Santiago Kovadloff “Sentido y riesgo de la vida cotidiana” Conferencia en el Ecocentro. 24 de Septiembre de 2004. Auspiciado por Aluar Aluminio Argentino SAIC Muchísimas gracias por concurrir a esta convocatoria, a este espacio abierto para intentar la aventura no del todo frecuente de pensar y de compartir la reflexión. Yo quiero agradecer profundamente a la dirección de este Ecocentro la persona de Alfredo Lichter, a Aluar, a quienes hacen posible que este espacio este disponible. Yo lo he recorrido por primera vez con mi esposa ayer, y supongo que ustedes están mas familiarizados con él, pero quizá convengan conmigo de que se trata de un sitio interminable. Me parece que es posible entrar aquí, no sé si es posible terminar de recorrerlo porque la índole de lo que aquí se propone no es del todo abarcable. Constituye una experiencia novedosa para sensibilidades habitualmente acotadas como son las nuestras por espacio excesivamente familiares por una concepción de lo real abusivamente definida. Y en consecuencia pareciera que lo que aquí se nos propone es que aprendamos a extraviarnos en lo desconocido para que nos reconozcamos en lo que pareciera no tener que ver con nosotros y sin embargo esta emparentado con nosotros. La propuesta es oceánica, no solo el espectáculo. Digo que no es entonces posible salir de aquí sino adentrarse mas y más a medida que uno aprende a convivir con todo lo que en principio llamaría extraño y sin embargo, termina por operar como un espejo que dice de nosotros mucho más de lo que presentíamos. De manera que esa es mi gratitud fundamental, la de estar aquí, es decir un aquí que no termina de ser familiar. Es saludable desconocerse o como decía Oscar Wilde, tan atinadamente, es conveniente ser un poco improbable. Y este es un sitio donde uno aprende a ser improbable. No está mal. También, el motivo de mi satisfacción de venir aquí es verificar que un espacio de posible de trabajo para cualquiera que tenga vocación integradora. Llamo yo vocación integradora a la pasión por poner de manifiesto las relaciones a veces secretas, pero sólidas, que los aspectos en apariencia mas distanciados de la realidad guardan entre sí: la química con la poesía, las ciencias fisicomatemáticas con la filosofía, la astronomía con la vida cotidiana. Tal vez el mayor desafío de nuestros tiempos sea aprender a integrar en una visión orquestada lo que en forma fragmentaria o segmentada nos obliga a llevar una vida que se desentiende de la responsabilidad del conjunto, de las nociones de conjunto, de la integración. Integración que en el orden planetario pide. No solo tolerancia, sino fundamentalmente reconocimiento y autoreconocimiento en todo lo que es distinto de nosotros. Ese es el otro motivo de la alegría de estar aquí. Hace muchos años ya, en el último reportaje público que se le hiciera, el escritor francés Ronald Barthes, se expuso a una pregunta en apariencia trivial pero muy compleja a la que respondió de un modo interesantísimo. Le preguntó el periodista: “¿cuál es su mayor ambición?”. Si nos detenemos un minuto en la pregunta se advertirá enseguida que es difícil la pregunta porque es difícil saber cuál es la mayor ambición. Uno tiene ambiciones, pero ¿la mayor? Él respondió esto: “mi mayor ambición es llegar a ser un hombre del siglo XX”. El reportaje transcurría en una tarde de primavera de la década del 70. La respuesta es atinadísima porque no hay nada más difícil que ser coetáneo de la época y de los problemas de la época en que se vive. Hacer de los problemas de nuestro tiempo problemas propios en el sentido de personales. Entender que los dilemas de nuestra época nos atañen íntimamente y no solo que nos afectan, coyuntural o circunstancialmente; llegar, en suma a entender que lo dilemático de nuestro tiempo es lo más hondo de nuestra autobiografía, es una ambición. Difícilmente un logro. ¿Cuál es su mayor ambición? Llegar a ser un hombre del siglo XX, es decir, alcanzar un alto grado de contemporaneidad. No pertenecer a mi tiempo por la obra azarosa e impersonal de la biología. Nadie puede jactarse de haber nacido en el siglo XX porque nación en 1949, eso es una fatalidad de la biología no es un atributo personal. Entender que se pertenece a una época porque sus problemas nos convocan a la autoexploración me parece que es una ambición legítima y paradójicamente un fracaso deseable. Quiero decir, como es altamente imposible alcanzar un grado superlativo de contemporaneidad, el fracaso en esa tarea nacido del empeño en llevarla adelante es un logro. El fracaso patético es el que nace de prescindir de ese esfuerzo. De modo que en principio, y ateniéndome a lo que Ronald Barthes propone, yo diría que un hombre educado, en el sentido genérico del término, es aquel que aspira a ganar actualidad. Claro que el término se presta a equívoco también porque el afán de actualidad muchas veces nos arroja en la catarata de lo puramente circunstancial y de lo efímero y de lo meramente momentáneo. La actualidad a la que me