Atrapado en la lluvia - Ayuntamiento de Alicante

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MARE IMBRIUM,
MAR DE LA LLUVIA
Taller de escritura creativa
«Alicante Cultura 2013»
Mare Imbrium, Mar de la lluvia.
 2013 Yolanda Domenech por «La débil»
 2013 Chari Barreto Ruiz por «Las voces de la lluvia»
 2013 Jorge Torrente Sánchez por «Mensajera»
 2013 Mamen Llavador por «Cotidianidad»
 2013 María Teresa Cloquell Martín por «Sentimientos frente a la lluvia»
 2013 María Antonia Vicente por «Traspasando pantallas»
 2013 Fernando Medina por «Atrapado en la lluvia»
 2013 Antonio Aracil Luciano por «El monzón»
 2013 Paco Bas por «Miel de luna»
 2013 Lilian Piqueres por «El increíble éxito de Mr. Pepe»
 2013 Lola Calatayud Ruiz por «Para cuanto da una sopa»
 2013 Cristina Gil Romero por «Lonely»
 2013 Mar Fraile por «Uru»
 2013 Susana Fuentes por «Un día de lluvia»
Reservados todos los derechos, queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin el permiso expreso de los autores.
Con nuestro reconocimiento a la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Alicante,
organizadora del taller de escritura creativa «Mare Imbrium, Mar de la lluvia», inserto en
el programa «Alicante Cultura 2013» y al personal del Centro de las Artes, en especial a
José Carlos, nuestro amable conserje.
ÍNDICE
Prólogo ....................................................................................................... 6
La débil ...................................................................................................... 9
Las voces de la lluvia .............................................................................12
Mensajera ................................................................................................19
Cotidianidad............................................................................................ 26
Sentimientos frente a la luna............................................................. 30
Traspasando pantallas.......................................................................... 37
Atrapado en la lluvia............................................................................. 44
El monzón ................................................................................................ 53
Miel de luna ............................................................................................ 55
El increíble éxito de Mr. Pepe............................................................ 63
Para cuánto da una sopa....................................................................... 70
Lonely....................................................................................................... 74
Uru............................................................................................................ 78
Un día de lluvia....................................................................................... 86
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PRÓLOGO
«Mare Imbrium» ha sido un taller muy cinematográfico,
más de lo habitual. Para los ejemplos prefiero películas a
novelas, porque es más fácil encontrar películas que la mayoría
haya visto o que al menos conozcan. Pero «Mare Imbrium» es
el «Mar de la lluvia» y eso me trajo a la mente la canción
«Gotas de lluvia caen sobre mi cabeza» de «Dos hombres y un
destino» y esa inolvidable escena en la que Paul Newman pasea
a Katherine Ross en bicicleta mientras se oye de fondo la
canción... una escena mítica que enriquece una magnífica
película.
«¡Entretenimiento!» oigo gritar a alguien en tono
despectivo.
Ese desprecio hacia el entretenimiento viene de antiguo, y
se agudiza en épocas de crisis, pero ignora que todos los
seres inteligentes necesitan entretenimiento. ¿Alguien ha
visto a un rebaño de ovejas «entreteniéndose»? Los perros,
por el contrario, necesitan jugar, igual que los niños. Es una
consecuencia de la inteligencia, nuestro cerebro «necesita» el
entretenimiento y a medida que nos hacemos adultos y
nuestra inteligencia madura, los juegos ya no son suficiente,
no nos «entretienen», necesitamos algo más, necesitamos
emociones, solo las emociones pueden saciar nuestra sed de
entretenimiento.
«Dos hombres y un destino» es mucho más que una
película, es una «narración» que trasciende la técnica
cinematográfica empleada para contárnosla, porque «narrar»
no es grabar escenas ni amontonar palabras, narrar es
provocar emociones, narrar es crear historias. La novela o el
relato son algunas de las formas posibles de contar una
historia y en esa tarea el dominio del lenguaje es
fundamental, pero sin perder nunca de vista que la historia es
mucho más grande que la herramienta que usemos para
contarla.
Las historias hablan de personajes y de lo que a los
personajes les ocurre y cuando el personaje nos importa,
entonces, y no antes, lo que le ocurre nos importa. Por la
empatía que establecemos con los personajes, adquieren
relevancia los hechos que contamos y las palabras que les
hacemos decir.
«Siempre nos quedará París» son cuatro palabras vacías e
intrascendentes que se convierten en inolvidables porque toda
la historia está dedicada a hacernos empatizar con Rick, de
tal forma que, al llegar el clímax final, Rick nos importa tanto
como cualquiera de nuestra familia, o puede que más, y cuando
toma la decisión moral correcta, a pesar de que eso le
destroce el corazón, tenemos que agarrarnos a la butaca para
no saltar a abrazarlo y consolarlo. Eso es narrar, es crear
personajes e inventar acontecimientos que, poco a poco,
disimuladamente, nos adentren por un camino que
probablemente no hubiéramos recorrido de forma voluntaria,
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hasta que todo estalle en el gran clímax y la emoción
embargue al lector.
«¡Emociones!» vuelve a exclamar el cínico.
Sí, emociones. Las emociones son extremadamente
poderosas. «1984», de Georges Orwell, está considerada una
de las novelas más importantes del siglo XX, un estremecedor
alegato contra el totalitarismo y en ella, el objetivo principal
de los gobernantes es la supresión de las emociones. El delito
de la pareja protagonista es amarse, dejarse poseer por la
emoción y eso es algo que el poder no debe consentir. Orwell
se inspiró en la realidad de los totalitarismos que conocía, el
nazismo recientemente derrotado, y el stalinismo triunfante.
Los dos se esforzaban por crear «hombres nuevos», que no
eran más que los hombres de siempre con sus emociones
cuidadosamente manipuladas para sentirse sublimados ante la
figura del líder. Por eso al poder siempre le incomodan los
narradores, los creadores de emociones: son competencia y,
como mínimo, estorban. Hitler y Stalin fueron censores
compulsivos, odiaban especialmente las obras creadoras de
emociones; las consideraban «arte degenerado», pero esto no
es nuevo. Platón, en el 338 a.C., pidió a los gobernantes de
Atenas que expulsaran de la ciudad a todos los poetas y
cuentacuentos porque los consideraba peligrosos, ya que
transmitían ideas a través de las emociones y eso podía
obstaculizar el buen gobierno. Como dice Robert McKee «El
pensamiento se puede controlar y manipular, pero la emoción
tiene su propia voluntad y resulta impredecible».
De esta forma, el narrador se convierte en el guardián de
la emoción, porque el narrador solo puede crear desde su
propio interior, desde ese lugar profundo e íntimo en el que no
hay otra cosa que la verdad y por ello, cuando crea desde la
honradez de su universo interior no tiene otra alternativa que
la verdad, «[...] y en un mundo de mentiras y mentirosos, una
obra de arte honrada siempre será un acto de responsabilidad
social», citando de nuevo a McKee.
Los primeros días del taller son difíciles... incómodos. Los
veo sentados ante mí, repletos de ilusión, convencidos de que
les voy a enseñar a «escribir». Creen que se trata de tener
«un estilo», de contar cosas «originales», de amontonar
palabras en definitiva. Mi primera tarea es desmontar todas
esas ideas preconcebidas. Cuando esa visión idealizada se
enfrenta con la verdadera realidad de lo que significa narrar,
de lo que supone crear una historia..., al vislumbrar la
auténtica dificultad de la tarea en la que se han embarcado,
entonces cunde el agobio y la desilusión. Algunos abandonan,
otros, por el contrario, perseveran. Son los que han sido
capaces de mirar más allá del abismo que he abierto bajo sus
pies, los que logran verse a sí mismos como creadores de
emociones y están dispuestos a recorrer el arduo camino que
lleva a esa meta.
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Pasan las semanas y se sucede el ritual, tedioso a veces,
de lectura, comentario y nueva lectura. En cada intervención
palpo la mejoría. Ellos no lo perciben, pero cada vez los
personajes están mejor delineados, las presentaciones nos
acercan a los protagonistas de forma más eficaz y las tramas
ganan en coherencia... y las emociones se despiertan. Siento la
ilusión del padre cuyo bebé deja de gatear e intenta dar los
primeros pasos, inseguros y vacilantes. El tiempo se precipita,
casi sin sentirlo, hay que empezar (¡ya!) con el relato para el
libro. Casi nadie se siente con la fuerza suficiente. Son
conscientes, ahora sí, de la dificultad de la empresa. Hay que
empujar, convencer, apoyar, aconsejar, sugerir, hasta
conseguir que la caras cambien... veo cómo los rictus serios se
relajan y las palabras fluyen con menos dificultad... lo están
consiguiendo, se han convertido en su propio personaje, han
triunfado ante los retos que el autor les ha planteado y
esperan el merecido aplauso de su público.
Juan Carlos Pereletegui
Alicante, junio de 2013
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Yolanda Domenech.
LA DEBÍL
Adela era una mujer de treinta y seis años, con trastornos
de personalidad, drogadicta y alcohólica. Era una mujer
atractiva pero dejada. No trabajaba. Vivía con su novio Julián,
en un barrio de Alicante, en el que se conocían todos.
Había estado en la casa de mi novio dando fin a la cocaína
que sobró del día anterior. No me encontraba bien. Mi novio
no era bueno conmigo. Me maltrataba psicológicamente, como
dicen en la tele. Nunca me llegó a pegar pero me amenazaba
con hacerlo. Yo quería dejarle pero nunca lo hacía. Mi
psicólogo dice que soy una dependiente emocional. Estuve toda
la mañana sumida en esos pensamientos.
A eso del mediodía, me fui al bar a comprar más droga y
allí estaba Valentín muy pasado de vueltas. Él me acorraló con
agresividad exigiéndome que nos acostásemos. Me atreví a
mirarle a la cara y me di cuenta de que le faltaban los
colmillos y que tenía las encías podridas.
Después empezó a toquetearme los pechos mientras
reclamaba la atención de todos los del bar. Continúo
burlándose de mí, mientras hizo referencia a mis partes al
tiempo que se señalaba las suyas, pero después se le unió otro
hombre al que conozco y que creía amigo. Empecé a tener
miedo. No sé porque no me defendí. Y eso me roía el alma.
No me marché de allí porque esperaba al camello. Cuando
vino y me trajo lo mío, fui a mi casa a tomármela. Me sentía
mal por lo que había pasado pero sobre todo por no haberle
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plantado cara a Valentín. Estuve en mi casa, sola, alrededor de
tres horas, quería ver a mi novio para contarle lo que me había
pasado. Estuve todo el rato paranoica perdida.
Salí de casa al encuentro de mi novio, Julián, en el Barrio
de Santa Cruz. El tenia 15 años más que yo y un bar. Muy
nerviosa le conté lo que había sucedido. Él me ignoró y
continuó limpiando la barra como si tal cosa. Estábamos solos.
Cuando reclamé su atención me dijo:
—Adela, después de acostarte con Paquito todo el barrio
se cree con derecho a acostarse contigo. Te han tomado por
el pito del Sereno que todo el mundo tiene derecho a tocarlo.
¡Trágate la fama que te has creado¡ ¡No haberte acostado con
el cojo! Al que me pones en un compromiso es a mí. ¿Qué
quieres? ¿Que me partan la boca? Te pasa lo qué te pasa
porque eres una mierda de drogadicta. Eres basura. ¡Saco de
mierda! Si no fueras a esos sitios no te pasaría nada, tú tienes
la culpa.
No reaccione, no me atrevía a hacer nada. Odiaba esa
sensación. Pero en el fondo yo no le amaba. ¿Y si lo dejaba?
Paquito fue una relación que tuve anterior a mi novio. Es
un hombre que tiene la polio y no puede mantenerse en pie
sino es con la ayuda de sus muletas. Duró muy poco la historia,
dos semanas de borracheras, él me dio afecto y ahora somos
amigos íntimos. Pero me avergonzaba de mi historia con
Paquito, mi novio y la gente del barrio me habían hecho que me
avergonzará o me habían abierto los ojos.
Entro en el bar mi amigo Carlos y le conté lo sucedido y
me dijo: Como una tía de treinta y seis años permite que le
toquen las tetas. A ver dicho que no.
Mi amigo también había dado en el quid de la cuestión .Yo
no entendía cómo había llegado a semejante estado era como
un saco de harina al que golpean y no devuelve el golpe. Yo
quería ser un muelle.
Era viernes y se celebraban Carnavales había que estar
contento a la fuerza. Yo tenía el bajón de la coca. Me sentía
mal, muy mal. Fui a mi casa, me fume dos canutos y me metí en
la cama.
A la mañana siguiente había quedado con Paquito y con
María en la terraza del mercado para tomarnos unas cervezas.
Le conté todo lo sucedido el día anterior y lo mal que
encontraba. Estábamos sentados cuando a mis espaldas
apareció Valentín y dijo algo sobre el billar.
Paquito le dijo:
—¡Oye tú! Respeta a mis amigas,
Respondió Valentín:
—Es que ahora te dedicas a defender a los pobres.
Pero el malnacido se fue.
Paquito dijo:
—Yo te amo, por eso te he defendido, el otro, tu novio, te
quiere para lo que te quiere. Tú no haces caso de la gente que
te aprecia.
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No es verdad que Paquito me amará, sólo había encontrado
una boba que se había metido con él en la cama.
María dijo:
—Si me lo hubiera hecho a mí le hubiera soltado dos
sopapos que se hubiera ido caliente. ¡Vamos!
—Adela tienes que cuidar de ti misma porque nadie puede
hacerlo por ti. No hay que dejarse atropellar.
Paquito añadió:
—Valentín sabía muy bien con quién se metía. Ella es una
bendita.
Estas últimas palabras calaron en mí profundamente, me
agredían porque yo no me defendía. No tenía coraje. Todos,
incluido Paquito, abusan de mí.
Sentía vergüenza de mi misma, así que me quería ir a mi
casa. Al despedirme le dije a María:
—Me gustaría ser como tú, te haces respetar.
Ella me dijo:
—Adela, por favor, cuídate.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba en la cocina cogí
el cuchillo de cortar carne y me lo metí en el bolso .Estaba
llena de rabia y odio hacia todas las personas que me habían
hecho daño. Yo era buena y me habían tomado por tonta.
Sentía que el ataque del día anterior continuaba. Me sentía
amenazada también.
Llegué al bar donde compraba la droga. Allí estaba
Valentín hablando a gritos como tenía por costumbre. Me
ignoró. Ya no le divertía. Me acerque a su lado. Le grite:
—Hijo de puta, no tienes ningún derecho a humillarme.
Siguió ignorándome Me llené de ira. Me despreciaba .Me
pareció verle una ligera sonrisa como una burla. Saque
inmediatamente el cuchillo del bolso. Se lo clave varias veces
en el hígado. Murió allí mismo. Recupere mi dignidad. Me
defendí.
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Chari Barreto Ruiz es educadora infantil y nació en
Alicante hace algunas décadas. Aprendió a leer cuando sólo
contaba tres años y a escribir con tres y medio. Desde ese
momento se dejó seducir por la magia de las palabras, de tal
modo que dedicaba a la lectura el tiempo que otros niños
emplean en sus juegos.
Escribe cuentos infantiles, poemas y microrelatos y
encuentra inspiración para los mismos en los recuerdos de su
infancia y en las experiencias compartidas con sus alumnos,
sobrinas y con su perrita Fibi.
Las voces de la lluvia
I – PRIMERA VOZ: CRISTINA
Cuando apenas contaba cuatro años, la abuela me dijo que
las gotas de lluvia eran las lágrimas de los ángeles, que
lloraban por los pecados de los hombres. A la abuela le
encantaba soltarme este tipo de cosas, aunque supiera de
sobra que no las iba a entender. Si bien en aquel momento no
capté todo el significado de la frase, recuerdo que me sentí
apenada. Me pareció terrible que los pobres ángeles se
sintieran tan desconsolados como para pasar horas y horas
sollozando sin parar. No me extraña que, a partir de entonces,
la lluvia se convirtiese para mí en sinónimo de dolor y
aflicción. Su aparición solía provocarme un desasosiego
desproporcionado. Supongo que, sin saberlo, asociaba los
chubascos con un malestar emocional que se traducía en
intranquilidad y tristeza. Con el tiempo llegué a convencerme
de que cada llovizna, cada chaparrón era precursor de un
acontecimiento desagradable.
Al poco de cumplir los siete años mis padres me dijeron
que el Señor se había llevado al Cielo a la abuelita. No
recuerdo bien las frases que empleó mamá para contármelo, ni
el tiempo que le costó conseguir que reaccionara a sus
palabras. Sólo recuerdo que sentí como si me golpearan muy
fuerte en el pecho, un dolor sordo, un enorme vacío… y que
llovía.
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Viví temiendo y detestando un fenómeno atmosférico tan
ordinario como inofensivo, sin disfrutar de la magia que el
resto del mundo le otorgaba, pero todo esto cambió cuando
conocí a Teresa.
Llegó a Salesianas cuando ambas empezábamos tercero de
EGB. Yo apenas tenía amigas en el colegio por aquel entonces y
Sor Carmeta, que era la bondad personificada, vio en la
llegada de Teresa la oportunidad de conseguir que ampliara mi
círculo social. Al presentarnos, lo hizo uniendo nuestras manos
y diciéndonos que teníamos que cuidar la una de la otra. Desde
ese mismo momento nos convertimos en amigas y con el
tiempo nos volvimos inseparables.
Formábamos una curiosa pareja. Las monjas solían
decirnos que parecíamos «el punto y la i». Tere era una de las
niñas más bajitas de nuestro curso y estaba bastante
regordeta por aquella época, mientras que yo, toda piel y
huesos como solía decir mi padre, les sacaba una cabeza al
resto de la clase. Resulta chocante que nos llevásemos tan
bien siento tan distintas, y no me refiero sólo al aspecto
físico. Mi amiga era un torbellino, una auténtica fuerza de la
naturaleza (casi como la misma lluvia, aunque sin las
connotaciones negativas que le atribuía a ésta); era alegre,
fuerte, independiente y decidida. A mí, en cambio, me
caracterizaba la tendencia a dejarme atribular por las
circunstancias y siempre pequé de tímida y reflexiva.
Quizá fuera precisamente el hecho de ser tan diferentes
lo que nos unió de ese modo tan especial. Nos
complementábamos, de manera que ella aportaba a mi vida una
buena dosis de dinamismo mientras que yo me convertía en la
voz de su conciencia, su «Pepito Grillo» particular y la
conminaba a reflexionar sobre sus actos, evitando que se
metiera en problemas.
Mi amiga adoraba la lluvia, parecía despertar en ella
cierto instinto animal que no llegaba a comprender pero que
llegué a apreciar contagiada por su entusiasmo. A su lado
aprendí a disfrutar de la belleza de las tormentas. Si llovía
mientras estábamos en el colegio, hacíamos carreras con las
gotas de agua que se deslizaban por los amplios ventanales del
aula, ajenas a las explicaciones y al mal genio de Sor
Esperanza y luego, a la salida, cuando las monjas ya no podían
vernos, cerrábamos los paraguas que nuestras previsoras
madres nos habían colocado en la cartera y hacíamos el
camino de vuelta a casa chapoteando en los charcos y
emulando a Gene Kelly en «Cantando bajo la lluvia».
Si el aguacero nos pillaba juntas en una de nuestras casas,
nos acurrucábamos bajo una manta, con las narices pegadas a
una ventana, y nos dedicábamos a contar los segundos
transcurridos entre trueno y trueno, con la esperanza de que
la borrasca durase horas y nos permitiese pasar juntas el
mayor tiempo posible.
Mi amiga y yo seguimos estudiando juntas hasta que
tuvimos que elegir la rama de nuestras respectivas carreras.
Ella decidió estudiar ciencias económicas mientras que yo me
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decanté por magisterio; siempre se me dieron bien los niños y
quería convertirme en profesora, como lo fue la abuela.
A pesar de que los estudios nos llevaron por caminos
separados jamás llegamos a distanciarnos. Compartimos
muchos momentos felices y primeras experiencias, como la
llegada del primer amor y la «trágica» pérdida del mismo o el
término de la carrera universitaria y la consecución del
primer empleo. También luchamos juntas contra la adversidad.
Teresa me apoyó mientras me dejaba los nervios preparando
las oposiciones y me alentó para que no abandonara; yo estuve
a su lado cuando su padre sufrió la angina de pecho que casi le
cuesta la vida.
Creí que siempre estaríamos juntas, pasara lo que pasara,
para apoyarnos y salir adelante, pero la lluvia, que había
llegado a convertirse en una compañía amigable y hasta
deseada, volvió a mostrarme su rostro más frío y gris: Teresa
se marchó una tarde en que parecía haberse desencadenado
un nuevo Diluvio Universal. La empresa para la que trabajaba
abría una nueva sucursal, nada menos que en Dinamarca, y
enviaba a mi amiga para que ocupara el puesto de delegada en
las nuevas oficinas. Era una oportunidad de oro para ella y
entendí que no quisiera desaprovecharla. Su marcha me dejó
vacía y el dolor que sentí sólo puedo compararlo al que
experimenté cuando murió la abuelita.
Nos despedimos en el aeropuerto, entre abrazos,
promesas, lágrimas y una lluvia torrencial. Durante los tres
años que han pasado desde entonces nos hemos visto cuando
han coincidido nuestras vacaciones y siempre que hemos
podido escapar de nuestras respectivas familias. Aun así la
echo de menos con demasiada frecuencia. Añoro su alegría,
que era capaz de borrar de mi mente todo asomo de
preocupación. Mis compañeras en la escuela me dicen que no
puedo quejarme, que ahora tenemos Internet. Se supone que
debería consolarme poder ver a mi amiga a través de la Web
cam, pero no siempre es así. Aunque la cámara me acerca el
rostro de Teresa no me da su calor. Esa imagen, fría y lejana,
no puede abandonar su confinamiento y materializarse a mi
lado para darme un abrazo cuando lo necesito. Hubiera dado
cualquier cosa por sentirlo cuando Óscar me dejó y me quedé
sumida en una tristeza que me envolvía como una nube de
tormenta, pero hube de conformarme con ver la cara
preocupado de mi amiga en la pantalla mientras escuchaba el
repiqueteo de la lluvia en los cristales de mi ventana.
II – SEGUNDA VOZ: FIBI
Va a llover, lo presiento. No es sólo que note la humedad
en los huesos, es más bien la premonición —manifestada en
forma de temblores y escalofríos— de que algo malo va a
suceder. Llueve: tenemos problemas. Por de pronto, tengo la
certeza de que Cristina va a estar de mal humor y eso siempre
me afecta.
Tenemos una relación especial, estamos tan unidas que
retroalimentamos nuestras emociones. Yo preveo que ella se
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alterará y eso acaba por ponerme nerviosa. Ella me ve
nerviosa y se altera más… y así nos van las cosas.
No llego a comprender bien porqué detesta la lluvia de ese
modo. A mí no me disgusta el agua en sí (de hecho me encanta
chapotear en los charcos, lo he hecho desde que tengo
recuerdo) pero me molestan los truenos. Les tengo pánico, me
aterrorizan y, cuando los escucho, me bloqueo de tal manera
que en lo único en que puedo pensar es en huir de la situación
lo más rápido posible y buscar un lugar seguro en el que
ocultarme hasta que la tormenta amaine. Si estoy en casa,
corro a refugiarme al lugar más oscuro y silencioso. Mi rincón
preferido es el baño, aunque también suelo esconderme
debajo de la cama. Allí me siento a salvo y puedo esperar
plácidamente a que todo haya pasado, tanto el temporal como
el humor borrascoso de mi ama.
Cuando llueve las cosas se tuercen, eso es un hecho
comprobado, y por eso, en cuanto veo caer las primeras gotas,
si escucho su tamborileo en las ventanas o tan sólo con
olfatear el aroma del agua en el ambiente, me encojo sobre mí
misma y me echo a temblar.
Si tenemos que salir a pasear bajo el aguacero es aún
peor. Imagino que Cristina anticipa el arduo trabajo que tiene
por delante: localizar dónde estoy escondida (no suelo
ponérselo fácil), ponerme el collar y tirar de mí hasta que
llego a la calle entre mis gemidos y sus imprecaciones; luego,
esperar hasta que consigo centrarme y me decido a hacer mis
necesidades, lo que entre unas cosas y otras me lleva unos
diez minutos y, una vez de vuelta a casa, darme una pasada de
toallas y secador, hasta que mi abundante pelo queda libre de
humedad y mis pulpejos no dejan marca en el suelo. Esto le
ocupa un buen rato y a continuación tiene que secar su propio
cabello, que es casi tan abundante como el mío aunque, en vez
de ser una mezcla de marfil y canela, es todo color caramelo,
liso, brillante y tan suave como la mantita en la que me
acurruco cada noche.
Nuestros ojos también se parecen en cierto modo, aunque
los de mi ama tienen forma almendrada y los míos son como
dos canicas color miel, o eso es lo que ella dice. Cuando
Cristina está de mal humor, y siempre que llueve, parece que
cambian de tono, es como si se le llenaran de nubes, nubes de
tormenta. Sin embargo cuando está contenta (en los últimos
tiempos eso no ha sucedido con demasiada frecuencia) le
brillan como estrellas, la expresión le cambia y entonces todo
su rostro, de piel tan blanca y suave, resplandece.
Los últimos meses han sido complicados para nosotras y
eso no ha ayudado demasiado. Primero se fue Óscar y, desde
que nos dejó, mi ama apenas sonríe. No sé qué sucedió entre
ellos. Un día tuvieron una fuerte pelea y él se marchó de casa.
Desde entonces no le he vuelto a ver y es una pena porque me
caía muy bien, solía darme chuches a escondidas y eso me
tocaba la fibra sensible. Le echo de menos y me apena ver
que, desde que desapareció de nuestras vidas, Cristina parece
mucho menos feliz.
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Luego llegó la mudanza. No puedo negar que hemos salido
ganando con el cambio pues antes vivíamos en un barrio
céntrico, sin apenas zonas en las que pudiésemos jugar a la
pelota, y ahora hemos alquilado un apartamento con acceso
directo a la playa, donde puedo retozar a mis anchas, pero los
días que duró el traslado fueron tan estresantes que aún nos
estamos recuperando de ellos.
El caso es que en los últimos tiempos mi pobre ama no ha
encontrado demasiados motivos de alegría. De hecho diría que
sólo la veo sonreír cuando se sienta ante el ordenador. No sé
qué verá en la pantalla –no consigo acceder a ella –, ni a quién
pertenece la voz que se escucha a través de los altavoces,
pero me doy cuenta de que cuando esto sucede Cristina vuelve
a ser Cristina y yo me siento la más afortunada de las
mascotas. Vuelvo a encontrarme con la joven alegre y confiada
que me rescató de la protectora, la que veló para que me
recuperara cuando tuve la lesión en la espalda, aunque para
ello tuviera que renunciar a un ansiado viaje a Dinamarca, la
que me colma de mimos y cuidados a diario… siempre que no
llueve.
Ya está, mis peores presentimientos se han hecho
realidad: está lloviendo. Y yo aún no he dado mi paseo de la
noche. Mi ama no me dejará aguantar hasta mañana, eso
seguro, aunque yo lo preferiría mil veces. Intento escurrir el
bulto, me levanto sin hacer ruido y comienzo a caminar muy
despacito por el pasillo hacia el dormitorio, tratando de no
llamar su atención, pero no hay suerte, el sonido de mis uñas
sobre las baldosas me ha delatado. Ahora querrá sacarme
antes de que empiece a caer más fuerte y no habrá nada que
pueda hacer para impedirlo. ¡Qué vida de perros!
