EXPOSICIÓN

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EXPOSICIÓN
“Naturaleza viva”, de Mónica Gutiérrez Serna
La infancia es la patria común
de todos los mortales.
“Dos amigos” y
“Roque, el Moñigo”,
de Pablo Auladell
miguel delibes
Miguel Delibes decía de sí mismo que había procurado ser “un hombre sencillo
que vive sencillamente”. Quizá por esa visión de la vida estuvo siempre tan
próximo a la infancia y supo reflejar tan bien la visión infantil, esa que observa
el mundo con la curiosidad de quien descubre las cosas y la alegría de quien las
estrena. Delibes creó inolvidables personajes infantiles a través de los que siguió
experimentando –y nos regaló a sus lectores– la capacidad de asombro. Esos
mismos personajes le permitieron abordar temas tan complejos como el arraigo
a la tierra, el respeto por la naturaleza, la defensa del mundo rural, la vida en la
ciudad, el progreso, la amistad, la familia, el amor, la tradición, las diferencias
sociales, la guerra o la muerte.
Patria común. Delibes ilustrado es un recorrido por el universo de Miguel
Delibes contado desde la mirada y la voz de sus protagonistas infantiles,
personajes memorables que nos ofrecen la visión más pura e intuitiva de la vida.
Quince secciones recogen en la exposición las constantes en la obra del
autor, como pequeñas “tierras de todos” que conforman nuestra “patria
común”. Los textos seleccionados están tomados de diez obras de Miguel
Delibes, escritas entre 1947 y 1989, y nos presentan a quince niños y niñas
de todas las edades, orígenes, clases sociales y caracteres.
“Mi tierra” y
“Daniel el Mochuelo”,
de Alberto Gamón
“Quico” y
“Unos contra otros”, de Elena Odriozola
Igual que los pequeños personajes de sus novelas, Miguel Delibes supo contar
de forma sencilla los asuntos complejos. Así lo han hecho también los quince
ilustradores que participan en la exposición. Ellos son “los otros narradores” de
Patria común, los que interpretan las palabras de Delibes desde el lenguaje visual,
con imágenes capaces de encerrar grandes verdades y retratos que dan vida a los
personajes del autor castellano.
El resultado es una serie de textos e imágenes en los que se muestra esa “patria
común de todos los mortales”, la infancia, a la que se refirió Miguel Delibes.
“Pedro” y
“Una ciudad”, de
Arnal Ballester
textos de miguel delibes
El camino, “El conejo”, Viejas historias de Castilla la Vieja, La sombra del ciprés es
alargada, Madera de héroe, Mi idolatrado hijo Sisí, Las guerras de nuestros antepasados,
Las ratas, El príncipe destronado, Mi vida al aire libre.
ilustraciones
Ajubel, Pablo Amargo, Pablo Auladell, Arnal Ballester, Alberto Gamón,
Mónica Gutiérrez Serna, Violeta Lópiz, Raquel Marín, Elena Odriozola, Javier
Olivares, Claudia Ranucci, Antonio Santos, Emilio Urberuaga, Noemí Villamuza
y Óscar Villán.
Mi tierra
De pueblo
El valle… Aquel valle significaba mucho para Daniel, el Mochuelo. Bien mirado, significaba
todo para él. En el valle había nacido y, en once años, jamás franqueó la cadena de altas
montañas que lo circuían. Ni experimentó la necesidad de hacerlo siquiera.
A veces, Daniel, el Mochuelo, pensaba que su padre, y el cura, y el maestro, tenían razón,
que su valle era como una gran olla independiente, absolutamente aislada del exterior. Y, sin
embargo, no era así; el valle tenía su cordón umbilical, un doble cordón umbilical, mejor dicho,
que le vitalizaba al mismo tiempo que le maleaba: la vía férrea y la carretera. […]
[…] Era, el suyo, un pueblecito pequeño y retraído y vulgar. Las casas eran de piedra, con
galerías abiertas y colgantes de madera, generalmente pintadas de azul. Esta tonalidad
contrastaba, en primavera y verano, con el verde y rojo de los geranios que infestaban
galerías y balcones.