refiero tiene que ver con la posibilidad de discernir en qué cuestiones emblemáticas se juega el problema del presente. Como no es posible ser exhaustivo en esto de determinar en qué dilemas emblemáticos se juega el problema del presente, sí en cambio se puede aspirar a ampliar el campo de nuestra percepción. Me parece que es tarea de la educación, tarea primordial de la educación, ampliar el campo perceptivo de lo problemático. Yo me animaría a llamar culta a una persona cuyo campo perceptivo de lo problemático aspira a verse ampliado. Es decir, que evidencia a esa persona afán de ensanchamiento problemático en el abordaje de sus problemas, quiere mejores problemas. Un hombre interesante no es un hombre que no tiene problemas, un hombre que no tiene problemas es un difunto y lo ignora. Un hombre interesante tampoco es alguien que tiene problemas originales (desde el punto de vista psicopatológico la originalidad desemboca en el delirio); un hombre interesante es alguien que tiene un vínculo interesante con los problemas que tiene todo el mundo. La originalidad entonces pasa mas bien por la índole de la relación. Originalidad no buscada en términos estelares sino en respuesta a un desvelo profundo por entender un poco mejor de qué se trata. También, fue un francés el que me brindó el otro epígrafe de esta conversación que estoy manteniendo y voy a desarrollar con ustedes: Miguel de Montagne, un hombre que vivió en el siglo XVI y que en uno de los textos a los que denominó ensayos, dice: “yo escribo ensayos porque no hago pie”. Leámoslo a la inversa: yo escribo tratados y monografías porque hago pié, avancemos un poco más. Yo tartamudeo porque no sé como hablar de lo que me importa. El ensayista, eso que Galileo Galilei llamaba il saggiatore es un tartamudo. Si no fuera un tartamudo sería contundente en su expresión y desplegaría de manera exhaustiva sus ideas de tal forma que al leerlas tenemos la experiencia fascinante de la claridad ultima. Pero es un ensayista hombre de opacidades. No entiende demasiado bien que quiere decir, y acaso escriba para tratar de decir que dice. Ensaya, no hace pié, tiembla. Cuando se lo lee se tiene la impresión de estar ante alguien que trata de constituirse y no ante alguien que está constituido. Remonten la tarea al siglo XVI y advertirán la originalidad de lo que Montagne emprende. En una época en la que los hombres abrían la boca para decir todo lo que sabían, él la abre para tratar de saber que quiere decir. La originalidad exige mucho coraje, porque es difícil estar solo. Ahora el que busca la soledad por la soledad no es original, quiere serlo. La auténtica soledad nace del hecho de descubrir que está uno embarcado en una tarea que no cuenta 2 todavía con una anuencia generalizada, ni con un consenso amplio y a la que no puede renunciar porque como decía Stendhal “no hay nada más hermoso que tener por oficio la propia pasión”. Ese es el otro epígrafe de esta conversación. Escribo ensayos porque no hago pié, es decir, no termino de asentarme en lo real, acaso porque lo real no brinda asentamiento. Escepticismo, agnosticismo, no. Coincidencia de la complejidad de las cosas. “¿Está contento usted consigo mismo le pregunta un heterónimo de Pessoa a otro?. No, le responde el segundo; no estoy contento conmigo mismo, estoy contento. Es más prudente. Normalmente no sabemos porque la alegría se adueña de nosotros y cuando tenemos demasiados motivos para saberlo es porque son muy egoístas. La gran alegría es sin fundamento, es insolente, se adueña de nosotros, nos abraza, nos sacude y nos muestra que los motivos que la inspiran no tienen que ver con causas sino con enigmas. Hay que saber estar distraído. Entonces, convencido de que el conocimiento es posible e insuficiente, de que es indispensable que sea insuficiente cuando parece suficiente; porque salvar al conocimiento de la suficiencia es salvarlo del dogmatismo. Convencido de que la ignorancia es un altísimo atributo del saber y no el preámbulo del conocimiento propondría en esta conversación que aprendamos a ignorar. En aquel sentido eminente en que Nicolás de Cusa hablaba de la docta ignorancia. De la que se gana mediante las complejidades que el saber brinda. Albert Einstein, seguramente un autor frecuentado por muchos ustedes, dijo esto: “la auténtica estirpe de un físico no la prueba el hecho de que se interese por el conocimiento de las leyes sino el hecho de que manifieste perplejidad porque las hay; el primero es un experto, el segundo un ser humano”. Quien se ocupa de las leyes sin manifestar perplejidad porque las hay se pierde lo esencial del conocimiento que es la ignorancia. El fruto fundamental del conocimiento es la ignorancia que relativiza el alcance de nuestro saber y en esa misma medida nos invita a convivir, porque convivir es haber advertido que no tenemos el monopolio de la razón. La política y el conocimiento en este sentido están profundamente emparentados. No hay auténtico conocimiento si no hay profunda vocación