III – TERCERA VOZ: TERESA
En esta época del año es raro poder disfrutar de días
soleados. Durante los meses de invierno la atmósfera parece
volverse más espesa, pesada y cenicienta. No me extraña que
los cuentos de Andersen tengan un trasfondo tan triste, éste
es un clima que invita a la melancolía.
Ayer fue una de esas gloriosas excepciones: el cielo
amaneció despejado por completo, sin una sola nube que lo
enturbiara y el ambiente pareció aligerarse. Mis compañeros
estaban más animados que de costumbre y algunos, pese al
frío, se fueron al parque que discurre frente a las oficinas a
comerse el bocadillo del almuerzo. Yo en cambio sentía más
morriña que de costumbre. Quizá se debiera a que la noche
anterior mi ordenador había pasado a mejor vida y me había
sido imposible conectar con Cristina. Me sentí frustrada,
enferma de melancolía. Parecía sentir sobre mi piel el peso de
los tres años que llevo fuera de casa, añorando el tibio sol de
mi tierra, a mi familia y, sobre todo, a mi amiga.
Cris tiene la impresión de que yo le hago más falta que ella
a mí. ¡No sabe cuánto se equivoca! No imagina lo mucho que
necesito su sensatez, su ternura… ¡hasta su testarudez! Y, en
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especial, ese don suyo de mostrarme con claridad lo que debo
hacer para solucionar un problema sea de la índole que sea.
Esta mañana, no obstante, las cosas han vuelto a la
normalidad: el cielo estaba encapotado cuando llegué al
trabajo; desde la hora del almuerzo ha estado lloviendo sin
tregua y yo, madre de todas las contradicciones, me siento
muy, muy feliz.
Siempre me ha gustado la lluvia, es cierto, pero me
guardaré mucho de atribuirle propiedades mágicas y afirmar
que su aparición tiene algo que ver con mi actual estado
anímico. ¡Eso sería típico de Cristina! No, lo que sucede es que
me ha ocurrido algo bueno de veras y en mi corazón parece
brillar el sol.
No veo el momento de llegar a casa para llamarla, no
quería hacerlo desde el despacho y, con las prisas, me he
dejado allí el paraguas. Me estoy dando una buena ducha
pero… ¿qué importa? Siempre me ha fascinado pasear bajo la
lluvia.
IV – CUARTA VOZ
Parece que se ha decidido a salir. No sabía si lo haría pero
debí suponer que no capitularía con demasiada facilidad. ¡Es
tan cabezota! No consiente que su mascota se quede sin
paseo, aunque eso suponga tener que enfrentarse a mí.
Como de costumbre, no lleva paraguas. Nunca lo coge, creo
que también los aborrece y prefiere calarse hasta los huesos.
Eso me lleva a pensar que quizá mi presencia no le sea tan
desagradable, después de todo.
La nuestra ha sido una historia compleja de amor-odio y
ha pasado por tantas etapas que a duras penas logro
recordarlas. Por eso me cuesta comprender hasta qué punto
me detesta o qué siente por mí. Al principio me temía, me
creía portadora de malos augurios y eso le daba miedo. Es
cierto que estuve presente en algunos momentos dramáticos
de su vida, pero se trató de simples casualidades, no hubo
nada personal, me limitaba a hacer mi trabajo.
Después apareció Teresa, que le enseñó a gozar de mi
compañía. Cristina aprendió a disfrutar de mí (y de la vida en
general) primero por imitación, pero luego siguiendo sus
impulsos, escuchando su propia voz, una voz que siempre había
estado ahí, agazapada en su interior, pero a la que nunca había
prestado oído.
Cuando Teresa se marchó, se llevó consigo gran parte de
la seguridad y la alegría de su amiga, y volví a convertirme en
la enemiga de ésta. Y así seguimos: me odia, pero se empeña
en ponerse ante mí y arrastra consigo a ese pobre animal que
también aparenta temerme y que más que un pastor catalán
parece un chihuahua melindroso y acobardado.
A pesar del clamor de mi propia voz la escucho maldecir.
Suele hacerlo cuando está ante mí, es como si quisiera
despertar mi furia con sus palabras o desahogar la suya.
Tiene un carácter complicado pero no obstante me gusta, en
cierto modo me recuerda a mí misma, catártica y poderosa,
18
aunque ella se empeñe en seguir creyendo que es la niña tímida
y apocada que Teresa rescató de la oscuridad. No se da
cuenta de la fuerza que posee en su interior. Desearía
hacérsela ver, darle el empujoncito que necesita para
empezar a creer en sí misma pero, por desgracia, eso queda
fuera de mi alcance. Después de todo soy, tan sólo, agua.
Escucho más imprecaciones mientras la observo.
Impaciente, rebusca en el bolso que lleva colgado en
bandolera. Por fin encuentra el móvil, lo descuelga y con
manos trémulas se lo lleva al oído. Tras escuchar unos
instantes, suelta un grito que no sé si es de alegría o de pesar
(su perro tampoco parece saberlo, pues se ha escondido
detrás de un coche, por si las moscas, y aguarda tan
expectante como yo).
Pero enseguida lo averiguo. Sus ojos ya no están velados
por nubes de tormenta, ahora brillan como estrellas; su
expresión ha cambiado y su rostro resplandece. Ríe y llora a la
vez y apenas se le entiende lo que dice, aunque en realidad no
necesito escuchar sus palabras para saber quién llama y qué
es lo que le están diciendo desde el otro lado de la línea.
Mientras la contemplo, mis lágrimas uniéndose a las suyas y su
voz a mi voz, sé sin lugar a dudas que se trata de una llamada
de Teresa anunciándole que vuelve a casa.
Fibi también parece haberlo comprendido pues se ha unido
a su ama, dando potentes ladridos y meneando la cola sin
cesar, en una danza, una danza bajo la lluvia.
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Jorge Torrente Sánchez es un muchacho de 16 años
nacido en Alicante. Estudiante de Ciencias y aspira a estudiar
Medicina. Todo el mundo tiene vicios secretos, sucios e
inconfesables; pues un vicio hasta ahora sin descubrir de
Jorge es escribir. Nunca ha escrito nada tangible hasta la
participación en el taller de Escritura Creativa realizado en
Alicante gracias al proyecto Aula Abierta. Está muy
satisfecho con la realización del taller y sobre todo con su
último relato Mensajera que vas a leer a continuación. Espero
que te guste.
Mensajera
Ya eran las doce de la noche. Laura se acostó, el día
siguiente tenía instituto y tendría que madrugar. Apagó la luz
de su habitación y se metió entre las sábanas. Cerró los ojos
cuando, de pronto, escuchó un ruido que provenía de algún
rincón de su cuarto. Le hizo caso omiso y abrazó a su
almohada. Al minuto volvió a sonar el mismo ruido, solo que
esta vez mucho más fuerte. Laura decidió levantarse, se puso
sus zapatillas de Metallica, su grupo favorito, y se acercó al
lugar de donde provenía el ruido tan desagradable: su armario.
Puso su mano sobre el frío pomo de metal y se dispuso a
girarlo, pero dudó. «Laura, no seas tan tonta, ¿acaso eres la
típica chica de 17 años asustadiza?» No, desde luego no lo
era, así que no pensó más y abrió el armario. Allí estaba, un
ente blanquecino era el causante de los ruidos. Laura le miró
fijamente, normalmente hacían ruidos y luego se iban. Pasaron
un par de minutos, Laura empezaba a preocuparse, el ente
seguía allí, mirándola con ojos inquisitivos.
—Por favor, ayúdame...
Todo comenzó el día de la muerte de su abuela. Laura
tenía 5 años, pero recuerda ese día con viveza. Recuerda a
toda su familia llorando y ella no entendía lo que pasaba.
Aquella noche se acostó pronto, pero unos ruidos la
despertaron de su sueño: su abuela estaba allí, sentada en su
cama. Laura intentó abrazarla, pero sus brazos pasaron a
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través de ella, entonces, desapareció. Al día siguiente Laura
se lo contó a su madre, pero ella no se lo creyó y le dijo que
eso significaba que la echaba mucho de menos. Desde
entonces, algunas noches entran fantasmas a su habitación,
hacen ruidos para captar la atención de Laura y desaparecen.
Tras varios años, Laura llegó a la conclusión de que por algún
motivo por la noche podía ver fantasmas. Tardó años en
acostumbrarse, pero con 17 años las apariciones se habían
convertido en una pequeña rutina: venía un fantasma, hacía
ruido y se iba. Nada más, bueno, nada más hasta hoy.
El día siguiente Laura no atendió en el instituto. No podía
concentrarse, solo pensaba en la voz de aquel hombre metido
en su armario. Decía que le ayudase, pero Laura no sabía si
debía hacerlo o no. En lugar de hacer frente a la situación,
Laura volvió a su cama y trató dormirse, ignorando las
palabras del fantasma. Ya a la luz del día, cuando pensaba en
su reacción se avergonzaba de ella misma, aunque reconocía
que aquel fantasma había roto sus esquemas. ¿Por qué le había
hablado? ¿Qué era lo que quería? Laura no cesaba de darle
vueltas a las dos preguntas, sin hallar respuestas.
El único momento de la mañana en el que había puesto los
pies en la Tierra era la clase de francés. No os equivoquéis,
Laura odiaba francés. ¿Qué le había sacado de su
ensimismamiento? La respuesta no era qué, si no quién. Dos
filas delante se sentaba Lucas, un chico de su misma edad. De
piel blanquecina, algo escuálido y su cabello negro como el
azabache brillaba cuando entraba la luz del Sol por la ventana.
A Laura le costaba aceptar lo que aquel chico provocaba
dentro de ella. Se había autoconvencido de que nunca estarían
juntos, eran polos opuestos. Lucas era el chico más popular de
la clase, tenía muchísimos amigos y su vida social le mantenía
ocupado todas las tardes. En cambio, ella era un bicho raro.
No tenía amigas y pasaba todas las tardes encerrada en su
cuarto escuchando música heavy. No era la típica adolescente
de 17 años, pero tampoco quería serlo. Odiaba el carácter de
sus compañeras de clase, tan superficiales y materialistas.
Aunque en el fondo Laura envidiaba una cosa de ellas: tenían
novio. Últimamente había surgido en ella la necesidad de
experimentar cosas nuevas, quería tener novio y que le dijera
cosas bonitas como hacían los novios de sus compañeras.
Laura estuvo toda la tarde escuchando música a todo
volumen, así no oía sus pensamientos. Estaba tumbado en su
cama cuando sonó una de las pocas canciones románticas de
Metallica. Laura no pudo evitar pensar en Lucas. A pesar de
que estaban juntos cuatro horas a la semana, casi no hablaban
en clase. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no tardó en
quitárselas de la cara. No iba a llorar por un chico, ya estaba
harta de pasarlo mal por estar enamorada. Cogió su teléfono,
buscó el número de Lucas y le envió un mensaje.
—Hola Lucas, soy Laura, de la clase de francés —le costó
escribir el mensaje, tenía las manos sudorosas.
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—Hola Laura, ¿qué quieres? —Lucas no tardó en
responder, Laura pensó que tendría el móvil en las manos.
Laura no contestó. Justo en el último momento se había
arrepentido de enviarle el mensaje, pero él ya lo había leído y
respondido. Apagó el móvil y miró por la ventana, pensativa.
Se dio cuenta de que estaba anocheciendo y se acordó del
fantasma. «Laura, no tengas miedo, aquel fantasma necesitaba
ayuda y quizá tú seas la única persona que pueda ayudarle».
Se puso el pijama y se metió en su cama, pero no se
durmió. Permaneció tensa a la espera de algún indicio que le
indicase la presencia del espíritu. Pasados veinte minutos
Laura entornó los ojos, fruto del cansancio, cuando escuchó un
ruido familiar. Había vuelto a venir. Como la pasada noche, los
ruidos provenían del armario, así que Laura se levantó
decidida a abrirlo. Esta vez no iba a titubear. Giró el pomo y
abrió el armario. Se encontró al fantasma, ahora que pudo
fijarse vio que era un señor de edad avanzada y de clase
media, por la ropa que llevaba: vestía un traje negro y una
camisa blanca, muy bien planchada y limpia.
—Por favor, ayúdame —repitió el fantasma, al igual que la
noche anterior.
—¿Qué quieres? —preguntó Laura, dudaba del espíritu.
—Mi nombre es Alfredo, necesito que busques algo por mí.
—¿El qué? —a Laura le picaba la curiosidad y ya no
desconfiaba del espíritu, parecía buena persona.
—Una carta para mi nieto.
—¿Y por qué te has molestado tanto en que te escuchara
por una simple carta?
—No es una simple carta —contestó, algo molesto el
fantasma—, es algo más, es un mensaje de despedida. Hace
tres meses me diagnosticaron epilepsia. Me recetaron varios
medicamentos anticonvulsivos y reposo absoluto. Cuando volví
a mi casa, presentí que la muerte seguía mis pasos y le escribí
una carta a mi nieto despidiéndome de él, para que le fuera
más fácil superar mi muerte. Desgraciadamente tuve lo que
los médicos llaman una muerte súbita y no pude dársela. Ahora
no puedo irme hasta que lea la carta, porque tengo que
asegurarme de que supera mi muerte para que pueda vivir en
paz, estábamos muy unidos —a pesar de estar muerto, los
ojos de Alfredo brillaban cuando hablaba de su nieto.
—Te ayudaré —Laura lo había decidido mientras Alfredo
le contaba su historia, no podía dejarle de lado sabiendo que
estaba en sus manos la paz del fantasma.
—Muchísimas gracias —pequeñas lágrimas caían de los
ojos de Alfredo—. Mi nieto es muy importante para mí.
—¿Y dónde está la carta? —se hacía ya tarde y Laura
estaba muy cansada, le apetecía irse a dormir.
—En mi casa. No tendrás problemas para entrar, ya que
vivía solo y ahora mis hijos la han puesto en venta.
Encontrarás las llaves debajo de la alfombrilla de la puerta
principal. Mi casa es un pequeño chalet que se encuentra
caminando diez minutos en esa dirección —Alfredo le señaló
el este—, no tiene pérdida.
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—Me lo pensaré —a fin de cuentas, Laura tampoco le
debía nada al fantasma y colarse en la casa de alguien era muy
arriesgado.
El fantasma desapareció dejando a Laura con la duda en
su mente. ¿Le ayudaría? No pudo conciliar el sueño, por un
lado el deber le decía que tenía que hacerlo, tenía que ayudar
al fantasma. Por otro lado el cerebro le decía que era muy
peligroso entrar en la casa de un desconocido. Podrían
detenerla. Tras una larga lucha interior que duró toda la
noche, Laura decidió que iría a buscar la carta.
La mañana siguiente transcurrió con normalidad, sin nada
que destacar en el instituto. Laura había tenido otra vez
francés y otra vez se había quedado embobada con Lucas.
Cada día le costaba más superar su presencia. ¿Algún día se
armaría de valor para decirle lo que sentía por él?
Laura tenía planeado ir a la casa de Alfredo por la tarde,
esperaba que estuviera vacía. Después de merendar y hacer
los deberes, se puso las zapatillas por si tenía que correr (ella
deseaba que todo fuera bien) y se fue de su casa con una
misión entre manos.
Tras andar durante diez minutos, Laura divisó un jardín y
una pequeña vivienda algo alejada de la ciudad. Por los datos
que le había dado Alfredo, aquella era su casa. Atravesó el
jardín y llegó hasta la puerta principal. Levantó la alfombrilla
y ahí estaban las llaves, tal y como Alfredo había dicho. Entró
en la casa y comenzó a buscar la carta. La primera habitación
que registró fue el salón, miró dentro de los muebles vacíos,
pero no encontró la carta. Luego pasó a la cocina y buscó en
todos los armarios, pero estaban completamente desiertos.
Decidió subir al segundo piso, quizá la carta estaba en el
cuarto de Alfredo. A mano derecha encontró una habitación
de matrimonio que supuso sería del fantasma. Abrió todos los
cajones de la mesita de noche pero la maldita carta no
aparecía. Iba a rendirse cuando, por pura casualidad, la vio. La
carta estaba sobre una cómoda de madera. ¿Cómo no la había
visto antes? La recogió y se dispuso a salir de la casa cuando
escuchó voces. Había personas en el piso inferior.
Se asomó por las escaleras y pudo ver un hombre de
mediana edad trajeado que le hablaba a una pareja más joven.
Laura recordó las palabras de Alfredo, la casa estaba en
venta y probablemente ahora mismo la estaban mostrando a
dos posibles compradores. Laura se quedó paralizada, no sabía
qué hacer, pero tenía que pensar algo y rápido, no tardarían
en subir a la segunda planta.
Laura cerró suavemente la puerta de la habitación de
Alfredo y comenzó a pensar: ¿qué podía hacer? Desesperada
por la situación, se dejó caer en la cama. «Ojalá pudiera ser
invisible, o teletransportarme hasta mi casa». Laura comenzó
a divagar pero rápidamente volvió a centrarse. No se le
ocurría nada hasta que, sin darse cuenta, le vino la solución a
la cabeza.
Con la carta en el bolsillo de su chaqueta Laura comenzó a
anudar sábanas que había encontrado en una habitación
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contigua. Abrió la ventana y arrojó las sábanas. Ató bien el
extremo a la cama y comenzó su descenso.
Bajó sin problemas y se fue corriendo. No quería que la
vieran. Dejó las sábanas colgando de la ventana porque le daba
igual que las vieran, no encontrarían relación con la chica.
Llegó a su casa jadeando, no estaba acostumbrada a hacer
ejercicio y una carrera de diez minutos la había agotado.
Subió a su habitación y cogió la carta. ¿Iba a leerla? Laura la
acercó más, empezó a abrir el sobre... Decidió no hacerlo. Al
fin y al cabo no era asunto suyo.
Esperó a que se hiciera de noche mientras se preguntaba
una y otra vez qué pondría en la carta. «Quizá solo es una
carta de despedida. O quizá hay un mapa con un tesoro. O una
herencia millonaria.» Le divertía pensar en situaciones
absurdas, así pasaba el rato hasta que viniese Alfredo.
Tras esperar una hora, apareció. Ya no estaba asustada ni
desconfiaba de él, había verificado su historia y la prueba de
todo era la carta.
—Aquí está la carta —Laura se la mostró.
—Muchas gracias. Por fin podré irme en paz. Espero que
no te haya causado demasiados problemas.
—No muchos —ésa no era la verdad, pero no quería que
Alfredo se preocupase, al fin y al cabo no había resultado
herida ni malparada—. ¿Y ahora qué?
—Los sábados por la mañana mi nieto juega al fútbol en el
parque. Le reconocerás porque lleva el número once en su
camiseta. Dale la carta y dile que es de su abuelo, que no pudo
despedirse de él. Si desconfía de ti, insístele en que la lea y lo
entenderá. Muchas gracias otra vez —exclamó el fantasma y
se esfumó.
Laura se puso el pijama y se acostó, mañana todo
terminaría.
Se despertó temprano, ya que entrenan muy pronto. Se
vistió y se dirigió al parque. Estaba nerviosa, nunca había
hecho este tipo de cosas. «¿Y si me mira mal? ¿Qué pasaría si
piensa que estoy loca? Y lo peor de todo, ¿llamará a la
policía?» Casi sin darse cuenta, mientras se formulaba estas
preguntas llegó al parque. Tuvo que andar un minuto más, ya
que el parque era muy amplio y el campo de fútbol estaba al
otro lado.
Cuando llegó vio que, tal y como Alfredo le dijo, estaban
jugando al fútbol. Vio a varios chicos que conocía, aunque la
mayoría eran desconocidos. Vio la camiseta con el número
once. La llevaba un chico delgado y con el pelo muy oscuro.
Cuando se dio la vuelta, Laura no pudo creérselo. Era Lucas.
En ese momento Laura tuvo ganas de salir corriendo de
allí. No podía darle la carta. Ya estaba segura de que le
costaría, pero seguro que si el chico era Lucas le iba a
resultar imposible. Si no podía ni mirarle a la cara en clase,
¿cómo podría decirle que tenía una carta de su abuelo para él?
Acabaron de jugar y Lucas la vio. Ya no había vuelta atrás, no
podía salir corriendo.
—Hola Lucas —dijo con voz temblorosa.
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—Hola Laura, ¿qué haces tú por aquí?
—Pues tenía que hablar contigo —Laura tenía las manos
sudorosas, en su mochila llevaba guardada la carta.
—¿Conmigo? ¿De qué?
—No creas que estoy loca ni nada por el estilo —Laura se
ruborizó, quizá no debería haber empezado así—. Pero tengo
una carta para ti. Una carta de tu abuelo.
—¿De mi abuelo? Laura, mi abuelo ha muerto. ¿Qué clase
de broma es ésta? —Lucas empezaba a estar molesto, no
había superado completamente su muerte.
—Sí. No es ninguna broma Lucas. Desde pequeña yo...
Puedo ver fantasmas —Lucas se alejó instintivamente de ella,
pero no se fue, eso era buena señal—, es verdad. Hace un par
de días vi a tu abuelo y me pidió que fuera a su casa y cogiera
una carta que había escrito para su nieto, ya que no pudo
entregársela él mismo.
—Espera —Lucas le cortó a mitad del discurso—, ¿has
entrado en la casa de mi abuelo? —aquello era la gota que
colmaba el vaso.
—Sí, pero solo cogí la carta y me fui. De verdad, Lucas,
tienes que creerme.
—¿Cómo voy a creerte? Estás loca —Lucas dio media
vuelta y comenzó a andar, pero Laura le cogió de la mano.
—Al menos coge la carta y léela —Laura la sacó
rápidamente de la mochila y se la entregó. Lucas abrió el
sobre y comenzó a leer:
Querido Lucas,
quiero que sepas que te quiero muchísimo. Escribo esta
carta para despedirme de ti, cuando leas esta carta ya me
habré ido. Quiero contarte una historia.
Cuando era joven, más o menos de tu edad, tenía una
novia. Se llamaba Ana y era preciosa. Los dos estábamos
locamente enamorados. Ya pensábamos en nuestra futura
boda e incluso pensábamos cómo serían nuestros hijos. Pero
había un problema, el cacique de nuestro pueblo estaba
enamorado de ella. Al principio comenzó con amenazas, quería
quitarme a Ana. Más tarde comenzó a subir la hipoteca de su
familia. No quería cedérsela, aunque tampoco podía ver cómo
su familia se iba empobreciendo lentamente. La situación llegó
a un punto insostenible. Subió tanto la hipoteca que no podían
pagarla, así que dejé que Ana se casase con el cacique. Tomé
la decisión más sabia, a pesar de que mi corazón me decía lo
contrario.
Desde pequeño he tenido un sentido agudo para la justicia,
no podía soportar que alguien delinquiera y quedase impune.
Así que, alentado por mi situación, decidí estudiar Derecho.
Quería recuperarla y además ayudar a gente con problemas
parecidos. Alguien debía defender a la gente del pueblo, pero
llegó la Guerra Civil y tuve que ir a la mili. Cuando volví debía
ocuparme de mis padres y ganar el sustento para mi familia,
así que no pude estudiar. Más tarde conocí a tu abuela, de la
que me enamoré a primera vista y tuvimos al poco tiempo a tu
madre.
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Te cuento esta historia porque veo en ti la oportunidad
que nunca tuve. Eres valiente, honesto y sincero. Me
recuerdas a mí de pequeño, por eso quiero decirte que
estudies Derecho. Tienes la oportunidad de cambiar las cosas,
de poder defender a las personas que te importan y no dejar
que algunas personas se aprovechen de otras, como me pasó a
mí. Ya sé que tu madre quiere que estudies Ingeniería, pero
desde que se escapó de casa a los 18 años porque éramos muy
sobreprotectores nos lleva la contraria, a pesar de que
hicimos las paces el día que murió tu abuela, que fue
precisamente el día que naciste. No debes hacer caso a tu
madre, no dejes que influya en tus decisiones, sé que Derecho
es tu vocación. Has nacido para defender a las personas. Veo
un futuro brillante en ti.
Sé que te va a costar asimilar que me haya ido. Pero debes
hacerlo. Piensa que sigo vivo en alguna parte de tu corazón.
Debes seguir con tu vida. Yo siempre estaré contigo y te
vigilaré desde el cielo, en una estrella.
Te quiere,
Tu abuelo
El papel de la carta se empapó por las lágrimas de Lucas.
Laura esperaba a su lado y trataba de consolarle. Se limpió las
lágrimas con la manga de la camiseta y miró a Laura.
—Muchas gracias. Siento no haber confiado en ti.
—Tranquilo, lo importante es que la has leído. Ahora tu
abuelo podrá ir en paz. ¿Amigos? —por primera vez, Lucas se
fijó en su compañera de clase. Su sonrisa era deslumbrante y,
debajo de su actitud misteriosa, se escondía una gran
persona.
Lucas se acercó a Laura y la besó.
Tres años más tarde, Lucas y Laura salen juntos a mirar
las estrellas. Ella sabe que él echa de menos a su abuelo, pero
ha pasado página. Laura es muy feliz con Lucas, que está
estudiando Derecho. Su vida va viento en popa.
Una noche de verano, Laura estaba durmiendo en su cama,
cuando, de pronto, un ruido provino del armario. Se acercó y
lo abrió. Dentro había una niña pequeña, con una piruleta en la
mano y un vestido rosa. Se acercó a Laura y le dijo:
«Ayúdame».
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Mamen Llavador. Nace un 28 de Agosto en Alicante.
Estudia secretariado y ejerce como auxiliar administrativo.
Escribe cuento y rima infantil (CUENTOS A PAU) de los
cuales tiene una extensa obra y ganado en dos ocasiones el
premio de relato corto «Cachivaches».
Ha publicado en diversas ediciones colectivas como
«Relatos del taller literario Alezeia» del Instituto Juan Gil
Albert; «Palabras», «Versos y cuentos desde el otoño» y
«Soledad de Soledades» de la Universidad de Alicante y
«Cosecha negra», de la Editorial Agua Clara.
Cotidianidad
El calor en el patio interior sube y baja internándose por
las galerías hasta asfixiar las gargantas, mientras una
transpiración pringosa resbala por la piel.
A las siete menos cuarto suena el despertador al mismo
tiempo que los vecinos comienzan sus cuitas asomados a las
ventanas. Nuria prepara su café.
—¡Ana! ¿Viste ayer la final?
—¡Menudos golazos, de los que marcan historia!
—¡¡¡Jesúuus!!! ¿Estás despiertooo? Macho, anoche te
libraste de una buena, vinieron los maderos, nos birlaron el
botellón y por poco nos empaquetan.
Nuria posa con furia la cafetera a punto de cargarse la
vitro. Le estallan las sienes. Se las oprime acodándose sobre
la encimera:
«No tendría yo la suerte de que me tocase la lotería para
comprarme una casa lejos de todo el mundo, sin vecinos, sin
nada que escuchar. Qué harta estoy, no la dejan a una ni
descansar. Qué asco de vida, el día menos pensado exploto»
El sonido de la cafetera interrumpe por unos instantes su
mascullar:
«...Que una tenga que irse a trabajar con este calor y a
medio dormir. No es justo, no señor»
En esos momentos dirige la mirada hacia la puerta de la
cocina. Su marido le está dando los buenos días abriendo los
brazos en cruz y bostezando a placer.
