Laicidad, cristianismo, occidente: un perfil histórico + Giampaolo Crepaldi Viernes 13 de septiembre de 2013 Universidad Católica de Cuyo San Juan – Argentina La paradoja de occidente La relación de la fe cristiana, pero quisiera decir más específicamente de la fe católica, con el occidente tiene un carácter esencial. No afirmo con esto que exista una identidad entre occidente y cristianismo, ni que el cristianismo sea una categoría de la mentalidad occidental, ni que el cristianismo pueda ser tal sólo dentro al occidente geográfica, histórica o culturalmente entendido. A una pretensión tan simplista es muy fácil señalar – también en modo simplista – que el cristianismo nació en el oriente mediterráneo y que se difundió en todo el mundo. Lo que quiero decir, más bien, es que la relación con occidente toca la misma identidad del catolicismo. En otras palabras, que la relación con occidente no fue una contingencia en la historia del cristianismo. En la relación con occidente surgieron características no sólo “occidentales” del cristianismo, características de las cuales el cristianismo no puede separarse sin dejar de ser tal, pero de las cuales también se separó precisamente en occidente en algunos momentos de la historia. Aquí aparece el carácter problemático y paradojal de occidente. Por un lado, el encuentro del cristianismo con occidente ha sido “providencial”1, ha plasmado la Esta expresión ha sido usada en diversas ocasiones por Joseph Ratzinger al referirse al encuentro de la fe cristiana con la filosofía griega, y podemos usarla también en un sentido 1 1 civilización occidental y en algunas épocas históricas – pensemos sobretodo a los siglos XII e XIII –, dio origen con modalidades particularmente creativas a una civilización cristiana2, pero por otro lado justamente en occidente se desarrolló un agudo proceso de secularización que tiende progresivamente a atenuar el cristianismo en su capacidad de producir civilización. Sólo en el contexto occidental se desarrolló por primera vez una «cultura que constituye la contradicción en absoluto más radical non sólo del cristianismo, sino también de las tradiciones religiosas y morales de la sociedad»3. De aquí se sigue la profunda ambigüedad de la categoría de “occidente”, en referencia al proprio catolicismo. La “consistencia” y la “resistencia” del cristianismo encuentran en occidente un decisivo banco de prueba. El dogma católico y occidente Con frecuencia se hace una interpretación reductiva de la influencia del catolicismo en la civilización occidental, precisamente porque se la considera como mera influencia. Sería como decir que el catolicismo influyó en la civilización occidental con sus obras de caridad, con el arte, con la literatura, con las redes sociales forjadas por la religión, con la coronación de los reyes, etcétera. Todo esto es verdad, pero la relación profunda del catolicismo con occidente se refiere a los dogmas y se convierte en expresión de la historicidad del dogma. Esta expresión – historicidad del dogma – no significa que el dogma se desarrolla en la historia paralelamente a la autoconciencia que tienen los creyentes - ésta es la visión modernista de la amplio de encuentro con occidente. Cfr. por ejemplo: J. RATZINGER, Fede Verità Tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo, Cantagalli, Siena 2003, p. 98. Siguen siendo una referencia fundamental las obras de CHRISTOPHER DAWSON: La formazione della civiltà occidentale, D’Ettoris editori, Crotone 2011; ID., La divisione della Cristianità occidentale, D’Ettoris editori, Crotone 2009. 3 J. RATZINGER, L’Europa di Benedetto nella crisi delle culture, Cantagalli, Siena 2005, p. 37. 