Publicación - Accésit

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XXVII Concurso de Cuentos “Villa de Mazarrón”
- Antonio Segado del Olmo 2011
CORAZÓN AMARILLO
TERESA NÚÑEZ GONZÁLEZ
ACCÉSIT
El 15 de Julio de 2011,
el jurado del Concurso de Cuentos
Villa de Mazarrón - Antonio Segado del Olmo,
compuesto por Gustavo Martín Garzo, Lola Gracia
Martínez, Rafael García Castillo, Soren Peñalver,
Fina Tafalla Brotons y José María López Ballesta,
otorgaron el Accésit de la vigésimo séptima edición
al cuento titulado Corazón amarillo, de
Teresa Núñez González.
Teresa Núñez González nació en Madrid, en
1941. Publica por primera vez a los catorce años en la
revista poética Arquero y a los diecisiete, su primer
relato en el semanario Blanco y Negro. Durante más
de veinte años se dedica a la novela de bolsillo,
editando con Editorial Bruguera y Editorial Rollán más
de doscientos títulos del género Oeste y sentimental
bajo los seudónimos de Paul Lattimer y Vicky Doran
respectivamente.
Colabora como crítica de poesía en el
Taller Fuentetaja de Madrid y como columnista en el
Diario Metro Directo, apareciendo sus columnas
durante cuatro años en Madrid, Valencia, Barcelona y
Sevilla.
Posee numerosos premios de narrativa
entre los que se cuentan Internacional Lena, Círculo
de Lectores, Emiliano Barral, Barcarola, Alfonso
Martínez- Mena y Julio Cortazar.
CORAZÓN AMARILLO
Y de tanto no responder
tengo el corazón amarillo.
Pablo Neruda
Muerde con fuerza el paño de algodón húmedo. Es una
protección rudimentaria, aunque da resultado. A su resguardo quiere
ignorar el vaho espeso de las fumarolas pero lleva los ojos enrojecidos, los
hombros labrados a fuego por cicatrices hondas. Resbala el lodo bajo sus
pies en la empinada cuesta. Entonces se alegra de llevar sus botas de goma
y se dice que es un minero afortunado. La mayor parte de sus compañeros,
descalzos o con unas simples chanclas, le preceden en la larga fila que
asciende como una serpiente perezosa hacia el cráter del Ijen. A Akbar,
estas botas le han costado el salario de una jornada entera y ahora no se
desprendería de ellas ni siquiera a cambio de un plato de soja. El hambre es
algo natural y se soporta. Lo ha aprendido desde muy pequeño. A los
veintinueve años, menudo y escuálido como casi todos los trabajadores de
Kawah Ijen -los esclavos de Kawah Ijen-, tiene una gran experiencia en esto
del hambre. Empieza por ser una mordedura caliente en lo más profundo.
El estómago se vuelve de papel, se pliega como si sus paredes se adhiriesen
unas a otras. Luego viene la debilidad de los músculos. Algunos dicen que
se pasa en los fumaderos de opio de Yakarta pero no es cierto. Con el opio,
el hombre se convierte en una brizna. No desea moverse ni pensar. Es un
muñeco desarticulado que dormita sobre una estera o un diván sucio.
Akbar no ha estado nunca en un fumadero, aunque sabe lo que allí ocurre y
quizá hubiera caído en alguno de no conocer antes a Malam. Debe admitir
sin pudor que ella es un hermoso regalo ofrecido por la vida cuando su
esperanza, tan mermada que apenas podía sostenerle, no tenía nombre
alguno.
Lo piensa de pronto. Piensa en Malam, en sus hijos Imam y Sari. Le
viene a la memoria esa pregunta que quiere apartar siempre de su cerebro.