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—Tú sí qué eres feliz, lo mismo te dan treinta que
cuarenta. ¡Vaya una dicha la tuya! ¡Si supieras lo que te
envidio! Qué más te da a ti que yo duerma o no, para lo que te
importo; pues te lo digo Paco, cada día se me hace más
insoportable vivir en esta casa, o nos mudamos o no sé lo que
va a ser de mí.
—¡Leches, Nuria! Vaya unos buenos días que me das. Me
gustaría saber qué mosca es la que te pica cada mañana,
porque siempre te levantas con el mismo humor. Es la
menopausia, porque de días críticos nada de nada —dice
socarronamente sabiendo que con ello la saca de quicio.
Mientras Nuria vierte el café en la taza le lanza una
mirada de hiena, sin apartarle la vista comienza a beber sorbo
a sorbo soplando de vez en cuando para no quemarse. Sin
perderle el rastro hace como que no lo mira pero continúa con
el rabillo del ojo observando rabiosa cómo trastea por la
cocina, de pronto, detiene su inspección para recrearse en la
carne flácida y los restos débiles y encrespados de lo que un
día fuera una mata de pelo. El olor corporal de recién
levantado va adueñándose de la cocina. Nuria avanza la nariz
husmeando para corroborar que no ha pasado por el baño. Por
último advierte la metamorfosis sufrida por ese cuerpo a
causa de la cerveza y la falta de ejercicio. Lo mira con
indiferencia y se habla así misma:
«Hijo mío, cada día me decepcionas más. La verdad es que
no me explico que hago viviendo contigo, con el perro, con el
gato, con tu madre, y con los pelos que vais dejando por todas
partes. Voy a tener que tomar jalea de malta para expulsar la
bola que debo tener almacenada en el estómago. ¡Dios, cuánto
me gustaría ser libre!».
Tiene la mirada fija, como imantada, persiguiendo sus
movimientos. Sin apartarla continua con su monólogo interior:
«Lo cierto es que no te aguanto, tu simpleza se me hace
insoportable. ¡Qué aburrimiento de vida! Y mírale, más
tranquilo que un desfile de caracoles, dirás que se inmuta por
algo. Anda hijo, qué bien me apañé el día que dije "Sí,
quiero"».
Según avanza en sus reflexiones su excitación va en
aumento, ya ni le pasa el café por la garganta. Le arden los
ojos de rabia mientras aprisiona el asa de la taza como
queriendo estrangularla.
«¡Si al menos tuviésemos aire acondicionado! Todo el
mundo lo tiene menos nosotros porque al señor no le agrada, y
yo a aguantarme. Hasta en el centro de salud he visto un
cartel donde lo aconsejan para paliar estas temperaturas
extremas. Está claro que no conocen a mi marido "Un
ventilador es más sano" me dice. Vamos, que no se lo cree ni
él. Eso antes, que eran muy sufridos porque no conocían los
avances de la ciencia pero ahora…» Nuria deja caer la taza en
el fregadero provocando un golpe. Su marido se sobresalta:
«Joder Nuria que te vas a cargar la taza, pon más cuidado que
no es de goma» «¡Vaya, quién habló, que su casa honró! »
contesta Nuria con ironía.
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Mientras saca el tupperware del frigorífico con la comida
preparada para llevársela al trabajo sigue monologando, ahora
con los labios prietos para que la rabia no se le escape: «¡Uy!,
tu madre se quedó a gusto cuando te parió. ¡Hijo, qué
tranquilidad la tuya, me pones a tope! ¿Por qué? ¿Por qué me
pasan a mí estas cosas? ¿Por qué? Porque no soy capaz de
mandar todo a la mierda, por eso. Porque no tengo la valentía
de separarme, o de desaparecer sin dejar rastro yéndome
lejos de este asqueroso agujero. Por eso me pasa lo que me
pasa, por idiota, por no decidirme a rehacer mi vida, pero es
que si lo hiciera es capaz de remover cielo y tierra para
encontrarme. Es tan inútil el pobre que se siente perdido si le
cambio los calcetines de sitio, y además un desastre en la
cocina, a estas alturas no sabe ni poner la sartén al fuego sin
que se le queme el aceite».
Nuria ha terminado de preparar la bolsa con la comida y
se está calzando mientras los pensamientos martillean su
cabeza:
«Si me lo propusiera podría envenenarlo, ni se daría
cuenta, todo es cuestión de saturarlo a colesterol y, en un plis
plas, lo mando al otro mundo».
No, eso no quería pensarlo. El inconsciente enajenado se
ha filtrado en su disparatado monólogo y espantada retrocede
con el pensamiento:
«Pero... ¿qué me digo? Dios mío, qué barbaridades se me
ocurren. Vaya un disparate que acabo de pensar. Como siga así
terminaré en el psiquiátrico de La Santa Faz».
Se retrasaba y perdería el autobús. Bajó las escaleras
precipitadamente, sin detenerse a tomar el ascensor, pero al
llegar al portal se percató de que no había cogido ni las llaves
ni el móvil. Más acelerada aún retomó los escalones
subiéndolos de dos en dos. Llamaba insistentemente al timbre
aporreando al mismo tiempo la puerta cuando le sobrevino una
taquicardia repentina. Envuelta en resudor frío la encontró
Paco al abrir. Se hallaba apoyada contra la pared, su faz
demudada, mientras se oprimía el corazón con ambas manos.
«Debió asustarse al verme en aquel estado porque no me
hizo ninguna pregunta sino que sin mediar palabra me llevó con
delicadeza al dormitorio recostándome sobre la almohada
doblada y yo entonces me arrepentí de las atrocidades que
había pensado. Con un hilo de voz le rogué que llamase al
trabajo disculpándome».
Paco estaba acostumbrado a ese tipo de crisis nerviosas,
últimamente solían presentársele con frecuencia así que,
después de llamar al trabajo y cambiar la tierra al gato, cogió
al perro y salió a la calle con el ánimo de volver tarde, su
madre no lo necesitaba, le correspondía el turno a su
hermana: «Cuanto más tiempo fuera mejor» se dijo.
A su mente acudieron las fantasías que Nuria iba contando
a los amigos sobre su próxima mudanza. La pobre ni se
imaginaba que él andaba indeciso entre divorciarse o no, pero
no sabía cómo plantearle la situación. Estaba harto de sus
impertinencias, de su mal carácter, de sus manías de
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grandeza. ¡Ni más ni menos que un adosado, con los recortes
arriesgar su pensión. De momento no le habían
incrementado la carestía de vida. ¿Y ella? El día menos
pensado la ponían de patitas en la calle con esto de las
privatizaciones. ¡Qué locura! ¡Un adosado y en primera línea de
playa! ¡Cómo que allí iba ella a encontrar la tan ansiada paz! La
paz la encontraría bajo el cristal del ataúd. ¿Es que esta
mujer no se da cuenta de la realidad? ¿No tenían ya bastantes
deudas? ¿Es que pensaba que él, a sus años, iba a entramparse
con otra hipoteca? Si no fuese tan despilfarradora, —
«compradora compulsiva le habían diagnosticado»— podrían
haber vivido con holgura. «Ya estoy harto de que me
mortifique las veinticuatro horas del día. Me ha saturado con
tanta gilipollez que parezco idiota».
Paco reconocía que él no colaboraba mucho en la casa,
pero no era para que Nuria se pusiese hecha un basilisco cada
vez que llegaba y no encontraba las cosas a su gusto. Él se
esmeraba en hacerlo lo mejor posible, no lo habían preparado
para estos quehaceres y se esforzaba al máximo. Además lo
tenía coartado, con un tapón en la boca, y que no se le
ocurriese ni por asomo mentar el fútbol... Después de todo él
estaba jubilado, le enviaban el sueldo a casa, tenía derecho a
disfrutar. «Ya has trabajado bastante», le dijeron en la
empresa. No le supo mal aquella forma de reajuste. Aún era
que estaba realizando el gobierno de Rajoy, como para
joven, tenía mucha vida por delante y ahora podría, si no
fuese por Nuria, hacer todo aquello que había dejado
pendiente. Pero ella se lo tomó muy a pecho, aún recordaba
sus palabras: «Menuda manera de crear puestos de trabajo,
os echan a la calle y no entra ni Cristo. Así va a rejuvenecer la
plantilla el nido de alacranes que es la multinacional. Si yo lo
sé, a mí no me engañan tan fácilmente como a ti, la finalidad
es deshacerse de los empleados. ¡Ah! Si no hubieses invertido
el dinero en aquellos bonos, ahora podríamos disfrutar a lo
grande. ¡Pero hijo, es que no tienes visión de futuro, tú a
guardar y a guardar, para que los cuatro sinvergüenzas se
lleven nuestro dinero a los paraísos fiscales».
«Lo mejor para los dos será divorciarse y que cada uno
rehaga su vida» , pensaba Paco. «¡Ah!, pero cualquiera se
atreve, con el genio que se gasta. Algunos días se me pasa por
la cabeza matarla. No sería difícil, cuestión de cianuro en el
café. Todos conocen su mal carácter. No resultaría extraño
que quisiera suicidarse. Últimamente anda desquiciada ni lo
pondrían en tela de juicio. Los vecinos no vacilarían en apoyar
mi versión. ¡Pero qué barbaridades se me ocurren! Como siga
así acabaré en el psiquiátrico de La Santa Faz».
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María Teresa Cloquell Martín, nació en Alicante un ocho
de abril de 1966. Desde pequeña siempre le gustó escribir y
ya de adulta se ha presentado a varios concursos literarios en
Internet (con amigos) habiendo ganado alguno.
También le apasiona la pintura. Pinta al óleo y ha expuesto
alguno de sus cuadros.
Sentimientos frente a la luna
Cuando llegaba a mi casa después de una dura jornada de
trabajo, observaba la luna brillante y contemplaba todo el
ambiente que se abría ante mis ojos. Me gustaba salir al
porche del chalet con un vermouth, unas aceitunas, patatas,
mejillones o lo que se terciara, para tener o intentar tener un
dialogo íntimo y personal con ella, y aunque supiera que no me
iba a responder, como es lógico, siempre le hacía preguntas.
Sobre todo eran preguntas hacia mí misma que me llevaban a
reflexionar sobre mi vida personal, y porqué no, también
laboral, pero en especial en lo que se refería al amor, que
parecía que no fuera a llegar nunca a mi vida; no es que no
hubiera habido hombres en ella, pero no habían sido lo
suficientemente importantes como para llenarme el corazón y
quedarse conmigo.
PRIMER SENTIMIENTO EN UNA NOCHE DE VERANO
Allí estaba yo, con un pareo, bañador y una copa, dispuesta
a enfrentarme a la luna con una pregunta en concreto. He de
decir que mis sentimientos en aquellos momentos eran
acordes con la estación en que nos encontrábamos, más bien
alegre, a pesar de lo duro de las jornadas laborales. Pero
como decía, aquella noche estaba dispuesta a hacerle una
pregunta en particular a la luna y fue la siguiente: ¿Debo
seguir persiguiendo al amor?
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Era una pregunta muy directa, pero apasionante, porque
con cuarenta y nueve años ninguna de mis relaciones me había
llenado. La luna parecía decirme que era una lucha entre mi
ambición profesional y mi vida personal, y en eso ella tenía
toda la razón. Había puesto hasta ahora demasiado en mi
profesión. Casi nunca salía de fiesta, porque siempre me traía
a casa trabajo para terminar y era una excusa, lo sé, para no
ligar y que alguno cayera. Eso tenía que acabar, parecía
decirme la luna, y en aquel momento, me dije que sí, que tenía
que salir más y buscar lo que siempre estaba anhelando: el
amor.
En medio de aquella noche de verano, yo meditabunda y
absorta como una tonta mirando el cielo, de repente me sentí
observada; me di cuenta de que mi vecino debía de llevar como
un rato mirándome y eso me hizo sonrojarme, y él, ante mi
sonrojo y rubor, se rió.
Me invitó a dar un paseo bajo la luz de la luna, de modo
que cogí a mi perro y los tres nos dispusimos a dar aquel
paseo. Al volver le di las gracias y después se las di a la luna
por una velada agradable; ella pareció decirme que buscara
mas noches como aquella y sonreí.
SEGUNDO SENTIMIENTO EN UNA NOCHE DE OTOÑO
Mi mente estaba llena de tristeza, y ésta acompañaba a
una tarde desapacible donde la lluvia no había cesado, pero
también se dejaba ver la luz de la luna entre las nubes y
pensaba que ojalá cuando llegara a casa el chaparrón se
hubiera disipado para dejarme contemplar su luz. A mi vecino
Sadoc también le gustaba la luz de ésta, le parecía mágica y
de una belleza extraordinaria y puesto que los dos
controlamos las lunas llenas, varios días antes me había
invitado a cenar a su casa y, si no llovía, pasear con nuestros
respectivos perros. Pero qué fatalidad, a última hora tuve que
retrasarme un poco más de lo previsto; tenía que terminar un
informe para mi superior que últimamente me agobiaba en
exceso de trabajo y la pregunta que le pensaba hacer a la luna
precisamente tenía que ver con mi jefe, y era la siguiente:
¿Qué se hace frente a un jefe que te llena cada vez más y
más de tareas?
Era algo que no ocurría sólo conmigo, si no era algo
general; nos explotaba y exprimía al máximo. Aquello era
insoportable. Un buen compañero me había propuesto cambiar
de trabajo, pero no me encontraba con la suficiente seguridad
para ello; la luna, como siempre, decidiría.
Al menos la cena con Sadoc fue muy agradable y amena y
descubrí algo en él que me gusto; escribía poesía en sus ratos
libres, y curiosamente era siempre sobre la luz de la luna;
eran preciosas. Como había dejado de llover, paseamos y nos
contamos nuestras cosas; parecía que no sólo había
encontrado a la luna como compañera de mis confidencias y
dudas, si no que aquel vecino también me ayudaba a sentirme
bien y segura como en mucho tiempo no me sentía, era
estupendo.
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Al regresar me senté en el porche de casa y todavía la
contemplé brillar en el cielo durante unos minutos, los justos
para saber dos cosas: una, me estaba enamorando sin darme
cuenta, y la luna parecía hasta sonreír; y dos, al día siguiente
reuniría a unos cuantos compañeros para hacer fuerza frente
a un jefe explotador.
TERCER SENTIMIENTO FRENTE A LA LUNA EN UNA
NOCHE DE INVIERNO
Mis sentimientos en invierno siempre eran de una total
nostalgia de la primavera, que era la estación que, sin duda,
más me agradaba de todas.
Hacía un frío intenso en la ciudad, salir a la calle suponía
un esfuerzo tremendo, pero los mensajes de Wassap de
Sadoc y la venida del nuevo jefe (o bueno, también podía ser
jefa), llenaban de calor y emoción aquella mañana fría de
lunes.
Por fin me había embarcado en la aventura del amor y
aunque todo marchaba muy bien, siempre me preguntaba lo
mismo:
¿DURARÍA PARA SIEMPRE ESTE ROMANCE? ¿ME
LLEVARÍA BIEN CON EL NUEVO JEFE? Esas eran las dos
preguntas que hoy le haría a la luna y, porque no, a él, no tenía
porqué tener miedo.
El primer acontecimiento esperado en aquella mañana, fue
alrededor del mediodía; mi nuevo superior era una mujer,
debería tener mi edad y no parecía a simple vista explotadora,
en fin, veríamos como transcurría la semana tras su llegada.
Estaba muy contenta por el hecho de que fuera mujer.
Por la noche y con el trabajo finalizado, mi chico vino a
buscarme a la oficina para llevarme a cenar a un restaurante y
tomar algo; según él los paseos por la playa a la luz de la luna
eran muy bonitos, sí, pero había que cambiar de vez en
cuando, y aunque no me apetecía especialmente porque aquella
noche era luna llena, no iba a discutir ni a contradecirle,
siempre se podía disfrutar de ella antes o después.
Disfrutamos de una amena cena, italiana, la favorita de
Sadoc, en un buen restaurante; después fuimos a un Pub
cercano a tomar una copa y allí nos encontramos con una
pareja de compañeros de él; entre unas cosas y otras se nos
hicieron las cuatro de la mañana, cogimos el coche, pero vi que
no se dirigía a casa, no, fuimos a una playa de rocas y allí
contemplamos la luna bella y llena, mientras él me susurraba
una bella poesía al oído, y así vimos marcharse a la luna y vino
el amanecer. Yo no le había preguntado nada a ésta, pero para
qué estropear una noche de invierno, bonita, llena de amor,
con preguntas a la luna: ya habría tiempo.
CUARTO SENTIMIENTO EN UNA NOCHE DE
PRIMAVERA
La primavera había inundado mi jardín de flores preciosas
que daban vida a mi casa y mi carácter se había vuelto más
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alegre y dicharachero. Aunque había una contradicción en
aquel sentimiento feliz; Sadoc llevaba fuera un mes por
trabajo, en Nueva York y todavía faltaba otro mes para su
regreso, pero mi jefa no hacía más que celebrar fiestas en su
casa y a mí me había nombrado directora de Departamento,
con un equipo de diez personas a mi cargo, y debía de acudir a
todas esas veladas, aunque sabía que en cuanto él volviera
buscaría una excusa para no asistir.
Al llegar a casa, tenia dos llamadas suyas en el
contestador, me decía que me había sacado billete para ir a
Nueva York, a pasar unos días con él, pero yo tenía un
problema y serio, me daba miedo volar; y allí me encontraba
yo frente a la luna y los dos perros preguntándole a ella ¿qué
debo hacer al respecto?
Y sin querer, acurrucada en una manta fina, me quedé
dormida mirando el cielo y con mi duda.
Al día siguiente, medio amodorrada en la terraza y con
algo de frío en el cuerpo por haberme quedado dormida fuera,
la incógnita seguía en mi cabeza ¿Volaba a Nueva York y
vencía mi miedo? Pero aquel interrogante tenía que eliminarlo
de mi mente, debía de apresurarme si quería llegar al
despacho puntual.
Durante la jornada y aunque puestos todos mis sentidos
como siempre en mi trabajo, no dejaba de pensar en si volar o
no para ir a su encuentro y de paso vencer mi miedo al avión.
De vuelta a casa, de noche ya que mi jefa organizó a
última hora una reunión de trabajo y acabé mas tarde de lo
previsto, no dejaba de pensar en Sadoc y en el avión, y cómo
demonios le explicaría que tenía miedo a volar y que se me
hacía muy cuesta arriba, aunque también es cierto que se
merecía que superara aquel temor y volara hacia él. De modo
que al llegar a casa y todavía bastante alterada por lo que iba
a hacer, me senté delante del ordenador y confirmé un vuelo
para dos días después destino Nueva York y le mandé un mail
explicándole que iría, pero que me costaba volar más de lo que
se imaginaba, pero que a pesar de eso mis ganas de verle eran
enormes y asumiría el reto. También le mande un mail a mi
jefa contándole que me tenía que marchar unos días al
extranjero por causas personales y que a mi vuelta le
explicaría con detalle lo que me había llevado hasta la ciudad
de los rascacielos. A los diez minutos tuve contestación de los
dos: mi jefa me dijo que me daba no más de una semana y
Sadoc me contestó que sabía que mi miedo era el avión, pero
que si no iba tardaría un largo mes todavía en verle y que no
superaría una fobia tonta e inexplicable que podía vencer con
un poco de voluntad y ese era el momento. De modo que con
esta idea, apagué el ordenador, me asomé a la terraza y la luz
enigmática de la luna me sorprendió y exclame: ¡lo que hace el
amor!
A los dos días allí estaba yo, en el aeropuerto, con un
sudor en las manos insoportable, dos tilas y varias valerianas,
que esperaba que me hicieran más tolerables las ocho horas
de avión que me quedaban por delante y así tome aquel vuelo
que me llevó a la ciudad de los rascacielos y el ansiado
34
encuentro con él. Eso hacía que mis nervios fueran dobles,
pero ¡qué más daba!, seguro que merecerían la pena aquellos
seis maravillosos días.
QUINTO SENTIMIENTO FRENTE A LA LUNA EN UNA
NOCHE DE VERANO
El verano parecía que se había adelantado por aquel
primero de junio, hacía ya bastante calor, pero como estaba
tan alegre porque faltaban dos días para el regreso de Sadoc,
me importaba muy poco las altas temperaturas que sufríamos,
aunque todos mis compañeros de trabajo me lo recordaban
continuamente.
De repente surgió algo imprevisto, mi jefa me llamó al
despacho y aquello hizo que se me aceleraran más los nervios
que de por sí ya tenía alterados. Tenía ganas de saber qué
demonios querría mi jefa de mí, pero también miedo porque no
sabía qué querría decir aquello, si se trataba de una llamada
de atención por algo que hubiera hecho mal o algo distinto, no
sé, pero estaba completamente intrigada y, porqué no,
asustada al mismo tiempo.
En medio de todo este suspense, recibí como a media
mañana un bonito ramo de flores que no hay que decir de
quien era, recordándome que en poco más de un día
estaríamos juntos; aquello me animó y me olvidé durante
bastante rato de la reunión en el despacho de la jefa y me
tomé la mañana para darle mucho impulso a mi trabajo con las
diez personas que formaban el equipo que yo dirigía.
Acudí al despacho de mi superiora, puntual, lo era desde
bien pequeña. Pegué dos suaves golpes en la puerta, me
arreglé antes la ropa, eso sí (llevaba un pantalón de vestir con
una chaqueta y una camisa de media manga blanca, el pantalón
era de color rojo, mi favorito). Cuando me vio entrar, me
sonrió, de modo que me tranquilizó bastante. Me senté, me
ofreció un cigarro, que acepté y un café al que también dije
sí. Cuando me dijo que había decidido trasladarme el próximo
invierno a Londres para hacerme cargo de la dirección de las
nuevas oficinas de la empresa de Arquitectura para la que
llevaba trabajando más de diez años, me quede blanca como la
nieve. Al ver mi reacción me preguntó si me pasaba algo, y así
era: primero, él regresaba dentro de un día, y dos, tendría
que volar otra vez, uf, qué cuesta arriba se me hacía y además
el se quedaba aquí, tendría que coger el avión bastante a
menudo para poder verle; en fin, mi respuesta, no muy rápida,
fue que me lo tenía que pensar; ella me dijo que el puesto
merecía la pena, que me lo había ganado y que no debía dejarlo
pasar por alto. Así me despedí prometiéndole que en dos días
tendría mi respuesta, pero que todavía tenía que asimilarlo y
pensar qué hacer.
Así transcurrió el resto de la tarde, con todos mis
compañeros pasando por mi despacho, felicitándome y
diciéndome que no fuera tonta y que no renunciara a esta
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oportunidad que se abría en mi camino, y era cierto pero ¿qué
hacía con Sadoc y con mi vida?
Cuando llegué a casa, me esperaban mis dos perros, el mío
y el de él meneando la cola y muy contentos de verme, pero no
había caído en un detalle: había luz en el salón, y cuando
entré, allí estaba él con un aperitivo preparado y con un regalo
encima de la mesa, os podéis imaginar mi cara de felicidad.
Nos besamos no me acuerdo durante cuanto tiempo, el abrazo
fue infinito y creo recordar que dejamos el aperitivo para
otro momento y pasamos directamente a la cama. Hacía mucho
tiempo que no dormía tan bien y tan relajadamente, y por un
instante olvidé la propuesta de mi jefa de esa misma tarde.
Antes o después debía de contárselo, aunque mejor con el
desayuno, no quería estropear aquella estupenda bienvenida y
maravillosa noche. Por cierto, antes de dormirme vi que había
luna llena y la contemplé de una forma distinta por primera
vez, parecía muy feliz y yo también lo estaba y abrazada a
Sadoc me dormí.
A la mañana siguiente, él se despertó antes que yo, y me
preparó un desayuno estupendo. Cuando me vio, me besó y me
dijo que estaba muy feliz de haber regresado, pero que tenía
algo muy importante que decirme, y me reí; él me preguntó
por qué me reía, y yo le contesté, que yo también tenía algo
muy importante que decirle, de modo que como era un
caballero, me dijo que fuera yo la que comenzara. Así lo hice,
cuando terminé su cara fue de absoluta alegría, por no decir
de inmensa felicidad; yo no entendía nada, de modo que le dije
que me explicara porqué se reía y él me dijo que su próximo
destino durante un año era Londres y que no sabía como
decírmelo, de modo que aquello nos hizo reír a los dos. Desde
entonces supe cual iba a ser mi decisión, y lo curioso fue que
no la había tomado frente a la luna sino junto a él, más feliz
no podía ser.
Escuchando el nuevo disco de Sergio Dalma en mi coche y
cantando como una loca, me encaminé al despacho dispuesta a
decirle a mi jefa que el próximo invierno contaran conmigo,
sabía que se iba alegrar por mí, era una persona que desde el
primer momento en que llegó a la oficina había contado
conmigo.
Y allí estaba yo en su despacho y diciéndole que pronto
estaría en Londres haciéndome cargo del nuevo despacho de
arquitectura, y se alegró, y todos me felicitaron. Pero hubo
algo más, de repente apareció Sadoc y delante de todos mis
compañeros me pidió que me casara con él. Por supuesto,
acepté. Por la noche lo celebramos en casa con compañeros y
amigos. Nunca llegué a pensar que una noche de luna diera
para tener un final tan feliz.
NOCHE ESPECIAL DE LUNA LLENA
Ya han pasado siete meses y aún no sé como se las
arregló, pero lo hizo: se encargó de organizar nuestra boda
que se celebró por la noche en una playa de la costa
londinense, y al lado de todos nuestros familiares, amigos y
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compañeros. Fue una ceremonia preciosa, con dos violinistas y
el alcalde de aquel pueblo que nos casó (curiosamente era
español, con lo cual los invitados se pudieron enterar de los
momentos álgidos de la ceremonia). La luna fue nuestro
testigo una vez más, desde luego sabíamos los dos que ésta
iba a estar ligada siempre a nuestras vidas, y que
intentaríamos inculcar a nuestros gemelos, un niño y una niña
que nacerían en unos meses, el significado que ésta tenía, o al
menos lo intentaríamos. Ah y nuestros perros fueron padrinos
especiales de aquella ceremonia durante la cual no dejaron un
solo momento de menear la cola de felicidad.
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Mª Antonia Redondo Vicente- nació hace sesenta
primaveras en Soto de San Esteban (Soria) Desde niña leía
todo lo que caía en sus manos, tanto lo hacía, que hasta
sentada a la mesa comía y leía a la vez, por supuesto las
regañinas de su abuela eran constantes, pero nada impidió que
la lectura fuera su fiel compañera de viaje, luego en el
internado comenzó a escribir, primero por desahogo y
después por el placer que ello le producía, y con la ayuda de
algún pequeño premio conseguido, le animaron a continuar
escribiendo. Pero por avatares tuvo que hacer un largo
paréntesis, y que hasta ahora no se había quebrado. Gracias
al taller por darle la oportunidad de dar rienda suelta a su
creatividad y cumplir así su pequeño gran sueño.
Este relato se lo dedica a Carmen y Rubén, sus hijos, a
Belén, Daniel y al bebé que viene en camino, sus queridos
nietos.
A Ernesto, por brindar su amistad y apoyar durante la
creación de este relato.