2 2 cuestión -, sino que quiere decir que el dogma tiene siempre un contenido histórico, real y no puede ser relegado al mito. El dogma nutre a la Iglesia y la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en la historia, Cuerpo que permanece para siempre4. Entre el dogma y el Cuerpo hay una unidad inescindible, de manera que el dogma no sólo está presente en la conciencia del creyente, sino que por su misma naturaleza se convierte en historia y, por tanto, en civilización. Este es el realismo de la fe católica. La Iglesia ha forjado la civilización cristiana occidental con sus dogmas, definidos en sus concilios dogmáticos. Hoy en día se subestima la importancia de la doctrina en la vida de la Iglesia en favor de la praxis pastoral, que corre el riesgo de oscurecer este importante aspecto. En referencia a esto, quisiera presentar dos ejemplos históricos. El primer ejemplo se refiere a la gnosis. La condena del arrianismo en el Concilio de Nicea y la definición de la naturaleza humana y divina de Jesucristo contradijeron a la gnosis, como expresión del racionalismo helenista. El proceso ha sido largo, ha involucrado también a otros concilios y el trabajo de los Padres y de los grandes Doctores de la Iglesia. La cuestión no ha sido resuelta todavía, dado que junto a la gnosis de los primeros siglos cristianos existe una “gnosis eterna”, pero sin duda la lucha del dogma cristiano contra la gnosis ha preservado la civilización humana de las catástrofes del catarismo, del rechazo y de la exaltación contemporánea de la materia, de la destrucción del matrimonio y de la familia, del rechazo de la autoridad política. Al mismo tiempo, produjo frutos de civilización en la justa consideración del mal y del sufrimiento, como también defendió de los efectos del nihilismo. Por la defensa del Antiguo Testamento del ataque gnóstico se pudo conservar la visión positiva de la creación y la dimensión 4 J. RATZINGER, Fede Verità Tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo cit., p. 74. 3 histórico-social de la fe cristiana. El bautismo de los niños, las oraciones por los muertos, el celibato sacerdotal, el culto de las imágenes: ¡cuántos beneficios han aportado a la civilización occidental estos elementos, que habrían sido eliminados por una eventual prevalencia de la gnosis! ¡Qué daños habría hecho el pauperismo, el pacifismo, el purismo radical de tipo gnóstico si hubieran podido difundirse sin límites! Comentando la batalla de Muret, del 13 de septiembre de 1213, en la cual Simón de Montfort, después de haber asistido a la Misa celebrada por San Domingo, con mil soldados espantó el ejército aragonés que apoyaba a los albigenses con 40 mil hombres, Jean Guitton afirma: «Muret es una de esas batallas decisivas en las cuales se jugó la suerte de una civilización. La mayor parte de los historiadores extrañamente descuida este hecho»5. El segundo ejemplo se refiere a Pío IX y la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de María. La definición del dogma nacía de una lectura teológica de los acontecimientos de la revolución liberal. Según Pío IX, todos los errores contemporáneos nacían de la negación del pecado original y por tanto de la imposibilidad de conciliar Dios con el pecado. El objetivo final de la vida debía ser el progreso del hombre y del mundo, el hombre moderno tenía que ser autónomo y autosuficiente, liberándose de la tutela de la Iglesia; la religión se consideraba sólo útil para el progreso civil y a él tenía que estar subordinada. Pero si se niega el pecado original no queda ya lugar para Cristo, para la Iglesia y para la gracia. Frente a esta visión de las cosas, Pío IX quiso reafirmar que es imposible conciliar a Dios con el pecado del mundo y que la principal finalidad del mundo y de la historia no es la celebración del progreso 5 J. GUITTON, Il Cristo dilacerato. Crisi e concili nella storia, Cantagalli, Siena 2002, p. 166. 