también Makoto podría haber llegad a ese concepto del heroísmo por instigación de la misma sombra. Lo cierto es que esta noción de heroísmo no era en definitiva más que una suerte de individualismo aprendido de la sociedad circundante. Estas reflexiones adoptaban ya entonces el tono que Makoto habría de utilizar años después. Así como las personas aprenden el individualismo de una sociedad en estado normal, igualmente el adolescente, antes de eso, aprende el heroísmo de una sociedad anormal. El aumento de la amplitud de vibraciones de una sociedad provoca convulsiones en el individualismo. El heroísmo es, así, un individualismo armado en defensa propia y también un individualismo que grita elocuentemente contra la sociedad misma. Y de tanto gritar, los adolescentes que maduraron en la década de los treinta acabaron quedándose roncos. Cuando Makoto pasó al segundo curso de la secundaria, su hermano del medio estaba en el quinto curso. Llamaba la atención que los tres hermanos Kawasaki fueran los primeros del curso respectivo y los delegados de su clase. Era como si hubieran sido fabricados con un molde. En la escuela primaria eran los únicos que iban a clase con hakama[12]. Daba la impresión de que esta prenda de vestir, convertida con ellos en emblema del pedigrí y de la inteligencia de la familia Kawasaki, no estaba reservada a ningún otro niño. Makoto se llevaba bien con su hermano del medio, sobre todo en comparación con el hermano mayor. Cuando iban los dos a la secundaria de K, volvían juntos a casa cada vez que coincidían al salir de clase. Un día de principios de verano, su hermano del medio lo acompañó de escolta, pues corría el rumor de que unos chicos algo violentos de quinto curso estaban al acecho en el camino a casa. Mientras caminaban por la carretera provincial, vieron cómo se acercaba en dirección contraria una pobre demente de unos cincuenta años. Conocida por sus obscenidades, la llamaban «la vieja soldado». Cada vez que se encontraba con un soldado, lo detenía para preguntar por un hijo suyo que no existía. Mientras el soldado buscaba con apuros cómo contestar, la mujer, a pesar de su edad, se exhibía con coqueterías indecentes. Siempre llevaba colgado de la mano un envoltorio con porquerías, a pesar de lo cual iba vestida con pulcritud y maquillada con discreción, aunque el carmín le sobresalía ligeramente de la línea de los labios. Cuando se cruzaron con «la vieja soldado» y recibieron un saludo realizado con mucha cortesía, los dos hermanos se miraron y se rieron por lo bajo. Justo en ese momento se oyó desde atrás el sonido retumbante y el pitido de alarma de un vehículo que podría ser un camión militar. En efecto, al volver la cabeza, los dos hermanos vieron cómo un camión del ejército abarrotado de soldados se abalanzaba hacia ellos. Tuvieron tiempo de echarse a un lado de la carretera. «La vieja soldado», en cambio, al darse cuenta de la presencia de los soldados en el camión a escasos diez metros de ella, se lanzó sin vacilar contra el vehículo gritando: —¡Eh, señores soldados! El conductor no tuvo tiempo de esquivarla y el camión atropelló a la pobre mujer, parándose por fin en seco en la misma dirección en que venía ella. Los soldados, ante la sacudida brusca del frenazo, cayeron desordenadamente. El conductor, un soldado joven de cara pálida, se bajó de la cabina y preguntó a los hermanos si eran familiares de la mujer atropellada. Al escuchar la respuesta del hermano del medio, el conductor recobró el ánimo y aplacó las protestas ruidosas que venían del interior del camión diciendo con tono resuelto que se trataba de una loca. El hermano del medio se asustó cuando vio que Makoto no estaba a su lado. Miró alrededor y lo vio entre los soldados que formaban un espeso corro alrededor del cuerpo atropellado. Con una expresión pavorosamente serena, incluso con un aire de orgullo, Makoto contemplaba absorto la masa de carne que todavía se movía mientras perdía el aliento. Se sentía a gusto y feliz de verse a sí mismo capaz de presenciar una escena tan horrorosa sin inmutarse para nada. «Así se muere la gente…, así, moviendo los dedos con dificultad, como un bebé…». Makoto observaba el cadáver con detalle e imprimía todo en su mente. Había adquirido el conocimiento de cómo muere una persona. Más tarde recordaría con la satisfacción de una fidelidad borrosa y del deber cumplido que durante esos minutos había podido mantenerse como observador impávido. Se halló a sí mismo en poder de una especie de suprema exaltación. Su hermano, ligeramente aterrorizado, sentía que era su deber acercarse al corro y tirar de la mano a Makoto. Por fin, armándose de valor, se aproximó a Makoto y lo puso de camino de regreso otra vez por la carretera. Después de ver unas mariposas de la col revoloteando por la carretera, se tranquilizó un poco y preguntó a Makoto: —¿Cómo tuviste agallas para quedarte mirando una cosa así? —Es que quería saber cómo se muere la gente —repuso alegremente Makoto mirando a su hermano. Esta contestación dejó al hermano mudo de asombro. El año 12 de Showa, Makoto pasó al tercer curso de la escuela secundaria. En julio de ese año tuvo lugar el incidente del puente de Roko[13]. Años más tarde, esa escuela secundaria llegaría a ser célebre por la excelencia de sus ejercicios militares. Especialmente, algunos deportes atléticos como la carrera de velocidad y el salto de altura alcanzaron un nivel tan alto que sus practicantes consiguieron el primer premio en los campeonatos de Jingû. También era una escuela destacada en la sección de moral cívica. Makoto era el delegado de su clase y, al mismo tiempo, el encargado precisamente de la moral cívica. Parecía cumplir todos los requisitos para el cargo: las rayas de su uniforme escolar aparecían todos los días perfectamente marcadas, el cuello del uniforme jamás estaba sucio, las uñas siempre bien cortadas y el cabello limpio con corte a cepillo. No sólo eso: sus calcetines tenían remiendos, nunca agujeros; y la cartera de los libros había sido heredada de su hermano mayor. Cuando se cruzaba con alumnas del instituto femenino, hacía todo lo posible por no mirarlas, para lo cual caminaba sin parar con la expresión arrogante como si quisiera mostrarles su desdén. La frialdad de su expresión era acentuada por la delgadez del caballete de su nariz, lo cual aumentaba la antipatía que provocaba entre las chicas. Pero, a decir verdad, si Makoto no las miraba a la cara, era porque temía enrojecer de vergüenza. Sería faltar a la verdad decir que la generación que alcanzó la adolescencia en la década militarista no había tenido tiempo de pensar en las chicas. Lo que sí es cierto es que aquellos adolescentes pensaban que el amor, las chicas y cosas por el estilo resultaba todo demasiado llamativo y especial para su energía dividida entre la turbación natural de la adolescencia y la confusión del ambiente. Makoto, aunque a veces se mostraba tenso en el desempeño de sus obligaciones como responsable de la moral cívica, al mismo tiempo, cuando tenía que informarse sobre detalles de aventuras amorosas ajenas, empezó a sentir el mismo placer intelectual que debe de sentir un policía divertido al interrogar con curiosidad a un criminal. La misma naturaleza capciosa de las preguntas hechas descubría inesperadamente la ingenua intención del propio interrogador. Rápidamente Makoto se dio cuenta de que, a la hora de advertir a sus compañeros «inmorales», lo primero era necesario adoptar una actitud amable y que pareciera salir del fondo del corazón. Por eso, cuando un día escuchó a un compañero de curso, cuyo nombre figuraba en la lista negra de la clase, hablar con cariño de su amor, dio un ligero suspiro y le dijo: —Lo que pasa contigo es que llamas mucho la atención. Pero, bueno, a mí también me gusta llamar la atención aunque no lo creas, ¿eh? Este compañero maleducado, que llevaba desabrochado el cuello del uniforme en contra de las advertencias recibidas repetidamente, enseguida torció la boca y soltó una risa sardónica porque la forma de expresarse de Makoto le había revelado su verdadera intención, una intención propia de su edad. —¡Puf! ¿Llamar la atención tú? ¡Vamos, no me hagas reír! A la edad de Makoto esta reacción humillante de un compañero afectaba mucho. Se levantó con el semblante pálido, se mordió los labios y no dijo nada más. La piel delicada de su frente traslucía su nerviosismo y dejaba ver la curva de unas venas que parecían de adulto. «¿De quién es la culpa de una humillación como ésta? ¿Quién tiene la culpa de que me hayan educado así? Mi madre es débil y no tiene la culpa… Es mi padre… Mi padre tiene la culpa de todo». La válvula de escape ideal para desahogar su malhumor se presentó esa misma tarde en la clase de redacción. El tema sobre el que debía escribir se titulaba «Sobre mi padre». Decidió estar lo más tranquilo posible y estuvo pensando un buen rato con la pluma apretada contra la mejilla. El profesor de redacción, acabada la clase, se quedó aturdido al leer lo que había escrito Makoto. Su letra era maníacamente ordenada, sin un solo trazo que se saliese de las casillas del papel cuadriculado. Decía así: «Sobre mi padre». Nombre del alumno: Makoto Kawasaki. Mi padre pasa por un hombre de carácter muy bueno y por persona de gran humanidad. Por supuesto que se trata de uno de los mejores médicos internistas de la provincia. Sin embargo, estoy preocupado por su lado anticuado y autosuficiente. No me parece de ninguna manera que mereciera graduarse en instituciones de tanto prestigio como el Colegio de Ichikõ y la Universidad Tõdai. ¿Era mi padre un hombre de buen carácter ya el primer día en que nació? Aunque no lo fuera, creo que es un gran error que los padres, movidos por amor, eduquen a sus hijos con rigor y traten de evitar que éstos cometan las equivocaciones que ellos cometieron varias veces. Los seres humanos sólo aprenden la verdad después de haberse equivocado ellos mismos. No puedo entender por qué mi padre se empeña en mantener a su hijo eternamente alejado de la verdad. O tal vez… Sí, también puedo pensar que está vigilando a su hijo para que no le robe la verdad, esa verdad que él alcanzó tras haber experimentado errores de varias clases. Mi padre tiene en su carácter muchas facetas detestables que la gente desconoce. Para empezar, es envidioso. Por ejemplo, el otro día mi padre, al que la gente toma por un hombre humanitario y de buen carácter, injurió con toda clase de palabras feas a un amigo suyo de infancia cuando se enteró por el periódico de que lo habían nombrado profesor en Tõdai. Me hizo sentir mal al escucharlo hablar así. También tiene envidia por sus hijos. Estoy dedicándome en cuerpo y alma a mis estudios en esta prestigiosa escuela secundaria de K porque simplemente tengo mucha fuerza de voluntad, no por obediencia a mi padre. «¡Vamos, padre, diablo del hogar, quítate de una vez esa máscara de hipocresía con que engañas a todo el mundo!». Creo que algo así es lo que me gustaría gritar. Después de la clase de redacción estaba la de educación física. Al grupo de Makoto le mandaron correr fuera del campo de la escuela. Mientras corría, Makoto tenía la sensación de flotar entre las nubes. Se sentía simplemente exaltado tras su primer brote de rebeldía. A la izquierda del camino que llevaba al monte Ota se veía la sombría edificación en ladrillo del matadero. Los chillidos de los cerdos que estaban siendo sacrificados hicieron reír al grupo de corredores. Pero Makoto no se reía por eso, sino por una idea que acababa de ocurrírsele y que le pareció muy emocionante. «¡Sí! ¡Seré profesor universitario! O mejor aún: profesor de Tõdai. Así la venganza contra mi padre será formidable. Se enterará de mi nombramiento por la prensa y me criticará con dureza». Esa forma de pensar de Makoto revelaba que todavía no sabía nada del mundo, al creer que lo que él odiaba eran los defectos del carácter de su padre. Al igual que ocurre con otros adolescentes, ignoraba que lo que odiaba en realidad era el amor mismo. Por su parte, el padre de Makoto, Tsuyoshi, como cualquier padre, albergaba desde hacía tiempo la esperanza ingenua de que alguno de sus hijos cumpliera el sueño que a él se le había escapado. Era una esperanza inconfesada incluso a su esposa, pero para la cual había pensado en Makoto, el que parecía más capacitado de los tres. Se trataba de que en el futuro llegara a ser profesor universitario, Así, el odio entre padre e hijo, entre estos dos cobardes incapaces de sincerarse el uno con el otro, se asemejaba a la escena de dos viajeros que nunca se habían visto antes y que se ponen a discutir por cualquier trivialidad sin saber que, un poco más tarde, cuando lleguen a su destino, van a ser presentados por un conocido común. Aunque tardamos mucho en darnos cuenta, la verdad es que odiamos a nuestro padre porque es la persona que más se parece a nosotros mismos. En esto Makoto tampoco era la excepción. Además, estaba el parecido físico, pues no hay cosa más desagradable que llevar el parecido impreso en la cara. La fisonomía de Makoto, en efecto, era un retrato bastante fiel de la paterna. A pesar de que la constitución física de uno y otro, tanto en altura como en grosor, era casi contraria, muchos rasgos faciales del hijo eran calcos de los del padre: las cejas claras, los pómulos salientes, los labios arqueados dando la sensación de inquietud, la barbilla muy firme. Las pupilas de Makoto, poco comunes y que irradiaban serenidad, y su cuerpo nervudo revelaban dos cosas: el capricho de un toque brillante y la torpeza de otro toque capaz de estropearlo todo, las dos pinceladas que un imaginario pintor hubiera podido añadir buscando originalidad tras haber imitado claramente una obra maestra. Tanto esa libertad casual como la torpeza natural serían motivos más que suficientes para embriagar al artista con el licor de su propia creatividad. A Tsuyoshi le preocupaban ciertas carencias que veía en el carácter de Makoto: osadía masculina, jovialidad ruda y rasgos así. Evidentemente, ni siquiera el mismo Tsuyoshi poseía esos elementos en su carácter. Y, de hecho, la práctica de judo, iniciada cuando era estudiante de bachillerato, estaba concebida como una especie de ejercicio preparatorio para vivir muchos años. La gente se limitaba a burlarse de su espíritu de previsión, un espíritu que, tal vez por ser hijo de médico, le hacía desinfectar y ponerse esparadrapo en cualquier herida por insignificante que fuera. Todo esto, bien mirado, podría darnos esa desagradable impresión producida frecuentemente por una persona que, a pesar de su saludable fortaleza, cuida en exceso de su salud. Makoto, por su parte, poseía un talento natural tan propenso a imaginarse desgracias o, exagerando un poco, calamidades, que su madre y hermanos lo llamaban, a modo de apodo, «el chico de los temores fantásticos». ¿No era eso debido a que él mismo era simplemente un poco más honesto que su padre? En realidad, la tendencia de Makoto a preocuparse excesivamente por el futuro tenía una vertiente contradictoria, la vertiente de un optimismo absurdo, algo parecido a lo que 1c ocurriría a alguien que, entusiasmado por los detalles del diseño de una casa, se hubiera olvidado de incluir la escalera para subir al piso de arriba. Por ejemplo, se divertía francamente anticipando de forma vaga pero real que su vida no habría de alargarse mucho por tener que ir a la guerra como soldado. Por su cabeza corrían pensamientos como: «¡Vaya!, sería gracioso que alguien con aspiraciones a ser profesor universitario acabara muriendo en el frente como un simple soldado raso…». Pensamientos como éste se convertían en ilusiones amenas, ingrávidas que, al igual que globos flotantes en el cielo, revoloteaban en su cabeza mientras realizaba las exigentes maniobras militares de la escuela con el fusil al hombro. Al atravesar el paso de Otome, se divisaban los tejados monótonos del acuartelamiento militar donde el grupo de Makoto iba a pasar la noche, en las dilatadas faldas del monte Fuji. Cada vez que, tras un desvío del camino, aparecían los tejados, su volumen se iba agrandando. Durante la bajada especialmente, las ampollas que le habían salido en los pies empezaron a dolerle más y más; su buen humor, sin embargo, por el simple hecho de saberse activo, no lo abandonaba. Su estado emocional parecía necesitar constantemente estar rumiando ideas como éstas: «Bajo aquel tejado, el tejado aquel blancuzco de cinc, podré descansar cuando llegue. ¿Y qué voy a encontrar bajo él si no es una almohada llena de chinches y una manta desgastada por el uso? Pero ¿qué más da? ¡Hasta allí! ¡Hasta allí! ¡Ah, qué fuerza tiene la esperanza para limitar y hacer pequeños a los hombres! ¡Y qué agradable cobardía es capaz de enseñarles!». No debe sorprender que impresiones como éstas nacieran en un muchacho del tercer curso de la secundaria con apenas quince años. Makoto, al igual que muchos otros adolescentes, confundía simplemente una idea con la admiración por su talento. Los alumnos del curso superior al suyo ocupaban los puestos superiores del grupo. Por eso, a Makoto, pese a ser el delegado de su clase, no le permitían dar órdenes a los demás alumnos. Tampoco le importaba, pues él prefería hacer los trabajos más duros. Así, el peso del fusil aplastándole el hombro y que parecía estar pegado a él y que, incluso, le mordía la carne a medida que pasaban las horas, le producía una sensación placentera, la sensación agradable de estar cumpliendo de manera clara y sincera con el deber tácito que le habían asignado. Cuando entraron por la puerta de la barraca militar, el delegado del grupo gritó a sus compañeros: —¡Marchen! Los alumnos, exhaustos de la larga caminata, zapatearon con desesperación. El monte Fuji al atardecer, erguido majestuosamente más allá del triste jardín de la barraca y de la línea ondulada de las montañas, presentaba un color rosado que impresionó a Makoto. Hasta la hora de la cena los alumnos se dedicaron a matar el tiempo limpiando sus armas, cambiando los brazales, dando un paseo o escuchando las conocidas historias de valor de los oficiales destinados en ese mismo lugar. Por su parte, Makoto, aliviado del cansancio y de la dureza de la marcha, recuperó su estado natural de muchacho totalmente carente de la jovialidad extrovertida de los demás. En ese estado se puso a limpiar sus armas. Enrolló en una varilla un trozo de tela impregnada de aceite, la introdujo en el cañón del fusil y se puso a mover la varilla una y otra vez. Mientras la movía, fue asaltado por un temor repentino y extrañamente complicado. «¡Ah!, me ha venido a la cabeza una preocupación», pensó y chasqueó la lengua. Cambió la tela impregnada de aceite por una nueva. «¡Vaya lío! Al día siguiente de haber escrito aquella redacción, sentí temor de que mi padre se enterara. Por eso le pedí a la mujer del profesor, con quien me encontré en la oficina de Correos de la calle Minamimachi, que no se la mostrara a mi padre. No quería humillarme pidiéndole esto al profesor mismo. ¡Ay, cómo siento ahora habérselo pedido a esa mujer! Ahora que lo pienso, es una persona que habla demasiado y, además, va a menudo a la consulta de mi padre por el beriberi crónico que padece. ¡Qué idiotez más grande he hecho! La tía ésa me prometió muy amablemente que cumpliría mi deseo, pero, pensándolo bien, lo que he hecho ha sido complicar el asunto sin ninguna necesidad. Ese profesor no suele ver a mi padre ni siquiera una vez cada dos meses. En cambio, su mujer va a su consulta una vez a la semana. Seguro que acabará sacando a relucir el tema. ¡Ay, qué tonto he sido! No quiero…». Esta vana inquietud se convirtió en una buena aliada de las chinches para no dejarle pegar ojo gran parte de la noche. El toque de diana al amanecer sacó a Makoto de un sueño que apenas había podido conciliar dos horas antes. La primera tarea de la mañana era rezar mirando en dirección al Palacio Imperial, vueltos a un jardín rebosante de cantos de pájaros. Makoto se sintió mal al pensar que su padre, en la misma dirección adonde ahora dirigía sus oraciones, debía de estar en ese momento todavía plácidamente dormido. Al volver a casa, no notó ningún cambio de actitud en su padre. Dedujo, entonces, que la esposa del profesor todavía no lo había delatado. Una vez tranquilizado, no tardó, sin embargo, en concebir un odio intenso hacia sí mismo que se sumergía en esa provisional calma. Salió de casa solo y se puso a vagar sin rumbo como un poseso. Llegó al centro de la ciudad. Mientras caminaba solo en medio del bullicio nocturno tuvo la sensación de que esa salida podría convertirse, si se topara con algún amigo alegre, en la noche absurda de un simple alumno estúpido de tercer curso de secundaria. Makoto, que concedía un gran valor en la vida a la reflexión (aunque, naturalmente, por ahora en su vida no había más que reflexiones), sentía que si no le daba vueltas en su cabeza al cúmulo de ideas depresivas que se le ocurrían, desaprovechaba las horas de esa noche. Precisamente su cultura brotaba del utilitarismo de sentimientos de este tipo. Por fin, dirigió sus pasos hacia el río Yana. Caminó por la orilla del río en dirección al mar. El cielo de la noche estaba nublado. Pese a tener el mar enfrente, Makoto tenía la sensación de que esa masa de agua era una fiera gigante y negra que lo observaba conteniendo el aliento. El olor a mar impregnaba el paraje y el estruendo de sus olas retumbaba en sus oídos como un presentimiento. Makoto, que empezaba a sentirse irritado por su debilidad, no pudo evitar derramar lágrimas mientras caminaba Sí, se puede llorar cuando es por uno mismo. «¡Qué ser tan débil soy y, pobre de mí, cuántas veces me siento presa del terror! Por primera vez trato de desobedecer a mi padre sin que se entere, pero enseguida me dejo dominar por la inquietud. ¡Qué cobardía! Es mejor la muerte. Alguien como yo jamás puede llegar a ser una persona respetable…». Finalmente se detuvo y clavó los ojos en el fondo del Ho, un río demasiado pequeño para poder buscar la muerte en sus aguas. Mejor en el mar. No tenía más que seguir avanzando sin volver la cabeza atrás, avanzar hasta meterse entre los dientes blancos y relucientes de esa fiera negra… Y acabar con todo. Al sentir cómo nacía en él la resolución de querer morir, descubrió un resquicio de valor en su impotencia que lo hizo seguir caminando con entusiasmo y con el rostro encendido. Al acercarse al mar, pero a una distancia en la cual su brisa no le había secado aún las lágrimas de los ojos, Makoto divisó a un hombre y a una mujer que caminaban pegados por la orilla del río. Solamente cuando se acercaron mucho pudo reconocer en la mujer a la esposa del profesor de redacción. —¡Ah! —exclamó ella, empujando suavemente al joven vestido con uniforme universitario y separándose de él rápidamente. Makoto respondió a esa exclamación con una expresión muy seria. A pesar de no haber prestado mucha atención cuando, como respuesta, inclinó la cabeza con el semblante grave, a la señora esto debió de parecerle muy significativo pues, al poco rato de cruzarse con él, volvió corriendo a donde estaba Makoto gritándole: —¡Señor Kawasaki! ¡Eh, señor Kawasaki! «¿Se habrá dado cuenta de mi intención de quitarme la vida?» —se preguntó Makoto, que aceleró el paso en lugar de contestar. Pero ella corrió aún más. —Por favor, un momento, tengo un favor que pedirle —dijo la señora. Makoto se sorprendió y por fin se detuvo—. Haga el favor de prometerme que no comentará con nadie haberme visto esta noche aquí, ¿de acuerdo? Si se lo dice a alguien, yo le contaré a su padre el asunto ese de la redacción. ¿Me lo promete, verdad? Makoto afirmó que sí con la cabeza. —Pues queda hecha la promesa… Por fin, la mujer sonrió débilmente. Era una sonrisa para ella misma. Había perdido la compostura hasta el punto de no llegar a sospechar la razón de que Makoto anduviera por tal lugar a esa hora y de no darse cuenta de las lágrimas que le brillaban todavía en las mejillas. La mujer se despidió agitando suavemente sus blancos dedos y corriendo de vuelta hacia el hombre que la estaba esperando en la oscuridad. Makoto se quedó callado con una extraña mueca en la boca que al poco rato se transformó en una agradable sonrisa. Una sonrisa de satisfacción o, más bien, de plenitud, como si acabara de cometer una mala acción totalmente irrazonable. Se rió. Olvidó por completo la resolución de suicidarse tomada hacía un momento y se dolió por no poder aguantar esta risa en medio del camino solitario de la noche. Prosiguió andando y sonriendo a solas mientras recordaba el incidente. Entró en una calleja y echó a correr dando un rodeo para no encontrarse de nuevo con la pareja. Cuando llegó a casa, estaba jadeando, pero seguía con la sonrisa en los labios. No podía sofocar de ninguna madura su buen humor. Tan pronto como entró en su cuarto de estudio, dio dos volteretas sobre el tatami y, divertido, volvió a reírse. Su madre, que le traía un té, se asombró del exagerado buen humor de su hijo, y le preguntó: —Pero, bueno, ¿dónde te habías metido, hijo? —He estado corriendo. Me siento fenomenal. Muy fresco después de hacer deporte —contestó Makoto con una sonrisa. Capítulo 3 Así fue como Tsuyoshi acabó por no enterarse de la existencia de esa composición. Este final feliz de la historia, sin embargo, se convirtió con el paso de los días en una carga penosa para Makoto. Su hipocresía empezó a resultarle odiosa. «¡Ya está bien de esta farsa del hijo ejemplar!». Pero estaba en un error, pues la combinación de esa piedad filial ejemplar —manifestada en su excelente rendimiento escolar—, de su larga preparación para el examen de ingreso y de su irritabilidad era una mezcolanza peligrosa de —llamémoslo— sentimientos honestos y de neurastenia. El principal riesgo era que alejaba demasiado a la persona de la hipocresía haciéndole la vida difícil. Una noche de verano, en una rara ocasión en que paseaba con su padre por el centro de la ciudad, Makoto se indignó al verlo lanzar generosamente unas monedas de plata a una mendiga ciega con un niño en brazos. Su indignación estaba provocada porque sabía que su padre, al hacer ese acto, no sentía en absoluto ninguna lástima por la mendiga. Así, con toda inocencia le espetó a su padre esta crítica indirecta: «Padre, ¿hay que darle dinero a un mendigo aunque no sintamos lástima?». Esta pregunta franca irritó a su padre aun antes de que tuviera tiempo de comprender su intención. Para Tsuyoshi, a un hijo le bastaba con aceptar el amor paterno sin andar metiéndose en conjeturas sobre las motivaciones de su progenitor. —¡No digas tonterías! —rugió Tsuyoshi—. Con esta lógica tan retorcida e impropia de un niño, acabarás siendo comunista o pastor protestante. Tsuyoshi se había enfadado de verdad. La prueba es que acababa de mencionar dos cosas que detestaba, para él, la ideología política o religiosa era una especie de enfermedad, y quienes la sustentaban, por dedicarse a agravar la enfermedad, eran enemigos de la medicina. Makoto se entregaba con exceso al estudio y ésa era la razón de que Tsuyoshi, movido del amor paterno, lo hubiera sacado de paseo. Pero dejó de invitarlo a pasear después de que un día Makoto le dijera fríamente: —Padre, ¿a usted no le importaría que no pudiera ingresar en Ichikõ? Ocurrió la última noche de las vacaciones de verano. Makoto era entonces alumno del tercer curso de la secundaria[14]. Su padre, Tsuyoshi, sintió el capricho de pasar revista a los tres hijos juntos y en fila, como quien desea contemplar las tres piezas de un traje sacado del armario, tal vez porque al día siguiente los dos hijos mayores se reincorporaban a sus respectivos estudios, el mayor a Kiodai y el del medio a Niko[15]. Estaban tomando el fresco al atardecer en la terraza de la casa. Tsuyoshi le pidió a la criada que les sirviera unos granizados y que fuera al cuarto de Makoto para que se uniera al grupo. Pero Makoto se negó bruscamente a hacerles compañía con la excusa de que estaba estudiando. —Este chico está volviéndose muy creído últimamente —dijo Tsuyoshi. Con esos aires no me extrañaría que suspendiera el examen de ingreso… El rostro de Tsuyoshi cuando se levantó con una copa de granizado en la mano estaba tan pálido que la madre y los dos hermanos no dejaron de observarlo mientras doblaba la esquina del pasillo. Plantado con la copa en la mano ante la puerta de Makoto, llamó: —¡Eh, Makoto! Te he traído un granizado. Sal para que pueda dártelo. Desde el interior se oyó la voz indiferente de Makoto. —No. Estoy en pleno estudio. —¿Cómo? ¿Es que no tienes piernas? ¿No puedes caminar desde la mesa hasta la puerta? —No, no puedo. —Está bien. Te vas a enterar. La puerta no tenía cerradura, pero estaba sólidamente atrancada desde dentro con el armario y las sillas, como la puerta de una fortaleza. Mientras Tsuyoshi forcejeaba intentando abrirla, un trozo del hielo de la copa que se había pasado a la otra mano se le cayó sobre el empeine poniéndolo furioso. Estrelló entonces la copa contra la puerta y lanzó un chillido de rabia con una voz más aguda de lo normal en un hombre. —¡De acuerdo! ¡Pues no vas a salir del cuarto! Y, llamando a su mujer, ordenó: —Tatsuko, no hace falta ni que le des de comer, ¿entendido? En muchas de las biografías de grandes hombres que circulan por el mundo las situaciones como ésta se resuelven cuando la madre intercede suplicante a su marido para que perdone al hijo; y el hijo, perdonado, estará toda la vida agradecido por esa prueba de amor maternal. Pero, por desgracia, en esta situación la madre no tenía ese coraje, ni siquiera el ánimo para protestar débilmente ante su marido. Incluso, la pobre tuvo que presenciar cómo su marido, preso de rabia, sacaba la caja de herramientas y desde el jardín se ponía a condenar con tablas la ventana del cuarto de Makoto. Su hijo mayor se prestó a ayudarlo con entusiasmo fijando las tablas con clavos. No tardó Makoto en sentir ganas de orinar y, de momento, se conformó con utilizar para ello un florero que había en el cuarto. Pero un inoportuno dolor de vientre, imposible absolutamente de aliviar, lo obligó a pedir perdón. Le ayudó a obtenerlo y a no salir tan malparado la sagaz justificación que se buscó: no había tenido ocasión de disculparse debido al fuerte dolor de vientre que sentía ya antes. Así y todo, este alumno de dieciséis años se juró a sí mismo no olvidar jamás la humillación de esta rendición. Otro pequeño consuelo que le quedó fue que en realidad no estaba «en pleno estudio», al menos no para el examen de ingreso, sino preparándose con el alemán, una lengua que le tocaría estudiar cuando entrara en el instituto. Así de precavido era. Si, en lugar de haber estado estudiando un insípido libro de gramática alemana, hubiera estado leyendo a Heine, el incidente habría tenido al menos un poco de color. Cuando, al cabo de bastante tiempo, Makoto fue a cortarse el pelo, el dueño de la peluquería le contó cómo su padre, Tsuyoshi, se había quejado de él la última vez que estuvo por allí. El peluquero le aconsejó que tuviera comprensión hacia los sentimientos paternos. —Aunque no te lo parezca, tu padre está muy preocupado por ti, muchacho. Lo único que desea es que llegues a ser un caballero de honor. Tu padre sabe que eres el primero del curso y delegado de clase y, por eso, no puede dejar de creer que te espera un futuro brillante. En cambio, fíjate…, el tonto de mi hijo…, no hay un año que no me traiga suspensos. ¡Ay, a mí me ha tocado un hijo ingrato! En fin, muchacho… Tu padre me dijo incluso que tenía intención de hacerte profesor en Tõdai. Makoto no dejó de sorprenderse de esa prueba recién descubierta de «afecto paterno». Tsuyoshi jamás habría revelado, ni siquiera a miembros de su familia, esa secreta ambición. El descubrimiento de que la ambición suya propia y la de su padre coincidieran, como una silueta y su sombra, le incomodó tanto que hasta pensó en cambiar de aspiración. Y Makoto esbozó una sonrisa al tomar conciencia de que este irónico cambio de planes podría convertirse en una venganza igualmente irónica contra su padre. El encanto de esta sonrisa en un momento así prestó a Makoto un aire de inocencia. Más tarde, esa sonrisa habría de ser uno de los pocos atractivos que encontrarían las mujeres en él. Es posible que sean muchos los que juzguen como desagradable los cálculos mentales que Makoto hacía con tanta frialdad. En realidad, este adolescente, tan agudo en asuntos que le concernían, no sabía qué hacer con la causa de su insensibilidad, es decir, con esos fríos sentimientos que su carácter siempre había producido y que tenían como resultado aislarlo de los demás. Era cuando paseaba a su gusto solo, cuando no sabía qué hacer con esa insensibilidad. No deja de resultar sospechoso que un alumno de la escuela secundaria, con sus quince o dieciséis años, saliera a pasear solo. Pero a Makoto le gustaba pasear sin nadie y sin detenerse, como si tuviera algo que hacer a fin de no llamar la atención de la gente. En estos paseos a veces llegaba hasta el valle Nakago caminando vigorosamente a lo largo de la orilla del río Yana arriba. Entonces se tumbaba sobre la hierba y repasaba las fichas de inglés. «¿Por qué será que a veces siento que no puedo aguantarme a mí mismo? Es como si tuviera la sensación de tener el pecho lleno de un enorme témpano de hielo bajo el cual hay un corazón escondido. Un corazón semejante a un gatito tibio que me da pena, tanta pena que quisiera romper de una vez ese témpano. ¿Cómo es posible que puedan estar juntas dentro de una persona cosas tan contrarias como un corazón sensible y una impasibilidad helada? Sí, estoy seguro de que mi padre me quiere. Pero a pesar de eso, no siento nada de tristeza cada vez que me pongo a imaginar su muerte. Tengo confianza en mí mismo y estoy seguro de que no me saldrá ninguna lágrima cuando muera mi padre. Lo único que me inquieta es pasar apuros si se muere. Todo el mundo cree que soy retorcido y frío, Nadie está al corriente de mi lado tierno, de mi lado de gatito. Y es normal, porque pongo todo el empeño en ocultar al gatito que llevo dentro y que en algunos casos puede desatar la ternura de mi corazón…». Pillado con la guardia baja, Makoto estuvo a punto de emocionarse. Se puso de pie y distraídamente se puso a cortar con la navaja las hierbas susuki que crecían a su alrededor. Tenía la afición de afilar cuidadosamente la punta de los lapiceros; y siempre llevaba, como un tesoro, una bonita navaja que le había traído su tío de Alemania. Jadeando, volvió a tumbarse en la hierba. En el ciclo de otoño flotaban las nubes. De repente, se le vino a la mente el rostro de una enfermera que el pasado mes de mayo se había ido de la clínica de los Kawasaki para casarse. Quedaban dos enfermeras y las dos eran feas. Aquella otra era, además, cariñosa. Le sacaba cuatro años a Makoto, el cual generalmente intentaba tratarla con frialdad porque temía que, si no lo hacía así, podría volverse blando ante la ternura que ella le demostraba. Un día que su padre no estaba y llovía, Makoto fue al cuarto de las enfermeras para pedirle a alguna de ellas que fuera al centro a comprarle tinta. Cuando abrió la puerta del cuarto, le llegó un olor como de otro mundo. La mirada de las tres enfermeras se volvió hacia él, que se dirigió a una, la que era amable, para pedirle que saliera en plena lluvia a hacerle esa compra. Se dirigió a ella con el objeto cruel de marcar la distancia o, tal vez, con el propósito de tener la ocasión de hablar un poco con ella. «Tenía unos ojos bonitos. Cuando se reía, la superficie de sus pupilas parecía rizarse con la brisa», pensaba Makoto y se puso colorado. Fue el año 14 de Showa cuando Makoto, en su cuarto curso de la escuela secundaria, aprobó el examen de ingreso al instituto de Ichikõ. Esta noticia se convirtió en una fuente de alegría para toda la familia y, a la vez, de honor para la escuela. La actitud del padre adoptó un giro de 180 grados. A todos y a cada uno de sus pacientes les hablaba del éxito de su hijo; un paciente incluso tuvo que oírselo tres veces y sufrir el consiguiente hartazgo de la noticia. Era ingenua su manera de insinuar a sus pacientes que le dieran la oportunidad de contarla. Así, después de probar repetidamente el fonendoscopio, que estaba en perfecto estado, y de quejarse malhumorado de que no funcionaba bien, comentaba que toda su familia andaba alborotada, un estado que alteraba incluso a su instrumental médico. Entonces, el paciente podía preguntar: —¿Ha pasado algo en su familia, doctor? —No, nada especial. Simplemente que mi mujer está muy inquieta. Anda tan atolondrada que se le cae el té de la mano, como si fuera una niña. No sé qué hacer con ella. —Pero ¿qué le pasa? —Bueno, es que Makoto ha aprobado el examen de ingreso a Ichikõ —y, fingiendo indiferencia, añadía—: Además, le han convalidado el cuarto curso. Para mí, como padre, es una buena noticia, pues así me ahorro el gasto de un año de estudios. En febrero de ese mismo año el Ejército japonés ocupó la isla de Cainan[16], hecho celebrado en la ciudad de K con un desfile de banderas. En marzo, Hitler anunció la anexión de Bohemia y Moravia. Por el cielo de la ciudad de K volaban ruidosamente aviones todo el día; y los domingos la ciudad rebosaba de uniformes militares. Los oficiales, suboficiales y marineros jóvenes se convirtieron todos ellos en maridos imaginarios de las chicas de la ciudad. Naturalmente, las clases eran las clases. Así, las jóvenes de buena familia ponían la mira en los oficiales; las enfermeras, en los suboficiales; y las sirvientas, en los marineros. Esta proyección clasista que irradiaba el Ejército en el corazón de las chicas ciertamente contribuyó a reforzar el fundamento del sistema de clases sociales dentro de esa institución y tenía su importancia en el orden de la ciudad. No había un solo niño que no se entusiasmara con los aviones y no se supiera de memoria el nombre de cada nuevo modelo que veía volar. Una exhibición de aeromodelismo, celebrada en la ciudad y organizada conjuntamente por el Ejército y el Ayuntamiento, sirvió para infundir en la mente infantil la seguridad metafísica de que podrían volar con toda seguridad cuando fueran mayores. El espectáculo del brillo de las alas de los aeromodelos al despegar todos a la vez les hacía soñar a todos aquellos pequeños que cambiar las alas pequeñas de sus queridos juguetes por las grandes no era más que cuestión de tiempo. Tampoco la familia Kawasaki podía permanecer indiferente a los nuevos vientos que corrían. Tsuyoshi tenía muchas ocasiones de estar en contacto con médicos militares; incluso un día tuvo el gusto de invitar a una buena cena en su casa a un grupo de jóvenes oficiales de aviación asociados a la Marina. A él le caía especialmente bien la Marina porque, según sus palabras, había en ella muchas personas inteligentes. Lo que quería decir con esto era que tales personas no tenían nada que ver ni con idiología ni con religión. Los oficiales que fueron a casa esa tarde resultaron ser jóvenes sensatos pero con una vivacidad que los hacía ser el centro de atracción del entusiasmo juvenil. Eran verdaderos tecnócratas y apasionados, aun sin creer tampoco mucho en ideologías ni en asuntos religiosos. Una forma de ser, en suma, bastante rara de encontrar en los jóvenes de la preguerra. Durante la velada con estos invitados, Makoto fingía