Le viene como un eco y lo mismo que un eco parece rebotar en las paredes
de su mente. "¿Cuándo lo vas a llevar contigo?" Y es la propia Malam la que
pregunta. Con miedo, con un hilo de terror apretado a la garganta. Él mira
a la mujer y la ve tan frágil como un pequeño animal herido. Malam se
mueve por la choza igual que por su vida, sin apenas levantar rumores. Sin
embargo, su presencia es una brasa siempre viva, una luz que fosforece en
medio de la noche y encuentra la verdad de las cosas, la razón para seguir
adelante. Esa misma mañana la ha visto dormida sobre la estera trenzada
del lecho. Abrazando a Sari, que apenas tiene tres años. No lejos de su hijo
Imam en el que Akbar se resiste a detenerse. Porque a partir de los diez años
ya se puede subir al cráter, cargar ochenta kilos de azufre en cada trayecto y
luchar por la vida. Algunos lo hacen a los nueve. Por eso la pregunta de
Malam, una y otra vez: "¿Cuándo lo vas a llevar contigo?" Y Akbar no quiere
saberlo. No puede ver que dentro de nada Imam le acompañará monte
arriba. Es preciso dejar un poco de tiempo. Un año más para ahorrar lo
justo. Cuando lo haya conseguido, tendrán su tierra y se marcharán de allí.
Nada va a impedirlo. Y él habrá salvado a su hijo de esta miseria que lleva
sobre sus hombros desde hace tanto.
Con la edad de Imam ya subía a las fumarolas, ya arrastraba los
pies sobre el barro y tosía interminablemente apretando el trapo de
algodón húmedo en la boca. Ahora solo sueña ser propietario de ese
terreno que trabajará de sol a sol para sacar la mitad de lo que hoy cobra al
día. No le importa sentirse más pobre si puede huir de la esclavitud
amarilla. Propietario de un campo por labrar será tan feliz que el corazón le
estallará en el pecho. Nadie quiere morir en el Ijen. Sí, un terreno resulta
menos rentable (aquí gana lo equivalente a cinco euros diarios y los
campesinos, en cambio, apenas llegan a cuatro) pero qué importa si
escapas a la penuria de cuenco diario con arroz y suciedad sin límite en el
cuerpo. Fuera el asma, la bronquitis crónica y el enfisema pulmonar.
Respirar aire puro, ser libre como el horizonte claro que se pierde ante sus
ojos. Y Akbar piensa en los pescadores del lago Tempe o aquellos bugis de
las islas Toggian con los que algunas veces se ha encontrado en la cantina.
El disfrute de las cosas agradables se advierte en los ojos de esos hombres.
Tienen la carne limpia y la mirada sin perversión de sangre. La risa sobre la
piel y el deseo de la inocencia entre las manos. Tal vez de tanto contemplar
las playas blanquísimas y serenas llevan en el cuerpo esa misma serenidad
y sus dedos hablan a gritos de la sal y el yodo, del trabajo duro pero sin
amos. Los pescadores de Toggian no conocen los gases sulfurosos, las
nubes pestilentes de veneno que se deslizan en los pulmones y persisten
allí, destrozando mucosas y conductos.
En ese momento oye la voz de Supandi
- Venga, adelante, que hoy estás dormido.
Forma parte del rito matinal. Supandi es también pequeño,
aunque de brazos corpulentos. Las pocas veces que ríe muestra unos
dientes irregularmente colocados que ya han empezado a pudrirse por
efecto del vapor sulfuroso. Supandi suele alcanzar a Akbar casi en el
mismo enclave del camino todas las mañanas y se burla de él. "Haces el
amor demasiadas veces" le dice. Sus burlas son insidiosas e hirientes. Pero
Supandi es el trabajador más viejo de Kawah-Ijen y puede permitirse el lujo
de saber lo que el destino depara a sus compañeros. Ha cumplido ya
cincuenta años. Cuánta amargura se lleva entonces en la mirada. De qué
forma se hunde Supandi en el silencio mientras los jóvenes exponen
proyectos soñadores y disparatados. Luego, los efluvios del alcohol se
encargan de ofrecer olvido. Y el opio, oh sí. Olvido total, degradación
ínfima en que los hombres van cayendo paulatinamente. A veces llegan
noticias de alguno de ellos. Abandonan a las familias para seguir la ruta de
la indignidad hasta que ya no les importa nada sino dormir. Desconocen
que sus mujeres terminarán en los prostíbulos y los puertos de Surabaya o
Palembang. También sus hijas, que serán ofertadas a los turistas. Porque
pagan bien los depredadores de niñas, que viajan hasta allí con ese solo
propósito. Se distinguen de inmediato y los especuladores saben sacarles
rendimiento. El pago en dólares americanos, naturalmente. Unos pocos
serán para la familia de la niña y, con mucha suerte, ella recibirá una ración
extra de sago o alguna bisutería para colgar al cuello. O incluso, si es muy
buena y produce altos dividendos, un vestido nuevo de seda. Otras veces,
la niña es huérfana o ha sido vendida por su propia familia, con lo que el
proxeneta se considera dueño y señor de esa carne y la trafica a su
capricho.