Traspasando pantallas
Desde la perspectiva, que le daban las cuatro semanas que
llevaba sin noticias de Carlos, Adela se encontraba inquieta,
quizás nerviosa, y llena de dudas, todo era nuevo para ella. Las
redes sociales siempre le habían dado reparo, porque no las
controlaba, nunca le gustaba lo que no podía tener asido, si no
del todo, sí en su mayor parte. Solo utilizaba Internet con
fines culturales, a través de ello conocía ciudades que de otra
forma no podría visitar, su gran pasión era viajar y de ésta
manera lo podía suplir, siempre sin dejar de lado que algún día
cumpliría su sueño.
Una tarde a finales del otoño, Adela se encontraba más
melancólica que de costumbre, sucumbió a la tentación, y se
conectó a Internet mientras se preparaba un cafetillo muy
caliente con unas gotas de leche, su eterno compañero de
lecturas y de tardes somnolientas, se acurrucó en su sillón
favorito y aproximando la mesita del ordenador posó su taza
en una esquina, no sin antes haber dado un pequeño sorbo.
Movió los dedos de sus pequeñas manos, preparándoles para el
ejercicio a los que los sometería toda la tarde, suspiró
profundamente, y comenzó su bautismo en las redes sociales.
Poco a poco fue perdiéndoles el respeto, avanzaba en
Facebook, sorprendida con la facilidad de su manejo. Entró a
chatear, aquí si que receló, pues sabía que las personas lo
utilizaban como engañifa, y una malsana diversión, pero
también habría alguien que no mentiría, que necesitaría
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comunicarse al igual que ella. La soledad a veces pesa
demasiado. Con éstas y otras disquisiciones, Adela chateaba,
con jóvenes y otros no tanto, hablaba con fruición,
disfrutaba, por primera vez en mucho tiempo, de una tarde
animada, casi sin darse cuenta, la noche había echado su
manto y ella estaba feliz.
A la mañana siguiente, se arregló, cogió su bolso y se miró
por última vez en el espejo, antes de salir a dar su paseo
matinal por la pequeña ciudad marítima que también la había
acogido. En ella quería pasar sus primeros años de una
incipiente vejez. Adela sentía sobre sus hombros el peso de la
edad, pero de una edad más amplia que la que en realidad
tenía, paso a paso se acercó al bello paseo marítimo, aspiraba
el aire húmedo y salino que el mar le traía, siguió andando,
alejándose del bullicio, buscaba un banco donde sentirse más
cerca del mar, atrapada en el infinito por los azules
maravillosos del agua y cielo mediterráneos, y la luz cegadora
acariciando sus ojos. Entonces los cerraba, dejando volar su
imaginación.
Le gustaba crear un mundo de fantasía, lleno de
romanticismo trasladarse a épocas pretéritas, donde sólo la
poesía y el murmullo del mar lograban llevarla, se sentía tan
feliz en sus ensoñaciones que temía abrir sus ojos y destruir
su mundo mágico.
Poco a poco, como si volviera de una regresión hipnótica,
abrió sus ojos color avellana y a través de los cristales
ahumados de sus gafas de sol, miró el horizonte que tanto la
fascinaba y sonrió. Hoy, pensó, hoy sería diferente, no
volvería a casa como hacía otros días, hoy iba a ser su día
especial. Encaminó sus pasos hacia el casco antiguo de la
ciudad y comenzó su recorrido como si fuera una turista más.
Se celebraba el aniversario de Joaquín Sorolla, pero no sabía
si de su nacimiento o fallecimiento, lo había olvidado, lo
importante era su obra, sus magníficos cuadros que tanto le
gustaron la primera vez que los contempló, ahora los volvería a
ver, su emoción se acrecentaba, por fin cruzó el umbral del
recoleto museo de arte contemporáneo que tantas veces
había recorrido, se dirigió hacia la sala de la derecha, allí
estaban, quedó obnubilada de nuevo y evocó con nostalgia,
cuando, acompañada de sus hijos pequeños, visitaron la
Biblioteca Nacional de Madrid y juntos descubrieron el color
y la luz mediterránea en los pinceles del gran Sorolla, desde
entonces, creció su admiración por el pintor levantino.
Callejeando por las empinadas y estrechas calles,
admiraba su arquitectura de puerto pesquero, sus casitas
blancas y azules con floridos tiestos en sus fachadas,
recordaban otros tiempos más bulliciosos, cuando los
pescadores regresaban con la preciada carga, tras un largo
día de pesca.
En una de las callejuelas, subiendo las escaleras, encontró
una taberna que invitaba a entrar y saciar el hambre con un
plato marinero. Con un rápido vistazo ojeó el local y se sentó
al lado de la ventana desde donde el paisaje parecía haber
salido de un cuadro de Sorolla.
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Llegó a casa cansada, pero con aires renovados, apenas sin
cambiarse entró en la cocina, se preparó el humeante y
oloroso café de cada tarde y se dispuso a navegar de nuevo
por las redes sociales.
Apenas comenzó a chatear, un nick quiso entablar
conversación con ella. Le habló de la Toscana, de Florencia tan
monumental, tan exquisita, pisar su suelo era trasportarse a
unos tiempos pretéritos de caballeros e intrigas palaciegas, y
de arte, sobre todo de arte, con Santa María de la Fiore y
todo su grupo arquitectónico, entonces Adela le preguntó por
la Santa Croce, la recordaba de un documental que le pareció
fascinante, sí, la conocía, entonces se le presentó, se llamaba
Carlos, le gustaba viajar como a ella, con la diferencia que él
lo hacía físicamente y Adela viajaba, pero a través de las
pantallas del televisor o del ordenador. Le gustaba la música,
el baile y la lectura, tenían varias cosas en común, la
conversación fluía sin esfuerzo, se hallaban cómodos,
intercambiaron sus direcciones electrónicas, quedando para la
tarde siguiente sobre la misma hora.
Casi sin darse cuenta se fue adentrando en el mundo
cibernético, sus citas vespertinas con Carlos le hacían más
llevadera su soledad, elegida, pero soledad a fin de cuentas,
que a veces pesaba como una losa y le impedía ser ella misma.
El tiempo iba pasando, sus charlas parecían no tener fin,
las despedidas se alargaban tanto, que recordaban a dos
adolescentes, cuando comienzan a descubrir el amor en toda
su extensión. ¿ Cómo podía suceder, si no se conocían? Adela
no daba crédito a sus sentimientos, la estaban zarandeando
como una vara de fresno y no podía resistirse, se sentía viva
por primera vez en muchísimo tiempo. Hizo verdaderos
esfuerzos por rememorar esos sentimientos, y los encontró
en su adolescencia precisamente, que ironía, ahora, a las
puertas de su vejez se cerraba el círculo. Sintió el amor de
hija, de madre, pero el ¿de mujer? No, el de mujer no, su ex,
no la quiso nunca, buscó en ella una madre, no una esposa, ni
una compañera para hacer juntos la travesía de la vida. Qué
profunda tristeza anidaba en su alma, siempre añoró el amor,
quizás influenciada por la poesía del Romanticismo, pero
también gustaba de Quevedo, era tan actual, pero el amor ¿no
es siempre el mismo? Pasa el tiempo, las personas, las épocas
y el amor (los sentimientos) son siempre los mismos. Adela
pensó, si no estaría enamorada del amor. En su búsqueda
quemó mucha energía, se sentía cansada, agotada, cada vez
más y más, no vivía, se dejaba llevar por la vida cual barco a la
deriva, que soporta estoico el fuerte embate de las olas.
La Primavera había irrumpido dejando atrás el frío del
invierno, algo parecido sentía Adela en su interior, Carlos
consiguió cimbrear su vida desde lo más profundo de su ser,
tanto, que le parecía vivir con un punto de irrealidad, era
amor, pasión o una ilusión desmedida, que le provocaba un
extraño, porque Carlos a fin de cuentas era un extraño, no lo
conocía ni por fotografía, se guiaba por lo que le describía, en
ese aspecto era ingenua, una ingenua con mucho trayecto
recorrido, menos en el sentimental.
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Todas las tardes, la luz vespertina se apagaba a la vez que
sus parrafadas. Eran horas, y horas, placenteras, delante del
teclado, hoy Carlos la sorprendió, quería conocerla, viajaría a
Madrid desde Barcelona. Adela consintió, era un buen lugar,
cualquier rincón de la ciudad era su casa, la conocía desde sus
lejanos quince años, cuando neófita pisó el asfalto de sus
calles de gran ciudad, ella que venía de la recia estepa
castellana, era un deleite para sus ojos, los que mantenía muy
abiertos para no dejar escapar nada, era una esponja, lo
absorbía todo, acababa de descubrir un mundo nuevo del que
quería sentirse una más de sus habitantes. Sedienta como
estaba de conocimientos descubrió los museos y el Madrid de
los Austrias, que tanto había oído nombrar y el Metro, todo un
mundo subterráneo que transportaba cantidades ingentes de
personas. Le llamaba la atención la prisa que llevaban, siempre
iban corriendo, como si fueran apagar un fuego, de ahí, que
con el tiempo bajara las escaleras a unas velocidades que a
todos dejaba asombrados y lo curioso es que nunca se cayó.
A medida que se acercaba la fecha del encuentro, Adela
se imaginaba a Carlos, muy alto, de ojos verdes y de
complexión fuerte, era lo que él le decía. Sin esperarlo, esa
tarde se rompió la magia, Carlos no se conectó, en un principio
ella no le dio mayor importancia, pero lo que parecía una
eventualidad se fue convirtiendo en habitual, Adela se
desencantó, tanto, tanto, que un baño de realidad inundó su
espíritu y la envolvió en melancolía; pero no se encerró en
casa, recuperó su rutina, sus habituales tertulias con amigas
alrededor de unas aromáticas tazas de café, recuperó los
paseos hasta la playa y sus lecturas nocturnas, no podía ser
bueno aquello que tanto la cambiaba. Las luces del alba la
encontraban sumergida en la lectura, leía con tal fruición, que
prácticamente devoraba los libros, siempre le gustó meterse
en la piel de los personajes. Como actriz, no tenía las dotes
para haber hecho de ello su profesión, así que la otra opción
fue convertirse en una lectora compulsiva; y ahora tenía
tiempo, todo el tiempo del mundo para dedicarse a ello.
La tecnología ayudaba, los libros electrónicos, que apenas
pesan, y almacenan tal cantidad de libros, que cada persona es
una biblioteca andante, pero, era otra pantalla más que había
que traspasar. ¡Oh! Sorpresa, en cuanto abrió su correo lo vio
llenito de emoticonos florales y de besos, era Carlos (había
dado señales de vida)..., pidió tantas disculpas y de todas
formas posibles, que Adela templó su ánimo y le dio otra
oportunidad.Poco a poco las confidencias se hicieron más
íntimas, llegó un momento en que necesitaban sentirse más
cercanos. Mientras charlaban escuchaban música, nuevos
sentimientos comenzaron a brotar, eran tan fuertes que
traspasaban las pantallas de los portátiles, era tan intensos
que notaba rejuvenecer como si hubiese tomado una pócima
brujeril, lo había convertido en una adicción, cada tarde
esperaba su dosis, su dosis ¿de qué? Pues una dulce dosis de
fantasía otoñal.
Adela acostumbraba desde muy niña a repasar los
incidentes del día, hablando con su almohada, entonces le
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aparecían los temores, las dudas, ante la relación un tanto
extraña que estaba manteniendo con Carlos, pisaba arenas
movedizas, le faltaba confianza para lanzarse al abismo, el
riesgo que entrañaba era mucho, a su edad cuesta mucho más
recuperarse de un desengaño amoroso.
Durante el día no dejó de pensar en ello, y estando en
estas y otras diatribas se conectó a Internet con su taza de
humeante café. Entre sorbo y sorbo pasaba el tiempo y Carlos
no se conectaba. Su intuición le decía que eso era el principio
de muchas tardes sin él, y no se equivocaba. A lo largo de los
días se fue atemperando, no sentía dolor más bien decepción;
llegó a la conclusión que Carlos era un inmaduro emocional y un
ególatra, tenía una palabra para él ”cobardía”. Se había
comportado como un niño de quince años en el cuerpo de un
hombre maduro, muy maduro. ¿Todo era un sueño? No, no lo
era, la imperante realidad se lo mostraba tozuda una y otra
vez, sólo había tenido un poquito de ilusión por unos días, que
andando el tiempo le harían sonreír por su ingenuidad, la
experiencia algo la había cambiado en su interior, aunque no
sabía muy bien el qué.
Dispuesta a zanjar estas idas y venidas, se colocó frente
al ordenador para mandarle un correo, quedarían en Madrid, si
aceptaba, se encontrarían, mientras ella maquinaba su plan B.
Don Guadiana contestó con otro correo, pero esta vez sí que
la sorprendió, se lo dio todo planificado para su encuentro en
Madrid, y eso la descolocó. Pese a todo decidió continuar
adelante, algo no le cuadraba, había que descubrir lo que se
escondía ,y si en verdad Carlos era así.
Llegó la hora por fin... quedaron para comer, desde la
Puerta del Sol, su punto de encuentro, Adela lo adentró por
entre las estrechas calles del viejo Madrid, buscaba una
taberna con reminiscencias pasadas, con un encanto especial
que hacía tiempo visitó.
El gran ramo de rosas rojas con que la obsequió la dejó
anonadada, emocionada, tuvo que hacer un esfuerzo para que
su voz no se notara temblorosa, y esbozando la mejor de sus
sonrisas le agradeció tan buen detalle. Carlos le devolvió una
franca sonrisa, la comida transcurrió animada, su charla
agradable parecía que a Adela le hacía bajar la guardia sin ser
muy consciente de ello. Fueron paseando hacia los jardines de
Sabatini, admirando el Palacio Real y se sentaron frente a él.
Carlos tomó sus manos, las besó y un estremecimiento
recorrió su cuerpo, sus ojos verdes se clavaron en los suyos
como una espada de fuego, que la traspasó.
Sintió sus carnosos labios en los suyos, un profundo y
largo beso que no tenía fin, eso ¿qué era eso? Eso era el
preludio de una gran noche de pasión.
Despertó entre sus brazos, sus varoniles brazos y se
acurrucó, se hizo más pequeña si cabe, Carlos la abrazó muy
fuerte, Adela no quería tener que separarse de él...
Permanecer juntos, abrazados, detener el paso del tiempo,
era feliz, inmensamente feliz, nunca lo había sido tanto.
42
Ese día no salieron de la habitación del hotel, entre sus
confidencias y sus demostraciones amorosas, apenas
necesitaron de otro alimento; las horas pasaron
irremediablemente y Carlos en poco tiempo se encontraría
volando hacia Barcelona, y ella... ¿ella qué? Se había
enamorado perdidamente de él, ¿sería correspondida? Apenas
hiló este pensamiento, cuando las palabras estaban brotando
de su boca, él la miró sonriente y la atrajo hacia su pecho
abrazándola muy fuerte, besándola con tal pasión que disipó
todas las dudas que pudiera quedarle. Fueron juntos hasta el
aeropuerto de Barajas, su tiempo se extinguía y una furtiva
lágrima rodó por el rostro de Adela y permaneció allí aún
cuando el avión de Carlos ya surcaba el cielo madrileño.
Obscurecía cuando tomó el Metro hacia su casa, su cuerpo
estaba en el vagón pero su mente no había salido de aquella
habitación de hotel donde conoció la mayor felicidad que
podía esperar.
Al salir del Metro apresuró el paso para engancharse al
ordenador y ver a Carlos, pues ahora instalaría la webcam y se
verían aunque extrañaba el tacto de su piel, su olor, sus besos
y para que engañarse, todo él, desde el momento de su
separación. La pantalla se iluminó y su rostro también, allí
estaba Carlos, con palabras dulces, con la mano en la cámara
para que ella hiciera lo propio, sentirse cerca, lo mas cerca
posible, que la distancia les permitía. Así estuvieron días,
semanas que a Adela le parecieron eternas, tenía una
necesidad acuciante de volver a sentirle, de sentirse mujer
entre sus brazos, Internet era tan frío…Se lo propuso a
Carlos, pero esta vez sería Adela la que fuera a visitarle, no
reaccionó como ella esperaba, las excusas e inconvenientes
que le ponía no le resultaban creíbles, volvieron sus dudas y
temores de otro tiempo, pero ahora le rompería en mil
pedazos el corazón, de momento se conformaba, aunque no
formaba parte de su carácter, a ver cuánto tiempo resistiría
estar en ese impás. Don Guadiana volvió a las andadas, ahora
estoy, mañana no, esta situación la desquiciaba, ¿qué tipo de
relación era esa? ¿Dónde quedaba su dignidad? ¿Por qué
aguantarlo? Sabía que la situación no podía alargarse en el
tiempo, era un desgaste que no llevaba a ninguna parte. Adela
volvió a recibir un correo más de Carlos proponiéndole verse
de nuevo en Madrid, su corazón correría a su encuentro, pero
la razón le decía que acabara con esa relación, perjudicial,
dañina, que no le aportaba nada, únicamente una dependencia
sexual efímera, por que amor lo que se dice amor, Carlos no se
lo daba, el calor de la relación sólo lo ponía ella. Por eso no
quería verle, pero ¿cómo negarse ante su tenaz insistencia y
la tentación de su piel? ¿Soportaría los vaivenes de Carlos?
¿Sería una mendicante de cariño? El futuro no se le
presentaba muy halagüeño, ¿qué hacer?... No le dio tiempo a
nada, Carlos estaba en Madrid y ella tan azorada, no se lo
pensó y fue corriendo hacia él.
La furia de la pasión nublaba la razón, en la misma
habitación que la primera vez se respiraba la fogosidad de dos
cuerpos entregados, desesperadamente, hasta los últimos
43
estertores del placer. De nuevo repetían lo mismo, tanto, que,
incluso no pisaron la calle, sino para alejarse.
Esta vez Adela no le acompañó, sumida en sus
pensamientos se dirigió a su casa, un sentimiento de culpa se
apoderaba de ella; pero no pudo resistirse y encendió el
portátil, Carlos estaba allí, desde su teléfono seguía
engatusándola... ella seguía perdida... ¿hasta cuando? ¿Hasta
cuando?... Estaba tan perdidamente enamorada de él que no
sabía cómo iba a salir de esa espiral. ¿Qué hacer?... ¿Que
hacer?... Se repetía machaconamente en su cerebro.
Desesperada, se tiró sobre la cama y llorando atormentada se
durmió.
44
Fernando Medina (Madrid 1962) manifestó desde joven
su interés por la escritura escribiendo cuentos y relatos
cortos. Se presentó a varios concursos literarios, sin éxito.
En 2007 mezcló sus aficiones por la gastronomía y la
escritura en un blog: «Las aficiones de Fernando». En la
actualidad, basándose en el blog, trabaja en una guía turística
sobre la gastronomía alicantina
Atrapado en la lluvia
La llamada de teléfono había despertado a Luis Sampietro
de su sueño resacoso. Se miró al espejo y constató su aspecto
francamente malo, tenía los ojos rojos fruto del alcohol
ingerido la noche anterior, jugándose el poco dinero que le
quedaba en un casino virtual. No le gustaba nada aquello de los
casinos virtuales, el póker perdía su encanto al no tener el
contacto emocional con el resto de los jugadores, pero llovía a
mares y no quería salir de casa. Al final una noche más de
lluvia, póker y whisky, apenas unas monedas en su bolsillo y la
tarjeta a cero.
Sampietro odiaba la jodida lluvia. Estaba cansado de la
lluvia, en los últimos años el clima había ido cambiando y de
esos inicios de verano cálidos y secos que le gustaban, se
habían transformado en calurosos y muy lluviosos, como si
aquello fuera una ciudad del trópico. Tenía que irse a algún
sitio donde el único agua que oyera caer, fuera por las
tuberías.
Se volvió a mirar en el espejo y vio cómo su piel a pesar de
su juventud, empezaba a ajarse y en la barba ya aparecían
canas que le deban un aspecto de desaliño y abandono, lo cual
no estaba muy lejos de la realidad, le dolía la cabeza pero
tendría que afeitarse, hoy iba a visitarle un posible cliente, el
tipo que le acababa de llamar y no quería perderle, al menos
no antes de que abriera la boca y sintiera su aliento.
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De mala gana se afeitó y tenía mejor aspecto, volvió
mirarse en el espejo y vio como la diferencia del color de sus
ojos se había hecho más notable. Los ojos de Sampietro eran
muy especiales, no es que viera más que los demás, pero tenían
la rareza de ser de colores diferentes y muy sensibles a la
luz, ya que dependiendo de la intensidad y del color de esta,
eran capaces de cambiar en las tonalidades del verde hasta el
gris, lo que en contraste con su piel morena y el pelo negro, le
daba un aspecto extraño que a las mujeres siempre había
atraído mucho y que durante toda su juventud hizo que fuera
la envidia de sus amigos, por la facilidad que tenía para
encontrar compañía.
Esos ojos eran aún un reclamo para ellas aunque ya no tan
potente, las canas que aparecían, la barriga que empezaba a
notarse y una actitud descreída hacia todo, no provocaban
demasiado atractivo a pesar del poder hipnótico de sus ojos.
Tomo una ducha, cogió una la única camisa limpia que le
quedaba en el armario y decidió que en cuanto tuviera dinero
volvería a llamar a la señora que se ocupaba de las cosas
básicas de la casa.
Salió a la calle bajo la lluvia torrencial y aunque le hubiera
gustado coger un taxi para ir hasta el despacho, prefirió
guardar lo poco que tenía para otra cosa. La verdad es que
desde hacía cinco años, desde que lo expulsaron de la policía,
su situación económica no había hecho nada más que
empeorar, los pocos ahorros que tenía habían desaparecido en
poco tiempo y el hecho de que lo expulsaran con deshonor no
le dio ni la oportunidad de volver ni de ningún tipo de
compensación económica.
La realidad era que su expulsión fue una nueva repetición
de aquello que había marcado su vida, como se repetían las
gotas de agua de aquel jodido día de lluvia, gotas iguales que
caen una tras otra, idénticas y que lo único que las diferencia
es el momento en que caen, pero siempre parecidas.
Llegó al despacho empapado, manando agua, el agua no
había traspasado la ropa pero estaba allí escurriendo,
mojándole las manos, el suelo, todo. Su despacho estaba en un
barrio céntrico y marginal, desde hacía algunas décadas se
había convertido en un barrio de emigrantes ilegales,
delincuentes, prostitutas, la élite de aquella sociedad, pero
que con su economía era el único sitio donde se podía permitir
tener un despacho. Necesitaba un cliente nuevo, un caso con
el que ganar un buen puñado de dinero que diera un impulso a
su vida, que le permitiera dejar atrás aquel cuchitril y
aquellos trabajos de «protección, seguridad y cobro» que en
el fondo no era nada más que delincuencia de poca monta como
cobrar «intereses» de préstamos imposibles de devolver,
«tasas» a las prostitutas o contactos con sus antiguos colegas
de la policía para saber en que se estaba trabajando que
pudiera afectar a sus clientes. Sus ex compañeros sabían de
sus andanzas y necesidades y le daban información controlada
para que pudiera seguir viviendo sin dar un paso más en sus
actividades delictivas.
46
El ruido del agua que chorreaba por las cornisas del
edificio se vio interrumpido por la melodía del teléfono.
—¿Está ya en su despacho? —preguntó de forma seca.
—Sí —respondió Sampietro sin mucho entusiasmo—. La
puerta está abierta, pase sin llamar.
La comunicación se cortó desde el otro lado casi sin
tiempo para terminar la frase. A través del teléfono
Sampietro escucho las gotas de agua al caer sobre el coche y
pensó que tendría que volver a recoger el agua cuando su
visitante se fuera.
Estaba acabándose de preparar una taza de café cuando
oyó unos pasos anunciando que Sergei había llegado. Sergei,
como le había dicho que se llamaba era un tipo fornido de pelo
rubio, facciones duras y ojos claros. Unos segundos más tarde
entro en el despacho de su acompañante, mismo prototipo
pero más alto y más fuerte y sudaba, sudaba mucho pues
vestía una chaqueta que le servía para ocultar el arma que
intentaba a duras penas ocultar tras ella.
Sergei hizo un gesto y su acompañante salió cerrando la
puerta tras él, al tiempo que Sampietro señalaba un sillón para
que Sergei se sentara.
Sergei miró la silla que le ofrecían y el resto de la
estancia con cara de asco, preguntándose cómo alguien podría
vivir en aquella cochambre. El ruido de las gotas de lluvia que
se intensificaba provocaba un ruido fuerte que apagaba el
crujido de los cuerpos al sentarse sobre los desvencijados
sillones.
—Usted me dirá —dijo Sampietro tomando la iniciativa de
la conversación.
—Soy una persona directa así que iré al grano —aclaró
Sergei—. Tengo una pequeña sala de fiestas en las afueras de
la ciudad y algunos otros negocios. —«La sala le blanquea el
dinero del resto de los "negocios"», pensó Sampietro.
«Últimamente esos ingresos se han visto muy reducidos por la
intervención de la policía lo que significa que alguno de mis
colaboradores me la está jugando».
—Entiendo, continúe por favor —asintió Sampietro.
—Esta es Raquel, la cantante del local y una buena amiga
mía —dijo Sergei dejando una foto de una mujer sobre la
mesa.
«¡Vaya, una clásica historia de cuernos!», pensó
Sampietro. Miró de cerca la foto y se sorprendió, la chica, una
rubia platino de bote, era mona pero había estado con putas
más guapas que aquella.
—Todo el mundo me dice que debe ser ella —interrumpió
Sergei los pensamientos de Sampietro—, pero a mí me cuesta
creerlo. La trato como una reina, tiene todo lo que desea y no
sé qué mierda le puede ofrecer la policía para que le pueda
compensar traicionarme —concluyó con la voz más alterada
que antes.
»Quiero que me digas lo que está pasando —continuo
Sergei. Me he informado sobre usted, sé que es bueno en su
trabajo, que tiene pocos escrúpulos y aún menos dinero y yo
estoy dispuesto a pagarle bien.
47
Sampietro se preguntó que llamaría «pagarle bien», no
podía ser demasiado exigente no fuera a perderle, pero
tampoco debía de rendirse sin pelea.
—Ahí tiene 10.000 —dijo sacando un fajo de billetes
atados con gomas del bolsillo de su pantalón—. También
tendrá acceso libre al local donde trabaja.
»Tengo algunas condiciones que debes conocer antes de
aceptar —prosiguió Sergei—. Nunca me llames, no me fío de
nadie de mi entorno, yo te llamaré. No hables con tus amigos
policías, no estás trabajando en nada y nunca hemos estado
juntos y sobre todo no olvides que Raquel es de mi propiedad
y no permito que nadie me quite lo que es mío.
—Acepto —dijo Sampietro.
—Esto te será útil en su tarea —dijo Sergei dejando
sobre la mesa un pen drive—. Si necesitas alguna otra cosa,
dímelo, te la facilitaré, pero recuerda, yo te llamaré
Se levantó y sin decir palabra salió por la puerta dejando
que penetrara de nuevo el cansino ruido de la lluvia.
El primer día de trabajo no le llevo a ningún sitio, la chica
era una chica normal, desayunó en un bar, fue a clase de baile,
comió en un bonito y discreto restaurante con Sergei, quien
luego la acompañó a casa. A las ocho un coche vino a buscarla,
la recogían para llevarla al trabajo.