4 humano sino la gloria de Dios. Esto fue lo que hizo proclamando el dogma de la Inmaculada Concepción de María, “gloriosa vencedora de las herejías”. Los violentos acontecimientos a los cuales tuvo que asistir Pío IX formaban parte del diseño de emancipación del orden natural, separándolo del orden sobrenatural. Pío IX pensaba que con este proyecto no era posible negociar, que no pudiese ser “catolizado”. Ésta es la génesis de la encíclica Quanta cura y del Sillabo, que no pueden ser separados del profundo significado teológico de la proclamación del dogma del la Inmaculada Concepción; más bien deben ser vistos, junto al Vaticano I, como la respuesta de Pío IX al pecado moderno. No es una casualidad que estos tres hechos acontecieran el 8 de diciembre: en 1854, la proclamación del dogma, en 1864, la Quanta cura y el Sillabo y en 1870, la apertura del Vaticano I 6. La construcción de la civilización occidental fue realizada con los dogmas. El dogma era la fuente principal para contrastar la apostasía del occidente del cristianismo, ya que también esta apostasía se había hecho “dogmática”. La secularización del occidente He querido presentar un ejemplo de los primeros siglos cristianos y otro de la modernidad, para mostrar que en medio aparece la construcción de una civilización cristiana y, en tiempos más recientes, un progresivo alejamiento de ella a través de una secularización siempre más acentuada. El análisis se hace más complicado si se considera la tendencia de muchos a atribuir al mismo cristianismo la causa de esta secularización. Pero vayamos por parte. 6 Cf R. DE MATTEI, Pio IX e la rivoluzione italiana, Cantagalli, Siena 2012. 5 Quizás no siempre se tiene en cuenta que la exaltación más entusiasta de la importancia de la Iglesia católica para la civilización occidental se encuentra en una obra que, más que muchas otras, ha teorizado una rigurosa y completa secularización de la civilización. Me refiero al Cours de Philosophie positive de Augusto Comte. Karl Löwith, en su famoso libro “Significado y fin de la historia. Los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia”, transcribe las palabra de elogio de Comte dirigidas al catolicismo7, y afirma que Comte valoraba en el sistema católica sobre todo la separación entre el poder espiritual y el poder temporal, es decir, la laicidad, como diríamos hoy. Por el contrario, Comte pensaba que el protestantismo hubiese favorecido “la emancipación del poder temporal y la subordinación del poder espiritual a los intereses nacionales”8. El catolicismo había fundado un orden, mientras que el protestantismo “sentó las bases de la filosofía revolucionaria moderna, proclamando el derecho de toda persona a un libre examen en todos los ámbitos”9. La opinión de Comte es que “la degeneración del sistema europeo reconoce una única causa, es decir, la degradación política del poder espiritual”. A este propósito Karl Löwith comenta: “Si se piensa que los espíritus inmaduros fueron abandonados a sus propias decisiones en las cosas más importantes, hay que sorprenderse por el hecho de que la moral no haya decaído completamente”10. En ese tiempo, non había decaído completamente. La obra de Karl Löwith, que he apenas mencionado, explica en manera convincente cómo la filosofía de la historia de la modernidad, desde Voltaire a Nietzsche, haya consistido en una progresiva secularización de los K. LÖWITH, Significato e fine della storia. I presupposti teologici della filosofia della storia, Il Saggiatore, Milano 2010, pp. 98-104 (prima edizione 1977). 8 Ivi, p. 100. 9 Ivi, p. 101. 10 Ivi, p. 103. 7 6 dogmas católicos. Este proceso de secularización reconoce en Comte un cambio de perspectiva de gran interés. Él ve en el dogma católico la condición para la existencia del orden social de acuerdo a un principio de distinción entre el poder temporal y el espiritual, basado en el rol político del poder espiritual. Pero ve también que este equilibrio se ha roto, ya que después de las “revoluciones protestantes” lo espiritual ha abdicado a sus deberes en lo temporal, produciéndose la emancipación de lo temporal en referencia a lo espiritual. En Comte, por tanto, encontramos al mismo tiempo el máximo encomio por la estructura histórica del catolicismo y su más radical negación a través de un principio absoluto y radicalmente laico: el espíritu positivo. Según Henri de Lubac, el positivismo de Comte es una de