indiferencia, al contrario de su primo segundo Yasushi, que había venido expresamente esa tarde, con el permiso de Tsuyoshi, para escuchar lo que decían los oficiales. A cada frase de éstos, Yasushi asentía emocionado con un «¡oh!», «¡ah!», y exclamaciones por el estilo. Esa noche se quedó a dormir en casa de su tío. Al día siguiente, que era un lunes y por hallarse en el periodo de vacaciones de primavera, salió con Makoto a dar un paseo hasta el monte Oka. Este monte está cubierto de una arboleda que se extiende al noreste de la escuela secundaria. Se había convertido en el lugar de simulación de maniobras militares de los chicos, obligados a ello en esa época, y también en el sitio favorito donde a veces los alumnos de los cursos superiores se metían con los de cursos inferiores. Era a finales de marzo. Los cerezos que había en los terrenos del dique del río Yana empezaban a florecer y las hierbas renovaban sus hojas. Los dos primos caminaban sin dejar de charlar. Resultaba llamativo que Makoto, el primero de su curso y delegado de la clase, congeniara tan bien con este primo segundo, un chico más bien retrasado en los estudios y que ahora, todavía presa del entusiasmo de la víspera, hablaba sin cesar de los episodios de valor de los oficiales. «¡Qué extraño! —pensaba Makoto —, aquí estoy, harto del entusiasmo de éste, acompañándolo de mala gana y, en realidad, sintiendo desdén por él. Pero tampoco me resulta molesto este primo mío. Al contrario, cuando estoy con él, me gusta escucharlo tranquilamente. Es como si no pudiera interrumpirlo. ¿Por qué será? Aviones, botines de guerra, condecoraciones, alféreces de fragata, academia militar…, ésos son los temas de que habla, nada más…». Tiempo atrás, su padre le reñía por carecer de entusiasmo juvenil. De repente, ahora que ya no se lo decía, se acordó de esto. Lo que pasaba es que su padre tenía una idea de la juventud demasiado fija. Aunque Makoto hubiera estado sobrado de entusiasmo juvenil, de jovialidad y hasta de acné juvenil, seguro que Tsuyoshi habría hallado en su hijo otros defectos, sobre todo si hubiera suspendido el examen de ingreso a Ichikõ. Por otro lado, era natural que este adolescente, que desde su infancia había entendido el valor de la modestia, se abstuviera de hablar del ingreso a Ichikõ a su primo, el cual ni siquiera estaba seguro de poder acabar la escuela secundaria. También era natural que no hablara mucho porque sentía cierta opresión de tener que mantenerse callado sobre temas que le interesaban. Pero si Makoto dejaba que su primo lo aventajara, era principalmente porque creía que sería imposible despertar el interés de Yasushi aunque el tema fuera el instituto. —Últimamente me gusta más la Marina que el Ejército de Tierra. ¿No habrá alguna manera de que yo pueda ingresar en la Escuela Naval Militar? ¿Será demasiado tarde? —No. Yo creo que estás a tiempo. —Dices que estoy a tiempo. Me acuerdo del caso del 26 de febrero, ¿te acuerdas, verdad? Así hablaba Yasushi, que se acordaba del caso del 26 de febrero, pero no del ingreso de Makoto en Ichikõ. Subieron por el empinado sendero que flanqueaban vigorosos helechos y llegaron a la cumbre del monte Oka. Allí la arboleda se hacía rala. Se sentaron sobre un viejo tocón. El día era espléndido. Tenían la piel sudorosa por la subida y se quitaron la chaqueta. Mientras se la quitaba, Yasushi se acordó repentinamente de algo y exclamó: —¡Ah, oye! Cuéntame de Ichikõ. Ya habrás ido a visitar la residencia, ¿verdad? Makoto sonrió. Era una sonrisa sin sombra de sarcasmo, sino de ese lado tierno suyo, de su «gatito». «¡Qué natural es este chico!», pensó y miró a su primo admirativamente. «Esta naturalidad es lo más grande que me falta a mí. Yo, en su lugar, hubiera estado esforzándome todo el tiempo por llegar al pensamiento de mi interlocutor. Aunque me olvidara de un tema de mucho interés para él, al recordarlo fingiría no haberlo olvidado. O si no, confesaría haberlo olvidado y me disculparía sinceramente disimulando lo mejor que pudiera. ¡Qué naturalidad la de este primo mío! Es una persona capaz de no prestar atención alguna a lo que no le interesa, es decir, es un hombre capaz de amar». La confianza que Makoto tenía en sí mismo le provocaba este sentimiento de admiración por su primo; pero aun así dejaba de ver esa especie de ternura al reconocer fielmente su punto débil. Yasushi, cuando recibió la mirada admirativa de Makoto, se aturdió y esbozó una sonrisa forzada. Sobre sus hombros, cubiertos por una camisa blanca, caía desigualmente la luz que penetraba entre las hojas del árbol. —¿Qué pasa? No seas malo y rompe ese silencio, hombre. ¡Háblame de Ichikõ, venga! —Es que no te va a interesar. —¡Claro que sí! —¡Que no! Que te digo que no. Si se te ve en la cara… Yasushi, al comprender que le habían calado el pensamiento, sonrió con timidez. Tenía la manía de pestañear continuamente cada vez que sonreía. Y reconoció: Tienes razón. Pero créeme que me das mucha envidia por poder ir a Tokio. Pronto serás alguien importante. Eres tan inteligente… Irás siempre para arriba, para arriba, siempre arriba. Pero me gustaría que no te olvidaras de engordar mientras subes. Los hombres como rascacielos acaban cayéndose porque Japón es un país con muchos terremotos. Makoto se sintió alegre por la naturalidad y el espontáneo ingenio de su primo. Asintió con la cabeza y le agradeció sus palabras. Después, Yasushi prometió ir a visitarlo en la residencia y le preguntó por la localización precisa de ésta ya que no conocía nada de la ciudad de Tokio. Makoto, que no llevaba encima ningún plano de ln capital, se contentó con ir señalando con el dedo en el aire, a medida que su primo le preguntaba, el itinerario que tendría que seguir para llegar a la residencia. Después, alzaron la vista y contemplaron el horizonte despejado más allá de la bahía de Tokio. Resultaba extraño que se pudiera ver un horizonte tan lejano, no siendo otoño. Podían incluso divisar el distrito de Omori, reconocible por los depósitos de gas de Haneda, brillantes como pequeñas conchas. El dedo de Makoto vacilaba indeciso y su primo, que era un muchacho jovial, se puso a bromear al revelarse mejor conocedor de Tokio que él. Una vez que Makoto entró en la residencia, a menudo habría de recordar con emoción los momentos un poco sentimentales pasados ese día en el monte Oka. Capítulo 4 La ceremonia de ingreso en la residencia de Ichikõ, una de las tradiciones más populares de esta institución, sobrecogió a Makoto. Los alumnos nuevos, reunidos en el salón de actos, tenían que escuchar atentamente el discurso del delegado de alumnos de la residencia. Esta verdadera perorata, que se alargaba ocho horas como mínimo, empezaba a las nueve de la mañana. Cuanto más largo era el discurso, más capacidad se le daba al delegado. Éste, en la ocasión, había subido a la tribuna con el aspecto típico de entonces: una barba descuidada y sandalias pobres de paja. Se puso a perorar sobre la honorable tradición académica de Korio[17], e incluso se atrevió a hablar de grandes cuestiones filosóficas e históricas. A los nuevos ni siquiera se les permitía apoyar la espalda en el respaldo de la silla. Todos llevaban un pañuelo nuevo, preparado casi siempre por sus padres, colgado de la cintura y que era de puro algodón, un material que hoy, cuando el rayón está de moda, resultaría anticuado. El orador, cada vez que se le agotaba el tema y para matar el tiempo, sacaba los documentos del instituto Korio y se ponía a leerlos durante un buen espacio de tiempo. Makoto estaba asombrado al comprobar la actitud obediente con que todos los nuevos a su alrededor escuchaban al orador, como si estuvieran cautivados por sus palabras. Se olvidaba de que también él fingía escuchar con gran atención. Las órdenes que les habían dado a todos anticipadamente eran severas: no se permitía una cabezada, ni siquiera levantarse para ir al servicio. En consecuencia, habían tomado la precaución de no beber agua desde la noche anterior. Los alumnos mayores responsables de la conducta del instituto, con su aspecto de guardaespaldas, estaban en fila junto a la pared y no les quitaban el ojo de encima. Así, los alumnos nuevos se encontraban paralizados por un miedo que les impedía incluso estornudar. Pero Makoto se las ingenió para mirar de reojo hacia la derecha. Vio por allí el perfil de un alumno con el aspecto de haber repetido varias veces el examen de ingreso. Su rostro encendido con prominencias a ambos lados de la nariz le daba realmente un aire de insolencia. A veces sus orejas se le movían casi imperceptiblemente. Mientras Makoto pensaba en la transmisión genética de estas orejas móviles, se dio cuenta de que su dueño, este muchacho ejemplar que ahora parecía petrificado, de vez en cuando se mordía los labios para contener los bostezos que lo asaltaban. Hay caracteres como el suyo. Jamás reconocen que la excepción no sólo son ellos mismos. Así, por ejemplo, cuando tienen calor creen que únicamente ellos lo tienen; o, cuando tienen frío, que solamente ellos sienten frío. Y esta creencia es tan firme en ellos que se muestran ofendidos cuando se les da una prueba de que todo el mundo comparte las sensaciones de calor o frío. «Me parece que este alumno nuevo de las orejas móviles está tan aburrido como yo. Es evidente que no está nada encantado escuchando el discurso». Este pensamiento hizo que el aburrimiento, soportable a duras penas hasta ese momento, súbitamente se tornara inaguantable. Y es que el descubrimiento de que todos los alumnos soportaban el tedio tan bien como él había destruido la idea de que, gracias su excepcional capacidad, él y sólo él estaba aguantando admirablemente esas largas horas de inmovilidad. El delegado que hablaba era un joven de unos veintidós años de mirada aguda y cuerpo muy delgado, una especie de Danton fabricado en Japón. Carecía por completo de sentido del humor, como si creyera que provocar una simple sonrisa en sus oyentes habría de condenarlo al infierno eterno. A veces tomaba el pañuelo que le pendía de la cintura, se secaba el sudor de la frente y volvía a colgárselo en el mismo sitio. De tanto hacer este movimiento mientras hablaba, acabó por pasar el pañuelo por la mesa de la tribuna y después limpiarse con él la frente. Al principio, no pasaba nada porque la superficie de la mesa estaba limpia; pero, a medida que su perorata lo animaba, empezó sin darse cuenta a tocar con el pañuelo la parte inferior de la mesa. Como esta parte estaba llena de polvo, dejó en el pañuelo una suciedad negra como la tinta. No tardó en pasárselo otra vez por la frente, manchándosela de tal manera que todos los alumnos tuvieron que hacer grandes esfuerzos para contener la risa. Fue entonces cuando a Makoto se le pasó por la cabeza este pensamiento: «Todos están aguantando las ganas de reír por puro miedo. ¿Qué hay de malo en reírse de algo gracioso?». Se dio cuenta ahora, en contra de su juicio anterior, de que pensar que sólo él era capaz de aguantarse resultaba un poco egocéntrico. Entonces, sin tiempo a reflexionar (más bien, siendo como era su carácter, deliberadamente no quiso tener tiempo para la reflexión), cruzó los brazos y soltó una destemplada carcajada. —¡Idiota! —le gritaron al unísono los encargados de la conducta pública. Los demás alumnos nuevos, que estaban a punto de perder el control y de reírse siguiendo ciegamente el ejemplo de Makoto, metieron la cabeza entre los hombros y aguantaron la risa como pudieron. Hasta el orador se quedó callado un instante. El eco de esa exclamación, como la resonancia de una campanada, llenó el silencio. El público, compuesto de unas cuatrocientas personas en ese salón de actos donde empezaba a filtrarse la luz del sol poniente, se quedó como hechizado. Acto seguido, el orador prosiguió tranquilamente su discurso, los encargados de la conducta se callaron, los alumnos nuevos volvieron a escuchar con atención y todo el mundo recuperó la compostura. Sin ningún sobresalto, cada uno había vuelto a asumir su función. Solamente Makoto parecía un manojo de nervios. Las manos le temblaban, el rostro le ardía y el corazón le latía con tanta fuerza que le daba vergüenza. «¡Ay, ya estoy empezando a arrepentirme! ¡Ya estoy contemplando el estado del arrepentimiento!». Trató de resistir el caer en tal estado y apretó los puños con fuerza. La ceremonia de ingreso acabó por fin a las siete de la tarde. Todos volvieron a sus habitaciones de la residencia. La de Makoto se encontraba en el ala sur del edificio. Hasta ayer no se habían acabado de formar los clubes a los que iba a pertenecer cada alumno, y la asignación de habitación había sido provisional. Hoy, conociendo ya a qué club iba a pertenecer cada uno, se les asignaba la habitación fija. A Makoto le correspondía la número ocho del club de kyûdõ[18], en el ala sur de la residencia. Podía haberse apuntado en un club de deporte más enérgico, como el de rugby o el de remo, ya que no tenía ningún interés en los clubes de arte. Pero había preferido no gastar mucha energía en el deporte para dedicarla al estudio. Por eso eligió la práctica del kyûdõ, que no parecía exigir excesivo desgaste físico. Mientras colocaba sus pertenencias, se presentó uno de los nuevos, un poco gordito y con el semblante alegre. Llevaba al hombro una cesta con tapadera. Al verlo, Katsumi, uno de los alumnos veteranos, se lo presentó a Makoto. —Mira, te presento a Otagi. Es de tu misma habitación, ¿de acuerdo? Makoto se levantó, se sacudió las manos de polvo y lo saludó. En ese instante al tal Otagi se le movieron ligeramente las orejas. —Hola. Estuviste sentado a mi lado, ¿verdad? —dijo Makoto. Katsumi, como si tuviera algo que hacer, salió de la habitación dejando solos a los dos compañeros, que entonces se relajaron un poco. Se sentaron en la cama y se pusieron a hablar balanceando los pies. —Tú fuiste el de la risa durante el discurso, ¿no? —dijo Otagi. ¡Vaya! En ese momento pensé que le echaste valor. Hablando honradamente, creo que no reírse de algo cómico cuando uno tiene ganas es faltar a la verdad. —Bueno, fue sin querer. Tengo la mala costumbre de hacer cosas sin pensar en las consecuencias —mintió Makoto. Y mintió porque temía no ser comprendido si le hubiera dicho que sólo quería ser imprudente. Entonces sintió cómo dentro de él se operaba un proceso psicológico. Prefirió hacerle creer que su risa había estado provocada simplemente por un impulso totalmente irreflexivo, sin pensar para nada en las consecuencias. A pesar de no tener en absoluto ningún remordimiento de su mentira, creyó que debía esconder su aguda osadía para no alarmar a este nuevo amigo que parecía sentir como él. Otra motivación era que, al exhibir la torpeza típica del provinciano, deseaba halagar a Otagi, cuyo fluido acento lo delataba ser de Tokio. Por eso preguntó con aire preocupado: —¿No me pasará nada, verdad? Estoy muy inquieto. ¿Crees que me van a llamar y poner algún castigo duro? —No, no lo creo. No debes preocuparte. Estoy seguro de que en este instituto no ponen castigos físicos. Ese grito que te lanzaron los mayores fue para descargar su tensión. Por eso, al estar intercambiando confiadamente impresiones los dos compañeros, su sorpresa fue grande cuando vieron que uno de aquellos encargados de la conducta del instituto se les acercaba a pasos lentos acompañado de Katsumi. Los dos nuevos se levantaron de la cama sobresaltados y se pusieron firmes para recibirlo. El encargado sostenía en la mano un cuaderno enrollado. Tocándose la nuca con el cuaderno contempló el interior de la habitación con el aire de un detective. En realidad se trataba de un gesto tímido que para nada les pareció tal a los dos alumnos nuevos. —No estamos en el ejército, muchachos. No hace falta que os pongáis tan estirados. Lo dijo con aire de disgusto. Hasta sus musculosos hombros y espalda parecían exudar un disgusto que resultaba opresivo. Y añadió: —Fuiste tú el que te reiste, ¿no es eso? Makoto sintió un nudo en la garganta; pero, justo en ese momento, alguien inesperado le echó una mano: —No, fui yo —dijo Otagi ofreciéndose en lugar de su nuevo amigo. —¿Ah, sí? Hubiera jurado que fue éste. —Bueno, es fácil confundirse… Como estaba sentado a mi lado… Makoto, perplejo y sin entender nada, miraba la cara de uno y otro, y perdía la ocasión de confesar la verdad. Pero el asunto pareció resolverse con demasiada facilidad. —Está bien. Anda con cuidado de ahora en adelante. A mí no me importa, pero hay otros más exigentes que yo. ¿Comprendido? El encargado, tras haber hablado con frialdad, salió apresuradamente de la habitación. Makoto fue detrás de él en el acto. No podría perdonarse ser tan cobarde. Pero Otagi salió también al pasillo en pos de Makoto y lo agarró del brazo. El encargado se había metido en otra habitación y ya no se le veía. —¿Qué vas a hacer? —Pues decir la verdad. No quiero meterte en líos. —Déjalo. No seas tonto. Su nuevo amigo, completamente sereno, cambió el tono y añadió: —¡Vamos, hombre! El asunto ya ha pasado. —Yo no estoy tan seguro. —¡Tranquilo! Vamos fuera. No nos conviene volver a la habitación porque está Katsumi. Los dos compañeros salieron y caminaron por delante del ala norte hasta llegar a la arboleda de gingkos que había enfrente de la residencia. Otagi le dijo que había obrado como obraría un amigo y le ofreció un cigarrillo. Makoto, que no sabía fumar, lo rechazó. Al convencerse de que si confesaba la verdad traicionaría la amistad que le brindaba Otagi, se emocionó ante esta prueba de afecto. Esta primera muestra de afecto experimentada fuera del hogar, recién separado de su familia, lo volvió loco de contento. Era una noche de hermosa luna y se veían no pocas figuras humanas paseando por la arboleda y cantando el himno de la residencia. Pese a hallarse presa de esa emoción, Makoto recurrió a su manía natural de observar y se dio cuenta de que el carácter de este nuevo amigo tan jovial no era como el suyo. Y eso en mayor grado de lo que había imaginado. En realidad, era Otagi más que Makoto quien disfrutaba en mayor medida del placer de la emoción de sentirse chivo expiatorio en nombre de una nueva amistad. Esta complacencia de Otagi tenía un punto de desconsideración hacia Makoto. Efectivamente, en una reunión de todos los alumnos nuevos celebrada al día siguiente, Makoto habría de formarse una idea más cabal del carácter de su amigo. Se habían congregado más de mil alumnos en el suelo entarimado de la sala Oomei. Tras las palabras de bienvenida del representante de la residencia, los nuevos tenían que presentarse a sí mismos. Hubiera sido interminable que se presentaran uno a uno los casi cuatrocientos alumnos nuevos; así que se decidió que solamente lo hicieran quienes tuvieran valor y ganas de ello. Otagi fue uno de ellos. Lo hizo después de que se hubieran presentado 155 alumnos antes que él, un turno que resultó sumamente favorable. —Soy graduado escolar de la Escuela Secundaria Municipal número cinco de Tokio. Me llamo Hachiro Otagi y ocupo la habitación ocho del ala sur. Uno de los veteranos, que se había graduado en la misma escuela, lo animó: —¡Vamos! ¡Dinos qué ambiciones tienes en la vida! —¿Ambiciones…? —Otagi se rascaba la cabeza—. La verdad es que no tengo ninguna. —¿A qué has venido entonces a Ichikõ? —preguntó el veterano. —Bueno, por haber pensado en mis ambiciones, me ha contado dos años poder entrar en Ichikõ. Hubo una carcajada general. Y Otagi añadió: —Cuando me riñeron ayer por meter la pata en el discurso de la ceremonia de ingreso, se me olvidaron las ambiciones… El encargado de la conducta del instituto le dijo en broma: —Pues recuerda que volveremos a reñirte. Otagi, con esa intervención pública, se había ganado el afecto de todos. Makoto contempló con asombro la admirable acrobacia de este muchacho criado en la gran ciudad, un asombro, tal como se reflejaba en sus pupilas limpias y puras, semejante al del campesino que llega por primera vez a Ginza[19] y se queda boquiabierto ante el tráfico de lujosos vehículos. La negativa de Makoto a aceptar su derrota lo llevó a sacar la siguiente conclusión: «Claro. Si él es así, su amistad me conviene porque entonces no sentiré ningún remordimiento de conciencia. De esa manera, podré relacionarme cómodamente con él». Así empezó la amistad entablada por primera vez en Tokio. Capítulo 5 La filosofía alemana carece de válvula de seguridad; además, el freno jamás le responde. Es como una gran edificación en la que, sin embargo, no hay un retrete; por lo cual, cuando la necesidad apremia, a uno no le queda más remedio que salir corriendo hacia la penumbra de los árboles del jardín o hacia la casa del vecino. Las sucias costumbres del instituto —por ejemplo, la lluvia maloliente de la residencia[20]— es sólo uno de los efectos del poder de la filosofía alemana en el sistema educativo superior de Japón. La cultura, de la que tan a menudo se habla, es simplemente la adquisición de ese estilo de enseñanza conventual inherente a la filosofía alemana del idealismo. Cuando esta cultura monista ocupaba una posición central en la administración centralizadora del Estado japonés, reveló unas cualidades muy prácticas al destacar la importancia de la autoridad. Su registro del entorno, sin embargo, resultaba algo borroso. Makoto no fue la excepción. Así, nada más empezar el nuevo curso, no tardó en caer bajo el hechizo de la filosofía de Kant. De este filósofo se dice que durante veinte años llevó el mismo sombrero, que se levantaba todos los días a las cinco de la mañana y que paseaba cada tarde a la misma hora, con tal exactitud que sus vecinos lo tomaban por un reloj. Sentía, al parecer, tales escrúpulos hacia su salud, que siempre paseaba solo por miedo a que, si iba acompañado y se veía en la necesidad de conversar, le podía entrar por la boca una corriente de aire frío perjudicial para sus pulmones. Era, además, tan nervioso este profesor, que un botón desabrochado de la chaqueta de un alumno sentado en la primera fila lo distraía cuando daba clase. Le molestaba el gallo que cantaba en la pensión donde por un tiempo se alojaba, y sufría por el canto de los presos de una cárcel situada cerca de su casa. El joven Makoto, imbuido por la filosofía kantiana, adoptó en su rutina diaria algo de la vida mecánica del filósofo alemán. Pensaba, en efecto, que la búsqueda intelectual exigía una vida racional, es decir, la adopción de unos hábitos que reflejaran un sistema racional de conocimiento, el cual, en última instancia, favoreciera la observancia de la moral. Esta solución de hermanar conocimiento y moral, adoptada a pesar de las dificultades, y que se manifestaba en su insistencia en pensar en la moral como norte de sus ideas, debió de estar en el origen de la inmoralidad de su vida años más tarde. Es probable que se debiera a la influencia paterna recibida de manera inconsciente o, más bien, a una reacción contra la amenaza de esa influencia. La insistencia en ese género de vida provocó que se aislara un poco de los demás alumnos en la vida colectiva de la residencia. No tardó en ganarse entre sus compañeros el título de «inabordable». No había nada más irritable que la mirada de Makoto, una mirada en la que se leía su derecho a desdeñar a los demás basándose en esa rutina mecánica que se había impuesto a sí mismo. En un desdén de esta clase no se podía, además, borrar una sombra de envidia. El cuerpo de Makoto llegó al límite del aguante con la llegada de mayo. Lamentablemente, en espacio de un mes recayó en ese mal hábito[21] que se había propuesto firmemente evitar aprovechando su ingreso en el instituto. Esta pequeña derrota le pareció, sin embargo, grave, como si se le hubieran caído el cielo y la tierra. No sabía a quién echar la culpa por su debilidad, y subía y bajaba por la alameda de la residencia cantando a gritos el himno del instituto hasta altas horas de la noche. Precisamente en una de esas noches, Otagi lo invitó a dar una vuelta. Fue una propuesta oportuna y recibió una aceptación tan inmediata que sorprendió al mismo Otagi. Cuando llegaron en tren a la estación de Shibuya, los dos amigos escucharon el toque de campanillas anunciando la edición extra de un periódico. Otagi compró dos ejemplares y le dio uno a Makoto. En esa edición se publicaba que el Ejército japonés acababa de sostener un enfrentamiento con soldados soviéticos infiltrados en las orillas del lago Hailar[22]. Ese suceso sería denominado más tarde «el incidente de Nomonhan[23]». Pero Makoto, nada más leer la noticia, se limitó a arrugar el periódico y a tirarlo a la basura sin darle más importancia. Esta actitud mereció el reproche de Otagi, que le dijo: —Me lo temía. El filósofo distante… —¿A qué te refieres? —¿Cómo que a qué me refiero? Es evidente que no te interesa para nada el mundo que te rodea. —No lo creas. —Claro que no te interesa. Reconozco, por otro lado, tu habilidad en arrugar y tirar un periódico. Pocos te igualan en eso. A Makoto le agradó que le reconocieran una habilidad de la que hasta entonces no era consciente. Poco después, tuvo que dar de repente un empujón a su amigo, absorto en la lectura del periódico, para salvarlo de un tranvía que si no es por Makoto lo hubiera atropellado. Eso le sirvió para decir: —¡Vaya! Parece que a ti tampoco te interesa mucho el inundo que te rodea… —¡Ahora sí que me has pillado! — exclamó Otagi golpeándose exageradamente la frente con la palma de la mano. Los dos estudiantes, tocados de su gorra con la cinta blanca de Ichikõ[24], se adentraron en la ciudad nocturna. No hay razón para culparlos por dar más importancia al hecho de ir llamando la atención de la gente que a un asunto ocurrido en un país lejano. La inquietud de la época era una inquietud esencial solamente para las personas interesadas en esa época. ¿Hay que concluir que estos dos jóvenes no estaban interesados en su época? Puede decirse que no. Como mucho, se les permitía mantener una relación intelectual con su época. Por este motivo, la inquietud que provocaba en su corazón el reclutamiento militar era una especie de sustituto del desasosiego por la vida en general y en sentido abstracto. En otras palabras, estaban libres de inquietud por la época en que vivían. El bullicio de la calle en esas noches de principio de verano poseía una dulzura musical. Los dos amigos hallaban mucho placer parándose delante de cada tienda de la céntrica calle. Mientras charlaban, Makoto no pudo evitar sentir admiración por el conocimiento que tenía su amigo de tantos retruécanos y juegos de palabras. Esta habilidad no es adquirida, sino que se debe a un talento natural. Pero para Makoto, ansioso de adquirir conocimientos, Otagi «conocía» esta destreza. El aire de esa noche de mayo era refrescante y los dos estudiantes se dejaban mecer por el gentío de Dõgenzaka. Finalmente giraron a la derecha y subieron por una empinada cuesta hacia Hyakkendana, llamado abreviadamente Tana por los estudiantes de Ichikõ. Era la primera vez que Makoto iba a tal lugar. Cuando vivía en la ciudad de K y tenía que pasar delante de un café, aceleraba el paso para no ser acusado injustamente. Al lado de un cine, en el fondo de una callejuela, había un bar llamado Mond frecuentado por los estudiantes de Ichikõ. Era un pequeño establecimiento sin mesas que se llenaba de humo con sólo dos o tres clientes fumadores. Otagi empujó la puerta de dos hojas con el hombro y entró primero. Makoto se dio cuenta de que la desenvoltura de Otagi en estos lugares no podía haberla adquirido en el mes escaso que llevaba en el instituto, sino que debía de venir de más atrás, de los tiempos en que era un «rõnin[25]» deseoso de entrar en Ichikõ. A Makoto pareció crispársele la lengua y se quedó mudo cuando vio las caras maquilladas llamativamente de las dos camareras del bar y de la dueña, una mujer de edad madura. Otagi pidió una bebida para menores. Makoto, curioso por saber qué bebida sería, cuando se la trajeron vio que se trataba de un curaçao. Como Makoto tenía miedo de mirar a las chicas, hablaba con los ojos puestos solamente en la cara de su amigo y sintió agradecimiento de que éste se pusiera sinceramente a conversar con él. A pesar de que Otagi, al igual que Makoto, estudiaba Letras, detestaba Alemania. Por eso, tenía esperanzas de que el suceso sobre el que acababan de leer en el periódico sirviera para que Japón y Alemania se separaran, pues sabía que desde el otoño pasado la Unión Soviética y Alemania habían iniciado un acercamiento. La germanofobia de Otagi se debía a su creencia de que la política nazi era demasiado metafísica. Sentía simplemente antipatía por una cultura como la alemana que entremezclaba los asuntos cotidianos y la metafísica. Pero Makoto replicaba diciendo: —A mí, en cambio, me parece que la cultura alemana es grandiosa… Fíjate: Kant, Hegel, Marx, Bach, Mozart, Beethoven, Goethe… Esta retahila hizo sonreír a Otagi. Entonces se presentó inesperadamente Katsumi, uno de los alumnos mayores del instituto, el cual, después de oír la sustancia de la discusión de Makoto y Otagi, algo avergonzados ante el recién llegado, sentó esta conclusión, digna de un estudiante veterano como él: —En resumen, la historia de la cultura alemana es una historia en la que la fenomenología cultural acaba siendo defraudada por el fenómeno mismo. A ver. Fichte es un buen ejemplo. En un famoso discurso patriótico Fichte no se refirió al aborrecimiento que le causaba Napoleón. Esta omisión tuvo el efecto contrario e hizo que el Gobierno alemán lo sometiera más tarde a vigilancia. El argumento de Katsumi les resultaba difícil de entender a los dos estudiantes novatos. Makoto se limitó a concluir provisionalmente que la política suele encargarse de que la verdad fracase. Esta idea le recordó extrañamente ese heroísmo sentimental que, como si fuera un relato de aventuras, había inspirado a su primo Yasushi. Mientras, las dos camareras intentaban aguantar los bostezos; la dueña del bar, en cambio, escuchaba con una sonrisa los graves argumentos de los estudiantes de Ichikõ. A esta mujer madura, dotada de la sensibilidad que no poseían las dos jóvenes camareras, le parecía que esta disputa de ideas no era más que un enfrentamiento de energías juveniles. Así, presenciaba con agrado y con los ojos entrecerrados este despliegue de fuerzas como quien contempla un partido de rugby. En ese momento, Makoto se asustó. Al alzar la vista, vio que le tomaban la mano que mantenía sobre el mostrador. Era una de las camareras que se pronunciaba sobre los dedos de Makoto ante su compañera: —Tiene que ser pianista, ¿no te parece? —¿Tú crees? Pues a mí me parece que es violinista. Makoto, que en realidad no era ni una cosa ni otra, se puso colorado. La camarera de la opinión de que era pianista tenía un aire infantil a causa de su cara redonda y los párpados algo abultados. Sus labios, en cambio, le prestaban el aspecto de niña malhumorada, con unas pupilas que parecían destilar frescura y pureza. En particular, lo que más le gustaba a Makoto de ella era la suave pelusa que bordeaba sus orejas. Parecía haber sido dibujada a pincel con una tinta tenue y contrastaba con su pelo rizado al estilo occidental. Makoto sintió un temblor en la mano y la retiró. Sin embargo, deseoso de que no lo tomaran por una persona fría, lo hizo con la timidez con que un ratón retira un trozo de mochi[26]. El gesto no pasó desapercibido a las dos camareras, que se miraron y lo hallaron muy divertido. —¿Tanto te ha molestado? —le preguntó la otra camarera y fijó su mirada en la cara de Makoto. Entonces, Otagi, que iba mostrando estar ya bajo los efectos del alcohol, se dirigió a ella y se puso a hablarle, pero empleando tal cantidad de juegos de palabras que Makoto, recordando que eran los mismos empleados por Otagi poco antes, pensó: «¡Vaya! Así que lo de antes era sólo un ensayo…». Y sintió que su amigo lo había salvado del apuro. Por su parte, la falta de pretensiones y arrogancia que los dos nuevos veían en el carácter de Katsumi los llevaba a sentirse cómodos, a pesar de hallarse en un bar, y a considerar que este alumno veterano que estaba con ellos era un gran hombre. La cabeza de Makoto, sin embargo, empezó a dolerle, sin duda porque no estaba acostumbrado al alcohol. Una de las camareras, tan pronto como se quejó de dolor de cabeza, subió al piso de arriba y le trajo un calmante. Makoto estaba encantado al sentir cómo el frescor del agua le caía por la garganta. Al devolver el vaso, sintió el secreto impulso de golpear ligeramente con el vaso de fino cristal en los dientes frescos y rientes de la camarera. Sin duda era una prueba de que la timidez, de la que antes se sentía preso, lo iba ya abandonando. Los tres estudiantes volvieron a la residencia cuando ya estaba a punto de sonar el toque de queda; y lo hicieron entonando en voz alta el himno del instituto. En las personas tímidas la decisión y el impulso son semejantes al paroxismo. En realidad, sin embargo, tales personas carecen de valor para ejecutar acciones temerarias sin cerrar los ojos. Para este tipo de individuos la decisión de emprender una acción es como realizar por sí mismos una operación quirúrgica en su cuerpo de carne y hueso. Es, por lo tanto, cruel criticarlos porque se anestesien antes. Lo distintivo del carácter de Makoto era que aparentemente su anestesia había adquirido una forma nítida y clara, «He caído en la tentación de Otagi y la experiencia ha resultado penosa — pensaba—. Salí con él para poner en orden mis indecisiones, pero el efecto ha sido todo lo contrario. Imaginaba que en un lugar donde nunca había pisado desde mi nacimiento iba a hallar un desahogo más racional. Está visto que un lugar así, donde todo se convierte en ambiguo, no es para mí. ¿Será que solamente me conviene un lugar realmente perjudicial? —Esta manera de pensar de Makoto era indicio de unas inclinaciones involuntariamente trágicas —. No hay más remedio que aceptar que estoy enamorado de esa camarera. Reconozco que se aleja bastante de la imagen de mi mujer ideal y que es menos guapa que aquella enfermera, pero de momento es mi única opción para llegar a poner orden en mis indecisiones. ¿Entendido? Así que ya lo sabes, Makoto Kawasaki, desde ahora estás enamorado de la camarera de Mond». Habrá quien dude de que en nuestro personaje no era visible ese pudor característico de su edad ni el sentimentalismo de un amor así, tan ridiculamente forzado y excéntrico. Pero, como se ha indicado anteriormente, Makoto pensaba que la elegancia de un sentimentalismo así no iba con él. Al fin y al cabo, estaba en una edad —la adolescencia— en la que por aquellos años en Japón a nadie le importaba mucho el aspecto que se tenía. Al día siguiente inició un programa de actividades bastante excéntricas. Como de costumbre, se impuso a sí mismo una serie de obligaciones extrañas, se asignó ciertas horas del día para realizar diferentes lecturas entre las clases y el entrenamiento con el arco. Las lecturas eran de filosofía, literatura y lenguas extranjeras. Los miércoles, por ejemplo, era el día asignado para la literatura. Más concretamente, el primer miércoles del mes era para literatura japonesa; el segundo, para literatura francesa; el tercero, para la inglesa; y el cuarto, para la alemana. Pero antes, estudiaba por su cuenta, de jueves a sábado, esos idiomas extranjeros con unos libros de gramática en la cual se basaban las lecturas que después realizaba. Leía la literatura como una aportación a su cultura, dándole lo mismo lo que pudiera sacar de mezclar autores tan dispares como Sõseki, Tõson, Gide, Valéry, Shakespeare, Byron, Goethe y Heine. Si se mezclan todos los colores en una paleta de pintor, el resultado es un color completamente negro. ¿No es la cultura algo completamente negro? Si es así, ¿no sería mejor todo completamente blanco? Como tampoco se puede responder a ciencia cierta a esta pregunta, lo más acertado será decir que Makoto no comprendía bien la literatura en sí. Y esa falta de comprensión es precisamente la primera condición para poder ser protagonista de una novela. Estas actividades, naturalmente, le proporcionaban tiempo para el enamoramiento. Especialmente, esa hora aproximada de duración durante la cual caía en una especie de meditación, después de la lectura en la sala de estudio. Ese rato, en el que no pronunciaba palabra, provocaba un ligero miedo entre sus compañeros de habitación. Movido por una misteriosa finalidad de poner todo en orden, alternaba meditación y acción cada dos días. Estaba enamorado. Quien no lo está, no puede ni siquiera idear semejante programa. Durante esa meditación Makoto se permitía a sí mismo divagar libremente, sintiéndose un imaginario dandi. Los dos momentos del día dedicados, en efecto, para pensar en la camarera eran, el primero, durante esa hora de meditación y, el segundo, desde que se acostaba hasta que se quedaba dormido. Makoto se envanecía de su programa. Si uno llegara a controlar sus propias pasiones, eso sería una prueba tanto de la pureza de Makoto como del hecho de que no estaba realmente enamorado. «Mis cualidades se diferencian de las de los jóvenes normales… — pensaba Makoto complacido consigo mismo e incluso riéndose entre dientes —. No tengo ninguna dificultad para hallar la tranquilidad según el caso. Cuando era niño me preocupaba mucho pensando en que debía de ser un defecto… ¡Qué interpretación tan tonta! Ahora sé que, cuando quiero, me puedo tranquilizar. ¿No es eso ni más ni menos la mejor garantía para poder ser también una persona apasionada?». Makoto apuntó en su cuaderno la estrategia a seguir con la camarera. Una estrategia en cuya planificación no buscó la ayuda de nadie. Esta muestra de independencia de carácter podría merecer algún elogio, pero en realidad no era más que una prueba de vanidad. La estrategia constaba de los siguientes pasos: 1. Preguntarle cómo se llamaba. 2. Entregarle una carta. 3. Adoptar un aire de ingenuidad en la primera carta para asegurarse una respuesta. 4. Escribirle con esa misma ingenuidad tres veces para ganarse su confianza. Y después, invitarla a un paseo. 