Sampietro regreso a casa, se secó de toda aquella maldita
agua acumulada durante el día y decidió ir a la sala de fiestas.
Allí, pronto se dio cuenta de que se escondía una casa de
juego ilegal y por la pinta de los participantes no eran
jugadores de ruleta, si no de póker, un tipo de personas que él
identificaba muy bien. La verdad es que Sergei era un tipo
listo, tenía sus negocios bien diversificados, pensó con ironía.
Intento colarse en una de las timbas pero enseguida un
fornido moreno le llamo la atención.
—Perdone, ¿Dónde va usted? —increpó con corrección
pero con firmeza.
—He visto que entraba gente y quise ver a donde iban —
dijo Sampietro con naturalidad.
—Es una fiesta privada.
Sampietro dio media vuelta con un gesto amigable hacia el
portero, pensando que no era tiempo de meterse en follones,
que su propósito era otro.
Entró en la sala donde en cinco minutos empezaría a
cantar Raquel. Se apoyó en el fondo donde apenas era visible
desde el escenario y se dispuso a ver en acción a aquella chica
por quien alguien estaba dispuesto a gastar tanto dinero.
A los pocos minutos apareció con un vestido negro con
brillos, amplio escote que mostraba una buena parte de sus
pechos, minifalda y botas negras; el vestido lo insinuaba todo
pero no dejaba ver nada. Era una chica atractiva. Saludó al
público y empezó a cantar, no sonaba mal pero tampoco mejor
que cualquiera de esas cantantes que se pasan el verano en
una caravana cantando de pueblo en pueblo. Pero todo cambió
cuando se giró, dio la espalda al público y movió su trasero al
ritmo de la música. Sampietro observó como todos los
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hombres de la sala estaban hipnotizados por aquel movimiento
sensual, como si el tiempo se hubiera parado y solo el crujido
de los hielos al deshacerse en las copas, pudiera escapar de la
magia del momento. Tras una media hora de espectáculo y
realmente había sido un espectáculo, la chica se retiró, volvió
al rato y se sentó con algunos clientes con los que charló
animadamente y a las 12 volvió a cantar y la misma burbuja
atemporal se volvió a crear, como una especie de velo mágico
que hacía creer que todo lo que no fueran las caderas de
Raquel carecía de importancia en todo el universo. Tras
acabar y repetir el proceso de acompañar a algunos clientes, a
las dos en punto el tipo que la recogió en su casa, apareció.
Cambió unas palabras con la persona que estaba y se fue.
Dos días más se repitió la vigilancia bajo la lluvia, sin nada
digno de destacar, sin nada sospechoso, de no ser por tener
de amante un tipo como Sergei, se podría decir que llevaba
una vida absolutamente normal. Lo único que rompía aquella
rutina eran las llamadas apremiantes de Sergei para saber si
descubría algo, pero las cosas necesitaban su tiempo y así se
lo dijo por teléfono «si tanta prisa tiene quizás lo mejor sea
torturarla para saberlo», pero el silencio que se hizo al otro
lado le dio a entender a Sampietro que lo estaba pensando y
decidió que era mejor ser lo más parco posible en palabras.
Esa noche Sampietro decidió que debía conocerla para
intentar ir más rápido y así se dirigió a un camarero.
—Le podría decir a la señorita que me gustaría invitarla a
una copa.
—Claro señor, yo se lo diré en cuanto acabe la actuación —
contestó el camarero con una enorme sonrisa al ver la propina
que le estaba dando Sampietro.
Como siempre tras el espectáculo se retiró a su camerino
y posteriormente salió a la sala, se dirigió directa hacia su
mesa.
—Me han dicho que quería hablar conmigo —dijo
amablemente Raquel.
—Si por favor siéntese —añadió—, me han dicho que la
gusta el champán.
Se sentó y sonrió y aquella sonrisa le llevo al pasado, a una
sonrisa similar, a unos tiempos felices, a una tragedia
inusitada, a la venganza, la cárcel y a un cuchitril de un barrio
marginal. Y ella habló y él escuchó y respondió, pero no
entendió, su mente como un tornado iba de una sonrisa a otra,
de presente a pasado, como el vapor que se convierte en
lluvia, maldita lluvia, para volver a ser vapor.
Aquella noche Sampietro, no pudo dormir. Constantemente
la imagen de María venía a su cabeza. La conoció en un club de
alterne de carretera, cuando entró en el reservado en el que
estaba a punto de meterse una raya de coca y ella con una
sonrisa franca y preciosa le dijo: esa raya no te conducirá a
ningún sitio interesante. Él la ignoró pero la sonrisa se le
quedó grabada en la mente y empezó a frecuentar el local.
Unos meses más tarde María se trasladó a su casa y recuperó
una vida que quizás nunca debió dejar. Fueron tiempos de
felicidad, de pasión, de luz y de sol, pero la lluvia volvió.
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—Puedo coger hoy el coche —preguntó María—, llueve una
barbaridad.
—Si cógelo, tengo que ir juzgado a declarar contra el
canalla de Oswaldo —contestó Sampietro.
—¿Es ese tipo del que hablaban ayer en el telediario que
le busca medio mundo? —preguntó María.
—El mismo.
María se fue a la ducha y el agua que salía se confundía
con el agua de la lluvia en una tormenta de agua y truenos
virulenta.
Le dio un beso y le sonrió, «nos vemos esta noche cariño,
que tengas un buen día», con esa sonrisa que entraba por los
ojos y penetraba hasta el alma.
Siguió en la cama en una especie de duermevela hasta que
un sonido seco le despertó. Aquello no era un trueno, se
levantó y miro por la ventana y vio una columna de humo y
fuego saliendo de la acera. Se puso los pantalones y salió
corriendo por la puerta. Al salir del portal decenas de coches
hacían sonar sus alarmas y tras recorrer algunos pasos
descubrió su coche, rodeado de llamas, que agonizaban bajo la
lluvia, un montón de hierros retorcidos y entre ellos el cuerpo
inerte de María. La cogió la cabeza y la habló, la suplicó que
siguiera viviendo y lloró y lloró como no había llorado nunca y
sus lágrimas las arrastró la lluvia para mezclarlas con las
últimas gotas de sangre de su amada María y juntas se
dirigieron rápidamente a una alcantarilla cercana.
Se suspendió el juicio y Oswaldo salió libre bajo fianza y
él ciego de rabia, bajo la misma torrencial lluvia que arrastró
la sangre de María, una mañana le vació el cargador de su
arma reglamentaria. Fracasó, mató a un guardaespaldas pero
Oswaldo, junto con dos heridos por bala más, salió con tan
solo un rasguño en un brazo. Y su descenso a los infiernos
comenzó con cinco años de internamiento bajo vigilancia
psiquiátrica, pero él no estaba loco, solo loco de ira y
desesperanza
Los siguientes días siguieron en la misma tónica, vigilancia
diaria que no daba ni fruto ni pistas y por la noche
conversación con Raquel a la que de mala gana debía compartir
con otros clientes. Durante aquellos ratos él se sentía otra
persona, sin intentar perder el carácter profesional de
aquellas conversaciones se mostraba agudo y divertido y ella
le miraba los ojos y se reía, reía despreocupada y feliz, como
alguien que vivía en una burbuja a la que no afectaba lo que
pudiera suceder fuera.
La noche del tercer día ella se le acercó.
—Esta noche no vendrán a recogerme, tendremos más
tiempo —dijo Raquel en un tono lleno de promesas.
Eso era lo que Sampietro deseaba en esa fiebre de amor
que vivía pero no era ni lo que necesitaba. Cuando ella se sentó
a su lado le explicó que nadie iría a buscarla pues le había
dicho a Sergei que no era necesario pues se iría tomar una
copa con una amiga. Charlaban de todo y nada, investigándose
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y conociéndose, pero cuando tenía esa sonrisa enfrente, a
Sampietro se le olvidaba su misión, y las palabras de Sergei.
Cuando salieron del local ella le agarró del brazo para
protegerse de la lluvia que seguía cayendo, ahora con
suavidad. Se montaron en el coche y la llevó a su casa. Ella le
propuso tomar un café pero él vio tras los cristales mojados
de un coche, al contraluz de una farola, una silueta.
—Hoy no puede ser —dijo Sampietro. Es mejor que te
vayas ya.
Ella le miró sorprendida, iba a preguntarle pero vio una
sombra de preocupación en sus ojos y decidió no hacerlo,
estaba acostumbrada a no hacer preguntas. La distancia al
portal no era grande pero la lluvia se había intensificado
marcando esas caderas poderosas y sensuales de Raquel y
cuando llegó, se volvió y sonrió al tiempo que se despedía de él
con la mano.
Si su sonrisa valía 100 de los grandes, su culo no era
menos —pensó con ironía Sampietro viéndola adentrarse en el
portal.
Pocos minutos después la pantalla de su móvil se encendió
indicando «Identificación oculta», solo podía ser Sergei.
Descolgó de mala gana, era su cliente.
—Hola Sampietro, espero no haberte despertado —sonó
por los altavoces del coche.
—Creo que ya sabes que no dormía —respondió Sampietro.
—Solo quería recordarte lo que te dije el primer día, —
continuó. No acepto que nadie me quite lo que es mío y aunque
no te lo dije, mucho menos la traición. No creo que necesites
más explicaciones.
Se oyó el clic de que al otro lado habían dado la
conversación por terminada. Había parado de llover y pudo ver
en la lejanía una luna casi llena, brillante y blanca que
iluminaba la ciudad. Detuvo el coche, tenía que decidir qué
hacer o bien se olvidaba de Raquel y dejaba el caso o la
llamaba y la contaba la verdad y que ella decidiera. Nunca
había sido un hombre de mucho pensar, si no más bien primero
actuar. Llamó a Raquel y como el teléfono daba señal de
ocupado dio media vuelta y se dirigió de nuevo a su casa. El
coche sospechoso de antes había desaparecido. Volvió a
marcar y esta vez sí hubo respuesta
—¿Que pasa que llamas a estas horas? —dijo con voz
excitada.
—Necesito hablar contigo —contesto Sampietro—, creo
que estas en peligro.
Estas palabras la sobresaltaron, acababa de colgar a
Sergei y la conversación no había sido fácil, la había insultado,
despreciado y amenazado y se había preguntado el porqué de
aquello, ¿sería por Sampietro?, él no sabía nada de Sampietro
¿o sí?, ¿acaso la espiaba?.
—Sube —dijo Raquel, sin tener claro que aquello era una
buena idea.
—No, es mejor que vayamos a otro sitio, cógete algo de
ropa, es mejor que no duermas en casa.
51
Sampietro llamó a su padre y le explicó que estaba
trabajando en un caso y que iría acompañado de una chica y
que dormirían allí. A los pocos minutos Raquel apareció con una
pequeña maleta, se metió en el coche con una mirada de
preocupación y Sampietro arrancó.
Su padre les había preparado la habitación pequeña con
dos camas y allí sentados cada uno en una, Sampietro la
explicó por qué la había conocido, que Sergei era su cliente y
ella lloró y se indignó y él la hablo de las sospechas de Sergei
y de sus sentimientos, de cómo el fuego había surgido en
aquellas escasas horas que habían compartido. Y ella hablo de
su inocencia, de envidias y de mentiras que crecían al abrigo
del dinero de Sergei, y él también la habló de sus
experiencias, de cómo acababan muchas veces la chicas como
ella cuando se relacionaban con gente como Sergei y entre
lágrimas, besos y sudores compartidos hablaron de futuro, de
promesas, de nuevas vidas donde se podría volver a empezar,
con la memoria limpia.
Compraron dos billetes de avión por internet y
planificaron el día siguiente. Raquel sacaría los pocos ahorros
que tenía en el banco y Sampietro dejaría el coche enfrente
de su casa, alquilaría otro, la vendría a buscar y se irían. No
debían hablar con nadie, móviles apagados y estar por la calle
lo menos posible. Sergei no vería con buenos ojos que se
fueran juntos y hasta mediodía que había quedado a comer
con Raquel, no saltarían las alarmas, es decir tenía menos de
24 horas en el mejor de los casos.
Todo fue según lo planeado y poco antes de mediodía se
encontraron en la casa, se miraron y se besaron. Salieron por
la puerta «voy a cerrar con llave, vete dejando la maleta, es el
coche que está en doble fila, el blanco, lo he dejado abierto».
Cuando Sampietro llego al portal vio a Raquel bajo la lluvia
acercándose al coche. Abría la puerta del portal cuando una
moto se paró enfrente y Sampietro lo entendió todo. Dos
fogonazos secos, un segundo después un tercero y la moto se
pone en marcha. Sampietro oyó el ruido agudo de los cristales
de la puerta del portal deshacerse en añicos al caer contra el
suelo y oyó el ruido sordo de Raquel al golpear contra el suelo
y como las gotas de lluvia golpeaban rítmicamente contra su
cuerpo inerte y Sampietro comprendió que la lluvia creaba los
barrotes de la cárcel en la que estaba atrapado su destino.
Corrió hacia ella, se arrodilló y vio dos grandes heridas de
bala en su pecho por las que fluía un manantial de sangre que
de nuevo y como una maldición repetida, se mezclaba con la
lluvia para caer a la acera y difuminarse en un pequeño
riachuelo. Aún tenía algo de vida, no podía hablar pero con sus
ojos intentó pedir disculpas por no cumplir lo que hacía tan
poco se habían prometido.
Raquel expiró y Sampietro hizo un gesto de levantarse
para huir, pero se dio cuenta de que no hay vida cuando no hay
nada por lo que vivir, que si los sicarios de Sergei regresaban
52
estaría allí y se tumbó sobre la acera, bajo la lluvia y se
abrazó a ella, empapado de agua y lágrimas, esperando a que
los matones o la policía vinieran a buscarlo.
53
Antonio Aracil Luciano tiene actualmente 65 años.
Alrededor de los 45, tras padecer unos problemas de todo
tipo (de salud, profesionales, familiares, etc.) se dio cuenta
de que escribir le hacía un gran bien.
Desde entonces desarrolla esta «terapia» y el resultado
ha sido sorprendentemente beneficioso, lo que unido a su
afición por la lectura le ha convertido en un hombre nuevo y
estará agradecido por siempre al hallazgo de ambas aficiones,
que por otra parte recomienda a cuantos le rodean.
El taller de escritura le ha permitido conocer secretos
que le van a facilitar en el futuro mejorar la construcción de
sus textos, aunque su destinatario final no sea otro que él
mismo.
El monzón
El monzón llegó antes de lo esperado y aquel año de 1.969
marcó nuestras vidas para siempre.
Las lluvias provocaron inundaciones muy superiores a las
de años anteriores. Al cabo de una semana veíamos con
preocupación cómo el nivel de las aguas subía constantemente
y era evidente que tendríamos que recoger nuestras escasas
pertenencias y trasladarnos a zonas más altas.
Tardamos cinco días y sus noches en llegar y sin apenas
darnos unas horas de descanso, y al hacerlo, después de
colocar lo poco que llevábamos en la vieja casa que había
pertenecido a la familia de mi madre encendimos un fuego y
nos acomodamos alrededor.
Mi hermana pequeña Rajad, rompió por fin a llorar. Creo
que el miedo y la tristeza impidieron a mis padres acercarse a
consolarla.
Había resistido hasta entonces a pesar de sus nueve años
de edad de forma admirable aunque en ningún momento había
podido evitar su expresión de miedo y el cansancio no parecía
haber hecho su aparición en ella, pero ahora sucumbió —creo
que lo hicimos todos— ante lo complicado de la situación.
No sé cuánto dormimos, pero al despertar —y en un
estado de duermevela—, no sé por qué recordé las historias
que nos contaba aquel misionero español sobre su tierra. Nos
decía que, al igual que la nuestra, era muy llana y que en aquel
país, España, y en su región llamada allí «La Mancha» no había
54
las lluvias que periódicamente caían sobre el nuestro año tras
año y más o menos en la misma época. Nos hablaba de un
personaje histórico llamado Don Quijote que se había vuelto
loco y se dedicaba a recorrer aquel territorio de La Mancha
haciendo reír a los habitantes de los pueblos que visitaba.
Mentalmente lo comparé con los santones que en nuestro
país realizaban igualmente largos trayectos mendigando
alimentos, ofreciendo oraciones y proporcionando consejos a
aquellos que los solicitaban.
Ahora, mirando el fuego que nos calentaba, pensaba que
estábamos bien a pesar de la modestia de la cabaña que nos
cobijaba y que había sido el hogar de los abuelos de mi madre
e imaginé que al igual que nosotros, los santones, el misionero
y ese Don Quijote, en algún momento de sus vidas volvían a
ese hogar, esa casa, a la que todos alguna vez querríamos
regresar por modesta que fuera.
De bien poco, pensaba ahora, había servido el sacrificio de
mis padres para proporcionarme algunos estudios por ser el
hijo mayor y varón. Ahora todo aquello se había perdido y
tendríamos que empezar una nueva vida en aquella región
desconocida. En cualquier caso me sentía bien, incluso
contento, y miré a mi alrededor con verdadera alegría por
disponer de aquella familia, aquella casa y una nueva vida por
delante.
55
Paco Bas (Alicante, 1972). Informático en retirada que
busca la huida de su pragmatismo en la literatura y el guión
cinematográfico. Le gusta curiosear cualquier tema que caiga
en sus manos o desfile ante sus ojos. Multi-aprendiz.
Aficionado a la astronomía, los juegos de mesa, las series de
televisión,…
Miel de luna
El anuncio
Después de haber succionado con la aspiradora el último
pelo que dejó mi última transformación, me senté en el sillón
dispuesto a leer las noticias del día. Iba pasando páginas
automáticamente sin prestar excesiva atención al contenido
que mostraba el lector cuando apareció en la pantalla el
anuncio de obligada lectura. Pretendía obviarlo como tenía por
costumbre pero esta vez me fue imposible:
SE BUSCAN HOMBRES LOBO PARA PELIGROSO VIAJE.
SALARIO REDUCIDO. FRÍO PENETRANTE.
LARGOS PERIODOS DE COMPLETA OSCURIDAD.
CONSTANTE PELIGRO. DUDOSO REGRESO A SALVO.
HONOR Y RECONOCIMIENTO EN CASO DE ÉXITO.
REQUISITOS:
- SIN PASADO SANGRIENTO
- CONTROL SANITARIO
- ESTUDIOS SUPERIORES
Contemplé la opción de contestar a aquel extraño reclamo.
Las posibilidades de que fuese una broma de jóvenes ociosos o
una trampa del GESS (Grupo de Exterminio de Seres
Sobrenaturales) eran muchas. Desde que Naciones Unidas
promulgó nuestros derechos, algunos podríamos vivir con
normalidad entre los humanos pero la existencia de radicales
que no nos toleran nos obliga a ocultar nuestra condición. Por
56
otro lado, los anunciantes son sometidos a rigurosos controles
y filtros de seguridad por los medios de comunicación y eso le
da cierta credibilidad a la oferta y una esperanza de que
fuese real. Y yo necesitaba que lo fuese. Al final, contesté.
La infancia
Como ya habrás adivinado, soy un hombre lobo y lo soy de
nacimiento. Además soy hijo único. Nací en plena luna llena y
eso marcó mi carácter y el de mis padres. Para ellos fue muy
traumático el parto en pleno bosque, ocultos de miradas
extrañas. Al amanecer, después de recuperar todos nuestra
forma humana, decidieron no volver a pasar por aquello e
hicieron todo lo humano y no humano que fuese necesario para
lograrlo. Mi madre era maestra de primaria y cuando no
estaba en la escuela educando a sus alumnos, estaba en casa
vigilándome a mí. Adoraba a «sus niños» como ella los llamaba
y volcaba en ellos el amor que hubieran necesitado mis
hermanos además del que a mi me correspondía. Mi padre
tenía su estudio de arquitectura en casa y así pudo
controlarme sin necesitar de buscar ayuda en otras manos. Y
digo bien con controlarme porque su actitud se parecía más a
una cámara de vídeo-vigilancia que a la de un padre. De su
mente y sus manos salió la casa donde vivíamos con nuestro
secreto. Estaba insertada en el mismo bosque donde nací,
camuflada entre viejos pinos de más de cien años. Los vecinos
más cercanos estaban al menos a dos kilómetros de distancia.
Hasta los 5 años no estuve con otros niños por temor a que el
mínimo incidente terminara con un nuevo niño lobo por
contagio. Y así crecí, sólo y sobreprotegido, otros trece años
más.
La entrevista
Iba en el ascensor que me llevaba a la entrevista que
podría cambiar mi vida. Viajaba sólo, amenizado con la
inadecuada sintonía de I say a little prayer de Burt
Bacharach. Al llegar al piso solicitado las puertas se abrieron
con elegancia y me presentaron un amplio y solitario vestíbulo
con un mostrador al fondo tras el que esperaba una sonriente
e impecable recepcionista. Mientras me acercaba, observaba
su conjunto azul y, en especial, el adorno rojo que sujetaba su
pelo.
—Buenos días —dije cuando llegué al mostrador.
—Buenos días —respondió la encantadora chica del tocado
rojo—. ¿En qué puedo servirle?
—Estoy citado para una entrevista.
—Muy bien. Coloque, por favor, su mano derecha aquí —
dijo señalando con su dedo índice un lugar exacto en el
mostrador.
Acerqué mi mano al lugar que me había indicado y solo con
rozar la superficie noté como comprobaba la información en
su dispositivo intraocular. En dos segundos ya debía saber
todo lo que necesita sobre mí. Se levantó y se dirigió hacia
una puerta que había en un lateral.
57
—Acompáñeme Sr. Bafaluy —dijo mientras abría la
puerta—. Enseguida estarán con usted. Puede esperar aquí.
Cuando se disponía a salir me preguntó:
—¿Necesita algún relajante antes de la entrevista? El
escáner indica que tiene niveles altos de adrenalina y la
sudoración empieza a ser excesiva.
—No,… Gracias. No necesito nada —le dije titubeando.
Noté como el rubor subía a mis mejillas.
—Tiene un pequeño cuarto de baño tras aquella puerta. Si
cambia de opinión, me tiene justo aquí al lado.
Cerró con elegancia la puerta y me dejó solo, lo cual
aproveché para constatar que el sudor ya alcanzaba la camisa
y acudí presto al cuarto de baño para recomponerme lo mejor
posible. Me quité la chaqueta, la corbata y la camisa y me
refresqué con papeles humedecidos. Después realicé el
proceso inverso: me sequé con papeles secos, me puse la
camisa, la corbata y para terminar, la chaqueta. Me atusé los
pelos descolocados y salí del cuarto de baño.
Ahora había tres personas en la sala, dos hombres y una
mujer, todos vestidos totalmente de blanco, ellos con traje
(incluida la corbata) y ella con un vestido ajustado sin mangas.
Cada uno estaba mimetizado en un sillón blanco y dudo de si
no estarían allí cuando entré por primera vez. Frente a ellos,
separado por una mesita de café, había otro sillón blanco
dispuesto para mí. Antes de sentarme saludé a los tres con un
escueto «Buenos días» pero solo recibí respuesta de uno de
ellos, el que parecía mayor y más amable.
—Señor Bafaluy, ¿qué espera usted de esta entrevista? —
me preguntó sin preámbulos la mujer.
—Conseguir una plaza para ese peligroso viaje—respondí
parafraseando el texto del anuncio.
—¿Adónde supone que es el viaje?
—¿Tal vez a la Antártida? —le dije con indiferencia—. El
destino no es primordial para mí.
—¿Y qué le parecería ir a La Luna? —replicó el hombre
joven.
—¿La Luna? ¿Un hombre lobo en La Luna? Será una broma,
¿no?
—Parece desconocer su propia naturaleza, Sr. Bafaluy.
¿Sabe cuál es la verdadera causa de su transformación?
—La Luna llena. Todo el mundo ha visto películas que
representaban con mucha imaginación una transformación,
aunque pocas personas las han contemplado en la vida real.
—No esperábamos que usted, con sus estudios y tan
implicado en el caso, no intentase al menos encontrar una
explicación a su «problema» —dijo el hombre joven
encomillando esta palabra con un gesto de sus dedos índice y
corazón.
—Lo intenté hace bastante tiempo pero sin éxito. Al final
lo acepté como algo genético y desistí de darle otra
explicación. ¿Acaso lo saben ustedes?
—Sabemos la causa, sí —dijo la mujer.
—Ilumínenme —dije con un tono de incredulidad.
—Helio-3.
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—¿Helio-3?
—El Helio-3 nace en las estrellas y viaja gracias al viento
solar por todo el universo por lo que es abundante en el
espacio exterior y, en especial, en la superficie de La Luna. En
La Tierra es muy escaso ya que el campo magnético lo rechaza
y el que hasta ahora se ha encontrado proviene en su mayoría
de meteoritos. El Helio-3 es lo que provoca su mutación.
Ahora bien, necesita estar muy expuesto a su influencia y eso
ocurre en el cenit de la conjunción Sol-Tierra-Luna.
Ante esta explicación me quedé callado mirando fijamente
a su autora.
—Entonces, ¿qué creen que me ocurriría si fuese a La
Luna, rodeado completamente de Helio-3?
—No lo sabemos exactamente. Nuestros modelos teóricos
nos indican que una alta y continua exposición a Helio-3 en
sujetos de su especie puede conllevar una curación total de
sus síntomas.
—O podría matarme o convertirme en un ser
todopoderoso —aporté con ironía.
—Como dijo Paracelso: «Nada es veneno, todo es veneno;
la diferencia está en la dosis» —dijo con una sonrisa el
hombre mayor que había permanecido callado hasta ahora.
—¿Y saben cuál es la dosis que recibiría?
—No. Pero podemos controlarla —dijo la mujer.
No sabía si reír o salir con furia de aquella especie de
aquelarre que me rodeaba donde yo era el sacrificio que
buscaban. Antes de tomar una decisión drástica preferí
indagar en sus intenciones.
—Suponiendo que sus teorías fuesen ciertas, ¿por qué
están tan interesados en mi salvación? ¿Qué conseguirían
ustedes con ello?
—Su salvación sólo suponía una excusa para que se
implicara en el proyecto —dijo el hombre joven—. Como usted
sabe, cuando recupera su forma humana, su cuerpo se renueva
curando todo tipo de heridas, lesiones o enfermedades y así
logran ustedes su desmesurada longevidad. Para el ser humano
normal, las largas estancias fuera de La Tierra conllevan un
progresivo deterioro de los sistemas inmunitario y óseo.
—Lo que quiere decir es que estudian la sustitución de
simples humanos por hombres lobo en la colonización del
espacio. Y yo sería su primera cobaya, ¿no?
—Usted y otros dos especímenes —aportó la mujer.
—¿Hay más candidatos?
—Como dijo Paul Valéry: «Un hombre solo siempre está en
mala compañía» —volvió a sentenciar el hombre mayor.
La madurez
A los 18 años llegó la hora de abandonar la madriguera. Ni
mi madre, que centraba toda su atención en sus camadas
adoptivas, ni mi padre, que seguía creando hogares asépticos
para gente desconocida, pusieron objeción alguna a mi marcha,
e incluso colaboraron con una importante asignación periódica
que les permitiría mantener la conciencia tranquila. Desde
59
entonces, el único contacto que manteníamos era un mensaje
al mes con acuse de recibo que coincidía con el día después de
la mutación. Más conciencia tranquila.