las formas de humanismo ateo contemporáneo, la más radical, en cuanto expresa una vida sin Dios, sin lamentos ni ficciones, y precisamente por esta razón tiene la misma fuerza de motivación de una religión, capaz de construir un orden, pero un orden sin Dios. Para de Lubac, este proyecto era y sigue siendo un fracaso11. Pero no es este particular el que nos interesa ahora. Aquí nos interesa más bien su carácter “dogmático”, es decir, radical y absolutamente anti-católico. Por otra parte, si la construcción social del occidente se debía a los dogmas católicos y si la deconstrucción se había producido por medio de la secularización de los dogmas católicos, como bien ha demostrado Karl Löwith, el cambio más decisivo se habría de producir cuando también la secularización hubiese adquirido un carácter de absolutización dogmática. Esto sucedió con Comte, por lo cual podemos afirmar que el positivismo es el dogma de la modernidad. 11 DE LUBAC H., Il dramma dell’umanesimo ateo, Morcelliana, Brescia 1988. 7 La presunta irreversibilidad de la secularización Quisiera retomar el comentario ya citado de Karl Löwith sobre la autonomía moderna de lo temporal en referencia a lo espiritual: “Si se piensa que los espíritus inmaduros fueron abandonados a sus propias decisiones en las cosas más importantes, hay que sorprenderse por el hecho de que la moral no haya decaído completamente”. Aparece aquí un elemento decisivo de la cuestión: la emancipación de lo temporal en referencia a lo espiritual, la sustitución de la salvación cristiana con el progreso, de la religión con la ciencia, ¿produce una verdadera autonomía, capaz de mantenerse en su propio nivel, o más bien produce “decadencia”? Löwith parece tener más bien esta última opinión, ya que en el comentario analizado considera milagroso que se haya podido incluso mantener una forma débil de moralidad después de este distanciamiento. La laicidad, entendida como distinción recíproca entre la esfera temporal y la espiritual, es un producto histórico del cristianismo. Esta distinción, que no implicaba la separación y la absoluta autonomía entre lo temporal y lo espiritual, se producía al interno de la civilización cristiana, es decir, en un horizonte religioso. El soberano cristiano actuaba autónomamente, usando la prudencia política, es decir, ejercitando una libertad interna de un sistema de verdad del cual la Iglesia era garante, un sistema que también conservaba y protegía entre los dogmas católicos el patrimonio de la ley natural. Con la modernidad, como hace notar Karl Löwith, comienza una secularización siempre más exigente, que transforma el nivel temporal “capax sui”, autónomo en sentido de absoluto, autosuficiente, capaz de darse un sentido propio. Al principio, este sentido fue copiado de los dogmas 8 cristianos, por medio de una interpretación secularizada, y gradualmente fue reclamado como proprio, como pareciera haber sucedido con Comte y el positivismo. En 1968 fue publicado el libro “Sobre la teología del mundo”, de un teólogo alemán, discípulo de Karl Rahner: Johann Baptist Metz. Anteriormente había escrito “Antropocentrismo cristiano”, donde afirmaba que la secularización había sido causada por el cristianismo y que por lo tanto, era un hecho cristiano, que había que aceptar y vivir como un fruto del cristianismo, sin combatirlo como algo contrario a la fe cristiana. De esta manera, el proceso de secularización era interpretado como algo irreversible. En su nuevo libro, Metz sostenía que como consecuencia de la secularización el mundo se había convertido en algo completamente mundano: “éste es el mundo donde Dios no se encuentra”12. Para él, “por mucho tiempo – casi hasta el inicio del último concilio – la Iglesia siguió este proceso sólo con resentimiento, lo consideró casi exclusivamente como una decadencia y una falsa emancipación, y muy lentamente, encontró el coraje de dejar que el mundo se haga mundano, considerando este proceso no sólo como un hecho en contra de las intenciones