GUIAS PARA LAS HOMILÍAS DE SEMANA SANTA-CICLO C-AÑO 2013 Domingo de Ramos en la Pasión del Señor Iniciamos hoy la Semana Santa, a la cual nos hemos venido preparando durante el tiempo de la santa Cuaresma. Hoy Jesús entra en la ciudad santa de Jerusalén y lo acogemos como sus discípulos, con cantos, ramos y palmas. El Señor viene solemnemente y lo acompañamos con nuestros hosannas, en este Domingo de Ramos. Jesús no ingresa a Jerusalén a pie, como un ciudadano común, sino montado como los reyes, en un asno y no a caballo, el animal de guerra, el animal de los ejércitos. Porque los que promovían las batallas en aquellos años, montaban a caballo y peleaban entre ellos. Pero Jesús es el promotor de la paz, y monta un asno, un animal pacífico. Su reinado no conquista territorios con la fuerza de la espada y con la sangre derramada de los demás; Él es rey que convierte los corazones y que derrama su propia sangre. No envía a morir a sus súbditos, sino que da la vida por ellos. De allí que la gente agradecida, coloca sus mantos sobre el camino, lo reconoce como rey, todos están dispuestos a poner sus vidas a disposición de su Reino, aclamándolo como el enviado y Bendito que llega en el nombre del Señor. El profeta Isaías nos habla en la primera lectura, del siervo del Señor que sufre la humillación y los ultrajes, pero que pone su confianza en su Dios. Este siervo es Cristo que, en la cruz, rezó el salmo 22, el salmo del justo que es perseguido. Jesús es aquel que, no habiéndose aferrado a su condición divina, se rebajó y se humilló haciéndose hombre y esclavo, siendo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, para ser resucitado y exaltado por Dios, como nos enseñaba San Pablo, en la segunda lectura de la carta a los Filipenses. San Lucas es el evangelista del amor y de la misericordia de Dios, y es desde esta óptica, que nos narra la pasión del Señor. No está interesado en presentar responsabilidades, ni en los judíos ni en los discípulos. Pues ¿qué sentido tiene buscar culpables, si la sangre de Jesús ha perdonado todos los pecados? Por eso, san Lucas no cuenta que los discípulos se durmieron y huyeron, no recoge los insultos del sumo sacerdote ni las burlas de los soldados, ni la flagelación ni la coronación de espinas del Señor. No pone ante nosotros a un Jesús solo y abandonado en la cruz sino que nos lo presenta rodeado de amigos que comparten sus sufrimientos, la presencia de un pueblo expectante que lo acompaña hasta la cruz sin insultarlo y que lo despide conmovido y agradecido al morir. Es un Jesús profundamente humano como nosotros, que es un hombre inocente, justo y misericordioso, incluso desde la cruz. Por eso, la pasión lucana nos presenta a Jesús perdonando y reconciliando. En este evangelio, Pilato aparece más inocente en la condena a muerte de Jesús que en los demás evangelios; el soldado a quien se le hirió una oreja en el prendimiento de Jesús es curado; Jesús dirige una mirada de amor a Pedro que lo ha traicionado; en la cruz tiene palabras de perdón para el buen ladrón, para los judíos que lo escarnecen y para el centurión. Incluso dos enemigos, Herodes y Pilato, se estrechan la mano… El amor del Padre se manifiesta en el ángel que es enviado a Jesús, durante su agonía en Getsemaní para confortarlo. En resumidas cuentas, aun cuando el relato de la pasión según san Lucas es estremecedor, la prueba a la que Jesús es sometido, es signo de la presencia de Dios e instrumento de su amor y de su perdón. Celebremos, pues, con fe y devoción estos días santos, en el marco del Año Eucarístico y en el Año de la fe, para que la esta misma fe que profesamos en Cristo, muerto y resucitado, sea alimentada eucarísticamente en estos días por el Señor, que, como dicen nuestros obispos; es Pan de Vida para nuestro pueblo… Y así también nos preparemos a celebrar con alegría los días 17 al 21 del próximo mes de abril, el IV Congreso Eucarístico Nacional, en torno a Jesús Sacramentado. Que así sea. Santísimo Triduo Pascual JUEVES SANTO Con la celebración de la misa de la Cena del Señor, comenzamos el solemne Triduo Pascual. En estos tres días consecutivos, celebraremos la entrega de Jesús, en el pan que se parte y reparte, la Eucaristía; luego su sacrificio: Cristo que se inmola en la Cruz para salvarnos y la resurrección: Cristo triunfa de la muerte y nos da una nueva vida. Tres grandes acontecimientos de la Historia de la Salvación, en un solo