MARE IMBRIUM, MAR DE LA LLUVIA Taller de escritura creativa «Alicante Cultura 2013» Mare Imbrium, Mar de la lluvia. 2013 Yolanda Domenech por «La débil» 2013 Chari Barreto Ruiz por «Las voces de la lluvia» 2013 Jorge Torrente Sánchez por «Mensajera» 2013 Mamen Llavador por «Cotidianidad» 2013 María Teresa Cloquell Martín por «Sentimientos frente a la lluvia» 2013 María Antonia Vicente por «Traspasando pantallas» 2013 Fernando Medina por «Atrapado en la lluvia» 2013 Antonio Aracil Luciano por «El monzón» 2013 Paco Bas por «Miel de luna» 2013 Lilian Piqueres por «El increíble éxito de Mr. Pepe» 2013 Lola Calatayud Ruiz por «Para cuanto da una sopa» 2013 Cristina Gil Romero por «Lonely» 2013 Mar Fraile por «Uru» 2013 Susana Fuentes por «Un día de lluvia» Reservados todos los derechos, queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin el permiso expreso de los autores. Con nuestro reconocimiento a la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Alicante, organizadora del taller de escritura creativa «Mare Imbrium, Mar de la lluvia», inserto en el programa «Alicante Cultura 2013» y al personal del Centro de las Artes, en especial a José Carlos, nuestro amable conserje. ÍNDICE Prólogo ....................................................................................................... 6 La débil ...................................................................................................... 9 Las voces de la lluvia .............................................................................12 Mensajera ................................................................................................19 Cotidianidad............................................................................................ 26 Sentimientos frente a la luna............................................................. 30 Traspasando pantallas.......................................................................... 37 Atrapado en la lluvia............................................................................. 44 El monzón ................................................................................................ 53 Miel de luna ............................................................................................ 55 El increíble éxito de Mr. Pepe............................................................ 63 Para cuánto da una sopa....................................................................... 70 Lonely....................................................................................................... 74 Uru............................................................................................................ 78 Un día de lluvia....................................................................................... 86 6 PRÓLOGO «Mare Imbrium» ha sido un taller muy cinematográfico, más de lo habitual. Para los ejemplos prefiero películas a novelas, porque es más fácil encontrar películas que la mayoría haya visto o que al menos conozcan. Pero «Mare Imbrium» es el «Mar de la lluvia» y eso me trajo a la mente la canción «Gotas de lluvia caen sobre mi cabeza» de «Dos hombres y un destino» y esa inolvidable escena en la que Paul Newman pasea a Katherine Ross en bicicleta mientras se oye de fondo la canción... una escena mítica que enriquece una magnífica película. «¡Entretenimiento!» oigo gritar a alguien en tono despectivo. Ese desprecio hacia el entretenimiento viene de antiguo, y se agudiza en épocas de crisis, pero ignora que todos los seres inteligentes necesitan entretenimiento. ¿Alguien ha visto a un rebaño de ovejas «entreteniéndose»? Los perros, por el contrario, necesitan jugar, igual que los niños. Es una consecuencia de la inteligencia, nuestro cerebro «necesita» el entretenimiento y a medida que nos hacemos adultos y nuestra inteligencia madura, los juegos ya no son suficiente, no nos «entretienen», necesitamos algo más, necesitamos emociones, solo las emociones pueden saciar nuestra sed de entretenimiento. «Dos hombres y un destino» es mucho más que una película, es una «narración» que trasciende la técnica cinematográfica empleada para contárnosla, porque «narrar» no es grabar escenas ni amontonar palabras, narrar es provocar emociones, narrar es crear historias. La novela o el relato son algunas de las formas posibles de contar una historia y en esa tarea el dominio del lenguaje es fundamental, pero sin perder nunca de vista que la historia es mucho más grande que la herramienta que usemos para contarla. Las historias hablan de personajes y de lo que a los personajes les ocurre y cuando el personaje nos importa, entonces, y no antes, lo que le ocurre nos importa. Por la empatía que establecemos con los personajes, adquieren relevancia los hechos que contamos y las palabras que les hacemos decir. «Siempre nos quedará París» son cuatro palabras vacías e intrascendentes que se convierten en inolvidables porque toda la historia está dedicada a hacernos empatizar con Rick, de tal forma que, al llegar el clímax final, Rick nos importa tanto como cualquiera de nuestra familia, o puede que más, y cuando toma la decisión moral correcta, a pesar de que eso le destroce el corazón, tenemos que agarrarnos a la butaca para no saltar a abrazarlo y consolarlo. Eso es narrar, es crear personajes e inventar acontecimientos que, poco a poco, disimuladamente, nos adentren por un camino que probablemente no hubiéramos recorrido de forma voluntaria, 7 hasta que todo estalle en el gran clímax y la emoción embargue al lector. «¡Emociones!» vuelve a exclamar el cínico. Sí, emociones. Las emociones son extremadamente poderosas. «1984», de Georges Orwell, está considerada una de las novelas más importantes del siglo XX, un estremecedor alegato contra el totalitarismo y en ella, el objetivo principal de los gobernantes es la supresión de las emociones. El delito de la pareja protagonista es amarse, dejarse poseer por la emoción y eso es algo que el poder no debe consentir. Orwell se inspiró en la realidad de los totalitarismos que conocía, el nazismo recientemente derrotado, y el stalinismo triunfante. Los dos se esforzaban por crear «hombres nuevos», que no eran más que los hombres de siempre con sus emociones cuidadosamente manipuladas para sentirse sublimados ante la figura del líder. Por eso al poder siempre le incomodan los narradores, los creadores de emociones: son competencia y, como mínimo, estorban. Hitler y Stalin fueron censores compulsivos, odiaban especialmente las obras creadoras de emociones; las consideraban «arte degenerado», pero esto no es nuevo. Platón, en el 338 a.C., pidió a los gobernantes de Atenas que expulsaran de la ciudad a todos los poetas y cuentacuentos porque los consideraba peligrosos, ya que transmitían ideas a través de las emociones y eso podía obstaculizar el buen gobierno. Como dice Robert McKee «El pensamiento se puede controlar y manipular, pero la emoción tiene su propia voluntad y resulta impredecible». De esta forma, el narrador se convierte en el guardián de la emoción, porque el narrador solo puede crear desde su propio interior, desde ese lugar profundo e íntimo en el que no hay otra cosa que la verdad y por ello, cuando crea desde la honradez de su universo interior no tiene otra alternativa que la verdad, «[...] y en un mundo de mentiras y mentirosos, una obra de arte honrada siempre será un acto de responsabilidad social», citando de nuevo a McKee. Los primeros días del taller son difíciles... incómodos. Los veo sentados ante mí, repletos de ilusión, convencidos de que les voy a enseñar a «escribir». Creen que se trata de tener «un estilo», de contar cosas «originales», de amontonar palabras en definitiva. Mi primera tarea es desmontar todas esas ideas preconcebidas. Cuando esa visión idealizada se enfrenta con la verdadera realidad de lo que significa narrar, de lo que supone crear una historia..., al vislumbrar la auténtica dificultad de la tarea en la que se han embarcado, entonces cunde el agobio y la desilusión. Algunos abandonan, otros, por el contrario, perseveran. Son los que han sido capaces de mirar más allá del abismo que he abierto bajo sus pies, los que logran verse a sí mismos como creadores de emociones y están dispuestos a recorrer el arduo camino que lleva a esa meta. 8 Pasan las semanas y se sucede el ritual, tedioso a veces, de lectura, comentario y nueva lectura. En cada intervención palpo la mejoría. Ellos no lo perciben, pero cada vez los personajes están mejor delineados, las presentaciones nos acercan a los protagonistas de forma más eficaz y las tramas ganan en coherencia... y las emociones se despiertan. Siento la ilusión del padre cuyo bebé deja de gatear e intenta dar los primeros pasos, inseguros y vacilantes. El tiempo se precipita, casi sin sentirlo, hay que empezar (¡ya!) con el relato para el libro. Casi nadie se siente con la fuerza suficiente. Son conscientes, ahora sí, de la dificultad de la empresa. Hay que empujar, convencer, apoyar, aconsejar, sugerir, hasta conseguir que la caras cambien... veo cómo los rictus serios se relajan y las palabras fluyen con menos dificultad... lo están consiguiendo, se han convertido en su propio personaje, han triunfado ante los retos que el autor les ha planteado y esperan el merecido aplauso de su público. Juan Carlos Pereletegui Alicante, junio de 2013 9 Yolanda Domenech. LA DEBÍL Adela era una mujer de treinta y seis años, con trastornos de personalidad, drogadicta y alcohólica. Era una mujer atractiva pero dejada. No trabajaba. Vivía con su novio Julián, en un barrio de Alicante, en el que se conocían todos. Había estado en la casa de mi novio dando fin a la cocaína que sobró del día anterior. No me encontraba bien. Mi novio no era bueno conmigo. Me maltrataba psicológicamente, como dicen en la tele. Nunca me llegó a pegar pero me amenazaba con hacerlo. Yo quería dejarle pero nunca lo hacía. Mi psicólogo dice que soy una dependiente emocional. Estuve toda la mañana sumida en esos pensamientos. A eso del mediodía, me fui al bar a comprar más droga y allí estaba Valentín muy pasado de vueltas. Él me acorraló con agresividad exigiéndome que nos acostásemos. Me atreví a mirarle a la cara y me di cuenta de que le faltaban los colmillos y que tenía las encías podridas. Después empezó a toquetearme los pechos mientras reclamaba la atención de todos los del bar. Continúo burlándose de mí, mientras hizo referencia a mis partes al tiempo que se señalaba las suyas, pero después se le unió otro hombre al que conozco y que creía amigo. Empecé a tener miedo. No sé porque no me defendí. Y eso me roía el alma. No me marché de allí porque esperaba al camello. Cuando vino y me trajo lo mío, fui a mi casa a tomármela. Me sentía mal por lo que había pasado pero sobre todo por no haberle 10 plantado cara a Valentín. Estuve en mi casa, sola, alrededor de tres horas, quería ver a mi novio para contarle lo que me había pasado. Estuve todo el rato paranoica perdida. Salí de casa al encuentro de mi novio, Julián, en el Barrio de Santa Cruz. El tenia 15 años más que yo y un bar. Muy nerviosa le conté lo que había sucedido. Él me ignoró y continuó limpiando la barra como si tal cosa. Estábamos solos. Cuando reclamé su atención me dijo: —Adela, después de acostarte con Paquito todo el barrio se cree con derecho a acostarse contigo. Te han tomado por el pito del Sereno que todo el mundo tiene derecho a tocarlo. ¡Trágate la fama que te has creado¡ ¡No haberte acostado con el cojo! Al que me pones en un compromiso es a mí. ¿Qué quieres? ¿Que me partan la boca? Te pasa lo qué te pasa porque eres una mierda de drogadicta. Eres basura. ¡Saco de mierda! Si no fueras a esos sitios no te pasaría nada, tú tienes la culpa. No reaccione, no me atrevía a hacer nada. Odiaba esa sensación. Pero en el fondo yo no le amaba. ¿Y si lo dejaba? Paquito fue una relación que tuve anterior a mi novio. Es un hombre que tiene la polio y no puede mantenerse en pie sino es con la ayuda de sus muletas. Duró muy poco la historia, dos semanas de borracheras, él me dio afecto y ahora somos amigos íntimos. Pero me avergonzaba de mi historia con Paquito, mi novio y la gente del barrio me habían hecho que me avergonzará o me habían abierto los ojos. Entro en el bar mi amigo Carlos y le conté lo sucedido y me dijo: Como una tía de treinta y seis años permite que le toquen las tetas. A ver dicho que no. Mi amigo también había dado en el quid de la cuestión .Yo no entendía cómo había llegado a semejante estado era como un saco de harina al que golpean y no devuelve el golpe. Yo quería ser un muelle. Era viernes y se celebraban Carnavales había que estar contento a la fuerza. Yo tenía el bajón de la coca. Me sentía mal, muy mal. Fui a mi casa, me fume dos canutos y me metí en la cama. A la mañana siguiente había quedado con Paquito y con María en la terraza del mercado para tomarnos unas cervezas. Le conté todo lo sucedido el día anterior y lo mal que encontraba. Estábamos sentados cuando a mis espaldas apareció Valentín y dijo algo sobre el billar. Paquito le dijo: —¡Oye tú! Respeta a mis amigas, Respondió Valentín: —Es que ahora te dedicas a defender a los pobres. Pero el malnacido se fue. Paquito dijo: —Yo te amo, por eso te he defendido, el otro, tu novio, te quiere para lo que te quiere. Tú no haces caso de la gente que te aprecia. 11 No es verdad que Paquito me amará, sólo había encontrado una boba que se había metido con él en la cama. María dijo: —Si me lo hubiera hecho a mí le hubiera soltado dos sopapos que se hubiera ido caliente. ¡Vamos! —Adela tienes que cuidar de ti misma porque nadie puede hacerlo por ti. No hay que dejarse atropellar. Paquito añadió: —Valentín sabía muy bien con quién se metía. Ella es una bendita. Estas últimas palabras calaron en mí profundamente, me agredían porque yo no me defendía. No tenía coraje. Todos, incluido Paquito, abusan de mí. Sentía vergüenza de mi misma, así que me quería ir a mi casa. Al despedirme le dije a María: —Me gustaría ser como tú, te haces respetar. Ella me dijo: —Adela, por favor, cuídate. Lo siguiente que recuerdo es que estaba en la cocina cogí el cuchillo de cortar carne y me lo metí en el bolso .Estaba llena de rabia y odio hacia todas las personas que me habían hecho daño. Yo era buena y me habían tomado por tonta. Sentía que el ataque del día anterior continuaba. Me sentía amenazada también. Llegué al bar donde compraba la droga. Allí estaba Valentín hablando a gritos como tenía por costumbre. Me ignoró. Ya no le divertía. Me acerque a su lado. Le grite: —Hijo de puta, no tienes ningún derecho a humillarme. Siguió ignorándome Me llené de ira. Me despreciaba .Me pareció verle una ligera sonrisa como una burla. Saque inmediatamente el cuchillo del bolso. Se lo clave varias veces en el hígado. Murió allí mismo. Recupere mi dignidad. Me defendí. 12 Chari Barreto Ruiz es educadora infantil y nació en Alicante hace algunas décadas. Aprendió a leer cuando sólo contaba tres años y a escribir con tres y medio. Desde ese momento se dejó seducir por la magia de las palabras, de tal modo que dedicaba a la lectura el tiempo que otros niños emplean en sus juegos. Escribe cuentos infantiles, poemas y microrelatos y encuentra inspiración para los mismos en los recuerdos de su infancia y en las experiencias compartidas con sus alumnos, sobrinas y con su perrita Fibi. Las voces de la lluvia I – PRIMERA VOZ: CRISTINA Cuando apenas contaba cuatro años, la abuela me dijo que las gotas de lluvia eran las lágrimas de los ángeles, que lloraban por los pecados de los hombres. A la abuela le encantaba soltarme este tipo de cosas, aunque supiera de sobra que no las iba a entender. Si bien en aquel momento no capté todo el significado de la frase, recuerdo que me sentí apenada. Me pareció terrible que los pobres ángeles se sintieran tan desconsolados como para pasar horas y horas sollozando sin parar. No me extraña que, a partir de entonces, la lluvia se convirtiese para mí en sinónimo de dolor y aflicción. Su aparición solía provocarme un desasosiego desproporcionado. Supongo que, sin saberlo, asociaba los chubascos con un malestar emocional que se traducía en intranquilidad y tristeza. Con el tiempo llegué a convencerme de que cada llovizna, cada chaparrón era precursor de un acontecimiento desagradable. Al poco de cumplir los siete años mis padres me dijeron que el Señor se había llevado al Cielo a la abuelita. No recuerdo bien las frases que empleó mamá para contármelo, ni el tiempo que le costó conseguir que reaccionara a sus palabras. Sólo recuerdo que sentí como si me golpearan muy fuerte en el pecho, un dolor sordo, un enorme vacío… y que llovía. 13 Viví temiendo y detestando un fenómeno atmosférico tan ordinario como inofensivo, sin disfrutar de la magia que el resto del mundo le otorgaba, pero todo esto cambió cuando conocí a Teresa. Llegó a Salesianas cuando ambas empezábamos tercero de EGB. Yo apenas tenía amigas en el colegio por aquel entonces y Sor Carmeta, que era la bondad personificada, vio en la llegada de Teresa la oportunidad de conseguir que ampliara mi círculo social. Al presentarnos, lo hizo uniendo nuestras manos y diciéndonos que teníamos que cuidar la una de la otra. Desde ese mismo momento nos convertimos en amigas y con el tiempo nos volvimos inseparables. Formábamos una curiosa pareja. Las monjas solían decirnos que parecíamos «el punto y la i». Tere era una de las niñas más bajitas de nuestro curso y estaba bastante regordeta por aquella época, mientras que yo, toda piel y huesos como solía decir mi padre, les sacaba una cabeza al resto de la clase. Resulta chocante que nos llevásemos tan bien siento tan distintas, y no me refiero sólo al aspecto físico. Mi amiga era un torbellino, una auténtica fuerza de la naturaleza (casi como la misma lluvia, aunque sin las connotaciones negativas que le atribuía a ésta); era alegre, fuerte, independiente y decidida. A mí, en cambio, me caracterizaba la tendencia a dejarme atribular por las circunstancias y siempre pequé de tímida y reflexiva. Quizá fuera precisamente el hecho de ser tan diferentes lo que nos unió de ese modo tan especial. Nos complementábamos, de manera que ella aportaba a mi vida una buena dosis de dinamismo mientras que yo me convertía en la voz de su conciencia, su «Pepito Grillo» particular y la conminaba a reflexionar sobre sus actos, evitando que se metiera en problemas. Mi amiga adoraba la lluvia, parecía despertar en ella cierto instinto animal que no llegaba a comprender pero que llegué a apreciar contagiada por su entusiasmo. A su lado aprendí a disfrutar de la belleza de las tormentas. Si llovía mientras estábamos en el colegio, hacíamos carreras con las gotas de agua que se deslizaban por los amplios ventanales del aula, ajenas a las explicaciones y al mal genio de Sor Esperanza y luego, a la salida, cuando las monjas ya no podían vernos, cerrábamos los paraguas que nuestras previsoras madres nos habían colocado en la cartera y hacíamos el camino de vuelta a casa chapoteando en los charcos y emulando a Gene Kelly en «Cantando bajo la lluvia». Si el aguacero nos pillaba juntas en una de nuestras casas, nos acurrucábamos bajo una manta, con las narices pegadas a una ventana, y nos dedicábamos a contar los segundos transcurridos entre trueno y trueno, con la esperanza de que la borrasca durase horas y nos permitiese pasar juntas el mayor tiempo posible. Mi amiga y yo seguimos estudiando juntas hasta que tuvimos que elegir la rama de nuestras respectivas carreras. Ella decidió estudiar ciencias económicas mientras que yo me 14 decanté por magisterio; siempre se me dieron bien los niños y quería convertirme en profesora, como lo fue la abuela. A pesar de que los estudios nos llevaron por caminos separados jamás llegamos a distanciarnos. Compartimos muchos momentos felices y primeras experiencias, como la llegada del primer amor y la «trágica» pérdida del mismo o el término de la carrera universitaria y la consecución del primer empleo. También luchamos juntas contra la adversidad. Teresa me apoyó mientras me dejaba los nervios preparando las oposiciones y me alentó para que no abandonara; yo estuve a su lado cuando su padre sufrió la angina de pecho que casi le cuesta la vida. Creí que siempre estaríamos juntas, pasara lo que pasara, para apoyarnos y salir adelante, pero la lluvia, que había llegado a convertirse en una compañía amigable y hasta deseada, volvió a mostrarme su rostro más frío y gris: Teresa se marchó una tarde en que parecía haberse desencadenado un nuevo Diluvio Universal. La empresa para la que trabajaba abría una nueva sucursal, nada menos que en Dinamarca, y enviaba a mi amiga para que ocupara el puesto de delegada en las nuevas oficinas. Era una oportunidad de oro para ella y entendí que no quisiera desaprovecharla. Su marcha me dejó vacía y el dolor que sentí sólo puedo compararlo al que experimenté cuando murió la abuelita. Nos despedimos en el aeropuerto, entre abrazos, promesas, lágrimas y una lluvia torrencial. Durante los tres años que han pasado desde entonces nos hemos visto cuando han coincidido nuestras vacaciones y siempre que hemos podido escapar de nuestras respectivas familias. Aun así la echo de menos con demasiada frecuencia. Añoro su alegría, que era capaz de borrar de mi mente todo asomo de preocupación. Mis compañeras en la escuela me dicen que no puedo quejarme, que ahora tenemos Internet. Se supone que debería consolarme poder ver a mi amiga a través de la Web cam, pero no siempre es así. Aunque la cámara me acerca el rostro de Teresa no me da su calor. Esa imagen, fría y lejana, no puede abandonar su confinamiento y materializarse a mi lado para darme un abrazo cuando lo necesito. Hubiera dado cualquier cosa por sentirlo cuando Óscar me dejó y me quedé sumida en una tristeza que me envolvía como una nube de tormenta, pero hube de conformarme con ver la cara preocupado de mi amiga en la pantalla mientras escuchaba el repiqueteo de la lluvia en los cristales de mi ventana. II – SEGUNDA VOZ: FIBI Va a llover, lo presiento. No es sólo que note la humedad en los huesos, es más bien la premonición —manifestada en forma de temblores y escalofríos— de que algo malo va a suceder. Llueve: tenemos problemas. Por de pronto, tengo la certeza de que Cristina va a estar de mal humor y eso siempre me afecta. Tenemos una relación especial, estamos tan unidas que retroalimentamos nuestras emociones. Yo preveo que ella se 15 alterará y eso acaba por ponerme nerviosa. Ella me ve nerviosa y se altera más… y así nos van las cosas. No llego a comprender bien porqué detesta la lluvia de ese modo. A mí no me disgusta el agua en sí (de hecho me encanta chapotear en los charcos, lo he hecho desde que tengo recuerdo) pero me molestan los truenos. Les tengo pánico, me aterrorizan y, cuando los escucho, me bloqueo de tal manera que en lo único en que puedo pensar es en huir de la situación lo más rápido posible y buscar un lugar seguro en el que ocultarme hasta que la tormenta amaine. Si estoy en casa, corro a refugiarme al lugar más oscuro y silencioso. Mi rincón preferido es el baño, aunque también suelo esconderme debajo de la cama. Allí me siento a salvo y puedo esperar plácidamente a que todo haya pasado, tanto el temporal como el humor borrascoso de mi ama. Cuando llueve las cosas se tuercen, eso es un hecho comprobado, y por eso, en cuanto veo caer las primeras gotas, si escucho su tamborileo en las ventanas o tan sólo con olfatear el aroma del agua en el ambiente, me encojo sobre mí misma y me echo a temblar. Si tenemos que salir a pasear bajo el aguacero es aún peor. Imagino que Cristina anticipa el arduo trabajo que tiene por delante: localizar dónde estoy escondida (no suelo ponérselo fácil), ponerme el collar y tirar de mí hasta que llego a la calle entre mis gemidos y sus imprecaciones; luego, esperar hasta que consigo centrarme y me decido a hacer mis necesidades, lo que entre unas cosas y otras me lleva unos diez minutos y, una vez de vuelta a casa, darme una pasada de toallas y secador, hasta que mi abundante pelo queda libre de humedad y mis pulpejos no dejan marca en el suelo. Esto le ocupa un buen rato y a continuación tiene que secar su propio cabello, que es casi tan abundante como el mío aunque, en vez de ser una mezcla de marfil y canela, es todo color caramelo, liso, brillante y tan suave como la mantita en la que me acurruco cada noche. Nuestros ojos también se parecen en cierto modo, aunque los de mi ama tienen forma almendrada y los míos son como dos canicas color miel, o eso es lo que ella dice. Cuando Cristina está de mal humor, y siempre que llueve, parece que cambian de tono, es como si se le llenaran de nubes, nubes de tormenta. Sin embargo cuando está contenta (en los últimos tiempos eso no ha sucedido con demasiada frecuencia) le brillan como estrellas, la expresión le cambia y entonces todo su rostro, de piel tan blanca y suave, resplandece. Los últimos meses han sido complicados para nosotras y eso no ha ayudado demasiado. Primero se fue Óscar y, desde que nos dejó, mi ama apenas sonríe. No sé qué sucedió entre ellos. Un día tuvieron una fuerte pelea y él se marchó de casa. Desde entonces no le he vuelto a ver y es una pena porque me caía muy bien, solía darme chuches a escondidas y eso me tocaba la fibra sensible. Le echo de menos y me apena ver que, desde que desapareció de nuestras vidas, Cristina parece mucho menos feliz. 