- Vamos, vamos, despierta — Supandi empuja a Akbar sendero
arriba-. El azufre está esperando.
La extensa cola como de sierpe herida se va replegando, sube, se
eriza, trepa. Trescientos metros de trayecto que cubre el humo azufrado.
Trescientos metros de jadeos y estertores, de toses desgarradas sobre la
superficie lodosa. El Ijen les ofrece el regalo maldito de sus lascas amarillas.
Muchos de ellos han descubierto ya la muerte en el pino sendero. Supandi
va a ciegas, agarrado a la camisa de Akbar y ninguno de los dos mira hacia
abajo. Hacerlo puede significar el vértigo repentino, de modo que ningún
minero de Ijen mira el camino que se va quedando atrás, a sus pies. Si
acaso, miden con los ojos la distancia al cráter y ven surgir el agua del lago,
engañosamente bella. En realidad es una enorme probeta que contiene
casi treinta y ocho mil millones de metros cúbicos de ácidos. Akbar no lo
sabe calcular. Akbar solo entiende de números cuando pesa la carga para
que los empleados gubernamentales no le engañen. Tres centavos de euro
por kilo. Y lo anota en su memoria, que es como una agenda exacta en la
que van quedándose las cosas una a una. No entiende por qué los dioses le
han concedido esa memoria privilegiada, pero corno no sabe leer ni
escribir la considera un obsequio y la esconde a los ojos extraños. Nadie
conoce que la mirada de Akbar es una cámara fotográfica, que su mente
no equivoca jamás las fechas y su corazón acompasa los sucesos con un
latido más lento que de ordinario. Akbar calla todo lo bueno, procura no
descubrir sus proyectos, sueña ocultamente con lo que nadie imagina. Y
para soportar el crudo día de labor piensa en Malam. La recuerda desnuda.
Evoca esos momentos sobre la estera cuando cabalga su pubis de
terciopelo y persigue sus pezones purpúreos. Deja que la sonrisa femenina
mitigue la tos de su garganta, el resollar de su delgado pecho, el miedo
enfermizo que le sigue a todas partes. Porque Akbar se inflama en el miedo
y cuando calibra las maldiciones que pueden caer sobre él o su familia se
acuerda de rezar a Brahmá para que, al menos, conserve en su vida la
pasión y el deseo.
Akbar y Supandi han llegado al cráter. Se dirigen juntos hacia las
fumarolas, allí donde los gases se han solidificado a lo largo de la noche.
Ahora hay que romper las baldosas de azufre y cargarlas en los canastos
para regresar monte abajo. Sin decir una sola palabra, sin mirarse, la
cabeza agachada para evitar el humo y apretando con fuerza entre los
dientes el trapo de algodón mojado en agua, comienzan la tarea diaria
con más de doscientos grados centígrados mordiendo sus costillas.
- No rompas tanto. No podrás cargarlo -, dice Supandi -. Ya sabes
que la bajada es mucho peor.
Akbar guarda silencio. No quiere confesar su secreto. De cada vez
que se acerca a las fumarolas y golpea el azufre, saca dos cargas. Empuja
una de ellas para que se despeñe más abajo, sobre un rincón del camino,
lejos de las tuberías y a la espera de un segundo viaje. Arrima el tesoro
amarillo para arrojarlo sobre el precipicio, de manera que el azufre rueda
mucho más abajo. Queda oculto por el vapor y sólo él conoce su
existencia. Ha calculado que de esta forma minoriza el tiempo expuesto a
los humos sulfurosos. Los mineros suben lo más posible y buscan el
codiciado metaloide más cerca del cráter hasta que el oxígeno se vuelve
irrespirable y deben regresar monte abajo.