acto del Amor de Dios manifestado plenamente en Cristo, que se hizo obediente hasta la muerte de cruz, venciéndola con su resurrección. El Jueves Santo es día de acción de gracias, porque Cristo instituyó el Sacramento de los Sacramentos, como afirma Santo Tomás: de Aquino: “La Eucaristía es el fin de todos los sacramentos”. En ella, Jesús y el ser humano se unen en la mayor intimidad que nunca podríamos imaginar, y con ella, nace también el sacramento del sacerdocio ministerial, para perpetuar el misterio eucarístico. La celebración de la Eucaristía no es simplemente el recuerdo de un amigo que se va. No. Es un memorial o actualización de su presencia y acción redentora, es hacer presente el encuentro íntimo con Cristo que está siempre con nosotros, la comunidad cristiana nace en torno al sacramento eucarístico. En la primera fracción del pan, y a la vez que comparte el Pan de la Eucaristía, formando un solo cuerpo con Cristo, la Iglesia vive el mandato del amor. En torno a Cristo, la Iglesia ejerce una doble función: cultual y fraternal. Ahora bien ¿qué celebraba el pueblo judío en estas fechas de Pascua? Celebraba el memorial de la liberación de Egipto. Era la conmemoración anual y solemne de su libertad. Y la celebraban de generación en generación con una cena festiva y familiar. La fiesta pascual propiamente dicha duraba la tardenoche del día 14 del mes de Nisán (marzo- abril). Luego se prolongaba con la fiesta de los panes ázimos, durante una semana. La Última Cena de Jesús se celebró en el marco de la cena pascual. Y fue en ella, nos cuenta San Pablo, que el Señor instituyó una nueva Pascua, la de su entrega por nosotros a la muerte: “Yo recibí del Señor lo mismo que les he transmitido” y luego: “Hagan esto en memoria mía”. En esa cena, Jesús quiso ser el Cordero de Dios, que se entrega por nosotros, en los signos de su cuerpo y sangre. Y mandó que la celebráramos en memoria suya para siempre. Celebramos, pues esta tarde (noche), pues, la institución de la Eucaristía. Por otra parte, al recordar (y realizar) el lavatorio de los pies a los apóstoles, hecho por Jesús aquella noche memorable, hemos de decir que se trata de un "signo" de su entrega y anticipo del don total de su vida en la cruz. No entenderíamos bien la intención del evangelista Juan al recogerlo en su relato, si solamente pensáramos que se trata de un simple gesto de humildad y servicio del Señor. Es algo mucho más y con un contenido cristológico y eclesial mucho más hondo y profundo: es un verdadero "signo" en el sentido joánico del término, es decir, un gesto que tiene consistencia en sí mismo, pero cuya verdadera razón de ser, consiste en dirigir la mirada de la mente y del corazón, para revelar en profundidad un aspecto importante del ser y de la misión de Jesús. Este signo anticipa de alguna manera el acontecimiento fundamental de la cruz como expresión suprema del don de la vida de Jesús por la humanidad. Esta tarde venimos a recibir y adorar el Cuerpo eucarístico del Señor en esta celebración de la Pascua. Nos quedaremos en vela parte de esta noche, ante el “lugar de la reserva”, en el queda reservada la Eucaristía o Santísimo Sacramento. Ojalá que dediquemos un buen tiempo a contemplar esta noche y adorar en silencio a Jesús Sacramentado, que se nos da en alimento y que se ha quedado entre nosotros. Además, hemos de recordar que en este Año de la Eucaristía, en nuestra Iglesia de Costa Rica, la celebración del Jueves Santo ha de hacernos descubrir a Jesús, Pan de Vida para nuestro pueblo, y prepararnos a vivir el próximo IV Congreso Eucarístico Nacional, los días 17 al 21 de abril, allá en Cartago, Dios mediante. En esta Eucaristía del Jueves Santo, en el rito de la comunión y en la prolongación de éste, que es la adoración ante Jesús Sacramentado en el “Lugar de la Reserva”, agradezcamos el don de la Eucaristía, el don del sacerdocio y el don de la caridad, tratando de responder con nuestro amor al amor “hasta el extremo” del Señor. Que así sea. VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR “Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de Cristo”, dice San Pablo. Hoy, día Viernes Santo, al reunirnos esta tarde a celebrar el triunfo de la muerte del Señor, la Iglesia nos recuerda que en Cristo crucificado y resucitado, está nuestra gloria, nuestra roca firme de apoyo, lo que nos conduce a la vida y la vida plena. Hoy se nos enseña que no podemos ver la