16 Luego llegó la mudanza. No puedo negar que hemos salido ganando con el cambio pues antes vivíamos en un barrio céntrico, sin apenas zonas en las que pudiésemos jugar a la pelota, y ahora hemos alquilado un apartamento con acceso directo a la playa, donde puedo retozar a mis anchas, pero los días que duró el traslado fueron tan estresantes que aún nos estamos recuperando de ellos. El caso es que en los últimos tiempos mi pobre ama no ha encontrado demasiados motivos de alegría. De hecho diría que sólo la veo sonreír cuando se sienta ante el ordenador. No sé qué verá en la pantalla –no consigo acceder a ella –, ni a quién pertenece la voz que se escucha a través de los altavoces, pero me doy cuenta de que cuando esto sucede Cristina vuelve a ser Cristina y yo me siento la más afortunada de las mascotas. Vuelvo a encontrarme con la joven alegre y confiada que me rescató de la protectora, la que veló para que me recuperara cuando tuve la lesión en la espalda, aunque para ello tuviera que renunciar a un ansiado viaje a Dinamarca, la que me colma de mimos y cuidados a diario… siempre que no llueve. Ya está, mis peores presentimientos se han hecho realidad: está lloviendo. Y yo aún no he dado mi paseo de la noche. Mi ama no me dejará aguantar hasta mañana, eso seguro, aunque yo lo preferiría mil veces. Intento escurrir el bulto, me levanto sin hacer ruido y comienzo a caminar muy despacito por el pasillo hacia el dormitorio, tratando de no llamar su atención, pero no hay suerte, el sonido de mis uñas sobre las baldosas me ha delatado. Ahora querrá sacarme antes de que empiece a caer más fuerte y no habrá nada que pueda hacer para impedirlo. ¡Qué vida de perros! III – TERCERA VOZ: TERESA En esta época del año es raro poder disfrutar de días soleados. Durante los meses de invierno la atmósfera parece volverse más espesa, pesada y cenicienta. No me extraña que los cuentos de Andersen tengan un trasfondo tan triste, éste es un clima que invita a la melancolía. Ayer fue una de esas gloriosas excepciones: el cielo amaneció despejado por completo, sin una sola nube que lo enturbiara y el ambiente pareció aligerarse. Mis compañeros estaban más animados que de costumbre y algunos, pese al frío, se fueron al parque que discurre frente a las oficinas a comerse el bocadillo del almuerzo. Yo en cambio sentía más morriña que de costumbre. Quizá se debiera a que la noche anterior mi ordenador había pasado a mejor vida y me había sido imposible conectar con Cristina. Me sentí frustrada, enferma de melancolía. Parecía sentir sobre mi piel el peso de los tres años que llevo fuera de casa, añorando el tibio sol de mi tierra, a mi familia y, sobre todo, a mi amiga. Cris tiene la impresión de que yo le hago más falta que ella a mí. ¡No sabe cuánto se equivoca! No imagina lo mucho que necesito su sensatez, su ternura… ¡hasta su testarudez! Y, en 17 especial, ese don suyo de mostrarme con claridad lo que debo hacer para solucionar un problema sea de la índole que sea. Esta mañana, no obstante, las cosas han vuelto a la normalidad: el cielo estaba encapotado cuando llegué al trabajo; desde la hora del almuerzo ha estado lloviendo sin tregua y yo, madre de todas las contradicciones, me siento muy, muy feliz. Siempre me ha gustado la lluvia, es cierto, pero me guardaré mucho de atribuirle propiedades mágicas y afirmar que su aparición tiene algo que ver con mi actual estado anímico. ¡Eso sería típico de Cristina! No, lo que sucede es que me ha ocurrido algo bueno de veras y en mi corazón parece brillar el sol. No veo el momento de llegar a casa para llamarla, no quería hacerlo desde el despacho y, con las prisas, me he dejado allí el paraguas. Me estoy dando una buena ducha pero… ¿qué importa? Siempre me ha fascinado pasear bajo la lluvia. IV – CUARTA VOZ Parece que se ha decidido a salir. No sabía si lo haría pero debí suponer que no capitularía con demasiada facilidad. ¡Es tan cabezota! No consiente que su mascota se quede sin paseo, aunque eso suponga tener que enfrentarse a mí. Como de costumbre, no lleva paraguas. Nunca lo coge, creo que también los aborrece y prefiere calarse hasta los huesos. Eso me lleva a pensar que quizá mi presencia no le sea tan desagradable, después de todo. La nuestra ha sido una historia compleja de amor-odio y ha pasado por tantas etapas que a duras penas logro recordarlas. Por eso me cuesta comprender hasta qué punto me detesta o qué siente por mí. Al principio me temía, me creía portadora de malos augurios y eso le daba miedo. Es cierto que estuve presente en algunos momentos dramáticos de su vida, pero se trató de simples casualidades, no hubo nada personal, me limitaba a hacer mi trabajo. Después apareció Teresa, que le enseñó a gozar de mi compañía. Cristina aprendió a disfrutar de mí (y de la vida en general) primero por imitación, pero luego siguiendo sus impulsos, escuchando su propia voz, una voz que siempre había estado ahí, agazapada en su interior, pero a la que nunca había prestado oído. Cuando Teresa se marchó, se llevó consigo gran parte de la seguridad y la alegría de su amiga, y volví a convertirme en la enemiga de ésta. Y así seguimos: me odia, pero se empeña en ponerse ante mí y arrastra consigo a ese pobre animal que también aparenta temerme y que más que un pastor catalán parece un chihuahua melindroso y acobardado. A pesar del clamor de mi propia voz la escucho maldecir. Suele hacerlo cuando está ante mí, es como si quisiera despertar mi furia con sus palabras o desahogar la suya. Tiene un carácter complicado pero no obstante me gusta, en cierto modo me recuerda a mí misma, catártica y poderosa, 18 aunque ella se empeñe en seguir creyendo que es la niña tímida y apocada que Teresa rescató de la oscuridad. No se da cuenta de la fuerza que posee en su interior. Desearía hacérsela ver, darle el empujoncito que necesita para empezar a creer en sí misma pero, por desgracia, eso queda fuera de mi alcance. Después de todo soy, tan sólo, agua. Escucho más imprecaciones mientras la observo. Impaciente, rebusca en el bolso que lleva colgado en bandolera. Por fin encuentra el móvil, lo descuelga y con manos trémulas se lo lleva al oído. Tras escuchar unos instantes, suelta un grito que no sé si es de alegría o de pesar (su perro tampoco parece saberlo, pues se ha escondido detrás de un coche, por si las moscas, y aguarda tan expectante como yo). Pero enseguida lo averiguo. Sus ojos ya no están velados por nubes de tormenta, ahora brillan como estrellas; su expresión ha cambiado y su rostro resplandece. Ríe y llora a la vez y apenas se le entiende lo que dice, aunque en realidad no necesito escuchar sus palabras para saber quién llama y qué es lo que le están diciendo desde el otro lado de la línea. Mientras la contemplo, mis lágrimas uniéndose a las suyas y su voz a mi voz, sé sin lugar a dudas que se trata de una llamada de Teresa anunciándole que vuelve a casa. Fibi también parece haberlo comprendido pues se ha unido a su ama, dando potentes ladridos y meneando la cola sin cesar, en una danza, una danza bajo la lluvia. 19 Jorge Torrente Sánchez es un muchacho de 16 años nacido en Alicante. Estudiante de Ciencias y aspira a estudiar Medicina. Todo el mundo tiene vicios secretos, sucios e inconfesables; pues un vicio hasta ahora sin descubrir de Jorge es escribir. Nunca ha escrito nada tangible hasta la participación en el taller de Escritura Creativa realizado en Alicante gracias al proyecto Aula Abierta. Está muy satisfecho con la realización del taller y sobre todo con su último relato Mensajera que vas a leer a continuación. Espero que te guste. Mensajera Ya eran las doce de la noche. Laura se acostó, el día siguiente tenía instituto y tendría que madrugar. Apagó la luz de su habitación y se metió entre las sábanas. Cerró los ojos cuando, de pronto, escuchó un ruido que provenía de algún rincón de su cuarto. Le hizo caso omiso y abrazó a su almohada. Al minuto volvió a sonar el mismo ruido, solo que esta vez mucho más fuerte. Laura decidió levantarse, se puso sus zapatillas de Metallica, su grupo favorito, y se acercó al lugar de donde provenía el ruido tan desagradable: su armario. Puso su mano sobre el frío pomo de metal y se dispuso a girarlo, pero dudó. «Laura, no seas tan tonta, ¿acaso eres la típica chica de 17 años asustadiza?» No, desde luego no lo era, así que no pensó más y abrió el armario. Allí estaba, un ente blanquecino era el causante de los ruidos. Laura le miró fijamente, normalmente hacían ruidos y luego se iban. Pasaron un par de minutos, Laura empezaba a preocuparse, el ente seguía allí, mirándola con ojos inquisitivos. —Por favor, ayúdame... Todo comenzó el día de la muerte de su abuela. Laura tenía 5 años, pero recuerda ese día con viveza. Recuerda a toda su familia llorando y ella no entendía lo que pasaba. Aquella noche se acostó pronto, pero unos ruidos la despertaron de su sueño: su abuela estaba allí, sentada en su cama. Laura intentó abrazarla, pero sus brazos pasaron a 20 través de ella, entonces, desapareció. Al día siguiente Laura se lo contó a su madre, pero ella no se lo creyó y le dijo que eso significaba que la echaba mucho de menos. Desde entonces, algunas noches entran fantasmas a su habitación, hacen ruidos para captar la atención de Laura y desaparecen. Tras varios años, Laura llegó a la conclusión de que por algún motivo por la noche podía ver fantasmas. Tardó años en acostumbrarse, pero con 17 años las apariciones se habían convertido en una pequeña rutina: venía un fantasma, hacía ruido y se iba. Nada más, bueno, nada más hasta hoy. El día siguiente Laura no atendió en el instituto. No podía concentrarse, solo pensaba en la voz de aquel hombre metido en su armario. Decía que le ayudase, pero Laura no sabía si debía hacerlo o no. En lugar de hacer frente a la situación, Laura volvió a su cama y trató dormirse, ignorando las palabras del fantasma. Ya a la luz del día, cuando pensaba en su reacción se avergonzaba de ella misma, aunque reconocía que aquel fantasma había roto sus esquemas. ¿Por qué le había hablado? ¿Qué era lo que quería? Laura no cesaba de darle vueltas a las dos preguntas, sin hallar respuestas. El único momento de la mañana en el que había puesto los pies en la Tierra era la clase de francés. No os equivoquéis, Laura odiaba francés. ¿Qué le había sacado de su ensimismamiento? La respuesta no era qué, si no quién. Dos filas delante se sentaba Lucas, un chico de su misma edad. De piel blanquecina, algo escuálido y su cabello negro como el azabache brillaba cuando entraba la luz del Sol por la ventana. A Laura le costaba aceptar lo que aquel chico provocaba dentro de ella. Se había autoconvencido de que nunca estarían juntos, eran polos opuestos. Lucas era el chico más popular de la clase, tenía muchísimos amigos y su vida social le mantenía ocupado todas las tardes. En cambio, ella era un bicho raro. No tenía amigas y pasaba todas las tardes encerrada en su cuarto escuchando música heavy. No era la típica adolescente de 17 años, pero tampoco quería serlo. Odiaba el carácter de sus compañeras de clase, tan superficiales y materialistas. Aunque en el fondo Laura envidiaba una cosa de ellas: tenían novio. Últimamente había surgido en ella la necesidad de experimentar cosas nuevas, quería tener novio y que le dijera cosas bonitas como hacían los novios de sus compañeras. Laura estuvo toda la tarde escuchando música a todo volumen, así no oía sus pensamientos. Estaba tumbado en su cama cuando sonó una de las pocas canciones románticas de Metallica. Laura no pudo evitar pensar en Lucas. A pesar de que estaban juntos cuatro horas a la semana, casi no hablaban en clase. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no tardó en quitárselas de la cara. No iba a llorar por un chico, ya estaba harta de pasarlo mal por estar enamorada. Cogió su teléfono, buscó el número de Lucas y le envió un mensaje. —Hola Lucas, soy Laura, de la clase de francés —le costó escribir el mensaje, tenía las manos sudorosas. 21 —Hola Laura, ¿qué quieres? —Lucas no tardó en responder, Laura pensó que tendría el móvil en las manos. Laura no contestó. Justo en el último momento se había arrepentido de enviarle el mensaje, pero él ya lo había leído y respondido. Apagó el móvil y miró por la ventana, pensativa. Se dio cuenta de que estaba anocheciendo y se acordó del fantasma. «Laura, no tengas miedo, aquel fantasma necesitaba ayuda y quizá tú seas la única persona que pueda ayudarle». Se puso el pijama y se metió en su cama, pero no se durmió. Permaneció tensa a la espera de algún indicio que le indicase la presencia del espíritu. Pasados veinte minutos Laura entornó los ojos, fruto del cansancio, cuando escuchó un ruido familiar. Había vuelto a venir. Como la pasada noche, los ruidos provenían del armario, así que Laura se levantó decidida a abrirlo. Esta vez no iba a titubear. Giró el pomo y abrió el armario. Se encontró al fantasma, ahora que pudo fijarse vio que era un señor de edad avanzada y de clase media, por la ropa que llevaba: vestía un traje negro y una camisa blanca, muy bien planchada y limpia. —Por favor, ayúdame —repitió el fantasma, al igual que la noche anterior. —¿Qué quieres? —preguntó Laura, dudaba del espíritu. —Mi nombre es Alfredo, necesito que busques algo por mí. —¿El qué? —a Laura le picaba la curiosidad y ya no desconfiaba del espíritu, parecía buena persona. —Una carta para mi nieto. —¿Y por qué te has molestado tanto en que te escuchara por una simple carta? —No es una simple carta —contestó, algo molesto el fantasma—, es algo más, es un mensaje de despedida. Hace tres meses me diagnosticaron epilepsia. Me recetaron varios medicamentos anticonvulsivos y reposo absoluto. Cuando volví a mi casa, presentí que la muerte seguía mis pasos y le escribí una carta a mi nieto despidiéndome de él, para que le fuera más fácil superar mi muerte. Desgraciadamente tuve lo que los médicos llaman una muerte súbita y no pude dársela. Ahora no puedo irme hasta que lea la carta, porque tengo que asegurarme de que supera mi muerte para que pueda vivir en paz, estábamos muy unidos —a pesar de estar muerto, los ojos de Alfredo brillaban cuando hablaba de su nieto. —Te ayudaré —Laura lo había decidido mientras Alfredo le contaba su historia, no podía dejarle de lado sabiendo que estaba en sus manos la paz del fantasma. —Muchísimas gracias —pequeñas lágrimas caían de los ojos de Alfredo—. Mi nieto es muy importante para mí. —¿Y dónde está la carta? —se hacía ya tarde y Laura estaba muy cansada, le apetecía irse a dormir. —En mi casa. No tendrás problemas para entrar, ya que vivía solo y ahora mis hijos la han puesto en venta. Encontrarás las llaves debajo de la alfombrilla de la puerta principal. Mi casa es un pequeño chalet que se encuentra caminando diez minutos en esa dirección —Alfredo le señaló el este—, no tiene pérdida. 22 —Me lo pensaré —a fin de cuentas, Laura tampoco le debía nada al fantasma y colarse en la casa de alguien era muy arriesgado. El fantasma desapareció dejando a Laura con la duda en su mente. ¿Le ayudaría? No pudo conciliar el sueño, por un lado el deber le decía que tenía que hacerlo, tenía que ayudar al fantasma. Por otro lado el cerebro le decía que era muy peligroso entrar en la casa de un desconocido. Podrían detenerla. Tras una larga lucha interior que duró toda la noche, Laura decidió que iría a buscar la carta. La mañana siguiente transcurrió con normalidad, sin nada que destacar en el instituto. Laura había tenido otra vez francés y otra vez se había quedado embobada con Lucas. Cada día le costaba más superar su presencia. ¿Algún día se armaría de valor para decirle lo que sentía por él? Laura tenía planeado ir a la casa de Alfredo por la tarde, esperaba que estuviera vacía. Después de merendar y hacer los deberes, se puso las zapatillas por si tenía que correr (ella deseaba que todo fuera bien) y se fue de su casa con una misión entre manos. Tras andar durante diez minutos, Laura divisó un jardín y una pequeña vivienda algo alejada de la ciudad. Por los datos que le había dado Alfredo, aquella era su casa. Atravesó el jardín y llegó hasta la puerta principal. Levantó la alfombrilla y ahí estaban las llaves, tal y como Alfredo había dicho. Entró en la casa y comenzó a buscar la carta. La primera habitación que registró fue el salón, miró dentro de los muebles vacíos, pero no encontró la carta. Luego pasó a la cocina y buscó en todos los armarios, pero estaban completamente desiertos. Decidió subir al segundo piso, quizá la carta estaba en el cuarto de Alfredo. A mano derecha encontró una habitación de matrimonio que supuso sería del fantasma. Abrió todos los cajones de la mesita de noche pero la maldita carta no aparecía. Iba a rendirse cuando, por pura casualidad, la vio. La carta estaba sobre una cómoda de madera. ¿Cómo no la había visto antes? La recogió y se dispuso a salir de la casa cuando escuchó voces. Había personas en el piso inferior. Se asomó por las escaleras y pudo ver un hombre de mediana edad trajeado que le hablaba a una pareja más joven. Laura recordó las palabras de Alfredo, la casa estaba en venta y probablemente ahora mismo la estaban mostrando a dos posibles compradores. Laura se quedó paralizada, no sabía qué hacer, pero tenía que pensar algo y rápido, no tardarían en subir a la segunda planta. Laura cerró suavemente la puerta de la habitación de Alfredo y comenzó a pensar: ¿qué podía hacer? Desesperada por la situación, se dejó caer en la cama. «Ojalá pudiera ser invisible, o teletransportarme hasta mi casa». Laura comenzó a divagar pero rápidamente volvió a centrarse. No se le ocurría nada hasta que, sin darse cuenta, le vino la solución a la cabeza. Con la carta en el bolsillo de su chaqueta Laura comenzó a anudar sábanas que había encontrado en una habitación 23 contigua. Abrió la ventana y arrojó las sábanas. Ató bien el extremo a la cama y comenzó su descenso. Bajó sin problemas y se fue corriendo. No quería que la vieran. Dejó las sábanas colgando de la ventana porque le daba igual que las vieran, no encontrarían relación con la chica. Llegó a su casa jadeando, no estaba acostumbrada a hacer ejercicio y una carrera de diez minutos la había agotado. Subió a su habitación y cogió la carta. ¿Iba a leerla? Laura la acercó más, empezó a abrir el sobre... Decidió no hacerlo. Al fin y al cabo no era asunto suyo. Esperó a que se hiciera de noche mientras se preguntaba una y otra vez qué pondría en la carta. «Quizá solo es una carta de despedida. O quizá hay un mapa con un tesoro. O una herencia millonaria.» Le divertía pensar en situaciones absurdas, así pasaba el rato hasta que viniese Alfredo. Tras esperar una hora, apareció. Ya no estaba asustada ni desconfiaba de él, había verificado su historia y la prueba de todo era la carta. —Aquí está la carta —Laura se la mostró. —Muchas gracias. Por fin podré irme en paz. Espero que no te haya causado demasiados problemas. —No muchos —ésa no era la verdad, pero no quería que Alfredo se preocupase, al fin y al cabo no había resultado herida ni malparada—. ¿Y ahora qué? —Los sábados por la mañana mi nieto juega al fútbol en el parque. Le reconocerás porque lleva el número once en su camiseta. Dale la carta y dile que es de su abuelo, que no pudo despedirse de él. Si desconfía de ti, insístele en que la lea y lo entenderá. Muchas gracias otra vez —exclamó el fantasma y se esfumó. Laura se puso el pijama y se acostó, mañana todo terminaría. Se despertó temprano, ya que entrenan muy pronto. Se vistió y se dirigió al parque. Estaba nerviosa, nunca había hecho este tipo de cosas. «¿Y si me mira mal? ¿Qué pasaría si piensa que estoy loca? Y lo peor de todo, ¿llamará a la policía?» Casi sin darse cuenta, mientras se formulaba estas preguntas llegó al parque. Tuvo que andar un minuto más, ya que el parque era muy amplio y el campo de fútbol estaba al otro lado. Cuando llegó vio que, tal y como Alfredo le dijo, estaban jugando al fútbol. Vio a varios chicos que conocía, aunque la mayoría eran desconocidos. Vio la camiseta con el número once. La llevaba un chico delgado y con el pelo muy oscuro. Cuando se dio la vuelta, Laura no pudo creérselo. Era Lucas. En ese momento Laura tuvo ganas de salir corriendo de allí. No podía darle la carta. Ya estaba segura de que le costaría, pero seguro que si el chico era Lucas le iba a resultar imposible. Si no podía ni mirarle a la cara en clase, ¿cómo podría decirle que tenía una carta de su abuelo para él? Acabaron de jugar y Lucas la vio. Ya no había vuelta atrás, no podía salir corriendo. —Hola Lucas —dijo con voz temblorosa. 24 —Hola Laura, ¿qué haces tú por aquí? —Pues tenía que hablar contigo —Laura tenía las manos sudorosas, en su mochila llevaba guardada la carta. —¿Conmigo? ¿De qué? —No creas que estoy loca ni nada por el estilo —Laura se ruborizó, quizá no debería haber empezado así—. Pero tengo una carta para ti. Una carta de tu abuelo. —¿De mi abuelo? Laura, mi abuelo ha muerto. ¿Qué clase de broma es ésta? —Lucas empezaba a estar molesto, no había superado completamente su muerte. —Sí. No es ninguna broma Lucas. Desde pequeña yo... Puedo ver fantasmas —Lucas se alejó instintivamente de ella, pero no se fue, eso era buena señal—, es verdad. Hace un par de días vi a tu abuelo y me pidió que fuera a su casa y cogiera una carta que había escrito para su nieto, ya que no pudo entregársela él mismo. —Espera —Lucas le cortó a mitad del discurso—, ¿has entrado en la casa de mi abuelo? —aquello era la gota que colmaba el vaso. —Sí, pero solo cogí la carta y me fui. De verdad, Lucas, tienes que creerme. —¿Cómo voy a creerte? Estás loca —Lucas dio media vuelta y comenzó a andar, pero Laura le cogió de la mano. —Al menos coge la carta y léela —Laura la sacó rápidamente de la mochila y se la entregó. Lucas abrió el sobre y comenzó a leer: Querido Lucas, quiero que sepas que te quiero muchísimo. Escribo esta carta para despedirme de ti, cuando leas esta carta ya me habré ido. Quiero contarte una historia. Cuando era joven, más o menos de tu edad, tenía una novia. Se llamaba Ana y era preciosa. Los dos estábamos locamente enamorados. Ya pensábamos en nuestra futura boda e incluso pensábamos cómo serían nuestros hijos. Pero había un problema, el cacique de nuestro pueblo estaba enamorado de ella. Al principio comenzó con amenazas, quería quitarme a Ana. Más tarde comenzó a subir la hipoteca de su familia. No quería cedérsela, aunque tampoco podía ver cómo su familia se iba empobreciendo lentamente. La situación llegó a un punto insostenible. Subió tanto la hipoteca que no podían pagarla, así que dejé que Ana se casase con el cacique. Tomé la decisión más sabia, a pesar de que mi corazón me decía lo contrario. Desde pequeño he tenido un sentido agudo para la justicia, no podía soportar que alguien delinquiera y quedase impune. Así que, alentado por mi situación, decidí estudiar Derecho. Quería recuperarla y además ayudar a gente con problemas parecidos. Alguien debía defender a la gente del pueblo, pero llegó la Guerra Civil y tuve que ir a la mili. Cuando volví debía ocuparme de mis padres y ganar el sustento para mi familia, así que no pude estudiar. Más tarde conocí a tu abuela, de la que me enamoré a primera vista y tuvimos al poco tiempo a tu madre. 25 Te cuento esta historia porque veo en ti la oportunidad que nunca tuve. Eres valiente, honesto y sincero. Me recuerdas a mí de pequeño, por eso quiero decirte que estudies Derecho. Tienes la oportunidad de cambiar las cosas, de poder defender a las personas que te importan y no dejar que algunas personas se aprovechen de otras, como me pasó a mí. Ya sé que tu madre quiere que estudies Ingeniería, pero desde que se escapó de casa a los 18 años porque éramos muy sobreprotectores nos lleva la contraria, a pesar de que hicimos las paces el día que murió tu abuela, que fue precisamente el día que naciste. No debes hacer caso a tu madre, no dejes que influya en tus decisiones, sé que Derecho es tu vocación. Has nacido para defender a las personas. Veo un futuro brillante en ti. Sé que te va a costar asimilar que me haya ido. Pero debes hacerlo. Piensa que sigo vivo en alguna parte de tu corazón. Debes seguir con tu vida. Yo siempre estaré contigo y te vigilaré desde el cielo, en una estrella. Te quiere, Tu abuelo El papel de la carta se empapó por las lágrimas de Lucas. Laura esperaba a su lado y trataba de consolarle. Se limpió las lágrimas con la manga de la camiseta y miró a Laura. —Muchas gracias. Siento no haber confiado en ti. —Tranquilo, lo importante es que la has leído. Ahora tu abuelo podrá ir en paz. ¿Amigos? —por primera vez, Lucas se fijó en su compañera de clase. Su sonrisa era deslumbrante y, debajo de su actitud misteriosa, se escondía una gran persona. Lucas se acercó a Laura y la besó. Tres años más tarde, Lucas y Laura salen juntos a mirar las estrellas. Ella sabe que él echa de menos a su abuelo, pero ha pasado página. Laura es muy feliz con Lucas, que está estudiando Derecho. Su vida va viento en popa. Una noche de verano, Laura estaba durmiendo en su cama, cuando, de pronto, un ruido provino del armario. Se acercó y lo abrió. Dentro había una niña pequeña, con una piruleta en la mano y un vestido rosa. Se acercó a Laura y le dijo: «Ayúdame». 26 Mamen Llavador. Nace un 28 de Agosto en Alicante. Estudia secretariado y ejerce como auxiliar administrativo. Escribe cuento y rima infantil (CUENTOS A PAU) de los cuales tiene una extensa obra y ganado en dos ocasiones el premio de relato corto «Cachivaches». Ha publicado en diversas ediciones colectivas como «Relatos del taller literario Alezeia» del Instituto Juan Gil Albert; «Palabras», «Versos y cuentos desde el otoño» y «Soledad de Soledades» de la Universidad de Alicante y «Cosecha negra», de la Editorial Agua Clara. Cotidianidad El calor en el patio interior sube y baja internándose por las galerías hasta asfixiar las gargantas, mientras una transpiración pringosa resbala por la piel. A las siete menos cuarto suena el despertador al mismo tiempo que los vecinos comienzan sus cuitas asomados a las ventanas. Nuria prepara su café. —¡Ana! ¿Viste ayer la final? —¡Menudos golazos, de los que marcan historia! —¡¡¡Jesúuus!!! ¿Estás despiertooo? Macho, anoche te libraste de una buena, vinieron los maderos, nos birlaron el botellón y por poco nos empaquetan. Nuria posa con furia la cafetera a punto de cargarse la vitro. Le estallan las sienes. Se las oprime acodándose sobre la encimera: «No tendría yo la suerte de que me tocase la lotería para comprarme una casa lejos de todo el mundo, sin vecinos, sin nada que escuchar. Qué harta estoy, no la dejan a una ni descansar. Qué asco de vida, el día menos pensado exploto» El sonido de la cafetera interrumpe por unos instantes su mascullar: «...Que una tenga que irse a trabajar con este calor y a medio dormir. No es justo, no señor» En esos momentos dirige la mirada hacia la puerta de la cocina. Su marido le está dando los buenos días abriendo los brazos en cruz y bostezando a placer. 