5. Ir juntos al cine. 6. En una cuarta carta insinuarle sus sentimientos. El plan era realizar cada una de estas acciones de dos en dos días. Así podría dedicar un día entero a analizar los detalles del siguiente paso y en doce días a completar todo el programa. En la primera acción Makoto tuvo que armarse del valor necesario para ir solo a Mond. Sabía que era fácil averiguar el nombre de la camarera, pero estaba seguro de que Akemi, como todos la llamaban, debía de ser un nombre falso. Así que lo primero de todo era preguntarle su verdadero nombre. No quería escribir en el sobre de la carta que tendría que mandarle el nombre usado por todo el mundo. Podría averiguar su verdadero nombre preguntando a los estudiantes veteranos, pero su orgullo no se lo permitía. Su osadía para preguntárselo directamente a ella tal vez estaba provocada porque en realidad menospreciaba a las chicas. Podrá resultar extraño cómo un joven tan tímido pudo sacar valor para ir solo a un bar. El caso es que a la caída de un día de mayo, a una hora por lo tanto temprana a fin de no tropezarse con los estudiantes veteranos que se reunían en el mismo bar más tarde, Makoto enderezó sus pasos en dirección a Mond. Su manera de caminar era la de una persona poseída por una especie de paroxismo andando a toda prisa con sus geta como si diera un hipo a cada paso. Su paroxismo no parecía estar causado por un impulso auténtico, sino por un movimiento artificial y forzado. Cuando entró en el bar, se quitó la gorra y saludó a las mujeres. Naturalmente sabía que tal acto —el de descubrirse— podía estar revestido de elegancia, pero por desgracia y bien a su pesar la mano se le movió con torpeza. No hallaba modo ni ocasión de empezar a hablar con la camarera. Se limitaba a frotar la superficie del mostrador con la gorra doblada, lo cual le hizo pensar enseguida que estaba bajo la influencia del delegado de la residencia que dio el discurso aquel. Entonces dejó de frotar. Por fin Akemi, desplazándose como un busto móvil que se deslizara por la superficie del mostrador, se le acercó para preguntarle qué deseaba tomar. La dueña del bar le dijo: —Eres tan joven que me da no sé qué servirte alcohol. —No hay nada que me obligue a beber —contestó Makoto secamente. Sintió orgullo porque le hubiera salido esa contestación tan brusca. A continuación, clavó la mirada en los párpados ligeramente hinchados de Akemi y le preguntó abiertamente: —Señorita Akemi, ¿cuál es su verdadero nombre? La pregunta hizo vacilar a la joven. Se buscó una excusa fácil para contestarle diciéndole que parecía un funcionario del registro civil al hacerle tal pregunta. Añadió finalmente que su verdadero nombre era Akemi. A Makoto, sin embargo, no le costó trabajo deducir que la camarera mentía. En ese momento, se presentó un cliente y el tema quedó en el aire. Makoto tuvo que regresar sin haber cumplido el objetivo del primer punto de su estrategia. Fue por entonces cuando la singularidad del carácter de Makoto empezó a dejarse notar en su vida real. No tenía flexibilidad para tomar medidas oportunas; por ejemplo, antes de concluir un primer asunto que le había costado trabajo idear, no se embarcaba en un segundo. Este tipo de firmeza se echaba de ver especialmente en su forma de hacer los exámenes. Contestaba a las preguntas de un examen siguiendo escrupulosamente el orden de las mismas. Aunque la segunda pregunta le pareciera más fácil de responder, jamás se saltaba la primera. Era una terquedad que rayaba en la superstición. Si no seguía esa costumbre, sentía que todas las preguntas siguientes se le derrumbarían una tras otra. Este rigorismo había contagiado su comprensión de la estructura de la vida humana. Su horrible afición a las meditaciones diarias le hizo acabar aborreciéndose a sí mismo. Aun así, no se daba cuenta de que la repetición de la misma pregunta en el bar a una camarera debía de parecer de mal gusto. Iba a Mond un día sí y otro no. Se sentaba formalmente durante unos treinta minutos en la postura digna de una persona inteligente, pedía como segunda bebida una soda azucarada y detenía a Akemi para hacerle la misma pregunta. Sus blancas facciones le iban poco a poco dando a los ojos de las camareras el aspecto de un descarado que finge ingenuidad. —Es un muchacho con los ojos bonitos, pero esos labios tan rojos le dan un aire indecente. No me gustan los chicos con labios rojos. Me parecen sanguijuelas… Tal fue el comentario que un día Akemi le hizo a la dueña del bar refiriéndose a Makoto. La camarera no solamente se había obstinado en no decirle su nombre verdadero, sino que empezaba a mostrarse distante con él. Todo se hubiera arreglado si Makoto hubiera podido juzgar objetivamente la frialdad de Akemi como un indicio del enamoramiento de ésta, pero se empeñaba en preguntar por su nombre verdadero con la terca curiosidad con que un bacteriólogo no despega los ojos del microscopio. Un día, cuando Makoto entró en Mond, vio a Akemi hablando con un joven con aspecto de golfo. La camarera lanzó a Makoto una mirada rápida y con la voz dulce pero algo forzada, le dijo: —Hoy no te pongas en el papel de funcionario del registro civil, ¿de acuerdo? —¿Qué es eso del registro civil? — preguntó el joven con aspecto de golfo. —Pues ése, que dice que es mi queridísimo hermano pequeño del que me separé cuando yo tenía tres años. Quiere a toda costa saber mi nombre verdadero y que nos presentemos como hermanos. —¿Por qué no se lo dices? Así bromeaban los dos con la intención de ser escuchados por Makoto. —Mi nombre verdadero lo sabe este chico. Estas palabras las dijo la camarera dirigiéndose a Makoto, el cual, al darse cuenta, se puso pálido y se levantó. Al instante, lanzó el puño para golpear. Pero el joven con aspecto de golfo se echó a un lado e hizo un gesto exagerado como si fuera a caerse por el impacto del golpe imaginario. Este incidente, en el cual solamente una persona iba en serio y que se resolvió con el gesto burlesco del joven, habría podido convertirse en escándalo si la dueña del bar no hubiera intervenido. Cuando Makoto recibió de la dueña unos golpecitos cariñosos en el hombro y la recomendación de que se largara, le faltó poco para echarse a llorar. Después, cuando se ponía a pensar en su imprudencia por lanzar de repente ese puñetazo estéril, Makoto sentía como si le recorriera por el cuerpo un sudor frío. Si los encargados de la moral pública del instituto hubieran presenciado la escena, no se sabe lo que le habría ocurrido. Se mire por donde se mire, su reacción, en contra del reglamento de conducta de Ichikõ, no tuvo nada de admirable, pero sí que sirvió —ese recuerdo del puño imprudente sin tener en cuenta a su contrincante— para hacerle comprender algo de lo que es el amor. A pesar de todo, este joven inteligente supo salvar sus tareas diarias del «tiempo del enamoramiento» (es decir, los puntos de su estrategia, a partir del número dos, se habían convertido en inútiles porque el primero había fallado) y derivar, de esa experiencia, una suerte de lección privada, una enseñanza cultural. Orgulloso, al fin y al cabo, de su desengaño amoroso, un día le confesó todo a Otagi. Éste empezó por elogiar la habilidad que tuvo en llevar a cabo su plan sin que nadie de la residencia se enterara. Después, analizó el comportamiento de Makoto y la psicología de Akemi. Finalmente, sacó la conclusión de que su amigo era culpable de haberle arruinado a la camarera el gusto que ésta sentía en ser llamada por un nombre falso. Según Otagi, los hombres aman la esencia y las mujeres, la costumbre. Lo incitó a volver a Mond para atacarla de nuevo, pero Makoto se negó. Ya nunca volvió, en efecto, a empujar la puerta de dos hojas de ese bar. El placer de esta obstinación se asemejaba al de hacer dar vueltas a esta experiencia de su vida en la palma de la mano, como se hace con una cáscara dura, como la de una nuez, que sin romperla se acaricia una y otra vez. Capítulo 6 El verano de ese mismo año, exactamente el 28 de agosto, tuvo lugar la dimisión en pleno del gabinete de Hiranuma[27]. La situación en Europa, en las palabras de dimisión del primer ministro, «era compleja y misteriosa», una cómoda expresión que hizo fortuna durante cierto tiempo (y que la gente empleaba intencionadamente). La causa principal de esa dimisión fue la suspensión de las conversaciones entre Japón y Gran Bretaña, así como la firma de un tratado de no agresión entre Alemania y la Unión Soviética. El verano lo pasó Makoto en la ciudad de K donde todos los días atronaba el zumbido de los aviones. Todos los días también debía acompañar a su padre, el cual tenía su propia opinión sobre las conversaciones angloniponas. Tsuyoshi, su padre, a pesar de desconfiar de Gran Bretaña, admiraba mucho el porte del señor Craigie[28], elegantemente vestido con un impecable traje blanco de lino. Era la manera típica que tenía un provinciano de destacarse de una mayoría cualquiera en nombre de una minoría selecta. Tsuyoshi tenía el aire de un piano viejo al que le faltaran algunas teclas. Según su esposa, chocheaba un poco después de haberse calmado con el ingreso en Ichikõ de su hijo pequeño. Al parecer, un día, un paciente se quedó gratamente sorprendido al ser tratado con suma amabilidad por Tsuyoshi, pero al día siguiente estaba aturdido porque de repente fue tratado con soberbia. Tsuyoshi lo explicó diciendo que había un motivo para cada caso. La amabilidad del primer día fue para agradecer a ese paciente su mediación en conseguir un buen trabajo para un joven pariente lejano. En cuanto al malhumor del día siguiente, fue porque de repente se acordó de que ese mismo paciente en una reunión de diez años antes se había referido a él como un hombre con «cara de bacalao seco». A menudo Makoto invitaba a bañarse a su primo Yasushi, ocupado por entonces en prepararse para el examen de ingreso en la Escuela Naval Militar. En la playa los niños gritaban alborozados cuando veían a lo lejos el amaraje de algún hidroavión cuya figura, deslizándose varios centenares de metros por la superficie del mar, resultaba espectacular. La agudeza visual de la mayoría de los niños les permitía distinguir maravillosas formas irisadas en las salpicaduras formadas a toda velocidad por el aparato. Yasushi había cambiado de nuevo sus aspiraciones y ahora deseaba hacerse oficial de aviación. Por el momento, sin embargo, su deseo era visitar a Makoto en la residencia de Tokio vestido con el uniforme de la Escuela Militar. En todos los patriotismos late una sombra de narcisismo. Quizás por eso, todos los patriotismos parecen necesitar vestirse de atractivos uniformes. La tez de Makoto no se bronceaba de forma natural con el sol y su color era más blanco que el de sus compañeros, dando incluso la impresión de enfermizo, lo cual le preocupaba. Pero se tranquilizó cuando oyó decir a un compañero de Letras, que había leído a Gautier, que en Francia los jóvenes de tez pálida eran especialmente populares durante la época del romanticismo. Pronto, sin embargo, el color de su cara no tardaría en confundirse con el de sus amigos. Había llegado ya el invierno. Al principio del año 15 de la era de Showa[29], una mañana cayó una impresionante nevada. Fue mientras se entrenaban al tiro al arco. Otagi, que participaba en un entrenamiento intensivo, desplegaba más actividad que nadie y parecía que era quien tiraba más flechas o, al menos, el que más flechas recogía. Makoto, por su parte, al darse cuenta repentinamente de que Otagi había desaparecido, se fue al cuarto de los conserjes. Allí estaba su amigo calentándose alrededor del irori[30]. Sacaba sus dedos regordetes —como los de un bebé con sabañones— del okake[31] y se los calentaba. Bien mirado, pasaba más tiempo calentándose que entrenándose. Las flechas, que volaban hacia el blanco, a veces por error rozaban la nieve, dispersando blancos fragmentos en la penumbra del alba. Algunos estudiantes, para divertirse, tiraban intencionadamente flechas de esa manera. Cuando acabó el entrenamiento de la mañana y el desayuno, Makoto aprovechó la hora de la primera clase, que se había suspendido, para estudiar idiomas por su cuenta. El sol naciente empezaba a trazar líneas sobre la nieve que por entonces ya había dejado de caer. Fue en ese momento cuando: —Ala sur, habitación número ocho. Kawasaki, ¿estás? Lo llamaba alguien. Cuando salió, le dijeron que una visita lo esperaba en la portería. Era Yasushi. Las visitas no podían entrar en la residencia. Los dos primos tuvieron que sentarse cara a cara en las sillas insulsas de la sala de visitas porque todavía no estaba abierta la cafetería. Como no había calefacción, los dedos no tardaron en entumecérseles. Para darles calor, Yasushi unas veces se frotaba las manos y otras juntaba las yemas de los dedos para echar el aliento sobre ellas. A Makoto le pareció tan extraño el aspecto de su primo y la hora de presentarse, que le preguntó el motivo de su visita. Yasushi le contestó: —Bueno, es que me han suspendido en el examen de ingreso en la Escuela Militar… —Te han suspendido… ¿y qué? Hay que reconocer que era una pregunta un poco cruel. Después, al ir oyendo a su primo, Makoto pudo comprender. Yasushi, con el dolor de haber sido rechazado y no poder hacer lo que anhelaba, había sentido de repente el deseo de ir a verlo. Sabía que ese rechazo se debía a que no era muy inteligente. No tenía idea de qué iba a hacer ahora, pero sentía (un caso bastante especial el suyo) una poderosa atracción por lo intelectual, por lo mental, una atracción casi física, como la de una fiera hambrienta que vaga en busca de alimento. «Así que para ser militar también hay que tener una buena cabeza —se decía a sí mismo Yasushi —. Es extraño. Muy extraño. Yo creía que bastaba con tener un buen físico. ¿Por qué será necesario tener también una buena cabeza?». Esta simple duda era, sin embargo, una incertidumbre sustancial. Makoto lo consoló con todas las palabras posibles. Incluso se humilló para decirle que él mismo vivía fuera de lugar, mientras que Yasushi era por lo menos como un barco que se dirigía hacia una época en que había señales de guerra. Yasushi lo escuchaba callado. Sin mirar por la ventana, simplemente a través del reflejo proyectado en la mesa polvorienta, podía observar cómo caía al suelo la nieve brillante acumulada en las ramas de los cedros del Himalaya. Entonces, torpemente, como si, a su vez, le tocara a él dar consuelo, dijo: —Ya está. Vamos los dos a dejar atrás la desilusión. Desengañados, no acabaremos nunca. Vamos a vivir con esperanza. Venga, hagamos esta promesa. Hasta para hacer una promesa tan simple, era necesario que Makoto desarrollara un poco más el tema. Makoto, sintiéndose culpable por estar haciendo algo realmente innecesario, dijo: —Sí, tienes razón. Una época con demasiadas razones para desilusionarse es igual que una época con demasiadas razones para ilusionarse. Vivimos en un tiempo en el que cualquier deseo astuto o perverso puede convertirse en razón para tener esperanza. Mientras hacemos figuritas de esperanza, nos traiciona el material de mala calidad que empleamos al hacerlas. Por otro lado, ¿no crees que es maravilloso poder crear una obra maestra con materiales de mala calidad? Si uno quiere tener una desilusión, hasta la misma desilusión puede ser objeto de una ilusión. Si ser hombre significa estar siempre deseando algo, también puede significar estar siempre olvidando el objeto del deseo. El tono de este joven de diecisiete años al decir «ser hombre» sonó indescriptiblemente soberbio. Pero Yasushi, enfrente de él, estaba entusiasmado y asentía con la cabeza. Han pasado seis años desde entonces. Un día de comienzos de septiembre, terminada la Segunda Guerra Mundial, Yasushi, que acababa de ser desmovilizado, visitó a la familia Kawasaki. Fue entonces cuando, por primera vez después de aquel día en Ichikõ, volvió a ver a Makoto, el cual también había sido desmovilizado, concretamente del Ejército de Tierra, donde había sido alférez de intendencia. Yasushi había estado en la Marina y era suboficial. Era un atardecer en el cual parecía haberse agolpado el calor del final del verano. Los dos primos tomaban el fresco en la terraza que daba al río. Recordaron enseguida la promesa realizada aquella mañana de la nevada después del entrenamiento intensivo de tiro al arco. Yasushi miró de reojo el caballete delgado de la nariz de Makoto y la azulada sombra del afeitado de su rostro, la cual empezaba a dar a sus facciones, ya con más de veinte años, cierta sensación de crueldad. A pesar de la misma belleza de siempre de sus ojos, bajo la tez blanca de un Makoto que se había hecho mayor, parecía verse ahora un dibujo sombrío. ¿Venía esta impresión enfermiza de su modo de replicar? ¿O, más bien, de su elocuencia, de una elocuencia provista de demasiada lógica, la cual, como si se tratara de un lubricante aplicado sin moderación, hacía deslizar excesivamente al mecanismo? Con ese rostro inexpresivo y sin fijar su atención, Makoto escuchaba las palabras de desesperación y los suspiros de Yasushi. Las sonrisas que esbozaba eran como una bandera tímidamente agitada por alguien que de vez en cuando se acuerda de que la tiene en la mano. Cambiaba de postura impaciente ante este primo segundo que ahora le resultaba insoportable. «Ideal…, desengaño…, desesperación… ¡Ah, qué estereotipos! Y después de la desesperación, otra vez el ideal y la esperanza; y luego, de nuevo el desengaño y la frustración. Y vuelta a empezar. ¿Cuántas veces tendrá uno que tropezar para darse cuenta? No, no seré yo el que tropiece. Solamente yo no voy a tropezar nunca…». Después de haber aguantado la compañía de Yasushi hasta la mañana siguiente, Makoto se puso el uniforme universitario que hacía tanto tiempo que no vestía y se dirigió a la Universidad de Tokio. Cuando tuvo que irse al frente, estaba matriculado en la Facultad de Derecho. Los edificios de la universidad no habían ardido y se conservaban intactos. Mientras caminaba a la sombra del verde follaje de los gingkos, divisó a un estudiante rellenito que se acercaba con una mano levantada. Era Otagi. Estaba matriculado en la misma facultad. Se estrecharon la mano con el rostro emocionado. Este apretón de manos le llenó a Makoto de sincera, profunda emoción. Observó las orejas de su amigo. Se movían casi imperceptiblemente, como si fueran seres vivos. Makoto no pudo aguantar la risa y agarró una oreja de Otagi. Éste hizo lo mismo con una oreja de Makoto. Esta extraña forma de saludo, tal vez habitual entre alguna tribu bárbara, hizo sonreír débilmente a los enflaquecidos transeúntes que en ese momento acertaban a pasar por allí. Capítulo 7 Cuando Otagi le preguntó que dónde vivía, Makoto le respondió que la pensión familiar en donde se alojaba cuando se fue al frente había ardido por la guerra y ahora se hallaba en un aprieto. Su amigo se apresuró a tranquilizarlo diciéndole que se ocuparía de ello. Un rato después le preguntó: —¿Ya has comido? —Todavía no. —¿Por qué no vamos a comer en la azotea de la biblioteca? —Genial —repuso Makoto. Mientras caminaban y hablaban, los dos amigos sentían como si la guerra no hubiera tenido lugar. Entraron en la biblioteca, subieron por la gran escalera principal y tomaron otra lateral. Después de subir por una escalera de caracol, como si fuera la de la torre de un faro, llegaron a la azotea, la parte más alta del edificio. Enseguida cada uno abrió su obentõ[32]. El contenido revelaba claramente la situación de cada uno. La comida de Makoto consistía en arroz blanco, un trozo de pescado de temporada y una porción de tortilla; mientras que la de su amigo se reducía a un trozo de pan cocido al vapor y de color arcilloso pues estaba hecho con harina de ración. El motivo de que Makoto se pusiera a comer sin decir nada no era por egoísmo, sino por marcar desprecio hacia su propia sensibilidad, una sensibilidad que lo hería con facilidad en situaciones tan poco importantes como ésta. Lo que ahora hizo que se comportara así fue la arrogancia del adulto sabedor de que su frialdad lo ha librado del sufrimiento de la adolescencia. Ahora podía beneficiarse a su voluntad de esa frialdad. Cuando lo hicieron alférez de intendencia y estaba destinado a Asahikawa, nunca le faltaba la comida. Por eso tal vez no pudo evitar el asombro el día en que, al salir a la ciudad, vio cómo unos niños recogían panecillos caídos en la calle y se los llevaban a la boca. Aun así, muy pronto se revistió de esa falta total de sentimentalismo humanitario de todo soldado. Desde entonces, creció su seguridad en sí mismo. La desigualdad social de que parte el materialismo es considerada como el resultado del desajuste en un orden social inamovible y también en una psicología humana igualmente fija. Tal vez esta crítica sea errónea, pero tal era la impresión de Makoto a raíz de la lectura apresurada de un libro de introducción al materialismo que hizo en la sala de investigación de la Facultad de Derecho poco antes de salir al frente. Makoto se empeñaba en hallar una síntesis entre el materialismo y el espiritualismo más antiguo. El ejemplo más simple que se le ocurría era el caso de la Unión Soviética. En este país a los miembros del Partido, a los militares y a los artistas se les aseguraba un nivel de vida superior al de los demás ciudadanos, lo cual podría considerarse como una retribución por su dedicación positiva a la sociedad ideal soviética. También los enfermos, los ancianos y los huérfanos gozaban de las prestaciones de una Seguridad Social. Todo ello podía tomarse como el estado pasivo de una sociedad ideal. Sin embargo, ¿no es relativa en el corazón humano la sensación de felicidad o simplemente de satisfacción? Por ejemplo, si esos miembros del Partido, esos militares o artistas ejercen con placer su función en la sociedad, ya están siendo retribuidos en su corazón con ese mismo placer que sienten, no siendo entonces necesaria una retribución material tan alta como la que reciben. Por su parte, un enfermo incurable de lepra necesitará un gasto material superior al que pueda darle el sistema de Seguridad Social a fin de consolarlo por su desgracia; y, en consecuencia, podrá reclamar una retribución material. Si no es así, pudiera ocurrir que, en el caso de un encuentro cara a cara entre un leproso y un artista fiel a esa sociedad ideal, el leproso sienta ganas de frotar con su mano enferma el rostro del artista para contagiarle su lepra. ¿Para qué diablos sirve el materialismo si es incapaz de proporcionar un remedio material a ese tipo de desgracia? Quizá la ciencia sí que pueda. Por ejemplo, la ciencia podría cambiar fácilmente las facciones feas o bellas de las mujeres, lo cual no dejará de ser un gran problema para todas ellas. Si todas las mujeres, gracias a la ciencia, fueran guapas, dejaría de haber referentes comparativos entre guapas y feas. En tal situación, ya no existiría la felicidad que ocasiona el que una fea se vuelva guapa ni la que hace que una guapa se sienta tan especial por ser guapa. Ahora bien, la síntesis de materialismo y espiritualismo pretendida por Makoto partía de la idea de dividir claramente el lado material y el lado espiritual de la vida humana. La vertiente material, es decir, la parte dominada principalmente por la economía, no implica nunca felicidad. A lo sumo, su función es salvaguardar una felicidad subjetiva (porque la felicidad objetiva es una contradicción en sí misma). En esta parte material tan sólo existe el principio de libertad de contrato, un principio del derecho privado moderno, que no consiente la conformidad y permite la disconformidad. Por consiguiente, se excluye toda compasión humanitaria, incluso la ternura y la sonrisa. El gran problema de la teoría del interés sería resuelto si se investigara el error que hay en la teoría de la plusvalía. De cualquier modo, la teoría de la economía depende de la voluntad individual. Resulta fácil ignorar esa teoría si no se le da importancia. Pues bien, el materialismo es un hijo natural del prejuicio capitalista que afirma: «No hay nada que no se pueda comprar con dinero» o «con dinero se puede comprar cualquier felicidad». Makoto, por lo tanto, iba más allá; era mucho más progresista. Desde un principio, convencido de que lo material jamás sirve para crear la felicidad del ser humano, aprobaba tranquilamente la existencia del interés. Y si el materialismo erige al proletariado como ejemplo, Makoto hace lo propio con un leproso y una mujer estrábica. Este extraño idealismo de Makoto se manifestaba de forma evidente en su «solución mental». En la hipótesis de que el mismo Makoto pudiera solucionar el problema de la felicidad por la vía de la razón, un problema que el materialismo pretende solucionar por la vía de la economía, alguien con tendencia a sacar conclusiones precipitadas podría pensar que Makoto cree en Dios. Nada de eso; en lo que él cree es en una razón manejada a su manera y en leyes que son productos de esa misma razón. Dicho lo cual, habrá otras personas que opinen, también precipitadamente, que la manera de pensar de este joven es propia de la Ilustración. Pero tampoco es eso. Lo que más le interesaba a Makoto cuando estaba en la universidad, ya antes de irse al frente, era el derecho penal. Desde la aparición del penalista Ferri[33] se viene discutiendo mucho sobre el punto de vista nuevo y antiguo en esta ciencia del derecho penal. Los partidarios del primero, de tendencia socialista, sostienen el fin instructivo de las penas y están a favor de la abolición de la pena capital. El segundo, por su parte, con tendencias nacionalistas, subraya la importancia del carácter del derecho penal como derecho público. Para Makoto, una sociedad ideal está constituida sobre los elementos contradictorios inherentes en el derecho penal. Resulta difícil acotar las nociones que los jóvenes de la posguerra japonesa tenían sobre sus extravagantes ideales. Si nos detenemos un poco en estas utopías de Makoto es porque podrán aportar información sobre sus divagaciones. Makoto creía que, aun admitiendo la existencia del delito en cualquier sociedad ideal, el dominio de una felicidad equitativa y subjetiva excluía la incidencia de delitos. Sería, dicho en otros términos, una especie de infelicidad subjetiva. Por ejemplo, durante la guerra disminuyeron considerablemente en las ciudades los delitos comunes, porque la energía necesaria para delinquir estaba canalizada hacia el esfuerzo colectivo de la guerra, y los ciudadanos de la retaguardia poseían una idea uniforme de la infelicidad. Si un hombre llamado A mata a otro llamado B, o lo hiere o le roba a fin de realizar su idea de la felicidad o a fin de eliminar su infelicidad, entonces la ley de felicidad equitativa se quiebra y sobreviene el conflicto. El derecho moderno considera que el delito es un estado extraordinario, una especie de emergencia; y que una sociedad sin delitos es un estado normal. Sin embargo, según la idea que tenía Makoto sobre derecho penal, una sociedad con delitos es normal, normalidad conseguida gracias a la persecución de hacer de la felicidad en la vida cotidiana un derecho para todos. Más tarde, Makoto pondría nombre a esta concepción llamándola «derecho penal de valor numérico». Y la explicaba en los siguientes términos. Los perjuicios materiales y psicológicos se evaluaban con el mismo baremo. Este baremo estaba basado en la clasificación previa del sentimiento humano según una diversidad de elementos. A su vez, cada uno de estos elementos tenía asignado un valor numérico, como si fuera su peso atómico. Así, la reacción psicológica de cada individuo al delito sufrido se cuantificaba ni más ni menos que con la suma del valor de tales elementos. Los juicios se celebrarían oponiendo a las partes en litigio. Para empezar y como decía el mismo Makoto, el derecho penal de valor numérico debe unificar las razones para aliviar la condena, como circunstancias atenuantes, eximentes, actuación en legítima defensa, teoría de posibilidad de esperanza, evacuación de emergencia, etc. Para sistematizar todo esto, hay que intentar la reforma de la conciencia de «la actualidad» tal como nosotros creemos entenderla a través de la sociedad y de las leyes. Una muestra de este juicio ideal sería la siguiente: J(uez): ¿Por qué tuvo usted, señor A, necesidad de robarle a B diez mil yenes? A: Porque soy pobre y, para colmo, había perdido mi empleo. J: Bien, ésas son razones objetivas. Conforme dicta la legislación, deduciremos 50 puntos a la pena que se imponga. ¿Y por qué eligió a B para robarle? A: Porque se había burlado de mi mujer en público. J: De acuerdo. La impresión de una ofensa vale por 80 puntos, lo cual, sumado al agravante de «celos» de la cláusula 12 que da 20 puntos, nos permite deducir 100 puntos. Ahora bien, la suma de la mediación racional del perjuicio causado a B por el robo de diez mil yenes y la medición de esa cantidad estimada en proporción con la situación económica de B, nos da un total de 1200 puntos. Si deducimos 150 puntos de esta cifra, nos quedan 1050. En conclusión, 1050 puntos corresponden a una pena de un mes en prisión. A: Entendido, Señoría. De esa manera se simplificarían los procesos judiciales. Puede haber casos en los que un mero perjuicio moral podría merecer, sumados todos los puntos, hasta 30 000, que equivalen a la pena de muerte. Tan acertado es compensar un asesinato moral con una muerte física como compensar un asesinato físico con una muerte moral. Makoto creía que la opinión de abolir la pena de muerte era tan ridicula como una enfermedad infantil leve. Para él, la sociedad ideal resolvía los conflictos derivados de los delitos con el derecho privado, sin recurrir a juicios morales. Todavía, sin embargo, no había llegado el momento de proponerse el gran objetivo de cambiar el derecho penal por el derecho privado. Así, manteniendo como objetivo inmediato la racionalización y la simplificación de los procedimientos judiciales, pensaba escribir una tesis sintetizando el sistema del derecho penal de valor numérico. Así pues, «¡racionalmente!, ¡racionalmente!». Tal era el lema de Makoto. Un lema que se había convertido en su moral. Pensaba además: «A día de hoy el derecho penal está equivocado. Tiene la tendencia de reconstruir el sentido del delito, para lo cual depende del arrepentimiento posterior al hecho delictivo. La autodenuncia, además, da lugar a circunstancias atenuantes. Ahora bien, habría que preguntarse: ¿es el delito un acto? Y ¿por qué no juzgar el delito en sí? Lo que se inventa a raíz del estado de arrepentimiento no sirve para nada. Según mi utopía, la regla moral suprema consiste en no arrepentirse jamás por un acto humano que conduce a la felicidad de uno mismo. La idea de la felicidad hay que buscarla, no en las ciencias económicas, sino en el derecho penal. Por otro lado, se ignora la desigualdad de la propiedad al limitar los aspectos materiales. Cuando esta desigualdad se desarrolla en un problema relativo a la felicidad de dos personas, será suficiente con que las dos traten de resolverlo por medio del delito, que no deja de ser una contienda por la propiedad. Si este delito se conforma a la justicia racional, se debe consentir. La compasión por la pobreza del prójimo no provoca la ridiculez de ninguna revolución porque la idea de la felicidad absoluta se niega. Y la compasión humanitaria no tiene ningún valor mientras no se desarrolle en un delito. Pensando como pienso, se comprende que acabara por no sentir nada cuando vi a aquellos niños recoger panecillos de la calle». ***** —¡Vaya, vaya! ¡Qué maravilla! ¡Tienes arroz blanco! ¿No me vas a dar la mitad? Estas exclamaciones de Otagi sacaron a Makoto de sus divagaciones. —¡Sí, sí, claro! A decir verdad, Makoto esperaba sinceramente que Otagi se lo pidiera de esta manera. Alegremente, por tanto, hizo dos partes del arroz, puso una en la tapa de la caja y se la ofreció a su amigo. A cambio, éste le dio la mitad del pan, que resultó tener un sabor sorprendentemente desagradable. —La escasez de alimentos a ti no te afecta para nada, ¿verdad? —preguntó Otagi. —Ven a mi casa. Te invitaré a comer cuanto quieras. Makoto se dio cuenta con un ligero alivio de que se hallaba dentro de un orden social que le permitía poder compartir comida. Era un día despejado. Después de haber comido en la azotea, donde habrían tenido calor de no ser por una brisa bastante agitada, los dos amigos bajaron la vista para contemplar desde el antepecho de ladrillo la ciudad de Tokio en ruinas. En el distrito donde se encontraban, lo único que permanecía intacto eran los edificios de esta universidad desde donde ahora miraban. Más allá, a lo lejos, también quedaban en pie el edificio de Matsuzakaya y algunas edificaciones del parque de Ueno. Pero eran como salpicaduras en una llanura devastada, como pequeñas islas solitarias en un mar de ruinas. Se mostraban discordantes y feas, semejantes a restos estúpidos, a supervivientes en un naufragio. A Makoto le hubiera parecido más hermoso un paisaje de ruina completa, sin supervivientes. Lejos de asemejarse a una ciudad europea en ruinas, a lo sumo parecían restos de hogueras. Había llanura. Había limpieza. Visto desde aquí, era como un arrozal después de la cosecha. El brillo de la chatarra y de la mole de los escombros que había por todas partes refulgía como la nieve caída desigualmente y fuera de estación. Le hacía pensar en una naturaleza que después de haber dormido profundamente se desperezaba estirándose a su gusto y recuperando el material original que le había sido robado mucho tiempo atrás. El periódico de esa mañana informaba de la visita realizada por el Emperador al capitán general del Ejército de Estados Unidos, el general MacArthur. Los dos amigos hablaron, igual que toda la gente desmovilizada, de esa noticia y de la lastimosa foto en que aparecía el diminuto soberano japonés al lado del norteamericano de imponente estatura. El tema, de todos modos, a los dos amigos les resultaba absolutamente indiferente. —No es más que uno de los juegos crueles, pero favoritos, de una guerra — dijo Otagi. No hay ningún japonés que salga bien en una foto al lado de MacArthur. Si Japón hubiera ganado, habrían sacado a los dos de medio cuerpo y al Emperador aupado en una banqueta. O, si no, habrían puesto en la foto como representante de Japón al mismo Dewagatake[34] —Exacto… —dijo Makoto sonriendo inconscientemente. Esta sonrisa, sin duda porque se había producido con una naturalidad que mostraba rara vez, era realmente bella. Y siguió diciendo—: La guerra… no sirve ni para agrandar ni para empequeñecer al ser humano. He tenido muchas experiencias en el ejército y puedo decir que el único beneficio obtenido ha sido poder entender al hombre mejor que antes. Nada más. Recuerdo que el 21 de octubre del año 18 de Showa[35], el primer ministro Tõjõ dio un discurso en una celebración que tuvo lugar en el campo de deportes de Jingû. Era para animar a los estudiantes que iban a ser movilizados y estaban a punto de salir al frente. Dijo: «¡Jóvenes! Ha llegado el momento de empuñar la pluma con la mano izquierda y el fusil con la derecha». Pero una semana después, cuando recibimos instrucciones ya en el frente, nos dijeron: «¡Jóvenes! Es ahora cuando debéis tirar la pluma y acudir al campo de batalla». ¡Vaya un cambio! Desde entonces, decidí no sorprenderme más ante cualquier perversidad humana. Gracias a eso, puedo decir que no he recibido ninguna influencia novedosa en toda la guerra. —No sé —dijo Otagi—, pero tengo la sensación de que hay algo forzado en eso que dices. Al fin y al cabo, es tu idea. Cuando seleccionaron a los cadetes, castigaron a cinco o así a saltar en pleno invierno a un depósito de agua. El capitán, al grito de «¡Seguidme!», fue el primero en saltar. Asumiendo la responsabilidad de sus subordinados, dio ejemplo. Fue como una propaganda. Tú dirás que es una perversidad, pero yo, en ese acto responsable, veo la buena voluntad de un sencillo militar. Tanto en la guerra como en la paz, estamos sujetos a confundir el bien con el mal. Pero no se trata de que el bien gane al mal, o viceversa. No es eso. Si se emplea bien el mal, el resultado es la paz; pero si se emplea mal, el resultado es la guerra. Y no hay nada más. —Bueno, mi opinión es la misma… —No, no. Mis principios se basan en que siempre creo en la buena intención del ser humano. Y la razón del hombre para tener esa buena intención es utilitaria: simplemente cree que le resultará más provechoso. Además, cuando a alguien le reconocen su buena intención, no te puedes imaginar la cara tan risueña que pone… Oye, tus ideas están todavía un poco verdes, ¿no? —Bueno, digamos que no me gusta conformarme —repuso Makoto haciendo un mohín. —No, no se trata de conformarse. Se trata de la vida. Ante todo, hay que vivir…, tenemos que vivir. Otagi levantó afectadamente las manos hacia el cielo. En ese instante, una nube, sobre su cabeza, se interpuso y le dio la sombra en el rostro. Makoto ponía expresión de no estar convencido. Otagi, con la intención de animar a su amigo, le preguntó: —¿Y qué ha sido del derecho penal de valor numérico que me comentabas a menudo antes de irnos al frente? —Lo seguiré estudiando. No he dejado tampoco de estudiarlo mientras estaba en la academia de contabilidad. Pero que conste que también yo reconozco ser fiel a la verdad, ¿eh? Al oír esto, Otagi dijo para su capote «aquí te esperaba». Los dos amigos, que hacía mucho que no se veían, deseaban seguir charlando de más cosas. De hecho, siguieron hablando de muchos temas banales, una trivialidad admitida por ellos mismos. Pero en ese momento se oyó el ruido metálico de unos zapatos que subían por la escalera de caracol. Confundido con ese ruido, llegaron a sus oídos risas femeninas. Cuando se volvieron, vieron a una joven que se había quedado parada en la entrada de la azotea con el aire acobardado al verlos allí. Tras ella, apareció otra joven, que los miró a hurtadillas desde detrás de su amiga. Otagi agitó la mano y les gritó: —¿Qué hacéis ahí paradas? ¡Vamos, acercaos! Makoto, muy sorprendido, acercó su rostro al de Otagi. Los dos amigos se musitaron preguntas y respuestas: —¿Las conoces? —Sí, un poco. —¿Cómo se llaman? —Hay que recordar el episodio de cuando estaban en Ichikõ. —No lo sé. Mientras, la joven que había llegado primero tomó a su amiga de la mano y se apoyó en el antepecho de la azotea, muy cerca de donde estaban ellos. Los ojos de un Makoto recién desmovilizado quedaron deslumbrados por el brillo de la falda de la joven. No era una falda muy especial, ni de una tela extraordinaria. Así y todo, las puntas de los dedos de la joven, sujetando la tela azul marino, que se hinchaba por la brisa como si fuera un ser vivo, le parecieron a Makoto delicadamente femeninas. Su silueta, rematada en la parte superior con una blusa blanca, era preciosa. A Makoto le pareció que tenía delante una belleza artificial como la de una clavellina blanca sostenida por un alambre. Al sentir su mirada, la joven evitaba corresponderle con sus ojos y no dejaba de charlar con su amiga, menos agraciada, que llevaba puesto un monpe[36]. Hasta Otagi estaba sin saber cómo reaccionar, lo cual no dejó de hacerle mucha gracia a Makoto. Finalmente, Otagi, en voz alta para que las chicas lo oyeran, le dijo a su amigo: —Desde la guerra ha sido bibliotecaria. Así ha evitado el reclutamiento. Pero la joven de la falda, que hasta entonces comentaba con su amiga las ruinas que se veían, se volvió hacia ellos con agilidad nerviosa y les dijo: —¿No es mejor presentaros como dos hombres en lugar de seguir hablando entre dientes? —Pues sí… Me llamo Otagi. —Yo me llamo Kawasaki —dijo Makoto siguiendo el ejemplo de su hábil amigo. —Yo soy Teruko Nogami. Encantada. Desde detrás, la joven del monpe dijo también su nombre con una voz apenas audible, pero ni Makoto ni Otagi necesitaron volver a preguntárselo. A Makoto le agradó mucho la forma clara y directa con que Teruko, la chica de la falda, les había dado la oportunidad de presentarse. El viento se puso a soplar con fuerza y a correr por la azotea como un rebaño de corderos en un prado. El cabello de Teruko se despeinó alborotado como una llamarada en torno a su rostro delgado. Su voz resonaba clara y seca, y las pupilas de sus ojos se movían con una ligereza que expresaba a todas luces una extraña insinceridad. Pero tampoco tenía esos ojos sombríos y tristes que no inspiran confianza a la gente. ¿Habrá un hombre que no deseara confiar ciegamente en la insinceridad de esta joven al ver sus ojos? Me gustaría tener el gusto de conocerlo. Los cuatro (aunque la joven del monpe apenas participaba) hablaron de distintos temas, llegando incluso