cívica. No son lo mismo pero van de la mano. Están emparentadas, están vinculadas. Yo titulé a esta propuesta “Sentido y riesgo de la vida cotidiana” porque hace algún tiempo me pareció que sobre la vida cotidiana suele caer una condena desmedida. Quizás estimulados por una ensoñación romántica que en todos nosotros es legitima pero que a veces es abusiva, aspiramos a la aventura, a lo inédito, a lo desconocido, a liberarnos del peso de lo frecuentado y de lo familiar. No está mal, y así debe ser también. Pero tal vez convenga cada tanto recordar las deudas que todos nosotros contraemos con el sentido común, con la vida cotidiana, con la previsibilidad, con lo que pareciera gobernado por el bostezo de la costumbre; y evidenciarle nuestra gratitud. Sin aspirar a ser exhaustivo, lo menos que uno puede decir es que mientras que el hombre no fue sedentario, mientras estuvo sujeto a fundar la vida todos los días, vivía inmerso en una aventura crónica, en una aventura que a fuerza de ser constante resultaba agotadora. Piensen nomás ustedes que si para salir a cazar aspirando a tener éxito era imprescindible dibujar en el interior de las paredes de la caverna cada vez que uno salía el cuerpo del bisonte que uno iba a atrapar porque de lo contrario si el dibujo no estaba bien hecho no había bisonte cazado; y después que uno lo cazaba, al día siguiente o a la semana siguiente, tenía que volver a dibujar otro porque el primero había servido para una cacería sola, entonces estamos en un génesis completo. 3 Una vida que está obligada a refundarse todos los días condena al desconocimiento. ¿Por qué? Porque no hay capitalización de la experiencia. Cuando el hombre descubre la vida sedentaria empieza a fundar la cultura en el sentido cabal, es decir, el aprovechamiento del saber, la previsibilidad y lleva adelante ese fenómeno extraordinario en nuestra especie, tan única en ese sentido que es poder operar con dimensiones del tiempo no inmediatas. El mediano y el largo plazo, la conjetura, el futuro imperfecto, el condicional. ¿Se dan cuenta ustedes la maravilla que es el condicional como tiempo verbal? La sutileza espiritual que supone el hecho de poder manejarnos con tiempos verbales que remiten a instancias virtuales de la temporalidad? Todas esas sutilezas del entendimiento que son las primeras que permiten construir mundos virtuales no solo hablan de aquello con lo que el hombre sueña sino del hecho fantástico de que el hombre es fundamentalmente un conjeturador. Un ser que se mueve en el plano de la hipótesis, del esfuerzo por reconciliar lo inmediato con lo mediato, lo diurno con lo nocturno, lo cercano con lo que está lejos. La vida cotidiana es uno de los triunfos más fabulosos de la especie humana. Saber hasta cierto punto que tenemos que hacer el miércoles que viene es un alivio. La realidad se ocupa con bastante insistencia de desmentir el sueño de que sabemos todo lo que va a pasar el miércoles, y tampoco esta mal. Pero poder prever hasta cierto punto, contar con un horizonte despejado mas o menos en ordenes imprescindibles (como suponer que esta charla no se va a desarrollar en finlandés, es en español), contar con la estabilidad del suelo que tiene debajo los pies, sin exagerar por supuesto, pero presintiendo que uno saldrá de donde entró; todo eso que configura la previsibilidad de lo real es un territorio ganado a la incertidumbre de existir. No tan afianzado como para que el hombre pueda desconocer el hecho de que tiene que construirse incesantemente, pero suficientemente ganado como haber dejado de ser, en el sentido estricto, un primitivo. Las más grandes aventuras espirituales que el hombre puede desplegar requieren un alto grado de probabilidad objetiva, una mesa bien afianzada, una ventana luminosa. Quiero decir, cuanto mayor es la estabilidad contextual con que en términos relativos contamos, es posible emprender grandes aventuras interiores destinadas a explorar zonas oscuras de la realidad. Necesitamos esa estabilidad. No creo que solo en ella sea posible desplegar una aventura creadora, pero en ella es siempre posible desplegarla porque estamos llamados a poder concentrarnos con más facilidad en lo ignoto, en lo desconocido que nos importa, cuando podemos presuponer un cierto grado de familiaridad contextual. La conquista de la vida cotidiana en el caso de la creación sea del campo que fuere de la ciencia, el arte, la filosofía; la conquista de la vida cotidiana es posiblemente un recurso básico para poder interrogarla con un alto grado de espíritu problemático. Fíjense, por ejemplo, toda vez que alguien necesita pensar (y convengamos que necesitamos poco pensar, no es un hábito muy difundido), pero normalmente se puede decir que aprender a pensar significa arriesgarse a la inestabilidad semántica. Y como mínimo correr el riesgo de no saber qué significan plenamente ciertas cosas. Frecuentar la ambigüedad semántica de lo real, buscarla y tolerarla. Todo esto tiene que estar altamente compensado por grados de estabilidad