cruz de Cristo, desligada del Jueves Santo, ni del Domingo de Resurrección, ni de su vida entera. Jesús nos salva, nos libera, nos redime, nos ofrece una nueva vida a través de “su vida, muerte y resurrección”. Estos tres días grandes del Santo Triduo Sacro, son un apretado resumen de toda la riqueza de la obra de Jesús, de lo que ha sido capaz de hacer por nosotros y de lo que nos ha regalado. Ciñéndonos al Viernes Santo, este es el día donde nos muestra su gran amor, a través del sufrimiento en la cruz por nosotros, para seguir indicándonos el camino que conduce a la resurrección y a felicidad. Hoy ha comenzado la Pascua de Jesús, es decir, su paso de este mundo al Padre por medio de su muerte, que viene a culminar su vida entregada a Dios y a los hermanos, como dice la segunda lectura de la Carta a los Hebreos: Llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación para todos los que lo obedecen. La primera lectura (Is 52,13-53,12) nos presenta al "siervo paciente", figura profética en la cual la tradición cristiana y el mismo Nuevo Testamento han reconocido a Cristo. En efecto, Jesús en su pasión es, efectivamente, el "varón de dolores" que con tanta fuerza describe este bellísimo poema. En él se contiene todo: sus humillaciones y sufrimientos, el rechazo por parte de su pueblo, su muerte redentora; incluso los detalles de las narraciones de la pasión, por ejemplo: "fue traspasado por nuestros pecados". La segunda lectura, tomada de la Carta a los Hebreos (Heb 4,14-16; 5,79), nos presenta a Cristo en su función sacerdotal, reconciliando a los seres humanos con Dios, por el sacrificio de su vida. Él es a la vez sacerdote y víctima, oferente y ofrenda; es nuestro mediador con el Padre. En esta lectura contemplamos a Cristo en su existencia celestial y en su actividad presente. “Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Juan". Con esta sencilla introducción, el lector comienza el Evangelio de este Viernes Santo (Jn 18,119,42). La Iglesia ha seguido siempre la tradición de leer la pasión según san Juan, en este día. San Juan, el teólogo y místico, ve la pasión con mayor profundidad que los demás evangelistas, a la luz de la resurrección del Señor. Su fe pascual transfigura cada detalle y cada episodio de esta última fase de la vida terrena del Redentor. Fijémonos, por ejemplo, cuando san Juan habla de la cruz. En sí misma es un patíbulo cruel y bárbaro; pero, desde que Cristo redimió a los seres humanos en el leño de la cruz, ésta es objeto de veneración. Es más que eso. Para san Juan, la cruz es una especie de trono, desde el cual Jesús reina. La cruz es descrita como una "exaltación", término que instantáneamente comunica la idea de ser elevado y glorificado. Es por eso que san Juan es quien nos cuenta que Jesús llevó su propia cruz. Sin quitar importancia a los sufrimientos del Señor, toda la narración está impregnada de una atmósfera de paz y serenidad. Cristo, y no sus enemigos, es quien domina la situación. No hay coacción: Él libremente se encamina hacia su ejecución; con perfecta libertad y completo conocimiento del significado de lo que sucede. Sale al encuentro de su destino. El motivo, la razón fundamental, es el amor. La cruz es la revelación suprema del amor de Dios. En el cuadro que san Juan nos ofrece, Jesús el Señor aparece ejerciendo una tripe función: como rey, como juez y como salvador. Las burlas de los soldados y la coronación de espinas, sirven para poner de manifiesto su realeza. En el acto mismo de su condena, es Jesús y no Pilato, quien aparece como juez; ante sus palabras y ante su cruz nos encontramos condenados o justificados. Finalmente, como salvador, Jesús reúne a su pueblo en unidad alrededor de su cruz. La Iglesia, representada en la túnica sin costura, queda formada. A María, su madre, le confiere una maternidad espiritual; ella queda constituida como madre de todos los vivientes. Jesús desde la cruz entrega su espíritu, inaugurando así el período final de la salvación. De su costado brota sangre y agua, símbolos de la salvación y del Espíritu que da vida, de los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía. Cristo se muestra como el verdadero cordero pascual, cuya sangre ya había salvado a los israelitas. Volverse a él con fe es salvarse. Finalmente, la liturgia de este día nos invita a aclamar y reconocer la realeza triunfante del Señor al adorar la Cruz; ésta será por siempre el signo