27 —Tú sí qué eres feliz, lo mismo te dan treinta que cuarenta. ¡Vaya una dicha la tuya! ¡Si supieras lo que te envidio! Qué más te da a ti que yo duerma o no, para lo que te importo; pues te lo digo Paco, cada día se me hace más insoportable vivir en esta casa, o nos mudamos o no sé lo que va a ser de mí. —¡Leches, Nuria! Vaya unos buenos días que me das. Me gustaría saber qué mosca es la que te pica cada mañana, porque siempre te levantas con el mismo humor. Es la menopausia, porque de días críticos nada de nada —dice socarronamente sabiendo que con ello la saca de quicio. Mientras Nuria vierte el café en la taza le lanza una mirada de hiena, sin apartarle la vista comienza a beber sorbo a sorbo soplando de vez en cuando para no quemarse. Sin perderle el rastro hace como que no lo mira pero continúa con el rabillo del ojo observando rabiosa cómo trastea por la cocina, de pronto, detiene su inspección para recrearse en la carne flácida y los restos débiles y encrespados de lo que un día fuera una mata de pelo. El olor corporal de recién levantado va adueñándose de la cocina. Nuria avanza la nariz husmeando para corroborar que no ha pasado por el baño. Por último advierte la metamorfosis sufrida por ese cuerpo a causa de la cerveza y la falta de ejercicio. Lo mira con indiferencia y se habla así misma: «Hijo mío, cada día me decepcionas más. La verdad es que no me explico que hago viviendo contigo, con el perro, con el gato, con tu madre, y con los pelos que vais dejando por todas partes. Voy a tener que tomar jalea de malta para expulsar la bola que debo tener almacenada en el estómago. ¡Dios, cuánto me gustaría ser libre!». Tiene la mirada fija, como imantada, persiguiendo sus movimientos. Sin apartarla continua con su monólogo interior: «Lo cierto es que no te aguanto, tu simpleza se me hace insoportable. ¡Qué aburrimiento de vida! Y mírale, más tranquilo que un desfile de caracoles, dirás que se inmuta por algo. Anda hijo, qué bien me apañé el día que dije "Sí, quiero"». Según avanza en sus reflexiones su excitación va en aumento, ya ni le pasa el café por la garganta. Le arden los ojos de rabia mientras aprisiona el asa de la taza como queriendo estrangularla. «¡Si al menos tuviésemos aire acondicionado! Todo el mundo lo tiene menos nosotros porque al señor no le agrada, y yo a aguantarme. Hasta en el centro de salud he visto un cartel donde lo aconsejan para paliar estas temperaturas extremas. Está claro que no conocen a mi marido "Un ventilador es más sano" me dice. Vamos, que no se lo cree ni él. Eso antes, que eran muy sufridos porque no conocían los avances de la ciencia pero ahora…» Nuria deja caer la taza en el fregadero provocando un golpe. Su marido se sobresalta: «Joder Nuria que te vas a cargar la taza, pon más cuidado que no es de goma» «¡Vaya, quién habló, que su casa honró! » contesta Nuria con ironía. 28 Mientras saca el tupperware del frigorífico con la comida preparada para llevársela al trabajo sigue monologando, ahora con los labios prietos para que la rabia no se le escape: «¡Uy!, tu madre se quedó a gusto cuando te parió. ¡Hijo, qué tranquilidad la tuya, me pones a tope! ¿Por qué? ¿Por qué me pasan a mí estas cosas? ¿Por qué? Porque no soy capaz de mandar todo a la mierda, por eso. Porque no tengo la valentía de separarme, o de desaparecer sin dejar rastro yéndome lejos de este asqueroso agujero. Por eso me pasa lo que me pasa, por idiota, por no decidirme a rehacer mi vida, pero es que si lo hiciera es capaz de remover cielo y tierra para encontrarme. Es tan inútil el pobre que se siente perdido si le cambio los calcetines de sitio, y además un desastre en la cocina, a estas alturas no sabe ni poner la sartén al fuego sin que se le queme el aceite». Nuria ha terminado de preparar la bolsa con la comida y se está calzando mientras los pensamientos martillean su cabeza: «Si me lo propusiera podría envenenarlo, ni se daría cuenta, todo es cuestión de saturarlo a colesterol y, en un plis plas, lo mando al otro mundo». No, eso no quería pensarlo. El inconsciente enajenado se ha filtrado en su disparatado monólogo y espantada retrocede con el pensamiento: «Pero... ¿qué me digo? Dios mío, qué barbaridades se me ocurren. Vaya un disparate que acabo de pensar. Como siga así terminaré en el psiquiátrico de La Santa Faz». Se retrasaba y perdería el autobús. Bajó las escaleras precipitadamente, sin detenerse a tomar el ascensor, pero al llegar al portal se percató de que no había cogido ni las llaves ni el móvil. Más acelerada aún retomó los escalones subiéndolos de dos en dos. Llamaba insistentemente al timbre aporreando al mismo tiempo la puerta cuando le sobrevino una taquicardia repentina. Envuelta en resudor frío la encontró Paco al abrir. Se hallaba apoyada contra la pared, su faz demudada, mientras se oprimía el corazón con ambas manos. «Debió asustarse al verme en aquel estado porque no me hizo ninguna pregunta sino que sin mediar palabra me llevó con delicadeza al dormitorio recostándome sobre la almohada doblada y yo entonces me arrepentí de las atrocidades que había pensado. Con un hilo de voz le rogué que llamase al trabajo disculpándome». Paco estaba acostumbrado a ese tipo de crisis nerviosas, últimamente solían presentársele con frecuencia así que, después de llamar al trabajo y cambiar la tierra al gato, cogió al perro y salió a la calle con el ánimo de volver tarde, su madre no lo necesitaba, le correspondía el turno a su hermana: «Cuanto más tiempo fuera mejor» se dijo. A su mente acudieron las fantasías que Nuria iba contando a los amigos sobre su próxima mudanza. La pobre ni se imaginaba que él andaba indeciso entre divorciarse o no, pero no sabía cómo plantearle la situación. Estaba harto de sus impertinencias, de su mal carácter, de sus manías de 29 grandeza. ¡Ni más ni menos que un adosado, con los recortes arriesgar su pensión. De momento no le habían incrementado la carestía de vida. ¿Y ella? El día menos pensado la ponían de patitas en la calle con esto de las privatizaciones. ¡Qué locura! ¡Un adosado y en primera línea de playa! ¡Cómo que allí iba ella a encontrar la tan ansiada paz! La paz la encontraría bajo el cristal del ataúd. ¿Es que esta mujer no se da cuenta de la realidad? ¿No tenían ya bastantes deudas? ¿Es que pensaba que él, a sus años, iba a entramparse con otra hipoteca? Si no fuese tan despilfarradora, — «compradora compulsiva le habían diagnosticado»— podrían haber vivido con holgura. «Ya estoy harto de que me mortifique las veinticuatro horas del día. Me ha saturado con tanta gilipollez que parezco idiota». Paco reconocía que él no colaboraba mucho en la casa, pero no era para que Nuria se pusiese hecha un basilisco cada vez que llegaba y no encontraba las cosas a su gusto. Él se esmeraba en hacerlo lo mejor posible, no lo habían preparado para estos quehaceres y se esforzaba al máximo. Además lo tenía coartado, con un tapón en la boca, y que no se le ocurriese ni por asomo mentar el fútbol... Después de todo él estaba jubilado, le enviaban el sueldo a casa, tenía derecho a disfrutar. «Ya has trabajado bastante», le dijeron en la empresa. No le supo mal aquella forma de reajuste. Aún era que estaba realizando el gobierno de Rajoy, como para joven, tenía mucha vida por delante y ahora podría, si no fuese por Nuria, hacer todo aquello que había dejado pendiente. Pero ella se lo tomó muy a pecho, aún recordaba sus palabras: «Menuda manera de crear puestos de trabajo, os echan a la calle y no entra ni Cristo. Así va a rejuvenecer la plantilla el nido de alacranes que es la multinacional. Si yo lo sé, a mí no me engañan tan fácilmente como a ti, la finalidad es deshacerse de los empleados. ¡Ah! Si no hubieses invertido el dinero en aquellos bonos, ahora podríamos disfrutar a lo grande. ¡Pero hijo, es que no tienes visión de futuro, tú a guardar y a guardar, para que los cuatro sinvergüenzas se lleven nuestro dinero a los paraísos fiscales». «Lo mejor para los dos será divorciarse y que cada uno rehaga su vida» , pensaba Paco. «¡Ah!, pero cualquiera se atreve, con el genio que se gasta. Algunos días se me pasa por la cabeza matarla. No sería difícil, cuestión de cianuro en el café. Todos conocen su mal carácter. No resultaría extraño que quisiera suicidarse. Últimamente anda desquiciada ni lo pondrían en tela de juicio. Los vecinos no vacilarían en apoyar mi versión. ¡Pero qué barbaridades se me ocurren! Como siga así acabaré en el psiquiátrico de La Santa Faz». 30 María Teresa Cloquell Martín, nació en Alicante un ocho de abril de 1966. Desde pequeña siempre le gustó escribir y ya de adulta se ha presentado a varios concursos literarios en Internet (con amigos) habiendo ganado alguno. También le apasiona la pintura. Pinta al óleo y ha expuesto alguno de sus cuadros. Sentimientos frente a la luna Cuando llegaba a mi casa después de una dura jornada de trabajo, observaba la luna brillante y contemplaba todo el ambiente que se abría ante mis ojos. Me gustaba salir al porche del chalet con un vermouth, unas aceitunas, patatas, mejillones o lo que se terciara, para tener o intentar tener un dialogo íntimo y personal con ella, y aunque supiera que no me iba a responder, como es lógico, siempre le hacía preguntas. Sobre todo eran preguntas hacia mí misma que me llevaban a reflexionar sobre mi vida personal, y porqué no, también laboral, pero en especial en lo que se refería al amor, que parecía que no fuera a llegar nunca a mi vida; no es que no hubiera habido hombres en ella, pero no habían sido lo suficientemente importantes como para llenarme el corazón y quedarse conmigo. PRIMER SENTIMIENTO EN UNA NOCHE DE VERANO Allí estaba yo, con un pareo, bañador y una copa, dispuesta a enfrentarme a la luna con una pregunta en concreto. He de decir que mis sentimientos en aquellos momentos eran acordes con la estación en que nos encontrábamos, más bien alegre, a pesar de lo duro de las jornadas laborales. Pero como decía, aquella noche estaba dispuesta a hacerle una pregunta en particular a la luna y fue la siguiente: ¿Debo seguir persiguiendo al amor? 31 Era una pregunta muy directa, pero apasionante, porque con cuarenta y nueve años ninguna de mis relaciones me había llenado. La luna parecía decirme que era una lucha entre mi ambición profesional y mi vida personal, y en eso ella tenía toda la razón. Había puesto hasta ahora demasiado en mi profesión. Casi nunca salía de fiesta, porque siempre me traía a casa trabajo para terminar y era una excusa, lo sé, para no ligar y que alguno cayera. Eso tenía que acabar, parecía decirme la luna, y en aquel momento, me dije que sí, que tenía que salir más y buscar lo que siempre estaba anhelando: el amor. En medio de aquella noche de verano, yo meditabunda y absorta como una tonta mirando el cielo, de repente me sentí observada; me di cuenta de que mi vecino debía de llevar como un rato mirándome y eso me hizo sonrojarme, y él, ante mi sonrojo y rubor, se rió. Me invitó a dar un paseo bajo la luz de la luna, de modo que cogí a mi perro y los tres nos dispusimos a dar aquel paseo. Al volver le di las gracias y después se las di a la luna por una velada agradable; ella pareció decirme que buscara mas noches como aquella y sonreí. SEGUNDO SENTIMIENTO EN UNA NOCHE DE OTOÑO Mi mente estaba llena de tristeza, y ésta acompañaba a una tarde desapacible donde la lluvia no había cesado, pero también se dejaba ver la luz de la luna entre las nubes y pensaba que ojalá cuando llegara a casa el chaparrón se hubiera disipado para dejarme contemplar su luz. A mi vecino Sadoc también le gustaba la luz de ésta, le parecía mágica y de una belleza extraordinaria y puesto que los dos controlamos las lunas llenas, varios días antes me había invitado a cenar a su casa y, si no llovía, pasear con nuestros respectivos perros. Pero qué fatalidad, a última hora tuve que retrasarme un poco más de lo previsto; tenía que terminar un informe para mi superior que últimamente me agobiaba en exceso de trabajo y la pregunta que le pensaba hacer a la luna precisamente tenía que ver con mi jefe, y era la siguiente: ¿Qué se hace frente a un jefe que te llena cada vez más y más de tareas? Era algo que no ocurría sólo conmigo, si no era algo general; nos explotaba y exprimía al máximo. Aquello era insoportable. Un buen compañero me había propuesto cambiar de trabajo, pero no me encontraba con la suficiente seguridad para ello; la luna, como siempre, decidiría. Al menos la cena con Sadoc fue muy agradable y amena y descubrí algo en él que me gusto; escribía poesía en sus ratos libres, y curiosamente era siempre sobre la luz de la luna; eran preciosas. Como había dejado de llover, paseamos y nos contamos nuestras cosas; parecía que no sólo había encontrado a la luna como compañera de mis confidencias y dudas, si no que aquel vecino también me ayudaba a sentirme bien y segura como en mucho tiempo no me sentía, era estupendo. 32 Al regresar me senté en el porche de casa y todavía la contemplé brillar en el cielo durante unos minutos, los justos para saber dos cosas: una, me estaba enamorando sin darme cuenta, y la luna parecía hasta sonreír; y dos, al día siguiente reuniría a unos cuantos compañeros para hacer fuerza frente a un jefe explotador. TERCER SENTIMIENTO FRENTE A LA LUNA EN UNA NOCHE DE INVIERNO Mis sentimientos en invierno siempre eran de una total nostalgia de la primavera, que era la estación que, sin duda, más me agradaba de todas. Hacía un frío intenso en la ciudad, salir a la calle suponía un esfuerzo tremendo, pero los mensajes de Wassap de Sadoc y la venida del nuevo jefe (o bueno, también podía ser jefa), llenaban de calor y emoción aquella mañana fría de lunes. Por fin me había embarcado en la aventura del amor y aunque todo marchaba muy bien, siempre me preguntaba lo mismo: ¿DURARÍA PARA SIEMPRE ESTE ROMANCE? ¿ME LLEVARÍA BIEN CON EL NUEVO JEFE? Esas eran las dos preguntas que hoy le haría a la luna y, porque no, a él, no tenía porqué tener miedo. El primer acontecimiento esperado en aquella mañana, fue alrededor del mediodía; mi nuevo superior era una mujer, debería tener mi edad y no parecía a simple vista explotadora, en fin, veríamos como transcurría la semana tras su llegada. Estaba muy contenta por el hecho de que fuera mujer. Por la noche y con el trabajo finalizado, mi chico vino a buscarme a la oficina para llevarme a cenar a un restaurante y tomar algo; según él los paseos por la playa a la luz de la luna eran muy bonitos, sí, pero había que cambiar de vez en cuando, y aunque no me apetecía especialmente porque aquella noche era luna llena, no iba a discutir ni a contradecirle, siempre se podía disfrutar de ella antes o después. Disfrutamos de una amena cena, italiana, la favorita de Sadoc, en un buen restaurante; después fuimos a un Pub cercano a tomar una copa y allí nos encontramos con una pareja de compañeros de él; entre unas cosas y otras se nos hicieron las cuatro de la mañana, cogimos el coche, pero vi que no se dirigía a casa, no, fuimos a una playa de rocas y allí contemplamos la luna bella y llena, mientras él me susurraba una bella poesía al oído, y así vimos marcharse a la luna y vino el amanecer. Yo no le había preguntado nada a ésta, pero para qué estropear una noche de invierno, bonita, llena de amor, con preguntas a la luna: ya habría tiempo. CUARTO SENTIMIENTO EN UNA NOCHE DE PRIMAVERA La primavera había inundado mi jardín de flores preciosas que daban vida a mi casa y mi carácter se había vuelto más 33 alegre y dicharachero. Aunque había una contradicción en aquel sentimiento feliz; Sadoc llevaba fuera un mes por trabajo, en Nueva York y todavía faltaba otro mes para su regreso, pero mi jefa no hacía más que celebrar fiestas en su casa y a mí me había nombrado directora de Departamento, con un equipo de diez personas a mi cargo, y debía de acudir a todas esas veladas, aunque sabía que en cuanto él volviera buscaría una excusa para no asistir. Al llegar a casa, tenia dos llamadas suyas en el contestador, me decía que me había sacado billete para ir a Nueva York, a pasar unos días con él, pero yo tenía un problema y serio, me daba miedo volar; y allí me encontraba yo frente a la luna y los dos perros preguntándole a ella ¿qué debo hacer al respecto? Y sin querer, acurrucada en una manta fina, me quedé dormida mirando el cielo y con mi duda. Al día siguiente, medio amodorrada en la terraza y con algo de frío en el cuerpo por haberme quedado dormida fuera, la incógnita seguía en mi cabeza ¿Volaba a Nueva York y vencía mi miedo? Pero aquel interrogante tenía que eliminarlo de mi mente, debía de apresurarme si quería llegar al despacho puntual. Durante la jornada y aunque puestos todos mis sentidos como siempre en mi trabajo, no dejaba de pensar en si volar o no para ir a su encuentro y de paso vencer mi miedo al avión. De vuelta a casa, de noche ya que mi jefa organizó a última hora una reunión de trabajo y acabé mas tarde de lo previsto, no dejaba de pensar en Sadoc y en el avión, y cómo demonios le explicaría que tenía miedo a volar y que se me hacía muy cuesta arriba, aunque también es cierto que se merecía que superara aquel temor y volara hacia él. De modo que al llegar a casa y todavía bastante alterada por lo que iba a hacer, me senté delante del ordenador y confirmé un vuelo para dos días después destino Nueva York y le mandé un mail explicándole que iría, pero que me costaba volar más de lo que se imaginaba, pero que a pesar de eso mis ganas de verle eran enormes y asumiría el reto. También le mande un mail a mi jefa contándole que me tenía que marchar unos días al extranjero por causas personales y que a mi vuelta le explicaría con detalle lo que me había llevado hasta la ciudad de los rascacielos. A los diez minutos tuve contestación de los dos: mi jefa me dijo que me daba no más de una semana y Sadoc me contestó que sabía que mi miedo era el avión, pero que si no iba tardaría un largo mes todavía en verle y que no superaría una fobia tonta e inexplicable que podía vencer con un poco de voluntad y ese era el momento. De modo que con esta idea, apagué el ordenador, me asomé a la terraza y la luz enigmática de la luna me sorprendió y exclame: ¡lo que hace el amor! A los dos días allí estaba yo, en el aeropuerto, con un sudor en las manos insoportable, dos tilas y varias valerianas, que esperaba que me hicieran más tolerables las ocho horas de avión que me quedaban por delante y así tome aquel vuelo que me llevó a la ciudad de los rascacielos y el ansiado 34 encuentro con él. Eso hacía que mis nervios fueran dobles, pero ¡qué más daba!, seguro que merecerían la pena aquellos seis maravillosos días. QUINTO SENTIMIENTO FRENTE A LA LUNA EN UNA NOCHE DE VERANO El verano parecía que se había adelantado por aquel primero de junio, hacía ya bastante calor, pero como estaba tan alegre porque faltaban dos días para el regreso de Sadoc, me importaba muy poco las altas temperaturas que sufríamos, aunque todos mis compañeros de trabajo me lo recordaban continuamente. De repente surgió algo imprevisto, mi jefa me llamó al despacho y aquello hizo que se me aceleraran más los nervios que de por sí ya tenía alterados. Tenía ganas de saber qué demonios querría mi jefa de mí, pero también miedo porque no sabía qué querría decir aquello, si se trataba de una llamada de atención por algo que hubiera hecho mal o algo distinto, no sé, pero estaba completamente intrigada y, porqué no, asustada al mismo tiempo. En medio de todo este suspense, recibí como a media mañana un bonito ramo de flores que no hay que decir de quien era, recordándome que en poco más de un día estaríamos juntos; aquello me animó y me olvidé durante bastante rato de la reunión en el despacho de la jefa y me tomé la mañana para darle mucho impulso a mi trabajo con las diez personas que formaban el equipo que yo dirigía. Acudí al despacho de mi superiora, puntual, lo era desde bien pequeña. Pegué dos suaves golpes en la puerta, me arreglé antes la ropa, eso sí (llevaba un pantalón de vestir con una chaqueta y una camisa de media manga blanca, el pantalón era de color rojo, mi favorito). Cuando me vio entrar, me sonrió, de modo que me tranquilizó bastante. Me senté, me ofreció un cigarro, que acepté y un café al que también dije sí. Cuando me dijo que había decidido trasladarme el próximo invierno a Londres para hacerme cargo de la dirección de las nuevas oficinas de la empresa de Arquitectura para la que llevaba trabajando más de diez años, me quede blanca como la nieve. Al ver mi reacción me preguntó si me pasaba algo, y así era: primero, él regresaba dentro de un día, y dos, tendría que volar otra vez, uf, qué cuesta arriba se me hacía y además el se quedaba aquí, tendría que coger el avión bastante a menudo para poder verle; en fin, mi respuesta, no muy rápida, fue que me lo tenía que pensar; ella me dijo que el puesto merecía la pena, que me lo había ganado y que no debía dejarlo pasar por alto. Así me despedí prometiéndole que en dos días tendría mi respuesta, pero que todavía tenía que asimilarlo y pensar qué hacer. Así transcurrió el resto de la tarde, con todos mis compañeros pasando por mi despacho, felicitándome y diciéndome que no fuera tonta y que no renunciara a esta 35 oportunidad que se abría en mi camino, y era cierto pero ¿qué hacía con Sadoc y con mi vida? Cuando llegué a casa, me esperaban mis dos perros, el mío y el de él meneando la cola y muy contentos de verme, pero no había caído en un detalle: había luz en el salón, y cuando entré, allí estaba él con un aperitivo preparado y con un regalo encima de la mesa, os podéis imaginar mi cara de felicidad. Nos besamos no me acuerdo durante cuanto tiempo, el abrazo fue infinito y creo recordar que dejamos el aperitivo para otro momento y pasamos directamente a la cama. Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien y tan relajadamente, y por un instante olvidé la propuesta de mi jefa de esa misma tarde. Antes o después debía de contárselo, aunque mejor con el desayuno, no quería estropear aquella estupenda bienvenida y maravillosa noche. Por cierto, antes de dormirme vi que había luna llena y la contemplé de una forma distinta por primera vez, parecía muy feliz y yo también lo estaba y abrazada a Sadoc me dormí. A la mañana siguiente, él se despertó antes que yo, y me preparó un desayuno estupendo. Cuando me vio, me besó y me dijo que estaba muy feliz de haber regresado, pero que tenía algo muy importante que decirme, y me reí; él me preguntó por qué me reía, y yo le contesté, que yo también tenía algo muy importante que decirle, de modo que como era un caballero, me dijo que fuera yo la que comenzara. Así lo hice, cuando terminé su cara fue de absoluta alegría, por no decir de inmensa felicidad; yo no entendía nada, de modo que le dije que me explicara porqué se reía y él me dijo que su próximo destino durante un año era Londres y que no sabía como decírmelo, de modo que aquello nos hizo reír a los dos. Desde entonces supe cual iba a ser mi decisión, y lo curioso fue que no la había tomado frente a la luna sino junto a él, más feliz no podía ser. Escuchando el nuevo disco de Sergio Dalma en mi coche y cantando como una loca, me encaminé al despacho dispuesta a decirle a mi jefa que el próximo invierno contaran conmigo, sabía que se iba alegrar por mí, era una persona que desde el primer momento en que llegó a la oficina había contado conmigo. Y allí estaba yo en su despacho y diciéndole que pronto estaría en Londres haciéndome cargo del nuevo despacho de arquitectura, y se alegró, y todos me felicitaron. Pero hubo algo más, de repente apareció Sadoc y delante de todos mis compañeros me pidió que me casara con él. Por supuesto, acepté. Por la noche lo celebramos en casa con compañeros y amigos. Nunca llegué a pensar que una noche de luna diera para tener un final tan feliz. NOCHE ESPECIAL DE LUNA LLENA Ya han pasado siete meses y aún no sé como se las arregló, pero lo hizo: se encargó de organizar nuestra boda que se celebró por la noche en una playa de la costa londinense, y al lado de todos nuestros familiares, amigos y 36 compañeros. Fue una ceremonia preciosa, con dos violinistas y el alcalde de aquel pueblo que nos casó (curiosamente era español, con lo cual los invitados se pudieron enterar de los momentos álgidos de la ceremonia). La luna fue nuestro testigo una vez más, desde luego sabíamos los dos que ésta iba a estar ligada siempre a nuestras vidas, y que intentaríamos inculcar a nuestros gemelos, un niño y una niña que nacerían en unos meses, el significado que ésta tenía, o al menos lo intentaríamos. Ah y nuestros perros fueron padrinos especiales de aquella ceremonia durante la cual no dejaron un solo momento de menear la cola de felicidad. 