relativa en otros ordenes que nos permitan entrar y salir en busca de esa inestabilidad. Un gran físico también (uno de los buenos físicos con que contó Inglaterra en el sigo pasado), Lord Ellington formuló una de las bromas más sutiles y hondas que yo conozco en relación a lo que es la estabilidad y la inestabilidad del conocimiento; dijo muy británicamente esto: “todo físico sabe que su mujer es un conjunto de átomos y de células ahora bien, si la trata así la pierde”. Dentro del laboratorio esta muy bien, pero la vida ocurre también afuera y con alguien hay que cenar. Quiero decir, la realidad que se deja aprehender en ciertos términos en un 4 determinado campo de significaciones prestablecidas o axiomáticas pide su reconfiguración incesante en otros ámbitos, y quizás unos de los dilemas más serios de nuestro tiempo son cómo nos cuesta salir del laboratorio o en otros términos más tangueros, dejar de perder mujeres. Claro porque el experto suele idolatrar a tal punto la suficiencia del repertorio de conceptos y criterios con que opera que fuera del marco donde ese desempeño es idóneo no tiene nada que decir. Así aparecen los que dicen “síganme” , y se lo sigue. Quiero decir, estabilidad y suficiencia y especialización son requisitos indispensables de la vida moderna. Inestabilidad, vocación integradora entre el propio campo de saber y aquellos que presuntamente no nos atañen es posible uno de los mandamientos cívicos de la época. Sobre esto entonces y a partir del reconocimiento de lo que la vida cotidiana con su estabilidad tiene de fecundo me gustaría asomarme ahora a alguno de los riesgos de la vida cotidiana. El primero de los riesgos que creo que corremos es que nosotros somos posibles antes que reales. A diferencia de otras especies, la nuestra está integrada por especimenes que viven constituyéndose. La naturaleza, la biología, no han dado cuenta de nuestra identidad. Todos ustedes saben que ningún canguro se empeña demasiado en serlo. No hay en nuestras hermosas ballenas, hasta donde sabemos, afán de trascendencia. La biología se ocupa de todo, el animal no pone empeño en madurar, ocurre que madura, algo, un algo insondable, se ocupa de que madure. No es nuestro caso. Nosotros si no ponemos empeño en ser nos deshacemos. Una mujer, un hombre son tarea. Tarea incesante. Y cuando se sepulten nuestros restos se sepultaran los restos de una tarea, que quedará fatalmente incumplida, porque en nuestro caso es imposible ser. Si por ser se entiende consumarse al no pertenecer por entero al campo de la biología y de los imperativos de la naturaleza como tal, estamos liquidados, no podemos ser. Y entonces, ¿qué podemos?. Podemos insistir, mas que existir el hombre insiste, es uno que insiste. Tiene sed de constitución. El mito de Sísifo, que seguramente ustedes conocen bien, dice bastante de esta insistencia: “no logramos sostener la piedra en la cima del monte para que no vuelva a rodar por la ladera, insistimos en volver a buscarla para llevarla allí, en eso se nos va la vida que no cesa porque la piedra vuelve a caer, pero el hombre tampoco cesa porque la vuelve a buscar. Pero ¿no es esto absurdo?. ¿Qué sentido tiene tratar de alzar una piedra que no deja de caer?. Se trata de averiguar que sentido tiene. Lo que es cierto , es que evidente ese sentido no es; y en la medida en que lo buscamos lo construimos y somos. Si el hombre fuera, como creo, un ser que esencialmente insiste, entonces debe vivir combatiendo contra la ilusión de haberse constituido de una buena vez. El que se jacta de saber quien es, claudicó, porque nada como muy bien lo dice Popper en relación a los problemas del conocimiento “nada nos amenaza más en nuestra idiosincrasia espiritual que la suficiencia del saber”. Ahora, ¿cómo librarnos de ella si tenemos una nostalgia infinita de la inscripción a la naturaleza?. Todos los totalitarismos, de derecha o de izquierda, todos; vienen a satisfacer una profunda nostalgia: la de quedar inscriptos de una vez por todas en un campo semántica inequívoco del que no debamos ser responsables mediante interpretaciones. Ya está. Entendimos además hay un fürer que piensa por nosotros. ¡Qué alivio infinito!, No tener mas que extender la mano así, para sentir que hemos comprendido. Esta vocación siniestra y secreta palpita en todos nosotros siempre y si no vivimos combatiéndola se adueña de nosotros. Las guerras, como decía Wualdo Frank, (ese pensador norteamericano maravilloso que visitó este país en los años 30 y 40), y lo decía de modo muy hondo: “la guerra es un enorme alivio”. Uno sabe por fin de que lado esta el mal, sabe que ha tenido la fortuna de estar del lado del bien, puede matar sin culpa porque en el fondo lo que elimina no existe y muere heroicamente porque muere defendiendo lo mejor. La guerra nos alivia en la misma medida en que nos 5 destruye. Y por eso Freud era muy escéptico ante la pregunta que Einstein le formulaba acera de sí era posible terminar de una buena vez con “eso”. Nuestra especie en suma, a