A veces, Akbar se arrepiente de enmudecer tanto. El silencio es el
peor enemigo del hombre, suele decir Malam. Pero él piensa que hay cosas
más execrables. La miseria, la enfermedad, el desamor. Cosas que no
pueden tocarse y que al igual que el silencio, incorpóreas y difíciles de
explicar, tienen, sin embargo, dientes y se clavan en el corazón. El se lo
imagina pequeño, arrugado, con un color semejante al del azufre. Le duele
llevar el corazón amarillo dentro del pecho, ya no quiere sentirlo así más
tiempo. Y por eso se desprende de la piel sórdida que le cubre y mientras
realiza su trabajo, Akbar sueña y recuerda.
Porque los mineros de Kawah Ijen adquieren en ocasiones cierta
categoría de hombres dignos. De pronto, un día calientan agua en la
lumbre para lavarse por completo y vestir su mejor camisa. Y entonces,
ciertamente, un hombre retoma su posición erguida y puede caminar con
su familia a la ciudad, y celebra la vida con tanto júbilo que el recuerdo es
capaz de mantener su esperanza durante muchos años. Akbar lo ha hecho
una sola vez. El día de su matrimonio. Aún tiene presente la sensación de
verse ataviado con buena ropa. Desvanecido el olor de los ácidos, Akbar se
sintió por unas horas dueño de su propia vida sin que el viento terrible del
Ijen corroyera sus aurículas para pudrirlas poco a poco, y desbaratarlas, y
arrojarlas a la entraña del maldito monte. Sí, él, Akbar bin Umar, dueño de
su destino. Vencedor sobre el perverso cerebro de aquel dios que le señaló
su designio y no quiso darle nada gratuitamente. La felicidad, se repite
siempre, es tener los brazos fuertes, la mente despejada, un buen estómago
para digerir cualquier alimento y una mujer. Y Akbar se considera feliz por
haber conseguido todo eso.
Caen por Ijen de vez en cuando los misioneros con el propósito de
aliviar sus almas, según palabras dichas por alguno de ellos. Akbar les
espetó un día que aliviaran sus bocas hambrientas, el malvivir de sus hijos o
el desespero de sus mujeres. "Cuando un hombre está bien nutrido y sano, y
tiene un trabajo hermoso, y vive en una casa bien construida, lo demás llega
con la propia naturaleza. Así que busquen la forma de que podamos vivir en
esta inmundicia y no nos hablen más de Dios. Ni siquiera podemos rezar" les
dijo en tono desabrido. Ese día lo tacharon de impío y la misma Malam le
reprochó su falta de confianza en el destino. Akbar calló por no decir que
siempre subía al Ijen con el presentimiento de que iba a ser la última vez. Y
musitó únicamente, después de un momento de reflexión: "Cualquier dios,
por omnipotente o benigno que sea, se desentendería de un infierno
semejante y de unos hombres tan desgraciados." "No es así" le interrumpió
ella. "Esta vida es una prueba y después seremos otra cosa y nos sentiremos
felices." ¿Para qué arrancar de Malam su ingenua expectativa? Había tanta
felicidad en aquellos ojos que Akbar ocultó su amargura.
Le parece verla aún en el mercado ante sus cestos de bananas, al
lado de la madre que cuidaba la mercancía y un hermano de pocos meses.
Qué luz en los ojos estrechos, hurtados a los suyos con insistencia. "No la
comprometan" le dijo atrevidamente a la madre. Malam cumplía ese mes
los catorce años y en la casa había cinco hijos más. Fue una lucha
sobrehumana evitar su venta. Hasta que una tarde Akbar habló claro con el
padre y se ultimaron los esponsales. Malam llegó virgen a su estera, pero
aprendió pronto los sobresaltos del amor y todo lo que se hizo costumbre
entre ambos fue urdido por ella con una especial intuición, maliciosa pero
también ingenua.