37 Mª Antonia Redondo Vicente- nació hace sesenta primaveras en Soto de San Esteban (Soria) Desde niña leía todo lo que caía en sus manos, tanto lo hacía, que hasta sentada a la mesa comía y leía a la vez, por supuesto las regañinas de su abuela eran constantes, pero nada impidió que la lectura fuera su fiel compañera de viaje, luego en el internado comenzó a escribir, primero por desahogo y después por el placer que ello le producía, y con la ayuda de algún pequeño premio conseguido, le animaron a continuar escribiendo. Pero por avatares tuvo que hacer un largo paréntesis, y que hasta ahora no se había quebrado. Gracias al taller por darle la oportunidad de dar rienda suelta a su creatividad y cumplir así su pequeño gran sueño. Este relato se lo dedica a Carmen y Rubén, sus hijos, a Belén, Daniel y al bebé que viene en camino, sus queridos nietos. A Ernesto, por brindar su amistad y apoyar durante la creación de este relato. Traspasando pantallas Desde la perspectiva, que le daban las cuatro semanas que llevaba sin noticias de Carlos, Adela se encontraba inquieta, quizás nerviosa, y llena de dudas, todo era nuevo para ella. Las redes sociales siempre le habían dado reparo, porque no las controlaba, nunca le gustaba lo que no podía tener asido, si no del todo, sí en su mayor parte. Solo utilizaba Internet con fines culturales, a través de ello conocía ciudades que de otra forma no podría visitar, su gran pasión era viajar y de ésta manera lo podía suplir, siempre sin dejar de lado que algún día cumpliría su sueño. Una tarde a finales del otoño, Adela se encontraba más melancólica que de costumbre, sucumbió a la tentación, y se conectó a Internet mientras se preparaba un cafetillo muy caliente con unas gotas de leche, su eterno compañero de lecturas y de tardes somnolientas, se acurrucó en su sillón favorito y aproximando la mesita del ordenador posó su taza en una esquina, no sin antes haber dado un pequeño sorbo. Movió los dedos de sus pequeñas manos, preparándoles para el ejercicio a los que los sometería toda la tarde, suspiró profundamente, y comenzó su bautismo en las redes sociales. Poco a poco fue perdiéndoles el respeto, avanzaba en Facebook, sorprendida con la facilidad de su manejo. Entró a chatear, aquí si que receló, pues sabía que las personas lo utilizaban como engañifa, y una malsana diversión, pero también habría alguien que no mentiría, que necesitaría 38 comunicarse al igual que ella. La soledad a veces pesa demasiado. Con éstas y otras disquisiciones, Adela chateaba, con jóvenes y otros no tanto, hablaba con fruición, disfrutaba, por primera vez en mucho tiempo, de una tarde animada, casi sin darse cuenta, la noche había echado su manto y ella estaba feliz. A la mañana siguiente, se arregló, cogió su bolso y se miró por última vez en el espejo, antes de salir a dar su paseo matinal por la pequeña ciudad marítima que también la había acogido. En ella quería pasar sus primeros años de una incipiente vejez. Adela sentía sobre sus hombros el peso de la edad, pero de una edad más amplia que la que en realidad tenía, paso a paso se acercó al bello paseo marítimo, aspiraba el aire húmedo y salino que el mar le traía, siguió andando, alejándose del bullicio, buscaba un banco donde sentirse más cerca del mar, atrapada en el infinito por los azules maravillosos del agua y cielo mediterráneos, y la luz cegadora acariciando sus ojos. Entonces los cerraba, dejando volar su imaginación. Le gustaba crear un mundo de fantasía, lleno de romanticismo trasladarse a épocas pretéritas, donde sólo la poesía y el murmullo del mar lograban llevarla, se sentía tan feliz en sus ensoñaciones que temía abrir sus ojos y destruir su mundo mágico. Poco a poco, como si volviera de una regresión hipnótica, abrió sus ojos color avellana y a través de los cristales ahumados de sus gafas de sol, miró el horizonte que tanto la fascinaba y sonrió. Hoy, pensó, hoy sería diferente, no volvería a casa como hacía otros días, hoy iba a ser su día especial. Encaminó sus pasos hacia el casco antiguo de la ciudad y comenzó su recorrido como si fuera una turista más. Se celebraba el aniversario de Joaquín Sorolla, pero no sabía si de su nacimiento o fallecimiento, lo había olvidado, lo importante era su obra, sus magníficos cuadros que tanto le gustaron la primera vez que los contempló, ahora los volvería a ver, su emoción se acrecentaba, por fin cruzó el umbral del recoleto museo de arte contemporáneo que tantas veces había recorrido, se dirigió hacia la sala de la derecha, allí estaban, quedó obnubilada de nuevo y evocó con nostalgia, cuando, acompañada de sus hijos pequeños, visitaron la Biblioteca Nacional de Madrid y juntos descubrieron el color y la luz mediterránea en los pinceles del gran Sorolla, desde entonces, creció su admiración por el pintor levantino. Callejeando por las empinadas y estrechas calles, admiraba su arquitectura de puerto pesquero, sus casitas blancas y azules con floridos tiestos en sus fachadas, recordaban otros tiempos más bulliciosos, cuando los pescadores regresaban con la preciada carga, tras un largo día de pesca. En una de las callejuelas, subiendo las escaleras, encontró una taberna que invitaba a entrar y saciar el hambre con un plato marinero. Con un rápido vistazo ojeó el local y se sentó al lado de la ventana desde donde el paisaje parecía haber salido de un cuadro de Sorolla. 39 Llegó a casa cansada, pero con aires renovados, apenas sin cambiarse entró en la cocina, se preparó el humeante y oloroso café de cada tarde y se dispuso a navegar de nuevo por las redes sociales. Apenas comenzó a chatear, un nick quiso entablar conversación con ella. Le habló de la Toscana, de Florencia tan monumental, tan exquisita, pisar su suelo era trasportarse a unos tiempos pretéritos de caballeros e intrigas palaciegas, y de arte, sobre todo de arte, con Santa María de la Fiore y todo su grupo arquitectónico, entonces Adela le preguntó por la Santa Croce, la recordaba de un documental que le pareció fascinante, sí, la conocía, entonces se le presentó, se llamaba Carlos, le gustaba viajar como a ella, con la diferencia que él lo hacía físicamente y Adela viajaba, pero a través de las pantallas del televisor o del ordenador. Le gustaba la música, el baile y la lectura, tenían varias cosas en común, la conversación fluía sin esfuerzo, se hallaban cómodos, intercambiaron sus direcciones electrónicas, quedando para la tarde siguiente sobre la misma hora. Casi sin darse cuenta se fue adentrando en el mundo cibernético, sus citas vespertinas con Carlos le hacían más llevadera su soledad, elegida, pero soledad a fin de cuentas, que a veces pesaba como una losa y le impedía ser ella misma. El tiempo iba pasando, sus charlas parecían no tener fin, las despedidas se alargaban tanto, que recordaban a dos adolescentes, cuando comienzan a descubrir el amor en toda su extensión. ¿ Cómo podía suceder, si no se conocían? Adela no daba crédito a sus sentimientos, la estaban zarandeando como una vara de fresno y no podía resistirse, se sentía viva por primera vez en muchísimo tiempo. Hizo verdaderos esfuerzos por rememorar esos sentimientos, y los encontró en su adolescencia precisamente, que ironía, ahora, a las puertas de su vejez se cerraba el círculo. Sintió el amor de hija, de madre, pero el ¿de mujer? No, el de mujer no, su ex, no la quiso nunca, buscó en ella una madre, no una esposa, ni una compañera para hacer juntos la travesía de la vida. Qué profunda tristeza anidaba en su alma, siempre añoró el amor, quizás influenciada por la poesía del Romanticismo, pero también gustaba de Quevedo, era tan actual, pero el amor ¿no es siempre el mismo? Pasa el tiempo, las personas, las épocas y el amor (los sentimientos) son siempre los mismos. Adela pensó, si no estaría enamorada del amor. En su búsqueda quemó mucha energía, se sentía cansada, agotada, cada vez más y más, no vivía, se dejaba llevar por la vida cual barco a la deriva, que soporta estoico el fuerte embate de las olas. La Primavera había irrumpido dejando atrás el frío del invierno, algo parecido sentía Adela en su interior, Carlos consiguió cimbrear su vida desde lo más profundo de su ser, tanto, que le parecía vivir con un punto de irrealidad, era amor, pasión o una ilusión desmedida, que le provocaba un extraño, porque Carlos a fin de cuentas era un extraño, no lo conocía ni por fotografía, se guiaba por lo que le describía, en ese aspecto era ingenua, una ingenua con mucho trayecto recorrido, menos en el sentimental. 40 Todas las tardes, la luz vespertina se apagaba a la vez que sus parrafadas. Eran horas, y horas, placenteras, delante del teclado, hoy Carlos la sorprendió, quería conocerla, viajaría a Madrid desde Barcelona. Adela consintió, era un buen lugar, cualquier rincón de la ciudad era su casa, la conocía desde sus lejanos quince años, cuando neófita pisó el asfalto de sus calles de gran ciudad, ella que venía de la recia estepa castellana, era un deleite para sus ojos, los que mantenía muy abiertos para no dejar escapar nada, era una esponja, lo absorbía todo, acababa de descubrir un mundo nuevo del que quería sentirse una más de sus habitantes. Sedienta como estaba de conocimientos descubrió los museos y el Madrid de los Austrias, que tanto había oído nombrar y el Metro, todo un mundo subterráneo que transportaba cantidades ingentes de personas. Le llamaba la atención la prisa que llevaban, siempre iban corriendo, como si fueran apagar un fuego, de ahí, que con el tiempo bajara las escaleras a unas velocidades que a todos dejaba asombrados y lo curioso es que nunca se cayó. A medida que se acercaba la fecha del encuentro, Adela se imaginaba a Carlos, muy alto, de ojos verdes y de complexión fuerte, era lo que él le decía. Sin esperarlo, esa tarde se rompió la magia, Carlos no se conectó, en un principio ella no le dio mayor importancia, pero lo que parecía una eventualidad se fue convirtiendo en habitual, Adela se desencantó, tanto, tanto, que un baño de realidad inundó su espíritu y la envolvió en melancolía; pero no se encerró en casa, recuperó su rutina, sus habituales tertulias con amigas alrededor de unas aromáticas tazas de café, recuperó los paseos hasta la playa y sus lecturas nocturnas, no podía ser bueno aquello que tanto la cambiaba. Las luces del alba la encontraban sumergida en la lectura, leía con tal fruición, que prácticamente devoraba los libros, siempre le gustó meterse en la piel de los personajes. Como actriz, no tenía las dotes para haber hecho de ello su profesión, así que la otra opción fue convertirse en una lectora compulsiva; y ahora tenía tiempo, todo el tiempo del mundo para dedicarse a ello. La tecnología ayudaba, los libros electrónicos, que apenas pesan, y almacenan tal cantidad de libros, que cada persona es una biblioteca andante, pero, era otra pantalla más que había que traspasar. ¡Oh! Sorpresa, en cuanto abrió su correo lo vio llenito de emoticonos florales y de besos, era Carlos (había dado señales de vida)..., pidió tantas disculpas y de todas formas posibles, que Adela templó su ánimo y le dio otra oportunidad.Poco a poco las confidencias se hicieron más íntimas, llegó un momento en que necesitaban sentirse más cercanos. Mientras charlaban escuchaban música, nuevos sentimientos comenzaron a brotar, eran tan fuertes que traspasaban las pantallas de los portátiles, era tan intensos que notaba rejuvenecer como si hubiese tomado una pócima brujeril, lo había convertido en una adicción, cada tarde esperaba su dosis, su dosis ¿de qué? Pues una dulce dosis de fantasía otoñal. Adela acostumbraba desde muy niña a repasar los incidentes del día, hablando con su almohada, entonces le 41 aparecían los temores, las dudas, ante la relación un tanto extraña que estaba manteniendo con Carlos, pisaba arenas movedizas, le faltaba confianza para lanzarse al abismo, el riesgo que entrañaba era mucho, a su edad cuesta mucho más recuperarse de un desengaño amoroso. Durante el día no dejó de pensar en ello, y estando en estas y otras diatribas se conectó a Internet con su taza de humeante café. Entre sorbo y sorbo pasaba el tiempo y Carlos no se conectaba. Su intuición le decía que eso era el principio de muchas tardes sin él, y no se equivocaba. A lo largo de los días se fue atemperando, no sentía dolor más bien decepción; llegó a la conclusión que Carlos era un inmaduro emocional y un ególatra, tenía una palabra para él ”cobardía”. Se había comportado como un niño de quince años en el cuerpo de un hombre maduro, muy maduro. ¿Todo era un sueño? No, no lo era, la imperante realidad se lo mostraba tozuda una y otra vez, sólo había tenido un poquito de ilusión por unos días, que andando el tiempo le harían sonreír por su ingenuidad, la experiencia algo la había cambiado en su interior, aunque no sabía muy bien el qué. Dispuesta a zanjar estas idas y venidas, se colocó frente al ordenador para mandarle un correo, quedarían en Madrid, si aceptaba, se encontrarían, mientras ella maquinaba su plan B. Don Guadiana contestó con otro correo, pero esta vez sí que la sorprendió, se lo dio todo planificado para su encuentro en Madrid, y eso la descolocó. Pese a todo decidió continuar adelante, algo no le cuadraba, había que descubrir lo que se escondía ,y si en verdad Carlos era así. Llegó la hora por fin... quedaron para comer, desde la Puerta del Sol, su punto de encuentro, Adela lo adentró por entre las estrechas calles del viejo Madrid, buscaba una taberna con reminiscencias pasadas, con un encanto especial que hacía tiempo visitó. El gran ramo de rosas rojas con que la obsequió la dejó anonadada, emocionada, tuvo que hacer un esfuerzo para que su voz no se notara temblorosa, y esbozando la mejor de sus sonrisas le agradeció tan buen detalle. Carlos le devolvió una franca sonrisa, la comida transcurrió animada, su charla agradable parecía que a Adela le hacía bajar la guardia sin ser muy consciente de ello. Fueron paseando hacia los jardines de Sabatini, admirando el Palacio Real y se sentaron frente a él. Carlos tomó sus manos, las besó y un estremecimiento recorrió su cuerpo, sus ojos verdes se clavaron en los suyos como una espada de fuego, que la traspasó. Sintió sus carnosos labios en los suyos, un profundo y largo beso que no tenía fin, eso ¿qué era eso? Eso era el preludio de una gran noche de pasión. Despertó entre sus brazos, sus varoniles brazos y se acurrucó, se hizo más pequeña si cabe, Carlos la abrazó muy fuerte, Adela no quería tener que separarse de él... Permanecer juntos, abrazados, detener el paso del tiempo, era feliz, inmensamente feliz, nunca lo había sido tanto. 42 Ese día no salieron de la habitación del hotel, entre sus confidencias y sus demostraciones amorosas, apenas necesitaron de otro alimento; las horas pasaron irremediablemente y Carlos en poco tiempo se encontraría volando hacia Barcelona, y ella... ¿ella qué? Se había enamorado perdidamente de él, ¿sería correspondida? Apenas hiló este pensamiento, cuando las palabras estaban brotando de su boca, él la miró sonriente y la atrajo hacia su pecho abrazándola muy fuerte, besándola con tal pasión que disipó todas las dudas que pudiera quedarle. Fueron juntos hasta el aeropuerto de Barajas, su tiempo se extinguía y una furtiva lágrima rodó por el rostro de Adela y permaneció allí aún cuando el avión de Carlos ya surcaba el cielo madrileño. Obscurecía cuando tomó el Metro hacia su casa, su cuerpo estaba en el vagón pero su mente no había salido de aquella habitación de hotel donde conoció la mayor felicidad que podía esperar. Al salir del Metro apresuró el paso para engancharse al ordenador y ver a Carlos, pues ahora instalaría la webcam y se verían aunque extrañaba el tacto de su piel, su olor, sus besos y para que engañarse, todo él, desde el momento de su separación. La pantalla se iluminó y su rostro también, allí estaba Carlos, con palabras dulces, con la mano en la cámara para que ella hiciera lo propio, sentirse cerca, lo mas cerca posible, que la distancia les permitía. Así estuvieron días, semanas que a Adela le parecieron eternas, tenía una necesidad acuciante de volver a sentirle, de sentirse mujer entre sus brazos, Internet era tan frío…Se lo propuso a Carlos, pero esta vez sería Adela la que fuera a visitarle, no reaccionó como ella esperaba, las excusas e inconvenientes que le ponía no le resultaban creíbles, volvieron sus dudas y temores de otro tiempo, pero ahora le rompería en mil pedazos el corazón, de momento se conformaba, aunque no formaba parte de su carácter, a ver cuánto tiempo resistiría estar en ese impás. Don Guadiana volvió a las andadas, ahora estoy, mañana no, esta situación la desquiciaba, ¿qué tipo de relación era esa? ¿Dónde quedaba su dignidad? ¿Por qué aguantarlo? Sabía que la situación no podía alargarse en el tiempo, era un desgaste que no llevaba a ninguna parte. Adela volvió a recibir un correo más de Carlos proponiéndole verse de nuevo en Madrid, su corazón correría a su encuentro, pero la razón le decía que acabara con esa relación, perjudicial, dañina, que no le aportaba nada, únicamente una dependencia sexual efímera, por que amor lo que se dice amor, Carlos no se lo daba, el calor de la relación sólo lo ponía ella. Por eso no quería verle, pero ¿cómo negarse ante su tenaz insistencia y la tentación de su piel? ¿Soportaría los vaivenes de Carlos? ¿Sería una mendicante de cariño? El futuro no se le presentaba muy halagüeño, ¿qué hacer?... No le dio tiempo a nada, Carlos estaba en Madrid y ella tan azorada, no se lo pensó y fue corriendo hacia él. La furia de la pasión nublaba la razón, en la misma habitación que la primera vez se respiraba la fogosidad de dos cuerpos entregados, desesperadamente, hasta los últimos 43 estertores del placer. De nuevo repetían lo mismo, tanto, que, incluso no pisaron la calle, sino para alejarse. Esta vez Adela no le acompañó, sumida en sus pensamientos se dirigió a su casa, un sentimiento de culpa se apoderaba de ella; pero no pudo resistirse y encendió el portátil, Carlos estaba allí, desde su teléfono seguía engatusándola... ella seguía perdida... ¿hasta cuando? ¿Hasta cuando?... Estaba tan perdidamente enamorada de él que no sabía cómo iba a salir de esa espiral. ¿Qué hacer?... ¿Que hacer?... Se repetía machaconamente en su cerebro. Desesperada, se tiró sobre la cama y llorando atormentada se durmió. 44 Fernando Medina (Madrid 1962) manifestó desde joven su interés por la escritura escribiendo cuentos y relatos cortos. Se presentó a varios concursos literarios, sin éxito. En 2007 mezcló sus aficiones por la gastronomía y la escritura en un blog: «Las aficiones de Fernando». En la actualidad, basándose en el blog, trabaja en una guía turística sobre la gastronomía alicantina Atrapado en la lluvia La llamada de teléfono había despertado a Luis Sampietro de su sueño resacoso. Se miró al espejo y constató su aspecto francamente malo, tenía los ojos rojos fruto del alcohol ingerido la noche anterior, jugándose el poco dinero que le quedaba en un casino virtual. No le gustaba nada aquello de los casinos virtuales, el póker perdía su encanto al no tener el contacto emocional con el resto de los jugadores, pero llovía a mares y no quería salir de casa. Al final una noche más de lluvia, póker y whisky, apenas unas monedas en su bolsillo y la tarjeta a cero. Sampietro odiaba la jodida lluvia. Estaba cansado de la lluvia, en los últimos años el clima había ido cambiando y de esos inicios de verano cálidos y secos que le gustaban, se habían transformado en calurosos y muy lluviosos, como si aquello fuera una ciudad del trópico. Tenía que irse a algún sitio donde el único agua que oyera caer, fuera por las tuberías. Se volvió a mirar en el espejo y vio cómo su piel a pesar de su juventud, empezaba a ajarse y en la barba ya aparecían canas que le deban un aspecto de desaliño y abandono, lo cual no estaba muy lejos de la realidad, le dolía la cabeza pero tendría que afeitarse, hoy iba a visitarle un posible cliente, el tipo que le acababa de llamar y no quería perderle, al menos no antes de que abriera la boca y sintiera su aliento. 45 De mala gana se afeitó y tenía mejor aspecto, volvió mirarse en el espejo y vio como la diferencia del color de sus ojos se había hecho más notable. Los ojos de Sampietro eran muy especiales, no es que viera más que los demás, pero tenían la rareza de ser de colores diferentes y muy sensibles a la luz, ya que dependiendo de la intensidad y del color de esta, eran capaces de cambiar en las tonalidades del verde hasta el gris, lo que en contraste con su piel morena y el pelo negro, le daba un aspecto extraño que a las mujeres siempre había atraído mucho y que durante toda su juventud hizo que fuera la envidia de sus amigos, por la facilidad que tenía para encontrar compañía. Esos ojos eran aún un reclamo para ellas aunque ya no tan potente, las canas que aparecían, la barriga que empezaba a notarse y una actitud descreída hacia todo, no provocaban demasiado atractivo a pesar del poder hipnótico de sus ojos. Tomo una ducha, cogió una la única camisa limpia que le quedaba en el armario y decidió que en cuanto tuviera dinero volvería a llamar a la señora que se ocupaba de las cosas básicas de la casa. Salió a la calle bajo la lluvia torrencial y aunque le hubiera gustado coger un taxi para ir hasta el despacho, prefirió guardar lo poco que tenía para otra cosa. La verdad es que desde hacía cinco años, desde que lo expulsaron de la policía, su situación económica no había hecho nada más que empeorar, los pocos ahorros que tenía habían desaparecido en poco tiempo y el hecho de que lo expulsaran con deshonor no le dio ni la oportunidad de volver ni de ningún tipo de compensación económica. La realidad era que su expulsión fue una nueva repetición de aquello que había marcado su vida, como se repetían las gotas de agua de aquel jodido día de lluvia, gotas iguales que caen una tras otra, idénticas y que lo único que las diferencia es el momento en que caen, pero siempre parecidas. Llegó al despacho empapado, manando agua, el agua no había traspasado la ropa pero estaba allí escurriendo, mojándole las manos, el suelo, todo. Su despacho estaba en un barrio céntrico y marginal, desde hacía algunas décadas se había convertido en un barrio de emigrantes ilegales, delincuentes, prostitutas, la élite de aquella sociedad, pero que con su economía era el único sitio donde se podía permitir tener un despacho. Necesitaba un cliente nuevo, un caso con el que ganar un buen puñado de dinero que diera un impulso a su vida, que le permitiera dejar atrás aquel cuchitril y aquellos trabajos de «protección, seguridad y cobro» que en el fondo no era nada más que delincuencia de poca monta como cobrar «intereses» de préstamos imposibles de devolver, «tasas» a las prostitutas o contactos con sus antiguos colegas de la policía para saber en que se estaba trabajando que pudiera afectar a sus clientes. Sus ex compañeros sabían de sus andanzas y necesidades y le daban información controlada para que pudiera seguir viviendo sin dar un paso más en sus actividades delictivas. 