esto iba desde hace unos minutos, está integrada por seres enigmáticos, que no tienen identidad, quieren tenerla. Aspiran a construirla. En parte lo logran, y más lo logran cuando tratan de desembarazarse de lo que puede haber de conclusivo en la identidad alcanzada. Como esta es una tarea infinita, el optimismo no puede provenir de la presunción de que la lograremos, es decir que la llevaremos a cabo, el optimismo proviene mas bien de la convicción de que es posible desembarazarse periódicamente de lo que impide seguir desarrollándola. El hombre es libre, no cuando es dueño de sí, sino cuando advierte de qué es dueño y en manos de quién está. Hegel decía que la libertad es la conciencia de la necesidad. Pero también podemos presumir que la libertad es la comprensión que alcanzamos en el sentido de saber en que está hipotecada nuestra conciencia critica, que la tiene maniatada, que le impide desplegarse. Cada vez que advertimos que impide que nuestra conciencia critica se despliegue somos libres. Libertad paradójica porque no consiste en la obtención plena de lo que queremos sino en habernos desembarazado de lo que nos impide querer mejor, con mas plasticidad. Todo esto remite a la idea de que el riesgo aparece en el orden de lo que podríamos llamar la retórica, la elocución, asociada a un concepto que me gustaría exponerles para después pasar al centro de lo que les quiero plantear. Ese concepto es un sustantivo, la pregunta ¿Qué significa preguntar?. Heidegger tiene un libro que se titula ¿Qué significa preguntar? . Nuestro tiempo no es demasiado original en la convicción de que las respuestas son más importantes que las preguntas. Todas las épocas han aspirado a contar con respuestas y en lo posible inequívocas, y en el mayor número de ordenes posible; porque realmente la idolatría es una necesidad del hombre pero preguntar quizás es más decisivo que responder. Las preguntas no vienen antes de las respuestas, son el estado de estallido en que una respuesta se encuentra. La explosión de una respuesta se llama pregunta. Las verdaderas preguntas, en consecuencia, no son triviales. El que quiere saber qué hora es, no pregunta nada porque la respuesta está constituida de antemano es algo que él ignora pero otro lo sabe. Las verdaderas preguntas no están precedidas por un patrimonio de respuestas aplacatorias. ¿Quién soy yo?. ¿Qué es el tiempo?. ¿Qué significa morir? ¿Qué quiere decir soy una mujer? ¿Soy un hombre? ¿Qué es el lenguaje?. Estas son preguntas. ¿Porqué? Por que las debe reasumir con responsabilidad todo aquel que insista en ser. En la convivencia con estas cuestiones es posible que uno se haga cargo de sí mismo como una pregunta. Un signo indescifrado somos, dice Hölderling. Y acaso, resolver nuestra vida no signifique descifrarlo sino soportarlo. Si insistimos en leer poesía y en escribirla es porque necesitamos pasar muchas veces de la claridad convencional a la opacidad verdadera. Y la poesía nos provee opacidad verdadera, esa penumbra donde la luz y la sombra se integran para configurar y para desfigurar los perfiles de las cosas. La poesía nos salva de la obviedad. Y sin duda la matemática también. “El binomio de Newton es tan hermoso como la Venus de Milo, lo que pasa es que muy poca gente se da cuenta”, dice Pessoa. Hay que tener oído para la matemática y para la poesía también, pero de todos modos e independientemente de la poesía y de la matemática, aprender a escuchar significa estar preguntando. Si las preguntas son el estado en que se encuentra una respuesta cuando se ha fisurado y se ha quebrantado ir en busca de preguntas es descubrir que el conocimiento tiene una forma muy particular de progresar. Y este es quizás, uno de los dilemas de nuestro tiempo; el primero de los cuatro que voy a mencionar, que valga la pena tener en cuenta. 6 ¿Qué es el progreso?. No estamos en 1860. Augusto Comte ya no sonríe. La presunción de que a medida que el desarrollo racional del hombre se afiance, el progreso estará instalado en la tierra y todos los problemas podrán darse por encauzados, por lo menos, no nos acompaña. El malestar en la cultura, del que Freud nos habló ya hace mas de medio siglo, es hoy para nosotros una evidencia palpable. Estamos delante de la extraordinaria evidencia de que el desarrollo tecnológico no es en sentido estricto el del hombre. Sin el no podemos vivir. Pero el no basta para vivir bien. ¿Qué es el progreso entonces?. Laibnez en el siglo XVII escribió unas páginas encantadoras e ingenuas donde él decía que su generación sabía mucho más que la anterior, y que la de sus hijos sabría mucho mas que la de él, y la de sus nietos mucho más que la de sus hijos; y que llegaría un momento en que el saber desplegado de manera admirable y plena le brindaría al hombre el dominio de sí mismo. Ahora, ocurre que quizás no hay sí mismo, porque si el hombre es uno que existe que querrá decir que se conoce. Hoy vemos un fenómeno extraordinario: es posible que un hombre con mentalidad medieval se lance con un