[…] Visto así, a la ligera, el pueblo no se diferenciaba de tantos otros. Pero para Daniel,
el Mochuelo, todo lo de su pueblo era muy distinto a lo de los demás.
Cuando yo era chaval, el páramo no tenía principio ni fin, ni había hitos en él, ni jalones de
referencia. Era una cosa tan ardua y abierta que sólo de mirarlo se fatigaban los ojos. Luego,
cuando trajeron la luz de Navalejos, se alzaron en él los postes como gigantes escuálidos y, en
invierno, los chicos, si no teníamos mejor cosa que hacer, subíamos a romper las jarrillas con
los tiragomas. Pero, al parecer, cuando la guerra, los hombres de la ciudad dijeron que había
que repoblar […] y todos, chicos y grandes, se pusieron a la tarea, pero […], al cabo de los años,
apenas arraigaron allí media docena de pinabetes y tres cipreses raquíticos. Mas en mi pueblo
están tan hechos a la escasez que ahora llaman a aquello, un poco fatuamente, la Pimpollada.
[…] Y al cumplir los catorce, Padre me subió al páramo y me dijo: “Aquí no hay testigos.
Reflexiona: ¿quieres estudiar?” Yo le dije: “No”. Me dijo: “¿Te gusta el campo?” Yo le dije: “Sí”.
Él dijo: “¿Y trabajar en el campo?” Yo le dije: “No”.
el camino, 1950
“La pimpollada del páramo”,
en Viejas historias de Castilla la Vieja, 1964
Ilustración de Alberto Gamón
Lapiceros de color sobre cartulina
29,7 x 42 cm
Ilustración de Ajubel
Photoshop, estampación digital
29,7 x 42 cm
Naturaleza viva
Una ciudad
Y cada vez que veía al herrador, Juan le decía:
—¿Cuándo me das el conejo, Boni?
Y Boni, el herrador, respondía preguntando:
—¿Sabrás cuidarlo?
Y Juan, el niño, replicaba:
—Claro.
Pero Adolfo, el más pequeño, terciaba, enfocándole su limpia mirada azul:
—¿Qué hace el conejo?
Juan enumeraba pacientemente:
—Pues... comer, dormir, jugar...
—¿Como yo? —indagaba Adolfo.
Y el herrador, sin cesar de golpear la herradura, añadía:
—Y cría, además.
Asomados al pretil nos recreamos admirando nuestro edificio predilecto. Las cosas dormían
igual que los hombres. Las ventanas clausuradas eran ojos con los párpados vencidos. […]
La ciudad, ebria de luna, era un bello producto de contrastes. Brotaba de la tierra dibujada
en claroscuros ofensivos. [...] La torre de la catedral sobresalía al fondo como un capitán de
un ejército de piedra. En su derredor las moles, en blanco y negro, de la torre de Velasco, del
torreón de los Guzmanes, del Mosén Rubí... Ávila emergía de la nieve mística y escandalosamente blanca, como una monja o una niña vestida de primera comunión. [...]
—¿Qué te ocurre, Alfredo? ¿Tienes miedo?
Hizo un visaje lánguido con los ojos:
—¿Por qué había de tener miedo?
—La luna hace sombras por todas partes…
La sombra del ciprés es alargada, 1948
“El conejo” (La mortaja), 1970
Ilustración de Mónica Gutiérrez Serna
Técnica mixta sobre papel
29,7 x 42 cm
Ilustración de Arnal Ballester
Lápiz electrónico, estampación giclée
29,7 x 42 cm
De mayor quiero ser…
Dos amigos
—¿Qué querrías ser el día de mañana, Sisí? [...]
—Me gustaría ser ingeniero —dijo Sisí.