Comencé estudios de Botánica en una antigua universidad
del siglo XX. Ya sea por inercia o carácter inducido, me
mantenía aislado del resto de alumnos y profesores además
de vecinos y cualquier otra persona que tuviese necesidad de
congeniar conmigo. Y así pasaron los tres años de carrera
aderezados con infinitos paseos fuera de la ciudad. No me
costó demasiado doctorarme un año después con la máxima
nota, por eso inicié de inmediato los estudios de Geología que
terminaron igual que los anteriores con la diferencia de que
esta vez conocí a alguien. Mejor dicho: Aral me conoció a mí.
En el segundo año de carrera, mientras preparaba un
examen en la biblioteca, sentí como su mirada se clavaba
alternativamente en mí y en un cuaderno de dibujo. Al cabo de
una hora de incómoda pose de disimulo, arrancó la hoja y la
arrugó haciendo una pelota, se levantó y se acercó con todos
sus aperos. Al llegar a mi lado pasó de largo. Conforme se
alejaba arrojó la bola de papel en una papelera y se fue de la
biblioteca. Cinco segundos bastaron para salir del trance y
recuperar la hoja que ella tiró. Al desplegarla vi un elegante
retrato de mi perfil hecho al carboncillo y al pié su nombre y
un número de contacto.
Empezamos a salir. Dábamos largos paseos por la
naturaleza. Yo le explicaba todo sobre cada planta que se nos
presentaba por el camino y ella al mismo tiempo la replicaba
en su cuaderno. Ella aprovechaba cualquier descanso para
retratarme. Me pidió que posara desnudo y lo hice sin dudar.
Me dijo que entrara en aquella poza y lo hice sin dudar. Entró
ella en la poza y lo hicimos sin dudar. Cuando terminamos supe
por fin qué era la felicidad, pero me duró el tiempo que tardó
ella en salir del agua. En su espalda estaban marcadas mis
uñas.
La llegada
Faltan treinta minutos para alunizar. Las señales sonoras
nos prescriben órdenes claras. Nos colocamos los trajes
presurizados con sus correspondientes escafandras y nos
sentamos en nuestros confortables sillones a pesar de tener
que ir amarrados. Frente a mí, a la izquierda va Yulia, una
preciosa mujer morena de proporciones clásicas que destaca
por el color de sus ojos: uno verde y el otro azul. Y, al frente
a la derecha, Ron, un tipo corpulento de mirada sanguinaria.
Desde que salimos de la influencia del campo gravitacional de
La Tierra, hemos notado la acción del Helio-3 en nuestros
cuerpos. Ninguno ha sufrido una transformación completa
debido a la impermeabilidad de la nave, pero sí ha aumentado
nuestra sensibilidad auditiva, visual y olfativa, aunque dentro
del traje sólo es útil la segunda. También nos podemos
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comunicar por telepatía, cosa que utilizamos para librarnos de
oídos indiscretos.
—Algo va mal. Lo presiento —me dice mentalmente Yulia.
Debe ser cierto porque un escalofrío recorre todo mi
cuerpo. Tres segundos más y las alarmas suenan con
estridencia. El dolor que sentimos en nuestros sensibles oídos
nos enloquece. Por la radio nos piden una calma que ellos no
tienen. La nave se ha salido del trazado correcto y se dirige
sin remisión hacia la superficie lunar a una velocidad excesiva.
El impacto es brutal pese a la baja gravedad. La cápsula está
destrozada y el vacío nos ha invadido. Ron lucha por respirar
pero su escafandra se ha roto. La asfixia le colapsa los
pulmones y muere. Yulia no responde a mis llamadas mentales.
Permanece frente a mí impasible con su dicromática mirada a
ninguna parte. También está muerta. Ambos habían mutado
completamente y no les ha servido de nada. Yo estoy
inmovilizado por las piernas. No puedo evadirme. Me estoy
convirtiendo en lobo y eso significa que mi traje debe tener
una fuga. La encuentro cerca de la rodilla y la pinzo con los
dedos. Estoy atrapado y mi oxígeno se está acabando. Por una
rendija aparece La Tierra en cuarto creciente. No está mal
para ser lo último que vea.
El enemigo
Tras el incidente de la poza, mi actitud con Aral cambió
radicalmente. Le rehuía. Me llamaba constantemente por
todos los medios a su alcance pero yo la ignoraba. El día del
plenilunio nos citamos en el bosque que tanto nos gustaba
recorrer. Llegué con antelación para hacer unos preparativos.
Ella lo hizo puntual a la hora concertada. No hubo besos ni
abrazos, sólo silencio. Esperó a que comenzara yo.
—Perdóname —dije para romper la tensión.
—No sé qué tengo que perdonar —dijo sin ninguna
entonación—. Creía que la culpa la tenía yo, pero desconocía la
razón.
Le pedí que me acompañara al viejo tocón que utilizábamos
como mesa en nuestras anteriores visitas. Vio la cesta que le
era familiar.
—Muy caro debe ser lo que haya ahí dentro para que te
perdone —dijo a modo de advertencia.
Vaciamos el contenido de la cesta en la mesa sin decir
nada y nos pusimos a comer. Mantenía su vista sobre mí
mientras degustaba cada alimento. Con la excusa de ir a por
agua al riachuelo cercano, me puse tras ella y cuando ya no me
veía le puse una argolla metálica al cuello. La tenía oculta bajo
un manto de hojas secas. Estaba unida mediante una fuerte
cadena a una estaca clavada al suelo. Su primera reacción ante
aquel ataque por sorpresa fue levantarse y alejarse, pero la
longitud de la cadena estaba calculada y al llegar al tope, la
tensión le hizo caer de espaldas.
—Por favor, tranquilízate —supliqué. Es por tu bien.
Me miró desde el suelo sin entender la situación.
—¿A qué está jugando, Cesar? —dijo con temor.
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—Tranquilízate —repetí con la intención de serenarla —.
En unos minutos te va a ocurrir algo y es mejor que
permanezcas atada por seguridad. Cuando el proceso acabe te
soltaré.
—¿De qué proceso hablas? ¿Qué me va a ocurrir? —
preguntó con desesperación.
—Cuando amanezca te habrás recuperado y te daré todas
las explicaciones que quieras. Pero ahora no hay tiempo. Lo
que hemos comido nos ayudará a que la experiencia sea menos
traumática.
La Luna asomó por el horizonte y la transformación
comenzó. Yo podía controlarme debido a la experiencia. Mi
apariencia se modificaba más bien poco: vello corporal
abundante, orejas, nariz y ojos más grandes, colmillos
prominentes, musculatura multiplicada y sentidos realzados.
Además era consciente de todo lo que ocurría a mi alrededor.
Ella, al contrario, se estaba convirtiendo en una verdadera
loba. A cada convulsión se alejaba más de su condición humana
y cada vez me miraba con más furia. Empecé a temblar como
un simple cachorro.
Recuperamos nuestra forma humana con el ocaso de La
Luna. Yo viví todo el proceso despierto. Vi su lucha por
soltarse de la cadena, acechar su momento oportuno para
atacarme, sentirse vencida, dormirse, recuperar su
humanidad. Antes de que despertase le quité la argolla y la
tapé con una manta que llevaba preparada. Le dejé también
algo de ropa para que la reemplazase por la suya desgarrada.
No tardó en despabilarse. No recordaba lo que hizo mientras
era loba pero sí lo anterior. Le expliqué lo mejor que pude lo
sucedido. Escuchó todo sin hablar y después se marchó. Ahora
era ella quien me rehuía a mí. No conseguí volver a hablar con
ella. Su siguiente transformación fue devastadora. Atrajo
tanto la atención sobre si misma que el GESS la hizo
desaparecer.
El encuentro
Me despierto en un lugar desconocido. Estoy seguro que
me encuentro en La Luna por la baja gravedad que hay. No
llevo el traje de astronauta sino un mono blanco de fibra
sintética. Me incorporo de la cama en la que me encuentro
pero es difícil acostumbrarse a la nueva inercia. Me siento
extraño. Mi alter-ego está callado y jamás había sucedido. Al
salir de la habitación, entro en otra más grande que parece
ser una sala de estar.
—Veo que ya se encuentra mejor —dice una mujer desde
su sillón cuando me ve.
—Hola. ¿Quién es usted? ¿Dónde estoy y cómo he llegado
aquí? —pregunto sin parar pero calmado.
—Sí que se ha recuperado. Viendo su locuacidad no hay
duda —dice la mujer con una amable sonrisa—. Me llamo
Minerva y se encuentra, Sr. Bafaluy, en mi hogar.
—¿Me conoce?
—Usted está aquí porque contestó a mi anuncio.
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—No esperaba esa respuesta —dije sorprendido—, pero
ya me tiene aquí aunque no se como.
—Supongo que conoce a la organización GESS, ¿no? Pues
ellos han saboteado el transbordador que le traía aquí. Sólo
pude salvarle a usted —dijo Minerva torciendo el gesto—. Por
muchas precauciones que tomemos siempre consiguen
hacernos daño.
—¿Hacernos? —pregunto intrigado.
—Sí. Yo también pertenezco al grupo de los Seres
Sobrenaturales. Aunque mi tótem es el oso. Cuando me harto
de miel…
Parece que he encontrado un nuevo hogar. Minerva es
entomóloga, más precisamente apicultora. Busca tratamientos
para erradicar los perjuicios de nuestro ser conservando los
beneficios. Cuando me rescató de los restos, yo mismo era un
peligro para mí. La sobredosis de Helio-3 me hizo perder el
control y estuve apunto de terminar como mis compañeros de
viaje. Minerva me inyectó veneno de sus abejas y ahuyentó el
lobo de mí. No fue definitivo pero está cerca de lograrlo.
Hasta llegar yo, vivía sola con la única compañía de sus
abejas lunáticas y un par de asistentes cibernéticos. Nos
hemos caído bien y algo ha surgido entre nosotros. Ella
trabaja en sus experimentos y yo salgo al exterior a recoger
muestras geológicas. Tomamos infusiones con miel mientras
vemos pecorear a las abejas. A veces nos enfundamos los
trajes presurizados, cogemos las bicicletas y recorremos los
caminos de regolito prensado del Mare Imbrium hasta llegar a
los Montes Cárpatos y contemplamos la puesta de La Tierra a
la cual ya no echamos de menos.
63
Lilian Piqueres Casanova. Nacida en Alicante. Su gusto
por la literatura y la filosofía ha estado , siempre presente en
su vida y en su formación académica. Licenciada en Derecho,
confiesa, no haber encontrado en esa disciplina terreno para
la imaginación. Escribe porque sigue sintiendo la necesidad de
conocer el sentido de la vida, lo que ocultan las personas, sus
deseos, lo que les impulsa e inventar personajes le ayuda a
satisfacer su propósito.
En su biblioteca encontrarás a sus maestros. Aunque
extraña ver en los estantes y en estrecha selección a Galdós
y a Platón, a Gala y a Dostoyevski o a Aristóteles y a Santa
Teresa de Jesús.
Ha escrito algunos relatos cortos y algunos folios de una
novela todavía inconclusa. Si alguna vez leéis sus relatos,
marcharéis a recónditos lugares, viajaréis en la historia y os
sumergiréis en la profundidad de lo que sois, pero solo al
abrigo de una hoguera compartida en una playa, os contará lo
que siente.
El increíble éxito de Mr. Pepe
No son más que una ilusión,
un engaño, un devaneo,
vanidad de vanidades,
que el momento de un momento
nos lo convierte en cenizas,
humo, polvo, sombra y viento.
Calderón de la Barca.
La Alborada era una amplia avenida cercana al centro de la
ciudad que constituía una de sus principales vías comerciales y
en la que se erigían los edificios más caros y modernos de la
localidad. No era aquélla una arquitectura simplemente de
vanguardia destinada a oficinas. Las fachadas de cristal
tintado y de tonos cambiantes con la intensidad de la luz, las
instalaciones capaces de graduar la temperatura interior
según las inclemencias meteorológicas externas al edificio o
las medidas de vigilancia y sistemas de digitalización de los
accesos, no sólo eran explicables bajo el prisma de facilitar un
entorno idílico, confortable y seguro a los afortunados
trabajadores que allí ejercieran su actividad. Por poco que uno
observara los edificios próximos, podía llegar a la conclusión
de que habían sido construidos con el ánimo de ser mejor que
el colindante, mejor que el predecesor y el mejor de toda la
plaza. Lo importante era el protagonismo boyante, de modo
que ubicar la sede social de cualquier empresa en la zona,
constituía por sí mismo, una acreditación del éxito y solidez
económica de la misma. Las escasas construcciones antiguas,
64
que aún permanecían en la plaza, y que pudieran parecer
ajenas a los estragos de aquélla perturbada magnificencia,
tampoco abrigaban confusión alguna sobre la importancia de
su propietario. Era la Alborada sin duda, una zona V.I.P. de la
ciudad.
El edificio Tecnológicas Martin S.A, se erigía soberbio con
sus siete plantas, en el número treinta y tres de la avenida
Alborada. La construcción pertenecía a un sexagenario que
había dedicado toda su vida a fundar su empresa y, la
construcción que llevaba su apellido, no solo debía
materializar todo su éxito, sino también ratificar que el
premio recibido por tanto esfuerzo y renuncias, había
merecido la pena.
Fue la sagacidad y ambición del Sr. Martin, junto con
algunos conocimientos elementales en mecánica motriz, la que
supuso el impulso inicial de su sociedad. La singladura
empresarial había comenzado en un pequeño taller de
mecánica para coches, heredado de su padre, que la familia
poseía en los bajos de su vivienda, ubicada en el barrio obrero
de la ciudad. La constante inquietud y curiosidad de aquél
hombre por extraer de los motores de los autos el máximo
rendimiento, le llevaba a estar en un estado de constante
creación, de modo que aquéllas piezas metálicas y grasientas
dispersas en aquél cuchitril, llegaron a engullir los mejores
años del empresario, al que sumió en una verdadera catalepsia
social. Se podría decir, que la vida familiar del Sr. Martin,
siendo hijo único como era, acabó con la muerte de sus
progenitores. Nunca hubo mujer, amigos o afición bastante
fuera de su trabajo, como para distraerlo de su cometido, «ya
habría tiempo para esas cosas», pensaba.
La creación de un prototipo de motor para una industria
automovilística del país, llevó a Tecnológicas Martin, a su
primer éxito empresarial. Fue la ambición de su fundador, la
que llevó a la empresa a consolidarse como una de las mejores
industrias del mercado interior en el campo de las nuevas
tecnologías. Y es el Alzheimer lo que en los últimos meses,
hacía olvidar al Sr. Martin gran parte de todo eso.
No era una mañana clara. El cielo plomizo de abril deslucía
la ciudad, confiriéndole un aspecto sucio y gris. Pero ni la
inminente amenaza de lluvia, ni tan siquiera los primeros
destellos de los relámpagos, forzaron a Sofí a abstraerse de
sus pensamientos. A pesar de que era temprano, su figura
menuda recorría, como una flecha, las avenidas que
constituían su camino diario hasta el lugar en el que
trabajaba. Tan ensimismada iba, que perdió la noción de dónde
estaba y solo cuando comenzó a llover con fuerza, fue
consciente de que antes de su entrada a la oficina, debía
reunirse con sus tres compañeras en el Café de Aureliano, que
se ubicaba en una calle cercana a la avenida Alborada dónde
trabajaban.
No eran más de las siete de la mañana, cuando Sofí llegó
resoplando a la cafetería dónde era habitual encontrarse con
sus compañeras antes de entrar a la oficina. Esas reuniones
65
vertiginosas y de café express en la barra, minutos antes de
entrar al trabajo, eran casi siempre sobreentendidas, sin cita
previa, pero esa mañana todas habían extremado la
puntualidad según lo acordado la tarde anterior. La chica
saludó a Aure, el dueño del café, que le correspondió con un
guiño, a la par que le señalaba el rincón más aislado de su local,
elegido por sus compañeras para el encuentro, mientras
tomaban sus consumiciones.
—¡Buenos días, madrugadoras inusitadas! ¡Casi llego! Sin
aliento y calada hasta los huesos, pero he sido puntual, conste
en acta —dijo Sofí fingiendo solemnidad, ante el serio
semblante de sus compañeras—. ¡Vaya!, ya veo que no está el
horno para bollos. Iremos pues al grano.
»Ya conocéis la mitad de la historia, Technology & Trade
Company, más conocida como Tí and Tí Coumpani —pronunció
Sofí en perfecto inglés—, la más importante empresa en
nuevas tecnologías en el mundo, cuya sede se halla en Londres,
compró hace unos meses la mayoría de las acciones de
Tecnológicas Martin. Nadie duda de que para Martin, la
empresa ha sido y es toda su vida. Él la fundó y la ha dirigido
durante muchos años. Hoy tampoco duda nadie, que su venta,
sólo ha sido posible por la enfermedad de Alzheimer, que le
fue diagnosticada y porque al consejo directivo le ha
importado poco los deseos de Martin de no venderla. Lo
apartaron de todo órgano de decisión y como gratitud le
dejaron el cargo de presidente honorífico, es decir, ya no
pinta nada.
»El Consejo de Administración y Dirección inglés, nos
envió hace unas semanas a míster Blair, al que ya hemos
podido conocer —puntualizó parando su discurso y lanzando
una mirada inquisidora a sus contertulias, por si observaba
alguna reacción—, para supervisar e inspeccionar nuestras
instalaciones, nuestra organización y a todo al personal de las
oficinas Martin. En fin, como todos sospechamos, ese hombre
será el más que probable nuevo director-gerente de nuestra
empresa, que ha pasado a ser filial de Tí and Tí. Pero vayamos
al tema que nos ocupa. Mr. Blair, vino aquí con una orden muy
concreta: nuestra gerencia española, debía elegir a uno de
entre sus directivos, para que le acompañara en el ejercicio
de supervisión de nuestro negocio y con la condición, de que el
elegido no formara parte de su Consejo de Dirección. En
definitiva, uno de los nuestros, será el que le refiera como
testigo directo, cuanto se cuece y se ha venido cociendo en
nuestra empresa. Un asistente de dirección, en definitiva, que
según consiga llevarse o no el gato al agua, determinará la
política de gestión y organización que ejercerá Tí and Tí con
nosotros, repercutiendo sin duda, en nuestros puestos de
trabajo. Y ya sabéis, que Mr. Blair, tiene fama de no
temblarle el pulso para deshacerse de quien no apoye sus
decisiones.
—Er decí, —interrumpió Clara exagerando su acento
andaluz y recogiéndose su melena azabache a un lado—el señó
Martin y su cohorte nos ha vendío a «La Titi», y pa colmo,
piden que uno de nuestros directores sea un «confeti». Sí. ¡No
66
me mirei así. ¡Mare mía! Un confeti. Un «cotillón», pa que
mentendái. Por mucho que Sofí lo llame asistente —dijo Clara
clavando sus enormes ojos negros en los de sus compañeras.
»Esto nunca hubiera ocurrido con Martin. Ese hombre no
hubiera vendido nunca su negocio y menos a una empresa
extranjera. Jamás quiso desarrollar su negocio en el exterior,
aunque ello supusiera menor ganancia.
»Ya conoceréis a Blair, ya —advertía Clara—. Con esa
puntualidad tan exquisita, digo yo, ¿no conocerá el concepto
de horario flexible? ¿o es que no le ha dado alguna vez un
apretón antes de entrar al trabajo? El otro día, me llamó la
atención porque llegué cinco minutos tarde. Mis Clara, me
llama —puntualizó la chica—, ¿pero qué se ha creído? Y no os
lo perdáis, si te marchas más tarde de tu horario, el listo se
calla. ¿Y cuando habla? Lo hace en plural. «Nosotros
pensamos». «Nosotros decimos» —dijo en tono de burla
imitando el acento inglés de Mr. Blair— si te da la impresión
de que tras sus espaldas va a aparecer toda la tropa del
Consejo directivo, aunque no haya nadie. ¿Y el bastón que usa,
sin hacerle falta? Usa uno distinto cada día. ¿Qué es, un
excéntrico? ¿Para qué lo quiere? ¿Para distinguirse de la
maná? Pero si se parece a la Pimpinela Escarlata de la novela
aquélla, que escribió hace siglos la Baronesa Orczy de Orcz. ¿Y
lo mal que le sienta que le den una opinión? Que diga Rosa si
no es cierto, que se reunió con su jefe, el director de
marketing, para planificar la campaña publicitaria de esta
temporada y el míster, no consintió que le diera ni una opinión
a pesar de los intentos del pobre Jorge por hacerle ver que
algunas cosas en España se hacen de otra manera. Si creo, que
ya no le ha vuelto a dirigir la palabra el muy estúpido.
—Calla y escucha Clara. Ante todo no me interrumpáis,
porque pierdo el hilo y además apenas nos quedan veinte
minutos —suplicó Sofí a sus compañeras.
»Hemos quedado aquí, porque a nosotras y solo a nosotras,
como secretarias, tú Rosa de Jorge, el Director de
Marketing, tú Clara de Santiago, Director de Ventas, Alma de
Jaume Director de Compras y una servidora de Pepe
Responsable de Relaciones Públicas, nuestro Consejo de
Dirección nos pidió hace unos días los contratos de trabajo de
cada uno de nuestros directores. De esta circunstancia,
dedujimos que el asistente probablemente será uno de ellos y
teniendo en cuenta que hoy han sido convocados los cuatro
por la dirección, para dentro de exactamente una hora, para
mí no hay duda alguna. Así es que chicas —dijo Sofí
recuperando el tono solemne—, intercambiémonos información
sobre los perfiles profesionales y personales de nuestros
respectivos jefes.
»Que sepamos los cuatro entraron de la mano de alguno
de los que compone hoy nuestra dirección general. Bueno,
menos Pepe, mi jefe, que entró en la empresa porque Martin
debía un favor a su padre. El currículum del hombre, no era
muy bueno que digamos y su experiencia en el negocio nula, de
ahí, que para cumplir con el compromiso, Martin lo nombrara
responsable de relaciones internacionales, que como sabéis al
67
viejo le importaban un pimiento. Así mataba de un tiro dos
pájaros, cumplía con el compromiso y colocaba al recién
llegado en un lugar donde no pudiera estorbar. Por lo demás
añadiré, que nunca he visto hacer un solo informe a éste
hombre, es más generalmente los hago yo. En una palabra no
sé realmente qué hace en la empresa, aparte de extremar la
cortesía con los jefes y prepararse, cuando hay alguna junta
directiva, algún discurso, que siempre he sospechado se los
escriben —puntualizó Sofí.
—Pues con esos antecedentes, va a ser el único que vamos
a descartar como candidato, porque todos los demás tienen un
amplio recorrido profesional y buena formación académica.
Así es que chicas, nos queda Santiago, Jorge y Jaume —dijo
Clara con convicción.
—Tenemos que irnos —dijo Rosa invitando a levantarse a
sus compañeras—. Creo que todas opinamos como Clara. En
unos días conoceremos la decisión. Ya hablaremos.
El grupo abandonó a toda prisa la cafetería. En el séptimo
piso del edificio Martin, una hora después la junta directiva
aguardaba la llegada de los candidatos.
No pudo evitar Sofí mirar por la espalda al que desde
hacía casi un año, era el nuevo director adjunto de Blair. Mr.
Pepe, como así le llamaba el inglés, pasaba, fugaz y nervioso
ante su mesa profiriéndole un mecánico saludo. Aquél día al
observarlo a hurtadillas, tuvo la chica que taparse la boca
para evitar una carcajada. Llegó el hombre empapado. Portaba
en su mano izquierda su inseparable maletín. Bajo la axila del
mismo lado, dos periódicos, y en la derecha abrazaba su
portátil, mientras dejaba descolgar en su muñeca el paraguas,
del que resbalaba un hilillo de agua que creaba, visto por
detrás, la impresión de que padecía algún problema de
incontinencia urinaria. Y como aquél hombre estaba siempre
en continua movilidad e inquietud, iba dejando el rastro de su
trayectoria con parada y charco incluido, ante las mesas de
los directores en las que se paraba antes de llegar a su
despacho.
Contra todo pronóstico, Pepe había ganado la partida, a
todo un tropel de directivos titulados, válidos y sobradamente
experimentados. Su imagen callada y esquiva, fue confundida
por el antiguo consejo de dirección, creyéndole discreto,
prudente y sobre todo inocuo. Mr. Blair, sin embargo,
encontró en los halagos y sumisión de Pepe, el asistente que
creía merecer.
En poco tiempo, Technology & Trade, había convertido a
Tecnológicas Martin en un Leviatán, capaz de devorar todo
saber y experiencia, si no colmaba la insana vanidad de Blair y
la ambición de Pepe. Sofí, observaba aquélla nueva atmósfera,
desde su recién estrenado puesto de secretaria de dirección
general, y se preguntaba, si realmente todo ese escenario de
frustración silenciada y de sobreesfuerzo humillado, podría
ser compensado alguna vez, con solo dinero.
La visita oficial del comité de dirección en pleno, que se
esperaba al día siguiente, no fue lo que consiguió sacar de sus
68
casillas a Pepe aquélla mañana. Sofí, le había comentado, a su
llegada, que el Sr. Martin, había acudido a primera hora a las
oficinas. Así se lo había dicho el guardia de seguridad, que le
había facilitado la entrada para que pudiera esperarle en su
despacho.
Desde ese instante, Pepe no había parado de ir de un lado
a otro en continua movilidad infructuosa, sin que terminara de
ejecutar u organizar cosa alguna.
—¿Martin? ¿A qué hora? Y ¿dónde está? —preguntaba
Pepe, arrugando el ceño sin ocultar su fastidio.
—Yo he llegado a las siete y media y aquí no estaba. El
guarda me ha comentado que el Sr. Martin había acudido poco
antes de las siete. Le pareció extraño verlo después de tantos
meses y sobre todo tan temprano, pero llovía y al decirle
Martin que esperabas su visita y que aguardaría en tu
despacho, lo dejó pasar. También comentó que Martin había
sido muy cortés y que le dijo que echaba mucho de menos
todo esto y que al acompañarlo al ascensor, le dijo que
prefería subir por las escaleras «para ver como seguía todo»
—relató Sofí, lo más minuciosamente posible.
—¿Conmigo? ¿En mi despacho? ¿Y dónde está? Lo que me
faltaba. Y mañana «El Comité» aquí. ¿Qué querrá? —
preguntaba Pepe, una y otra vez, mirando nervioso su reloj.
—Lo cierto es que he preguntado en todas las plantas y
nadie ha visto al Presidente —enfatizó Sofí en un intento de
recordarle a Pepe, que Martin seguía siéndolo, aunque fuera
solo honorífico. Además el turno del guarda finalizó hace
rato, y no he podido preguntarle si lo vio salir.
—Está bien. No tengo tiempo para esto. Si alguien lo ve
que me avise inmediatamente y espero que el primero que lo
vea no sea Blair.
El sótano del edificio Tecnológicas Martin, permanecía en
la penumbra forzada que las luces de emergencia
proporcionaban a la estancia. El edificio se hallaba vacío
desde hacía varias horas y solo el guarda nocturno custodiaba
la puerta principal. Martin, había accedido al sótano, después
de recorrer cada una de las plantas supervisando las
instalaciones y allí había permanecido desde entonces. Había
apilado unas cajas que le servían de asiento, con el fin de que
le proporcionaran la altura suficiente para poder vislumbrar lo
que estaba almacenado. Allí permanecía estático, observando
una y otra vez los objetos que habían sido retirados, en
espera de que alguien se los llevara para destruirlos o
desguazarlos. Creyó reconocer, de entre las siluetas que
proyectaban las tenues luces, todo lo que allí se amontonaba.