históricas del cristianismo, sino como un hecho che fue también determinado por impulsos históricos más profundos que el cristianismo y su mensaje”13. En mi opinión, no es correcto considerar que la secularización positivista derive del mismo cristianismo, ni tampoco se puede aceptar que sea un destino de la historia. La irreversibilidad de la secularización es un dogma positivista, que deriva de una lectura ideológica de la historia, como la comtiana con la ley de los tres etapas, de acuerdo a la cual la humanidad 12 13 J. B. METZ, Sulla teologia del mondo, Queriniana, Brescia 1969, p. 144. Ivi, p. 141. 9 se habría desarrollado pasando de la etapa religiosa a la metafísica, y luego a la positiva, en una manera irreversible. ¿Cuáles son los motivos que nos llevan a afirmar que la secularización positivista no puede ser considerada una consecuencia del cristianismo ni tampoco irreversible? El primer motivo es que el positivismo no puede hacer otra cosa que proponerse como una nueva religión. Ya lo hemos visto antes: la secularización se convierte en tal cuando no se limita a ser una reformulación inmanente de los dogmas católicos sino que se distancia de la tradición cristiana y se propone a sí misma como un principio absoluto. Mientras Hegel, Marx, Proudhon – y antes de ellos, Voltaire, Condorcet, Turgot – se habían limitado a imitar al cristianismo proponiendo una versión inmanente y secularizada, las etapas de la secularización no podían gloriarse de una verdadera autonomía, ni podían expresar una verdadera secularización. El proceso seguía vinculado al cristianismo y era reversible. ¿Cómo se hubiese podido cortar este cordón umbilical con el cristianismo sin proponer la secularización como un principio absoluto? De aquí deriva su carácter religioso; pero religioso no ya en el sentido de ser todavía deudora de la vieja religión, sino en el sentido de expresar religiosamente una anti-religiosidad absoluta. Esta secularización no es fruto del cristianismo. El eclipse de la naturaleza, y de la naturaleza humana en particular Como he señalado anteriormente, el segundo motivo se refiere a la posibilidad del ámbito temporal, emancipado de lo espiritual, de conservar su identidad sin degradarse. Adquiriendo la secularización la característica de absolutismo religioso, como ya indicado, resulta fatal que se oponga al concepto de naturaleza y de naturaleza humana. Esto sucede porque sino se 10 conservaría un orden moral que continua e implícitamente requeriría ser completado religiosamente. Si permanece la naturaleza, permanece la ley natural, es decir, el orden de la naturaleza que expresa una norma moral. A su vez, la norma contenida en la ley natural mantendría abierto el discurso de su fundamento absoluto y trascendente, ya que la moral tiene necesidad de un fundamento absoluto. Así, se volvería a proponer la vieja religión. Mientras Grocio, manteniendo la ley natural, niega su fundamento trascendente, no hay irreversibilidad: la exigencia de un fundamento trascendente puede ser recuperado y argumentado. Pero si se niega la naturaleza, como hace el positivismo, esa recuperación es imposible, y así surge la irreversibilidad. El asombro perplejo de Karl Löwith resulta por tanto ingenuo. No es posible que el plano natural se mantenga cuando se ha desprendido del plano sobrenatural. La versión aguda del positivismo se presenta como un “nuevo comienzo”, absoluto y religiosamente anti-religioso. Para hacer esto necesita negar la naturaleza y la ley natural. Su descomposición y su abandono pueden ser progresivos, pero el principio de este proceso está colocado desde el comienzo en su absolutismo. Hoy asistimos a una rampante e inquietante negación de la naturaleza y de la ley natural. Sin el sostén de la religión cristiana la dimensión humana de la procreación, del matrimonio, de la familia, no puede subsistir. La llamada “ideología de género”14 es la avanzada más reciente de esta negación de la naturaleza y de la identidad humana. OSSERVATORIO INTERNAZIONALE CARDINALE VAN THUÂN SULLA DOTTRINA SOCIALE DELLA CHIESA, Quarto Rapporto sulla Dottrina sociale della Chiesa nel mondo (a cura di G. Crepaldi e S. Fontana), Cantagalli, Siena 2012. 