más elocuente de la pasión gloriosa del Redentor. ¡Levantemos la cruz del resucitado! No nos lamentemos ante la muerte -ni la de Cristo ni de la nuestralos que creemos en la Resurrección (tanto de Cristo como de la nuestra). Hoy Viernes Santo, todo lo que celebramos en nuestra comunidad cristiana reunida es, a saber, la Palabra proclamada, la adoración de la Cruz y la Santa Comunión, que nos anuncia y nos hace presente la muerte gloriosa de Cristo, el Señor. Comulgamos hoy con la carne eucarística del Hijo del hombre, entregada en la cruz para dar la vida al mundo (ver Jn 6, 53). Comulgamos, pues la vida celebrando la muerte del Señor, que vino para que todos tuviéramos vida sobreabundante (Jn 10,10). Que así sea. Homilía de la Vigilia Pascual Esta noche es una noche de vela en honor del Señor, a la que nos hemos venido preparando durante la Cuaresma y en estos días de la Semana Santa. Hemos encendido el fuego nuevo al comienzo del lucernario y en este fuego el Cirio Pascual, que simboliza a Cristo Resucitado que, al romper las tinieblas de la noche, nos recuerda el paso de la oscuridad a la luz, de la noche al día. Aclamamos a Cristo Luz, vencedor de las tinieblas del mal y del pecado, con el canto del Pregón Pascual y llevando en nuestras manos los cirios, signos de nuestra nueva vida bautismal, de que, por el bautismo, hemos sido iluminados por Cristo, Luz del mundo. En el pregón pascual, la Iglesia anuncia las maravillas de Dios, hechas con su Hijo al rescatarlo de la muerte. Con su muerte y resurrección, Jesús nos ha abierto el camino de la vida que nos lleva al cielo. La muerte es vencida para siempre por el amor de Cristo, desde que compartió nuestra propia muerte. Hemos escuchado, contemplativamente, la Palabra de Dios, la voz de Dios que pasó creando todas las cosas, al ser humano, hombre y mujer a imagen suya; pasó evitando a Abrahán la muerte de su hijo Isaac. Pasó librando a los israelitas de su esclavitud en Egipto. Pasó haciéndose oír por los profetas, que siempre recordaban al pueblo su alianza con Dios y el amor del Señor para con ellos, amor que se hizo alianza, amor que en el camino de los mandamientos, conduce a la auténtica sabiduría. Amor que da un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Después del largo repaso de la historia del Antiguo Testamento, toda nuestra atención se concentra en un punto, que todo el mundo diría que es minúsculo o poco importante: a las afueras de Jerusalén, junto al sepulcro de un crucificado, unas mujeres desconcertadas topan de frente con una llama encendida. Y esta llama contiene el futuro de toda la humanidad. Porque en aquel hombre, Jesús, Dios ha manifestado total y personalmente lo que él es, amor pleno y sin reservas. Aquellas mujeres de Galilea, amigas de Jesús, al llegar al sepulcro vacío, lo descubren vacío y reciben del cielo el anuncio de la resurrección del Señor y son invitadas a anunciarla. Una tarea que desde esta noche también debemos hacer nosotros con alegría y convicción, sabiendo como ellas, que el Señor ha vencido para siempre a la muerte. Vamos a celebrar, dentro de unos momentos, dos sacramentos básicos: el Bautismo que nos une a la vida de Jesús y la Eucaristía que, domingo tras domingo, nos alimenta con esta misma vida. Con el bautismo, hemos pasado de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, hemos sido asumidos por la muerte de Cristo, como nos decía san Pablo en su Carta a los Romanos. En cada Eucaristía, también celebramos ese paso renovador del Señor. En cada Eucaristía recibimos el Pan de Vida, a Cristo Resucitado, que nos prometió que cada vez que lo comamos como alimento de Vida, nos daría siempre su propia vida y nos resucitará en el último día. La celebración de la Pascua, es un anticipo de nuestra resurrección. Hoy la Iglesia celebra el día más grande de la historia, porque con la resurrección de Jesús se abre una nueva historia, una nueva esperanza para todos los hombres y mujeres. Si bien es verdad que la muerte de Jesús es el comienzo, porque su muerte es redentora, la resurrección muestra lo que el Calvario significa; así, la Pascua cristiana adelanta nuestro destino. De la misma manera, nuestra muerte también es el comienzo de algo nuevo, que se revela en nuestra propia resurrección. Por eso, creer en la resurrección, es creer en el Dios de la vida. Y no solamente eso, es creer también en nosotros mismos y en la verdadera posibilidad que