a opinar de la extraña ilusión que una mañana les produjo ver por primera vez en la calle de sus ciudades a los soldados del Ejército de ocupación de los Estados Unidos. La conversación, muy alejada de temas amorosos, tomaba a veces tintes de debate político, como si se tratara de la charla que pudieran mantener unos hombres en una peluquería. Estas conversaciones demostraron una de las secuelas de la guerra: la excesiva sociabilidad de los habitantes de la ciudad cuando los bombardeos aéreos los obligaban a compartir espacios. —Teruko[37], ¿también tú esperas que tu novio vuelva del frente? — preguntó Otagi. —¿Estás de broma? El objeto de mi amor no es ningún novio —repuso Teruko. —Entonces, ¿cuál es? —El dinero. Capítulo 8 Teruko contestaba con franqueza y despreocupación a todas las preguntas, incluidas las que rozaban temas demasiado personales. No se mostraba ni misteriosa ni depresiva. Y, sin embargo, no transmitía nada de rudeza debido, probablemente, al tono alegre y argentino de su voz. Con todo detalle explicó, en respuesta a las preguntas seguidas tanto de Otagi como de Makoto, sus razones de amar exclusivamente «el dinero». Según ella, era incapaz por nacimiento de querer a un chico. Por eso su novio, al que ni siquiera permitía que la besara, lo pasó mal y acabó rompiendo con ella. Teruko era hija de un antiguo profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Estatal de Kiushu. —¡Ah, del señor Nogami! — exclamó Makoto dando rienda a su sincera emoción. Para él, las palabras de «universidad» y «profesor» eran como sardinas para un gato. Los gatos, que suelen ser insolentes e indomables, cuando huelen las sardinas se ponen enseguida a ronronear y a restregarse. La casa de los Nogami, situada en Gotokuji, Setagaya, se había conservado intacta a pesar de la guerra. La vida, sin embargo, no era ahora nada fácil para ellos porque el doctor Nogami había frecuentado a los políticos de derecha y malgastado el dinero. Aun así, Teruko no era hija de una familia tan pobre como para estar obsesionada con «el dinero». Teruko hablaba con soltura: —Yo, si no puedo amar con el corazón a un chico y si no hay más remedio, pues trato de amarlo con la cabeza y materialmente. Para mí el dinero es una razón. Mi exnovio estudiaba para ser ingeniero, pero era tan pobre y miserable que no merece la pena ni siquiera hablar de él. Bueno, de cara era muy guapo, aunque a mí no me interesa nada cómo tienen la cara los chicos. Estas palabras a Makoto lo animaron mucho. Pensó que era justamente la forma de hablar de una chica «racional». —¡Vaya, hay chicas como tú! Es cierto que los hombres desean el dinero, pero es porque las mujeres también lo desean. En fin, sea como sea, lo primero de todo es que hay que vivir. Entonces Otagi elevó de nuevo exageradamente las manos hacia el cielo donde, sin que los jóvenes se dieran cuenta, se habían formado abundantes nubes. Por su parte, Makoto, al reparar otra vez en el pelo de Teruko ondeando con libertad al viento, pensó que debería dejar que creciera el suyo. Al fin y al cabo, la guerra ya había terminado. —¿Qué clase de brujería es? — preguntó Teruko refiriéndose al gesto de Otagi. Las dos chicas se miraron y se echaron a reír. Otagi, aun sabiendo que el gesto era poco natural y hasta ridículo, lo hizo para quedar bien, aunque a Makoto le pareció que su amigo resultaba un poco fastidioso cuando repitió: —Hay que vivir. Makoto volvió a contemplar las ruinas de la gran ciudad. El tranvía serpenteaba vigorosamente entre ellas. Y Makoto, imaginando los rostros sudorosos de los viajeros asomándose a la ventanilla del tranvía, sintió una emoción enfermiza, casi histérica. —Hay que vivir. Capítulo 9 La pensión familiar que en menos de una semana Otagi le buscó a Makoto estaba en Ogikubo. Al instante, Otagi notó en la cara de su amigo un ligero descontento mezclado de agradecimiento. Le dijo: —Bueno, siento que no esté en Setagaya. Y, acto seguido, pasó a preguntarle con curiosidad sobre la chica. Makoto se quedó sin habla. Finalmente pudo hablar y Otagi se desilusionó al saber que su amigo no había vuelto a la biblioteca desde entonces. Otagi criticaba sin cesar a Teruko. Makoto se daba cuenta de que lo hacía para provocarlo e incitarlo al contraataque. Tuvo, por lo tanto, cuidado de no caer en la trampa. Hay que admitir, sin embargo, que las críticas de Otagi no eran nada atinadas. Sostenía que el repugnante materialismo de esa «señorita de Tokio», como decía Otagi, no era ni más ni menos que el cínico camuflaje filosófico aprendido por una doncella inocente. Pero ni así conseguía que Makoto perdiera interés en ella. A éste le subyugaba el dulce sonido emanado de la palabra «señorita» pronunciada por Otagi. El tenue concepto de «señorita de Tokio» puede ser chispa suficiente para inflamar a un brillante provinciano; y también para desencadenar en él ambiciones fragantes. «Señorita de Tokio» es la denominación de una especie humana con el valor añadido de su escasez. A tal nombre responden unas mariposas que no van más allá de su círculo de conocidos y que no están creadas para pasar su juventud revoloteando entre jóvenes ajenos a ese círculo. La gran urbe, esta Tokio, derriba y absorbe cualquier orden provinciano. Por lo tanto, hasta los hijos de personajes poderosos de provincia, cuando llegan a esta ciudad, son tratados como miembros de una clase inferior. Para ellos el único resquicio abierto por el que colarse a fin de conseguir la calificación que los permita relacionarse con una «señorita de Tokio», es convertirse en candidatos oficiales a futuros esposos. En la mayoría de los casos, además, está el requisito de tener que ser graduados de una universidad y esperar a adoptar el aire de gravedad que otorga el ser miembros productivos de la sociedad ocupando un puesto en la administración del Gobierno o en un gran banco. Así y todo, una vez casados, lo peor es que sus esposas dejan ya de ser señoritas. Por consiguiente, a esta minoría privilegiada no le resta más opción que contemplar esa especie de luz crepuscular llamada «señorita de Tokio». Una vez casadas, los recuerdos de estas mariposas tokiotas, que ya no son señoritas, siempre se inclinarán a la «luz del día», a su juventud, cuando tenían amigos por aquí y por allá, los amigos de su círculo, los amigos de toda la vida. Y así, al pobre esposo provinciano con talento no le quedará más remedio que aceptar el papel de cocu[38], un papel tan sublime como indefinible. Makoto sentía un desprecio rotundo por los jóvenes estúpidos, ellos y ellas, de la ciudad. Pero la forma de competir con todos ellos, estimulada por ese desprecio, no era exactamente digna de elogio. A su manera, como siempre, se trazó el siguiente plan: «Voy a amar a esa señorita y después la abandonaré. ¡Qué triunfo! Mientras ella busque lo material, seguiré amándola con toda sinceridad y de corazón. Después, cuando ella empiece a amarme con su corazón, la dejaré sin contemplaciones. Por mucho que me cueste, jamás la tocaré. No la tocaré hasta tener la seguridad de poder abandonarla. ¡No me olvidaré de esta regla suprema!». Después se acordó de las palabras de incitación de Otagi y se echó a reír. Su amigo le había dicho: —Yo, de momento, no tengo ánimo de buscar un romance. Mis hormonas sexuales, por falta de nutrición, no rinden. Pero tú, que no tienes problema para alimentarte…; vamos, hombre, disfruta al máximo. A partir del día siguiente, Makoto empezó a frecuentar la biblioteca. Su nuevo amor, además de permitirle poder estudiar en la biblioteca, no le exigía ningún desembolso. Sacaba prestados todos los libros que le eran útiles para preparar y repasar las clases, para el estudio de la jurisprudencia, el estudio comparativo de diferentes teorías, la interpretación de textos jurídicos, etc. En la sala de lectura de la biblioteca pasaba las horas leyendo y leyendo. Los escasos minutos necesarios para solicitar un libro y devolverlo eran los únicos momentos en que podía verse con Teruko. No era mucho, pero era algo. A veces, tartamudeaba o se equivocaba al pronunciar el título de la obra que pedía; incluso alguna vez le temblaba la mano al devolver el libro. Por su parte, ella, con el gesto impasible y sereno de una enfermera que supiera todo, le entregaba el libro con su mano y se lo devolvía con la misma mano. Así pasaron, como si nada, tres años. No se sabe si fue por esa aplicación demostrada en la biblioteca, pero lo cierto es que el número de sobresalientes en la hoja de evaluaciones de Makoto marcó un récord. No tardó en ser invitado a trabajar en el Centro de Investigaciones de la universidad, una noticia que a su padre, Tsuyoshi, lo volvió loco de contento. Pero Makoto aplazó la respuesta. Aunque su ambición seguía intacta, no le apetecía mucho de momento enclaustrarse en ese centro frío y deprimente, como una celda de piedra, por lo menos antes de saborear al máximo la luz exterior. La segunda mitad de la década de los cuarenta era una época de vida. La gente soñaba con vivir. La inflación es un fenómeno de la economía que se distingue porque la moneda cae víctima de un exceso de imaginación y de un cúmulo de ilusiones. En efecto, también los enormes montones de billetes inconvertibles de banco soñaban, a su manera, con vivir. La gente, que durante la guerra había perdido la ilusión de vivir, conoció en esos años un momento ideal para cebarse en ilusiones transitorias, como una fruta que hoy deslumbra la vista pero que mañana puede estar podrida. El aspecto ilusorio de todos esos billetes, que al día siguiente ya no podían tener valor, era la compañía más adecuada de las ansias inestables de la gente. El lustre opaco de los billetes de banco era como la mirada triste de una bella mujer tísica a quien sólo le quedan unos días de vida. Ignorantes de que la desesperación es el sentimiento más silencioso del mundo, la gente celebraba un ruidoso «festival de la desesperación». En otras palabras, «la desesperación» se había convertido en «la ilusión transitoria de la vida». También a Makoto le afectaba esa «vida» falsa. ¿Por qué no iba a avergonzarse de algo cuando reflexionaba sobre sí mismo? Lo que hasta ahora había hecho en su vida era lo mismo que puede hacer un general inepto que, tras estudiar minuciosamente la estrategia, el armamento y el campo de batalla, se encuentra con que la guerra ha terminado. —En cuanto a ti, eres como un rey cobarde y absolutista que lleva puestas varias armaduras, una encima de otra, y que vive en un castillo rodeado de varias murallas. Eres, simplemente, demasiado precavido. Aunque, por otro lado, he de decirte, si te soy sincero, que te muestras tan imprudente que pareces tonto. Por mucho que te conozco, no me canso de saber más de ti. Al verte, me parece que vives con el temor de que te van a asesinar. Pero tranquilo, hombre. Nadie te hará «el favor» de asesinarte. Te repito: tu modo de vivir es el de un rey de un pequeño país de las épocas más oscuras de la Edad Media. Eran palabras de Otagi dichas un día en que quiso dar su impresión sobre la personalidad de Makoto. Especialmente, la palabra «cobarde» se le quedó a Makoto clavada en el corazón ahora más que nunca. Palabras como «tímido», «cobarde», «débil» lo afectaban de tal manera que demostraban que Makoto aún no había superado sus puntos débiles, aparte de que tales términos eran tabú para él. En su detallado plan de actuación había algo, como una excusa, para no llegar a cumplirlo. Cuando terminó de contar los billetes, chasqueó la lengua. No encontraba más que muchos «asuntos pendientes». Y se puso a pensar: «La maldita Teruko me dijo un día descaradamente que cuando yo tuviera quinientos mil yenes contantes y sonantes, se casaría conmigo. En estos tres años no me ha dejado ni besarla. Bueno, la verdad es que mi intención era no hacerlo. Bien, ahí sigue, en la biblioteca, trabajando y sin casarse. ¿Por qué será?». Los billetes que Makoto había terminado de contar eran de los ciento cincuenta mil yenes que acababa de recibir de su padre, el cual deseaba que su prometedor hijo aprendiera a administrar sus bienes. El simple hecho de que se los hubiera dado «sin decir nada», como hacía siempre, pesaba sobre Makoto. El silencio significativo de su padre procedía de una especie de timidez confuciana y era una forma adecuada para que su hijo obtuviera un beneficio moral. Desde que Teruko le habló de su capricho de quinientos mil yenes, Makoto decidió invertir en acciones hasta el último céntimo de la cantidad recibida de su padre, que había decidido depositar cuidadosamente en un banco. Era la época en que se había abierto al público el mercado bursátil tras la disolución del zaibatsu[39]. Se empezaban a vender acciones como si se tratara de vender camisetas. Hasta las señoras que vivían de una pequeña renta por una casa sacaban sus ahorrillos secretos para comprarlas. Makoto, instruido por la prensa, compró acciones de las empresas Yusen, Toshiba, Nisshinbõ y Hassoden. Pero poco después vino un periodo de inestabilidad laboral y recesión económica que le ocasionaron la pérdida de veinte mil yenes. Makoto, que veía todo negro, decidió entonces vender inmediatamente sus acciones y a duras penas consiguió rescatar ciento treinta mil yenes. Ese fracaso le sirvió para aprender y ahondar en su conocimiento de que la realidad, cuando uno se enfrenta a ella directamente, era semejante a la presencia de unos firmes acantilados en la orilla del mar. Pero ese conocimiento podía fácilmente conducir a caminos ocultos, unos caminos con frecuencia hollados por jóvenes inexpertos que sin darse cuenta los pueden llevar al borde del precipicio del mar…, de la vida… Ocurrió un día del año 1948. Era a finales de verano y hacía un fuerte calor. Makoto estaba buscando unos libros de derecho en las librerías de viejo que había cerca de la estación ferroviaria de Ogikubo. Al girar por casualidad a la derecha y entrar en una calleja, sus ojos tropezaron con el letrero de «Asociación Financiera Ogikubo» debajo del cual se veía una sencilla oficina construida de madera, como si fuera una estafeta de Correos de tercera categoría, y pintada de azul con el aspecto de haber sido reformada recientemente. Al leer el letrero, Makoto recordó un anuncio breve del periódico que le había llamado últimamente la atención y que decía: «¡Beneficios! Se aceptan inversiones a partir de 5000 yenes. Garantía absoluta de retribución mensual del 20 por 100. Responsable y administrador: excatedrático Taizõ Onuki. Asociación Financiera Ogikubo, a 2 minutos de la estación de Ogikubo». Makoto hizo un rápido cálculo: «Veinte por ciento al mes. Es decir, invirtiendo cien mil yenes, podré recuperar los veinte mil que he perdido…». La palabra «excatedrático» la asoció a Teruko Nogami… Por eso y por un extraño presentimiento de buena suerte, decidió que ésa era su oportunidad. Empujó la puerta «despreocupadamente». Una vez dentro, se sintió satisfecho y con valor. Un hombre de mediana edad y rostro cuadrado se levantó de su silla para recibirlo. La boca, menuda para su cara, parecía que iba a partirse cuando hablaba, produciendo una impresión de gran honradez. Bajo el chaleco le asomaba la hebilla del cinturón de suboficial y los puños de su camisa de rayas mostraban cierta suciedad. Pero tanto el cabello como el pequeño bigote estaban bien cuidados y su cara cuadrada relucía como una tabla de cortar recién lavada. Las otras cuatro mesas que había en esta oficina de unos cuatro tsubo[40] estaban vacías. Se acercó a Makoto y le dio la bienvenida. Antes de que éste abriera la boca, le preguntó: —¿Es para invertir? Sin esperar respuesta, dedujo gratuitamente el motivo de la visita y se puso a hablar sin parar sobre la política de fiabilidad de la oficina. Cuando por fin Makoto le pidió entrevistarse con el administrador general, el hombre lanzó un comedido suspiro… «jah». Era una expresión espontánea de respeto hacia su jefe. Empujó la puerta de vidrio esmerilado del fondo. Delante de una estantería repleta de libros que ocupaba toda la pared, trabajaba un hombrecillo con aires de importancia y aspecto depresivo. Al serle presentado Makoto, se levantó, clavó una mirada alicaída en su visitante, sacó una tarjeta de visita del cajón y, como si moviera un peón de ajedrez, la deslizó por la superficie de la mesa hacia Makoto. Éste masculló unas palabras de disculpa por no haber traído su tarjeta. En la del administrador general se podían leer varios títulos como «Administrador general de la Asociación Financiera de Ogikubo», «Ex catedrático de la Universidad N» y «Editorialista del periódico M». El administrador, con el aire triste y ademanes corteses, invitó a Makoto a sentarse. Sería admirable si este hombre, que asumía los aires de un catedrático, adoptara en su papel una pose que expresara el convencimiento, por ejemplo, de que «los conocimientos hacen infeliz al hombre». La verdad, sin embargo, era que el administrador Onuki padecía hemorroides. —¿Deseaba usted invertir? — preguntó con el tono cortés y tan débil que apenas se le oía. Cuando Makoto le pidió que repitiera, volvió a preguntar lo mismo. Un analista que trata de no ser presa de la emoción tiende frecuentemente a cometer errores más graves incluso que la misma emoción. Makoto observaba al excatedrático alicaído con una mirada limpia y atenta, como podría observar a un desconocido un muchacho sin experiencia. Llegó a la conclusión de que la cortesía de este hombre procedía del desprecio intelectual que sentía al verse trabajando contra su voluntad en una actividad tan ordinaria. Pero a Makoto le empezaron a atenazar los nervios al pensar que él mismo debía de estar siendo desdeñado por este hombre. Le contó que había vendido unas acciones que le habían causado pérdidas debidas a la caída de la actividad comercial del verano, y que disponía de cien mil yenes para invertir. Acto seguido, le preguntó cómo podría recibir el beneficio anunciado del 20 por 100. —Las acciones no son nada recomendables —le dijo sonriendo generosamente el administrador, el cual por la explicación tímida de Makoto había comprendido que este joven delgado y nervioso era un «hijo de buena familia». Y añadió: —Las acciones no generan muchos beneficios. Invierta usted en negocios. Los aficionados no saben cómo sacar el mejor partido a su dinero y, por eso, fracasan metiéndose en acciones, apostando en carreras de caballos, y cosas así. Yo a usted le recomendaría que para empezar invirtiera, por ejemplo, en una empresa exportadora de juguetes. Conozco una que debe rematar su temporada de fabricación de juguetes antes del fin de agosto para la campaña navideña de Estados Unidos. Necesitan préstamos a corto plazo para hacer frente a los gastos de capital en circulación. Ahora es el momento. Más adelante, le entregaré a usted el certificado de socio accionista de esta compañía exportadora de juguetes, una sociedad limitada. Pero ahora le podría extender un pagaré de ciento veinte mil yenes con vencimiento a los treinta días. Como garantía le ofrezco las existencias que tenemos disponibles. Bien, ¿qué me dice? ¿No le gustaría echar una ojeada a su garantía? A Makoto le gustó esta palabra de «garantía» y respondió que sí. El administrador dijo «bueno»; y abrió un cajón. La tardanza en encontrar la llave que buscaba entre una gran cantidad de otras llaves maravilló al inexperto inversor. El administrador se puso una chaqueta de lino y un panamá. Este sombrero, deformado y con la cinta manchada de sudor, se lo puso con todo esmero al tiempo que decía con un tono de excusa: —Es el que solía ponerme durante veinte años cuando iba a la universidad. Mi favorito. Con estas palabras echó a caminar seguido por Makoto. Su manera de andar, como a tientas, le hizo pensar a Makoto, por oposición, en la solidez administrativa de la Asociación. Cuando salieron del despacho, las cuatro mesas ya estaban ocupadas. Todos los empleados se pusieron respetuosamente de pie y saludaron a coro: —¡Hasta luego, señores! Los dos hombres salieron a la calle, que parecía reflejar el sol intenso del verano. Cuando pasaron delante de un puesto de helados con una bandera de seda artificial de color verde y donde se hacía sonar un cascabel para atraer la atención de la gente, el administrador se volvió a su acompañante y le dijo: —Eso es antihigiénico. No me convence nada. Makoto iba detrás de él. Pasando unos portales, llegaron a un garaje. La puerta estaba cerrada sin aspecto de actividad. Tampoco había ningún letrero. El administrador le hizo a Makoto una señal para que pasara a la parte trasera del garaje. Allí había una puerta de servicio con un candado que el administrador abrió sirviéndose de la llave. Al abrirla, el olor de barniz recién aplicado invadió la nariz de Makoto. Dentro había una estancia de unos seis tatami[41]. El techo lo rozaba una montaña de juguetes que, por no estar polvorientos, podían pasar por nuevos. Makoto observaba todo maravillado y al mismo tiempo sobrecogido por los numerosos ojos de cristal de los perros de peluche que brillaban en la parte sombría de la estancia más alejada de la puerta. Vistos así, los juguetes eran realmente objetos silenciosos, mudos testigos de la soledad de los niños. Son los adultos quienes se entretienen con juguetes ruidosos. Makoto, apartando de su pensamiento estas ideas insípidas, puso el pie en los juguetes… Lo hizo, no bajo el impulso del instinto de un poeta, sino simplemente porque le divertía. De las vigas del techo colgaban apretados galones y adornos multicolores navideños. Entre las aberturas del papel de embalaje roto por alambres dorados y plateados, asomaban, brillantes, flores artificiales verdes, amarillas y rojas. Los burritos de madera, dispuestos en fila en las estanterías, tenían todos la misma inclinación de sus cabezas. En una caja cubierta de papel celofán asomaba el cuerpo tumbado de un cupido de color chocolate y de grandes ojos abiertos. Makoto tomó en sus manos un perro de peluche y lo hizo sonar apretándole la barriga. Al recordar las palabras del administrador «¿No le gustaría echar una ojeada a su garantía?», sonrió débilmente. Miró a su alrededor con satisfacción. Entonces, vio en una de las estanterías un paquete con cuatro o cinco bultos extraños atados con una cuerda. Tomó uno para ver lo que era. Eran lápices gigantes de color verde. Al mirar dentro, vio además un juego de objetos de escritorio. Era un estuche con forma de lapicero para llamar la atención de los niños. En una superficie de lustroso papel verde aparecía escrito «Tokyo pencil». Nada más verlo, Makoto sintió cómo en el corazón le saltaba un borbotón de salvaje alegría[42]. El excatedrático preguntó: —¿Qué le parece? ¿Buenos artículos, verdad? —Sí. Mañana traeré sin falta los cien mil yenes —repuso Makoto. Efectivamente, al día siguiente Makoto recibió un pagaré y un recibo de haber entregado cien mil yenes. Esto ocurrió el verano cuando Makoto tenía veinticinco años. Al final de sus vacaciones volvió a la ciudad de K para pasar una semana por primera vez en bastante tiempo. Se enteró entonces de que su primo Yasushi, sin saber él nada, se había afiliado al Partido Comunista. Esto hizo que su tío, Tsuyoshi, le cerrara la puerta de la casa de los Kawasaki, decisión que divirtió a Makoto. No hay tiempo para dedicar mucha atención al destino de este primo de nuestro protagonista. Así pues, sin Yasushi y sin sus hermanos, cuya compañía le resultaba fastidiosa, Makoto iba a bañarse solo a la playa de Torizaki. Un día se encontró allí por casualidad con el hermano de Yasushi. De él supo que su primo se había ido a Hokkaido para dirigir el conflicto laboral de una mina de carbón. Cuando Makoto volvió a casa, su familia lo esperaba para salir a la terraza a comer una sandía. De improviso, su padre le preguntó precipitadamente mientras escupía unas pepitas de la fruta: —Aquel dinero, ¿qué has hecho con él? —¡Ah, el dinero aquel! Lo he invertido en una compañía exportadora de artículos diversos. Es absolutamente seguro. Y la conversación acabó. De cara a su padre, la seguridad de ser propietario, en virtud de la garantía obtenida a cambio de su dinero, de aquel lapicero, se había convertido en un gozo incontenible de venganza. Era como si hubiera recobrado algo de su padre. Cuando acabaron las vacaciones, Makoto volvió a su pensión en Ogikubo y visitó la Asociación Financiera del mismo nombre. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que faltaba el letrero y que la puerta estaba condenada con tablas. A la luz del sol otoñal pudo distinguir por la ventana que, dentro, el suelo estaba polvoriento y que no había ni una silla. Enderezó sus pasos al garaje. La puerta de servicio estaba sin candado. Dentro no había nada, ni un solo juguete. Lo único que vio, al agacharse, fueron hilachas doradas y plateadas de los galones navideños que brillaban entremezcladas con el polvo y algunas pajas. Se quedó de pie un buen rato en medio del garaje. Lanzó un «¡… ah!», que, aupado por el vacío de la estancia, fue respondido por otro «¡ah!» del eco. Con paso indeciso, Makoto caminó con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta. Por fin abandonó el garaje. Su rostro estaba pálido. Se dijo: «No me importa haber perdido cien mil yenes… Pero ¡haberme dejado estafar yo…!». Si alguien hubiera oído estas palabras, propias de un mal perdedor, habría pensado que eran presuntuosas. La cuestión, sin embargo, era: ¿habría alguna forma de poder recuperar los cien mil yenes? Capítulo 10 Makoto acudió a pedir consejo a Otagi, el cual, feliz deque su amigo hubiera tenido el arranque de confesarle su derrota, le dijo: —Es inútil que les pongas una denuncia por estafa. Harán mil piruetas para despistarte y, al final, seguro que no te devolverían nada. Creo que lo mejor es que aceptes la realidad y renuncies a la idea de recuperar tu dinero. Piensa que, al fin y al cabo, sólo ha sido una pérdida de cien mil yenes. Es cierto que hoy día corre poco dinero en el mercado; pero, así y todo, circula bien, como los peces en el mar. Esta vez, el pez incauto y con dinero, al que han pescado, has sido tú. Y ya está, No pienses más en ello. La próxima vez tú serás el pescador. Entonces serás tú quien pesque por ahí otros cien mil yenes. —Sí, pero ¿qué hago? Siento tanta vergüenza que no puedo volver así a mi casa. —Por eso mismo hay que usar el mismo método que ellos, pero mejorándolo. Si con un breve anuncio en el periódico apareció una presa, que fuiste tú, hay que confiar en que aparecerán más. Pon un anuncio. Ya verás cómo vendrán hasta tu propia casa presas con dinero listas para ser pescadas. Otagi miró a su alrededor. Vivía en una habitación de cuatro tatami y medio[43] que había alquilado a un pariente. Aquí, en este lugar, sin duda desconcertante para cualquiera de esas posibles presas, vivía este hijo único con su madre desde que su casa había quedado incendiada en uno de los bombardeos de la guerra. Su propia economía familiar, motivo de preocupación, probablemente no le permitía tomar conciencia viva de la estafa sufrida por Makoto. Pero, por otro lado, tampoco podía evitar conmoverse viendo el abatimiento de su amigo. Nunca lo había visto tan bajo de moral. Aunque esta lástima desinteresada de Otagi hubiera provocado en él consecuencias igualmente desinteresadas, ¿había razón para culparlo por eso? En el mundo, hay personas felices, como Otagi, que sacan provecho de la más mínima emoción, por elemental que sea, y que no sienten temor, por la misma sencillez que hay en sus caracteres, de sus propias emociones. Estos dos jóvenes competían dándoselas de ser grandes conocedores del mundo. Makoto, bien equipado de pesimismo gracias a su reciente y amarga experiencia, le ganaba la partida a su rival. A pesar de eso, esperaba que Otagi pudiera derribar, una a una, las razones de su pesimismo. Este amigo, optimista por naturaleza pero también inteligente, dio muestras de estar a la altura de las expectativas y le dijo: —Suponiendo que nos atrevamos, hay que empezar con un capital mínimo. Si nos sale bien la jugada, podríamos ganar mucho dinero. Pero hay que ser cautos para no perder nada en el caso de que saliera mal. Vamos a ver, ¿cuánto te queda? —Treinta mil yenes —respondió sinceramente Makoto. —Bien, yo tengo… ¡trescientos yenes! —exclamó Otagi como quien suelta una carcajada. Y añadió—: Pero, a cambio de mi modestísima aportación, trabajaré sin cobrarte nada hasta que puedas pagarme un sueldo. Otagi tenía un tío, un pariente lejano, que administraba algo parecido a la Asociación Financiera de Ogikubo, pero mejor. A decir verdad, el episodio de Makoto le animó mucho porque hacía tiempo que tenía un gran interés en sacar provecho de la experiencia de su tío. A Makoto le encantó conocer este contacto de su amigo y se quedó convencido de sus razones. Podrían realizar importantes ganancias prestando dinero a un interés de dos yenes al día, especialmente para personas interesadas en disponer de «dinero de apariencia» necesario para realizar negocios en metálico. —Alquilamos una oficina, publicamos un anuncio en el periódico y… Pero, oye, ¿crees que bastará con treinta mil yenes? —Le pediré a mi tío que nos ayude a encontrar una oficina. Además, necesitaremos alguien que nos lleve ln contabilidad cuando estemos tan ocupados que no tengamos tiempo nosotros mismos de llevarla. Para este trabajo es mejor contar con alguien con quien se mantengan relaciones sexuales. Y, si es posible, que tenga cierta edad. Ambas razones suelen ser garantía de lealtad. Otagi hablaba mecánicamente repitiendo lo que había oído decir a su tío. Pero Makoto, dejándose llevar del amor propio característico de su edad, lo interpretó del siguiente modo: «Es una pena que no tengas una mujer así». Incluso, le pareció que le estaba diciendo: «Sin tal mujer, dudo del futuro del negocio». Cuando Makoto volvió a su pensión, lanzó una mirada escrutadora a la patrona, una señora viuda, que acababa de entrar en su habitación a traerle un té. Entonces y de forma inexplicable, empezó a sentirse humillado porque hasta ahora no hubiera pasado nada entre ellos. Podrá parecer raro que a sus veinticinco años cumplidos Makoto fuera tan inocente y desinteresado. Su racionalismo lo había llevado a frecuentar prostíbulos. Salía de ellos con la satisfacción racional de comprobar que cada vez se aborrecía más a sí mismo. A ratos se convertía en un poeta práctico que intentaba ver belleza en un cielo nocturno tachonado de estrellas, en las nubes de la noche, en los árboles de la calle, etc. Esas noches, en su diario aparecían waka y jaikus[44]. Pero hay momentos en que un poeta, aunque pueda sufrir al verse obligado a emitir juicios de belleza sobre diversos objetos, nunca es una máquina especializada en ver la belleza de las cosas, en intentar a toda costa ver todo de color rosa. A Makoto el prostíbulo no le servía ni para enriquecer ni para empobrecer su vida. Desde siempre, sentía menosprecio por la mujeres de la vida, un desdén que había acabado por convertirse en un arma indispensable en un joven tímido como él. Nuevamente, Makoto se puso a observar con detenimiento a esta viuda de treinta y cinco años. Itsuko Tayama era madre de tres niños. Se ganaba la vida cosiendo todo el día a máquina al lado de una hermana fea y solterona que rayaba los treinta. Las dos hacían delantales infantiles para unos grandes almacenes. La hermana se especializaba en coser los pliegues de la tela, mientras que Itsuko se encargaba más bien de las ventas y de negociar con los mayoristas. La mezcla de inocencia y cordial seriedad de su trato inspiraba confianza a los clientes. Resultaba difícil negarse a complacer a una mujer rellenita como una paloma que destilaba sinceridad. Pero precisamente esas cualidades suyas de diligencia y seriedad le restaban encanto femenino. Al parecer, un día llegó a decirle a un mayorista de unos cuarenta años: —Cada vez que veo a un calvo, siento que no debo reírme nunca. Y es que no hay nadie que no tenga algo de calvicie. Por ejemplo, yo misma. Mire usted, yo tengo una pequeña calva aquí, en esta raya del pelo. ¿A que si? Hasta entre las mujeres con moño a la japonesa no es raro encontrarse con una que también la tenga, sin exceptuar a las de veinte años, ¿eh? Es asombroso que hablara así cuando en realidad, con estas palabras, deseaba declarar su amor. Itsuko era diferente a las demás mujeres porque le costaba trabajo mantener la calma de saberse ya próxima a la cuarentena, a pesar de que sólo tenía treinta y cinco. Eso le servía, en ciertos momentos, para estar contenta al tomar conciencia de que, en efecto, no tenía más que treinta y cinco. —¿Qué le pasa? Me pone nerviosa que me mire usted así, tan fijamente… No sé, pero no es propio de usted, señor Kawasaki… Con estas palabras, Itsuko bajó la mirada y dejó la taza de té sobre el suelo de tatami. Después, apretó la redonda bandeja contra su pecho y, abrazada a ella, se puso a observar la habitación con la barbilla posada blandamente en el borde de la bandeja. —Siempre tiene usted todo tan ordenadito, ¿verdad? —¿Ya se han acostado los niños? — le preguntó Makoto pasando con cuidado las páginas de su diccionario de alemán. —Sí. Makoto cobró valor. Su plan de seducir a esta mujer por el interés de su negocio ahogó su timidez. La inmediata realidad de un proyecto importante y urgente como el que se traía entre manos le exigía hacer acopio de una gran serenidad y resolución. Había decidido que podía confiar la contabilidad a una mujer como Itsuko. El carácter de Makoto, al justificarse de este modo, le hacía experimentar magníficas sensaciones. Cuando imaginó a esta mujer rellenita con un vestido feo sentada en el sillón de jefa de contabilidad, sintió un extraño alborozo y un poder mágico en sus acciones. Al tumbarse vestido con la yukata[45] y boca arriba sobre el tatami, su cabeza chocó por suerte con la rodilla de la viuda. Itsuko se apartó ligeramente y le preguntó: —¿Es que le pasa algo? ¿Le duele el vientre o algo? Makoto, temiendo no poder aguantar la risa si le miraba la cara, alargó la mano con los ojos cerrados y tomó los bajos del kimono de la joven viuda. Fingió confundir los bajos con la manga y tiró de ellos hacia sí. Aunque Makoto no tenía mucha fuerza en los brazos, ella, con la ayuda de la aceleración de su cuerpo sentado, se le acercó deslizándose suavemente por el liso tatami, como un trineo sobre la nieve. Itsuko hizo muchos gestos de rechazo, pero la señal de su asentimiento fue el dejar de levantar la voz. Como apenas se quejó después de haber terminado, Makoto, sin prácticamente ninguna experiencia con mujeres no profesionales, pudo haber deducido equivocadamente que siempre era así de fácil. Pero el hecho de no haber disfrutado en absoluto del placer de la conquista contrapesó esa deducción. Unos días después, Makoto llevó a Itsuko a la futura oficina y le dijo a Otagi: —Aquí te presento a la señora Itsuko Tayama. Nos ayudará en la contabilidad. —¿No será muy complicado? A ver si puedo… Yo… —dijo ella. —Será suficiente con que lleve el libro de cuentas… —repuso un Otagi muy sorprendido. Capítulo 11 La oficina era una construcción temporal de dos pisos situada en un rincón del mercado Nabeyoko, en la calle Honmachi del barrio de Nakano. El tío de Otagi había sido colonizador en Manchuria y poseía intereses comerciales en Corea, Taiwán y Sajalín. Era un hombre muy conocido en el barrio y, gracias a su intervención, había podido conseguir un alquiler de dos mil yenes mensuales por una oficina amueblada. Una señal de buen agüero para empezar un negocio. A la nueva empresa la pusieron de nombre «Compañía Taiyo[46]», un nombre que se le había ocurrido a Makoto tras haber estado dándole vueltas una noche. El logotipo, que representaba unos rayos del sol naciente, fue aceptado de buena gana por sus dos compañeros, Otagi y la señora Itsuko Tayama. El día de la inauguración de la oficina fue fijado para el 16 de octubre de 1948. Lo primero de todo fue gastar quince mil yenes en publicar en un periódico de segunda clase un anuncio de dos renglones. Decía así: «Dinero inutilizado. Beneficio mensual de un 15 por 100. Solidez garantizada. Compañía Taiyo, 438 Honmachidori, Nakanoku». A pesar de todos los preparativos, el mismo Makoto no tenía demasiadas esperanzas en que las cosas fueran bien. ¿Podría sostener este negocio como se sostiene un juego infantil o un truco de magia? El día en que salió el anuncio no vino nadie; tampoco el siguiente. Aunque en honor a la verdad, hay que decir que sí vino alguien. Fue un joven de una asociación de vecinos del barrio. Vino a pedirles una aportación para el festival del otoño. Tuvieron que darle quinientos yenes. Llevaban dos días, incluidas las tardes, y… ni una visita de un posible cliente. Agotados los temas de conversación, estaban los tres callados, leyendo cada cual un periódico en la desierta oficina bañada por el suave sol del otoño. «¿Qué pasaba con el sedal de su caña de pescar, un sedal lanzado a la ventura, en las aguas informes de la sociedad? ¿Acabará moviéndose por fin el corcho? No, no se movía», pensaba un Makoto inquieto. Por primera vez, sintió la crudeza de la existencia de la sociedad. Era una existencia informe, como la de un gigantesco animal negro que acecha silenciosamente con el aire hosco. Un animal enroscado, oculto tras la pared, que palpita, engulle, bebe, ama y duerme. La gente es impotente contra él y, por eso, la mayoría no tiene más remedio que obedecerlo trabajando en una oficina, o que halagarlo siendo comerciante. «La sociedad» es la ilusión más humana de todas las ilusiones posibles producidas en la era moderna. Ya no se busca la forma original del ser humano en el individuo, sino tan sólo en la sociedad. «La sociedad» de nuestra era moderna busca sanamente el deseo, como hacían los hombres primitivos; es una sociedad que vive, se mueve, ama y duerme como los primitivos. La razón de que la gente lea ansiosamente en el periódico los artículos de sucesos se debe al deseo de conocer «la vida y las noticias» de cada mañana de este hombre primitivo. Es el deseo de un lacayo, de un lacayo que ambiciona el éxito social para alcanzar, como mucho, el nivel de vida de su señor. En esta oficina anodina y desierta, los dos hombres y la mujer se mantenían con las orejas tiesas. En algún momento tenían que empezar a oír algo. La tensión entre la esperanza de que llegara algún cliente y la incredulidad de que un negocio así pudiera echar por fin a andar los convertía en prisioneros del edificio. Makoto se levantó y se puso a caminar impacientemente de un lado a otro. Retiró la tetera del calentador eléctrico y miró fijamente la bobina candente. Itsuko se levantó tras él para preparar un té y aprovechó para decirle en voz baja mientras le daba unos golpecitos en la espalda: —¡Vamos, hombre! ¡Tranquilo! No hay necesidad de impacientarse tanto. Makoto, sin decir nada, volvió a tomar el periódico aunque sin ganas de leerlo. Lo dobló cuidadosamente en dos, luego en cuatro, en ocho, en dieciséis, en treinta y dos, plegándolo, como si fuera un maníaco, hasta hacerlo más y más diminuto. —En momentos así lo mejor es ponerse a hacer el pino —dijo Otagi—. No hay remedio más eficaz. —No sé cómo se hace. —¿Cómo que no? Te apoyas contra la pared, y entonces es lo más fácil del mundo. Otagi impulsivamente hizo el pino apoyándose contra la pared, pero el barro que llevaba pegado a la