14 11 Occidente significa Jerusalén, Atenas y Roma. Benedicto XVI lo repitió en el famoso discurso al Bundestag de Berlín15. Pero cuando el cristianismo encontró el pensamiento griego y la civilización romana, además de la religión hebrea, encontró en ellos tanto la apertura a la trascendencia cuanto la consideración de la fuerza de la ley natural. Encontró un mundo precristiano, pero humano. Hoy, en cambio, el cristianismo encuentra un mundo post-humano y por lo tanto radicalmente post-cristiano. La propuesta religiosa de la laicidad Hasta aquí he seguido un perfil histórico referido más bien a la historia de la ideas que a la historia de los hechos. En este trayecto se comprende que la laicidad es un concepto cristiano, que implica la separación entre la esfera política y la esfera eclesial, entre el poder temporal y el poder espiritual. Sin embargo, no requiere una separación entre la política y la ética, ya que el soberano político, distinto de quien tiene el poder espiritual, actúa de acuerdo a una prudencia racional y no en manera arbitraria, ya que “existen límites a lo que el Estado puede ordenar, aún cuando se trata de lo que pertenece a César”16. Ni en referencia a un arbitrio propio ni a un “arbitrio de la mayoría”: en este aspecto, la democracia – en teoría – no ha aportado ningún cambio radical de perspectiva. Siendo inseparable de la ética, con la cual está íntimamente conectada, la política es también inseparable de la religión en cuanto tal, y de la religión católica en particular. De hecho, el ámbito ético no puede darse a sí mismo un fundamento permaneciendo simplemente en el ámbito natural: “si no comprendemos antes nuestra 15 16 BENEDETTO XVI, Discorso al Reichstag di Berlino, 22 settembre 2011. J. V. SCHALL, Filosofia politica della Chiesa cattolica, Cantagalli, Siena 2011, p. 123. 12 relación con Dios nunca podremos tener estos ámbitos en el orden correcto”17. Pero en la modernidad surgió otro concepto de laicidad. Al inicio, fue concebido como una secularización de los dogmas cristianos, pero enseguida se distanció radicalmente del cristianismo y di cualquier orden, constituyéndose en un principio absoluto y religioso. Esto sucedió con el positivismo, entendido como una categoría perenne. De esta manera el ámbito político se convirtió en completamente autónomo del ámbito religioso, pero al asumir una forma religiosa, se hizo incompatible con el cristianismo. Es así que el relativismo se transformó en una dictadura. Frente a este panorama, resulta ingenuo el tentativo del cristianismo de laicizarse, abandonando sus dogmas y su doctrina, con el fin de dialogar con el mundo laico. Si existiera un ámbito laico no absoluto, abierto a la naturaleza humana y a la religión, entonces sería posible un diálogo sobre la laicidad, al cual podrían participar los creyentes. Pero lamentablemente no es ésta la tendencia prevalente. El motivo es simple y, al mismo tiempo, serio: para ser “laica”, en el sentido señalado, la laicidad necesita de la religión cristiana. Por lo tanto, una laicidad que, junto al positivismo, se ha colocado a sí misma como un principio absoluto y religioso, no puede ser laica. Ésta es la paradoja del occidente: cuanto más se separa del cristianismo para ser laico, menos lo es. A esta paradoja corresponde otra más: si los cristianos quieren contribuir para lograr una laicidad positiva tienen que proponer la dimensión religiosa de la propia fe, en modo completo, sin reduccionismos horizontales. También aquí el motivo es trágicamente simple: en un mundo 17 Ivi, p. 122. 13 religiosamente post-humano es necesario partir de la propuesta de Cristo para recuperar la dimensión humana (laica) desde el interno de la visión religiosa. Es aquí donde la doctrina social de la Iglesia encuentra la “nueva evangelización”. 14