A Sisí Rubes le gustaba ser viajante, pero Sisí Rubes sabía que estas cosas no podían
descubrírsele inopinadamente a su padre. Había que fingir y tener tacto.
—¿Te gustan las matemáticas? —dijo Cecilio.
—Ah, no —dijo Sisí con espontáneo horror.
—¿Entonces?
—Me gustaría tender puentes sin manejar números —añadió Sisí.
[...] Dijo Cecilio Rubes:
—La Medicina no requiere cálculos.
—No me gusta —dijo Sisí.
—¿Y abogado?
—¿Qué es abogado?
—Como el papá de Luisito Sendín —dijo Rubes.
Torció el gesto Sisí.
—Bien —sonrió Rubes—. Creo que aún tienes tiempo de reflexionar sobre ello. Me gustan
los muchachos que como tú reflexionan y no resuelven a tontas y a locas.
—Las estrellas están en el aire, ¿no es eso?
—Eso.
—Y la Tierra está en el aire también como otra estrella, ¿verdad? —añadió.
—Sí; al menos eso dice el maestro.
—Bueno, pues es lo que te digo. Si una estrella se cae y no choca con la Tierra ni con otra
estrella, ¿no llega nunca al fondo? ¿Es que ese aire que las rodea no se acaba nunca?
Daniel, el Mochuelo, se quedó pensativo un instante. [...]
—Moñigo.
—¿Qué?
—No me hagas esas preguntas; me mareo.
—¿Te mareas o te asustas?
—Puede que las dos cosas —admitió.
Rió, entrecortadamente, el Moñigo.
—Voy a decirte una cosa —dijo luego.
—¿Qué?
—También a mí me dan miedo las estrellas y todas esas cosas que no se abarcan o no se acaban
nunca. Pero no se lo digas a nadie, ¿oyes? Por nada del mundo querría que se enterase de ello
mi hermana Sara.
Mi idolatrado hijo Sisí, 1953
El camino, 1950
Ilustración de Raquel Marín
Lápiz, ceras y digital
29,7 x 42 cm
Ilustración de Pablo Auladell
Acrílico y grafito sobre papel
29,7 x 42 cm
Como niños
Guerras, siempre guerras
—Los hombres sólo vienen de noche; a estas horas no viene nadie —dijo la niña defraudada.
Los cuarterones estaban entornados y, a la luz del rayo polvoriento que se adentraba en el salón,
los muebles macizos, de madera noble, y las cornucopias y cuadros de marcos dorados parecían
adormecidos en una prolongada siesta. En chaflán, frente al mirador (en la encrucijada de dos
calles angostas) se alzaba el Friné, un café cantante que, en invierno, salvo sábados y domingos,
únicamente abría de noche, y a los dos pequeños les fascinaban aquellas puertas abigarradas
como de barraca de ferias, flanqueadas por dos faroles rojos que, al oscurecer, derramaban
sobre la lóbrega tenebrosidad de la calleja un rojizo resplandor fantasmal. Mamá Zita les tenía
prohibido asomarse al mirador, pero ellos lo hacían, a escondidas, zafándose de su vigilancia y
del ojo alerta de la señora Zoa, porque aquellos hombres que llegaban al Friné les cautivaban.
Doctor. —¿Quieres decir que antes de aprender a hablar, el Bisa ya te contaba esas historias?
Pacífico Pérez. —Qué hacer, oiga, desde que nací. Y no paró hasta que la Corina, mi hermana,
se puso los pantalones.
Dr. —Y ¿con qué objeto contaba esas cosas a un niño recién nacido?
P.P. —En realidad, doctor, tanto el Bisa, como el Abue y el Padre lo que querían era que yo
fuese un buen soldado así que llegara mi guerra.
Dr. —Pero ¿es que a la fuerza tenías tú que hacer otra guerra?