46 El ruido del agua que chorreaba por las cornisas del edificio se vio interrumpido por la melodía del teléfono. —¿Está ya en su despacho? —preguntó de forma seca. —Sí —respondió Sampietro sin mucho entusiasmo—. La puerta está abierta, pase sin llamar. La comunicación se cortó desde el otro lado casi sin tiempo para terminar la frase. A través del teléfono Sampietro escucho las gotas de agua al caer sobre el coche y pensó que tendría que volver a recoger el agua cuando su visitante se fuera. Estaba acabándose de preparar una taza de café cuando oyó unos pasos anunciando que Sergei había llegado. Sergei, como le había dicho que se llamaba era un tipo fornido de pelo rubio, facciones duras y ojos claros. Unos segundos más tarde entro en el despacho de su acompañante, mismo prototipo pero más alto y más fuerte y sudaba, sudaba mucho pues vestía una chaqueta que le servía para ocultar el arma que intentaba a duras penas ocultar tras ella. Sergei hizo un gesto y su acompañante salió cerrando la puerta tras él, al tiempo que Sampietro señalaba un sillón para que Sergei se sentara. Sergei miró la silla que le ofrecían y el resto de la estancia con cara de asco, preguntándose cómo alguien podría vivir en aquella cochambre. El ruido de las gotas de lluvia que se intensificaba provocaba un ruido fuerte que apagaba el crujido de los cuerpos al sentarse sobre los desvencijados sillones. —Usted me dirá —dijo Sampietro tomando la iniciativa de la conversación. —Soy una persona directa así que iré al grano —aclaró Sergei—. Tengo una pequeña sala de fiestas en las afueras de la ciudad y algunos otros negocios. —«La sala le blanquea el dinero del resto de los "negocios"», pensó Sampietro. «Últimamente esos ingresos se han visto muy reducidos por la intervención de la policía lo que significa que alguno de mis colaboradores me la está jugando». —Entiendo, continúe por favor —asintió Sampietro. —Esta es Raquel, la cantante del local y una buena amiga mía —dijo Sergei dejando una foto de una mujer sobre la mesa. «¡Vaya, una clásica historia de cuernos!», pensó Sampietro. Miró de cerca la foto y se sorprendió, la chica, una rubia platino de bote, era mona pero había estado con putas más guapas que aquella. —Todo el mundo me dice que debe ser ella —interrumpió Sergei los pensamientos de Sampietro—, pero a mí me cuesta creerlo. La trato como una reina, tiene todo lo que desea y no sé qué mierda le puede ofrecer la policía para que le pueda compensar traicionarme —concluyó con la voz más alterada que antes. »Quiero que me digas lo que está pasando —continuo Sergei. Me he informado sobre usted, sé que es bueno en su trabajo, que tiene pocos escrúpulos y aún menos dinero y yo estoy dispuesto a pagarle bien. 47 Sampietro se preguntó que llamaría «pagarle bien», no podía ser demasiado exigente no fuera a perderle, pero tampoco debía de rendirse sin pelea. —Ahí tiene 10.000 —dijo sacando un fajo de billetes atados con gomas del bolsillo de su pantalón—. También tendrá acceso libre al local donde trabaja. »Tengo algunas condiciones que debes conocer antes de aceptar —prosiguió Sergei—. Nunca me llames, no me fío de nadie de mi entorno, yo te llamaré. No hables con tus amigos policías, no estás trabajando en nada y nunca hemos estado juntos y sobre todo no olvides que Raquel es de mi propiedad y no permito que nadie me quite lo que es mío. —Acepto —dijo Sampietro. —Esto te será útil en su tarea —dijo Sergei dejando sobre la mesa un pen drive—. Si necesitas alguna otra cosa, dímelo, te la facilitaré, pero recuerda, yo te llamaré Se levantó y sin decir palabra salió por la puerta dejando que penetrara de nuevo el cansino ruido de la lluvia. El primer día de trabajo no le llevo a ningún sitio, la chica era una chica normal, desayunó en un bar, fue a clase de baile, comió en un bonito y discreto restaurante con Sergei, quien luego la acompañó a casa. A las ocho un coche vino a buscarla, la recogían para llevarla al trabajo. Sampietro regreso a casa, se secó de toda aquella maldita agua acumulada durante el día y decidió ir a la sala de fiestas. Allí, pronto se dio cuenta de que se escondía una casa de juego ilegal y por la pinta de los participantes no eran jugadores de ruleta, si no de póker, un tipo de personas que él identificaba muy bien. La verdad es que Sergei era un tipo listo, tenía sus negocios bien diversificados, pensó con ironía. Intento colarse en una de las timbas pero enseguida un fornido moreno le llamo la atención. —Perdone, ¿Dónde va usted? —increpó con corrección pero con firmeza. —He visto que entraba gente y quise ver a donde iban — dijo Sampietro con naturalidad. —Es una fiesta privada. Sampietro dio media vuelta con un gesto amigable hacia el portero, pensando que no era tiempo de meterse en follones, que su propósito era otro. Entró en la sala donde en cinco minutos empezaría a cantar Raquel. Se apoyó en el fondo donde apenas era visible desde el escenario y se dispuso a ver en acción a aquella chica por quien alguien estaba dispuesto a gastar tanto dinero. A los pocos minutos apareció con un vestido negro con brillos, amplio escote que mostraba una buena parte de sus pechos, minifalda y botas negras; el vestido lo insinuaba todo pero no dejaba ver nada. Era una chica atractiva. Saludó al público y empezó a cantar, no sonaba mal pero tampoco mejor que cualquiera de esas cantantes que se pasan el verano en una caravana cantando de pueblo en pueblo. Pero todo cambió cuando se giró, dio la espalda al público y movió su trasero al ritmo de la música. Sampietro observó como todos los 48 hombres de la sala estaban hipnotizados por aquel movimiento sensual, como si el tiempo se hubiera parado y solo el crujido de los hielos al deshacerse en las copas, pudiera escapar de la magia del momento. Tras una media hora de espectáculo y realmente había sido un espectáculo, la chica se retiró, volvió al rato y se sentó con algunos clientes con los que charló animadamente y a las 12 volvió a cantar y la misma burbuja atemporal se volvió a crear, como una especie de velo mágico que hacía creer que todo lo que no fueran las caderas de Raquel carecía de importancia en todo el universo. Tras acabar y repetir el proceso de acompañar a algunos clientes, a las dos en punto el tipo que la recogió en su casa, apareció. Cambió unas palabras con la persona que estaba y se fue. Dos días más se repitió la vigilancia bajo la lluvia, sin nada digno de destacar, sin nada sospechoso, de no ser por tener de amante un tipo como Sergei, se podría decir que llevaba una vida absolutamente normal. Lo único que rompía aquella rutina eran las llamadas apremiantes de Sergei para saber si descubría algo, pero las cosas necesitaban su tiempo y así se lo dijo por teléfono «si tanta prisa tiene quizás lo mejor sea torturarla para saberlo», pero el silencio que se hizo al otro lado le dio a entender a Sampietro que lo estaba pensando y decidió que era mejor ser lo más parco posible en palabras. Esa noche Sampietro decidió que debía conocerla para intentar ir más rápido y así se dirigió a un camarero. —Le podría decir a la señorita que me gustaría invitarla a una copa. —Claro señor, yo se lo diré en cuanto acabe la actuación — contestó el camarero con una enorme sonrisa al ver la propina que le estaba dando Sampietro. Como siempre tras el espectáculo se retiró a su camerino y posteriormente salió a la sala, se dirigió directa hacia su mesa. —Me han dicho que quería hablar conmigo —dijo amablemente Raquel. —Si por favor siéntese —añadió—, me han dicho que la gusta el champán. Se sentó y sonrió y aquella sonrisa le llevo al pasado, a una sonrisa similar, a unos tiempos felices, a una tragedia inusitada, a la venganza, la cárcel y a un cuchitril de un barrio marginal. Y ella habló y él escuchó y respondió, pero no entendió, su mente como un tornado iba de una sonrisa a otra, de presente a pasado, como el vapor que se convierte en lluvia, maldita lluvia, para volver a ser vapor. Aquella noche Sampietro, no pudo dormir. Constantemente la imagen de María venía a su cabeza. La conoció en un club de alterne de carretera, cuando entró en el reservado en el que estaba a punto de meterse una raya de coca y ella con una sonrisa franca y preciosa le dijo: esa raya no te conducirá a ningún sitio interesante. Él la ignoró pero la sonrisa se le quedó grabada en la mente y empezó a frecuentar el local. Unos meses más tarde María se trasladó a su casa y recuperó una vida que quizás nunca debió dejar. Fueron tiempos de felicidad, de pasión, de luz y de sol, pero la lluvia volvió. 49 —Puedo coger hoy el coche —preguntó María—, llueve una barbaridad. —Si cógelo, tengo que ir juzgado a declarar contra el canalla de Oswaldo —contestó Sampietro. —¿Es ese tipo del que hablaban ayer en el telediario que le busca medio mundo? —preguntó María. —El mismo. María se fue a la ducha y el agua que salía se confundía con el agua de la lluvia en una tormenta de agua y truenos virulenta. Le dio un beso y le sonrió, «nos vemos esta noche cariño, que tengas un buen día», con esa sonrisa que entraba por los ojos y penetraba hasta el alma. Siguió en la cama en una especie de duermevela hasta que un sonido seco le despertó. Aquello no era un trueno, se levantó y miro por la ventana y vio una columna de humo y fuego saliendo de la acera. Se puso los pantalones y salió corriendo por la puerta. Al salir del portal decenas de coches hacían sonar sus alarmas y tras recorrer algunos pasos descubrió su coche, rodeado de llamas, que agonizaban bajo la lluvia, un montón de hierros retorcidos y entre ellos el cuerpo inerte de María. La cogió la cabeza y la habló, la suplicó que siguiera viviendo y lloró y lloró como no había llorado nunca y sus lágrimas las arrastró la lluvia para mezclarlas con las últimas gotas de sangre de su amada María y juntas se dirigieron rápidamente a una alcantarilla cercana. Se suspendió el juicio y Oswaldo salió libre bajo fianza y él ciego de rabia, bajo la misma torrencial lluvia que arrastró la sangre de María, una mañana le vació el cargador de su arma reglamentaria. Fracasó, mató a un guardaespaldas pero Oswaldo, junto con dos heridos por bala más, salió con tan solo un rasguño en un brazo. Y su descenso a los infiernos comenzó con cinco años de internamiento bajo vigilancia psiquiátrica, pero él no estaba loco, solo loco de ira y desesperanza Los siguientes días siguieron en la misma tónica, vigilancia diaria que no daba ni fruto ni pistas y por la noche conversación con Raquel a la que de mala gana debía compartir con otros clientes. Durante aquellos ratos él se sentía otra persona, sin intentar perder el carácter profesional de aquellas conversaciones se mostraba agudo y divertido y ella le miraba los ojos y se reía, reía despreocupada y feliz, como alguien que vivía en una burbuja a la que no afectaba lo que pudiera suceder fuera. La noche del tercer día ella se le acercó. —Esta noche no vendrán a recogerme, tendremos más tiempo —dijo Raquel en un tono lleno de promesas. Eso era lo que Sampietro deseaba en esa fiebre de amor que vivía pero no era ni lo que necesitaba. Cuando ella se sentó a su lado le explicó que nadie iría a buscarla pues le había dicho a Sergei que no era necesario pues se iría tomar una copa con una amiga. Charlaban de todo y nada, investigándose 50 y conociéndose, pero cuando tenía esa sonrisa enfrente, a Sampietro se le olvidaba su misión, y las palabras de Sergei. Cuando salieron del local ella le agarró del brazo para protegerse de la lluvia que seguía cayendo, ahora con suavidad. Se montaron en el coche y la llevó a su casa. Ella le propuso tomar un café pero él vio tras los cristales mojados de un coche, al contraluz de una farola, una silueta. —Hoy no puede ser —dijo Sampietro. Es mejor que te vayas ya. Ella le miró sorprendida, iba a preguntarle pero vio una sombra de preocupación en sus ojos y decidió no hacerlo, estaba acostumbrada a no hacer preguntas. La distancia al portal no era grande pero la lluvia se había intensificado marcando esas caderas poderosas y sensuales de Raquel y cuando llegó, se volvió y sonrió al tiempo que se despedía de él con la mano. Si su sonrisa valía 100 de los grandes, su culo no era menos —pensó con ironía Sampietro viéndola adentrarse en el portal. Pocos minutos después la pantalla de su móvil se encendió indicando «Identificación oculta», solo podía ser Sergei. Descolgó de mala gana, era su cliente. —Hola Sampietro, espero no haberte despertado —sonó por los altavoces del coche. —Creo que ya sabes que no dormía —respondió Sampietro. —Solo quería recordarte lo que te dije el primer día, — continuó. No acepto que nadie me quite lo que es mío y aunque no te lo dije, mucho menos la traición. No creo que necesites más explicaciones. Se oyó el clic de que al otro lado habían dado la conversación por terminada. Había parado de llover y pudo ver en la lejanía una luna casi llena, brillante y blanca que iluminaba la ciudad. Detuvo el coche, tenía que decidir qué hacer o bien se olvidaba de Raquel y dejaba el caso o la llamaba y la contaba la verdad y que ella decidiera. Nunca había sido un hombre de mucho pensar, si no más bien primero actuar. Llamó a Raquel y como el teléfono daba señal de ocupado dio media vuelta y se dirigió de nuevo a su casa. El coche sospechoso de antes había desaparecido. Volvió a marcar y esta vez sí hubo respuesta —¿Que pasa que llamas a estas horas? —dijo con voz excitada. —Necesito hablar contigo —contesto Sampietro—, creo que estas en peligro. Estas palabras la sobresaltaron, acababa de colgar a Sergei y la conversación no había sido fácil, la había insultado, despreciado y amenazado y se había preguntado el porqué de aquello, ¿sería por Sampietro?, él no sabía nada de Sampietro ¿o sí?, ¿acaso la espiaba?. —Sube —dijo Raquel, sin tener claro que aquello era una buena idea. —No, es mejor que vayamos a otro sitio, cógete algo de ropa, es mejor que no duermas en casa. 51 Sampietro llamó a su padre y le explicó que estaba trabajando en un caso y que iría acompañado de una chica y que dormirían allí. A los pocos minutos Raquel apareció con una pequeña maleta, se metió en el coche con una mirada de preocupación y Sampietro arrancó. Su padre les había preparado la habitación pequeña con dos camas y allí sentados cada uno en una, Sampietro la explicó por qué la había conocido, que Sergei era su cliente y ella lloró y se indignó y él la hablo de las sospechas de Sergei y de sus sentimientos, de cómo el fuego había surgido en aquellas escasas horas que habían compartido. Y ella hablo de su inocencia, de envidias y de mentiras que crecían al abrigo del dinero de Sergei, y él también la habló de sus experiencias, de cómo acababan muchas veces la chicas como ella cuando se relacionaban con gente como Sergei y entre lágrimas, besos y sudores compartidos hablaron de futuro, de promesas, de nuevas vidas donde se podría volver a empezar, con la memoria limpia. Compraron dos billetes de avión por internet y planificaron el día siguiente. Raquel sacaría los pocos ahorros que tenía en el banco y Sampietro dejaría el coche enfrente de su casa, alquilaría otro, la vendría a buscar y se irían. No debían hablar con nadie, móviles apagados y estar por la calle lo menos posible. Sergei no vería con buenos ojos que se fueran juntos y hasta mediodía que había quedado a comer con Raquel, no saltarían las alarmas, es decir tenía menos de 24 horas en el mejor de los casos. Todo fue según lo planeado y poco antes de mediodía se encontraron en la casa, se miraron y se besaron. Salieron por la puerta «voy a cerrar con llave, vete dejando la maleta, es el coche que está en doble fila, el blanco, lo he dejado abierto». Cuando Sampietro llego al portal vio a Raquel bajo la lluvia acercándose al coche. Abría la puerta del portal cuando una moto se paró enfrente y Sampietro lo entendió todo. Dos fogonazos secos, un segundo después un tercero y la moto se pone en marcha. Sampietro oyó el ruido agudo de los cristales de la puerta del portal deshacerse en añicos al caer contra el suelo y oyó el ruido sordo de Raquel al golpear contra el suelo y como las gotas de lluvia golpeaban rítmicamente contra su cuerpo inerte y Sampietro comprendió que la lluvia creaba los barrotes de la cárcel en la que estaba atrapado su destino. Corrió hacia ella, se arrodilló y vio dos grandes heridas de bala en su pecho por las que fluía un manantial de sangre que de nuevo y como una maldición repetida, se mezclaba con la lluvia para caer a la acera y difuminarse en un pequeño riachuelo. Aún tenía algo de vida, no podía hablar pero con sus ojos intentó pedir disculpas por no cumplir lo que hacía tan poco se habían prometido. Raquel expiró y Sampietro hizo un gesto de levantarse para huir, pero se dio cuenta de que no hay vida cuando no hay nada por lo que vivir, que si los sicarios de Sergei regresaban 52 estaría allí y se tumbó sobre la acera, bajo la lluvia y se abrazó a ella, empapado de agua y lágrimas, esperando a que los matones o la policía vinieran a buscarlo. 53 Antonio Aracil Luciano tiene actualmente 65 años. Alrededor de los 45, tras padecer unos problemas de todo tipo (de salud, profesionales, familiares, etc.) se dio cuenta de que escribir le hacía un gran bien. Desde entonces desarrolla esta «terapia» y el resultado ha sido sorprendentemente beneficioso, lo que unido a su afición por la lectura le ha convertido en un hombre nuevo y estará agradecido por siempre al hallazgo de ambas aficiones, que por otra parte recomienda a cuantos le rodean. El taller de escritura le ha permitido conocer secretos que le van a facilitar en el futuro mejorar la construcción de sus textos, aunque su destinatario final no sea otro que él mismo. El monzón El monzón llegó antes de lo esperado y aquel año de 1.969 marcó nuestras vidas para siempre. Las lluvias provocaron inundaciones muy superiores a las de años anteriores. Al cabo de una semana veíamos con preocupación cómo el nivel de las aguas subía constantemente y era evidente que tendríamos que recoger nuestras escasas pertenencias y trasladarnos a zonas más altas. Tardamos cinco días y sus noches en llegar y sin apenas darnos unas horas de descanso, y al hacerlo, después de colocar lo poco que llevábamos en la vieja casa que había pertenecido a la familia de mi madre encendimos un fuego y nos acomodamos alrededor. Mi hermana pequeña Rajad, rompió por fin a llorar. Creo que el miedo y la tristeza impidieron a mis padres acercarse a consolarla. Había resistido hasta entonces a pesar de sus nueve años de edad de forma admirable aunque en ningún momento había podido evitar su expresión de miedo y el cansancio no parecía haber hecho su aparición en ella, pero ahora sucumbió —creo que lo hicimos todos— ante lo complicado de la situación. No sé cuánto dormimos, pero al despertar —y en un estado de duermevela—, no sé por qué recordé las historias que nos contaba aquel misionero español sobre su tierra. Nos decía que, al igual que la nuestra, era muy llana y que en aquel país, España, y en su región llamada allí «La Mancha» no había 54 las lluvias que periódicamente caían sobre el nuestro año tras año y más o menos en la misma época. Nos hablaba de un personaje histórico llamado Don Quijote que se había vuelto loco y se dedicaba a recorrer aquel territorio de La Mancha haciendo reír a los habitantes de los pueblos que visitaba. Mentalmente lo comparé con los santones que en nuestro país realizaban igualmente largos trayectos mendigando alimentos, ofreciendo oraciones y proporcionando consejos a aquellos que los solicitaban. Ahora, mirando el fuego que nos calentaba, pensaba que estábamos bien a pesar de la modestia de la cabaña que nos cobijaba y que había sido el hogar de los abuelos de mi madre e imaginé que al igual que nosotros, los santones, el misionero y ese Don Quijote, en algún momento de sus vidas volvían a ese hogar, esa casa, a la que todos alguna vez querríamos regresar por modesta que fuera. De bien poco, pensaba ahora, había servido el sacrificio de mis padres para proporcionarme algunos estudios por ser el hijo mayor y varón. Ahora todo aquello se había perdido y tendríamos que empezar una nueva vida en aquella región desconocida. En cualquier caso me sentía bien, incluso contento, y miré a mi alrededor con verdadera alegría por disponer de aquella familia, aquella casa y una nueva vida por delante. 55 Paco Bas (Alicante, 1972). Informático en retirada que busca la huida de su pragmatismo en la literatura y el guión cinematográfico. Le gusta curiosear cualquier tema que caiga en sus manos o desfile ante sus ojos. Multi-aprendiz. Aficionado a la astronomía, los juegos de mesa, las series de televisión,… Miel de luna El anuncio Después de haber succionado con la aspiradora el último pelo que dejó mi última transformación, me senté en el sillón dispuesto a leer las noticias del día. Iba pasando páginas automáticamente sin prestar excesiva atención al contenido que mostraba el lector cuando apareció en la pantalla el anuncio de obligada lectura. Pretendía obviarlo como tenía por costumbre pero esta vez me fue imposible: SE BUSCAN HOMBRES LOBO PARA PELIGROSO VIAJE. SALARIO REDUCIDO. FRÍO PENETRANTE. LARGOS PERIODOS DE COMPLETA OSCURIDAD. CONSTANTE PELIGRO. DUDOSO REGRESO A SALVO. HONOR Y RECONOCIMIENTO EN CASO DE ÉXITO. REQUISITOS: - SIN PASADO SANGRIENTO - CONTROL SANITARIO - ESTUDIOS SUPERIORES Contemplé la opción de contestar a aquel extraño reclamo. Las posibilidades de que fuese una broma de jóvenes ociosos o una trampa del GESS (Grupo de Exterminio de Seres Sobrenaturales) eran muchas. Desde que Naciones Unidas promulgó nuestros derechos, algunos podríamos vivir con normalidad entre los humanos pero la existencia de radicales que no nos toleran nos obliga a ocultar nuestra condición. Por 56 otro lado, los anunciantes son sometidos a rigurosos controles y filtros de seguridad por los medios de comunicación y eso le da cierta credibilidad a la oferta y una esperanza de que fuese real. Y yo necesitaba que lo fuese. Al final, contesté. La infancia Como ya habrás adivinado, soy un hombre lobo y lo soy de nacimiento. Además soy hijo único. Nací en plena luna llena y eso marcó mi carácter y el de mis padres. Para ellos fue muy traumático el parto en pleno bosque, ocultos de miradas extrañas. Al amanecer, después de recuperar todos nuestra forma humana, decidieron no volver a pasar por aquello e hicieron todo lo humano y no humano que fuese necesario para lograrlo. Mi madre era maestra de primaria y cuando no estaba en la escuela educando a sus alumnos, estaba en casa vigilándome a mí. Adoraba a «sus niños» como ella los llamaba y volcaba en ellos el amor que hubieran necesitado mis hermanos además del que a mi me correspondía. Mi padre tenía su estudio de arquitectura en casa y así pudo controlarme sin necesitar de buscar ayuda en otras manos. Y digo bien con controlarme porque su actitud se parecía más a una cámara de vídeo-vigilancia que a la de un padre. De su mente y sus manos salió la casa donde vivíamos con nuestro secreto. Estaba insertada en el mismo bosque donde nací, camuflada entre viejos pinos de más de cien años. Los vecinos más cercanos estaban al menos a dos kilómetros de distancia. Hasta los 5 años no estuve con otros niños por temor a que el mínimo incidente terminara con un nuevo niño lobo por contagio. Y así crecí, sólo y sobreprotegido, otros trece años más. La entrevista Iba en el ascensor que me llevaba a la entrevista que podría cambiar mi vida. Viajaba sólo, amenizado con la inadecuada sintonía de I say a little prayer de Burt Bacharach. Al llegar al piso solicitado las puertas se abrieron con elegancia y me presentaron un amplio y solitario vestíbulo con un mostrador al fondo tras el que esperaba una sonriente e impecable recepcionista. Mientras me acercaba, observaba su conjunto azul y, en especial, el adorno rojo que sujetaba su pelo. —Buenos días —dije cuando llegué al mostrador. —Buenos días —respondió la encantadora chica del tocado rojo—. ¿En qué puedo servirle? —Estoy citado para una entrevista. —Muy bien. Coloque, por favor, su mano derecha aquí — dijo señalando con su dedo índice un lugar exacto en el mostrador. Acerqué mi mano al lugar que me había indicado y solo con rozar la superficie noté como comprobaba la información en su dispositivo intraocular. En dos segundos ya debía saber todo lo que necesita sobre mí. Se levantó y se dirigió hacia una puerta que había en un lateral. 57 —Acompáñeme Sr. Bafaluy —dijo mientras abría la puerta—. Enseguida estarán con usted. Puede esperar aquí. Cuando se disponía a salir me preguntó: —¿Necesita algún relajante antes de la entrevista? El escáner indica que tiene niveles altos de adrenalina y la sudoración empieza a ser excesiva. —No,… Gracias. No necesito nada —le dije titubeando. Noté como el rubor subía a mis mejillas. —Tiene un pequeño cuarto de baño tras aquella puerta. Si cambia de opinión, me tiene justo aquí al lado. Cerró con elegancia la puerta y me dejó solo, lo cual aproveché para constatar que el sudor ya alcanzaba la camisa y acudí presto al cuarto de baño para recomponerme lo mejor posible. Me quité la chaqueta, la corbata y la camisa y me refresqué con papeles humedecidos. Después realicé el proceso inverso: me sequé con papeles secos, me puse la camisa, la corbata y para terminar, la chaqueta. Me atusé los pelos descolocados y salí del cuarto de baño. Ahora había tres personas en la sala, dos hombres y una mujer, todos vestidos totalmente de blanco, ellos con traje (incluida la corbata) y ella con un vestido ajustado sin mangas. Cada uno estaba mimetizado en un sillón blanco y dudo de si no estarían allí cuando entré por primera vez. Frente a ellos, separado por una mesita de café, había otro sillón blanco dispuesto para mí. Antes de sentarme saludé a los tres con un escueto «Buenos días» pero solo recibí respuesta de uno de ellos, el que parecía mayor y más amable. —Señor Bafaluy, ¿qué espera usted de esta entrevista? — me preguntó sin preámbulos la mujer. —Conseguir una plaza para ese peligroso viaje—respondí parafraseando el texto del anuncio. —¿Adónde supone que es el viaje? —¿Tal vez a la Antártida? —le dije con indiferencia—. El destino no es primordial para mí. —¿Y qué le parecería ir a La Luna? —replicó el hombre joven. —¿La Luna? ¿Un hombre lobo en La Luna? Será una broma, ¿no? —Parece desconocer su propia naturaleza, Sr. Bafaluy. ¿Sabe cuál es la verdadera causa de su transformación? —La Luna llena. Todo el mundo ha visto películas que representaban con mucha imaginación una transformación, aunque pocas personas las han contemplado en la vida real. —No esperábamos que usted, con sus estudios y tan implicado en el caso, no intentase al menos encontrar una explicación a su «problema» —dijo el hombre joven encomillando esta palabra con un gesto de sus dedos índice y corazón. —Lo intenté hace bastante tiempo pero sin éxito. Al final lo acepté como algo genético y desistí de darle otra explicación. ¿Acaso lo saben ustedes? —Sabemos la causa, sí —dijo la mujer. —Ilumínenme —dije con un tono de incredulidad. —Helio-3. 