La maquinaria de su oficina. Las antiguas estanterías de su
despacho. Su mesa y su sillón de pie rodado. También le
pareció ver en un rincón, el primer prototipo de motor que
creó para automóviles, en el pequeño taller de su padre. En el
lado opuesto del habitáculo, resquebrajado sobre el suelo, el
rótulo lumínico que había coronado el edificio con su nombre.
Allí, olvidadas y arrinconadas, se esparcían sus horas de
69
esfuerzo, su sacrificio, su creación y todo su ser. Martin,
observó por última vez, aquélla estancia que le parecía la
escena final de una obra de teatro, en la que antes de bajar el
telón, las luces van apagándose hasta dejar el escenario en
silencio y en una oscuridad iluminada. Se apeó de su trono de
cartón y se marchó.
Pasaban de las cinco de la madrugada, cuando los coches
de los bomberos y de la policía cruzaron veloces las
principales vías de la ciudad hasta llegar a la avenida de la
Alborada. El edificio Martin, ardía por los cuatro costados. El
fuego había comenzado en varias plantas a la vez y la policía
no tenía duda alguna de que había sido provocado.
El ensordecedor ruido de las sirenas, se confundía con el
estruendo que provocaba la caída de los cristales de la facha
sobre la calzada y encima de los vehículos que allí permanecían
estacionados. Las voces de la autoridad, prohibiendo al gentío
que se acercaran a la zona y el esfuerzo de los bomberos que
parecía inútil, aumentaba más si cabe, la imagen caótica de la
situación. El espectáculo estaba servido.
70
Lola Calatayud Ruiz nació en 1968 en Valdepeñas, Ciudad
Real.
Trabajadora social de formación, ha trabajado en
Animación sociocultural y en Teatro terapéutico. Ha publicado
artículos en la revista de la asociación cultural de Olba,
Teruel . Actualmente publica en su blog:
www.escritovital.blogspot.com
Para cuánto da una sopa
Hacía frío ese día. Lucía había dejado preparada la noche
anterior una sencilla sopa que calentó para la comida. Con
calma colocó sobre el viejo baúl que usaba como mesa, los
cubiertos, un vaso con agua y un trozo de pan; en el centro, el
humeante plato con olores a cocina casera. Hacía cuatro años
que Lucía vivía en aquella casa de dimensiones pequeñas,
donde mesillas, sofás y repisas se acercaban, se rozaban
compartiendo formas y texturas. A veces cambiaba de lugar
los muebles, intentaba encontrar espacios imposibles, paredes
aprovechables, funcionales rincones de varios usos; sólo el
baúl de madera oscura era inamovible, ocupaba el sitio
perfecto. Se sentó frente a él, el caldo calentaba con el vapor
su piel; encendió entonces el televisor. Se arropó bajo su bata
naranja y sintió cómo el tejido aterciopelado acariciaba su
cuerpo, luego frotó las palmas de sus manos buscando entrar
en calor. Se dispuso a comer, descansando ya en casa, tras el
trabajo. En la pantalla se sucedían desastres de terribles
consecuencias y se acordaba de Constance, espiritual,
filosófica, que por nada del mundo comía mientras veía
noticias, salvaguardaba el alimento de energías dañinas y su
ser entero de agudas dentelladas de mentira o de guerra,
tsunamis devastadores, irreversibles. Constance había sido su
amor durante diez años y Lucía tenía muchos días marcados
por recuerdos junto a ella.
71
Lucía miraba distraída el televisor; cuando algo llamaba en
especial su atención, comentaba consigo misma, cavilaciones y
conjeturas sobre una forma particular de ver y de contar las
cosas. Otras veces bajaba la vista y el volumen. Continuaba
comiendo lentamente. No esperaba algo distinto; una rabiosa
actualidad precedía la sección de moda, el gran regocijo en el
fútbol y un abandono final del ser con el tiempo
meteorológico. Le gustaba de forma particular la sección del
tiempo con sus mapas de fondo y la mujer de melena grácil
que la embelesaba; este espacio tenía el don de provocarle la
absorción mental y el viaje astral. Lucía fantaseaba, por
proximidad no más, con el avance que pronosticaba buen clima
para el cielo que la arropaba, incubando el deseo de ver soles
perennes sobre la fría llanura que habitaba. Del extremo más
alejado del mapa al punto en que se encontraba, había un
tramo extenso, que la mujer del tiempo recorría
tranquilamente, y un amplio vocabulario que embebía a Lucía;
una atmósfera que abundaba en gestos, signos, señales,
gráficos comparativos y numerosos hectopascales que le
intrigaban. Lucía se quedaba siempre a medio camino; iniciaba
una andadura por los aconteceres próximos y lejanos y se
dejaba llevar, alzaba el vuelo hasta donde la llevaba cada
pensamiento. Cuando amerizaba, la mujer del tiempo ya
terminaba su intervención. Cada día le ocurría lo mismo.
Volaba lejos sin lograr escuchar el pronóstico esperado.
Sorbía la sopa mientras trataba de digerir el resto
seccionado de un telediario que contaba de artefactos,
desgracias, gases tóxicos, oleadas de protestas, porcentajes,
mención decorosa al día internacional que se conmemoraba,
estafas, estampas y hasta trajes de comunión. Ciclones,
riadas, turbulencias, maremotos, planes de emergencia, leyes,
trampas, juicios, suicidios, sentencias, suposiciones… y nada
de publicidad evidente. Seguía acordándose de Constance y de
su enfrentamiento a la vida desde la paz. El caldo le pareció
de pronto amargo y creyó que el sabor vendría de la tristeza
de las tragedias, de los llantos entre sinrazones, de la
humillación, de la impotencia, de la derrota y del cansancio. El
caldo se iba templando y en la pantalla del televisor apareció
un atractivo fondo azul y un subtítulo a modo de resumen: «El
Norte no siempre es el mismo Norte». Lucía, interesada, subió
el volumen. La locutora del telediario, con chaqueta correcta,
mirada gélida y voz intemporal, dijo:
—A dos de las cuatro pistas del aeropuerto de Madrid
Barajas se les ha cambiado el nombre y esto no es algo muy
usual; la última vez que ocurrió fue hace veinte años. La
modificación depende del cambio del norte magnético.- Y
continuó —Aunque la brújula siempre indica dónde está el
Norte, el Norte no siempre está en el mismo sitio, varía según
el lugar del planeta donde estemos; una situación influenciada
también por los cambios en los flujos de la tierra y por el paso
del tiempo.
72
¡El norte cambiaba! se asombró. ¡Ese punto crucial de
referencia! Parecía ser un dato imperceptible para algunos
pero de gran importancia para el personal de aeronáutica en
las pistas de aterrizaje, habían dicho.
Lucía comenzó después a reír a carcajadas mientras
apoyaba las manos en sus mejillas con gesto infantil. Le habría
gustado estar en ese momento junto a sus alumnas de la clase
de la mañana, donde ella había hablado de la percepción y de
la relatividad de las cosas con un resultado nada previsto.
Había decidido comenzar la exposición con argumentos sobre
el yin y el yang mostrando cómo todo es relativo y nada es
absoluto. Más tarde, para ilustrar el tema, recurrió a otro
ejemplo. En la pizarra dibujó con trazos inexpertos un mapa.
Mientras extendía con tiza las costas sinuosas, a su espalda
se inició un murmullo que pronto se convirtió en exclamaciones
y risas; frente a ella, en el extenso pizarrón, se mostraba una
península apenas reconocible, un mar Mediterráneo semejante
a un golfo caribeño y un estrecho que se clavaba en la costa
lejana del continente vecino como un arpón afilado.
—¡¿Eso es Cádiz?! ¡Ha unido Ceuta con Gibraltar!— dijo
una.
—¡Te has comido el Levante!— exclamó otra.
Lucía era incapaz de orientarse, confundía los puntos
cardinales y el hecho de interpretar un plano se convertía en
un terrible suceso donde todo perdía objetividad. Era un
auténtico desastre en este sentido. ¿Por qué se había metido
ella en un terreno tan inseguro? Recordó aquel viaje a
Tenerife, en el que esperó la salida del sol desde la balconada
del hotel que daba al oeste, ejemplo elocuente de su poca,
casi nula, orientación espacial.
Mientras, las alumnas continuaban con el jocoso debate,
alborotadas con las similitudes y diferencias entre conceptos
como «enfrente» y «delante», sin llegar a una conclusión
satisfactoria. La ejemplar disertación sobre la relatividad de
las cosas había dado lugar a múltiples divagaciones.
Lucía seguía riendo, ahora más serenamente, frente al
baúl, frente a su plato. Decidió que añadiría esta noticia en la
próxima clase como final de un capítulo cargado de anécdotas.
Recordó entonces a Einstein, quien demostró que es imposible
hallar un sistema de referencia absoluto y que todo
movimiento es relativo.
Recuperó entre sus dedos la cuchara apartada y asintió
con la cabeza en su propio pensamiento: «Todo cambia, hasta
el norte». Miró otra vez hacia delante y, para entonces, la
mujer del tiempo ya estaba presente. Oyó que habría
presencia de mar de fondo; un oleaje que se propagaba más
allá de la zona donde se había generado, con olas de crestas
suaves y rompientes en las costas. El viento presente en los
litorales no tenía que ver con su origen, el causante era el
viento que soplaba mar adentro.
Lucía comenzó a sentir un olor característico a salitre, a
pescado fresco. Sorbió otra cucharada de sopa y la encontró
muy salada. Miró su plato. Creyó estar soñando. El caldo se
73
había teñido de un color azul marino, pequeñas olas crecían
dibujando puntillas de espuma blanca, invadiendo, con la
voluntad de las mareas, la oscura superficie del viejo baúl. Por
la estrecha ventana un rayo de sol iluminaba cálidamente la
habitación, a lo lejos, cada vez más cerca, se escuchaba el
áspero graznar de las gaviotas grises.
74
Cristina Gil Romero vive en Alicante desde pequeña,
estudió Filosofía y Letras en la Universidad (en concreto
Geografía e Historia). Siempre le fascinó la literatura y
expresarse a través de las palabras escritas. Este ha sido su
primer curso relacionado con el tema y se siente muy feliz de
su realización y agradecida por la oportunidad que supone de
aprendizaje y de poder compartir con su profesor y sus
compañeros las inquietudes que tienen en común.
Lonely
El tren se deslizaba por las vías camino de la estación. Ana
miró su reloj, eran las cinco de la tarde, de repente recordó
el día que era. 20 de abril. Ya habían pasado diez años desde
que Luis se marchó a Estados Unidos. Diez años sin verle, sin
saber de él. De nuevo le vino a la mente cuánto se habían
querido, cómo una serie de desencuentros los habían llevado a
una separación, no ya física sino a la separación de sus
corazones.
Miró las ventanillas del tren, había empezado a caer una
lluvia que cada vez se iba haciendo más persistente. Continuó
recordando, imaginando como podría haber sido su vida si su
inseguridad no la hubiese llevado a poner a Luis ante el
ultimátum de quedarse con ella en España y rechazar el
trabajo que le habían ofrecido o marcharse y con ello
terminar su relación. Luis la intentó convencer de que se
marchara con él, que la estancia sólo sería temporal. También
le dijo que, si lo prefería, podría esperar su vuelta en España
y mientras tanto viajarían para verse cuanto les fuera posible.
Ana se había arrepentido tantas veces de su negativa a
continuar su vida al lado de Luis. Su miedo la había separado
de su amor.
La lluvia cada vez caía con más fuerza, la tarde se
oscureció al igual que sus pensamientos. Se dijo a sí misma que
no quería acordarse de aquello, no era el momento y además
aún la hacía sufrir.
75
Cuando el tren paró por fin, Ana bajó con su maleta. Todo
el mundo se apresuraba para ponerse a resguardo lo antes
posible, ella también. Se dirigía rápidamente a la parada de
taxis, cuando de repente vio a un perrito que se quedó
mirándola fijamente.
Estaba allí, inmóvil, era pequeño, se había mojado con la
lluvia y estaba temblando. Ana se detuvo, sus pensamientos se
frenaron en seco. Pensó que tenía que hacer algo, aquel
perrito parecía perdido o tal vez abandonado. No podía
dejarle allí.
Sin dudarlo un segundo, después de hablarle y
tranquilizarle, le cogió en brazos y decidió llevarle a casa. Al
día siguiente le llevaría al veterinario para que comprobasen si
tenía microchip y de esa manera podían localizar a su dueño.
El perrito se dejó coger en brazos, volvió a mirarla
fijamente y pareció calmarse. Después de coger un taxi y
llegar a casa le acomodó en una mantita sobre el suelo y le
puso agua y comida.
Encontrar a ese pequeño animalito disipó la tristeza que
había sentido al recordar a Luis. Se sintió útil y feliz al estar
haciendo todo lo posible para que el perrito volviera a su casa
o, tal vez, pensó, si su dueño no aparecía podría quedarse con
ella.
A la mañana siguiente después de llamar a su trabajo para
decir que estaba enferma, fue con él al veterinario. Después
de pasarle el lector apareció el propietario, era una mujer,
una tal Carmen, ahora tenía su dirección y su teléfono.
Sus emociones se encontraron, por una parte se alegró y
por otra sintió que se perdiera la posibilidad de quedarse con
el animalito. Hasta había pensado en un nombre para él, en el
caso de que se quedara a su lado, le llamaría Lonely,
«solitario», tal y como le encontró en mitad de la inhóspita
estación del tren.
Esa misma tarde se puso en contacto con Carmen. Le
pareció una chica amable, notó que se alegró al saber que el
perrito había aparecido. Le dijo que hacía tiempo que éste
vivía con su ex-novio, desde que se separaron fue él quien se
había quedado con el animal.
Le pidió a Ana su dirección y le dijo que avisaría a su expareja y que si al día siguiente ella estaba en casa, le diría que
se pasase a recogerle.
Ana estuvo de acuerdo y quedaron de esa forma. No pudo
evitar pensar que de nuevo se iba a quedar sola.
Cuando llamaron a la puerta, Ana supo que venían a
recoger a Lonely. Cuando abrió la puerta le vio, estaba allí,
frente a ella, mirándola sonriente y tímido a la vez, era Luis.
Ella no fue capaz de articular una sola palabra, en un primer
momento.
—Ana, ¿no me dices nada, después de tanto tiempo?
—Luis... yo... ¿qué haces aquí?
Lonely saltaba y ladraba feliz al ver a Luis, éste le abrazó
y acarició, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.
—¿Estás bien?, ¿verdad?... Te he echado mucho de menos.
76
—Tranquilo, ya estamos juntos.
Dirigiéndose de nuevo a Ana siguió hablando.
—Vengo a recoger a mi perro, aún no puedo creer que
fueses tú quien le encontrara después de estar perdido dos
días.
—¿Es tuyo entonces, Luis?
—Era de los dos, de Carmen y mío, nos separamos hace un
año y él se quedó conmigo. Cuando ella me dijo que le habían
encontrado y la dirección para venir a recogerle, supe que
estaba contigo, aquí en esta casa donde vivimos los dos hace
años.
Ana le miraba con los ojos muy abiertos, después de diez
años, allí tenía a Luis. Prácticamente estaba igual, en su pelo
aparecían canas, estaba algo más delgado, pero continuaba
teniendo la misma mirada cálida y la dulce sonrisa que, tiempo
atrás, la habían enamorado.
Sintió como si el tiempo no hubiese pasado, deseó darle un
abrazo, pero fue incapaz de aproximarse más a él. Y, sobre
todo, se sintió feliz por haber encontrado a ese animalillo, que
había surgido como de la nada y que parecía estar uniéndoles
otra vez.
—Luis, supe hace años que volviste de Estados Unidos,
pero ya había pasado tanto tiempo...
—Lo sé Ana, entonces los dos teníamos ya otra vida,
aquello que sucedió nos llevó por diferentes caminos.
Luis, se calló por unos instantes y la miró pensativo,
después apartando la mirada le dijo:
—Ana, ¿qué te parece si mañana sobre esta hora vamos
los tres a dar un paseo al parque de aquí al lado y de paso
hablamos con tranquilidad?
—De acuerdo, hablamos mañana Luis.
Ana miró al perrito, se acercó a él, le cogió en brazos y
después de darle un beso le dijo:
—Hasta mañana Lonely, nos veremos pronto, que duermas
muy bien.
—Ana, ¿le has puesto un nombre?.
—Sí, espero que no te importe, supongo que lo hice
pensando en el caso en que no apareciese su dueño. ¿Cómo se
llama realmente?
—Es Canelo, supongo que no es un nombre muy original,
pero es el que me gustó.
—A mí también me gusta, pero ¿le podré seguir llamando
Lonely, si no te importa?
—No me importa Ana.
—Te lo agradezco.
Esa noche los sueños de Ana estuvieron habitados por
imágenes del pasado, de momentos felices en los que se veía a
sí misma junto a Luis. Junto con otras en las que veía a Lonely
corriendo por el campo, saltando y jugando, radiante, parecía
mirarles a los dos, aunque ella no se veía a sí misma ni a Luis,
aún así percibía que estaban juntos.
Sintió que no tenía miedo, que todo estaba bien, que
siempre lo había estado.
77
Cuando volvió a ver a Luis y a Lonely, tuvo la seguridad de
que aquel reencuentro iba a suponer un cambio importante en
sus vidas. Ese perrito dulce, que la miraba con ojos sabios,
como si la conociera de toda la vida, había logrado que Luis y
ella volvieran a encontrarse.
Supo que los dos hablarían de lo que había ocurrido años
atrás, de lo que les había distanciado, pero sabía que no les
iba a importar ya nada de lo sucedido entonces.
Lo importante era que ahora ya no iban a estar solos, que
la vida les estaba dando una nueva oportunidad de vivir con
confianza y alegría, mirando hacia el futuro. Y que a través de
aquel ser inocente y bondadoso, de nuevo podría iniciar un
nuevo camino los tres juntos.
78
Mar Fraile Pérez tiene marcadas raíces castellanas. Su
origen salmantino le hace amar las leyendas y las tradiciones.
Le encanta leer desde que era niña. Trabaja desde hace años
con niños y le gustaría escribir libros para ellos.
URU
En el principio los dioses crearon a dos inmortales, Anskor
y Surelius, para observarlos y descubrir si era posible la vida
de especies inferiores y cómo se comportarían. Los dos
crecieron como hermanos, unidos por una estrecha amistad.
Los dioses, al ver que eran buenos, decidieron poblar el
planeta y los bendijeron con hijos. Anskor tuvo cinco y
Surelius dos. Surelius tuvo envidia de su amigo. Pensó que al
tener más hijos agradaba más a los dioses, y que éstos eran
sus favoritos. Entonces, en su corazón se instaló la oscuridad,
e intentó matar a su hermano. Los dos pelearon con ferocidad
y al cruzar sus miradas comprendieron su error. Se
esforzaron entonces en limpiar sus corazones y expulsaron la
semilla maligna fuera de ellos. Al instante, la semilla creció y
tomó sus formas. Ahora había cuatro y no dos amigos. El
Anskor y el Surelius creados por los dioses con bondad en sus
corazones, y el Anskor y el Surelius creados por la maldad.
Aterrados, corrieron a esconderse con los suyos, pero era
demasiado tarde. De todos y cada uno de sus hijos nació su
doble de maldad. Comprendiendo la inutilidad de huir hicieron
frente a su enemigo, y así comenzó una guerra que se ha
extendido hasta nuestros días, porque cada vez que daban
muerte a un felonio —pues así los llamaron— del guerrero se
desdoblaba uno nuevo, impulsado por la maldad del acto. Sin
solución aparente, los nuestros cayeron en la desesperación,
hasta que la casta de los sabios, recordando la profecía
79
lanzada por uno de los dioses, encontró la solución. Debían
aislar y entrenar, no en el arte de la lucha sino en el de la
mente, a un hijo de la casa de Anskor.
—Llegó el momento Ilia —anunció Solom—, esta noche
hemos de comunicarle a Uru quién es y cuál es el sentido de su
existencia.
—¿Estás seguro Solom? —preguntó Ilia—, ¿no deberíamos
esperar un poco más?, quizá cuando comience el verano…
—No —la interrumpió Solom—, el tiempo apremia y no
podemos confiar en la rapidez de aprendizaje del muchacho.
Hace ya cuatro años de su aislamiento.
—Cierto sabio Solom, pido perdón —se lamentó Ilia—,
pero como habrás observado la luna mayor está plena y la
menor aún no ha desaparecido. Las estaciones se alargarán
esta tríada. Urum es pequeño aún. Considera pues, maestro,
alargar un poco su inocencia.
—Ilia —dijo Solom—, conozco tu corazón y tu prudencia,
pero tu juventud te hace ignorante. Los acontecimientos nos
obligan. La casa de Anskor reclama a su heredero para acabar
con la maldición. Esta noche hablaremos con él. Le diremos
quién es y cuál es su misión, y te mostrarás Ilia. Le dirás
también cual es la tuya.
Al anochecer Solom e Ilia fueron en busca del chico y le
revelaron su origen y procedencia. Le dijeron que pertenecía a
la casa de Anskor, le hablaron de la guerra, del porqué de su
aislamiento, de su misión y de su destino. «Vaya» pensó Uru,
«así que hay más como yo. Y la chica, Ilia, ha estado todo este
tiempo en la isla y yo no me he dado cuenta, y además es mi
protectora. Y, ¿tanto tiempo llevo aquí?, ¡cinco años! Me
acuerdo de cuando llegué pero no de nada anterior. Tenía
miedo de estar solo. Recuerdo llorar escondido debajo de la
cama hasta dormirme. Y recuerdo al viejo Solom que venía a
verme de vez en cuando. ¿Y yo tengo que acabar con una
guerra que dura décadas?, se han equivocado de chico. Yo no
sé luchar y no soy todas esas cosas que están diciendo».
—Duerme ahora. Mañana al alba comenzaremos tu
entrenamiento — dijo Solom adivinando los pensamientos que
cruzaban por la mente del chico.
Uru se dio la vuelta y entró en la cabaña para cumplir las
primeras ordenes de Solom, cuando se dio cuenta de que Ilia
le seguía. La miró con cara mitad de asombro mitad de miedo.
«¿Adónde iba aquella chica?» pensó Uru, «prefiero
enfrentarme ahora mismo al enemigo antes que compartir mi
casa con una chica». Ilia se dio cuenta de sus sentimientos, y
con cara de superioridad le dijo:
—Uru, soy tu protectora. Eso significa que no me separaré
de ti en ningún momento y bajo ningún concepto. Llevo cuatro
años haciéndolo, debo protegerte. Si yo fallo tú mueres, y
todo estará perdido. Tú dedícate a lo tuyo y yo me dedicaré a
lo mío —sentenció.
Cuando amaneció, Uru e Ilia salieron de la casa en busca
de Solom, pero él ya estaba esperándoles. Ambos pensaban
80
que el viejo sabio iba a aparecer cargado de armas de todo
tipo, pero se equivocaban. Solom estaba sentado en la hierba
y a su lado sólo había lo que parecía un tablero de juego. Se
acercaron con curiosidad y examinándolo atentamente
quedaron asombrados. Se trataba de un tablero rectangular
con unos dibujos y un laberinto en su parte superior. También
había varias fichas: una blanca, una negra y varias rojas, las
cuales Solom estaba colocando alrededor del laberinto.
Uru no sabía si preguntar pero al final se
decidió.
—Maestro, ¿no íbamos a entrenar? —
preguntó con cautela.
Solom lo miró fijamente y le indicó con la
mano que se sentara. Comenzó por explicarle
el tablero.
—Uru, esto no es un simple tablero de juego, esto es
nuestro mundo, y con él te vas a entrenar. La parte inferior
del tablero representa la isla donde vivimos, la ficha blanca
eres tú. La parte superior representa el enemigo. Las fichas
rojas son los veladores del gran cerebro, la ficha negra es el
gran cerebro, y el dibujo, el laberinto por el cual habrás de
avanzar para llegar hasta él y derrotarlo —dijo Solom.
—No lo entiendo. Creí que íbamos a luchar —dijo
extrañado Uru, mirando a Ilia.
Ésta, tenía la misma cara de perplejidad que Uru. El
maestro, armándose de paciencia, les explicó a los dos
muchachos que la guerra que iban a librar no era física sino
mental. Para luchar de forma tradicional ya tenían ejércitos.
Lo que realmente necesitaban era alguien puro, no
contaminado por ningún tipo de mal, por pequeño que fuera,
para que no pudiera desdoblarse, dando pie a la continuación
de la eterna batalla que libraban. Alguien que además fuera
capaz de dominar por completo su mente y poder doblegar las
mentes enemigas. Sobre todo una mente en concreto, la de
Surelius. Les explicó que hace mucho tiempo los sabios
descubrieron la manera de acabar con la guerra: la
destrucción mental de aquel que lo empezó todo, a través de
alguien inocente, unido a un protector que velaría por su
seguridad y le cedería su fuerza mental en caso de
necesitarla.
—Así pues muchachos —dijo Solom—, ambos debéis
entrenaros. Tendréis que dominar dos disciplinas, la sincronía
mental y la estrategia.
Así pasaron los días, entrenando sin descanso. Uru resultó
ser un excelente mentalista, en muy poco tiempo logró una
concentración absoluta. Al principio únicamente dejaba la
mente en blanco durante largas horas, sin interrumpir este
estado con ningún pensamiento que lo distrajera. Más tarde
incorporó las percepciones extrasensoriales que recibía de su
entorno: primero de insectos, caracoles y pequeñas plantas;
después roedores y mamíferos pequeños; más tarde animales
mayores y árboles, hasta que por fin dio el salto hasta sus
iguales y logró conectar con las mentes de Solom e Ilia. Había
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conseguido la sincronía mental. Ilia no se quedó atrás, pues
consiguió los mismos logros que Uru solo que invirtiendo
menor tiempo que él. El viejo sabio estaba asombrado y
fascinado, y sus esperanzas se afianzaban día a día. El
proceso de aislamiento y entrenamiento, repetido tantas
veces en el tiempo por sus antecesores, siempre había
fracasado. Nadie creía ya en la profecía. Sólo unos pocos
confiaban todavía, y él más que ninguno, pues esta vez había
una variable, una alteración en la constante. Pero todavía no
podía revelarlo. Debería esperar un poco más.
Comenzaba el otoño cuando Solom decidió continuar con el
entrenamiento. Eligió una mañana ventosa con negras nubes.
«No he podido escoger mejor el momento» se dijo el anciano,
«el viento y la lluvia harán que sea más difícil y tendrán que
trabajar más duramente».
—Los pensamientos tienen volumen, color y peso —dijo el
sabio—, y se mueven junto a sus dueños. Debéis ser capaces
de elegir uno, buscarlo, encontrarlo e inmovilizarlo. Ilia, debes
alejarte corriendo de nosotros y esconderte, pero no pares
de moverte. Así, a Uru le será más difícil localizarte, pues te
confundirá con animales y plantas. Uru, debes encontrarla y
retenerla. Solo cuando lo consigas podremos proseguir.