tenemos de ser algo en Dios. Porque aquí, no hemos sido todavía nada, mejor, casi nada, para lo que nos espera más allá de este mundo. Y de nuestra muerte. No es posible engañarse: aquí nadie puede realizarse plenamente en ninguna dimensión de la nuestra propia vida. Más allá está la vida verdadera; la resurrección de Jesús es la primicia de que, en la muerte, se nace ya para siempre. No es una fantasía de nostalgias irrealizadas. El deseo ardiente del corazón es el de vivir y vivir siempre, que tiene en la resurrección de Jesús la respuesta adecuada por parte de Dios. La muerte ha sido vencida, está consumada, ha sido transformada en vida por medio del Dios que Jesús defendió hasta la muerte. Alegrémonos en el Señor, que hoy nos ha hecho resucitar con Él. Amén. DOMINGO DE RESURRECCIÓN Misa del día Hoy, domingo de Resurrección, nos reunimos alegres y jubilosos a celebrar la resurrección del Señor, misterio central de la fe de la Iglesia. Efectivamente, Dios Padre ha hecho maravillas levantando a su Hijo de la muerte. Por eso, con el salmista cantamos: ¡Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo! San Pedro, en la primera lectura, nos anunciaba el mensaje fundamental de nuestra fe: la resurrección de Cristo. La que, después de haber sido anunciada y comunicada en la predicación primitiva, a nosotros nos ha llegado también por medio de la predicación y el testimonio de la Iglesia: Jesucristo, el Crucificado está vivo y por eso nuestra vida tiene sentido y nuestra fe también. La certeza de que el Señor no se quedó en la muerte, sino que vive, sostuvo la fe de los primeros cristianos y hoy también a nosotros. Esto es lo que venimos a celebrar y proclamar en este bello día de Pascua. Por su parte, San Pablo nos habla de buscar las cosas de arriba, de dejar lo terreno, nuestro afán de vivir apegados al mundo y a las cosas materiales, a dejar nuestros egoísmos, nos invita a barrer la levadura vieja, imagen muy pascual por cierto, para ser panes ázimos, es decir, vivir una vida sincera y sin maldad, encausada en la verdad, para hacer posible la Pascua de Cristo entre nosotros. En fin, viviendo una vida nueva, como anticipo de la resurrección que nos espera, después de la muerte, pero que, en germen, se nos ha anticipado con Cristo. El texto de Juan 20,1-9, que todos los años se proclama en este día de la Pascua, nos propone acompañar a María Magdalena al sepulcro, que es todo un símbolo de la muerte y de su silencio humano; nos insinúa el asombro y la perplejidad de que el Señor no está en el sepulcro; no puede estar allí quien ha entregado la vida para siempre. En el sepulcro no hay vida y Él se había presentado como la resurrección y la vida (Jn 11,25). Entretanto, la figura simbólica y fascinante del “discípulo amado”, es verdaderamente clave en este Evangelio. Éste corre con Pedro, corre incluso más que éste, tras recibir la noticia de la resurrección. Es, ante todo, “discípulo”, y desde su intimidad que ha conseguido con el Señor, por medio de la fe, nos hace comprender que la resurrección es como el infinito; que la sábana y las vendas que ceñían a Jesús ya no lo pueden atar a este mundo, a esta historia. Que su presencia entre nosotros debe ser de otra manera absolutamente distinta y renovada. Pascua es anunciar que el Señor Vive, que está Resucitado. Es salir cada domingo de cada Eucaristía en la que, en la fracción del pan, el Señor se nos revela y comunica, para volver a la casa, al trabajo y a la vida social de la siguiente semana, con el corazón enardecido a anunciarles a todos, no con nuestras palabras, sino con nuestra servicio, afecto, cariño y alegría fundamentales, aún en los momentos difíciles, que el Señor ha resucitado y que creemos absolutamente en esto. Comienza hoy el Tiempo Pascual, un tiempo de cincuenta días, en que estamos llamados a celebrar el Misterio Pascual como un solo domingo. Días de intensa alegría, de esperanza y de compromiso cristianos. Días de gozo, del gozo de la Vida que nos dio Cristo, en que se nos invita a renovar nuestro bautismo y a vivir de acuerdo con sus exigencias de vida nueva. Es también una oportunidad de reafirmar nuestra fe en la presencia eucarística y sacramental del Señor, en el Pan de la Eucaristía, Pan de Vida para nuestro pueblo, el próximo IV Congreso Eucarístico a celebrarse, Dios mediante, los días 17 al 21 de abril, en Cartago. Unámonos, pues, como hermanos, a estas celebraciones.