58 —¿Helio-3? —El Helio-3 nace en las estrellas y viaja gracias al viento solar por todo el universo por lo que es abundante en el espacio exterior y, en especial, en la superficie de La Luna. En La Tierra es muy escaso ya que el campo magnético lo rechaza y el que hasta ahora se ha encontrado proviene en su mayoría de meteoritos. El Helio-3 es lo que provoca su mutación. Ahora bien, necesita estar muy expuesto a su influencia y eso ocurre en el cenit de la conjunción Sol-Tierra-Luna. Ante esta explicación me quedé callado mirando fijamente a su autora. —Entonces, ¿qué creen que me ocurriría si fuese a La Luna, rodeado completamente de Helio-3? —No lo sabemos exactamente. Nuestros modelos teóricos nos indican que una alta y continua exposición a Helio-3 en sujetos de su especie puede conllevar una curación total de sus síntomas. —O podría matarme o convertirme en un ser todopoderoso —aporté con ironía. —Como dijo Paracelso: «Nada es veneno, todo es veneno; la diferencia está en la dosis» —dijo con una sonrisa el hombre mayor que había permanecido callado hasta ahora. —¿Y saben cuál es la dosis que recibiría? —No. Pero podemos controlarla —dijo la mujer. No sabía si reír o salir con furia de aquella especie de aquelarre que me rodeaba donde yo era el sacrificio que buscaban. Antes de tomar una decisión drástica preferí indagar en sus intenciones. —Suponiendo que sus teorías fuesen ciertas, ¿por qué están tan interesados en mi salvación? ¿Qué conseguirían ustedes con ello? —Su salvación sólo suponía una excusa para que se implicara en el proyecto —dijo el hombre joven—. Como usted sabe, cuando recupera su forma humana, su cuerpo se renueva curando todo tipo de heridas, lesiones o enfermedades y así logran ustedes su desmesurada longevidad. Para el ser humano normal, las largas estancias fuera de La Tierra conllevan un progresivo deterioro de los sistemas inmunitario y óseo. —Lo que quiere decir es que estudian la sustitución de simples humanos por hombres lobo en la colonización del espacio. Y yo sería su primera cobaya, ¿no? —Usted y otros dos especímenes —aportó la mujer. —¿Hay más candidatos? —Como dijo Paul Valéry: «Un hombre solo siempre está en mala compañía» —volvió a sentenciar el hombre mayor. La madurez A los 18 años llegó la hora de abandonar la madriguera. Ni mi madre, que centraba toda su atención en sus camadas adoptivas, ni mi padre, que seguía creando hogares asépticos para gente desconocida, pusieron objeción alguna a mi marcha, e incluso colaboraron con una importante asignación periódica que les permitiría mantener la conciencia tranquila. Desde 59 entonces, el único contacto que manteníamos era un mensaje al mes con acuse de recibo que coincidía con el día después de la mutación. Más conciencia tranquila. Comencé estudios de Botánica en una antigua universidad del siglo XX. Ya sea por inercia o carácter inducido, me mantenía aislado del resto de alumnos y profesores además de vecinos y cualquier otra persona que tuviese necesidad de congeniar conmigo. Y así pasaron los tres años de carrera aderezados con infinitos paseos fuera de la ciudad. No me costó demasiado doctorarme un año después con la máxima nota, por eso inicié de inmediato los estudios de Geología que terminaron igual que los anteriores con la diferencia de que esta vez conocí a alguien. Mejor dicho: Aral me conoció a mí. En el segundo año de carrera, mientras preparaba un examen en la biblioteca, sentí como su mirada se clavaba alternativamente en mí y en un cuaderno de dibujo. Al cabo de una hora de incómoda pose de disimulo, arrancó la hoja y la arrugó haciendo una pelota, se levantó y se acercó con todos sus aperos. Al llegar a mi lado pasó de largo. Conforme se alejaba arrojó la bola de papel en una papelera y se fue de la biblioteca. Cinco segundos bastaron para salir del trance y recuperar la hoja que ella tiró. Al desplegarla vi un elegante retrato de mi perfil hecho al carboncillo y al pié su nombre y un número de contacto. Empezamos a salir. Dábamos largos paseos por la naturaleza. Yo le explicaba todo sobre cada planta que se nos presentaba por el camino y ella al mismo tiempo la replicaba en su cuaderno. Ella aprovechaba cualquier descanso para retratarme. Me pidió que posara desnudo y lo hice sin dudar. Me dijo que entrara en aquella poza y lo hice sin dudar. Entró ella en la poza y lo hicimos sin dudar. Cuando terminamos supe por fin qué era la felicidad, pero me duró el tiempo que tardó ella en salir del agua. En su espalda estaban marcadas mis uñas. La llegada Faltan treinta minutos para alunizar. Las señales sonoras nos prescriben órdenes claras. Nos colocamos los trajes presurizados con sus correspondientes escafandras y nos sentamos en nuestros confortables sillones a pesar de tener que ir amarrados. Frente a mí, a la izquierda va Yulia, una preciosa mujer morena de proporciones clásicas que destaca por el color de sus ojos: uno verde y el otro azul. Y, al frente a la derecha, Ron, un tipo corpulento de mirada sanguinaria. Desde que salimos de la influencia del campo gravitacional de La Tierra, hemos notado la acción del Helio-3 en nuestros cuerpos. Ninguno ha sufrido una transformación completa debido a la impermeabilidad de la nave, pero sí ha aumentado nuestra sensibilidad auditiva, visual y olfativa, aunque dentro del traje sólo es útil la segunda. También nos podemos 60 comunicar por telepatía, cosa que utilizamos para librarnos de oídos indiscretos. —Algo va mal. Lo presiento —me dice mentalmente Yulia. Debe ser cierto porque un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Tres segundos más y las alarmas suenan con estridencia. El dolor que sentimos en nuestros sensibles oídos nos enloquece. Por la radio nos piden una calma que ellos no tienen. La nave se ha salido del trazado correcto y se dirige sin remisión hacia la superficie lunar a una velocidad excesiva. El impacto es brutal pese a la baja gravedad. La cápsula está destrozada y el vacío nos ha invadido. Ron lucha por respirar pero su escafandra se ha roto. La asfixia le colapsa los pulmones y muere. Yulia no responde a mis llamadas mentales. Permanece frente a mí impasible con su dicromática mirada a ninguna parte. También está muerta. Ambos habían mutado completamente y no les ha servido de nada. Yo estoy inmovilizado por las piernas. No puedo evadirme. Me estoy convirtiendo en lobo y eso significa que mi traje debe tener una fuga. La encuentro cerca de la rodilla y la pinzo con los dedos. Estoy atrapado y mi oxígeno se está acabando. Por una rendija aparece La Tierra en cuarto creciente. No está mal para ser lo último que vea. El enemigo Tras el incidente de la poza, mi actitud con Aral cambió radicalmente. Le rehuía. Me llamaba constantemente por todos los medios a su alcance pero yo la ignoraba. El día del plenilunio nos citamos en el bosque que tanto nos gustaba recorrer. Llegué con antelación para hacer unos preparativos. Ella lo hizo puntual a la hora concertada. No hubo besos ni abrazos, sólo silencio. Esperó a que comenzara yo. —Perdóname —dije para romper la tensión. —No sé qué tengo que perdonar —dijo sin ninguna entonación—. Creía que la culpa la tenía yo, pero desconocía la razón. Le pedí que me acompañara al viejo tocón que utilizábamos como mesa en nuestras anteriores visitas. Vio la cesta que le era familiar. —Muy caro debe ser lo que haya ahí dentro para que te perdone —dijo a modo de advertencia. Vaciamos el contenido de la cesta en la mesa sin decir nada y nos pusimos a comer. Mantenía su vista sobre mí mientras degustaba cada alimento. Con la excusa de ir a por agua al riachuelo cercano, me puse tras ella y cuando ya no me veía le puse una argolla metálica al cuello. La tenía oculta bajo un manto de hojas secas. Estaba unida mediante una fuerte cadena a una estaca clavada al suelo. Su primera reacción ante aquel ataque por sorpresa fue levantarse y alejarse, pero la longitud de la cadena estaba calculada y al llegar al tope, la tensión le hizo caer de espaldas. —Por favor, tranquilízate —supliqué. Es por tu bien. Me miró desde el suelo sin entender la situación. —¿A qué está jugando, Cesar? —dijo con temor. 61 —Tranquilízate —repetí con la intención de serenarla —. En unos minutos te va a ocurrir algo y es mejor que permanezcas atada por seguridad. Cuando el proceso acabe te soltaré. —¿De qué proceso hablas? ¿Qué me va a ocurrir? — preguntó con desesperación. —Cuando amanezca te habrás recuperado y te daré todas las explicaciones que quieras. Pero ahora no hay tiempo. Lo que hemos comido nos ayudará a que la experiencia sea menos traumática. La Luna asomó por el horizonte y la transformación comenzó. Yo podía controlarme debido a la experiencia. Mi apariencia se modificaba más bien poco: vello corporal abundante, orejas, nariz y ojos más grandes, colmillos prominentes, musculatura multiplicada y sentidos realzados. Además era consciente de todo lo que ocurría a mi alrededor. Ella, al contrario, se estaba convirtiendo en una verdadera loba. A cada convulsión se alejaba más de su condición humana y cada vez me miraba con más furia. Empecé a temblar como un simple cachorro. Recuperamos nuestra forma humana con el ocaso de La Luna. Yo viví todo el proceso despierto. Vi su lucha por soltarse de la cadena, acechar su momento oportuno para atacarme, sentirse vencida, dormirse, recuperar su humanidad. Antes de que despertase le quité la argolla y la tapé con una manta que llevaba preparada. Le dejé también algo de ropa para que la reemplazase por la suya desgarrada. No tardó en despabilarse. No recordaba lo que hizo mientras era loba pero sí lo anterior. Le expliqué lo mejor que pude lo sucedido. Escuchó todo sin hablar y después se marchó. Ahora era ella quien me rehuía a mí. No conseguí volver a hablar con ella. Su siguiente transformación fue devastadora. Atrajo tanto la atención sobre si misma que el GESS la hizo desaparecer. El encuentro Me despierto en un lugar desconocido. Estoy seguro que me encuentro en La Luna por la baja gravedad que hay. No llevo el traje de astronauta sino un mono blanco de fibra sintética. Me incorporo de la cama en la que me encuentro pero es difícil acostumbrarse a la nueva inercia. Me siento extraño. Mi alter-ego está callado y jamás había sucedido. Al salir de la habitación, entro en otra más grande que parece ser una sala de estar. —Veo que ya se encuentra mejor —dice una mujer desde su sillón cuando me ve. —Hola. ¿Quién es usted? ¿Dónde estoy y cómo he llegado aquí? —pregunto sin parar pero calmado. —Sí que se ha recuperado. Viendo su locuacidad no hay duda —dice la mujer con una amable sonrisa—. Me llamo Minerva y se encuentra, Sr. Bafaluy, en mi hogar. —¿Me conoce? —Usted está aquí porque contestó a mi anuncio. 62 —No esperaba esa respuesta —dije sorprendido—, pero ya me tiene aquí aunque no se como. —Supongo que conoce a la organización GESS, ¿no? Pues ellos han saboteado el transbordador que le traía aquí. Sólo pude salvarle a usted —dijo Minerva torciendo el gesto—. Por muchas precauciones que tomemos siempre consiguen hacernos daño. —¿Hacernos? —pregunto intrigado. —Sí. Yo también pertenezco al grupo de los Seres Sobrenaturales. Aunque mi tótem es el oso. Cuando me harto de miel… Parece que he encontrado un nuevo hogar. Minerva es entomóloga, más precisamente apicultora. Busca tratamientos para erradicar los perjuicios de nuestro ser conservando los beneficios. Cuando me rescató de los restos, yo mismo era un peligro para mí. La sobredosis de Helio-3 me hizo perder el control y estuve apunto de terminar como mis compañeros de viaje. Minerva me inyectó veneno de sus abejas y ahuyentó el lobo de mí. No fue definitivo pero está cerca de lograrlo. Hasta llegar yo, vivía sola con la única compañía de sus abejas lunáticas y un par de asistentes cibernéticos. Nos hemos caído bien y algo ha surgido entre nosotros. Ella trabaja en sus experimentos y yo salgo al exterior a recoger muestras geológicas. Tomamos infusiones con miel mientras vemos pecorear a las abejas. A veces nos enfundamos los trajes presurizados, cogemos las bicicletas y recorremos los caminos de regolito prensado del Mare Imbrium hasta llegar a los Montes Cárpatos y contemplamos la puesta de La Tierra a la cual ya no echamos de menos. 63 Lilian Piqueres Casanova. Nacida en Alicante. Su gusto por la literatura y la filosofía ha estado , siempre presente en su vida y en su formación académica. Licenciada en Derecho, confiesa, no haber encontrado en esa disciplina terreno para la imaginación. Escribe porque sigue sintiendo la necesidad de conocer el sentido de la vida, lo que ocultan las personas, sus deseos, lo que les impulsa e inventar personajes le ayuda a satisfacer su propósito. En su biblioteca encontrarás a sus maestros. Aunque extraña ver en los estantes y en estrecha selección a Galdós y a Platón, a Gala y a Dostoyevski o a Aristóteles y a Santa Teresa de Jesús. Ha escrito algunos relatos cortos y algunos folios de una novela todavía inconclusa. Si alguna vez leéis sus relatos, marcharéis a recónditos lugares, viajaréis en la historia y os sumergiréis en la profundidad de lo que sois, pero solo al abrigo de una hoguera compartida en una playa, os contará lo que siente. El increíble éxito de Mr. Pepe No son más que una ilusión, un engaño, un devaneo, vanidad de vanidades, que el momento de un momento nos lo convierte en cenizas, humo, polvo, sombra y viento. Calderón de la Barca. La Alborada era una amplia avenida cercana al centro de la ciudad que constituía una de sus principales vías comerciales y en la que se erigían los edificios más caros y modernos de la localidad. No era aquélla una arquitectura simplemente de vanguardia destinada a oficinas. Las fachadas de cristal tintado y de tonos cambiantes con la intensidad de la luz, las instalaciones capaces de graduar la temperatura interior según las inclemencias meteorológicas externas al edificio o las medidas de vigilancia y sistemas de digitalización de los accesos, no sólo eran explicables bajo el prisma de facilitar un entorno idílico, confortable y seguro a los afortunados trabajadores que allí ejercieran su actividad. Por poco que uno observara los edificios próximos, podía llegar a la conclusión de que habían sido construidos con el ánimo de ser mejor que el colindante, mejor que el predecesor y el mejor de toda la plaza. Lo importante era el protagonismo boyante, de modo que ubicar la sede social de cualquier empresa en la zona, constituía por sí mismo, una acreditación del éxito y solidez económica de la misma. Las escasas construcciones antiguas, 64 que aún permanecían en la plaza, y que pudieran parecer ajenas a los estragos de aquélla perturbada magnificencia, tampoco abrigaban confusión alguna sobre la importancia de su propietario. Era la Alborada sin duda, una zona V.I.P. de la ciudad. El edificio Tecnológicas Martin S.A, se erigía soberbio con sus siete plantas, en el número treinta y tres de la avenida Alborada. La construcción pertenecía a un sexagenario que había dedicado toda su vida a fundar su empresa y, la construcción que llevaba su apellido, no solo debía materializar todo su éxito, sino también ratificar que el premio recibido por tanto esfuerzo y renuncias, había merecido la pena. Fue la sagacidad y ambición del Sr. Martin, junto con algunos conocimientos elementales en mecánica motriz, la que supuso el impulso inicial de su sociedad. La singladura empresarial había comenzado en un pequeño taller de mecánica para coches, heredado de su padre, que la familia poseía en los bajos de su vivienda, ubicada en el barrio obrero de la ciudad. La constante inquietud y curiosidad de aquél hombre por extraer de los motores de los autos el máximo rendimiento, le llevaba a estar en un estado de constante creación, de modo que aquéllas piezas metálicas y grasientas dispersas en aquél cuchitril, llegaron a engullir los mejores años del empresario, al que sumió en una verdadera catalepsia social. Se podría decir, que la vida familiar del Sr. Martin, siendo hijo único como era, acabó con la muerte de sus progenitores. Nunca hubo mujer, amigos o afición bastante fuera de su trabajo, como para distraerlo de su cometido, «ya habría tiempo para esas cosas», pensaba. La creación de un prototipo de motor para una industria automovilística del país, llevó a Tecnológicas Martin, a su primer éxito empresarial. Fue la ambición de su fundador, la que llevó a la empresa a consolidarse como una de las mejores industrias del mercado interior en el campo de las nuevas tecnologías. Y es el Alzheimer lo que en los últimos meses, hacía olvidar al Sr. Martin gran parte de todo eso. No era una mañana clara. El cielo plomizo de abril deslucía la ciudad, confiriéndole un aspecto sucio y gris. Pero ni la inminente amenaza de lluvia, ni tan siquiera los primeros destellos de los relámpagos, forzaron a Sofí a abstraerse de sus pensamientos. A pesar de que era temprano, su figura menuda recorría, como una flecha, las avenidas que constituían su camino diario hasta el lugar en el que trabajaba. Tan ensimismada iba, que perdió la noción de dónde estaba y solo cuando comenzó a llover con fuerza, fue consciente de que antes de su entrada a la oficina, debía reunirse con sus tres compañeras en el Café de Aureliano, que se ubicaba en una calle cercana a la avenida Alborada dónde trabajaban. No eran más de las siete de la mañana, cuando Sofí llegó resoplando a la cafetería dónde era habitual encontrarse con sus compañeras antes de entrar a la oficina. Esas reuniones 65 vertiginosas y de café express en la barra, minutos antes de entrar al trabajo, eran casi siempre sobreentendidas, sin cita previa, pero esa mañana todas habían extremado la puntualidad según lo acordado la tarde anterior. La chica saludó a Aure, el dueño del café, que le correspondió con un guiño, a la par que le señalaba el rincón más aislado de su local, elegido por sus compañeras para el encuentro, mientras tomaban sus consumiciones. —¡Buenos días, madrugadoras inusitadas! ¡Casi llego! Sin aliento y calada hasta los huesos, pero he sido puntual, conste en acta —dijo Sofí fingiendo solemnidad, ante el serio semblante de sus compañeras—. ¡Vaya!, ya veo que no está el horno para bollos. Iremos pues al grano. »Ya conocéis la mitad de la historia, Technology & Trade Company, más conocida como Tí and Tí Coumpani —pronunció Sofí en perfecto inglés—, la más importante empresa en nuevas tecnologías en el mundo, cuya sede se halla en Londres, compró hace unos meses la mayoría de las acciones de Tecnológicas Martin. Nadie duda de que para Martin, la empresa ha sido y es toda su vida. Él la fundó y la ha dirigido durante muchos años. Hoy tampoco duda nadie, que su venta, sólo ha sido posible por la enfermedad de Alzheimer, que le fue diagnosticada y porque al consejo directivo le ha importado poco los deseos de Martin de no venderla. Lo apartaron de todo órgano de decisión y como gratitud le dejaron el cargo de presidente honorífico, es decir, ya no pinta nada. »El Consejo de Administración y Dirección inglés, nos envió hace unas semanas a míster Blair, al que ya hemos podido conocer —puntualizó parando su discurso y lanzando una mirada inquisidora a sus contertulias, por si observaba alguna reacción—, para supervisar e inspeccionar nuestras instalaciones, nuestra organización y a todo al personal de las oficinas Martin. En fin, como todos sospechamos, ese hombre será el más que probable nuevo director-gerente de nuestra empresa, que ha pasado a ser filial de Tí and Tí. Pero vayamos al tema que nos ocupa. Mr. Blair, vino aquí con una orden muy concreta: nuestra gerencia española, debía elegir a uno de entre sus directivos, para que le acompañara en el ejercicio de supervisión de nuestro negocio y con la condición, de que el elegido no formara parte de su Consejo de Dirección. En definitiva, uno de los nuestros, será el que le refiera como testigo directo, cuanto se cuece y se ha venido cociendo en nuestra empresa. Un asistente de dirección, en definitiva, que según consiga llevarse o no el gato al agua, determinará la política de gestión y organización que ejercerá Tí and Tí con nosotros, repercutiendo sin duda, en nuestros puestos de trabajo. Y ya sabéis, que Mr. Blair, tiene fama de no temblarle el pulso para deshacerse de quien no apoye sus decisiones. —Er decí, —interrumpió Clara exagerando su acento andaluz y recogiéndose su melena azabache a un lado—el señó Martin y su cohorte nos ha vendío a «La Titi», y pa colmo, piden que uno de nuestros directores sea un «confeti». Sí. ¡No 66 me mirei así. ¡Mare mía! Un confeti. Un «cotillón», pa que mentendái. Por mucho que Sofí lo llame asistente —dijo Clara clavando sus enormes ojos negros en los de sus compañeras. »Esto nunca hubiera ocurrido con Martin. Ese hombre no hubiera vendido nunca su negocio y menos a una empresa extranjera. Jamás quiso desarrollar su negocio en el exterior, aunque ello supusiera menor ganancia. »Ya conoceréis a Blair, ya —advertía Clara—. Con esa puntualidad tan exquisita, digo yo, ¿no conocerá el concepto de horario flexible? ¿o es que no le ha dado alguna vez un apretón antes de entrar al trabajo? El otro día, me llamó la atención porque llegué cinco minutos tarde. Mis Clara, me llama —puntualizó la chica—, ¿pero qué se ha creído? Y no os lo perdáis, si te marchas más tarde de tu horario, el listo se calla. ¿Y cuando habla? Lo hace en plural. «Nosotros pensamos». «Nosotros decimos» —dijo en tono de burla imitando el acento inglés de Mr. Blair— si te da la impresión de que tras sus espaldas va a aparecer toda la tropa del Consejo directivo, aunque no haya nadie. ¿Y el bastón que usa, sin hacerle falta? Usa uno distinto cada día. ¿Qué es, un excéntrico? ¿Para qué lo quiere? ¿Para distinguirse de la maná? Pero si se parece a la Pimpinela Escarlata de la novela aquélla, que escribió hace siglos la Baronesa Orczy de Orcz. ¿Y lo mal que le sienta que le den una opinión? Que diga Rosa si no es cierto, que se reunió con su jefe, el director de marketing, para planificar la campaña publicitaria de esta temporada y el míster, no consintió que le diera ni una opinión a pesar de los intentos del pobre Jorge por hacerle ver que algunas cosas en España se hacen de otra manera. Si creo, que ya no le ha vuelto a dirigir la palabra el muy estúpido. —Calla y escucha Clara. Ante todo no me interrumpáis, porque pierdo el hilo y además apenas nos quedan veinte minutos —suplicó Sofí a sus compañeras. »Hemos quedado aquí, porque a nosotras y solo a nosotras, como secretarias, tú Rosa de Jorge, el Director de Marketing, tú Clara de Santiago, Director de Ventas, Alma de Jaume Director de Compras y una servidora de Pepe Responsable de Relaciones Públicas, nuestro Consejo de Dirección nos pidió hace unos días los contratos de trabajo de cada uno de nuestros directores. De esta circunstancia, dedujimos que el asistente probablemente será uno de ellos y teniendo en cuenta que hoy han sido convocados los cuatro por la dirección, para dentro de exactamente una hora, para mí no hay duda alguna. Así es que chicas —dijo Sofí recuperando el tono solemne—, intercambiémonos información sobre los perfiles profesionales y personales de nuestros respectivos jefes. »Que sepamos los cuatro entraron de la mano de alguno de los que compone hoy nuestra dirección general. Bueno, menos Pepe, mi jefe, que entró en la empresa porque Martin debía un favor a su padre. El currículum del hombre, no era muy bueno que digamos y su experiencia en el negocio nula, de ahí, que para cumplir con el compromiso, Martin lo nombrara responsable de relaciones internacionales, que como sabéis al 67 viejo le importaban un pimiento. Así mataba de un tiro dos pájaros, cumplía con el compromiso y colocaba al recién llegado en un lugar donde no pudiera estorbar. Por lo demás añadiré, que nunca he visto hacer un solo informe a éste hombre, es más generalmente los hago yo. En una palabra no sé realmente qué hace en la empresa, aparte de extremar la cortesía con los jefes y prepararse, cuando hay alguna junta directiva, algún discurso, que siempre he sospechado se los escriben —puntualizó Sofí. —Pues con esos antecedentes, va a ser el único que vamos a descartar como candidato, porque todos los demás tienen un amplio recorrido profesional y buena formación académica. Así es que chicas, nos queda Santiago, Jorge y Jaume —dijo Clara con convicción. —Tenemos que irnos —dijo Rosa invitando a levantarse a sus compañeras—. Creo que todas opinamos como Clara. En unos días conoceremos la decisión. Ya hablaremos. El grupo abandonó a toda prisa la cafetería. En el séptimo piso del edificio Martin, una hora después la junta directiva aguardaba la llegada de los candidatos. No pudo evitar Sofí mirar por la espalda al que desde hacía casi un año, era el nuevo director adjunto de Blair. Mr. Pepe, como así le llamaba el inglés, pasaba, fugaz y nervioso ante su mesa profiriéndole un mecánico saludo. Aquél día al observarlo a hurtadillas, tuvo la chica que taparse la boca para evitar una carcajada. Llegó el hombre empapado. Portaba en su mano izquierda su inseparable maletín. Bajo la axila del mismo lado, dos periódicos, y en la derecha abrazaba su portátil, mientras dejaba descolgar en su muñeca el paraguas, del que resbalaba un hilillo de agua que creaba, visto por detrás, la impresión de que padecía algún problema de incontinencia urinaria. Y como aquél hombre estaba siempre en continua movilidad e inquietud, iba dejando el rastro de su trayectoria con parada y charco incluido, ante las mesas de los directores en las que se paraba antes de llegar a su despacho. Contra todo pronóstico, Pepe había ganado la partida, a todo un tropel de directivos titulados, válidos y sobradamente experimentados. Su imagen callada y esquiva, fue confundida por el antiguo consejo de dirección, creyéndole discreto, prudente y sobre todo inocuo. Mr. Blair, sin embargo, encontró en los halagos y sumisión de Pepe, el asistente que creía merecer. En poco tiempo, Technology & Trade, había convertido a Tecnológicas Martin en un Leviatán, capaz de devorar todo saber y experiencia, si no colmaba la insana vanidad de Blair y la ambición de Pepe. Sofí, observaba aquélla nueva atmósfera, desde su recién estrenado puesto de secretaria de dirección general, y se preguntaba, si realmente todo ese escenario de frustración silenciada y de sobreesfuerzo humillado, podría ser compensado alguna vez, con solo dinero. La visita oficial del comité de dirección en pleno, que se esperaba al día siguiente, no fue lo que consiguió sacar de sus 68 casillas a Pepe aquélla mañana. Sofí, le había comentado, a su llegada, que el Sr. Martin, había acudido a primera hora a las oficinas. Así se lo había dicho el guardia de seguridad, que le había facilitado la entrada para que pudiera esperarle en su despacho. Desde ese instante, Pepe no había parado de ir de un lado a otro en continua movilidad infructuosa, sin que terminara de ejecutar u organizar cosa alguna. —¿Martin? ¿A qué hora? Y ¿dónde está? —preguntaba Pepe, arrugando el ceño sin ocultar su fastidio. —Yo he llegado a las siete y media y aquí no estaba. El guarda me ha comentado que el Sr. Martin había acudido poco antes de las siete. Le pareció extraño verlo después de tantos meses y sobre todo tan temprano, pero llovía y al decirle Martin que esperabas su visita y que aguardaría en tu despacho, lo dejó pasar. También comentó que Martin había sido muy cortés y que le dijo que echaba mucho de menos todo esto y que al acompañarlo al ascensor, le dijo que prefería subir por las escaleras «para ver como seguía todo» —relató Sofí, lo más minuciosamente posible. —¿Conmigo? ¿En mi despacho? ¿Y dónde está? Lo que me faltaba. Y mañana «El Comité» aquí. ¿Qué querrá? — preguntaba Pepe, una y otra vez, mirando nervioso su reloj. —Lo cierto es que he preguntado en todas las plantas y nadie ha visto al Presidente —enfatizó Sofí en un intento de recordarle a Pepe, que Martin seguía siéndolo, aunque fuera solo honorífico. Además el turno del guarda finalizó hace rato, y no he podido preguntarle si lo vio salir. —Está bien. No tengo tiempo para esto. Si alguien lo ve que me avise inmediatamente y espero que el primero que lo vea no sea Blair. El sótano del edificio Tecnológicas Martin, permanecía en la penumbra forzada que las luces de emergencia proporcionaban a la estancia. El edificio se hallaba vacío desde hacía varias horas y solo el guarda nocturno custodiaba la puerta principal. Martin, había accedido al sótano, después de recorrer cada una de las plantas supervisando las instalaciones y allí había permanecido desde entonces. Había apilado unas cajas que le servían de asiento, con el fin de que le proporcionaran la altura suficiente para poder vislumbrar lo que estaba almacenado. Allí permanecía estático, observando una y otra vez los objetos que habían sido retirados, en espera de que alguien se los llevara para destruirlos o desguazarlos. Creyó reconocer, de entre las siluetas que proyectaban las tenues luces, todo lo que allí se amontonaba. La maquinaria de su oficina. Las antiguas estanterías de su despacho. Su mesa y su sillón de pie rodado. También le pareció ver en un rincón, el primer prototipo de motor que creó para automóviles, en el pequeño taller de su padre. En el lado opuesto del habitáculo, resquebrajado sobre el suelo, el rótulo lumínico que había coronado el edificio con su nombre. Allí, olvidadas y arrinconadas, se esparcían sus horas de 69 esfuerzo, su sacrificio, su creación y todo su ser. Martin, observó por última vez, aquélla estancia que le parecía la escena final de una obra de teatro, en la que antes de bajar el telón, las luces van apagándose hasta dejar el escenario en silencio y en una oscuridad iluminada. Se apeó de su trono de cartón y se marchó. Pasaban de las cinco de la madrugada, cuando los coches de los bomberos y de la policía cruzaron veloces las principales vías de la ciudad hasta llegar a la avenida de la Alborada. El edificio Martin, ardía por los cuatro costados. El fuego había comenzado en varias plantas a la vez y la policía no tenía duda alguna de que había sido provocado. El ensordecedor ruido de las sirenas, se confundía con el estruendo que provocaba la caída de los cristales de la facha sobre la calzada y encima de los vehículos que allí permanecían estacionados. Las voces de la autoridad, prohibiendo al gentío que se acercaran a la zona y el esfuerzo de los bomberos que parecía inútil, aumentaba más si cabe, la imagen caótica de la situación. El espectáculo estaba servido. 