suela de los zapatos se le cayó en la cara y tuvo que levantarse a toda prisa. Itsuko sacó un pañuelo y le quitó el barro de los ojos. Finalmente, Makoto, animado por Otagi, se limpió los zapatos e iba a intentar hacer el pino cuando Itsuko de repente exclamó: —¡Dios mío! ¡Que parece que viene uno! ¡Un cliente! —¿Qué es eso de «Dios mío»? ¿Acaso no es lo normal que a una oficina venga un cliente? Así, Makoto y Otagi, incrédulos ante el aviso de Itsuko, se pusieron a hacer el pino. Pero de inmediato se levantaron aturdidos cuando, en efecto, oyeron el crujido ligero de la puerta de cristal. Ahora les llegó la voz de un visitante que saludaba en la ventanilla de recepción desde donde el interior de la oficina todavía era invisible. Itsuko abrió la ventanilla para recibirlo. Fue entonces cuando se puso a trabajar el instinto de actor de Makoto. Él y Otagi tenían que colocarse en sus puestos y simular absoluta indiferencia. En esta pequeña oficina no había más que un escritorio, una mesa y cinco sillas. Al fondo se veía otro cuarto pequeño, con suelo de tatami y una pila, separado de la oficina por un tabique de contrachapado. Se intentaba producir la impresión de que en ese cuarto recóndito se ocultaba una caja fuerte. Sobre el escritorio había unos libros de derecho y de economía pertenecientes a Makoto y a Otagi que se sentaron, respectivamente, en un sillón ante una mesa escritorio y en una silla al lado. El cliente, que entró detrás de Itsuko, fue presentado por ésta a Otagi. Su aspecto era el de un recién jubilado que acababa de recibir su pensión de jubilación. Probablemente había ocupado varias decenas de años una mesa en el rincón de alguna oficina pública. Una especie de «papelera tiznada[47]». Sea quien fuera, el corcho del sedal por fin se había movido. —Pues es que he visto su anuncio en el periódico —empezó diciendo la visita. Tenía aspecto de haber pasado adversidades en la vida. Sus gestos recordaban a los animales que cubren cuidadosamente sus excrementos con arena. Cada palabra, cada frase la terminaba escrupulosamente y con una sonrisa. Siguió diciendo—: Pues, nada, venía a consultar eso de la inversión. Pero antes, quisiera que me explicaran todo bien. Después, ya veremos si me decido. A juzgar por el lustre opaco de su gastado pantalón de rayas diplomáticas, no parecía traer más de diez mil yenes. Otagi le preguntó: —Bien, ¿y cuánto desearía invertir más o menos el caballero? —Bueno, creo que sería más razonable que le indicara la suma después de escuchar su explicación. ¿Qué le parece? El cliente podría mostrar algo para no ser infravalorado. Pero la pipa con la que empezó a fumar era una barata de latón digna de asombro, detalle que observó Makoto de reojo y que francamente le decepcionó. Otagi le presentó a Makoto como presidente de la compañía. Después, se puso a explicar al visitante la formación académica y la historia familiar del joven presidente, sin omitir que era hijo de uno de los hombres más acaudalados de la provincia de Chiba. Makoto permanecía de pie con las manos entrelazadas oyendo este largo y aburrido discurso de su amigo, con el mismo gesto serio y concentrado de un equilibrista a punto de actuar. Le preocupaba la sonrisa irónica que percibió en el visitante y que dejaba ver que no mostraba confianza ni tampoco desconfianza. Molesto, hizo una seña con la mano a Otagi para indicarle que ya era suficiente. Entonces Makoto bajó la vista para fijarse en la fea frente del inversor, posiblemente al menos unos cinco sun[48] más bajo que él. Despreciaba en grado extremo a las personas vulgares como la que tenía delante. Ahora que tenía una enfrente, una que le descubría groseramente su plan para hacer un dinerillo miserable, Makoto sintió un redoblado, incontenible desprecio contra esa vulgar codicia. Quizás, sin embargo, el desprecio de esta naturaleza se asemeje al desdén que las prostitutas deben de sentir hacia el deseo lascivo de sus clientes. Una prostituta, lo primero de todo, debe abrigar la duda de si será frígida. Makoto ahora se veía despreciando exageradamente los rasgos que veía en este hombre: su frente surcada de arrugas y afanes, sus ojos entrenados para mantener sonrisas, una nariz miserable como una diminuta y gastada escoba, la boca que se movía con destreza y que pronunciaba las palabras con excesiva claridad… Este desdén exagerado apenas se podía diferenciar de una especie de terror. El pánico sentido por Makoto al reconocer un espejismo: el de sí mismo reflejado en este cincuentón. «Juro que soy diferente a este individuo», se decía. «Este trabajo temporal nunca será el que utilice para ganarme la vida. El de Otagi tal vez lo sea. El mío no. Tengo otras misiones; por ejemplo, perfeccionar el sistema de derecho penal de valor numérico. Eso me dará algún día dos credenciales: la de doctor y la de titular en la Universidad de Tokio. Ahora sólo intento llevar a cabo una especie de experimento de mi teoría». De repente se olvidó de que había pensado que quería vivir. Puso una expresión fría y adoptó la actitud tensa y poco natural de la persona sensible que trata de poner a salvo su dignidad. Y es que este actor no estaba acostumbrado en absoluto a salir a escena. Sentía un miedo excesivo a ser tomado por estafador, a que este cliente manifestara dudas. Deseoso a toda costa de disipárselas aun antes de que se las expresara, Makoto se puso a explicarle todo con términos que, al menos, sonaran académicos y, al mismo tiempo, le ganaran su confianza. —No le voy a pedir, señor, que se fíe usted de mí. No, eso no. No quiero pedirle que ponga su confianza a ciegas en un hombre como yo. —Esto sonaba como un grito pidiendo socorro—. Le pido, en cambio, que confíe en las cifras. Confíe usted en las matemáticas. Ésta es la fe que tiene una persona moderna. —El cliente, incapaz tal vez de entender la intención de sus palabras, enarcó las cejas con un gesto de asombro profiriendo entre sus dientes un «¡shu!»—. Desde que la inflación se ha instalado en nuestra economía, los negocios a crédito han desaparecido por completo. Ahora todo se negocia al contado porque estamos en unos tiempos en los que los productos tienen más valor que el dinero mismo. Antes, en los negocios a crédito, los corredores financieros podían ganar un margen sólo por su mediación, aunque no tuvieran ni un céntimo disponible; pero ahora, como todos negocian en efectivo y al contado, necesitan dinero contante y sonante, o digamos, «dinero de apariencia». Cuando un agente compra algo a un cliente A para venderlo a un cliente B, necesita a toda costa dinero en efectivo para poder hacer esa compra a A. Esto es lo que yo llamo «dinero de apariencia». Este dinero siempre vuelve, y con beneficio una vez que se ha vendido a B. Además y por ser un dinero necesitado con urgencia que se va a devolver sin demora, el agente pide gustosamente un préstamo a cambio incluso de un elevado interés. Hoy en día, como usted sabrá, los bancos adoptan una política muy restrictiva y exigente en materia de créditos, y no prestan dinero a los particulares. No sólo eso. Desde que se ha instalado la política del dinero caro, los bancos únicamente tratan con clientes conocidos. Entonces, se preguntará usted, ¿de quién dependen las innumerables transacciones que se realizan en Tokio? Pues de nosotros. Sí, señor, de nosotros. Ni más ni menos. Somos nosotros los que prestamos dinero. Nosotros quienes pedimos de interés un yen al día, es decir, un 10 por 100 para un plazo de diez días. Así, calculando a interés compuesto, ganamos un 34 por 100 al mes. De esa forma, podemos quedarnos con el 19 por 100 y pagamos a nuestros inversores y clientes un 15 por 100 al mes. Me gustaría que confiara usted en estos números. Aritmética pura y dura, ya ve usted. Treinta y cuatro menos diecinueve son quince. Makoto se percató entonces del ambiente desierto que reinaba en la oficina. Como ya había recuperado la calma, supo la manera de encubrirlo. Y añadió: —Nuestro principio fundamental es la seriedad. Seriedad absoluta. Y a ese principio nos atenemos con firmeza. Por eso, preferimos pagar más a nuestros clientes antes que gastar dinero en la oficina. De hecho, tengo otros cinco empleados que trabajan en el piso de arriba, aunque en este momento están todos fuera. —¡Oh! —Y no se crea usted que han ido al cine o a ver un espectáculo. Nada de eso. Están detrás de los corredores para que no desaparezcan con el dinero. Pero, en fin, no hay motivo ninguno para preocuparse. Afortunadamente, hasta el día de hoy, no ha habido ninguna fuga. —Pues, muy bien. Estoy completamente convencido después de oír lo que ha dicho usted. La verdad es que me he quedado tranquilo. Se lo agradezco mucho. Bueno, pues voy a hacerle un depósito. El cliente abrió su cartera y sacó un fajo de billetes. Había diez mil yenes. Pero mientras Otagi y Makoto lo miraban fijamente creyendo que eso era todo, sacó otro. Y otro más. Cuando los dos amigos vieron treinta mil yenes colocados sobre la mesa, tuvieron que hacer esfuerzos para no poner cara de alegría. El cliente recibió, a cambio de su depósito, una letra por valor de treinta y tres mil yenes a un mes vencido. La guardó con expresiones de mucha cortesía y lanzó una mirada de reojo pero casi húmeda de cariño, impropia a su edad, a los treinta mil yenes que dejaba allí. Makoto, asombrado, pensó que sólo le faltaba sacar un pañuelo y agitarlo para despedirse de su dinero. El cliente dijo entonces: —¡Ah, no sé, pero esos treinta mil yenes son para mí un hijo querido! Pero, bueno, ¿no se dice eso de que «quien a sus hijos quiere, que los haga viajar?»[49]. Lo que yo deseo es que no sufran ningún percance en su viaje… El asombro de Makoto creció al escucharle decir esto. Cuando el cliente salió de la oficina, Makoto hizo esfuerzos por mantener la calma aunque el gozo luchaba por rebosarle por el rostro. Otagi e Itsuko, muy alegres también, elogiaron su destreza para convencer. ¿Era esto un triunfo de la razón? ¿Un triunfo de la estrategia? Makoto estaba seguro solamente de lo primero; Otagi, en cambio, lo atribuía a la gracia divina; y estaba feliz de poder pensar así con el mismo derecho con que un monárquico es capaz de creer en la gracia divina. Ahora era él quien se puso a dar pasos nerviosos por la oficina. —Antes de que se nos olvide, Kawasaki. Hay que apuntar. —¿Apuntar qué? —Pues que necesitamos cómplices, falsos clientes que animen el ambiente. Habrá que buscar voluntarios. —¿Crees que será fácil encontrarlos? —Ahí está el problema. Makoto, después de pensar unos instantes, exclamó: —¡Ya está! Preguntaré a algún compañero del club de teatro de la universidad. Daremos a los aficionados la oportunidad de practicar aquí el arte dramático de la vida. —¡Buena idea! Después Makoto pasó a manifestar opiniones como éstas: para conseguir los fondos de hoy ha sido necesaria cierta dosis de actuación teatral. Pero una actuación que, por otro lado, no ha sido tan teatral, sino más bien natural. En realidad, todos los valores financieros se han convertido en nominales desde que la inflación se ha asentado en la economía del país. Cualquier persona en posesión de un pequeño capital puede hacerse presidente o director de una compañía. En cuanto a las mujeres, basta con llevar puesto un abrigo de visón para convertirse en señora de la alta sociedad. Desde que el mundo es mundo ha existido una especie de orden general basado en el engaño proporcionado mediante disfraces. Por lo tanto, el artificio o el engaño teatral es una etiqueta más de las que usa la sociedad actual. No se puede llamar maquiavélica a esta conclusión, porque el maquiavelismo detesta el sueño y la verdad por igual. La sociedad tiene necesidad de una «apariencia engañosa» de racionalidad. Pero para llegar al racionalismo, la sociedad necesita que alguien haga el papel de lobo que hace volver al redil a las ovejas descarriadas. Lo más importante y urgente es hacer las cosas fácilmente creíbles; de esa forma, no solamente se llega a creer en ellas, sino también a adquirir la sana costumbre de dudar de las mismas. Las opiniones de Makoto fueron interrumpidas por la observación de Otagi, que, en tono de broma, le preguntó si se había convertido en un reformista social. Pero Makoto siguió divagando: «Apariencia engañosa… Suponiendo que tenga valor, ¿no es la clave segura para tener conciencia de lo que es una apariencia verdadera? Por eso, la idea de traer actores a la oficina es absolutamente acertada, pues de esa manera damos expresión de una forma irónicamente consciente a esa negligencia tan humana que nos hace tomar la realidad por apariencia. Así, llegaré a saber que hacer dinero nace solamente de una especie de negligencia y que en realidad no es más que un momento en el proceso de investigación de la verdad». Con este desafío a la lógica, Makoto decidió visitar al día siguiente, sin perder tiempo, a un amigo del club de teatro de la universidad. Le propuso que buscara a una chica guapa y a dos estudiantes que, aunque jóvenes, aparentaran la mayor edad posible. El amigo, divertido con la propuesta, accedió gustoso a colaborar, asegurando que él mismo formaría parte del equipo. Por la tarde recibieron otra visita que les dejó veinte mil yenes. El tercer día, poco después de que Makoto y Otagi llegaran a la oficina tras haber asistido a una clase por la mañana en la universidad, se presentaron los actores contratados. Antes de que llegaran, Itsuko, tras haber echado un vistazo por la ventanilla de la oficina, había avisado: —Parece que se acerca una chica exageradamente arreglada. Cuando Makoto salió para recibirlos, el amigo del club de teatro levantó una mano poniendo la otra en uno de los tirantes. Se había disfrazado de nuevo rico con una indumentaria algo anticuada y un poco exagerada. El otro «actor» era un estudiante de aspecto extraño matriculado en la Facultad de Letras desde hacía más de diez años. Tenía el aire de no tener dinero, aunque siempre había casos sorprendentes como el del primer cliente. Llevaba una chaqueta cruzada y con la solapa arrugada, y una bolsa de viaje en la que como poco podían caber fácilmente cincuenta mil yenes. En cuanto a la chica arreglada, que había vuelto después de salir un rato a la calle, tenía el pelo largo e igualado, las uñas pintadas de rojo, un atrevido vestido con la mitad derecha de color azul marino y la otra mitad de color gris. Al verla, Makoto no daba crédito a sus ojos. Era Teruko Nogami. —Hace poco que he ingresado en este club —dijo a modo de explicación saludando a Makoto a quien no veía desde hacía bastante tiempo. Ninguno de sus compañeros pareció sorprendido de la familiaridad de su saludo porque ella pudo muy bien haberles comentado antes que le agradaba a Makoto. Pero, al final, acabó hablando poco por miedo a perder la fama de inaccesible entre sus conocidos. Tan pronto como se sentaron todos, entró un cliente. Era un anciano apresurado de unos setenta y cinco años que, tras mostrar sorpresa al ver a otros clientes con aspecto llamativo que estaban antes que él, hizo un depósito de cincuenta mil yenes. Hubo, por tanto, una buena razón para que todos brindaran, cuando se hubo ido este último cliente, con un aguardiente de arroz traído por Otagi. Capítulo 12 Hacía tiempo que Makoto admiraba a Fausto. A pesar de no ser muy proclive a la emoción literaria, entendía de modo claro y simple que ese personaje encarnaba la pasión humana de querer dominar y experimentar todo lo humano. Esta comprensión superficial de Makoto era, digamos, bastante lógica. El sacrificio del tiempo es una cualidad de la lógica. La brevedad es un mérito y a la vez un defecto de la lógica. Esta rama de la filosofía es capaz de analizar en un par de horas varios problemas históricos, por ejemplo, y concluir libremente con una solución muy grave o muy ridicula. Pero el enemigo de la lógica es el tiempo. Para enterrar a ese enemigo, la lógica se dirige frecuentemente al futuro. La certeza del futuro depende totalmente de la certeza del tiempo, lo cual representa para la lógica el elemento más insoportable del mundo. Por eso, la lógica intenta decir que el futuro se determina incluso lógicamente. Makoto sólo comprendía la idea de Fausto en términos del espacio, no del tiempo. Además, el racionalismo de nuestro personaje le hacía temer el tiempo o, mejor dicho, más que temer el tiempo, le causaba impaciencia dominarlo. Visto así, casi podría decirse que el destino de su vida era que coincidieran su actitud aprendida cuando era estudiante en Ichikõ — aunque los orígenes estaban en la infancia— con los negocios financieros en que ahora se hallaba inmerso. El interés financiero es un simple fruto de un periodo controlado. Igualmente, la vida de Makoto era la simple secuencia de un tiempo igualmente dominado. Makoto llevaba un diario. Su manía persistente en racionalizar cualquier cosa lo había llevado a subdividir su agenda diaria en horas, de modo que más que un diario podría llamarse «horario». Tal vez por eso, él mismo lo llamaba «el diario del reloj». Así, las horas de sueño estaban anotadas por unidades de minuto. Por ejemplo, en lugar de escribir «seis horas y media», escribía «390 minutos». Además, marcaba con un signo la porción del tiempo de cada día dedicada a determinado tema. Así, el tema de estudios estaba marcado con un círculo O; el de los negocios, con un triángulo Δ; y el de la «relación con las mujeres» (para usar su misma expresión), con un cuadrado □. Podía ser natural que el tema de los estudios fuera calificado de positivo, pero también había «positivo» y «negativo» en el caso de los negocios y de las mujeres. Estos dos términos no siempre significaban, respectivamente, ganancias y pérdidas, sino que eran evaluados en base al criterio de cumplir el objetivo de perfeccionar la moral práctica. Tal objetivo consistía en lograr que todo fuera positivo. Pero esta obsesión por someter todo al raciocinio evidenciaba una extraña confusión moral, toda vez que estaba proyectada hacia el futuro. Así, el hecho de violar a una mujer, como en el caso de Itsuko, era para él un acto moral ya que tenía como objeto la búsqueda de la verdad; o bien era un acto situado en el proceso de esa búsqueda. Así y todo, el juicio resultante era una especie de imposición del raciocinio, una imposición que servía de excusa previa para el siguiente acto. Makoto mismo no se daba cuenta de que todo eso iba en contra de la finalidad del derecho penal de valor numérico. El problema de esta manía de reflexionar sobre todo era que causaba el empobrecimiento de su vida y el hundimiento en la mala costumbre de una lógica según la cual una mala acción cometida en el pasado equivalía a una mala acción susceptible de cometerse en el futuro. El ser humano participa, inconsciente o incluso conscientemente, en diversos males. Sin embargo, la maldad no siempre es la misma, pues cada experiencia es diferente. Pocos días después, la Compañía Taiyo fue cobrando más y más movimiento, hasta tal punto que ya dejó de necesitar falsos clientes y los que antes eran actores se transformaron en verdaderos empleados. El anciano del primer día en que hubo actores volvió al mes para cobrar sus intereses y se sorprendió grandemente al ver que los antiguos actores —para él, clientes— ahora ocupaban un sitio en mesas de trabajo. Su sorpresa no le impidió, sin embargo, firmar una extensión del contrato por un año más. Makoto gastaba los fondos de la compañía sin ningún remordimiento. Naturalmente, los intereses que había que pagar sin falta, los anuncios en los periódicos de más difusión, los gastos de teléfono, de bicicletas, de personal —incluyendo a los actores que reclamaron su paga—, un juego de muebles para una sala de visitas, etc., todos estos gastos tuvieron que ser cubiertos mediante la diferencia entre los intereses de crédito y de débito, como debe ser. Así y todo, Makoto seguía pensando que lo más importante era la confianza con que se engañaba a la gente, es decir, era más importante la propaganda que la confianza en sí. Antes bien, sacó provecho de la creencia de que hay que dudar de todo excepto de la verdad. Lo que hizo Makoto fue aplicar esa idea a sus clientes. Así, éstos, tranquilos por recibir puntualmente sus ganancias, eran culpables en cierto sentido de ser víctimas de esa especie de confianza disfrazada. Makoto estaba convencido de que en nuestro tiempo se confía más en la propaganda que en el valor real de las cosas. En consecuencia, se desconfía de objetos como el oro, las perlas naturales, los cuadros famosos auténticos, los muebles macizos, la conciencia, las prendas de algodón tejidas a mano, los zapatos cosidos a mano. Quizás era todo producto de su imaginación, pero Makoto tenía la impresión de que Teruko lo evitaba. Cuando acababan la jornada de trabajo, ella siempre se apresuraba a retirarse con sus dos compañeros, sin dejarle nunca a Makoto la oportunidad de invitarla a salir a algún sitio. ¿Será que tenía relaciones con alguno de esos dos compañeros? Pero no, no parecía probable. Un día, mientras estaban trabajando, le pasó una nota. «Esta tarde, a las seis y media, espérame delante del cine Hibiya. Escribe tu respuesta en el dorso de esta nota y me la devuelves metida dentro de estos papeles». Teruko, nada más leerla, sin esbozar siquiera una sonrisa, escribió con un lápiz de trazo grueso y en grandes letras la palabra inglesa «YES», y le devolvió la nota. Makoto sintió en el fondo decepción por la facilidad con que había respondido que sí y se propuso no mirar más en dirección a la mesa de ella hasta que se fuera. Era a finales del mes de noviembre. La débil oscuridad del atardecer de esos días, ya cortos en esas fechas del año, envolvía suavemente las ramas de los árboles de la calle. En el aire por donde pasaba la gente flotaba ese ligero olor a naftalina de los abrigos recién sacados de los armarios. También los cuellos de zorro azul o de piel falsa que llevaban las mujeres exhalaban el mismo olor embriagador. Los rostros de los transeúntes mostraban esa serenidad que da el convencimiento de hallarse en esta estación del año. Exclusiva de noviembre, era ésta una expresión filosófica que tal vez proceda de pensar que nos hallamos cerca espiritualmente de objetos tan familiares como una chimenea o un fogón. Y bajo el grosor de los abrigos sentimos nuestros cuerpos leves y libres de las responsabilidades de la vida cotidiana, como si fueran corchos secos. Los pasos de Makoto eran tan ligeros como los de un corcho cuando se dirigía a Hibiya desde la estación de Yurakuchõ. Desconocía la razón, pero tenía la impresión de que barrios como estos de Yurakuchõ o de Ginza no le pertenecían cuando era alumno de Ichikõ, ni siquiera después cuando era universitario. No es que pensara que para transitar por esos barrios hacía falta ser una persona refinada. Simplemente sentía un temor absurdo a ser delatado como provinciano sólo por su forma de caminar. Ese temor, que podía hacer infeliz a una persona sensible, era un fruto típico de la época anterior a la guerra. Resulta que, mientras las ciudades se han vuelto tan corrompidas e indignas de suscitar ese sentimiento, los provincianos lo conservan y hasta lo transmiten a sus descendientes acariciando fielmente en el fondo de sus corazones la ilusión del refinamiento urbano. Escaparates de tiendas de moda, cafeterías elegantes, cines, salas de baile, etc., todo ello, aunque parezca difícil de creer, provocaba en Makoto un temor insondable y casi primitivo a pesar de llevar ya más de seis años viviendo en Tokio. Por estas divagaciones se pudiera pensar que Makoto poseía sensibilidad de poeta. Tal vez, pero un poeta vulgar. Llevaba ese día un traje y un abrigo recién estrenados, era presidente de una empresa, manejaba con libertad un débito que ascendía a cuatro millones de yenes y un crédito de dos millones. Era, además, alumno de la Universidad de Tokio y estaba seguro de que, cuando se graduase, formaría parte del «grupo de reloj de plata[50]»… En fin, ¡todo era fantástico! A su alrededor, las caras de los estudiantes y los jóvenes que veía en la calle le parecían de tontos. El complejo de inferioridad que tenía por su aspecto físico se le quitó por completo al imaginar la pobreza en los bolsillos de todos ellos. Entonces creyó que no había otro joven tan digno como él de caminar dándose aires por el barrio de Ginza. Sin disponer de las condiciones indicadas, le iba a resultar difícil, de todas formas, sobreponerse a sus temores. ¡Ay, qué recompensa tan modesta a tantos esfuerzos y peligros! Ninguna de esas reflexiones, sin embargo, fue obstáculo para que repasara su plan de acción ante la inminente cita con Teruko. «Mientras ella siga buscando lo material, yo seguiré amándola de corazón y con toda sinceridad. Pero cuando sea ella quien empiece a amarme de corazón, la abandonaré sin ningún escrúpulo y fríamente tras haberla conquistado. Pero, sobre todo y por mucho que me cueste, no voy a tocarla nunca, por lo menos hasta tener la certeza de poder abandonarla». Makoto poseía el don de ser capaz de mantener estos propósitos nada menos que tres años, una especie de don ascético que iba más allá de una mera obstinación. Incluso podría decirse con más certeza que le encantaban los propósitos que lo ataran de pies y manos. Aunque la expresión de los mismos era igual, este joven mostraba predilección por pensar que todo se debía a su fuerza de voluntad y no a su destino. En fin, Makoto amaba a Teruko. Cuando esa tarde de noviembre se la encontró con un portapartituras de cuero rojo en la mano, se sorprendió al comprobar que ya lo estaba esperando y daba vueltas delante del cine. Makoto no podía dar crédito a sus ojos. Él, siempre tan puntual, había llegado exactamente a las seis y media, sin retrasarse ni un minuto. «Es absurdo que esta chica tan calculadora me haya estado esperando antes de la hora. Seguro que se trae algo entre manos». Pero la puntualidad de Teruko tenía una explicación puramente matemática: había sido el resultado de la confluencia de un azar del transporte y del propio capricho de ella. Esta joven, incomparablemente recta y sencilla, era incapaz de decir dos mentiras a la vez. Cuando se la provocaba, por donde fuera, siempre reaccionaba con honestidad, excepto en su mente ocupada como estaba por una mentira. Por su parte, pensaba: «Este Kawasaki es un tipo realmente raro. Como ya me he acostumbrado a la sospecha de que le gusto, empieza a resultarme aburrido…, a menos que se suelte de una vez con que me detesta…». Makoto se le acercó corriendo y la saludó haciéndole una respetuosa inclinación de cabeza. Esta inclinación, efectuada después de haber estado caminando por Ginza dándose aires, era como la magnífica rúbrica de una bella página. Pero Teruko sintió vergüenza por el exagerado saludo. —Te pido mil disculpas por haberme retrasado —dijo Makoto. —¡Vaya! ¿No es extraño ver al señor presidente bajando tanto la cabeza? —¡Vamos, no digas tonterías! Bueno, ¿qué? ¿Entramos de una vez? Makoto rodeó con su brazo la espalda de Teruko, y los dos entraron en el cine. Faltaban unos veinte minutos para que acabara la primera sesión, así que esperaron sentados en un banco del pasillo de la planta de arriba. Teruko se dio cuenta de que Makoto tenía ganas de decirle algo y le preguntó de qué se trataba mientras tocaba inconscientemente como si fueran teclas de un piano el borde de su portapartituras que sostenía sobre sus rodillas. —Esto… —empezó a decir Makoto de forma entrecortada. Pero enseguida, adoptando un tono más melódico, añadió —:… Te lo he querido preguntar más de una vez, pero, bueno, he estado siempre tan ocupado que no he encontrado la ocasión. ¿Cuál es la razón de salir del club de teatro y ponerte a trabajar en la oficina? ¿Has venido por propia voluntad? Sin pensar mucho, Teruko le respondió honestamente y sin ningún reparo. En sus palabras había ese tono de franqueza que jamás desagradaba y en el que Makoto, muy amable con ella, percibió cierta elegancia. —No ha sido por nada especial. Sencillamente me parecía un trabajo interesante. Además, como se trata de un amigo, pues quería echarle una mano. Nada más. —¿Has comentado algo de mí a los demás? —Les he dicho que usted estaba justo entre un amigo y un desconocido. —Me doy por vencido. Una pregunta más: ¿por qué te has mostrado tan indiferente hacia mí desde que trabajas en la oficina? La razón de esta pregunta era saber si se había dado cuenta de su relación con Itsuko. Teruko contestó: —¡Pero si yo soy indiferente con todos! No es que me haya comportado con especial indiferencia sólo hacia usted… La cándida jovialidad de esta negación sorprendió a Makoto, al cual le desagradaba que lo trataran igual que a los demás. Sintió entonces ganas de despertar la inquietud de Teruko. Así que le preguntó: —¿Qué me dices de Itsuko Tayama? —Pues nada en especial. Muy buena persona. Como lo dijo sin ninguna vacilación, Makoto se desanimó. Después, charlaron de cine y de novelas sin importancia. Makoto, asombrado de los conocimientos mostrados por Teruko, pensaba que su amiga devoraba cualquier novela sin reflexionar mucho sobre su contenido y que se quedaba sólo con los títulos, librándose así de su veneno. Gracias a lectores como ella, hasta una novela podía convertirse en una obra clásica. Makoto, totalmente insensible al pedantismo, se puso entonces a enumerar nombres de autores secundarios europeos, metiendo en la lista a filósofos, juristas y economistas. Un aire entonces muy solemne, como el de una biblioteca, llenó la atmósfera de aquel pasillo del cine en donde se estaba proyectando una película americana. Enseguida se abrió la puerta y la tromba de espectadores que estaba saliendo por el pasillo interrumpió esa especie de catálogo bibliográfico en que se había convertido la conversación entre los dos jóvenes. Una vez empezada la película, Makoto miraba una y otra vez a Teruko sentada a su lado. Sus ojos reflejaban el brillo profundo de color púrpura de la pantalla mientras que los dedos de sus manos, pequeñas y bonitas, golpeteaban suavemente sobre el rojo portapartituras siguiendo los acordes de la melodía de Chopin interpretada en la película. A Makoto le dio entonces por imaginarse besando cada uno de los hoyuelos de esos dedos. Y cuando recordó que su posición actual con respecto a esta joven era la del patrón que le pagaba un salario, se llenó de una alegría salvaje. La película era en color y mostraba absurdamente a un Chopin robusto como un deportista escupiendo sangre, como si fuera un jugo de rojas ciruelas, sobre un teclado blanco. A pesar de todo, consiguió no sólo satisfacer, sino incluso emocionar mucho a Makoto. Sin embargo, después, en una cafetería en la que entraron de camino de regreso, él habló de la película en términos críticos y deliberadamente difíciles a fin de no ser desdeñado por Teruko. Era una costumbre descortés que había adquirido en la ciudad. —¿Qué me dices de los quinientos mil yenes de los que me hablaste un día? La pregunta se la hizo cuando Teruko acababa de comerse un pastel de fresa y nata, para lo cual había tenido que abrir toda su boquita. Con el pañuelo enrollado en un dedo Teruko se limpió hábilmente, como si hiciera magia, la nata que se le había quedado pegada alrededor de la boca. Sin pensar mucho, contestó riendo: —¿Se refiere a si sigo pensando lo mismo? Pues sí, sigo pensando igual. Sigo deseando tener dinero. Cuando tenga un capital de quinientos mil yenes, me casaré con usted. De momento, todo lo que tiene son débitos, ¿verdad? —Bueno, espera y verás. Dentro de unos meses podré casarme contigo. Pero ¿para qué quieres el dinero? ¿En qué lo quieres gastar? —En nada. —Entonces, ¿es que lo quieres ahorrar? —Bueno, deme mil yenes. Ya verá cómo me los gasto. —¿Te bastan sólo mil yenes? Makoto, intrigado, sacó la cartera y le entregó diez billetes de cien yenes. Cuando salieron de la cafetería, Teruko tenía que pasar por el barrio de Shinbashi siguiendo un canal oscuro que corría a lo largo de un paso elevado del ferrocarril. A Makoto le gustaba ese camino sombrío porque le recordaba el camino de la orilla del río de su ciudad natal. En la superficie tenebrosa del canal sólo se distinguían los reflejos de los escasos faroles que había en las vías. En ese momento pasó un tren retumbando alrededor y mostrando unas ventanillas cuyas luces arrojaron una brillante cinta de reflejos en la superficie del canal mecida por la brisa de la noche. La curiosidad que sentía Makoto por saber cómo Teruko gastaría los mil yenes se disipó un momento cuando se preguntó por qué querría ella caminar a su lado por un lugar como ése, la orilla de un canal. Para animarse un poco, puso la mano sobre el hombro de Teruko, que no rehuyó el contacto. En ese momento vieron un buey negro guiado por un hombre y arrastrando una carreta que producía sobre la calle pavimentada de piedra un ruido ensordecedor. Parecía un buey cansado al cabo de una jornada de trabajo. Nadie sabía qué camino estaba tomando, por el centro de la gran ciudad, para volver a casa tirando de una carreta vacía conducida por un boyero que fumaba en pipa y sin aspecto de tener prisa. El buey era negro como la noche. Su arrugada piel le colgaba de la barriga como un grueso cortinaje que se balanceaba a cada paso. Teruko no prestó mucha atención a la carreta. La parte trasera de ésta se les fue acercando y mostró, colgando, un cubo de forraje que se movía y chocaba contra la carreta. Era un cubo hondo y no permitía ver el forraje de su interior. De repente, la mano de Teruko se movió para sacar rápidamente los mil yenes del bolsillo de su abrigo y arrojarlos dentro del cubo. Después siguió caminando con toda calma, como si no hubiera pasado nada. A su lado, Makoto, atónito, guardaba silencio. A continuación, cuando empezaban a entrar en el puente de madera que conducía al barrio de Uchisaiwaichõ, Teruko, sin esbozar ni siquiera una sonrisa, dijo: —¡Qué escándalo! Mira que si me pilla la policía… ¿Qué haría? Su gracia era tan inexpresable que Makoto no pudo evitar echarse a reír. Lo mismo hizo Teruko. Los dos rieron tanto que se les saltaban las lágrimas y resbalaban por unos rostros acalorados, como de niños sofocados por una carrera. El encanto de ella mientras se secaba las lágrimas con el dorso de la mano era incomparable. Al llegar a la solitaria oscuridad de debajo de un viaducto, Makoto con un movimiento rápido alargó el brazo para besarla. Pero ella lo rechazó bruscamente y, mirándolo a la cara de hito en hito, le dijo: —¿Por qué hace usted[51] una cosa así? No tiene ninguna gracia. —No es nada. Simplemente que me han entrado ganas de besarte porque me alegra que tú y yo nos parezcamos tanto. —¿Parecernos nosotros? —Sí. Otagi suele decir, hablando de sí mismo, que no tiene más remedio que ponerse a ganar dinero para vivir. Cada vez que le escucho decir eso me da rabia, porque, en mi caso, como te ocurre a ti, el hacer dinero no tiene ningún objetivo. Sin más, en la estación de Shinjuku Makoto se despidió de Teruko, que rechazó obstinadamente ser acompañada hasta su casa. Por la ventanilla del tren, Makoto, al contemplar la espalda de Teruko desapareciendo entre la muchedumbre, recordó de repente el poema prosificado que un amigo maniático por la literatura le había leído en sus tiempos de alumno de Ichikõ. Si no recordaba mal, se trataba de Los Cantos de Maldoror de Lautréamont. Un hombre solitario sale en peregrinación a la busca de alguien idéntico a sí mismo. La búsqueda resulta ser sumamente difícil. Por fin llega al mar oscuro, donde encuentra un tiburón blanco. Tiene entonces la intuición de que en realidad ese animal es el «ser idéntico a sí mismo» que durante tanto tiempo había estado buscando con grandes fatigas. Y decide celebrar una horrible boda con el tiburón. «Así que —pensó Makoto— esta Teruko es, digamos, mi tiburón virgen». Hablando así, para sus adentros, sonreía de tal manera que los pasajeros del tren que había en torno a él se quedaron mirándolo. De pronto Makoto volvió en sí y miró a su alrededor avergonzado. En ese instante, al sentir que un pasajero sentado frente a él desviaba la vista turbado, Makoto, sin ninguna reserva, clavó los ojos en el peculiar rostro de este hombre. Encima de su boca, pequeña en un rostro cuadrado y plano como una tabla de cocina, había un bigote muy bien cuidado. ¡Era él! ¡El hombre de la Asociación Financiera de Ogikubo! Makoto le dirigió una generosa sonrisa y le dijo: —¡Vaya, cuánto tiempo! ¿Verdad? En otra ocasión, tal vez le habría salido un saludo menos afable, pero en ese momento no se arrepintió de su cordialidad porque se sentía lleno de una felicidad que lo impulsaba incluso a dar una palmadita en el hombro a cualquier persona que se encontrara. El hombre de Ogikubo parecía estar a punto de replicar que se equivocaba de persona. Pero no. Inesperadamente, se levantó, y, sujetándose de la correa del vagón, dobló la cintura para hacer una profunda reverencia. Aprovechando que se levantaba, otro pasajero, un hombre gordo, ocupó el asiento vacío doblando con agilidad la cintura. El hombre de Ogikubo, sin duda en estado de embriaguez a juzgar por la forma de hacer la reverencia, le dijo a Makoto en voz alta: —Me inclino ante usted de esta manera. Pero yo no soy culpable. Le ruego que me perdone. Sea generoso conmigo, por favor. Vamos, perdóneme. El malo fue el administrador. La culpa no fue mía. De nuevo me inclino ante usted. No debe acusarme, ¿eh? Del bolsillo interior de su chaqueta sacó una cartera sucia y le pidió a Makoto que mirara en su interior. No había nada, excepto tres billetes de diez yenes. Después, el asombrado Makoto vio que el hombre se puso a quitarse la chaqueta del traje. Perdió el control y mostró en el forro de una de las hombreras de la chaqueta un deforme remiendo hecho con infinidad de torpes puntadas y del tamaño de un cojín. Cuando los otros pasajeros, bien a su pesar, esbozaron una sonrisa, el hombre de Ogikubo dijo con un gesto heroico: —¡Vamos, no se rían! No tengo piojos. Y les advierto que les habla un fanático de la limpieza. Cada dos días me hago mi colada. Que nadie crea que tengo piojos… Al que lo crea lo castigará el cielo… ¿Me oyen? El cielo. Makoto pensó rápidamente: podría dar una solución a los recelos de Itsuko y aprovecharse de la respetable edad de este hombre en una oficina en donde todos eran jóvenes… Sí, lo contrataría. Acompañó al borracho hasta su pensión en Ogikubo, donde lo hizo pasar la noche a pesar de que, durante el viaje, le había declarado a Makoto su intención de buscar una reguera de tierra donde dormir. Y, en efecto, unos días más tarde, el antiguo estafador, ahora aseado, se vio empleado, con el consentimiento de Otagi, como asesor y gerente administrativo de la Compañía Taiyo. Aunque cause risa, hay que decir de una vez su nombre. Se llamaba Tatsukuma Nekoyama[52]. Desde entonces y por largo tiempo, cada vez que Nekoyama hablaba con la gente y se refería a Makoto, por su boca menuda salían palabras de respeto: «Me inspira una gran admiración y respeto por su generosidad, siendo, además, tan joven». Capítulo 13 El 26 de enero del año siguiente, la Compañía Taiyo adquirió una oficina en el elegante barrio de Ginza. Antes del traslado, la compañía se estableció como sociedad anónima. La suma total del débito ascendía ahora a diez millones de yenes y el crédito superaba los cinco millones. Los gastos de