avión contra una torre o que un hombre con mentalidad medieval lance la refinadísima artillería de la tecnología bélica de punta contra una nación. Interesante, no?. Esta confluencia entre primitivismo y refinamiento, porque por más dogmática que sea la mentalidad de un fundamentalista para manejar un avión hacen falta muchos conocimientos, mucha tecnología. Y para barrer con una nación a cañonazos hacen falta dos cosas una gran tecnología incomparablemente desarrollada y una cabeza de enano. Esta confluencia vendría a decirnos que el progreso en principio, no es el resultado de lo que sabemos o del saber que conquistamos. A diferencia de lo que ocurría en los tiempos del positivismo en el cual se presumía que el progreso, digamos sobre una superficie como esta mesa, iría de izquierda a derecha barriendo con todo lo que ignoramos y repoblándolo con saber; a diferencia de esta idea, hoy sabemos que se progresa en la medida en que se descubren incógnitas inéditas junto con las soluciones que se consigue aportar. Progresar es descubrir nuevos campos desconocidos al unísono que aclaramos determinados campos. El que no tiende hacia lo desconocido no ingresa a lo conocido. El verdadero progreso es el que se pone entonces a salvo de la transparencia mediante la inclusión de una penumbra indispensable como consecuencia del mismo desarrollo que buscamos. Si progresar es abrir nuevos campos, campos inéditos de lo incógnito mediante el conocimiento que vamos ensanchando, mediante el discernimiento que vamos ganando entonces el progreso nos enseña en un orden ético extraordinariamente interesante que constituye un valor para nuestro tiempo. La aprehensión de nuevos campos incógnitos de dilemas insospechados mediante el avance del conocimiento que podemos realizar, que lo real multiplica su complejidad a medida que lo aclaramos, es algo profundamente misteriosa. Los astrónomos de esto entienden mucho. Martín Buber, el gran filosofo judío de lengua alemana, escribió en un texto juvenil lo siguiente: “Sentí que enloquecía cuando intenté pensar estas formulas de las ciencias físicas, habito un universo infinito en expansión”.Tratemos aunque solo por un segundo de hacernos cargo de lo que esto significa “un universo infinito en expansión”.Una de dos grita el sentido común o infinito o en expansión. Pero no, la ciencia nos trae un evangelio, es decir, una buena nueva. Aguante mi amigo, Aguante. Porque es infinito y esta en expansión, y que Dios le ayude a soportar lo que puede pensarse, aunque usted no lo entienda. La ciencia así entendida es liberadora, porque le devuelve complejidad a lo real. Y como el hombre esta amenazado por una vocación calcárea de ser por dentro tan duro como por fuera e inequívoca por fuera como por dentro, el conocimiento entendido como progreso, es decir como producción de incógnitas que resultan de lo discernible que se puede alcanzar es liberadora. Es salvación. No hemos aprendido, no obstante todavía, a convivir y acaso no lo aprendamos nunca con esta nueva idea del progreso. 7 La caída de las utopías que han tratado de trasladar al interior de la historia el concepto de redención de la especie de una manera definitiva. La imposibilidad de acantonarnos en un concepto del progreso que nos ponga a salvo de la incertidumbre y limite lo desconocido a la índole de los objetos por conocer. Estas imposibilidades que nos han empujado a la idea del progreso como una recaída fecunda en el campo de lo imponderable todavía es para nosotros un hábitat difícil. Sin embargo, ya ha sido gradualmente discernido como el único donde podríamos ampararnos de lo equivoco. Hay un dilema más, y este muy cercano a la casa donde estamos: es el de la naturaleza. Durante centenares de miles de años el hombre luchó para abrirse un lugar en la naturaleza denodadamente, y a ese esfuerzo se lo denomino cultura. No ser devorado por el entorno. Instalar un claro en medio de la espontaneidad de lo natural. Administrar lo natural, gerenciarlo, como se dice hoy ( en mal castellano pero se usa mucho). Por primera vez en la historia de nuestra especie la situacion se ha invertido y hoy es indispensable hacerle un lugar a la naturaleza en el mundo del hombre. Es una experiencia a la que no estamos habituados. Es nueva. Resulta que la naturaleza quiere vivir en el mundo nuestro. La insolente, ¿no?, Porque desde los años iniciales de la modernidad allí estaba ella a nuestra disposición, allí fuimos en busca de ella, la tomamos como se toma lo que se quiere tener y la pusimos a nuestro servicio. Quinientos años hace que la naturaleza esta a nuestro servicio. Pero de pronto venimos a advertir que su desgracia, su agonía, su envilecimiento, su prostitucion, es la nuestra. Que somos lo que le pasa al entorno. Radicalizando el planteo: que mi cuerpo no termina donde esta mi piel, que se extiende a esa alteridad, a esa otredad, que en principio yo llamo lo ajeno. Ocurre que soy el rió, pensamiento arcaico, muy antiguo, está entre los griegos más remotos, entre