70 Lola Calatayud Ruiz nació en 1968 en Valdepeñas, Ciudad Real. Trabajadora social de formación, ha trabajado en Animación sociocultural y en Teatro terapéutico. Ha publicado artículos en la revista de la asociación cultural de Olba, Teruel . Actualmente publica en su blog: www.escritovital.blogspot.com Para cuánto da una sopa Hacía frío ese día. Lucía había dejado preparada la noche anterior una sencilla sopa que calentó para la comida. Con calma colocó sobre el viejo baúl que usaba como mesa, los cubiertos, un vaso con agua y un trozo de pan; en el centro, el humeante plato con olores a cocina casera. Hacía cuatro años que Lucía vivía en aquella casa de dimensiones pequeñas, donde mesillas, sofás y repisas se acercaban, se rozaban compartiendo formas y texturas. A veces cambiaba de lugar los muebles, intentaba encontrar espacios imposibles, paredes aprovechables, funcionales rincones de varios usos; sólo el baúl de madera oscura era inamovible, ocupaba el sitio perfecto. Se sentó frente a él, el caldo calentaba con el vapor su piel; encendió entonces el televisor. Se arropó bajo su bata naranja y sintió cómo el tejido aterciopelado acariciaba su cuerpo, luego frotó las palmas de sus manos buscando entrar en calor. Se dispuso a comer, descansando ya en casa, tras el trabajo. En la pantalla se sucedían desastres de terribles consecuencias y se acordaba de Constance, espiritual, filosófica, que por nada del mundo comía mientras veía noticias, salvaguardaba el alimento de energías dañinas y su ser entero de agudas dentelladas de mentira o de guerra, tsunamis devastadores, irreversibles. Constance había sido su amor durante diez años y Lucía tenía muchos días marcados por recuerdos junto a ella. 71 Lucía miraba distraída el televisor; cuando algo llamaba en especial su atención, comentaba consigo misma, cavilaciones y conjeturas sobre una forma particular de ver y de contar las cosas. Otras veces bajaba la vista y el volumen. Continuaba comiendo lentamente. No esperaba algo distinto; una rabiosa actualidad precedía la sección de moda, el gran regocijo en el fútbol y un abandono final del ser con el tiempo meteorológico. Le gustaba de forma particular la sección del tiempo con sus mapas de fondo y la mujer de melena grácil que la embelesaba; este espacio tenía el don de provocarle la absorción mental y el viaje astral. Lucía fantaseaba, por proximidad no más, con el avance que pronosticaba buen clima para el cielo que la arropaba, incubando el deseo de ver soles perennes sobre la fría llanura que habitaba. Del extremo más alejado del mapa al punto en que se encontraba, había un tramo extenso, que la mujer del tiempo recorría tranquilamente, y un amplio vocabulario que embebía a Lucía; una atmósfera que abundaba en gestos, signos, señales, gráficos comparativos y numerosos hectopascales que le intrigaban. Lucía se quedaba siempre a medio camino; iniciaba una andadura por los aconteceres próximos y lejanos y se dejaba llevar, alzaba el vuelo hasta donde la llevaba cada pensamiento. Cuando amerizaba, la mujer del tiempo ya terminaba su intervención. Cada día le ocurría lo mismo. Volaba lejos sin lograr escuchar el pronóstico esperado. Sorbía la sopa mientras trataba de digerir el resto seccionado de un telediario que contaba de artefactos, desgracias, gases tóxicos, oleadas de protestas, porcentajes, mención decorosa al día internacional que se conmemoraba, estafas, estampas y hasta trajes de comunión. Ciclones, riadas, turbulencias, maremotos, planes de emergencia, leyes, trampas, juicios, suicidios, sentencias, suposiciones… y nada de publicidad evidente. Seguía acordándose de Constance y de su enfrentamiento a la vida desde la paz. El caldo le pareció de pronto amargo y creyó que el sabor vendría de la tristeza de las tragedias, de los llantos entre sinrazones, de la humillación, de la impotencia, de la derrota y del cansancio. El caldo se iba templando y en la pantalla del televisor apareció un atractivo fondo azul y un subtítulo a modo de resumen: «El Norte no siempre es el mismo Norte». Lucía, interesada, subió el volumen. La locutora del telediario, con chaqueta correcta, mirada gélida y voz intemporal, dijo: —A dos de las cuatro pistas del aeropuerto de Madrid Barajas se les ha cambiado el nombre y esto no es algo muy usual; la última vez que ocurrió fue hace veinte años. La modificación depende del cambio del norte magnético.- Y continuó —Aunque la brújula siempre indica dónde está el Norte, el Norte no siempre está en el mismo sitio, varía según el lugar del planeta donde estemos; una situación influenciada también por los cambios en los flujos de la tierra y por el paso del tiempo. 72 ¡El norte cambiaba! se asombró. ¡Ese punto crucial de referencia! Parecía ser un dato imperceptible para algunos pero de gran importancia para el personal de aeronáutica en las pistas de aterrizaje, habían dicho. Lucía comenzó después a reír a carcajadas mientras apoyaba las manos en sus mejillas con gesto infantil. Le habría gustado estar en ese momento junto a sus alumnas de la clase de la mañana, donde ella había hablado de la percepción y de la relatividad de las cosas con un resultado nada previsto. Había decidido comenzar la exposición con argumentos sobre el yin y el yang mostrando cómo todo es relativo y nada es absoluto. Más tarde, para ilustrar el tema, recurrió a otro ejemplo. En la pizarra dibujó con trazos inexpertos un mapa. Mientras extendía con tiza las costas sinuosas, a su espalda se inició un murmullo que pronto se convirtió en exclamaciones y risas; frente a ella, en el extenso pizarrón, se mostraba una península apenas reconocible, un mar Mediterráneo semejante a un golfo caribeño y un estrecho que se clavaba en la costa lejana del continente vecino como un arpón afilado. —¡¿Eso es Cádiz?! ¡Ha unido Ceuta con Gibraltar!— dijo una. —¡Te has comido el Levante!— exclamó otra. Lucía era incapaz de orientarse, confundía los puntos cardinales y el hecho de interpretar un plano se convertía en un terrible suceso donde todo perdía objetividad. Era un auténtico desastre en este sentido. ¿Por qué se había metido ella en un terreno tan inseguro? Recordó aquel viaje a Tenerife, en el que esperó la salida del sol desde la balconada del hotel que daba al oeste, ejemplo elocuente de su poca, casi nula, orientación espacial. Mientras, las alumnas continuaban con el jocoso debate, alborotadas con las similitudes y diferencias entre conceptos como «enfrente» y «delante», sin llegar a una conclusión satisfactoria. La ejemplar disertación sobre la relatividad de las cosas había dado lugar a múltiples divagaciones. Lucía seguía riendo, ahora más serenamente, frente al baúl, frente a su plato. Decidió que añadiría esta noticia en la próxima clase como final de un capítulo cargado de anécdotas. Recordó entonces a Einstein, quien demostró que es imposible hallar un sistema de referencia absoluto y que todo movimiento es relativo. Recuperó entre sus dedos la cuchara apartada y asintió con la cabeza en su propio pensamiento: «Todo cambia, hasta el norte». Miró otra vez hacia delante y, para entonces, la mujer del tiempo ya estaba presente. Oyó que habría presencia de mar de fondo; un oleaje que se propagaba más allá de la zona donde se había generado, con olas de crestas suaves y rompientes en las costas. El viento presente en los litorales no tenía que ver con su origen, el causante era el viento que soplaba mar adentro. Lucía comenzó a sentir un olor característico a salitre, a pescado fresco. Sorbió otra cucharada de sopa y la encontró muy salada. Miró su plato. Creyó estar soñando. El caldo se 73 había teñido de un color azul marino, pequeñas olas crecían dibujando puntillas de espuma blanca, invadiendo, con la voluntad de las mareas, la oscura superficie del viejo baúl. Por la estrecha ventana un rayo de sol iluminaba cálidamente la habitación, a lo lejos, cada vez más cerca, se escuchaba el áspero graznar de las gaviotas grises. 74 Cristina Gil Romero vive en Alicante desde pequeña, estudió Filosofía y Letras en la Universidad (en concreto Geografía e Historia). Siempre le fascinó la literatura y expresarse a través de las palabras escritas. Este ha sido su primer curso relacionado con el tema y se siente muy feliz de su realización y agradecida por la oportunidad que supone de aprendizaje y de poder compartir con su profesor y sus compañeros las inquietudes que tienen en común. Lonely El tren se deslizaba por las vías camino de la estación. Ana miró su reloj, eran las cinco de la tarde, de repente recordó el día que era. 20 de abril. Ya habían pasado diez años desde que Luis se marchó a Estados Unidos. Diez años sin verle, sin saber de él. De nuevo le vino a la mente cuánto se habían querido, cómo una serie de desencuentros los habían llevado a una separación, no ya física sino a la separación de sus corazones. Miró las ventanillas del tren, había empezado a caer una lluvia que cada vez se iba haciendo más persistente. Continuó recordando, imaginando como podría haber sido su vida si su inseguridad no la hubiese llevado a poner a Luis ante el ultimátum de quedarse con ella en España y rechazar el trabajo que le habían ofrecido o marcharse y con ello terminar su relación. Luis la intentó convencer de que se marchara con él, que la estancia sólo sería temporal. También le dijo que, si lo prefería, podría esperar su vuelta en España y mientras tanto viajarían para verse cuanto les fuera posible. Ana se había arrepentido tantas veces de su negativa a continuar su vida al lado de Luis. Su miedo la había separado de su amor. La lluvia cada vez caía con más fuerza, la tarde se oscureció al igual que sus pensamientos. Se dijo a sí misma que no quería acordarse de aquello, no era el momento y además aún la hacía sufrir. 75 Cuando el tren paró por fin, Ana bajó con su maleta. Todo el mundo se apresuraba para ponerse a resguardo lo antes posible, ella también. Se dirigía rápidamente a la parada de taxis, cuando de repente vio a un perrito que se quedó mirándola fijamente. Estaba allí, inmóvil, era pequeño, se había mojado con la lluvia y estaba temblando. Ana se detuvo, sus pensamientos se frenaron en seco. Pensó que tenía que hacer algo, aquel perrito parecía perdido o tal vez abandonado. No podía dejarle allí. Sin dudarlo un segundo, después de hablarle y tranquilizarle, le cogió en brazos y decidió llevarle a casa. Al día siguiente le llevaría al veterinario para que comprobasen si tenía microchip y de esa manera podían localizar a su dueño. El perrito se dejó coger en brazos, volvió a mirarla fijamente y pareció calmarse. Después de coger un taxi y llegar a casa le acomodó en una mantita sobre el suelo y le puso agua y comida. Encontrar a ese pequeño animalito disipó la tristeza que había sentido al recordar a Luis. Se sintió útil y feliz al estar haciendo todo lo posible para que el perrito volviera a su casa o, tal vez, pensó, si su dueño no aparecía podría quedarse con ella. A la mañana siguiente después de llamar a su trabajo para decir que estaba enferma, fue con él al veterinario. Después de pasarle el lector apareció el propietario, era una mujer, una tal Carmen, ahora tenía su dirección y su teléfono. Sus emociones se encontraron, por una parte se alegró y por otra sintió que se perdiera la posibilidad de quedarse con el animalito. Hasta había pensado en un nombre para él, en el caso de que se quedara a su lado, le llamaría Lonely, «solitario», tal y como le encontró en mitad de la inhóspita estación del tren. Esa misma tarde se puso en contacto con Carmen. Le pareció una chica amable, notó que se alegró al saber que el perrito había aparecido. Le dijo que hacía tiempo que éste vivía con su ex-novio, desde que se separaron fue él quien se había quedado con el animal. Le pidió a Ana su dirección y le dijo que avisaría a su expareja y que si al día siguiente ella estaba en casa, le diría que se pasase a recogerle. Ana estuvo de acuerdo y quedaron de esa forma. No pudo evitar pensar que de nuevo se iba a quedar sola. Cuando llamaron a la puerta, Ana supo que venían a recoger a Lonely. Cuando abrió la puerta le vio, estaba allí, frente a ella, mirándola sonriente y tímido a la vez, era Luis. Ella no fue capaz de articular una sola palabra, en un primer momento. —Ana, ¿no me dices nada, después de tanto tiempo? —Luis... yo... ¿qué haces aquí? Lonely saltaba y ladraba feliz al ver a Luis, éste le abrazó y acarició, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. —¿Estás bien?, ¿verdad?... Te he echado mucho de menos. 76 —Tranquilo, ya estamos juntos. Dirigiéndose de nuevo a Ana siguió hablando. —Vengo a recoger a mi perro, aún no puedo creer que fueses tú quien le encontrara después de estar perdido dos días. —¿Es tuyo entonces, Luis? —Era de los dos, de Carmen y mío, nos separamos hace un año y él se quedó conmigo. Cuando ella me dijo que le habían encontrado y la dirección para venir a recogerle, supe que estaba contigo, aquí en esta casa donde vivimos los dos hace años. Ana le miraba con los ojos muy abiertos, después de diez años, allí tenía a Luis. Prácticamente estaba igual, en su pelo aparecían canas, estaba algo más delgado, pero continuaba teniendo la misma mirada cálida y la dulce sonrisa que, tiempo atrás, la habían enamorado. Sintió como si el tiempo no hubiese pasado, deseó darle un abrazo, pero fue incapaz de aproximarse más a él. Y, sobre todo, se sintió feliz por haber encontrado a ese animalillo, que había surgido como de la nada y que parecía estar uniéndoles otra vez. —Luis, supe hace años que volviste de Estados Unidos, pero ya había pasado tanto tiempo... —Lo sé Ana, entonces los dos teníamos ya otra vida, aquello que sucedió nos llevó por diferentes caminos. Luis, se calló por unos instantes y la miró pensativo, después apartando la mirada le dijo: —Ana, ¿qué te parece si mañana sobre esta hora vamos los tres a dar un paseo al parque de aquí al lado y de paso hablamos con tranquilidad? —De acuerdo, hablamos mañana Luis. Ana miró al perrito, se acercó a él, le cogió en brazos y después de darle un beso le dijo: —Hasta mañana Lonely, nos veremos pronto, que duermas muy bien. —Ana, ¿le has puesto un nombre?. —Sí, espero que no te importe, supongo que lo hice pensando en el caso en que no apareciese su dueño. ¿Cómo se llama realmente? —Es Canelo, supongo que no es un nombre muy original, pero es el que me gustó. —A mí también me gusta, pero ¿le podré seguir llamando Lonely, si no te importa? —No me importa Ana. —Te lo agradezco. Esa noche los sueños de Ana estuvieron habitados por imágenes del pasado, de momentos felices en los que se veía a sí misma junto a Luis. Junto con otras en las que veía a Lonely corriendo por el campo, saltando y jugando, radiante, parecía mirarles a los dos, aunque ella no se veía a sí misma ni a Luis, aún así percibía que estaban juntos. Sintió que no tenía miedo, que todo estaba bien, que siempre lo había estado. 77 Cuando volvió a ver a Luis y a Lonely, tuvo la seguridad de que aquel reencuentro iba a suponer un cambio importante en sus vidas. Ese perrito dulce, que la miraba con ojos sabios, como si la conociera de toda la vida, había logrado que Luis y ella volvieran a encontrarse. Supo que los dos hablarían de lo que había ocurrido años atrás, de lo que les había distanciado, pero sabía que no les iba a importar ya nada de lo sucedido entonces. Lo importante era que ahora ya no iban a estar solos, que la vida les estaba dando una nueva oportunidad de vivir con confianza y alegría, mirando hacia el futuro. Y que a través de aquel ser inocente y bondadoso, de nuevo podría iniciar un nuevo camino los tres juntos. 78 Mar Fraile Pérez tiene marcadas raíces castellanas. Su origen salmantino le hace amar las leyendas y las tradiciones. Le encanta leer desde que era niña. Trabaja desde hace años con niños y le gustaría escribir libros para ellos. URU En el principio los dioses crearon a dos inmortales, Anskor y Surelius, para observarlos y descubrir si era posible la vida de especies inferiores y cómo se comportarían. Los dos crecieron como hermanos, unidos por una estrecha amistad. Los dioses, al ver que eran buenos, decidieron poblar el planeta y los bendijeron con hijos. Anskor tuvo cinco y Surelius dos. Surelius tuvo envidia de su amigo. Pensó que al tener más hijos agradaba más a los dioses, y que éstos eran sus favoritos. Entonces, en su corazón se instaló la oscuridad, e intentó matar a su hermano. Los dos pelearon con ferocidad y al cruzar sus miradas comprendieron su error. Se esforzaron entonces en limpiar sus corazones y expulsaron la semilla maligna fuera de ellos. Al instante, la semilla creció y tomó sus formas. Ahora había cuatro y no dos amigos. El Anskor y el Surelius creados por los dioses con bondad en sus corazones, y el Anskor y el Surelius creados por la maldad. Aterrados, corrieron a esconderse con los suyos, pero era demasiado tarde. De todos y cada uno de sus hijos nació su doble de maldad. Comprendiendo la inutilidad de huir hicieron frente a su enemigo, y así comenzó una guerra que se ha extendido hasta nuestros días, porque cada vez que daban muerte a un felonio —pues así los llamaron— del guerrero se desdoblaba uno nuevo, impulsado por la maldad del acto. Sin solución aparente, los nuestros cayeron en la desesperación, hasta que la casta de los sabios, recordando la profecía 79 lanzada por uno de los dioses, encontró la solución. Debían aislar y entrenar, no en el arte de la lucha sino en el de la mente, a un hijo de la casa de Anskor. —Llegó el momento Ilia —anunció Solom—, esta noche hemos de comunicarle a Uru quién es y cuál es el sentido de su existencia. —¿Estás seguro Solom? —preguntó Ilia—, ¿no deberíamos esperar un poco más?, quizá cuando comience el verano… —No —la interrumpió Solom—, el tiempo apremia y no podemos confiar en la rapidez de aprendizaje del muchacho. Hace ya cuatro años de su aislamiento. —Cierto sabio Solom, pido perdón —se lamentó Ilia—, pero como habrás observado la luna mayor está plena y la menor aún no ha desaparecido. Las estaciones se alargarán esta tríada. Urum es pequeño aún. Considera pues, maestro, alargar un poco su inocencia. —Ilia —dijo Solom—, conozco tu corazón y tu prudencia, pero tu juventud te hace ignorante. Los acontecimientos nos obligan. La casa de Anskor reclama a su heredero para acabar con la maldición. Esta noche hablaremos con él. Le diremos quién es y cuál es su misión, y te mostrarás Ilia. Le dirás también cual es la tuya. Al anochecer Solom e Ilia fueron en busca del chico y le revelaron su origen y procedencia. Le dijeron que pertenecía a la casa de Anskor, le hablaron de la guerra, del porqué de su aislamiento, de su misión y de su destino. «Vaya» pensó Uru, «así que hay más como yo. Y la chica, Ilia, ha estado todo este tiempo en la isla y yo no me he dado cuenta, y además es mi protectora. Y, ¿tanto tiempo llevo aquí?, ¡cinco años! Me acuerdo de cuando llegué pero no de nada anterior. Tenía miedo de estar solo. Recuerdo llorar escondido debajo de la cama hasta dormirme. Y recuerdo al viejo Solom que venía a verme de vez en cuando. ¿Y yo tengo que acabar con una guerra que dura décadas?, se han equivocado de chico. Yo no sé luchar y no soy todas esas cosas que están diciendo». —Duerme ahora. Mañana al alba comenzaremos tu entrenamiento — dijo Solom adivinando los pensamientos que cruzaban por la mente del chico. Uru se dio la vuelta y entró en la cabaña para cumplir las primeras ordenes de Solom, cuando se dio cuenta de que Ilia le seguía. La miró con cara mitad de asombro mitad de miedo. «¿Adónde iba aquella chica?» pensó Uru, «prefiero enfrentarme ahora mismo al enemigo antes que compartir mi casa con una chica». Ilia se dio cuenta de sus sentimientos, y con cara de superioridad le dijo: —Uru, soy tu protectora. Eso significa que no me separaré de ti en ningún momento y bajo ningún concepto. Llevo cuatro años haciéndolo, debo protegerte. Si yo fallo tú mueres, y todo estará perdido. Tú dedícate a lo tuyo y yo me dedicaré a lo mío —sentenció. Cuando amaneció, Uru e Ilia salieron de la casa en busca de Solom, pero él ya estaba esperándoles. Ambos pensaban 80 que el viejo sabio iba a aparecer cargado de armas de todo tipo, pero se equivocaban. Solom estaba sentado en la hierba y a su lado sólo había lo que parecía un tablero de juego. Se acercaron con curiosidad y examinándolo atentamente quedaron asombrados. Se trataba de un tablero rectangular con unos dibujos y un laberinto en su parte superior. También había varias fichas: una blanca, una negra y varias rojas, las cuales Solom estaba colocando alrededor del laberinto. Uru no sabía si preguntar pero al final se decidió. —Maestro, ¿no íbamos a entrenar? — preguntó con cautela. Solom lo miró fijamente y le indicó con la mano que se sentara. Comenzó por explicarle el tablero. —Uru, esto no es un simple tablero de juego, esto es nuestro mundo, y con él te vas a entrenar. La parte inferior del tablero representa la isla donde vivimos, la ficha blanca eres tú. La parte superior representa el enemigo. Las fichas rojas son los veladores del gran cerebro, la ficha negra es el gran cerebro, y el dibujo, el laberinto por el cual habrás de avanzar para llegar hasta él y derrotarlo —dijo Solom. —No lo entiendo. Creí que íbamos a luchar —dijo extrañado Uru, mirando a Ilia. Ésta, tenía la misma cara de perplejidad que Uru. El maestro, armándose de paciencia, les explicó a los dos muchachos que la guerra que iban a librar no era física sino mental. Para luchar de forma tradicional ya tenían ejércitos. Lo que realmente necesitaban era alguien puro, no contaminado por ningún tipo de mal, por pequeño que fuera, para que no pudiera desdoblarse, dando pie a la continuación de la eterna batalla que libraban. Alguien que además fuera capaz de dominar por completo su mente y poder doblegar las mentes enemigas. Sobre todo una mente en concreto, la de Surelius. Les explicó que hace mucho tiempo los sabios descubrieron la manera de acabar con la guerra: la destrucción mental de aquel que lo empezó todo, a través de alguien inocente, unido a un protector que velaría por su seguridad y le cedería su fuerza mental en caso de necesitarla. —Así pues muchachos —dijo Solom—, ambos debéis entrenaros. Tendréis que dominar dos disciplinas, la sincronía mental y la estrategia. Así pasaron los días, entrenando sin descanso. Uru resultó ser un excelente mentalista, en muy poco tiempo logró una concentración absoluta. Al principio únicamente dejaba la mente en blanco durante largas horas, sin interrumpir este estado con ningún pensamiento que lo distrajera. Más tarde incorporó las percepciones extrasensoriales que recibía de su entorno: primero de insectos, caracoles y pequeñas plantas; después roedores y mamíferos pequeños; más tarde animales mayores y árboles, hasta que por fin dio el salto hasta sus iguales y logró conectar con las mentes de Solom e Ilia. Había 81 conseguido la sincronía mental. Ilia no se quedó atrás, pues consiguió los mismos logros que Uru solo que invirtiendo menor tiempo que él. El viejo sabio estaba asombrado y fascinado, y sus esperanzas se afianzaban día a día. El proceso de aislamiento y entrenamiento, repetido tantas veces en el tiempo por sus antecesores, siempre había fracasado. Nadie creía ya en la profecía. Sólo unos pocos confiaban todavía, y él más que ninguno, pues esta vez había una variable, una alteración en la constante. Pero todavía no podía revelarlo. Debería esperar un poco más. Comenzaba el otoño cuando Solom decidió continuar con el entrenamiento. Eligió una mañana ventosa con negras nubes. «No he podido escoger mejor el momento» se dijo el anciano, «el viento y la lluvia harán que sea más difícil y tendrán que trabajar más duramente». —Los pensamientos tienen volumen, color y peso —dijo el sabio—, y se mueven junto a sus dueños. Debéis ser capaces de elegir uno, buscarlo, encontrarlo e inmovilizarlo. Ilia, debes alejarte corriendo de nosotros y esconderte, pero no pares de moverte. Así, a Uru le será más difícil localizarte, pues te confundirá con animales y plantas. Uru, debes encontrarla y retenerla. Solo cuando lo consigas podremos proseguir. Al instante, Ilia empezó a correr y a reír dirigiéndose hacia el bosque, mientras Uru sonreía cerrando sus ojos. No sabía si iba a poder concentrarse. Aquello era nuevo, excitante, como un juego. Cuanto más intentaba dominarse menos lo conseguía, hasta que después de varias advertencias mentales en forma de agudos pinchazos en su cabeza por parte de su maestro, lo logró. Respiró hondo, dejó su mente en blanco y comenzó a buscar a su amiga. Como de costumbre, Solom tenía razón. Empezó a distinguir colores y tamaños que relacionaba con seres vivos más y menos pequeños. Notó, que cuanto más grande era el animal, más le costaba acercarse a él, al igual que con las pequeñas flores y los árboles. «Eso es por el peso» le había dicho su maestro, «cuanto más pesen más te costará aproximarte y retenerlos. Debes emplear toda tu concentración y tus fuerzas». Uru lo intentaba, pero solo consiguió aproximarse a una rana. Ésta, no paraba de dar saltos chapoteando divertida en los charcos que formaba la lluvia, así que desesperado al no poder retenerla, decidió seguir su búsqueda y encontrar a su amiga. Paseo y esquivó gran cantidad de colores y tonalidades, correspondientes a todos y cada uno de los seres que habitaban la isla, y cuando ya agotado, iba a darse por vencido, la encontró. Fue impactante. Tanto su color como el brillo que despedía no se parecían a nada que él hubiera visto antes, y ejercían sobre él una atracción difícil de resistir. Cuando volvió a la realidad estaba mareado. No sabría decir cuánto tiempo estuvo es ese estado de semiinconsciencia. Fijó su atención en el maestro. Era la primera vez que lo veía sonreír. —Ya estáis preparados —suspiró Solom—. Id a descansar, mañana se librará la batalla final. —¿Qué? —exclamó Uru—, ¡pero si no me he enterado de nada! ¡no lo he conseguido! 