publicidad se incrementaron cinco veces al pasar a la sección de «publicidad preferente» en una columna con tres renglones. Pero también el fondo de inversiones aumentó en proporción geométrica. El disponer de un edificio en un barrio como Ginza podía considerarse una forma de manejar fondos como inversión en inmuebles. La gran confianza ganada por Makoto era el fruto de una administración arriesgada que aplicaba el reparto ilegal para el pago de intereses a los inversores. Esta estrategia, que tenía cierto fundamento psicológico, estaba basada en los efectos de la estrecha proximidad entre las personas. De hecho, se suele tener más confianza en los amigos que uno ve a menudo que en los propios hermanos a los que no ve en mucho tiempo. Aplicado al negocio prestamista, esto se traducía en que si el pago de los intereses se retrasa un solo mes, entonces los inversores se obsesionan con el capital principal. Por el contrario, si reciben puntual y regularmente sus intereses ganados cada mes, es posible que hasta se vayan olvidando de la existencia del capital principal. Los sentimientos de la señora Kawasaki, preocupándose en la ciudad de K por Makoto, constituían para esta mujer su capital principal, por así decir, el cual, al verse amenazado por la falta de visitas y noticias de su hijo en mucho tiempo, acabó convirtiéndose para ella en una obsesión. Cuando pensaba en Makoto, su vanidad sufría. Y cada vez que su marido se quejaba de este ingrato hijo, la pobre madre sentía que la tocaban en lo más vivo de la llaga. Un día en que un paciente de su marido le preguntó cortésmente por Makoto, un joven de «tantas y excelentes cualidades» según el paciente, ella respondió con la misma zozobra con que respondería si le hubieran preguntado por un hijo secretamente internado en un sanatorio psiquiátrico: —¿Quién?, ¿Makoto? Está muy bien y escribe a menudo. El pobre anda tan ocupado con los estudios que no tiene tiempo para volver al pueblo. Lo único que me preocupa es que caiga enfermo. Esta respuesta tuvo el efecto contrario y el cortés paciente se quedó cavilando que la madre ocultaba algo. La verdad es que tampoco tenía nada que ocultar. Carecía simplemente de pruebas sobre el comportamiento impropio de su hijo. Solamente tenía una carta de respuesta escueta recibida de Itsuko Tayama, la dueña de la pensión adonde se había dirigido por carta para preguntar sobre su hijo en tono confidencial. En esa respuesta se le decía que Makoto trabajaba en la Compañía Taiyo, S. A., situada detrás de la oficina de Correos de Matsuya, en Ginza. Itsuko le comunicaba esto con tranquilidad o, más bien, con orgullo, lo cual no hizo sino aumentar la inquietud de la madre. Ya no podía quedarse cruzada de brazos sin pedir una información más detallada. Sin embargo, pensó que si su marido llegara a enterarse de esas cobardes averiguaciones, la reprendería ásperamente. Decidió entonces encerrarse en su cuarto, escribir una carta y salir ella misma a echarla por correo urgente. Pero de repente cambió de idea. Rompió la carta que le había costado esfuerzo escribir y la tiró. La afligida madre se decidió entonces por mandar un telegrama con una sola frase: «Deme más detalles de Makoto». Salió inmediatamente de casa para enviarlo. Era a mediados de febrero, pero corría una brisa apacible y la tarde estaba bañada con abundante luz. Evito ponerse el boa de zorro azul que la delataba como dama de la alta sociedad de su ciudad y en cambio se puso sobre el cuello de la gabardina un discreto chal negro. Apresurando el paso, como si fuera a hacer algo malo, se dirigió a la oficina de Correos de la calle Minamimachi. El clima de la ciudad de K es templado, siendo su temperatura media bastante diferente de la habitual en la vecina Tokio. No en vano dicen que viniendo de K se echa en falta una prenda de abrigo cuando se llega a la estación de Ryõgoku. En su apresuramiento, la pobre madre, sin duda porque caminaba como poseída por los recuerdos de la infancia de Makoto, interpretó mal el ruido ensordecedor de un avión americano de brillantes alas que volaba por encima de su cabeza tomándolo por un avión japonés de la pasada guerra. Cuando empujó la puerta para entrar en Correos, una nueva inquietud la hizo titubear… «Seguro que cuando se sepa el contenido de este telegrama que alguien de la mejor casa del lugar viene a poner en la única oficina de Correos, va a extenderse el rumor como la pólvora por toda la ciudad. Podrían exagerar el sentido del telegrama y hacer que el rumor se hinche como bola de nieve… Esa misma funcionaría, por ejemplo, que está allí, la de mediana edad… No hay más que ver su cara para saber que es una chismosa. No; pensándolo bien, mejor no lo mando…». Aprensiva como era, arrugó el formulario del telegrama y, temerosa de tirarlo allí mismo, se lo guardó en el bolsillo. «¿Y si vuelvo a casa y escribo de nuevo una carta urgente?». La señora Kawasaki se sintió cansada de repente y fue a sentarse en un banco que había al lado de un ventanal soleado. En ese momento, un joven que venía de sacar dinero de su cuenta postal de ahorros —en realidad había sacado una cantidad tan modesta que miró a su alrededor con la expresión avergonzada— reparó en ella y sonriendo la saludó con la cabeza. La sencillez de su sonrisa alivió a la señora Kawasaki haciendo que su semblante se iluminara con otra sonrisa. Y exclamó: —¡Yasushi! ¡Eres tú! ¡Cuánto tiempo sin verte! —Le pido disculpas por no haber ido a visitarla… —No digas eso. Es tu tío el que te ha dicho que no vengas a vernos… —Vaya, no me ponga, por favor, en apuros tan pronto. La señora Kawasaki tenía la opinión de que un comunista era como un jugador que se gradúa en una universidad. En su opinión, el comunismo era rechazable no a causa del contenido de su ideología, sino porque despreciaba las ciencias después de tantos esfuerzos como ha costado adquirirlas. Opinión tal vez lógica teniendo en cuenta que era hija de un científico. Su padre, en efecto, había sido profesor de Medicina de la Universidad de Chiba. La madre de Makoto, aliviada por este inesperado encuentro, pasó cerca de media hora con su sobrino en una cafetería cercana. Ahí decidió visitar por sorpresa a Makoto yendo a su sospechosa oficina para pedirle explicaciones. Yasushi, que casualmente tenía asuntos que hacer en Tokio y con la condición de que su tío no debía saber nada, accedió al ruego de su tía de acompañarla, ya que sola no estaría tranquila. La señora Kawasaki posó una vez más su mirada en este sobrino ya convertido en un adulto. —¡Ah! ¡Qué maravilloso sería si mi Makoto fuera tan fuerte como tú y con la piel tan bronceada! Empezó hablando así, pero enseguida se dejó arrastrar por el consabido egoísmo del amor materno y siguió diciendo: —¡Y qué cierto es que no da Dios dos mercedes! Si alguien como tú tuviera la cabeza de mi hijo, ¡vaya tesoro! Aunque, si tuvieras su cabeza, no te habrías metido en esos líos del comunismo… Pero ¿me puedes decir qué queréis hacer los comunistas con nuestro emperador? Además, ¿no es verdad que tenéis la intención de llevar a la horca al príncipe heredero, tan gracioso como es? No puedo creer en tantas bobadas… Yasushi la oía desarmado ante este aluvión de reproches, pero aceptó acompañarla a Tokio de buena gana por la amistad que lo unía con Makoto. Su tía siguió lamentando que un joven tan honrado y bueno como Yasushi se hubiera descarriado y anduviera envuelto en esos «tenebrosos caminos». Esta forma de expresarse, por otro lado, mostraba lo mucho que lamentaba que «ese grave defecto» de su sobrino le impidiera visitarlos, a ella y a su marido, en su casa. Los aburridos estereotipos y clichés de la opinión pública que sigue el Partido Conservador circulan por todas partes en las provincias como el agua por un molino viejo. La corriente de agua de cualquier idea novedosa, de cualquier moda, sólo sirve para mover perezosamente el molino. Las opiniones conservadoras son como las invocaciones budistas: su encanto está en su constante repetición. Por no aburrir a los lectores, nos abstenemos de presentar las opiniones políticas de la señora Kawasaki. Finalmente estas dos personas verdaderamente naturales de la provincia de Chiba pusieron sus pies después de mucho tiempo en las calles de Ginza. La señora Kawasaki se detuvo en una tienda para comprarle a su sobrino una corbata. Al observar cómo caminaba éste por Ginza todo orgulloso con la flamante corbata ya puesta y sin darse cuenta del mal efecto que producía, la señora sintió que acababa de contribuir a corregir las ideas de Yasushi. Y, complacida, no pudo evitar exclamar para sus adentros: «¡He hecho una buena acción!». ¡Sin duda, la misma reacción que le invade a una anciana piadosa cada vez que da una limosna! Un poco antes de que los dos inesperados visitantes se presentaran en la Compañía Taiyo, Otagi y Nekoyama estaban ocupados con los clientes que acudían a por préstamos pequeños de menos de un millón de yenes. Arriba, en la oficina del presidente, Makoto estaba con Teruko, su secretaria, hacia la cual nuestro protagonista seguía adoptando esa «actitud sincera», como él la llamaba. Esta actitud, desarrollada como un juego, había contribuido a que Teruko lo tomara por el más optimista de los hombres, juicio que lo llenaba de satisfacción. Sentía Makoto que esta joven doncella era un ser surgido de las profundidades de su corazón tierno de gatito, ese corazón que desde su niñez guardaba a buen recaudo. Sólo por tener dinero, este joven de veinticinco años podía disfrutar del placer de los juegos mentales propios de hombres de mediana edad. Últimamente Teruko mostraba indicios de ocuparse mucho de su aspecto. Su forma de vestir ahora era muy distinta de cuando iba vestida de actriz aquel primer día en que apareció por la oficina. Ahora se presentaba siempre pulcramente vestida, sin llevar las uñas pintadas y con un maquillaje natural. Los clientes, aunque supieran que la ausencia del presidente era fingida, se iban contentos al verse atendidos por una secretaria tan pulcra. Su nombramiento se había producido poco antes con la reorganización de la compañía como sociedad anónima. Itsuko, con problemas para manejar cifras demasiado elevadas, se quedó como una simple oficinista de contabilidad. La modestia de Itsuko le impedía intervenir en la relación entre el jefe y Teruko. Makoto ya había dejado su pensión y vivía en un lujoso apartamento de alquiler en el barrio de Tsukiji. A veces Itsuko le llevaba hasta allí comida casera preparada por ella misma con todo cariño y, según el humor de Makoto, se quedaba a dormir en el apartamento. Todos los empleados, dando por hecho que entre Makoto y Teruko había algo, se maravillaban de la admirable discreción de Itsuko, a quien nadie la veía secarse ni una sola lágrima. Ésta, sin embargo, con esa intuición femenina que da la madurez, sabía que entre aquellos dos no había nada. Itsuko, que por estar al corriente del orgullo de Makoto sabía que a éste le gustaba que los empleados siguieran creyendo que tenía relaciones con su secretaria, trabajaba para su jefe con la actitud callada de una sirvienta. Cuando estaba ante él parecía decirle: «Los celos me comen las entrañas y estoy haciendo de tripas corazón para poder aguantarlos». Pero lo hacía para halagar el amor propio de Makoto, el cual, hombre frío, de vez en cuando la invitaba a pasar el rato con él. Aunque éste sentía lástima en realidad por sí mismo, gracias a la actitud sabia de Itsuko podía pensar que la invitaba por lástima hacia ella y no para reprocharse nada a sí mismo. Teruko se arregló el maquillaje mirándose en el espejo colgado de la pared al lado de la ventana por donde se veía abajo la calle sórdida que había detrás de la oficina de Correos de Matsuya. En el fondo del espejo se reflejaba el rostro de Makoto que, desde detrás de su mesa, miraba su espalda. Le llamaba la atención que en la fila de unos diez botones de su vestido hubiera algunos, los del medio, que estaban desabrochados todos los días. Era evidente que su mano no llegaba a esa parte de la espalda. Este detalle, sin embargo, le parecía a Makoto provisto de encanto, pues demostraba la pureza de la conducta moral de Teruko al no tener la mano de un hombre que la ayudara a abotonarse toda la fila. El mismo, aunque todos los días sentía ganas de ofrecerse, se abstenía de hacerlo. Teruko se volvió y medio sentándose al lado de la ventana dejó escapar una sonrisa maliciosa. Bromeando sobre el gesto de Makoto, que la había estado observando a sus espaldas, dijo: —Las mujeres tenemos ojos hasta en las espaldas. —Sí, diez. No, no; son nueve — añadió Makoto refiriéndose a los botones. Pero Teruko lo negó con una sonrisa. Según ella, en la espalda de una mujer hay dieciocho ojos: seis para la sospecha, seis para la felicidad y seis para la tristeza. Aunque a Makoto no le interesaba nada este comentario tan místico, dejó mostrar su admiración como un tonto. Teruko, entonces, acercándose a su mesa, le dijo: —Ya va siendo hora de donar algo para echarlo al cubo del forraje. —¿Cuánto? —Esta vez será suficiente con cinco mil yenes. Teruko le pedía dinero así, sin ningún reparo, como si no fuera cosa suya. —Aquí tienes cinco mil. Es la octava vez, ¿verdad? La primera fueron aquellos mil yenes. Después, fueron diez mil yenes, ocho mil, quince mil, tres mil, veinte mil, mil quinientos y, ahora, estos cinco mil. —Si usted lo recuerda tan bien, no tiene mérito. Olvídese de todo. Si duda de mí, venga, demos otro paseo de noche y busquemos una carreta tirada por un buey. —No, aquello ya no. Podría caer desmayado si te veo tirar veinte mil yenes en el cubo. Entonces, no podría volver a mi apartamento sin tu ayuda. ¿Te imaginas qué podría pasar entonces? —¡Cómo le gusta traer ese tema! ¿Es que no se aburre? Si me sigue insistiendo, abandono en el acto este trabajo. ¡Vamos! ¡Prométame que no me volverá a hablar de eso! —De acuerdo, te lo prometo. Al fin y al cabo estoy pasando tu examen, ese examen para comprobar hasta qué punto un hombre puede obrar de corazón. Me siento capaz de aprobarlo con nota brillante. Quien apruebe será el prototipo de tu hombre ideal y el representante de la juventud moderna. —Exactamente. Ya sabe usted que las mujeres siempre hemos hecho peticiones irrazonables desde los tiempos de la protagonista de El cuento del cortador de bambú[53]. —Verdaderamente, me gusta esa mirada ingenua que pones cuando dices estas cosas. El tono afectado de Makoto estaba tan entremezclado de la sinceridad con la que hablaba que ni él mismo podría distinguirlo, siendo, por lo tanto, difícil que los lectores conozcan todos los detalles de esta conversación. Entre tanto, la señora Kawasaki caminaba oyendo a Yasushi hablar de Hokkaido. El relato de la vida miserable de los mineros de esa isla le parecía, escuchado ahora en medio del bullicio de la urbe, como un cuento de terror ya oído en la infancia. La señora no dejaba de asentir gravemente con la cabeza. Finalmente, le soltó a su sobrino esta desconcertante conclusión: —También yo conozco varias historias de revoluciones. Por supuesto que no voy a condenar indiscriminadamente todas las revoluciones. Pero sí que sería una fatalidad que, a causa de una revolución, una mujer débil como yo tuviera que ponerse a trabajar en una mina. También sería una fatalidad que los mineros, por una revolución, se pusieran a vivir como nosotros. Imagínatelos usando correctamente una cubertería occidental; aunque, bueno, al final y por pura pereza, no tendrían ninguna gana de comer platos occidentales, con lo cual todos los cocineros y camareros de restaurantes occidentales perderían el trabajo y, acto seguido, tendrían problemas para poder vivir. La consecuencia sería que, después, la revolución la harían los restaurantes occidentales. Yasushi se detuvo para indicarle que habían llegado. La señora también se detuvo. Los dos alzaron la vista para contemplar un edificio gris de dos pisos. Había un letrero rectangular en cuyo centro se destacaba el dibujo de un sol sonriente. Debajo del sol estaba escrito horizontalmente y en caracteres negruzcos el nombre del establecimiento con la transcripción en letras occidentales de «Compañía Taiyo». La señora Kawasaki leyó todo pronunciando correctamente y en una voz apenas audible este nombre extranjero. Delante del edificio había estacionados tres vehículos, entre ellos uno de lujo, un Datsun[54]. Un hombre, que salió precipitadamente de la oficina empujando la puerta, subió a uno de los coches que empezó a moverse. —¡Vaya! Parece una compañía muy activa, ¿no crees? —dijo a Yasushi la señora sin tener todavía idea de qué se trataba. Fue Yasushi quien llamó su atención sobre un letrero pequeño al lado de la puerta. En él se podía leer la siguiente información publicitaria: Compañía financiera de estilo americano. La única sociedad anónima de nuestro país especializada en financiación. COMPAÑÍA TAIYO. Máximo interés - Máxima ganancia. Puede rescatar su capital cuando lo desee. Solución rápida de financiación de cualquier hipoteca, por pequeña que sea. ¡Consulte con nuestros asesores! Número uno en confianza y experiencia en el sector. La cultura de la señora Kawasaki era suficiente para, tras la lectura de esa información, comprender de qué se trataba. Y la exclamación que salió de sus labios fue inevitable: —¡Dios mío! ¡Es una sociedad prestamista! Entró empujando la puerta, y Yasushi tras ella. La pobre madre buscaba con la mirada ansiosa a su hijo, es decir, a alguien con uniforme de estudiante obligado a moverse de un lado a otro de ese lugar de trabajo bajo el látigo de un despiadado diablo barbudo. Su turbación, que recordaba la de una madre medio enloquecida buscando a un niño secuestrado en un circo, pasó desapercibida en ese espacio bullicioso de gente que se agolpaba en los mostradores. Al fondo de la oficina estaban Otagi y Nekoyama. Eran los únicos que ocupaban sillones giratorios tapizados de terciopelo verde. Frente a la mesa del primero, que tenía el cargo de director adjunto, se sentaba un cliente. Era el ejecutivo de una empresa fabricante de rótulos. Por su parte, Nekoyama, que era gerente, tenía en frente al jefe de contabilidad de la compañía Maquinaria Fujishirõ, S. A. Los dos clientes, con la cabeza agachada, habían venido a solicitar sendos préstamos. Otagi, sentado relajadamente en su sillón, escuchaba al cliente mientras que, de vez en cuando, garabateaba números con un lápiz en la mesa de superficie acristalada y se limpiaba el oído con el mismo lápiz. Por momentos bajaba la vista para posarla complacido en las mangas de su flamante traje de lana inglesa, en la solapa del cual brillaba la insignia de un sol de oro puro. Cuando las puntas de su bigote — hecho crecer para investirse de la autoridad que su edad no le daba— le rozaba sus mejillas encendidas, Otagi movía las orejas como si le molestaran. Este gesto distraía al cliente, que se quedaba mirando las orejas, por lo cual Otagi tenía que pedirle que continuara con las razones de solicitar el préstamo. En negociaciones como ésta, Otagi con frecuencia se emocionaba al simpatizar con las dificultades económicas de sus clientes, olvidándose en tales ocasiones de hacer cálculos. Se diferenciaba de Makoto en que no necesitaba convencerse a sí mismo para no perder la calma. Entrevistaba con diligencia incluso a los prestatarios de pequeñas sumas ante cuya apurada situación a veces derramaba sinceras lágrimas. A estas alturas de su experiencia tenía la firme convicción de que realizaba un verdadero trabajo social, una obra humanitaria. En su corazón rumiaba una sensación de felicidad derivada de haber elegido una ocupación cuyo ejercicio le permitía escuchar tantas historias tristes. Consideraba insuperable el placer de poder dar una limosna a alguien en apuros —aunque justamente aquí estaba el malentendido—. En consecuencia, le resultaba doloroso tener que cobrar a sus clientes el dinero prestado, a pesar de consolarse pensando que tal dolor era el castigo que se imponía a sí mismo por haber saboreado el placer anterior, y que castigar sin piedad a la gente endeudada era castigarse sin piedad a sí mismo. Todo ello constituía para Otagi una especie de ascesis que lo hacía avanzar por el camino a la iluminación elevando su corazón a regiones de calma y placidez hasta entonces desconocidas. El cliente le estaba diciendo: —Nos han fallado las ventas que estábamos seguros de realizar y, por eso, la letra que habíamos librado contando con las ganancias por esas ventas está a punto de ser rechazada. Lo que más tememos es perder la confianza del banco con el que trabajamos. En fin, me parece elevado el interés del 15 por 100 a los diez días, pero deseamos pagar a toda costa esa letra con la suma que nos presten. A ver si es posible que nos faciliten un millón y medio de yenes sobre la hipoteca de esta letra… —Bien… —dijo Otagi con un aire que inspiraba confianza. Y, tras haber estudiado bien el caso, añadió—: Después de haberlo escuchado hablar, he tenido la sensación de que usted es una persona en la que se puede confiar. No nos habíamos encontrado con un caso como el suyo. Tener que hipotecar sobre una sola letra… Pero haremos una excepción. Le prestaremos la cantidad que nos pide. En ese momento el rostro del prestatario se iluminó y Otagi sintió que esa luz era tan refrescante como el aire de una ventana abierta al cielo de la mañana. Cuando le entregó en mano el dinero en metálico, se dio cuenta de que las manos le temblaban de placer. Concluyó que no había cosa en el mundo más agradable que ayudar a los demás, especialmente cuando esa ayuda resultaba lucrativa para uno mismo. A Otagi le había dado recientemente por salpicar hasta su conversación diaria con expresiones manidas como «la gente en el fondo es buena», «el hombre tiene un natural bondadoso», «el que siembra, cosecha» y modismos por el estilo que habían acabado por convertirse en una parte tan indispensable de su vida como sus tres comidas diarias. Solía comentar por entonces que todo el escepticismo aprendido en el instituto no le había servido de nada. —En el mundo —decía a veces con tono de amonestación a unos empleados más jóvenes que él— hay un camino correcto que es el que el hombre debe seguir. Es el camino de la honradez. Se puede ir por la vida sacando pecho siempre que el camino seguido sea ése y sólo ése. Sin embargo, él mismo sentía a veces vértigo al ver la rapidez fulgurante con que su honradez le estaba produciendo tantas ganancias. En tales momentos, se decía: «Cuando el hombre sigue el camino justo, la inquietud lo acecha». Y, en efecto, el mismo Otagi, pese a saber que él mismo andaba por esa senda justa, sentía cierto desasosiego. Además, cada vez que alguien le decía que era un hombre sagaz, tenía la impresión de que hablaban de otro. Cuando uno dice tantos disparates, acaba creyendo en el efecto de los mismos. En cuanto a Nekoyama en ese mismo momento, el ambiente alrededor de su mesa era total y exageradamente distinto. Sin darse cuenta imitaba a su antiguo jefe, el respetable malvado Taizõ Onuki. Mientras escuchaba a su cliente, ponía la expresión más aburrida y triste del mundo, al tiempo que movía nerviosamente las posaderas. Y no es que sufriera hemorroides como Onuki. Además, en medio de la conversación del cliente, chasqueaba la lengua con la misma fuerza con que lo hace una vaca cuando masca la hierba. Con aire triste lanzaba una fugaz mirada al cliente, suspiraba, bajaba la cabeza lánguidamente y no la levantaba durante un buen rato. Cuando el cliente acababa de hablar, Nekoyama, sin apenas mover su boca menuda, murmuraba un par de frases poco claras, como si las dijera para su coleto. Si el cliente le preguntaba algo, respondía con un «Nada…», volvía las hojas del libro de contabilidad con aire aburrido y, conteniendo un bostezo, permanecía un rato inmóvil con la cabeza gacha. Finalmente, con la expresión de quien firma la capitulación más vergonzosa del mundo, decía: —Muy bien. Le concederemos el préstamo. Y, a partir de ahí, todo lo hacía con mucha parsimonia. Iba al cuarto del fondo donde estaba la caja fuerte, contaba el dinero, se agachaba, sacaba unos cacahuetes del bolsillo, se los metía en la boca de uno en uno, contándolos… En total, unos treinta granos. Todo despacio. Intencionadamente. Para hacerle al cliente la espera lo más larga posible. Finalmente, el jefe de contabilidad se pudo ir con su préstamo en el bolsillo. En total, seiscientos cincuenta mil yenes —deduciendo previamente un interés diario de setenta céntimos— sobre una hipoteca de 7300 acciones del Banco Sanwa, 2800 nuevas acciones y 9200 acciones antiguas de la propia empresa, Maquinaria Fujishirõ, S. A. El presidente de esta compañía, Jûichi Fujishirõ era un hombre muy conocido en el mundo financiero. La garantía de un prestatario como él constituía un motivo de satisfacción para Makoto. Tenía éste el plan de hacer un listado de los prestatarios más célebres para enviarles una postal de saludo a mediados de verano[55]. El teléfono no paraba de sonar. Los oficinistas, que ya sumaban diecisiete, iban de un lado para otro por los estrechos espacios entre las mesas. Una de las oficinistas, con un negro guardapolvo, volcó un florero sobre la mesa al ir a coger un libro de cuentas. El agua vertida formó un charco que mojó por completo los narcisos. Su exclamación de «¡ah!» fue recogida por una de las clientes que la transformó en agudo chillido. Todo el mundo en la oficina, pensando que se trataba de un terremoto, se sobresaltó. En tal situación, a la señora Kawasaki no le resultaba nada fácil detener a un solo empleado. El que lograba agarrar por la manga, se zafaba de ella y se escabullía. Yasushi observó: —Parece que Makoto no está por ningún sitio, ¿verdad? Pero la señora, lejos de rendirse, consiguió por fin detener a quien parecía el chico de los recados, de dieciséis o diecisiete años. Pero éste, nada más ser preguntado si trabajaba allí un tal «Kawasaki, que era alumno de Tõdai», desapareció tras contestar que en la oficina no existía tal persona ni jamás había oído ese nombre. La señora se quedó aturdida y sin saber qué hacer; pero, de repente, los ojos se le empañaron de lágrimas al reconocer con un profundo alivio a una mujer con kimono que acababa de entrar por la puerta del fondo y sentarse a la mesa. —¡Señora Tayama! ¡Soy yo! ¡Yo! Sus gritos llamaron la atención de Itsuko, que se acercó a ella y, en medio del ruido ensordecedor de llamadas telefónicas y máquinas de escribir en movimiento, la saludó con toda tranquilidad ponderando el mucho tiempo que hacía que no se veían. Pero la señora Kawasaki, impaciente, perdiendo incluso sus buenos modales de siempre, la interrumpió rudamente para exigirle con tono de reproche: —Makoto. ¡Quiero ver a Makoto! ¿Dónde está mi hijo? Itsuko, dando la callada por respuesta, se limitó a pedirles que la siguieran y, con una sonrisa en los labios, procedió a guiarlos por la escalera hasta llegar al piso de arriba. Llamó a la puerta de la oficina del presidente. Desde dentro se oyó la voz de Makoto pidiendo que esperaran fuera. Pero era demasiado tarde. Su madre ya había empujado la puerta con arrogancia… y se quedó petrificada al ver a su hijo con los pies sobre la magnífica mesa de la oficina. Tardó tiempo en sobreponerse a la sorpresa y en reconocer a su hijo como presidente de esta sospechosa sociedad anónima. Durante un buen rato sólo acertaba a decir de forma entrecortada: —¿Qué es esto? A mí…, engañándome… Y yo sin saber… Y en un sitio como éste… Eres terrible… verdaderamente… Finalmente, cayó sobre la mesa y prorrumpió en sollozos. Trastabillando y sin dejar de sollozar, se puso a decir: —Hijo mío, pero ¿me puedes decir por lo que más quieras qué te ha pasado? ¿Con qué motivo te has hecho prestamista dejando la universidad y sin decirnos ni una palabra? No me da ninguna alegría verte así, por mucho dinero que ganes. ¡Dios mío! ¿Y qué va a ser ahora de los Kawasaki? —esta anticuada pregunta, aun en medio de sus sollozos, le encantó a ella misma—. ¿Qué será del nombre de nuestra familia? Tú, en quien tantas esperanzas teníamos de que fueras un famoso doctor…; pero ¿por qué? Dime, ¿por qué has caído en un camino tan malo como éste? Makoto, con una señal de los ojos, indicó a Teruko que se fuera. Contempló el pelo ralo de su madre y sus ojos sinceros inyectados en sangre como los de un ratón que lo miraban con severidad, pero no sintió ninguna emoción en absoluto. Como desperezándose, empezó a justificarse en estos términos: —No digo que no vaya a hacerme doctor. Cuando termine esta fase, la más dura, del negocio, volveré a la universidad a trabajar en el Centro de Investigaciones de la facultad. La economía es una ciencia que no se entiende bien sólo leyendo libros. Se aprende mucho más observando los problemas económicos de la gente. En un trabajo como éste la economía se puede vivir. Por favor, madre, piensa que este negocio es una parte de mis estudios. No hay razón para echarse a llorar así y armar tanto escándalo. Mientras hablaba, Makoto se sorprendió de no sentir el más mínimo cariño por esta madre a quien no veía desde hacía mucho. No obstante, el egoísmo que observaba claramente detrás de las acusaciones de su madre despertaron en él el afecto de la sangre. Sintió entonces el impulso de echar mano al tintero que había encima de su mesa y arrojarlo contra la cabeza de su madre, pero no pudo hacerlo. Y esta incapacidad le hizo enfadarse consigo mismo. Tuvo la impresión de que la visión de la frente de su madre manchada del azul intenso de la tinta podría rescatarlo en el acto de la situación tan deprimente en la que se hallaba. Su primo Yasushi, incapaz de seguir cruzado de brazos, intervino entonces: —¡Pero, fíjate en tu pobre madre! ¡Piensa algo! Si tienes alguna razón especial de venganza contra la sociedad siendo prestamista, cuéntamela a mí. Makoto, se volvió a él y le espetó con brusquedad: —¿Motivos yo? ¡Ni que fuera el protagonista de Konjikiyasha[56]!. No tengo ni razones ni objetivos. ¿Por qué debe causar deshonor en la familia el hecho de hacer dinero? Yasushi respondió: —Dejando a un lado el tema del honor familiar, y aunque no tengas razón ni objetivo, un negocio de usura causa mala influencia en la sociedad. ¡Claro que sí! Y ya que no tienes razones ni objetivos, hubiera sido mucho mejor que te hubieras entusiasmado con un trabajo algo más productivo. —¿También tú has empezado a desafiar a la lógica? ¡Vamos, hombre! Entonces eres igual que yo. Estás perdiendo tus cualidades más valiosas y características. ¿Qué es eso de «productivo»? ¿Acaso es productiva la ley? ¿Acaso eres un anarquista de esos que niegan la ley? Que quede claro que si me acusas, caerás contradiciéndote a ti mismo, ¿eh? Se acercó entonces a Yasushi y, agarrándolo por la corbata, movió ésta en la palma de la mano: —Te la ha comprado mi madre, ¿a que sí? —¡Caramba! ¿Cómo lo has sabido? —Pues porque es original y curiosa. Tú nunca tendrías un gusto así, ni tampoco creo que te la haya regalado una chica… Este comentario fue pronunciado sin ironía. En realidad, el «buen gusto» de la corbata insinuado por Makoto resultaba bastante inadmisible. Entonces entró Teruko, que se acercó a Makoto, y después de decirle algo al oído volvió a salir. Los ojos de Makoto, al oír el mensaje, se avivaron como los de un niño al que de repente se le ocurre una travesura. Se acercó a su madre y, levantándola de la mesa, le dijo con ternura: —Vamos, madre, no llores más. ¡Vamos! Hoy voy a llevarte a que veas un espectáculo extraño y divertido. A continuación le hizo una seña a Yasushi para que también fuera con ellos. —¡Pero si no tengo hambre! No te molestes —gritó la madre pensando que la iba a llevar a un restaurante. ¡A ver si te crees que me voy a dejar sobornar como una tonta! ¿Eh? A regañadientes la señora Kawasaki entró en el Datsun al que Makoto se refirió involuntariamente como «mi coche», detalle que hizo crecer aún más el asombro de su madre. Delante del Datsun había un camión cargado de carbón que echaba una terrible humareda. Cuando el camión arrancó llevando en el remolque a cinco robustos jóvenes, el Datsun de Makoto salió detrás. Capítulo 14 —¿Adónde vamos? —preguntó la madre. Makoto esquivaba la respuesta limitándose a decir que le iba a enseñar un divertido espectáculo. Delante de ellos, en el remolque del camión que los precedía, los jóvenes estaban sentados en corro con una botella de sake en medio. De vez en cuando uno de ellos se levantaba con el paso vacilante y se ponía a bailar. Por fin, los dos vehículos llegaron al barrio de Azabu. El camión se detuvo ante una pulcra tienda de artículos de segunda mano cercana a la parada de autobuses de Iikurakatamachi. También se paró el coche en el que viajaban Makoto, su madre y Yasushi. El ruido producido por los pies de Makoto cuando, antes que nadie, saltó del coche a la acera, le sonó vacío a la señora Kawasaki. Era un sonido parecido al impacto de una cartera vacía que cae en la calle. Su intuición de madre, esa facultad tan sensible en detectar la felicidad o infelicidad de un hijo, le dijo que Makoto jamás estaba feliz. Los jóvenes del camión se echaron también a la calle saltando uno detrás de otro. Unos se dirigieron a la puerta de servicio siguiendo las órdenes de Makoto, cuya espalda triunfante en su papel de jefe de operaciones se le antojó a su madre idéntica a la que vio cuando su hijo, movilizado como estudiante, se despidió de ella para partir al frente de guerra. A la señora Kawasaki no le resultaba nada fácil precisar la coincidencia de una y otra sensación. Puestos a halagar el heroísmo de Makoto, podría decirse que en ambas reconocía la carga de pasión de un hombre dominado por una vocación imaginaria, pero una pasión que no se olvidaba ni un momento de desdeñar esa misma vocación. Lo bueno de este género de pasión es que a veces, gracias a la intensidad de ese desdén, es capaz de transformar lo imaginario en real. A instancias de Yasushi, la señora también abandonó el coche. Makoto, después de abrir resueltamente, como si estuviera ante su propia casa, la puerta pequeña que había al lado de la principal, invitó a su madre y a Yasushi a que entraran. La señora franqueó la puerta con toda la calma y, pensando que entraban en algún restaurante clandestino, le dijo a Yasushi: —Naturalmente, no pueden tener ni un letrero a la puerta, ¿verdad? Ella y Yasushi siguieron a Makoto, que se descalzó y entró con decisión al interior sin esperar a ser guiado por una mujer bajita que había salido a recibirlos. Los jóvenes del camión se habían quedado en la entrada. La señora Kawasaki, que a duras penas podía seguir el paso de su hijo por el pasillo, le preguntó quiénes eran esos jóvenes tan vulgares, pero Makoto, sin contestar, chasqueó la lengua al comprobar que en las habitaciones no quedaba ni una sola mesa. El sol del invierno bañaba con sus rayos el profundo silencio de aquellas estancias. —¡Qué rabia! Se me han adelantado —exclamó Makoto. —¿No es raro? Tampoco parece un restaurante —dijo su madre volviéndose a Yasushi. En realidad no le importaba ni poco ni mucho que fuera o no un restaurante, una vez que, sin darse cuenta, estaba cautiva de una curiosidad nada admirable. También Yasushi se veía preso de la misma curiosidad. Después de atravesar tres habitaciones vacías, oyeron la voz chillona de la mujer bajita, que se les había adelantado corriendo. Acto seguido, se oyó el grito de otra mujer. La señora Kawasaki se quedó paralizada mientras su hijo abría sin vacilar una puerta corredera y entraba en una amplia estancia de doce tatami donde no había ni una sola mesa o silla. Tan sólo se veía en el centro una enorme cama de matrimonio de madera de caoba orientada hacia la puerta. Sobre ella, al lado de un edredón de amarillo azafrán, había una mujer cubriéndose con la sábana todo el cuerpo excepto el cabello. Junto a ella, sentado en la cama con las piernas tapadas por el edredón, un hombre de mediana edad y vestido de un llamativo pijama miraba hacia la puerta con el aspecto totalmente aturdido. En ese momento, la mujer bajita había desaparecido. —¡Hola! ¡Buenas tardes! —saludó Makoto. —¡Buenas tardes! —respondió el hombre del pijama con voz fuerte. Su rostro, si se puede describir con un solo adjetivo, era arquetípico. Su expresión, bajo su cabeza calva, era magnífica, insustancial; sus ojos, apacibles y menudos. Y añadió—: Tengo un ligero dolor de cabeza. Por eso estaba a esta hora en la cama. Pero, bueno, vamos, siéntese. ¡Ay! Lo siento, no tengo sillas. ¿Le parece bien sentarse en la cama, aunque sea una descortesía? Makoto se sentó resueltamente en la cama. Al hacerlo, aplastó a la mujer tapada por la sábana que dejó escapar un sordo quejido. Asomó su cara por debajo de la sábana y, cuando vio quién se había sentado, empezó a hablar con Makoto sorprendido de ver que solamente llevaba puesta una combinación. —¡Ah! ¿Es usted, señor Kawasaki? —dijo afectando no haberlo reconocido antes—. Bueno, en tal caso me levantaré. ¡Ume! ¡Tráeme mi abrigo, no sea que me vaya a resfriar! Mientras, la señora Kawasaki y Yasushi, con el asombro pintado en los ojos, observaban la escena desde la abertura formada entre las dos puertas correderas. Veían cómo esta mujer descarada, que continuaba en la cama, se ponía sobre la combinación un maravilloso abrigo amarillo de piel de marta traído por la mujer bajita. La señora Kawasaki, celosa de preservar la moral de su sobrino, le hizo señas con la mano para que no mirara. Yasushi, sin saber qué hacer, se puso a silbar inconscientemente. La mujer de la cama preguntó: —¿Ya no hay más visitas? —No —repuso Makoto. Los tres se quedaron un rato en silencio. A lo lejos, de una radio vecina, llegaba el sonido de una enérgica marcha. Inesperadamente, el hombre del pijama alargó una mano, blanda como la de un niño rollizo, sacó una petaca y le ofreció tabaco a Makoto y a la mujer. Él mismo encendió un cigarrillo. Impreso en la petaca se veía un blasón en forma de crisantemo de dieciséis pétalos[57]. Al reparar Makoto en este detalle, el hombre explicó: —Es lo que me queda. Regalos que me hicieron. Este hombre, impasible y pomposo, era un aristócrata. Se apellidaba Sumiya por haber sido prohijado en su infancia por el conde Sumiya, aunque procedía de la familia del barón Fujikura[58]. Aunque no se le podía llamar un manirroto, poseía un talento excepcional para gastar su fortuna a una velocidad extraordinaria. Antes de la guerra, sus rentas mensuales, que eran cuantiosas, lo ponían en la situación ideal de ser, por decir así, una perfecta máquina de gastar. Sus gastos eran proporcionados a sus ingresos; pero en los asuntos necesarios se mostraba mezquino. Ahora, las cosas habían cambiado. De las seis amantes que tenía, sólo le quedaba una. Atrás quedó también su costumbre de encargar diez pares de zapatos a medida todos los meses, de pedir al extranjero volúmenes de primeras ediciones en idiomas que no sabía ni leer, de agrandar la caseta del perro, de regalar un uniforme tan original a su chófer que no se atrevía ni a ponérselo… Su residencia principal fue subastada y tan sólo esta casa de su amante de Iikurakatamachi se había librado del embargo. Y eso porque había tenido el acierto de ponerla oportunamente a nombre de la mujer. Pero su apetito derrochador lo llevó a hipotecar también esta casa. El conde, sin idea de lo que era