los judíos de la Biblia, entre los babilonios, hoy vuelve. Esta idea de que uno no es lo que no es. Y que más vale que uno se ocupe de sí, es decir del otro, de lo otro. La imagen del conquistador, del poseedor, del doblegador, del abusador hoy esta en tela de juicio. Si yo soy lo que me rodea entonces no hay entorno solo hay intimidad. En esencia todo movimiento ecológico, todo esfuerzo preservacionista nace de una ontología nueva que es la idea de que uno es lo otro. Esto es tan nuevo, esto es tan incipiente, tan virginal todavía, que no alcanzamos a comprender el renacimiento virtual que implica como revolución la posibilidad de que el hombre se reconozca en lo que se desconoce. Es un dilema contemporáneo, es un problema de nuestro tiempo que no han tenido las sociedades que nos precedieron. Y nos atañe tan hondamente, y está tan íntimamente comprometido con nuestra propia subsistencia que la redefinición del entorno exige que dejemos de considerarlo como mero objeto de uso. Exige que entendamos que se trata, lo voy a decir con toda intención, de alguien, no de algo. Y que advirtamos que el afán exterminador con que el hombre ha operado en relación con el entorno responde a una profunda vocación fanática que está unida a la idea de exterminar la diferencia como modo de afirmar la mismidad y una presunta identidad homogénea donde no quepa la fisura de ningún lapsus, de ningún matiz, de ninguna otra singularidad, porque el hombre vive aterrado por la diferencia. Es bueno saberlo, la diferencia no es solo la que el otro encarna o lo otro encarna, yo no soy uno. Si es conveniente ser un poco improbable. Una mirada cabal sobre nosotros mismos nos evidencia nuestra irreductibilidad a lo uno, a lo mismo. Claro que todo eso lo contrarestamos con curriculums, títulos, espejos y seres complacientes que nos dicen qué únicos que somos: el narcisismo hace su tarea quiero decir. Y esta bien que la haga en alguna medida. Pero aprender a desconocernos es aprender a reconocer la presencia de una alteridad que al haber sido meramente objetivada y extenuada en el abuso del uso termino por comprometer la calidad de nuestra propia existencia. De tal manera, entonces, que este otro dilema junto con el progreso, el problema de la nueva significación del lo natural no es tarea de especialistas, lo necesitamos 8 sin duda alguna necesitamos expertos en todos los campos, pero básicamente una cosmovisión que entienda que lo que esta en juego no es una actividad, sino un concepto de vida una valoración de la existencia. El tercer dilema esta muy unido a todo esto y atañe al sentido y al riesgo de la vida cotidiana, que es el conocimiento simplemente el conocimiento. Nuestra situación es exactamente inversa a la de la alta edad media. En términos epistemológicos, hoy nos encontramos en las antipodas de la alta edad media. La alta edad media es un momento en el cual tenemos por una parte una profunda fragmentación geopolítica a la que se conoce con el nombre de feudalismo; y una enorme energía puesta en el intento de construir una cosmovisión unitaria que es el pensamiento judeo-cristiano. El catolicismo empeñado en la construcción de una cosmovisión que le dé unidad, que enhebre las partes geopolíticamente desarticuladas en una concepción axiológica y teológica de la vida humana. Nuestra situación es exactamente lo opuesto. Hoy hemos alcanzado un altísimo grado de interdependencia entre las partes constitutivas de nuestra realidad (lo cual no quiere decir ecuanimidad precisamente) pero un alto grado de interdependencia por vía del desarrollo comunicativo, pero asistimos a una orfandad cosmovisional extraordinariamente profunda. La segmentación, el feudalismo impera en el campo del conocimiento. Cada uno está en lo suyo. Además no hay tiempo para otra cosa. Uno tiene tanto que leer sobre cada vez menos. Y bueno qué va a hacer ¡uno no es Leonardo da Vinci! . Este argumento surge con la rapidez con que Randolph Scott en las películas de cowboy que yo veía desenfundaba: “Uno no es Leonardo da Vinci”. Enfundemos, enfundemos. No se trata de ser Leonardo da Vinci, aunque uno se moriría de ganas, pero se trata de entender que la universalidad de la que hablamos. La cosmovisión integradora que proponemos, no es la que resulta de tener el monopolio exhaustivo de la totalidad de los conocimientos disponibles en todos los campos posibles. No. Esto no es imposible ni (fundamentalmente) aconsejable. No es aconsejable. ¿De qué se trata entonces?. Se trata de entender que las formas de conocimiento en los campos que sean tienden (si bien se las ve) a enfatizar una relación con el conocimiento y con la verdad que es parental, es decir, que esta presente en la totalidad de los campos. Lo que un químico tiene que conocer no es lo que un poeta tiene que conocer, pero en el modo de conocer se juegan modalidades de percepción y lógicas de comprensión que guardan paralelismos sorprendentes y que deberían ser enfatizadas para que supiéramos a donde vamos con el conocimiento. Porque