Al instante, Ilia empezó a correr y a reír dirigiéndose
hacia el bosque, mientras Uru sonreía cerrando sus ojos. No
sabía si iba a poder concentrarse. Aquello era nuevo,
excitante, como un juego. Cuanto más intentaba dominarse
menos lo conseguía, hasta que después de varias advertencias
mentales en forma de agudos pinchazos en su cabeza por
parte de su maestro, lo logró. Respiró hondo, dejó su mente
en blanco y comenzó a buscar a su amiga. Como de costumbre,
Solom tenía razón. Empezó a distinguir colores y tamaños que
relacionaba con seres vivos más y menos pequeños. Notó, que
cuanto más grande era el animal, más le costaba acercarse a
él, al igual que con las pequeñas flores y los árboles. «Eso es
por el peso» le había dicho su maestro, «cuanto más pesen
más te costará aproximarte y retenerlos. Debes emplear toda
tu concentración y tus fuerzas». Uru lo intentaba, pero solo
consiguió aproximarse a una rana. Ésta, no paraba de dar
saltos chapoteando divertida en los charcos que formaba la
lluvia, así que desesperado al no poder retenerla, decidió
seguir su búsqueda y encontrar a su amiga. Paseo y esquivó
gran cantidad de colores y tonalidades, correspondientes a
todos y cada uno de los seres que habitaban la isla, y cuando
ya agotado, iba a darse por vencido, la encontró. Fue
impactante. Tanto su color como el brillo que despedía no se
parecían a nada que él hubiera visto antes, y ejercían sobre él
una atracción difícil de resistir. Cuando volvió a la realidad
estaba mareado. No sabría decir cuánto tiempo estuvo es ese
estado de semiinconsciencia. Fijó su atención en el maestro.
Era la primera vez que lo veía sonreír.
—Ya estáis preparados —suspiró Solom—. Id a descansar,
mañana se librará la batalla final.
—¿Qué? —exclamó Uru—, ¡pero si no me he enterado de
nada! ¡no lo he conseguido!
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—Maestro Uru tiene razón —musitó Ilia—, ninguno de los
dos ha superado la prueba, si vamos mañana a la batalla,
pereceremos todos sin remedio.
—Os equivocáis ambos —terció Solom—. Habéis superado
con éxito vuestro entrenamiento y ni siquiera os habéis dado
cuenta. Ilia, tú eres la verdadera elegida, heredera de la casa
de Anskor. Tu entrenamiento consistía no tanto en la
habilidad mental como en la perseverancia, benevolencia,
coraje y disciplina. Cualidades que has demostrado
sobradamente al velar y alentar al que tú creías tu protegido.
Uru, tú eres el protector. Se te exige sinceridad y sensatez,
y tú joven amigo, destacas en ambos rasgos.
—No puede ser. No puedo hacerlo —farfulló Ilia.
—Confía en ti—arguyó Solom—, recuerda que tienes a Uru
a tu lado. Deberéis romper las barreras de los guardianes
para poder acceder a Surelius. Concentraos en el engaño y
tramad un ardid para despistarlos. Utilizad al enemigo contra
él mismo.
Y diciendo esto, Solom dio media vuelta y los dejó. Uru e
Ilia se quedaron de pie, contemplando cómo se alejaba su
maestro. Tenían un nudo en la garganta pues no sabían si lo
volverían a ver. Decidieron acostarse en un intento de olvidar
lo que les esperaba al día siguiente, pero no consiguieron
dormir. Antes del amanecer se pusieron en camino. Se
dirigieron al extremo norte de la isla, pues necesitaban
sentirse lo más cerca posible del enemigo. Se sentaron al
borde de un acantilado y fijaron su vista en el mar.
—He pensado en lo que dijo el maestro —dijo Ilia—, en lo
de despistar a los guardianes.
—Yo también —sentenció Uru—, creo que esa es nuestra
única opción. Si atacamos directamente nos vencerán. Lo
mejor es que sigamos actuando como hasta ahora. Dejémosles
creer que tú eres la protectora y yo el elegido, así irán a por
mí y podrás tener acceso a Surelius.
—Pero eso es demasiado peligroso Uru —advirtió Ilia—, no
podrás hacerles frente a todos tú solo.
—Creo que esa es exactamente mi misión Ilia —repuso el
chico—, concéntrate en el verdadero enemigo. Recuerda que
lo importante no somos nosotros, sino todos los que esperan
que venzamos.
Con un fuerte asentimiento de cabeza, más por intentar
fortalecerse que por estar convencidos de sus planes, se
cogieron de la mano y cerraron sus ojos. Una suave brisa
acariciaba sus rostros, y dejando la mente en blanco,
comenzaron a alejarse en busca de su enemigo. Antes de
marcharse completamente, sintieron como su maestro
conectaba con ellos. «Recordad, cuando no sepáis qué hacer,
dejad que el inconsciente guíe vuestras decisiones. Confiad en
vuestra intuición». Reconfortados por los ánimos de Solom,
tuvieron la sensación de que su maestro nunca les dejaría
totalmente solos. Respiraron profundamente y concentraron
sus fuerzas. No tardaron en percibir claramente a los dos
ejércitos. Una cantidad inusitada de colores con distintos
brillos, unos más intensos que otros, y frente a ellos un solo
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color plomizo, levantando una especie de densa niebla que
engullía todo aquello que se le acercaba. Más allá, tras un
extenso vacío, refulgían unas mentes sólidas y poderosas, que
iban desde los naranjas más ardientes hasta los rojos más
febriles.
¡Aquellos deben de ser los guardianes! —exclamó Ilia—,
¡pero no veo a Surelius!
¡Son muy poderosos Ilia! —dijo Uru—, les pondré un cebo
para alejarlos de ahí. Me aproximaré a sus mentes pensando
en su jefe y huiré rápidamente. Pensarán que soy el elegido,
me seguirán todos. Entonces tendrás tu oportunidad.
Aprovecha el momento para buscar a Surelius y atacarle. Se
rápida pues él intentará desgastarte y te agotará.
¡Cómo si fuera tan fácil! —se quejó Ilia—, ¡aún no sé lo que
voy a hacer para poder vencerlo!
Utiliza el elemento sorpresa. Intenta esconderte y
sorpréndele en el último momento —aconsejó Uru.
«No sé dónde pretende que me esconda», opinó la chica.
Mientras se debatía con sus pensamientos, Uru lanzó un
ataque directo a los guardianes. Se acercó a ellos sin ninguna
cautela y, nada más mostrarse, comenzó a huir en dirección
contraria. Rápidamente los guardianes salieron tras él,
dejando el campo libre a la elegida. Ilia se sorprendió, pues se
extendía ante ella el mismo laberinto que había visto tantas
veces en el tablero de entrenamiento. « ¿Cómo es posible?»
pensó, pero al instante se adentró en él. Estaba dentro de la
mente de Surelius. Comenzó a deambular a través de pasillos
oscuros y tenebrosos que le producían una terrible sensación,
como un miedo atávico. Algo que siempre había estado ahí,
dormido, y ahora impregnaba todo su ser. Los pasillos estaban
formados por enormes paredes de árboles secos, sin ningún
atisbo de vida. Se adentraban cada vez más en el laberinto,
con giros e intrincados recovecos. No había nada reseñable,
nada para poder recordar el camino de vuelta. Nada para
esconderse como le había aconsejado su amigo. Siguió
buscando alguna señal que le diera alguna pista sobre su rival.
Estuvo deambulando, perdida, lo que le parecieron horas y
horas. Estaba inquieta por Uru. No sabía cómo le habría ido
con los guardianes. Entonces lo notó. Sintió una sacudida,
como un pequeño terremoto. Las ramas más altas de los
árboles se tambalearon visiblemente y un escalofrío le heló la
sangre. Se quedó paralizada un instante, el suficiente para
atisbar como una gran polvareda se levantaba veloz en
dirección a ella, y asomando entre las oscuras nubes que
producía, pudo vislumbrar unos terribles ojos fríos, color
sangre, acompañados por unos colmillos blancos como la nieve.
Era un enorme perro, y detrás de él había miles de ellos.
Corrían hacia ella rugiendo. Nunca había visto nada con un
aspecto tan feroz. Solo se le ocurrió huir, pero ¿adónde?,
estaba atrapada y perdida en aquel horrible laberinto, en la
mente de Surelius. Con esfuerzo, pues entre el miedo y el
hipnotismo que le producían aquellos ojos estaba paralizada,
se lanzó a la carrera. Se le aceleró el pulso y respiraba
entrecortadamente. Su miedo le hacía volverse cada poco
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tiempo mirando por encima del hombro, y veía como aquellas
bestias se acercaban cada vez más. Los ojos de éstas
refulgían y sus bocas abiertas, con sus negras lenguas
colgando, jadeaban intentando atrapar más aire del que
podían, como si por ello fueran a ser más veloces. Se
aproximaban a Ilia. La chica, con gesto de horror, corría todo
lo que podían sus piernas, pero por mucho que lo hacía no
podía deshacerse de ellos. Cada vez se acercaban más. Sentía
el aliento fauces en el cuello. Oía el entrechocar de sus
colmillos. Ilia corría, ¡corría!, pero no podía librarse de ellos.
Doblaba una esquina, y otra, y otra, y poco a poco fue
perdiendo sus fuerzas, aminorando, hasta que llegó a una
abertura circular sin salida. Los perros le dieron alcance
rugiendo, y lanzando poderosos ladridos que le retumbaban en
los oídos. Ilia estaba horrorizada. Se aproximaron a ella, e
Ilia retrocedió muy despacio hasta que su espalda chocó con
el tronco de un árbol. La tenían acorralada. «El árbol» pensó,
e intento subir rápidamente a sus ramas. Pero su miedo le
hacía vulnerable e ineficaz. Resbaló varias veces y en una de
ellas los perros la atraparon. Le mordieron los tobillos y la
bajaron del árbol. La rodearon e inclinaron sus cabezas
rugiendo, guardando pleitesía al que parecía ser su líder. Este
se aproximó despacio a la chica, casi parecía que sonreía, y
lanzó el primer ataque. Le asestó un bocado en el muslo. En
ese momento los demás comenzaron a ladrar de nuevo y se
lanzaron hacia ella asestándole bocados por todo el cuerpo.
«¡Ahhh! ¡me van a destrozar!», pensó Ilia. «Lo siento Solom he
fracasado». Y cuando estaba a punto de sucumbir lo
comprendió. Surelius había descubierto que la elegida estaba
dentro de su mente, y la estaba atacando con lo que más
temía. Tenía que contraatacar y rápido, o acabaría con ella.
Acabaría con todo. «No es real Ilia» se dijo la chica, «no
sientes el dolor, no pienses en él». Y haciéndose fuerte
decidió intentarlo. Intentó levantarse una y otra vez hasta
que lo consiguió, inspiró con ímpetu y con determinación les
hizo frente. Proyectó su fuerza hacia ellos, pensando en un
gran muro que les empujaba y les alejaba de allí cada vez más
rápido, hasta que los barrió completamente. Ahora estaba
sola, salvo por una densa oscuridad que la rodeaba
completamente y avanzaba hacia ella. La atacó, en un abrazo
mortal, y empezó a oprimirla cada vez más fuerte intentando
asfixiarla. Ilia luchó. Se resistió todo lo que pudo. Ya no podía
respirar, y casi desvaneciéndose, se acordó de su amigo.
«Uru» exclamó débilmente. De repente sintió un calor
familiar. Era su amigo que estaba a su lado y acariciaba su
mente reconfortándola. «Ilia brilla. Brilla como nunca lo has
hecho. Yo brillaré contigo». Alentada, concentró su mente en
la luna llena. Un círculo de un blanco puro e intenso que cada
vez se hacía más grande. Uru se unió a su pensamiento, y
juntos agrandaron esa luna mágica hasta que traspasó sus
fuerzas y sus mentes y estalló, barriéndolo todo a su paso. Y
entonces se dejaron ir, sabiendo que habían vencido, que
habían acabado para siempre con el mal, que los suyos serían
libres. Sintieron la alegría de los guerreros, el júbilo y la
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armonía de sus corazones, que se unieron a los suyos, pues
juntos, sabían con certeza que ya siempre conservarían lo que
les era más querido.
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Susana Fuentes Román nació en 1972 a orillas del
Mediterráneo, en Alicante (España) y allí reside.
Estudió la licenciatura de Geografía e Historia y la de
Filología Hispánica, esta última aún por terminar. En la
actualidad está al otro lado del pupitre y se dedica a la
enseñanza.
Desde niña comenzó su amor por la lectura de la mano de
los antiguos —que no viejos— cuentos infantiles de su madre.
Su afición por la escritura nació más tarde y aún más tarde
decidió compartir sus trabajos con alguien que no fuera ella
misma.
Desde enero de 2003 formó parte de la Revista Digital
Literaria Oxigen, dirigida por Óscar Bribian. Desde octubre
de 2006 y hasta la fecha colabora con la Revista Digital
Literaria Palabras Diversas www.palabrasdiversas.com
En estas dos revistas y en otras, como Katharsis, ha
publicado diversos relatos cortos, microrrelatos y algún
artículo relacionado con la literatura.
Un día de lluvia
Dedicado a quien ha dejado las cicatrices
más profundas e imborrables en mi corazón
La lluvia había creado un enorme caleidoscopio en las
cristaleras de la librería que permitía a Elena disfrutar de un
pequeño juego que siendo niña compartía con su padre desde
ese mismo mostrador.
Por aquel entonces tenía que sentarse en un taburete alto
para que sus ojos quedaran a la misma altura que los de su
padre y así poder competir en igualdad de condiciones.
Observaban las siluetas deformadas de la gente que pasaba
por la calle y trataban de adivinar parte de sus vidas: dónde
iban, de dónde venían, a qué se dedicaban...
Ahora era ella la que trabajaba allí, en la librería que su
padre había regentado durante 40 años y era Laura, la menor
de sus tres hijos, la que se sentaba en el taburete para estar
a su altura.
―Yo creo que va a la cafetería de la esquina para tomar
un helado con su novia.
La vocecilla aguada de la niña sacó a Elena de su
ensimismamiento.
―¿Un helado has dicho? No creo que vaya a tomar ningún
helado con la que está cayendo y con el frío que hace.
―¿Y por qué no? Siempre es buen momento para tomar un
helado.
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―Porque no, cielo, porque no ―sentenció la madre
mientras colocaba un par de libros infantiles en la estantería
correspondiente.
Esa afirmación tan categórica como insustancial era la
forma que tenía Elena de cortar cualquier encadenado de
preguntas de sus hijos que previera largo e interminable. Y
mientras daba por concluida la conversación, se fijaba en la
cicatriz que tenía en la sien derecha el joven moreno al que su
hija había concedido devoción por los helados.
Acariciaba la marca en su sien derecha sintiendo todavía
los dedos de ella recorriéndola con esa dulzura que a él le
resultaba tan empalagosa y tanto despreciaba mientras
planeaba la forma en la que iba a conseguir desembarazarse
de su amante pero sin dejarle mal sabor de boca y sin
perderla del todo. Siempre había pensado que era interesante
tener a un grupito variado de admiradoras satisfechas que
estuvieran dispuestas a retomar la relación más adelante en
caso de ser necesario. Esta cuarentona de buena posición
podría sacarle de algún apuro económico o podría conseguir
que se sintiera de nuevo encantada con satisfacer alguno de
sus carísimos caprichos tal y como venía haciendo los tres
últimos meses. Gracias a ella lucía aquel reloj en la muñeca y
acumulaba esa cantidad de aparatitos electrónicos tan
sofisticados pero sus dotes como amante dejaban mucho que
desear y cada encuentro se había convertido en una ansiosa
cuenta atrás deseando que la separación llegara cuanto antes.
Inmerso en aquellos pensamientos, ni siquiera la vio venir
y, sin saber cómo, sus paraguas quedaron enredados.
―Oh, disculpe ―musitó cuando se dio cuenta de qué era lo
que había sucedido y vio la cara contrariada de la muchacha
que circulaba en sentido contrario al suyo y dueña del
paraguas que había decidido entrelazarse en ese extraño
abrazo con el suyo.
«A ésta sí que le dedicaría toda una tarde o todo un fin de
semana incluso», pensó mientras sus manos trataban
torpemente de deshacer el enredo que habían formado la
pareja de paraguas y sus ojos la recorrían de arriba a abajo
confirmando su primera impresión de aquella morena de ojos
verdes vestidos de tristeza.
Ella dio un tirón, desesperada ante el empeño de las
varillas en mantenerse entrelazadas. Con ello no consiguió el
objetivo deseado sino rasgar la tela de su paraguas
convirtiéndolo en unos jirones de tela inservibles para
protegerse de la lluvia que en ese momento caía intensa e
inclemente sobre su persona.
Se le escapó un pequeño gemido de disgusto mientras en
su cabeza resonaban palabras bastante desagradables
maldiciendo su mala suerte.
―Lo siento, lo siento de veras ―volvió a farfullar Javier
mientras pensaba en cómo aprovechar aquella situación para
conseguir una cita con la morena―. Ha sido culpa mía, iba
distraído pensando en mis cosas.
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―No, para nada. Ha sido culpa mía por haber dado ese
tirón pero es que parecía que se enredaban cada vez más y no
se iba a deshacer nunca el lío de varillas. ¿Se ha roto el tuyo?
―No, tranquila, el mío está perfecto. Déjame ver si se
puede hacer algo por arreglar el tuyo.
Los dos dirigieron la vista hacia los pedazos de tela
rasgada y a continuación cruzaron sus miradas con una misma
expresión y una misma idea: aquello no tenía arreglo posible,
había quedado definitivamente inservible.
―Insistió en que se ha roto por culpa mía, permíteme
acompañarte a donde sea que fueras o si eso te incomoda,
toma el mío prestado; te dejo mi teléfono y cuando puedas,
me lo devuelves. Ya te has mojado demasiado ―afirmó
mientras se acercaba a ella y colocaba su paraguas sobre
ambas cabezas.
―Iba a coger al coche para ir al trabajo, está ahí mismo,
aparcado frente a la librería.
―Vamos hacia allí entonces ¿o quizás prefieres que te
acompañe a casa para cambiarte de chaqueta?
―Ya voy con el tiempo pegado, eso me haría llegar muy
tarde y no quiero que me vuelvan a llamar la atención por eso,
no importa, ya se secará.
―Tomo nota, eres tardona. De todas formas, yo acudiré
puntual a nuestra cita y te esperaré sin desesperar ―afirmó
con una sonrisa burlona y confiada mientras le empujaba por
el brazo de una forma muy sutil pero con la suficiente
decisión como para que ella obedeciera sin pensarlo y
empezara a andar junto a él hacia donde había indicado que se
encontraba su automóvil.
―¿Cómo? Perdona, no he entendido bien lo que has
querido decir ―contestó ella alzando los pómulo y arrugando
los ojos en un gesto muy suyo que reflejaba perplejidad e
incredulidad.
―Si te presto mi paraguas, luego tendrás que
devolvérmelo ¿no? Pensaba que habíamos quedado en ello,
ahora te apunto mi teléfono y en cuanto puedas, mañana
viernes por ejemplo, me lo devuelves. Mira, ahí en la esquina
hay una cafetería en la que podríamos quedar para llevar a
cabo el intercambio: tú me traes el paraguas y yo te invito a
un café. ¿Te parece bien?
―La verdad es que soy más de tomar té ―dijo ella
automáticamente, con el pensamiento centrado en su aspecto
desaliñado tras el remojón.
―Bien, en ese caso, tomaremos té. ¿Mañana a las cinco de
la tarde te parece buena hora?
―No sabría decirte ahora mismo. Ése es mi coche, el rojo
―señaló cambiando rápidamente de tercio. Muchas gracias
por acompañarme, nos vemos en otra ocasión.
―Por supuesto, toma mi paraguas y apunta mi número o
dame el tuyo si lo prefieres ―insistió mientras lo plegaba y se
lo ofrecía.
―Te estás empapando. No es necesario que me lo des, ya
estoy dentro del coche a buen resguardo de la lluvia.
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Él insistió un par de veces más, plantado ante la puerta
abierta del conductor, recibiendo de lleno el aguacero que no
cesaba desde la noche anterior. Ante la imposibilidad de
cerrar la puerta del vehículo e irse a toda velocidad de allí, tal
y como Eva hubiera deseado, optó por aceptar y finalizar
como fuera aquel encuentro.
―Está bien, dámelo y apunta mi número: 651104398
Tal y como tenía por costumbre, varió la última cifra para
evitar ser localizada pero pudiendo dar la excusa de que le
habrían entendido mal en caso de ser cazada en su mentira.
Consiguió con ello que por fin él se apartara de su puerta;
se despidió murmurando una despedida y condujo calle abajo
tan rápido como la circulación se lo permitió.
Giró hacia derecha e izquierda varias veces hasta llegar a
una zona muy poco transitada donde pudo estacionar a un
lado, a salvo de miradas curiosas y dejar por fin rodar las
lágrimas que llevaba reprimiendo desde su cruce con el
desconocido de la cicatriz. Y así permaneció durante casi
media hora, sin parar de llorar desconsolada.
Hacía ya nueve meses que no trabajaba y durante ese
tiempo sólo la habían llamado para hacer una entrevista y el
día de la ansiada entrevista estaba resultando un completo
desastre. Debería estar ya en el lugar de la entrevista pero
en cambio, allí estaba, con el dinero invertido en la peluquería
echado a perder, la máscara de pestañas dibujando sombras a
lo largo de sus mejillas, su mejor traje de chaqueta empapado
y sus preciosos y preciados zapatos de tacón sonando a cada
paso como una bomba neumática. Y todo por culpa de la lluvia y
de aquel engreído que no miraba por donde iba. Pero luego
bien que la miraba a ella ¿pero qué se había creído, que no se
estaba dando cuenta?
«Supongo que el muy creído habrá pensado que no veía
como me repasaba de arriba a abajo y se paraba
descaradamente en mi escote. ¡Y que confianza en sí mismo!
dando por hecho que estaba interesada en quedar con él
después de haberme arruinado la única posibilidad que se me
ha presentado hasta ahora de conseguir un empleo y yo pensé
que era un puesto perfecto para mí pero parece ser que los
hados del universo no han pensado lo mismo así que tendré que
consolarme con aquello de que todo lo que pasa, sucede por
algún motivo y siempre para bien».
Eva torció el gesto porque en realidad aquello le parecía
un consuelo para pobres de espíritu, no creía que hubiera
ninguna fuerza superior que organizara los acontecimientos
para felicidad o desgracia de nadie.
En ese momento, sonó su teléfono móvil. Lo dejó sonar, ni
siquiera hizo ademán de buscarlo en su bolso. No dejaba de
sonar... quizás fuera algo urgente... decidió contestar.
―Hola, buenos días ¿Eva Cifuentes? ―era una voz
femenina la que le saludaba al otro lado del teléfono.
―Sí, soy yo, dígame.
―Me llamo Lidia y soy la secretaría del señor Román, tenía
usted concertada una entrevista con él pero no ha acudido.
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De repente, todo el derrotismo que inundaba el ánimo de
la muchacha se desvaneció y recuperó la fuerza y entereza de
la que siempre hacía gala.
―Lo siento, debería haber llamado antes pero con los
nervios no me he acordado. He tenido un pequeño percance y
eso me ha retrasado. Le ruego que me disculpe y, si es
posible, me dé la opción de realizar la entrevista en otro
horario.
―Imaginaba que le habría ocurrido algo que le había
imposibilitado venir porque la noté muy interesada cuando
hablé con usted por teléfono el otro día y precisamente
llamaba para darle una fecha alternativa: ¿podría usted acudir
a nuestras oficinas el próximo viernes a las cinco de la tarde?
Eva contestó sin pensarlo, no podía creer la suerte que
estaba teniendo:
―Por supuesto que puedo, allí estaré, esta vez sin falta ni
retraso. Muchísimas gracias.
Cuando colgó el teléfono ya no veía motivos para llorar
sino para sonreír abiertamente. Todo le iba a empezar a ir
bien a partir de ese momento, estaba segura de ello.
Lidia se sentía feliz, pensó que había hecho una buena
obra y eso siempre le hacía sentir bien consigo misma.
No conocía de nada a aquella chica pero por la foto que
acompañaba su currículum y por su voz pensó que se merecía
una segunda oportunidad y, la verdad, no le había resultado
nada complicado mentirle a su jefe diciéndole que ya no
quedaba nadie más por entrevistar hasta el día siguiente.
Aquella tarde estaba tan despistado y ausente que hubiera
creído a pie juntillas cualquier cosa que ella o cualquier otro le
hubieran dicho.
―Lidia, me voy ya para casa, mañana terminaré de
organizar las anotaciones que he hecho sobre los candidatos.
―Está bien, señor Román, hasta mañana ―se despidió
viendo como su jefe salía por la puerta cabizbajo.
No era en absoluto habitual que Miguel Ángel se fuera tan
pronto de la oficina pero a Lidia no le extrañó en absoluto
después de su comportamiento de ese día.
Seguía lloviendo ¿desde cuándo llovía? No lo sabía, ni
tampoco se paró a pensarlo ni un segundo. Aquella llamada de
teléfono anónima le había dejado despertado del letargo en el
que estaba viviendo desde hacía ya varios años. En realidad, él
ya se había dado cuenta de que su mujer lo engañaba y no sólo
con otros hombres (el de la cicatriz que decía la voz de la
llamada era sólo uno más de un buen montón) sino en el amplio
sentido de la palabra, prácticamente no compartía nada con él
que fuera auténtico pero nunca quiso creerlo. Esa llamada, a la
que ni siquiera hubiera atendido en otras circunstancias, le
había afectado tanto porque lo único que había hecho era
confirmarle lo que sabía pero creía imposible. ¿En qué
momento sus vidas se separaron tanto hasta convertirlos en
desconocidos?
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Vio a la niña sentada en el taburete hablando con su
madre, con una expresión tal de alegría que no pudo más que
sonreír él también a pesar de los pensamientos que le corroían
por dentro. Vio a su madre irradiar felicidad mientras se
acercaba a ella para abrazarla y besarla y recordó el día en el
que él y Noelia discutieron cuando él le insinuó la posibilidad
de convertirse en padres. «Tú estás loco si piensas que me
voy a deformarme, a hincharme y a llenarme de estrías por
traer al mundo un bebé que lo único que va a hacer es
molestar y no dejarme hacer mi vida libremente». Parecía que
todavía estaba oyéndola decir aquello.
Sin pensarlo demasiado, entró en la librería y le pidió a la
dueña que le recomendara algún libro que le entretuviera y le
levantara el ánimo. Ella enseguida le recomendó tres títulos y
le dio las razones de su selección.
Primero pensó llevarse los tres tomos pero, al mirarla de
nuevo, se dio cuenta de que a pesar de haber pasado por
delante de aquel establecimiento cada día desde que se mudó
a su actual casa, jamás había reparado en aquella mujer y,
mucho menos, en aquellos ojos tan hermosos como chispeantes
y llenos de vida ¿cómo podía no haberse fijado hasta
entonces? Pensó llevarse solo uno de ellos para tener la
excusa de volver a por los otros. Y eso hizo. Volvió muchas
veces.
―Mamá, llueve sobre la luna, como el día que papá se fue
de casa.
―Sí, cielo, pero ese día también llovía en nuestros
corazones y eso ya nunca más va a pasar porque ni la lluvia
puede tapar el brillo de la luna. Mírala qué hermosa luce en el
cielo.
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