82 —Maestro Uru tiene razón —musitó Ilia—, ninguno de los dos ha superado la prueba, si vamos mañana a la batalla, pereceremos todos sin remedio. —Os equivocáis ambos —terció Solom—. Habéis superado con éxito vuestro entrenamiento y ni siquiera os habéis dado cuenta. Ilia, tú eres la verdadera elegida, heredera de la casa de Anskor. Tu entrenamiento consistía no tanto en la habilidad mental como en la perseverancia, benevolencia, coraje y disciplina. Cualidades que has demostrado sobradamente al velar y alentar al que tú creías tu protegido. Uru, tú eres el protector. Se te exige sinceridad y sensatez, y tú joven amigo, destacas en ambos rasgos. —No puede ser. No puedo hacerlo —farfulló Ilia. —Confía en ti—arguyó Solom—, recuerda que tienes a Uru a tu lado. Deberéis romper las barreras de los guardianes para poder acceder a Surelius. Concentraos en el engaño y tramad un ardid para despistarlos. Utilizad al enemigo contra él mismo. Y diciendo esto, Solom dio media vuelta y los dejó. Uru e Ilia se quedaron de pie, contemplando cómo se alejaba su maestro. Tenían un nudo en la garganta pues no sabían si lo volverían a ver. Decidieron acostarse en un intento de olvidar lo que les esperaba al día siguiente, pero no consiguieron dormir. Antes del amanecer se pusieron en camino. Se dirigieron al extremo norte de la isla, pues necesitaban sentirse lo más cerca posible del enemigo. Se sentaron al borde de un acantilado y fijaron su vista en el mar. —He pensado en lo que dijo el maestro —dijo Ilia—, en lo de despistar a los guardianes. —Yo también —sentenció Uru—, creo que esa es nuestra única opción. Si atacamos directamente nos vencerán. Lo mejor es que sigamos actuando como hasta ahora. Dejémosles creer que tú eres la protectora y yo el elegido, así irán a por mí y podrás tener acceso a Surelius. —Pero eso es demasiado peligroso Uru —advirtió Ilia—, no podrás hacerles frente a todos tú solo. —Creo que esa es exactamente mi misión Ilia —repuso el chico—, concéntrate en el verdadero enemigo. Recuerda que lo importante no somos nosotros, sino todos los que esperan que venzamos. Con un fuerte asentimiento de cabeza, más por intentar fortalecerse que por estar convencidos de sus planes, se cogieron de la mano y cerraron sus ojos. Una suave brisa acariciaba sus rostros, y dejando la mente en blanco, comenzaron a alejarse en busca de su enemigo. Antes de marcharse completamente, sintieron como su maestro conectaba con ellos. «Recordad, cuando no sepáis qué hacer, dejad que el inconsciente guíe vuestras decisiones. Confiad en vuestra intuición». Reconfortados por los ánimos de Solom, tuvieron la sensación de que su maestro nunca les dejaría totalmente solos. Respiraron profundamente y concentraron sus fuerzas. No tardaron en percibir claramente a los dos ejércitos. Una cantidad inusitada de colores con distintos brillos, unos más intensos que otros, y frente a ellos un solo 83 color plomizo, levantando una especie de densa niebla que engullía todo aquello que se le acercaba. Más allá, tras un extenso vacío, refulgían unas mentes sólidas y poderosas, que iban desde los naranjas más ardientes hasta los rojos más febriles. ¡Aquellos deben de ser los guardianes! —exclamó Ilia—, ¡pero no veo a Surelius! ¡Son muy poderosos Ilia! —dijo Uru—, les pondré un cebo para alejarlos de ahí. Me aproximaré a sus mentes pensando en su jefe y huiré rápidamente. Pensarán que soy el elegido, me seguirán todos. Entonces tendrás tu oportunidad. Aprovecha el momento para buscar a Surelius y atacarle. Se rápida pues él intentará desgastarte y te agotará. ¡Cómo si fuera tan fácil! —se quejó Ilia—, ¡aún no sé lo que voy a hacer para poder vencerlo! Utiliza el elemento sorpresa. Intenta esconderte y sorpréndele en el último momento —aconsejó Uru. «No sé dónde pretende que me esconda», opinó la chica. Mientras se debatía con sus pensamientos, Uru lanzó un ataque directo a los guardianes. Se acercó a ellos sin ninguna cautela y, nada más mostrarse, comenzó a huir en dirección contraria. Rápidamente los guardianes salieron tras él, dejando el campo libre a la elegida. Ilia se sorprendió, pues se extendía ante ella el mismo laberinto que había visto tantas veces en el tablero de entrenamiento. « ¿Cómo es posible?» pensó, pero al instante se adentró en él. Estaba dentro de la mente de Surelius. Comenzó a deambular a través de pasillos oscuros y tenebrosos que le producían una terrible sensación, como un miedo atávico. Algo que siempre había estado ahí, dormido, y ahora impregnaba todo su ser. Los pasillos estaban formados por enormes paredes de árboles secos, sin ningún atisbo de vida. Se adentraban cada vez más en el laberinto, con giros e intrincados recovecos. No había nada reseñable, nada para poder recordar el camino de vuelta. Nada para esconderse como le había aconsejado su amigo. Siguió buscando alguna señal que le diera alguna pista sobre su rival. Estuvo deambulando, perdida, lo que le parecieron horas y horas. Estaba inquieta por Uru. No sabía cómo le habría ido con los guardianes. Entonces lo notó. Sintió una sacudida, como un pequeño terremoto. Las ramas más altas de los árboles se tambalearon visiblemente y un escalofrío le heló la sangre. Se quedó paralizada un instante, el suficiente para atisbar como una gran polvareda se levantaba veloz en dirección a ella, y asomando entre las oscuras nubes que producía, pudo vislumbrar unos terribles ojos fríos, color sangre, acompañados por unos colmillos blancos como la nieve. Era un enorme perro, y detrás de él había miles de ellos. Corrían hacia ella rugiendo. Nunca había visto nada con un aspecto tan feroz. Solo se le ocurrió huir, pero ¿adónde?, estaba atrapada y perdida en aquel horrible laberinto, en la mente de Surelius. Con esfuerzo, pues entre el miedo y el hipnotismo que le producían aquellos ojos estaba paralizada, se lanzó a la carrera. Se le aceleró el pulso y respiraba entrecortadamente. Su miedo le hacía volverse cada poco 84 tiempo mirando por encima del hombro, y veía como aquellas bestias se acercaban cada vez más. Los ojos de éstas refulgían y sus bocas abiertas, con sus negras lenguas colgando, jadeaban intentando atrapar más aire del que podían, como si por ello fueran a ser más veloces. Se aproximaban a Ilia. La chica, con gesto de horror, corría todo lo que podían sus piernas, pero por mucho que lo hacía no podía deshacerse de ellos. Cada vez se acercaban más. Sentía el aliento fauces en el cuello. Oía el entrechocar de sus colmillos. Ilia corría, ¡corría!, pero no podía librarse de ellos. Doblaba una esquina, y otra, y otra, y poco a poco fue perdiendo sus fuerzas, aminorando, hasta que llegó a una abertura circular sin salida. Los perros le dieron alcance rugiendo, y lanzando poderosos ladridos que le retumbaban en los oídos. Ilia estaba horrorizada. Se aproximaron a ella, e Ilia retrocedió muy despacio hasta que su espalda chocó con el tronco de un árbol. La tenían acorralada. «El árbol» pensó, e intento subir rápidamente a sus ramas. Pero su miedo le hacía vulnerable e ineficaz. Resbaló varias veces y en una de ellas los perros la atraparon. Le mordieron los tobillos y la bajaron del árbol. La rodearon e inclinaron sus cabezas rugiendo, guardando pleitesía al que parecía ser su líder. Este se aproximó despacio a la chica, casi parecía que sonreía, y lanzó el primer ataque. Le asestó un bocado en el muslo. En ese momento los demás comenzaron a ladrar de nuevo y se lanzaron hacia ella asestándole bocados por todo el cuerpo. «¡Ahhh! ¡me van a destrozar!», pensó Ilia. «Lo siento Solom he fracasado». Y cuando estaba a punto de sucumbir lo comprendió. Surelius había descubierto que la elegida estaba dentro de su mente, y la estaba atacando con lo que más temía. Tenía que contraatacar y rápido, o acabaría con ella. Acabaría con todo. «No es real Ilia» se dijo la chica, «no sientes el dolor, no pienses en él». Y haciéndose fuerte decidió intentarlo. Intentó levantarse una y otra vez hasta que lo consiguió, inspiró con ímpetu y con determinación les hizo frente. Proyectó su fuerza hacia ellos, pensando en un gran muro que les empujaba y les alejaba de allí cada vez más rápido, hasta que los barrió completamente. Ahora estaba sola, salvo por una densa oscuridad que la rodeaba completamente y avanzaba hacia ella. La atacó, en un abrazo mortal, y empezó a oprimirla cada vez más fuerte intentando asfixiarla. Ilia luchó. Se resistió todo lo que pudo. Ya no podía respirar, y casi desvaneciéndose, se acordó de su amigo. «Uru» exclamó débilmente. De repente sintió un calor familiar. Era su amigo que estaba a su lado y acariciaba su mente reconfortándola. «Ilia brilla. Brilla como nunca lo has hecho. Yo brillaré contigo». Alentada, concentró su mente en la luna llena. Un círculo de un blanco puro e intenso que cada vez se hacía más grande. Uru se unió a su pensamiento, y juntos agrandaron esa luna mágica hasta que traspasó sus fuerzas y sus mentes y estalló, barriéndolo todo a su paso. Y entonces se dejaron ir, sabiendo que habían vencido, que habían acabado para siempre con el mal, que los suyos serían libres. Sintieron la alegría de los guerreros, el júbilo y la 85 armonía de sus corazones, que se unieron a los suyos, pues juntos, sabían con certeza que ya siempre conservarían lo que les era más querido. 86 Susana Fuentes Román nació en 1972 a orillas del Mediterráneo, en Alicante (España) y allí reside. Estudió la licenciatura de Geografía e Historia y la de Filología Hispánica, esta última aún por terminar. En la actualidad está al otro lado del pupitre y se dedica a la enseñanza. Desde niña comenzó su amor por la lectura de la mano de los antiguos —que no viejos— cuentos infantiles de su madre. Su afición por la escritura nació más tarde y aún más tarde decidió compartir sus trabajos con alguien que no fuera ella misma. Desde enero de 2003 formó parte de la Revista Digital Literaria Oxigen, dirigida por Óscar Bribian. Desde octubre de 2006 y hasta la fecha colabora con la Revista Digital Literaria Palabras Diversas www.palabrasdiversas.com En estas dos revistas y en otras, como Katharsis, ha publicado diversos relatos cortos, microrrelatos y algún artículo relacionado con la literatura. Un día de lluvia Dedicado a quien ha dejado las cicatrices más profundas e imborrables en mi corazón La lluvia había creado un enorme caleidoscopio en las cristaleras de la librería que permitía a Elena disfrutar de un pequeño juego que siendo niña compartía con su padre desde ese mismo mostrador. Por aquel entonces tenía que sentarse en un taburete alto para que sus ojos quedaran a la misma altura que los de su padre y así poder competir en igualdad de condiciones. Observaban las siluetas deformadas de la gente que pasaba por la calle y trataban de adivinar parte de sus vidas: dónde iban, de dónde venían, a qué se dedicaban... Ahora era ella la que trabajaba allí, en la librería que su padre había regentado durante 40 años y era Laura, la menor de sus tres hijos, la que se sentaba en el taburete para estar a su altura. ―Yo creo que va a la cafetería de la esquina para tomar un helado con su novia. La vocecilla aguada de la niña sacó a Elena de su ensimismamiento. ―¿Un helado has dicho? No creo que vaya a tomar ningún helado con la que está cayendo y con el frío que hace. ―¿Y por qué no? Siempre es buen momento para tomar un helado. 87 ―Porque no, cielo, porque no ―sentenció la madre mientras colocaba un par de libros infantiles en la estantería correspondiente. Esa afirmación tan categórica como insustancial era la forma que tenía Elena de cortar cualquier encadenado de preguntas de sus hijos que previera largo e interminable. Y mientras daba por concluida la conversación, se fijaba en la cicatriz que tenía en la sien derecha el joven moreno al que su hija había concedido devoción por los helados. Acariciaba la marca en su sien derecha sintiendo todavía los dedos de ella recorriéndola con esa dulzura que a él le resultaba tan empalagosa y tanto despreciaba mientras planeaba la forma en la que iba a conseguir desembarazarse de su amante pero sin dejarle mal sabor de boca y sin perderla del todo. Siempre había pensado que era interesante tener a un grupito variado de admiradoras satisfechas que estuvieran dispuestas a retomar la relación más adelante en caso de ser necesario. Esta cuarentona de buena posición podría sacarle de algún apuro económico o podría conseguir que se sintiera de nuevo encantada con satisfacer alguno de sus carísimos caprichos tal y como venía haciendo los tres últimos meses. Gracias a ella lucía aquel reloj en la muñeca y acumulaba esa cantidad de aparatitos electrónicos tan sofisticados pero sus dotes como amante dejaban mucho que desear y cada encuentro se había convertido en una ansiosa cuenta atrás deseando que la separación llegara cuanto antes. Inmerso en aquellos pensamientos, ni siquiera la vio venir y, sin saber cómo, sus paraguas quedaron enredados. ―Oh, disculpe ―musitó cuando se dio cuenta de qué era lo que había sucedido y vio la cara contrariada de la muchacha que circulaba en sentido contrario al suyo y dueña del paraguas que había decidido entrelazarse en ese extraño abrazo con el suyo. «A ésta sí que le dedicaría toda una tarde o todo un fin de semana incluso», pensó mientras sus manos trataban torpemente de deshacer el enredo que habían formado la pareja de paraguas y sus ojos la recorrían de arriba a abajo confirmando su primera impresión de aquella morena de ojos verdes vestidos de tristeza. Ella dio un tirón, desesperada ante el empeño de las varillas en mantenerse entrelazadas. Con ello no consiguió el objetivo deseado sino rasgar la tela de su paraguas convirtiéndolo en unos jirones de tela inservibles para protegerse de la lluvia que en ese momento caía intensa e inclemente sobre su persona. Se le escapó un pequeño gemido de disgusto mientras en su cabeza resonaban palabras bastante desagradables maldiciendo su mala suerte. ―Lo siento, lo siento de veras ―volvió a farfullar Javier mientras pensaba en cómo aprovechar aquella situación para conseguir una cita con la morena―. Ha sido culpa mía, iba distraído pensando en mis cosas. 88 ―No, para nada. Ha sido culpa mía por haber dado ese tirón pero es que parecía que se enredaban cada vez más y no se iba a deshacer nunca el lío de varillas. ¿Se ha roto el tuyo? ―No, tranquila, el mío está perfecto. Déjame ver si se puede hacer algo por arreglar el tuyo. Los dos dirigieron la vista hacia los pedazos de tela rasgada y a continuación cruzaron sus miradas con una misma expresión y una misma idea: aquello no tenía arreglo posible, había quedado definitivamente inservible. ―Insistió en que se ha roto por culpa mía, permíteme acompañarte a donde sea que fueras o si eso te incomoda, toma el mío prestado; te dejo mi teléfono y cuando puedas, me lo devuelves. Ya te has mojado demasiado ―afirmó mientras se acercaba a ella y colocaba su paraguas sobre ambas cabezas. ―Iba a coger al coche para ir al trabajo, está ahí mismo, aparcado frente a la librería. ―Vamos hacia allí entonces ¿o quizás prefieres que te acompañe a casa para cambiarte de chaqueta? ―Ya voy con el tiempo pegado, eso me haría llegar muy tarde y no quiero que me vuelvan a llamar la atención por eso, no importa, ya se secará. ―Tomo nota, eres tardona. De todas formas, yo acudiré puntual a nuestra cita y te esperaré sin desesperar ―afirmó con una sonrisa burlona y confiada mientras le empujaba por el brazo de una forma muy sutil pero con la suficiente decisión como para que ella obedeciera sin pensarlo y empezara a andar junto a él hacia donde había indicado que se encontraba su automóvil. ―¿Cómo? Perdona, no he entendido bien lo que has querido decir ―contestó ella alzando los pómulo y arrugando los ojos en un gesto muy suyo que reflejaba perplejidad e incredulidad. ―Si te presto mi paraguas, luego tendrás que devolvérmelo ¿no? Pensaba que habíamos quedado en ello, ahora te apunto mi teléfono y en cuanto puedas, mañana viernes por ejemplo, me lo devuelves. Mira, ahí en la esquina hay una cafetería en la que podríamos quedar para llevar a cabo el intercambio: tú me traes el paraguas y yo te invito a un café. ¿Te parece bien? ―La verdad es que soy más de tomar té ―dijo ella automáticamente, con el pensamiento centrado en su aspecto desaliñado tras el remojón. ―Bien, en ese caso, tomaremos té. ¿Mañana a las cinco de la tarde te parece buena hora? ―No sabría decirte ahora mismo. Ése es mi coche, el rojo ―señaló cambiando rápidamente de tercio. Muchas gracias por acompañarme, nos vemos en otra ocasión. ―Por supuesto, toma mi paraguas y apunta mi número o dame el tuyo si lo prefieres ―insistió mientras lo plegaba y se lo ofrecía. ―Te estás empapando. No es necesario que me lo des, ya estoy dentro del coche a buen resguardo de la lluvia. 89 Él insistió un par de veces más, plantado ante la puerta abierta del conductor, recibiendo de lleno el aguacero que no cesaba desde la noche anterior. Ante la imposibilidad de cerrar la puerta del vehículo e irse a toda velocidad de allí, tal y como Eva hubiera deseado, optó por aceptar y finalizar como fuera aquel encuentro. ―Está bien, dámelo y apunta mi número: 651104398 Tal y como tenía por costumbre, varió la última cifra para evitar ser localizada pero pudiendo dar la excusa de que le habrían entendido mal en caso de ser cazada en su mentira. Consiguió con ello que por fin él se apartara de su puerta; se despidió murmurando una despedida y condujo calle abajo tan rápido como la circulación se lo permitió. Giró hacia derecha e izquierda varias veces hasta llegar a una zona muy poco transitada donde pudo estacionar a un lado, a salvo de miradas curiosas y dejar por fin rodar las lágrimas que llevaba reprimiendo desde su cruce con el desconocido de la cicatriz. Y así permaneció durante casi media hora, sin parar de llorar desconsolada. Hacía ya nueve meses que no trabajaba y durante ese tiempo sólo la habían llamado para hacer una entrevista y el día de la ansiada entrevista estaba resultando un completo desastre. Debería estar ya en el lugar de la entrevista pero en cambio, allí estaba, con el dinero invertido en la peluquería echado a perder, la máscara de pestañas dibujando sombras a lo largo de sus mejillas, su mejor traje de chaqueta empapado y sus preciosos y preciados zapatos de tacón sonando a cada paso como una bomba neumática. Y todo por culpa de la lluvia y de aquel engreído que no miraba por donde iba. Pero luego bien que la miraba a ella ¿pero qué se había creído, que no se estaba dando cuenta? «Supongo que el muy creído habrá pensado que no veía como me repasaba de arriba a abajo y se paraba descaradamente en mi escote. ¡Y que confianza en sí mismo! dando por hecho que estaba interesada en quedar con él después de haberme arruinado la única posibilidad que se me ha presentado hasta ahora de conseguir un empleo y yo pensé que era un puesto perfecto para mí pero parece ser que los hados del universo no han pensado lo mismo así que tendré que consolarme con aquello de que todo lo que pasa, sucede por algún motivo y siempre para bien». Eva torció el gesto porque en realidad aquello le parecía un consuelo para pobres de espíritu, no creía que hubiera ninguna fuerza superior que organizara los acontecimientos para felicidad o desgracia de nadie. En ese momento, sonó su teléfono móvil. Lo dejó sonar, ni siquiera hizo ademán de buscarlo en su bolso. No dejaba de sonar... quizás fuera algo urgente... decidió contestar. ―Hola, buenos días ¿Eva Cifuentes? ―era una voz femenina la que le saludaba al otro lado del teléfono. ―Sí, soy yo, dígame. ―Me llamo Lidia y soy la secretaría del señor Román, tenía usted concertada una entrevista con él pero no ha acudido. 90 De repente, todo el derrotismo que inundaba el ánimo de la muchacha se desvaneció y recuperó la fuerza y entereza de la que siempre hacía gala. ―Lo siento, debería haber llamado antes pero con los nervios no me he acordado. He tenido un pequeño percance y eso me ha retrasado. Le ruego que me disculpe y, si es posible, me dé la opción de realizar la entrevista en otro horario. ―Imaginaba que le habría ocurrido algo que le había imposibilitado venir porque la noté muy interesada cuando hablé con usted por teléfono el otro día y precisamente llamaba para darle una fecha alternativa: ¿podría usted acudir a nuestras oficinas el próximo viernes a las cinco de la tarde? Eva contestó sin pensarlo, no podía creer la suerte que estaba teniendo: ―Por supuesto que puedo, allí estaré, esta vez sin falta ni retraso. Muchísimas gracias. Cuando colgó el teléfono ya no veía motivos para llorar sino para sonreír abiertamente. Todo le iba a empezar a ir bien a partir de ese momento, estaba segura de ello. Lidia se sentía feliz, pensó que había hecho una buena obra y eso siempre le hacía sentir bien consigo misma. No conocía de nada a aquella chica pero por la foto que acompañaba su currículum y por su voz pensó que se merecía una segunda oportunidad y, la verdad, no le había resultado nada complicado mentirle a su jefe diciéndole que ya no quedaba nadie más por entrevistar hasta el día siguiente. Aquella tarde estaba tan despistado y ausente que hubiera creído a pie juntillas cualquier cosa que ella o cualquier otro le hubieran dicho. ―Lidia, me voy ya para casa, mañana terminaré de organizar las anotaciones que he hecho sobre los candidatos. ―Está bien, señor Román, hasta mañana ―se despidió viendo como su jefe salía por la puerta cabizbajo. No era en absoluto habitual que Miguel Ángel se fuera tan pronto de la oficina pero a Lidia no le extrañó en absoluto después de su comportamiento de ese día. Seguía lloviendo ¿desde cuándo llovía? No lo sabía, ni tampoco se paró a pensarlo ni un segundo. Aquella llamada de teléfono anónima le había dejado despertado del letargo en el que estaba viviendo desde hacía ya varios años. En realidad, él ya se había dado cuenta de que su mujer lo engañaba y no sólo con otros hombres (el de la cicatriz que decía la voz de la llamada era sólo uno más de un buen montón) sino en el amplio sentido de la palabra, prácticamente no compartía nada con él que fuera auténtico pero nunca quiso creerlo. Esa llamada, a la que ni siquiera hubiera atendido en otras circunstancias, le había afectado tanto porque lo único que había hecho era confirmarle lo que sabía pero creía imposible. ¿En qué momento sus vidas se separaron tanto hasta convertirlos en desconocidos? 91 Vio a la niña sentada en el taburete hablando con su madre, con una expresión tal de alegría que no pudo más que sonreír él también a pesar de los pensamientos que le corroían por dentro. Vio a su madre irradiar felicidad mientras se acercaba a ella para abrazarla y besarla y recordó el día en el que él y Noelia discutieron cuando él le insinuó la posibilidad de convertirse en padres. «Tú estás loco si piensas que me voy a deformarme, a hincharme y a llenarme de estrías por traer al mundo un bebé que lo único que va a hacer es molestar y no dejarme hacer mi vida libremente». Parecía que todavía estaba oyéndola decir aquello. Sin pensarlo demasiado, entró en la librería y le pidió a la dueña que le recomendara algún libro que le entretuviera y le levantara el ánimo. Ella enseguida le recomendó tres títulos y le dio las razones de su selección. Primero pensó llevarse los tres tomos pero, al mirarla de nuevo, se dio cuenta de que a pesar de haber pasado por delante de aquel establecimiento cada día desde que se mudó a su actual casa, jamás había reparado en aquella mujer y, mucho menos, en aquellos ojos tan hermosos como chispeantes y llenos de vida ¿cómo podía no haberse fijado hasta entonces? Pensó llevarse solo uno de ellos para tener la excusa de volver a por los otros. Y eso hizo. Volvió muchas veces. ―Mamá, llueve sobre la luna, como el día que papá se fue de casa. ―Sí, cielo, pero ese día también llovía en nuestros corazones y eso ya nunca más va a pasar porque ni la lluvia puede tapar el brillo de la luna. Mírala qué hermosa luce en el cielo.