hemos acumulado mucho y seguimos sin saber a donde vamos. Entre los contenidos manifiestos de los campos de saber y las modalidades perceptivas de la razón operante hay diferencias indispensables y cercanías que urgen con su llamado que le prestemos atención. Esto remite a la idea de que la verdadera cultura no implica el dominio amplio y profundo de un determinado campo. Yo conozco violinistas extraordinarios que no tienen la menor cultura. Y Lord Ellington nos hablaba de físicos que tampoco la tenían. De que se trata entonces, ¿qué es la cultura?. El refinamiento con que hablamos de poesía. No. La cultura es la conciencia del parentesco que hay entre las maneras y los campos del conocimiento. Poca gente culta en consecuencia. Pero al mismo tiempo una espléndida tarea que esta unida a la educación por delante. Culto el que cultiva, el que enhebra, el que reúne, el que convoca, el que congrega, el que aspira a la interdependencia, el que tiene vocación orquestal. Hemos pasado entonces de la concepción de la cultura entendida en su sentido más convencional como el dominio que alguien tiene de un campo de saber a la reducción de los campos de saber en manos de los expertos; y con ello al descubrimiento de que entre ética y eficacia no hay relación. Porque si de ser eficaces se trata Auschitz es un ejemplo inmejorable, y se los dice un judío. Si de eficacia se trata, si de 9 manipular con idoneidad técnica se trata la tecnología, pues ahí la tenemos. Liquidar seis millones de personas en cuatro años es una hazaña, y con esa limpieza!. Entonces de que se trata. Es posible reconciliar a la ética con la eficacia?. No lo sé, es indispensable. Es indispensable. Es probable que la ética y la política jamás equivalgan pero que debe vivir advirtiéndole a la otra que no es suficiente. Civismo y cultura, entonces son este procedimiento, este anhelo, este afán de búsqueda de interdependencia. Queda en consecuencia un ultimo dilema por exponerles: El de la guerra. La guerra. También es un fenómeno típico de nuestro tiempo el hecho de que se produzca hoy algo inédito en el pasado. Normalmente las naciones del pasado que disponían del mas alto nivel de desarrollo tecnológico eran las que tenían asegurado el exterminio del adversario porque podían aplicar ese despliegue tecnológico en toda su intensidad. Ocurre que hoy estamos enfrentados a un fenómeno que planteado no sin sí mismo podríamos enunciarlo así. Hoy podríamos volar la tierra porque tenemos una tecnología espléndida para hacerlo pero el problema es que desaparecería la figura del vencedor también. Y matar es cautivante en la medida de que alguien pueda jactarse de haberlo hecho. ¿Cómo hacemos para no emplear lo que podríamos emplear, asegurar al mismo tiempo el deleite de seguir matándonos con regularidad y sostener la figura del vencedor. Si la tentación de emplear lo que esta ahí es tan grandecería tan sencillo. ¿Si la guerra fría ha terminado qué es lo que ha empezado?. ¿Que cultura es entonces indispensable para entender qué significa el hecho de que estemos en condiciones virtuales de volar la tierra?. No sé si es posible volver atrás, pero me parece que es necesario tratar de entender que hacia delante nos espera algo sumamente terrible. Albert Camus, sostuvo en 1949 esto: “se trata de elegir entre las balas y las palabras, el que opte por las palabras esta loco, el que opte por las balas es un asesino, pero se hace indispensable decidir cual de los dos errores tiene mas porvenir”. Sentido y riesgo de la vida cotidiana. Problemas que nos atañen, que se cruzan y entrecruzan con nuestra vida de todos los días. A los que prestamos mas o menos atención según la urgencia con que vivamos, según la gravedad de lo que nos acose. Pero sin duda alguna, diría yo, una época ventura. Venturosa porque es la época del predominio de la pregunta, de la imposibilidad de desentendernos de que se hace indispensable volver a preguntar porque la modernidad ya no tiene respuestas suficientes. Epoca de aventura, época de riesgo, época dificilísima sin duda. Pero en la que vale la pena recordar, tal vez, aquella convicción que tenía Jean Paul Sartre cuando decía “no importa lo que la historia ha hecho del hombre sino lo que el hombre hace con lo que la historia hizo de él”. No se trata, en ultima instancia, diría yo, de ser optimistas sino de advertir que la esperanza (que es lo que bien vale la pena ser hombres y mujeres esperanzados) la esperanza no surge del hecho de que tengamos convicciones sustentables que nos indicarían que el porvenir puede ser mejor. La esperanza surge del don de la indignación. Sepamos indignarnos por la escasa calidad espiritual de buena parte de la vida que llevamos. No se trata de emprender una cruzada que ponga fin a los conflictos sino que los enriquezca que les dé mas magnitud espiritual. Todo eso se llama, para mí, tener vocación de porvenir: no nace de la idea que vamos a llegar a donde queremos sino de que no vale la pena seguir donde estamos. Muchas Gracias. 10