P.P. —Por lo visto, sí señor, eso decían, que yo me recuerdo al Abue: todos tenemos una guerra
como todos tenemos una mujer, ¿se da cuenta? O sea, para que usted se entere, cada vez que
pasábamos por Telégrafos, donde el Isauro, el Bisa la misma copla: ¡Qué, Isauro! ¿No llegó
la guerra de éste? Que el Isauro, a ver, aún no hay noticias, señor Vendiano; ya le avisaré.
Dr. —¡Qué cosas!
Madera de héroe, 1987
Ilustración de Emilio Urberuaga
Técnica mixta sobre papel
29,7 x 42 cm
Las guerras de nuestros antepasados, 1975
Ilustración de Javier Olivares
Gouache sobre papel
29,7 x 42 cm
Saberes populares
Todavía quedan clases
El tío Rufo, el Centenario, sabía mucho de todas las cosas. Hablaba siempre por refranes
y conocía al dedillo el santo de cada día. [...]
El Nini, sentado junto a él en el poyo de la puerta, no reparaba en sus movimientos nerviosos.
A veces ni siquiera decía sí o no, pero al Centenario le estimulaban sus ojos expectantes [...].
Generalmente, el viejo se arrancaba por el Santoral, el tiempo o el campo, o los tres en uno:
—En llegando San Andrés, invierno es — decía.
O si no:
—Por San Clemente, alza la tierra y tapa la simiente.
O si no:
—Si llueve en Santa Bibiana, llueve cuarenta días y una semana
Una vez roto el silencio, el Centenario tenía cuerda para rato. De este modo aprendió el Nini
a relacionar el tiempo con el calendario, el campo con el Santoral y a predecir los días de sol,
la llegada de las golondrinas y las heladas tardías. Así aprendió el niño a acechar a los erizos y
a los lagartos, y a distinguir un rabilargo de un azulejo, y una zurita de una torcaz.
—Tía —dijo: —¿por qué esas mujeres tan mayores van al colegio?
—¿De qué mujeres hablas, Florita?
—De las señoritas de ahí enfrente, tía.
—¡Ah!, las señoritas de ahí enfrente. Te traen a ti muy preocupada, por lo que veo, las señoritas
de ahí enfrente. Verás, en realidad, se trata de un colegio especial —carraspeó—: un colegio
para señoritas descarriadas.
—¿Yo soy descarriada, tía?
—¡Jesús, qué disparate!
A las mejillas blancas, empolvadas, de la tía Cruz asomaba esta tarde un matiz sonrosado:
—Pues, ¿qué es descarriada, tía?
—Mira, Florita —dulcificó la voz con el propósito de quitar importancia al tema—:
Hay señoritas que de niñas estuvieron abandonadas, y como no fueron educadas de pequeñas,
hay que educarlas de mayores. Por eso van al colegio. ¿Has comprendido?
Madera de héroe, 1987
Las ratas, 1962
Ilustración de Antonio Santos
Acrílico sobre tabla
29,7 x 42 cm
Ilustración de Claudia Ranucci
Collage, cera y acrílico sobre papel
29,7 x 42 cm
Eso que llaman…
Días de caza
Daniel, el Mochuelo, al escuchar la voz grave y dulce de la niña, notó que algo muy íntimo
se le desgarraba dentro del pecho. La niña hacía pendulear la cacharra de la leche sin cesar
de mirarle. Sus trenzas brillaban al sol.
—Adiós, Uca-uca —dijo el Mochuelo. Y su voz tenía unos trémulos inusitados.
—Mochuelo, ¿te acordarás de mí?
Daniel apoyó los codos en el alféizar y se sujetó la cabeza con las manos. Le daba mucha
vergüenza decir aquello, pero era ésta su última oportunidad.
—Uca-uca… —dijo, al fin. —No dejes a la Guindilla que te quite las pecas, ¿me oyes?
¡No quiero que te las quite!