una deuda, trató el dinero del préstamo como si fuera un ingreso. —Tal como habíamos acordado, he venido para llevarme todo lo que haya de valor en la casa como garantía de la hipoteca. —Vaya, vaya, pues muchas gracias. Pero ya ve usted —dijo el noble abriendo las manos como hace un mago para mostrar que están limpias— que aquí no hay nada. Dice usted que va a llevarse todo, pero ¿qué le podrá quitar a alguien tan pobre como yo? Viviendo como vivo en una casa como ésta, ¿a quién voy a tener miedo? Ya pueden venir los ladrones que quieran… —Lo mismo da —repuso Makoto. Nos llevaremos todo lo que quede. Usted nos pidió dinero prestado poniendo como aval todo su mobiliario. Ahora resulta que ha liquidado todos los muebles sin consultarnos, y ni nos paga los intereses ni nos devuelve el dinero. Ahí fuera tengo esperando un grupo de chicos dispuestos a todo. Habiendo llegado a este punto, usaremos la fuerza. Y lo siento por usted. —¡Caramba! ¿No es eso cruel? — respondió el antiguo conde con toda tranquilidad—. Oiga usted, el embargo forzoso de los bienes sólo tiene derecho a ejecutarlo el Estado. No existe ejecución privada de bienes en este país… —¿De dónde ha sacado usted eso? —Me lo ha dicho un abogado. —¿No habrá sido Kurita, un abogado sin licencia…? El antiguo aristócrata se movió con inquietud. El abogado Kurita formaba parte de un grupo dedicado al contrabando de tabaco extranjero en el cual también participaba el exconde. Makoto añadió: —No hago más que retirarle los objetos que se pueden empeñar después de haberle prestado a usted dinero. Si el contrato se invalida, nos tendrá que devolver el préstamo. Pero si no me devuelve el dinero, no tengo más remedio que recurrir a la ejecución forzosa del embargo. Seguro que le surgirán inconvenientes si seguimos adelante, ¿verdad? De todas formas, es igual. De momento, hoy me llevo esta cama, ¿de acuerdo? Y ese abrigo también. —¿Eh? —¿Eh? Las exclamaciones del conde y de la mujer fueron simultáneas. Se miraron los dos. La mujer empalideció hasta el escote y apretó con fuerza el abrigo contra su cuerpo. Pero el conde, optimista en grado extremo, bajó de la cama con su holgado pijama y, sin decir nada, salió a la parte soleada de la terraza donde se puso a hacer flexiones. Sus movimientos, en apariencia totalmente indiferentes a lo que ocurría alrededor, fueron interpretados por un admirado Makoto como un alarde de sumo descaro. Makoto, asomándose a la habitación contigua, le dijo a Yasushi: —Oye, ¿no te importa salir a la entrada y llamar a los demás? Yasushi, con la actitud cómica de mostrarse dispuesto a cooperar, salió corriendo como quien va a cumplir su deber. No tardaron en aparecer los jóvenes. Eran seis, pues se les habían sumado los tres que habían estado montando guardia en la puerta de servicio. Todos se abalanzaron al interior de la habitación donde estaba Makoto. El antiguo conde, obedeciendo la caballerosa recomendación hecha por Makoto de que la mujer no gritara, sacó tres grandes caramelos de una lata guardada debajo de la almohada y los introdujo todos de una vez en la boca de la mujer. Aunque opuso cierta resistencia, con los caramelos en la boca fue incapaz de proferir un solo grito. Los jóvenes se dirigieron a Makoto para pedirle instrucciones y saber por dónde debían empezar. Se les indicó en primer lugar el edredón. —Entendido. ¡A luchar por el Derecho! Con esta especie de grito de guerra lanzado por los jóvenes, más propio de estudiantes que de obreros, imitaban una frecuente frase de Makoto cuando citaba La lucha por el Derecho de Jhering[59]. No entendían su sentido, pero les gustaba decirla porque estaba de moda. Tres jóvenes tiraron del edredón y la mujer cayó rodando por el suelo sin tener apenas ocasión de intentar dar un grito. En la terraza, el conde encendía su segundo cigarrillo y exclamaba en solitario: —¡Qué hermosa vista! Con el alboroto entraron en la sala la señora Kawasaki y Yasushi. Entonces, de debajo de la almohada salieron desordenadamente una decena de láminas de dibujos eróticos y llamativos que quedaron desparramados sobre el suelo de tatami. Entretanto, Makoto mantenía el entrecejo fruncido con la actitud indiferente del hombre que sigue leyendo su periódico a pesar de ser empujado en un vagón lleno de gente. Se limitaba a hacer lo que debía hacer. Sin más. Después, sin prestar atención a la mujer que sollozaba sentada en el suelo, llevó a su madre y a Yasushi hasta la terraza y los presentó al aristócrata. —Este señor es el conde Sumiya. Mi madre. Mi primo segundo. —Mucho gusto. Señora…, señor… El antiguo conde en pijama, doblando la cintura, dibujó una elegante inclinación a modo de saludo. La señora Kawasaki, chapada naturalmente a la antigua, se emocionó. Por su parte, el progresista Yasushi, imbuido de conciencia de clase, no pudo evitar una oleada de orgullo al reconocer que la inclinación de su saludo había sido mucho menos profunda que la de este antiguo miembro de la nobleza. —Esas láminas me las deja, ¿de acuerdo? —dijo el conde. —¿No me puedo quedar con la mitad? —¡Makoto! —le reprochó su madre, con aire de volver por fin a la realidad. Mientras, los jóvenes habían empezado a despojar a la mujer del abrigo. Como habían bebido un poco, sus manos se movían con torpeza y, en el forcejeo para quitárselo, tocaron sin intención partes que no debían. La mujer les respondió mordiéndolos hasta hacerlos sangrar. A uno de ellos, incluso, el dolor por el mordisco le hizo retorcerse. Sus cinco compañeros se burlaron de él diciéndole: —¡Vamos, hombre! ¡Que luchamos por el Derecho! —Nuestras disculpas, señorita. Es que luchamos por el Derecho. Y uno de ellos se puso a imitar la voz chillona de la mujer en son de burla. Makoto los riñó y les metió prisa. Tres se llevaron por fin la cama. Al alzarla para sacarla del cuarto, golpearon contra la tulipa de la lámpara haciéndola añicos. El espectáculo resultaba a todas luces entretenido. Los ojos de Makoto brillaban mientras sus labios dibujaban una sonrisa. Pero enseguida, al darse cuenta de que estaba divirtiéndose con la escena, sintió vergüenza pensando que no debía hallar placer en lo que veía. Una norma moral era: jamás mezclar el sentimiento con la razón. Esta norma, habitual para mucha gente, tenía para Makoto un valor puramente ético, sin duda resultado de la educación recibida en el seno de la familia Kawasaki, deseosa a toda costa de distinguirse de la mayoría. A Yasushi, en cambio, le sucedía todo lo contrario. Sus sentimientos, cuya intensidad aumentaba a medida que se iba animando con la escena, eran difícilmente analizables. Esta animación, despertada ante el espectáculo de una mujer medio desnuda que se retorcía ante sus ojos, se transformó en una especie de exaltación mental que infundió en él un voluntarioso compañerismo. Quería ayudar en algo a toda costa. Su exaltación estaba, además, inflamada por la ridicula presencia del «conde». Sintió entonces que la violencia insensata que se desplegaba ante sus ojos no era más que un acto de estricta justicia social. Quien alguna vez llega a la justicia desde la pasión, como le estaba ocurriendo a él, cae preso de una grave equivocación sin darse cuenta. Una equivocación, sin embargo, cuyas consecuencias no perjudican al que la comete. Yasushi se imaginó entonces inmerso en una revolución, oficiando una sangrienta inmolación judía —algo que jamás había visto—, a la vez sublime y disparatada, como una mujer ideal en peligro. Se sentía, simplemente, exaltado. La señora Kawasaki se dio cuenta demasiado tarde para poder detenerlo. Yasushi se había lanzado al grupo y con las manos apartó a uno de los jóvenes. Sus brazos vigorosos dieron un empellón al pecho de otro, que lo hizo caer al suelo. Los jóvenes, al darse cuenta de que repentinamente alguien se había presentado para estorbarlos en su trabajo, lo rodearon excitados. La mujer, tomando a Yasushi por su inesperado salvador, se agarró a sus rodillas. Pero Yasushi actuó entonces con una rapidez sorprendente. Con ternura extendió los brazos de la mujer agarrada a él, y, en un abrir y cerrar de ojos, le sacó de sus delicados brazos blancos las mangas forradas de suave seda del abrigo. Una vez en posesión del lujoso abrigo amarillo de marta, lo enrolló cuidadosamente, lo alzó por encima de su cabeza y se lo arrojó a Makoto. Éste lo pudo agarrar con dificultad usando las dos manos. Yasushi, riendo, exclamó: —¿Has visto? Así, y no a la fuerza, se hacen las cosas. Los jóvenes, al darse cuenta por fin de la acción caballerosa de Yasushi, soltaron una carcajada que, incluso, contagió al antiguo conde. Por su parte, la señora Kawasaki, que sentía gran desprecio por la mujer medio desnuda, sonrió con complacencia moral. Entonces, Yasushi se acercó al conde, que estaba muy tranquilo, y sin ningún miramiento lo agarró por la pechera. —¡Eh, tú! ¿Qué me haces? ¡Déjame! —exclamó el conde. —¿Qué vas a hacer? —preguntó tranquilamente Makoto a su primo. —Éste… Dudo mucho que esté sin blanca… ¿Por qué no lo desnudamos a ver si oculta algo? —Es una insensatez… —musitó el conde como si hablara consigo mismo. Makoto, afectando no haberse dado cuenta de la mirada suplicante del conde, le dijo a su primo: —Muy bien. Adelante. Yasushi inmediatamente le quitó el pijama al antiguo aristócrata. Atada a su cuerpo medio desnudo y blanco, como un enorme gusano, había una ventrera de lana. Dentro tenía un reloj de oro de la marca Elgin y un collar de perlas. Yasushi los tomó y se los entregó a Makoto. La cama estaba a punto de ser sacada. Al son de esa especie de grito de guerra de «¡Es la lucha por el Derecho!», la cama abandonaba solemnemente la amplia estancia de doce tatami golpeando sus esquinas contra paredes y columnas. Mientras, Makoto, con el abrigo en una mano y el collar en la otra, saludaba cortésmente al conde. Le dijo: —Me llevo todo esto. Cuando lo venda y eche cuentas, si sobra algo, se lo devolveré. —Muy amable —repuso el conde. Entonces, Yasushi, sin motivo aparente, golpeó con su rodilla el trasero del conde, que cayó boca abajo en la terraza. La señora Kawasaki acudió a cubrirle respetuosamente los hombros con la chaqueta del pijama. El conde, abrumado por esta cadena de humillaciones y amabilidades, sollozaba con el rostro hundido en la esterilla que cubría el suelo de la terraza. Así acabó esta animada escena: para uno, un acto revolucionario; para otro, un simple embargo; para otro, un desvalijamiento absurdo; para otro, un espectáculo divertido; para otro, una simple sesión de gimnasia; para otro, absolutamente nada. Unos subieron al camión, cargados con la cama, otros al Datsun. Y todos, triunfalmente, regresaron. Makoto, temeroso de que su madre lo importunara con reproches en el viaje de vuelta, hizo que ella y Yasushi subieran al Datsun y él se montó en el camión. Allí, tumbado boca arriba en la cama, asistió a la burda juerga de los jóvenes y a sus ruidosos cantos. Pero a Makoto nada de esto le molestaba. Envuelto en el lujoso edredón azafrán de plumón y rozando distraídamente con sus dedos el abrigo de marta amarillo ya sin dueña, se concentró en el silencio de la tarde, fría como la seda del forro que tocaba. Miraba arriba el cielo invernal cortado por las extensas mallas eléctricas de los tranvías. No había ni una nube. El cielo inmóvil, como otro gigantesco edredón, envolvía su vista con una claridad solemne. Contemplando este cielo limpio, Makoto sintió una envidia indefinible, envidia de la claridad, de la perfección, de la libertad. Poco después, cuando el camión dejó atrás Shinbashi y entró por la calle Showa, por detrás de un edificio quemado apareció de repente un jirón de nube. Su vista tranquilizó a Makoto. Capítulo 15 Igual que hay días que sacan el lado amable de uno, hay otros que ponen al descubierto la vertiente maliciosa del ser humano. ¿Fue por el tacto lujoso del edredón de plumas, del abrigo, del collar? Lo cierto es que el estado de ánimo de Makoto al llegar a la oficina, después de haber viajado a sus anchas estirado en la cama, estaba a punto de reventar en una explosión de jovial animosidad y de universal deseo. La hinchazón de este sentimiento de cordial crueldad pudo ser en él la expresión de una especie de «equilibrio» mental. Pero, acostumbrados a su impasibilidad, podríamos pensar que se debía a otra causa. Makoto se hallaba de buen humor por haber acabado la tarea del embargo sin verse a sí mismo como un hombre cruel a pesar de haber asistido a una escena como la desarrollada en la casa del conde. Deseaba tensar aún más la cuerda para saber hasta dónde podía llegar. Reparó entonces en la mirada preocupada de su madre y en la radiante y pletórica de respeto de Yasushi. Los dos, habiendo llegado antes que él, lo estaban esperando en la sala de visitas del piso de arriba. Decidió entonces que esas dos personas iban a ser sus siguientes víctimas. —No ponga esa cara tan preocupada, madre —le dijo—. Esa expresión me va a causar pesadillas esta noche. Me parece que se me va a estar clavando desde cualquier rincón del mundo. —Eso es porque te remuerde la conciencia —repuso con orgullo la lastimosa madre—. Pero recuerda que, aun desde la tumba, seguiré vigilándote. Hasta hoy no me habías parecido un granuja. Hoy me has hecho el mejor regalo posible por haberte sacado adelante… —¿Es que no se alegra, madre, de que su hijo haya triunfado en la vida? Ante esta reacción de Makoto, pronunciada con el gesto impasible, la madre rompió a llorar. Su hijo intentó consolarla serenamente diciéndole lo irrazonable que era llorar después de haberse divertido. La señora Kawasaki sintió que sus lágrimas de dolor, al pensar efectivamente que se había entretenido con la escena anterior, se convertían ahora en lágrimas de remordimiento. La mirada que entonces lanzó a su hijo mostraba la resistencia y el odio de una mujer que mira al hombre que le enseña un placer prohibido e inesperado. Makoto tuvo que apartar la vista. Esa mirada era precisamente la de los Kawasaki. Razón simple pero suficiente para que Makoto sintiera que en ese momento su madre era fea. Por su parte, Yasushi seguía prisionero de un absurdo malentendido: creía que cada palabra con la que su primo estaba maltratando a su madre venía dictada desde su pasión por la justicia social. Pensaba que, de esa manera, no perdonaba la conducta necia de la madre por cubrir con el pijama los hombros desnudos del conde. Los sentimientos de Yasushi, en los que desde esa acción había prendido súbitamente el menosprecio hacia su tía, los dictaba también el halago que quería tributar a su primo. Makoto invitó a cenar a su madre, pero ésta rechazó la invitación apresuradamente diciendo que deseaba regresar y pidiéndole a Yasushi que la acompañara. Pero el sobrino le respondió con indiferencia alegando que prefería quedarse solo en Tokio. Este desplante borró en ella la ilusión de reformar a Yasushi tras haberle regalado la corbata y dibujó en las apacibles cejas de la señora un gesto de tristeza. —Por lo menos, me llevarás en coche hasta la estación, ¿verdad? — preguntó a su hijo. —Sí, claro. Esperaba que su hijo la acompañara. Pero finalmente este «hijo piadoso y atento» no la acompañó, aunque puso a su disposición un coche. Cuando escuchó el ruido del coche que arrancaba debajo de la ventana, Yasushi dirigió a su primo esa sonrisa candorosa suya de toda la vida. Últimamente, Makoto no se encontraba con sonrisas tan ingenuas como ésa. Pensó que tal gesto era como un objeto antiguo y de gran belleza. Invitó a su primo a que se acercara a la estufa eléctrica que había junto a la pared. —¡Cómo te admiro! —empezó diciéndole Yasushi acercando sus manos hacia la fuente de calor—. No estás encadenado a los sentimientos con los que nos atan los lazos de la sangre. Además, viendo la escena del embargo de hoy he comprobado que tampoco te mueve un interés personal… Makoto se frotó las manos por encima de la estufa. De repente, en el cielo crepuscular que se veía por la ventana, se encendió el letrero de neón de un color rojo amenazante. Con aire de fastidio y afectando seriedad, Makoto permanecía callado. Deseaba saborear más profundamente la estupidez de este primo segundo. —Me parece un trabajo sublime eso de ir por ahí castigando a una clase tan corrupta como ésa, y sin esconder ningún interés personal. Me ha resultado una experiencia muy instructiva, sobre todo de cara a mis ideas sobre lo que debe ser una revolución. —¿Sí? ¿Instructiva? ¡Qué bien! ¡Cuánto me alegro de que me digas eso! Makoto se reservaba el derecho de burlarse de su primo. Un momento después, se sentó al escritorio y, en un sobre que contenía varios billetes de banco, escribió la palabra «honorarios». Al imaginar la expresión furiosa de Yasushi cuando le entregara este sobre, a Makoto le asaltó una oleada de felicidad tal que sintió ganas hasta de silbar. Dijo: —De verdad, muchas gracias por habernos ayudado con el embargo. Y, acercándose a Yasushi, añadió: —Es muy poco, pero es una prueba de mi agradecimiento. Tu brillante ayuda nos ha facilitado mucho el trabajo a todos. El sobre obró el efecto esperado. Fue como un tintero arrojado sobre la cara de un hombre justo. Yasushi tartamudeó y miró a Makoto con una cólera contenida, como puede mirar un espía acorralado. Makoto podía distinguir, incluso bajo la tela de la chaqueta, el perfil de los brazos de su primo, los brazos vigorosos de un cuerpo fuerte que en ese momento empleaba al máximo el escaso discernimiento que poseía de nacimiento. Y sonrió al percibir la lucha interior de su primo, debatiéndose entre la amistad y el despecho. Ya no creía en la amistad, ni siquiera en la de su primo. Pero sabía que él sí que creía en ella, y ciegamente. Estaba seguro, por lo tanto, de que Yasushi no iba a reaccionar golpeándolo, porque no le quedarían fuerzas, ocupada como iba a estar su mente en discernir si se había roto o no su amistad. Pero sí que tuvo fuerzas para prorrumpir en un grito: —¡Ya no te queda ni un resto de humanidad! Makoto, no obstante, forcejeó para meterle el sobre en el bolsillo. Yasushi le dio la espalda con indignación, empujó la puerta y bajó corriendo por la escalera. Makoto se quedó solo. Se tumbó en el sofá y se rió recordando todo lo sucedido. Era una risa hogareña, de satisfacción íntima. Este burlador, que se daba aires de persona madura, ahora, mientras se calentaba a la estufa con la expresión serena, sentía en su interior un reposo indefinible. Pensaba que el desprecio le traía paz y bienestar, el bienestar que debe de sentir un sogún cuando se halla en el campo de batalla. —¿Ya se han ido? —preguntó con extrañeza Teruko al entrar trayendo unos tés. Capítulo 16 Cuando vio a Teruko entrar de esa forma, Makoto fue embargado por una emoción inexpresable y le pidió que se quedara un rato. Teruko, que notó un matiz de súplica en el ruego, le obedeció y se sentó con la mirada ligeramente baja. Makoto se dio cuenta de que hasta ahora no había tomado conciencia de lo mucho que amaba a esta mujer y, precisamente por eso, se negó a hallar placer en este sentimiento. En el hombre, debilidad y fuerza son idénticas; y la cualidad es la otra cara del defecto. Para llegar a entender estas paradojas hay que cumplir años. El carácter forzado de Makoto tenía como origen su negativa tajante a dejarse llevar por los sentimientos en situaciones como la anterior. Prefería reservar, e incluso prodigar, para otras situaciones la dulzura y la sensibilidad propias de su edad. Para él la vida era algo muy parecido a un aula de aprendizaje, un aula tan necesaria como puede serlo un patio de recreo para alumnos de primaria por brillantes que sean. ¿Quién podía afirmar que Makoto era una persona madura? Le pidió a Teruko que acabara unos trabajos de puro trámite. Pero las cariñosas miradas que lanzaba sobre ella revelaban ese amor ideal y extraño que había construido en su mente. La gente suele presentir errores en las ideas que tenemos de las personas que amamos. Estas ideas no son en realidad más que huellas dejadas por una fiera en la superficie blanca de la nieve, unas huellas que el descubrimiento futuro de esos errores ya no puede borrar. Makoto era un buen cliente de los bares de Ginza, especialmente de uno, que frecuentaba en compañía de Otagi y de Nekoyama, llamado Morera. Casi todas las camareras de este establecimiento habían sido, una tras otra, acompañantes de Makoto a gastos pagados en viajes de fin de semana. Ellas, chismorreando sobre trivialidades, denominaban «picoteo» a esta filantropía impropia de un hombre tan joven como Makoto. Pero llegaron a irritarse cuando descubrieron que los bolsos regalados por él a cada una de ellas eran idénticos. Esta ocurrencia, algo chusca, se desarrolló del siguiente modo. A determinada hora de una mañana Makoto envió por mensajería un paquete y un ramo de flores al apartamento de cada una de esas chicas con casi todas las cuales había tenido relaciones. El asombro de éstas fue mayúsculo cuando, al llegar al bar esa misma tarde, llevaban todas un bolso igual colgado del brazo. Comentando la coincidencia, no pudieron evitar sentir en sus oídos la carcajada ausente del autor de esta comedia. E insultaron con todas sus fuerzas a ese espectador ausente con las palabras más feas de que fueron capaces. Sin embargo, cuando por la noche apareció el autor de la comedia, es decir, Makoto, lo adularon sin sombra alguna de la irritación anterior, como si la jugarreta no hubiera servido más que para estimular entre ellas una soterrada rivalidad. La crueldad de Makoto, dictada en primer lugar por su deseo de que ninguna de las chicas se hiciera ilusiones, era además un acto de vanidad destinado a no ser tomado por un jovenzuelo inexperto. Pero el resultado fue el opuesto, pues este alarde de crueldad, en realidad, tenía más de perversidad infantil que de otra cosa. «Una faceta característicamente humana es poner una parte de uno mismo a salvo del ridículo temor a ser despreciado», pensaba Makoto. Aplicado a él, esto quería decir que la única persona cuyo desprecio le importaba era Teruko. En la época en que vivimos, tal actitud es la mejor prueba de tener una pasión seria. Teruko atendía con discreción a las instrucciones de su jefe, pero el enorme volumen de documentos recibidos para ser terminados fuera del horario laboral hizo que, bien a su pesar, clavara una mirada en Makoto. Fue así como se fundieron la mirada tierna de éste y la de ella. No entendía Teruko que la orden de realizar tanto trabajo pudiera ser un castigo. Y ante el carácter interrogativo de su mirada, Makoto tuvo que explicarle: —Necesito que hagas horas extras porque son unos documentos que me hacen falta para mañana por la mañana. El tono frío y perentorio con que lo dijo, sin el matiz medio bromista de otras veces, hizo que Teruko asintiera sumisamente. Al volver a su mesa cargada de los papeles, Makoto reparó en su espalda esbelta y sintió deseos de acercarse y apretarla por atrás contra su pecho. También quiso ayudarla con este transporte que casi la hacía tambalear, pero también se contuvo. Agobiado por este autodominio, decidió irse. Cogió el abrigo y la bufanda para salir cuando se oyó a sus espaldas… —¿Y el coche? Le preguntó sorprendida Teruko, que se había levantado de la silla. Makoto, sin ni siquiera volverse, hizo un gesto con la mano indicando que no hacía falta. Mientras salía de la oficina y se internaba en medio del gentío de la calle, siguió oyendo durante mucho tiempo ese «¿Y el coche?». Fue entonces cuando se volvió, pero sólo halló las caras desconocidas de los transeúntes. Volvió a pie a su apartamento de Tsukiji dando un rodeo para caminar por la calle principal. Si la gente desea tomarse la vida dramáticamente, entonces la misma vida nos exigirá que actuemos como en un drama. El problema es que de esa manera nos costará mucho trabajo tomarnos la vida como un drama, lo cual tiene dos razones. Una, que no es posible vivir un drama sin actuar, a pesar de esa ilusión tan humana de pensar que es posible tal cosa. La segunda razón es que la gente cree que esa ilusión es la vida misma. El viento de la noche bramaba en la calle y hacía que los peatones caminaran con el cuello del abrigo levantado. Makoto se vio a sí mismo empujado por esa muchedumbre que tanto despreciaba. Sí, gente compuesta de seres con carteras conteniendo una triste fiambrera vacía, con vulgares borracheras, con bonos de transporte, con ropa interior desgastada, con mocos líquidos, con miserables estrategias contra sus pobres mujeres e hijos… Con objeto de despreciar a todos esos seres, Makoto se dedicaba a vivir dramáticamente. Y ahora que el azar lo llevaba a tener que caminar entre ellos, ¡qué existencia tan ambigua la suya! Las luces de neón iluminaban la ciudad. En la calle había gente vendiendo chales para la primavera. En un quiosco, una mujer con los dedos entumecidos por el frío daba cuerda a un muñeco gimnasta. Makoto se detuvo a observarlo. Le dio por pensar que este muñeco bien podría ser uno de los juguetes de aquella garantía falsa con que le estafaron el pasado verano. El muñeco, fijando sus ojos sin expresión en el gentío, después de elevar su cuerpo llegando a tocar la barra con la barbilla, daba una pirueta. Y otra vez, sin descanso, repetía el movimiento. Makoto alzó la vista y contempló el cielo nocturno a través de las ramas desnudas de los árboles de la calle. Los letreros de neón esparcían su luz chillona manchando el cielo de color vinoso e impidiendo distinguir apenas las estrellas en lo alto. Se fijó en una luz de neón que anunciaba un licor. Otro letrero anunciaba un cabaret con monótonos y trémulos destellos que, de repente, le hicieron pensar en la monotonía de los movimientos hechos en un hotel, detrás de la estación de Shinbashi, con la camarera de un bar visitado anoche por primera vez. Mientras caminaba hacia Tsukiji se encontró con un hombre vestido con un abrigo de lana tejida a mano que se le acercaba a pasos atropellados. Su tez era pálida, cetrina; con un bigote estilo Colman[60]. Uno de sus hombros era más alto que el otro. A pesar de la torpeza de sus pasos, avanzaba inexorablemente. Las suelas de sus zapatos de moda hacían que sus pasos fueran silenciosos como el avance de la noche. Pero en el momento de cruzarse con él, a Makoto le llegó un traqueteo de madera procedente del interior del abrigo del hombre. Horrorizado, intentó refrescar la memoria. Sí, se había cruzado con este mismo hombre poco antes, al salir de la oficina. Debía de tener una pierna ortopédica bien ajustada y de calidad. También este inválido daba un paseo nocturno y sin rumbo abriéndose paso entre la muchedumbre con su pierna artificial. La sustancia de todas las cosas concretas de anteayer se parece a la de ayer, y la de ayer se parecerá a la de mañana. En todas las cosas Makoto percibía el aroma de las concreciones que hasta hoy jamás había consentido reconocer. Se le antojaba que la ciudad, llena de estas concreciones, brillaba con descaro extendiéndose con aires de importancia y dando a entender que todo en ella era concreto. «No tengo nada que ver con estas concreciones o, más bien, mi existencia ha sido ajena a ellas desde mi infancia», pensaba mientras sentía el aire frío de la noche que le provocaba escozor en los ojos. «Todo lo que hago, en fin, es insuficiente para romper esa pared de cristal que se yergue entre este mundo y yo. ¡Piénsatelo! No hay ningún expedicionario al Polo Norte que no tenga que ir al servicio por lo menos una vez al día, pero resulta que yo me he tenido que tragar el informe de esa expedición en donde no se mencionaba ese prosaico detalle…». Hasta su obsesión de reflexionar no era más que una de las tareas en que Makoto programaba minuciosamente su jornada. Por fin, llegó a su apartamento. Mientras se restregaba las suelas contra el felpudo de la puerta, a este joven aficionado al raciocinio le invadió de repente una pasión inesperada. Abrió la puerta de su apartamento, situado en una tercera planta, y encendió la luz. Esa pasión, surgida de improviso, le quemaba el cuerpo y le provocaba un temblor que lo desconcertaba. Apagó la luz que acababa de encender y se tumbó sobre la colcha de la cama con los zapatos puestos. Se agarró con las dos manos al barrote frío de la cama. Aunque la frialdad del hierro le resultaba agradable, sintió que todo el cuerpo se le helaba. Se levantó y encendió la estufa de gas. Sus ojos entonces hallaron paz en la luz de la llama de la estufa, suave como un paño de franela de color violeta. Se puso entonces a repasar con la imaginación cada uno de los movimientos que en esos momentos debía de estar haciendo Teruko en la oficina. Sintió que aquella enorme montaña blanca de documentos era en realidad una tarea que se había impuesto a sí mismo. «Tengo que hacer algo. He de terminar todo el trabajo», pensaba ensimismado; y se puso a caminar de un lado para otro por el cuarto en penumbra. Distraído por esa estúpida obsesión, tropezó con la mesa que había en el centro del cuarto e hizo caer al suelo la taza de café que se había olvidado de fregar por la mañana. Al recogerla, comprobó que no estaba rota, lo cual le puso, extrañamente, impaciente. Pasó unos minutos haciendo gotear los posos del café en su mano y otras cosas sin importancia. Por fin, se sentó a la mesa y, sin darse cuenta, descolgó el teléfono. Al otro lado, contestó Teruko. El vacío de la oficina creaba en su voz un eco cuyo tono animado tenía un matiz de reproche. Makoto se limitó a decirle escuetamente lo que deseaba: había que rectificar ciertos datos en unos documentos y le rogaba que se los trajera urgentemente a su apartamento. Se dedicó a esperar durante varias decenas de minutos con el mismo anhelo con que un condenado aguardaría el momento de su ejecución. Mientras tanto, se puso a enumerar, como un obseso, todas las razones que podía hallar para culpar a Teruko, llegando a inventarse la crítica de que «estaba envenenada por la ambigüedad». «No es normal que haya tirado a la basura, en aquel cubo de forraje, tanto dinero. Esta chica está menospreciando el valor real de las cosas con demasiada facilidad. Pero si de verdad quiere despreciarlo, será mejor que lo manipule como quiera». Con estos pensamientos pasó el tiempo mientras se acercaba el momento en que estos dos seres, llenos de prejuicios juveniles, iban a encontrarse. Por fin, oyó a Teruko llamar a la puerta. Este sonido embriagó los oídos de Makoto con la voluptuosidad del que saborea un licor vertido por el oído. Al entrar, Teruko se sorprendió de hallar el cuarto tan oscuro. Se sentó frente a la llama de la estufa y le entregó obedientemente los documentos. Era imposible leer con esa luz tan débil la letra menuda escrita a máquina. Teruko observaba con los brazos cruzados los ademanes ceremoniosos de Makoto, que miraba con fijeza pero distraídamente los papeles. Al poco rato Teruko le preguntó: —¿Está todo bien? Makoto respondió que sí. Después, con una sonrisa vanidosa, de esas que las personas indulgentes con las mujeres calificarían de maternal o algo así, le preguntó de nuevo: —¿Puede usted leer con una luz así? Esa mezcla de coquetería y desafío irritó a Makoto. —No eres seria —dijo Makoto. —¿Que no lo soy? —preguntó ella. —No, no lo eres. Limitas la vida a relaciones irresponsables. O, incluso, llegas a menospreciarla, pero no te das cuenta de que la vida misma te está perdonando con una sonrisa como quien perdona a un niño travieso. No se puede vivir mucho tiempo sin amar a los demás. El único camino posible para no ser amado es el del amor. —¿Y quién puede tener relaciones seguras en la vida? Nadie —replicó Teruko con una franqueza refrescante—. Tampoco usted. Primero usted me demostró mucha sinceridad al confiarme la idea de que nuestro acuerdo tiene ciertas limitaciones. Eso es igual que el cazador que para cazar monos se ata él mismo los pies. Los monos, al verlo, harán otro tanto y la caza será demasiado fácil. Pero yo no puedo hacer eso. Yo no puedo ser tan sincera con la vida porque me parecería que la estoy adulando. Sólo me relaciono bien con la vida cuando arrojo el diñe ro a la basura. Es una relación basada en la traición… Me fascina ver que el dinero es trasladado del lugar donde debe estar a otro donde no debe estar. En un momento así siento verdadera adoración por la pequeña complicación de la vida que hago, por el pequeño dios que he creado. —Hablando francamente, creo que tu argumento es propio de una virgen. Pero también es propio de un bandolero galante, de un revolucionario. ¡Estás poseída por algo tremendo! —Puede usted decir lo que quiera. Yo no menosprecio nada. Pero tampoco respeto nada. Si el mundo es como una anilla que funciona por un toma y daca, por un acuerdo mutuo, entonces quiero ser la parte donde esté la fisura de esa anilla. —Pero las fisuras se vuelven a unir enseguida, ¿no? —dijo Makoto. Yo al principio pensaba más o menos como tú. Pero sé que esa anilla, esa serpiente enroscada, es inmortal por así decir. Es muy fugaz el momento en que uno cree que la estupidez tiene remedio. El intento de evitar no caer en la estupidez por medio de falta de seriedad es igual de vulgar que el dependiente inepto de una casa de empeño que rompe su aburrida rutina yéndose al teatro a ver una sesión de rakugo[61]. Yo tengo otro sistema. Es más duradero. Consiste en olvidarse del objetivo. Por ejemplo, la Compañía Taiyo lucha por una conquista. Para mí, conquista equivale a la lucha por conseguir el derecho de despreciar. Mi objetivo cuando deseo conquistar algo valioso no persigue nada más que el anhelo de despreciar eso que es valioso. Mi máxima es olvidarme del objetivo. Sólo cuando me olvido de él, puedo respetar con toda sinceridad el objeto de mi conquista. —¿Es posible poder olvidarse del objetivo? —preguntó Teruko tranquilamente—. Yo no puedo quedarme ciega, ni siquiera un instante. Y la razón es porque las mujeres tenemos pudor. Los hombres decís que nosotras somos prácticas y utilitarias; y eso es porque nosotras tenemos despierto ese pudor. Nosotras tenemos como objetivo el desprecio en sí. —¿Te refieres al hecho de dar a luz? —Podría ser, aunque, en mi caso, eso es un asunto lejano. —Pero el deseo de despreciar es como el apetito sexual. Como lo espiritual no puede engendrar lo carnal, acaba por tener deseo de matar en lugar de deseo de adquirir. El concepto de «elevación del espíritu» es pura mentira. Debería más bien ser expresado como «depresión del espíritu». Lo que quiero decir es que si nos olvidamos del objetivo del espíritu, podremos actuar humanamente. Si un profesor de filosofía alcanza los ochenta años, es porque ha sido capaz de vivir sin acordarse del objetivo de la filosofía durante todos esos años; es decir, ha llegado a octogenario gracias a la filosofía misma. —Lo dudo —dijo Teruko—. Me parece que usted es de los que son incapaces de olvidar. Las personas con capacidad de olvidar nunca actúan pensando en las cosas desde el principio, sino que se olvidan de sus actos antes de conseguir sus objetivos. Pueden echarse una siesta y dormir tranquilamente dando la espalda a sus actos. Por eso están todos gordos y con las mejillas coloradas. Usted, por el contrario, es delgado y no tiene las mejillas coloradas. Pertenece a ese tipo de personas que recuerda hasta el libro que dejó olvidado en el maletero del tren hace diez años. Usted intenta por todos los medios convencerse a sí mismo de que no está arrepentido de nada. Y la razón es que desea engañarse a sí mismo. Si se arrepintiera, aunque fuera sólo una vez, se le destruirían todos los tejidos musculares, como pasa con una medusa arrojada por las olas a la arena de la playa. No es que los actos lo empujen hacia delante, sino que a usted los actos se le caen sin remedio, como se le cae a un camión una carga excesiva. Sus actos son la sobrecarga de su memoria. Creo que sus experiencias son, digamos, demasiado espesas y, por eso, debería rebajarlas con un poco de agua, con el agua de sus actos. Cuando la experiencia es espesa y no se rebaja desde el principio, las personas sufren. Eso que llama usted objetivo y que quiere olvidar no pertenece al futuro, sino a su pasado. Me da la impresión de que es usted una persona con una infancia que debió de resultar una pesadilla por algún sentido de misión que tenía. Tal vez la vida, de la que se ha nutrido desde niño, con su pezón le ha apretado la boca con demasiada fuerza. —¡Vaya teoría tan original y sorprendente! —exclamó Makoto. Creo que tienes razón en eso que has dicho de que tengo, y no sé por qué, exceso de vida. Me parece que me excedo en todo sin razón. Me siento impaciente por llegar al límite de la capacidad humana. Sí, puede ser por ese exceso. Además, está el tema de la infelicidad que siempre se me presenta no con aspecto de exceso, sino de escasez, haciéndome sufrir pensando que mi vida tiene tantas carencias. —Buscarnos uno a otro defectos y criticarnos de esta forma indirecta — dijo la inteligente virgen— resulta instructivo y también divertido. Antes me ha definido como un ser humano perdonado por una sonrisa. No hay nada mejor que un ser humano perdonado. Así, al estar perdonados, somos más libres que nadie y podemos hacer cualquier cosa. —Me sorprende oírla decir que todos estamos perdonados —replicó Makoto indignado—. Yo no espero ser perdonado por la vida, ni siquiera le permito que me censure. —Entonces es que ya está perdonado, ¿no es eso? —Sí, en el caso de que la vida tenga derecho a perdonar. —¿Y no le parece que el derecho a perdonar es lo más mediocre y ordinario que hay? Hasta un mendigo y un bebé tienen ese derecho… Sólo nosotros no lo tenemos. —La verdad es que a mí no me gustaría tenerlo. Entonces se miraron y, por primera vez, sonrieron. Esta frase se habría de quedar impresa en la memoria de Makoto por mucho tiempo. Resulta inimaginable la fragilidad de la comprensión nacida entre dos seres que no creen tener derecho a perdonar. Habían estado hablando ajenos al paso del tiempo. Makoto, con una sonrisa en el rostro, se levantó. Cerró la puerta del apartamento con una llave que llevaba dentro del pañuelo. El sonido apenas imperceptible de la llave al girar demudó el rostro de Teruko. Para tranquilizarla, Makoto encendió la luz. La expresión de Teruko también se iluminó con una sonrisa inquieta y frágil como un témpano de fino hielo. Makoto, para tranquilizarla, le pestañeó significativamente, pero ella no reaccionó. Su indefensión prestaba un noble encanto a su figura, que realzaba la ausencia total de señales de alerta. El único cambio que se podía observar en ella eran sus manos que se movían nerviosa y alternativamente para calentarse al fuego de la estufa. Makoto permaneció al acecho para ver si Teruko levantaba la voz. Súbitamente, recordó el juramento que se había hecho tiempo atrás. Lo recitó para su coleto como pudiera hacer un soldado: «Hasta que no tenga la seguridad de poder abandonarla, no la tocaré, ni siquiera con un dedo, cueste lo que cueste…». Se acercó a la cocina y puso a calentar la cafetera. En ese momento, Teruko se levantó y se dirigió hacia la puerta. —¿Adónde vas? —Me voy ya. —Esa puerta está cerrada con llave —dijo Makoto. —Deme la llave. —Toma un café. —Deme la llave. Tres veces dijo Teruko lo mismo con un tono rebosante de dignidad. Makoto percibía siempre como ridicula la actitud de las mujeres en estas situaciones. El valor que ellas tratan de defender es justamente el valor