A las siete de la mañana del domingo, mi padre ya estaba en danza, nos despertaba a los
acompañantes y nos íbamos todos juntos a por el perro y el Cafetín, un viejo Chevrolet,
del color de la canela, altaricón y aristado [...].
Mi padre era un perfecto cazador deportivo. Un cazador a salto, de perro y morral, que
sabía disfrutar de la naturaleza como nadie. Aún le recuerdo armando la escopeta en el calvero
donde estacionábamos el coche, en pleno monte, junto a un pozo y un abrevadero de ovejas;
a la derecha, una corpulenta encina centenaria.
—¿Qué? ¿Quién se viene conmigo? [...]
Mis hermanos y yo descubríamos con frecuencia a la codorniz antes de arrancarse, asustada
a la sombra de una morena, semicubierta por una hierbecita insignificante, y el Boby, que
yo creo que también la veía, alzaba sumisamente la mirada hasta mi padre como solicitando
su venia.
El camino, 1950
Ilustración de Noemí Villamuza
Lápiz sobre papel
29,7 x 42 cm
Mi vida al aire libre, 1989
Ilustración de Violeta Lópiz
Lápiz graso y acrílico sobre acetato
29,7 x 42 cm
Unos contra otros
Un mundo por descubrir
–Cuéntanos cosas de la guerra, papá.
–¿Ves? –dijo Papá–, éstos son otra cosa. ¿Y qué quieres que te diga de la guerra? Fue
una causa santa. –Miró profunda, inquisitivamente a Mamá y agregó–: ¿O no?
–Tú sabrás –respondió Mamá–. Esas cosas suelen ser lo que nosotros queramos que sean.
–La guerra– dijo Quico, y destapó el tubo de dentífrico: Éste era un cañón. ¡Boooom!
Los ojos de Juan se habían hecho redondos:
–¿Tú ibas con los buenos? –apuntó.
–Naturalmente. ¿Es que yo soy malo acaso?
Juan sonrió, como relamiéndose. Dijo:
–Yo quiero ir a la guerra.
–Tú no sabes –dijo Quico.
Papá sonrió:
–Eso es bien fácil –añadió–. En la guerra sólo existen dos preocupaciones: matar
y que no te maten.
—Me voy a escapar de esta casa.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Dónde, Juan?
—Donde no me peguen.
—¿Cuándo, Juan?
—Esta noche.
—¿Te vas a escapar esta noche de casa, Juan?
—Sí.
—¿Con otra mamá?
—Claro.
Quico se quedó sin habla. Añadió Juan [...]:
—Haré cuerdas con las sábanas y las ataré y me marcharé por el balcón.
—¿Cómo los Reyes, Juan?
—Como los Reyes.
Quico pestañeó varias veces y, al cabo, dijo abriendo una amplia sonrisa:
—Yo quiero que los Reyes me traigan un tanque. ¿Tú, Juan?
—¡Bah! —dijo Juan.
El príncipe destronado, 1973
Ilustración de Elena Odriozola
Acrílico y lápiz sobre papel Sumi-e
29,7 x 42 cm
El príncipe destronado, 1973
Ilustración de Óscar Villán
Témpera sobre papel
29,7 x 42 cm
Continuará…
Por los hipos y gemiqueos se diría que Germán, el Tiñoso, era hijo de cada una de las
mujeres del pueblo. Mas a Daniel, el Mochuelo, le consoló, en cierta manera, este síntoma
de solidaridad. Mientras amortajaban a su amigo, el Moñigo y el Mochuelo fueron a la fragua.
—El Tiñoso se ha muerto, padre –dijo el Moñigo.
Y Paco, el herrero, hubo de sentarse a pesar de lo grande y fuerte que era, porque la impresión
lo anonadaba. Dijo, luego, como si luchase contra algo que le enervara:
—Los hombres se hacen; las montañas están hechas ya.
El camino, 1950
Ilustración de Pablo Amargo
Digital. Impresión sobre papel
29,7 x 42 cm
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