que los hombres les han dado. ¿Por qué, entonces, han de mostrarse indignadas cuando se trata de devolver lo que les ha sido dado? La castidad se convierte así en un género más de mezquindad. A pesar de todo, el aspecto de Teruko, sin estar exactamente en estado de alerta ni pálida de miedo, era de estar sufriendo por su pudor. Estaba siendo invadida de una tirantez semejante al embeleso del cielo del alba, fruto de la tensión entre cierta tensión mental y una clase de súbito atontamiento. En ese momento, en que la aceptación y rechazo tenían el mismo sentido para ella, aparecía más sagrada que bella. Su santidad era la de la mezquindad, la de una monja, la del polvo sedimentado en un cuarto cerrado y venerable, la santidad del musgo que cubre una piedra en el fondo del agua, la santidad de la mugre infiltrada en el vestido de un santo. Y es que pulcritud no siempre va aparejada con santidad. Teruko se sintió forzada a sentarse donde antes. Con las manos encima de las rodillas su postura era incómoda. Le fue ofrecido un café caliente cuya taza se negó a sostener a pesar de los intentos de Makoto. Bajó la cabeza y la movió en silencio. Makoto pudo ver entonces por el doble cuello de su vestido la hermosa espalda de Teruko que, como una cascada blanca, caía hasta perderse de vista. Cuando Makoto puso en el estante la taza rechazada, la cucharilla se cayó al suelo, quebrando con su agradable tintineo la tensión del momento. Los dos jóvenes se agacharon para recoger la cucharilla al mismo tiempo. Sus manos se encontraron. Makoto atrajo de la mano a Teruko y la besó en la mejilla. En los ojos de Teruko se reflejó el asombro. Su tono de voz cuando le preguntó qué iba a hacer con ella hacía pensar en la pregunta que podría hacer un niño al ver un elefante por primera vez en su vida. Makoto no comprendió de inmediato el objeto de la pregunta y se la devolvió. Teruko se levantó entonces y preguntó de nuevo qué iba a hacer. Makoto recobró la compostura y confesó que él tampoco lo sabía. Permaneció callada un buen rato. Después, lo miró resueltamente a los ojos y le dijo que no le gustaban estas situaciones. Apenas había acabado de decir esto cuando Makoto la besó en los labios. Teruko se cubrió la cara con las manos y se derrumbó en la silla. Sus manos, que daban la impresión de estar sosteniéndole el rostro para que no se cayera, parecían concentrar en sus palmas el peso de la tristeza. Los besos de Makoto se movían por el pelo y la nuca de Teruko como si fueran moscas. Su nuca, tierna y delicada, se agitaba susurrando: —No me gusta, no me gusta, no me gusta. Makoto le preguntó si era de verdad la primera vez. A pesar de ser una pregunta estúpidamente honesta, hay veces en que la honestidad improvisada como en este caso toca en el centro de la verdad. Ella contestó honestamente que era la primera vez y que nunca la habían besado antes. Estas preguntas y respuestas fueron intercambiadas a gran velocidad. Bien es cierto que hay una verdad insospechada en las cosas y que suele aparecer cuando disminuye la velocidad de la acción. Tampoco hay razón para creer que los colores irisados que muestra la peonza en pleno giro no sean los verdaderos[62]. No hay nada que se aleje más de una verdad de esta clase como la descripción de una alcoba. Cada uno de los movimientos que realizaba esta singular pareja en la habitación estaba solapado. En vez de realizar un acto puro e individual, se ejecutaba una especie de trabajo en común, de puesta en escena, de «actuación» ejecutada en íntima complicidad. Apagaron la luz. Lo que hizo Makoto fue inexcusable. Se puede definir como violación. Teruko, como si hablara entre sueños, lo seguía rechazando con suave insistencia. Sus manos, cuando se movían para apartar las manos de Makoto, parecían estar rezando. Su insistente rechazo tenía visos de deseo insistente. No dejaba de musitar que lo detestaba, que aborrecía a Makoto, pero su voz mantenía un tono suave, jamás alto. Makoto hallaba agradable esta voz delicada que él interpretaba como señal de vaga ternura, como un aroma ligero entremezclado de enemistad. ¿Habría que llamar amor o insinceridad a esta paradójica benevolencia que inundaba confusamente el alma de Makoto? Era indiscutible, sea como fuere, que en este lugar había una ceremonia y una música. Bajo este acto falso y teatral desarrollado de forma irrazonable se despertaba con viveza cierto acuerdo, cierto control y armonía. Teruko quedó desnuda y pura como una llama. Sin olvidarse nunca de expresar con ellas sufrimiento y aversión, sus cejas, mejillas, boca y manos, contraídas en una expresión helada, dura y dolorosa, parecían estar a punto de ahogarse en el sudor de todo el cuerpo. A Teruko se le podía notar cierta serenidad derivada del consuelo que podía recibir tan sólo a través del dolor manifestado con todas sus fuerzas. Por primera vez la parte inferior de la boca de Makoto se contrajo en una sonrisa cuando le dio un beso a Teruko después de terminar. Sus labios habían sido movidos por una fuerza extraña y vacilante con la que deseaba corresponder. A continuación, se vislumbró un instante el brillo de sus dientes ordenados y blancos. La sonrisa desapareció enseguida. Nadie podría ver a una virgen tan auténtica como ésta, ni siquiera soñar con ella. Nada le faltaba a Teruko: el pudor, la pureza, la aversión, el temor, la curiosidad, un ansia autodestructiva surgida de improviso, la muerte fingida, la coquetería instintiva que se ejerce para evitar el desdén de la pareja, el enojo, el odio carnal contra el placer carnal, etc. Todo lo tenía, sin faltar detalle. Podría decirse, incluso, que Teruko era un compendio de la virginidad. En el cuerpo trémulo de pudor, Makoto contemplaba con gran satisfacción el nacimiento de un embeleso tan frío y limpio como el agua de deshielo que empieza a fluir bajo una fina capa de hielo. No se oía ningún ruido, excepto, a lo lejos, la resonancia de los trenes que pasaban estremeciendo la noche, y, cerca, el efluvio imperceptible del aire mezclado con la llama de la estufa de gas. Teruko, blanca como la nieve, yacía en silencio. Se diría que acababan de colocar ahí su cuerpo de mujer, un cuerpo perfecto, recién creado. Poco después, Teruko abrió los ojos, sintió escalofríos y se incorporó en la cama. Tiró de la arrugada sábana y empezó a cubrirse lentamente empezando por las rodillas y olvidando, en un gesto infantil, que tenía los pechos desnudos. Con el tono airado le pidió a Makoto que le diera las bragas. A Makoto esta petición le pareció estúpida porque él no podía ser responsable de la desaparición de esta prenda. Como pequeña venganza, decidió encender la luz para exponer su cuerpo desnudo. Se puso entonces a buscarlas. Pero no resultó fácil encontrarlas. Por fin, como por arte de magia, sacó de dentro de la arrugada manta las bragas de color rosa. Teruko se puso como la grana y titubeó antes de recibirlas de la mano de él. —¿Qué? ¿Estás sorprendida? —¡Claro que sí! —contestó Teruko que casi había terminado de vestirse. Y añadió—: Más que provocarme sorpresa, me parece sucio. Nunca imaginé que las personas hicieran algo así. ¿Y lo hace todo el mundo? —Por haberlo hecho tus padres, tú estás aquí. —¡No diga eso! ¿Será posible? — dijo Teruko frunciendo las cejas. Parecía existir una distancia entre el objeto de su aversión y este fruncimiento. Y siguió diciendo—: ¿Mis padres hacen estas cosas? Si es así, cuando vuelva a casa esta noche, la cara de mi madre seguro que me va a parecer la más fea del mundo. Tengo la impresión de que a partir de ahora la voy a odiar a ella más que a usted. Makoto volvió a preparar café y otra vez la detuvo porque aún había tiempo para el último tren. Los ojos de ella enrojecieron ligeramente, como si reflejaran un incendio lejano, y sus pupilas se movieron nerviosas. Mientras se levantaba y se sentaba, no dejó de tocarse varias veces el pelo para comprobar que no estaba despeinada. Finalmente, preguntó con inquietud si el cabello o el rostro revelaban algún indicio particular. Después, pasaron los dos una media hora sentados formalmente en las sillas de antes. Makoto, que no andaba sobrado de conocimientos literarios, se puso a hablar abiertamente de sus conocimientos sobre el sexo. Los ojos de Teruko brillaban ahora de puro deseo de aprender, de saciar con avidez una búsqueda, de empaparse de lo que se llama «el espíritu científico» del mundo ordinario. Alentado por el asombro tan puro que le mostraba, Makoto disfrutaba al máximo el placer todopoderoso de despreciar lo que ignoraba, sintiéndose como un maestro de primaria ante unos alumnos entregados. En este deseo fervoroso de Teruko por aprender, Makoto había vislumbrado cómo se asomaba el brote del deseo sexual y sin pudor de ella. Teruko podía tomar un taxi hasta la estación de Shinjuku y de ahí subir al tren de la línea Odakyu. Podría estar en casa hacia las once. Makoto se puso el abrigo y la acompañó a la calle para buscar un taxi. —No es el momento ahora de hablar del trabajo —le dijo—, pero quiero que te quedes con los documentos que me has traído y los lleves mañana a la oficina. Yo debo ir a visitar unas oficinas del Gobierno mañana a primera hora y me resulta molesto llevarlos conmigo. ¡Ah, y otra cosa! —añadió sacando del bolsillo un sobre grande—. Me olvidaba de decirte que mañana te leas esto y pide a alguien que lo pase a máquina. Pero después de haberlo desprecintado personalmente y leído tú misma, ¿de acuerdo? No lo pierdas; es un documento importante. Si fuera la Teruko de siempre, al recibir el sobre, lo habría sopesado en la mano y preguntado con una sonrisa burlona si se trataba de dinero. Pero la Teruko de ahora se limitó como mucho a meterlo en el bolso con un movimiento nervioso. Desde el muelle de Tsukijima llegó el sonido de la sirena de un barco. Vieron pasar delante de ellos unos rintaku[63] balanceándose. En ese momento, Makoto levantó la mano a un taxi que iba por el otro lado de la calle. El coche dio la vuelta y se acercó a la pareja como si los adulara torpemente[64]. Cuando el taxi se alejó con Teruko dentro, Makoto siguió al taxi con la mirada y se quedó en medio de la solitaria calle nocturna moviendo exageradamente la mano como gesto de despedida. Después, encendió un cigarrillo y permaneció un rato de pie. Sintió que sus mejillas acaloradas estaban a punto de agrietarse con el aire de la noche. Esta bestia despiadada sentía un placer malicioso en tener alguna vez las mejillas encendidas. Capítulo 17 Ha pasado una semana. El día siguiente a aquella noche Teruko abandonó el trabajo por la tarde y prematuramente con la excusa de un dolor de cabeza. Desde entonces y por espacio de siete días no había acudido al trabajo, ni dado aviso alguno. Cuando el gerente, Otagi, y Makoto se quedaron solos en la oficina de éste, Otagi hizo algún comentario burlón para pincharle a su amigo en la vanidad. Pero Makoto, aparentemente impasible ante la ausencia de Teruko, dijo finalmente: —Esa chica ya no vuelve. Y añadió con una jovialidad mecánica: —Si fuera una chica capaz de presentarse de nuevo como si nada hubiera ocurrido, sería perfecta para convertirse en mi mujer, pero también ella es mediocre. La mediocridad suele recorrer siempre el mismo sendero, igual que hacen por las trochas los ciervos y los jabalíes. Por eso, para atrapar a los mediocres hay que hacer lo mismo que hacen los cazadores: esperarlos con paciencia agachados al borde del sendero. No falla. Es una historia absurda. —No entiendo nada de lo que dices —repuso Otagi. —Lee esto —dijo Makoto sacando del cajón un fajo de documentos y tirándoselo—. Son copias, de todos modos. En la primera página se podía leer: «Informe de investigación personal, núm. 771. Agencia Teitan». Era el informe de una agencia privada de detectives contratada por Makoto. Según dicho informe, Teruko llevaba tres meses embarazada. Su novio era un funcionario de bajo nivel de la Oficina de Recaudación Fiscal. Teruko no sólo lo ayudaba económicamente con varios miles de yenes cada mes, sino que además trataba de averiguar las ganancias reales de la Compañía Taiyo. Todo para promover el ascenso de su novio. Con los datos de Teruko, el novio podría establecer la base impositiva real que debería aplicarse a la compañía de Makoto. Eso le supondría una promoción en el trabajo y a la Compañía Taiyo una penalización por evasión fiscal… —¡Vaya! ¡Esto sí que es una sorpresa! —exclamó Otagi sin inmutarse en absoluto. Pero es una consecuencia de lo más normal y corriente. Es el tipo de comportamiento que, aunque sabemos que puede ocurrir, se nos olvida. Por eso nos sorprendemos cuando se convierte en realidad. Ahora que lo pienso, algo me decía que esa chica no era trigo limpio. —Eso lo dices porque no te caía ni bien ni mal. —No lo niego —repuso Otagi. Y preguntó—: Pero ¿y tú? ¿Cómo puedes estar tan sereno? —Bueno, ahora escucha. Mandé que la investigaran porque presentía algo. Puedes imaginarte que fue un trago amargo saber la verdad. Pero me parecía despreciable buscar una pequeña venganza, una venganza que sólo serviría para añadir más mediocridad a una conducta ya de por sí mediocre, hacer más vulgar algo que era vulgar en sí mismo. Quise entonces transformar esa infelicidad mediocre en que yo había caído en algo extraordinario. Me propuse, entonces, conquistarla con galanteos, es decir, convertirme de pies a cabeza en un galán inocente que afecta no saber nada. No debía despertar ninguna duda en ella de que yo creía a pies juntillas que era virgen. En eso sí que triunfé. Pero también fue un triunfo suyo. A decir verdad, no he conocido más que dos vírgenes hasta ahora. Pero no había conocido una virgen con tanta dignidad como esta falsa virgen. Interpretó la ceremonia de la rotura del himen tan exquisitamente que casi me hizo creer en su virginidad. ¡Una chica tremenda! Su actuación fue perfecta. Y yo disfruté al máximo con esta «virgen». —¿Y después? —Pues la recompensé. —¿Cómo? —Metí este informe en un sobre y le dije que lo leyera antes del día siguiente. Lo leyó en la oficina y desapareció. Pero no creo que tampoco ella sintiera pesar por lo de aquella noche. —¡Qué juego tan cruel! En todos los asuntos de la vida siempre añades un poco de gracia maliciosa. ¿Por qué no te tomas la vida con más sencillez? —No podemos ir más allá de nuestra propia medida —dijo Makoto con su peculiar sonrisa cínica mirando fijamente a su amigo. —Bueno, y entonces, ¿qué?, ¿te sientes satisfecho o derrotado? —Ni una cosa ni otra —repuso Makoto con una sonrisa—. Mi estado de ánimo tiene ahora sencillez, como tú dices. —¿Me quieres decir, entonces, por qué una persona sencilla debe llevar siempre consigo un frasco de arsénico? Makoto se puso pálido. Fue sólo un instante, pero lo suficiente para que Otagi se alegrara de haber visto con sus propios ojos la turbación de su amigo. Le dijo: —Tranquilo, hombre, que no he entendido mal la razón de esa palidez. Sé que conseguiste ese veneno a través de un vendedor de penicilina. Eso fue hace ya mucho tiempo. Sé también que no puede ser para cometer un homicidio. Más bien, para un suicidio, ¿verdad? Pero, tranquilo. No tengo ningún derecho a impedir que un amigo mío se suicide. Me ha encantado, de todas formas, que te hayas puesto pálido por haber sospechado que yo pensaba que el suicidio era por el desengaño que has sufrido por culpa de esa chica. La puñalada más dolorosa que podría recibir tu orgullo es que la gente piense que te vas a envenenar por un desengaño amoroso. Supongo que la simple posibilidad de ese malentendido debe de ser para ti más doloroso que el mismo suicidio. —¡Qué gran amigo tengo! — exclamó Makoto—. Conozco las implicaciones que tiene morir envenenado. Para empezar, sirve para justificar legalmente un incumplimiento de contrato. Si me enveneno y, por tanto fallece una de las partes, el contrato queda rescindido por la cláusula de modificación de circunstancias. Cuando se me acumulen las deudas y me vea en una situación desesperada, me bebo el arsénico y santas pascuas…, ¡adiós al mundo! De esa forma, y ya que los muertos no tienen capacidad de juzgar, se podrá sostener mi posición de que el acuerdo debe tener sus limitaciones. —Ya veo que es un plan escrupulosamente preparado —dijo despreocupadamente Otagi, este amigo franco que ahora no prestaba demasiada atención al tinte trágico de las palabras de Makoto. Pero añadió—: Usas las reglas para atarlas siempre al futuro, un futuro al que caminas a toda marcha. Y nunca eres capaz de dominarte a ti mismo. No sé…, eres tan particular. Sin duda, algún día te tomarás el arsénico y morirás como deseas. Eres, además, el tipo de persona que, si ha decidido morir de un trago de veneno, jamás aceptará morir de un tiro. —Pues sí… Más o menos. Está visto que tú y yo nos comprendemos demasiado bien. —Es una forma de expresarse muy propia de ti. Pero tienes razón. Tal vez se ha amontonado demasiado polvo de comprensión en nuestra relación. En realidad, detestas que te comprendan. Sólo te permites a ti mismo comprenderte. Makoto contestó: —Tu idea es que sea la sociedad quien debe poseer al individuo y no el individuo a la sociedad, ¿verdad? Eres igual que una prostituta que comprende y deja que la comprendan. Te entregas a esa comprensión y, a la vez, exiges a los demás que se entreguen a comprenderte. Eres, amigo mío, la encarnación perfecta de la prostitución que hay en la sociedad moderna. La comprensión tiene validez gracias al dinero. Vivimos en una época corrupta. Yo he intentado protegerme de esta corrupción usando el dinero como escudo. El ser humano no tiene ninguna obligación de comprender, ni siquiera derecho a comprender, a no ser que utilice el dinero… Yo he querido fabricarme la utopía de dar al dinero ese poder. Pero tú… Tú eres sucio porque tratas de comprenderme. —Si empiezas así, acabamos enseguida. Ya va siendo hora de que nos despidamos, ¿no crees? —¿No será que quieres irte porque los apuros económicos de la empresa ya son previsibles? Otagi contestó: —Exactamente. Una compañía financiera tan alocada y ruinosa como ésta, antes de seis meses como mucho tiene que desaparecer… —Sí, es una opinión perspicaz, una opinión que comparto. Pero si quieres marcharte, vete. —Dame una indemnización de quinientos mil yenes como mínimo y me voy. —Te has pasado. Ni que fueses socio capitalista… Confórmate con trescientos mil. —Bueno, ya hablaremos de eso. De todos modos, gracias a los contactos de un cliente, me ha salido un trabajo en una empresa muy firme y segura. Empezaré a trabajar como un empleado corriente. En cualquier caso, me gusta más la sustancia que la apariencia. —¿De qué sustancia hablas? — preguntó Makoto. ¿Te refieres a una semilla que ni siquiera es comestible y que, como la semilla de un kaki, va a tardar ocho años en dar fruto?[65] —Pero eso es el futuro —repuso Otagi. —¡Dios mío! ¡Tú sí que vas a vivir muchos años! Los dos jóvenes siguieron hablando amigablemente, como cuando charlaban en la universidad. En realidad, Makoto odiaba a Otagi. Se extrañó de no haberse dado cuenta mucho antes. Es posible que uno se descuide en reconocer la existencia del odio, igual que tarda en darse cuenta de que ama. En este caso, lo que se odia es la tardanza en darse cuenta de los propios sentimientos de uno mismo. Makoto salió a la calle solo. Era una mañana despejada del comienzo de la primavera y la brisa soplaba con fuerza. En la calle se veían rostros indiferentes de transeúntes desocupados que se apretaban entre sí con una sensación de abotargado, absurdo entretenimiento. Makoto sentía la necesidad de verlos así para poder marcar su diferencia. A veces, sus hombros, cubiertos del abrigo, chocaban contra los hombros de algún transeúnte atrayendo miradas crispadas que, sentía él, ponían al descubierto su corazón igualmente irritado. Era evidente que el actual déficit superior al millón de yenes iba a multiplicarse dentro de unos meses. Los artículos y bienes hipotecados simplemente no se vendían, al tiempo que por toda la ciudad pululaban bandas de estafadores. La depresión económica se olía en todos sitios, resultando imposible recuperar el capital prestado. Era especialmente difícil recobrar los créditos de pequeñas sumas cuya demanda había aumentado recientemente. La razón era una confluencia de condiciones alarmantes de la vida de la pequeña burguesía, una confluencia demasiado enmarañada para intentar desenredarla. Makoto elevó la mirada a las ramas de los árboles que se resistían a echar los primeros brotes. Pensó por un capricho momentáneo que su costumbre de mirar al cielo era tal vez la prueba de que hubiera debido hacerse poeta. Pero si supiera la verdadera astucia que necesitan los artistas, probablemente habría despreciado también esa ocupación. Subió por una escalera y entró en una cafetería situada en un primer piso. Había poca gente. Por todas las ventanas entraba la luz bañando el local de amable tibieza. En una jaula había un pájaro que, cada vez que trinaba, hacía que la gente volviera sus miradas creando un ambiente sereno y agradable. Cuando Makoto, después de sentarse al fondo, pidió una bebida caliente, se le ofreció a la vista una pareja sentada junto a la ventana, en el lado opuesto. Al reconocer quién era, Makoto adoptó una postura que le permitió poder observarlos sin ser visto. El sol de la mañana se derramaba abundantemente sobre el mantel blanco de la mesa e iluminaba los rostros del joven y la muchacha que conversaban animadamente. ¿Era Yasushi? Al principio, Makoto dudaba de que pudiera ser él por estar acompañado de una chica así. Pero sí, era él. Esa forma de pestañear continuamente cuando estaba de buen humor sólo podía ser de él. Los puños de su abrigo estaban desgastados y el abrigo de la chica, aunque no estaba raído, era igualmente pobre. Contrastaba con esa pobreza el brillo de las mejillas de los dos jóvenes cuyos rostros, a la luz generosa de esa mañana que barruntaba la primavera, bajaban y subían impulsados por la risa. La pelusa que crecía en la zona del nacimiento del cabello de los dos mostraba destellos dorados. «¿Habría dejado su primo el Partido Comunista?, o bien ¿estaba acompañado de un chica del Partido?», pensaba Makoto. De lo que no cabía duda era de que se trataba de Yasushi; era él y estaba ahí, a pocos metros de él. Dónde esté y cómo esté, él seguía siendo el de siempre. Pero lo envidiable era que Yasushi, siendo tal como era, podía ser todo el mundo. Makoto pensaba que entre la existencia de su primo y la existencia de la gente no debía existir un obstáculo como su propia vida. La existencia de Yasushi se conformaba tácitamente con todas las existencias del mundo y estaba cubierta con una especie de membrana protectora. No tenía que realizar esfuerzos inhumanos para dominar, no tenía que rechazar a los demás para no ser comprendido, no tenía que conquistar… Una existencia, en suma, que algún día llegaría a transformarse en un fragante aroma. Es evidente que hay un género de providencia que arruina la existencia humana al producir la conciencia de la misma existencia, una providencia que cumple su misión gracias a la inconsciencia o el absurdo de la existencia y que, al mismo tiempo, se mueve en el sentido de esta existencia. Makoto contempló en silencio la escena. Los dos jóvenes sonreían haciendo que el fulgor de sus blancos dientes reflejara la luz de la mañana. Sintió de repente la agradable y extraña sensación de su propia existencia contemplando esta escena, transformándose en algo diáfano y puro. En ese momento, Yasushi sacó su agenda y buscó un lápiz. Como no lo encontraba, su pareja palpó en el bolso, sacó un lápiz de color verde y se lo entregó. Diligentemente Yasushi escribió algo con ese lápiz. Makoto tuvo la impresión de haber visto antes ese lápiz verde. Se acordó entonces de unas letras doradas brillando bajo los rayos del sol. Intentó recordar más. En su mente distinguía vagamente una escena donde se mezclaba el sueño con la realidad y desde cuyo fondo salía una voz que le penetraba en los oídos… —¡Makoto, ese lápiz no se vende! De improviso, todo se oscureció y la ventana del otro lado perdió su luz al tiempo que la voz, volando, se alejaba más y más hasta desaparecer por completo. 31 de octubre de 1950. YUKIO MISHIMA (Tokio, Japón, 14 Enero 1925 - 25 Noviembre 1970). Yukio Mishima es el nombre literario de Hiraoka Kimitake, prolífico escritor japonés, autor de más de veinte novelas, decenas de piezas teatrales y numerosos cuentos, poemas, artículos y ensayos. Nacido en una familia de burguesía media, Mishima se vanagloriaba sin embargo de pertenecer por sus antepasados a la clase de los samuráis. Criado por su abuela, realizó los estudios en Gakushüim, la escuela por tradición reservada a la nobleza. Escribió su primer cuento a los trece años y a los dieciséis su primer libro de relatos, que coincidió con su ingreso en la Facultad de Derecho. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en una fábrica aeronáutica, tras ser desestimado como piloto suicida. Tras obtener el doctorado en Derecho en 1947, fue empleado del Ministerio de Finanzas, pero tras un breve tiempo abandonó el empleo para dedicarse por entero a la actividad literaria. En junio de 1949 publicó Confesiones de una máscara, obra que cosechó un inmediato éxito y que supuso su definitiva consagración en el mundo literario. Aunque en general se acogió la novela con un juicio favorable, algunos críticos mostraron perplejidad y reservas frente a la particularidad del tema (la confesión por parte del protagonista de su homosexualidad) que ciertamente representaba una novedad en la literatura japonesa. En los años sesenta la figura de Mishima es vista siguiendo las dos distintas pero inseparables facetas de su personalidad. El Mishima hombre de acción encontró su soporte teórico en la idea de que la verdad puede ser alcanzada sólo a través de un proceso intuitivo en el que pensamiento y acción no son dos modalidades distintas. Mishima se hace portavoz de la necesidad de restaurar los valores de la cultura prebélica y militarista. Sin embargo, jamás descuidó su ingente producción literaria. Tras la posguerra publicaría un gran número de novelas, entre las que destacan El color prohibido (1951), La muerte de la mitad del verano (1953), La voz de la onda (1954), El sabor de la gloria (1963) y Sed de amor (1964). Después del banquete (1960) fue una de sus novelas de más éxito. Poco tiempo después escribió Patriotismo (1961). Entre su producción teatral de estos años cabe destacar Madame de Sade (1965) y Mi amigo Hitler (1968). Su obra cumbre es, no obstante, la tetralogía El mar de la fertilidad, compuesta por las novelas Nieve de primavera (1966), Caballos desbocados (1968), El templo de la aurora (1970) y La corrupción de un ángel, completada esta última el mismo día de su muerte. Cada una corresponde a una reencarnación distinta del mismo ser. El tema central en esta singular obra es la crítica a la sociedad nipona por la pérdida de los valores tradicionales; en resumen: una historia épica del «país del sol naciente» moderno. A Yukio Mishima le preocupaba la creciente occidentalización de su país y analizaba la transformación del Japón desde una perspectiva pesimista y crítica. En 1968 fundó con un grupo de amigos la Sociedad de los Escudos, una organización paramilitar de jóvenes que, desencantados con la debilidad de las instituciones imperiales y la obsecuencia constitucional del ejército, propiciaban un resurgimiento del Bushido, el tradicional código de honor samurai. Dos años más tarde, ocupó con su grupo, aunque sin uso de armas, la sede del estado mayor nipón en un intento de forzar la recuperación de los ideales heroicos de preguerra. El 25 de noviembre de 1970, ante el fracaso de su acción, se suicidó mediante el rito del seppuku al grito de «Larga vida al emperador». Probablemente el escritor nipón más conocido en el extranjero; de él dijo el galardonado Y. Kawabata: «No comprendo cómo me han dado el premio Nobel a mí existiendo Mishima. Un genio literario como el suyo lo produce la humanidad sólo cada dos o tres siglos». Notas [1] El Club Hikari era una empresa financiera fundada en septiembre de 1948 por un joven estudiante llamado Akitsugu Yamazaki. El hecho de que se dedicara a realizar préstamos a un elevado interés y de que fuera dirigida por un estudiante de tercer curso de Derecho de la prestigiosa Universidad de Tokio resultó doblemente llamativo. (N. de los T.) << [2] La prefectura de Chiba se encuentra al este de la ciudad de Tokio, al otro lado de la bahía de este nombre. En cuanto a la ciudad anónima de K, o Keishi, aparece en el original japonés con esta letra latina de «K». (N. de los T.) << [3] La era de Taisho, nombrada así por el emperador de este nombre, va de 1912 a 1926. (N. de los T.) << [4] Corresponde al año 1943. La era Showa —nombre póstumo del emperador Hirohito, padre del actual emperador del Japón— discurre de 1926 a 1989. (N. de los T.) << [5] El periodo de Edo va de 1603 a 1867, una época de aislamiento nacional. (N. de los T.) << [6] Este dramaturgo floreció entre 1806 y 1881. La obra mencionada, del género del kabuki, fue representada por primera vez en 1853. En ella, efectivamente, los protagonistas, un hombre y la amante de un tahúr se enamoran en la ciudad de Kisarazu, en el centro de Chiba, trasunto geográfico, por tanto, de la «ciudad de K». (N. de los T.) << [7] Es decir, unos 9 o 10 metros (1 ken = 1,81 m) (N. de los T.) << [8] Una geta, pronunciado «gueta», es un tipo de sandalia tradicional japonesa hecha de madera. (N. de los T.) << [9] Se trata del atentado de 1930 perpetrado por un extremista de derechas en la Estación Central de Tokio y de resultas del cual el político mencionado murió al año siguiente. Hamaguchi había desarrollado una política moderada y firmado poco antes de sufrir el atentado un convenio de desarme con la Marina inglesa. (N. de los T.) << [10] La Guerra de Manchuria estalló en 1931, un año antes de que se declarara la guerra entre China y Japón. El incidente del 15 de mayo de 1932 tuvo como protagonista a un joven oficial de la Marina. Con la ayuda de cadetes de Ejército de Tierra asaltó la residencia del primer ministro, que fue fusilado. (N. de los T.) << [11] Corresponde al año 1936. El famoso incidente, que Mishima recrearía doce años después en su relato «Patriotismo» y en una película, esta vez se tradujo en un verdadero golpe de Estado provocado cuando un oficial del |Ejército de Tierra, al mando de 1500 soldados, asaltó la residencia oficial del primer ministro, asesinando a varios ministros. El día siguiente se proclamó la ley marcial, iniciándose la carrera militarista de Japón que desembocaría en su participación en la Segunda Guerra Mundial. (N. de los T.) << [12] Una especie de falda-pantalón plegada, prenda antigua de Japón reservada actualmente para ocasiones ceremoniales o tradicionales. (N. de los T.) << [13] Fue en el año 1937 y se lo considera el chispazo que hizo estallar la guerra entre China y Japón. Soldados japoneses que montaban guardia en el puente de Roko, en un barrio del sur de Pekín, fueron atacados por la noche. Fue el pretexto para que al día siguiente el ejército japonés atacara al ejército chino. (N. de los T.) << [14] El curso escolar japonés se inicia en la primavera, por lo que las vacaciones de verano no marcan el final del curso como ocurre en otros países. Makoto tenía entonces quince años. (N. de los T.) << [15] Kiodai es la abreviatura de Kioto teikoku daigaku, actualmente Kioto daigaku, una universidad estatal fundada en 1897 en la ciudad de Kioto. Era, junto con Tõdai, la más prestigiosa de Japón. En cuanto a Niko, es la abreviatura de Daini koto gakko, uno de los institutos que preparaban para el ingreso en la universidad. (N. de los T.) << [16] Al sur de la provincia de Cantón, en el sur de China. (N. de los T.) << [17] Korio es otro de los nombres de Ichikõ. (N. de los T.) << [18] «Camino del arco», una de las artes marciales tradicionales japonesas. (N. de los T.) << [19] << Barrio lujoso de Tokio. (N. de los T.) [20] El edificio de la residencia era muy grande y los aseos estaban lejos. Algunos de los alumnos residentes, ante el apremio, orinaban desde la ventana de sus habitaciones. (N. de los T.) << [21] La expresión «mal hábito» al comienzo del capítulo 2 de otra obra de Mishima, Confesiones de una máscara, publicada sólo un año antes de Los años verdes, es eufemismo de masturbación. (N. de los T.) << [22] Está en Mongolia. En el año 1939 el Ejército japonés ocupaba el norte de China, la región llamada Manchuria. (N. de los T.) << [23] Por el nombre del lugar próximo a la frontera noroeste de Mongolia y China. Desde mayo a septiembre de 1939 Japón que ocupaba Manchuria, y la Unión Soviética, en defensa de los intereses de la República Popular de Mongolia, tuvieron varios enfrentamientos bélicos por cuestiones fronterizas que se saldaron, en el caso de Nomonhan ocurrido el 12 de mayo, con una derrota japonesa. (N. de los T.) << [24] Una cinta blanca en la gorra identificaba a los jóvenes del prestigioso instituto de Ichikõ. (N. de los T.) << [25] «Samurai sin señor», pero usado aquí para significar el estudiante que ha suspendido el examen de ingreso universitario y debe prepararse para una segunda oportunidad. (N. de los T.) << [26] Pastel de arroz. (N. de los T.) << [27] Kõchirõ Hiranuma (1868-1952), primer ministro desde enero de 1939, y líder de la derecha en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Al acabar ésta, fue condenado a cadena perpetua como criminal de guerra. (N. de los T.) << [28] Sir Robert Leslie Craigie, embajador británico en Japón desde 1937, que dedicó sus esfuerzos a aliviar la tensión creciente entre su país y Japón. (N. de los T.) << [29] Año 1940. (N. de los T.) << [30] Fogón tradicional japonés hundido en el suelo y sin tiro de chimenea. (N. de los T.) << [31] Guante de piel de ciervo que cubre tres o cuatro dedos y se usa en el tiro con arco japonés. (N. de los T.) << [32] Caja con una ración de comida. (N. de los T.) << [33] Enrico Ferri (1856-1929), penalista y político italiano. (N. de los T.) << [34] En la época, un popular luchador de sumo, es decir, un profesional de la lucha libre japonesa dotado de gran envergadura. (N. de los T.) << [35] En 1943. (N. de los T.) << [36] Una especie de falda-pantalón estrechada en el tobillo usada por muchas mujeres japonesas durante la guerra y la posguerra. (N. de los T.) << [37] En el original, «Nogamisan» o señorita Nogami. Los jóvenes japoneses se dirigen unos a otros llamándose por el apellido. (N. de los T.) << [38] Así en el original. En francés, «cornudo». (N. de los T.) << [39] Este término designa el consorcio de grandes empresas japonesas que habían dominado el concierto financiero de Japón en las décadas anteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial. (N. de los T.) << [40] Un tsubo equivale a 3,3 metros cuadrados. (N. de los T.) << [41] Usado aquí como medida de superficie. Un tatami cubre 1,80 m por 0,90 m. (N. de los T.) << [42] Sin duda, recordando el episodio de su infancia del lapicero gigante. Véase cap. 1, págs. 14-20. (N. de los T.) << [43] Es decir, una estancia de unos siete metros cuadrados. (N. de los T.) << [44] El waka es la poesía clásica japonesa que en su forma más conocida consta de cinco versos de 5,7,5,7 y 7 sílabas cada uno. El jaiku o haiku, por su parte, derivado del waka, es un terceto de 5,7 y 5 sílabas en cada verso, en alguno de los cuales hay una referencia a la estación del año. (N. de los T.) << [45] Especie de kimono ligero de algodón usado informalmente en verano. (N. de los T.) << [46] Taiyo quiere decir «sol». (N. de los T.) << [47] Metáfora usada en el original japonés para señalar a un empleado de edad y sin jerarquía que trabaja medio olvidado en una oficina. (N. de los T.) << [48] Es decir, unos 15 centímetros (1 sun = 3 cm). (N. de los T.) << [49] Dicho comparable en sentido al refrán español «quien bien te quiere, te hará llorar». Ha sido traducido literalmente para dotar de sentido a la frase siguiente. (N. de los T.) << [50] «Grupo de reloj de plata» era la denominación coloquial que se seguía dando, aun después de la guerra, a los estudiantes con matricula de honor de la Universidad de Tokio, porque hasta 1918 habían estado recibiendo un reloj de plata como reconocimiento por su aplicación en los estudios. (N. de los T.) << [51] En el original japonés, Teruko usa el verbo honorífico (nasaru) para dirigirse a Makoto, que en realidad es el presidente de la compañía en donde ella trabaja. Hemos querido trasladar este matiz usando la forma de «usted». Teruko usará siempre las formas de cortesía para dirigirse a Makoto, a pesar de que éste habla con ella empleando siempre el registro coloquial (equivalente a la forma «tú»). Esta diferencia de tratamiento se habrá podido observar en todo el diálogo que han mantenido desde la pág. 151 hasta aquí. (N. de los T.) << [52] Debido al significado de los ideogramas de su nombre y apellido: tatsu = dragón, kuma = oso y neko = gato. (N. de los T.) << [53] En el original, Taketori monogatari. Es una obra anónima del siglo IX en la cual la heroína plantea peticiones imposibles de cumplir a cuantos hombres pretenden su mano. Entre japoneses, la mención de esta obra, el más viejo relato de ficción conservado, suele ser paradigma de antigüedad como en este caso. Hay traducción española bajo el título indicado (Madrid, Trotta, 1998; Madrid, Cátedra, 2004). (N. de los T.) << [54] Antiguo nombre de la marca Nissan. En la época del relato, los Datsun eran coches de gran lujo. (N. de los T.) << [55] Existe en Japón la costumbre de enviar una tarjeta de saludo en la mitad del verano (shochûmimai). (N. de los T.) << [56] Es el título de una novela japonesa publicada por entregas entre 1897 y 1903 que llegó a ser enormemente popular. El protagonista, Kanichi Hazama, al perder a su novia, que se va con otro hombre más rico, decide vengarse de ella y de la sociedad con el poder del dinero y se hace prestamista. Fue escrita por Ozaki Kõyõ (1867-1903). (N. de los T.) << [57] Este emblema es distintivo de la casa imperial de Japón. (N. de los T.) << [58] La nobleza de Japón quedó oficialmente abolida en 1947. No era infrecuente la adopción de niños entre familias de la misma clase como forma, generalmente, de preservar el apellido paterno. (N. de los T.) << [59] Un jurista alemán que en 1872 publicó Der Kampf um Recht, una obra especialmente influyente en la enseñanza del Derecho en Japón. (N. de los T.) << [60] Ronald Colman (1891-1958), actor británico de moda en los años treinta y cuarenta. (N. de los T.) << [61] Relato tradicional japonés carácter cómico. (N. de los T.) << de [62] Esta frase resulta inteligible sabiendo que la peonza tradicional japonesa suele presentar un dibujo que, cuando está girando, aparece irisado. (N. de los T.) << [63] Triciclo-taxi popular en Japón en los primeros años de la posguerra. (N. de los T.) << [64] Esta comparación tal vez haya que relacionarla con el hecho de que en aquellos años los automóviles taxis eran, incluso en Tokio, un objeto de lujo, siendo por ello escasamente utilizados. (N. de los T.) << [65] En Japón la tardanza de la semilla de este árbol en dar fruto (a diferencia de la semilla del castaño y del melocotón que tardan tres años) es ejemplo proverbial de la paciencia. (N. de los T.) <<