Deja de pensar en Malam mientras baja con el azufre a cuestas.
Los hombros se van volviendo de sangre poco a poco bajo las correas que
sujetan los cestos con la carga amarilla. Llega abajo y pesa
concienzudamente el azufre. Lo retiene todo en su mente mientras regresa
hacia el camino. Esta vez le toca la carga que ha quedado oculta en el
recodo. Pero cuando llega, se detiene extrañado. No hay nada allí. El
hubiera jurado... Naturalmente, tiene que haberse confundido. Es el
siguiente recodo, no hay duda. Akbar se detiene para toser y vuelve a
introducir el algodón mojado entre sus dientes. El siguiente recodo del
camino está libre también, de manera que ya no lo duda. Alguien se ha
llevado su segunda carga. Busca con la mirada a Supandi y lo ve al final de
la cuesta, llegando a las romanas en donde pesan el azufre. Entonces
recuerda que le vio descender por delante de él y le sorprende que en el
tiempo que él ha hecho una carga, Supandi haya podido completar dos.
Inmediatamente comprende que su secreto ha sido desvelado. Supandi,
como una víbora al acecho, ha descubierto el lugar del tesoro. Pero el
azufre ya está pesado, de modo que no puede decir nada. Siente el sabor
de la sangre en los labios. Ha mordido el trapo húmedo con tanta fuerza
que se acaba de herir. Un turbión de pensamientos cruza en un segundo su
mente y se inflama dentro de sus venas. Y aunque su prudencia le grita que
no avance, que no espere a Supandi en la revuelta del camino, que no le
diga nada hasta haberlo visto con sus propios ojos, en ese instante en que
el otro no pueda negar la evidencia, aunque no es un hombre violento ni lo
ha sido jamás, y respeta, y acata, y lo piensa todo cuando la rabia ha
pasado para ordenar los acontecimientos de su vida como un hombre
debe hacer siempre, hoy Akbar se da cuenta de que cada vez está más
cansado. A cada día que pasa se halla más lejos de sus sueños y ve llegar
con más angustia el tiempo en que Imam deba engrosar la larga fila
serpenteante que arranca las entrañas amarillas del Ijen. Algo le estalla en
el cuello, donde se le hincha una vena hasta parecer una soga amoratada
cruzándole la piel. Y antes de que Supandi tenga tiempo de adelantarle,
sale a su paso con la respiración entrecortada, un jadeo de agonía
llenándole el pecho, y dice entre dientes la única palabra que viene a su
boca:
-¡Ladrón!
Supandi sabe que no puede alegar nada. No hay defensa para
quien conoce la ley de la mina. El que lo hace, lo paga. Eso piensan los dos
cuando Akbar agarra del cuello a Supandi y lo empuja al borde mismo del
precipicio. Las fuerzas están muy igualadas, la juventud de Akbar suplida
por la experiencia del otro. No es la primera vez que Supandi pelea contra
un compañero. La vida en Kawah-Ijen es suficientemente dura y lleva
cuarenta años subiendo a arrancar el azufre a las entrañas del volcán.
Además, tiene la ventaja de la malicia. A él no le duelen los golpes de Akbar
mientras que este siente la desgarradura lacerante de la decepción. Akbar
está ciego de rabia y Supandi mantiene la cabeza fría. Se enlazan los dos
golpeándose en la cara y los hombros hasta que el terreno cede bajo sus
pies. Akbar es el primero en resbalar. Su pierna derecha queda colgando
del barro sobre una caída de más de treinta metros. Una caída inevitable.
Se oye el grito de Supandi como el alarido de una bestia malherida que el
azufre va repitiendo por toda la montaña. Porque Akbar no ha soltado la
camisa de su enemigo y en un último esfuerzo poderoso lucha por retener el
lodo bajo sus pies y descolgar a Supandi monte abajo. No lo consigue. La
goma de sus botas resbala inexorablemente y los dos hombres son
arrojados por la inercia de su propio movimiento hacia un vacío pavoroso.
No hay tiempo para pensar. Dos hombres caen golpeándose con
las lascas de la montaña, un grito queda suspendido en el aire de la
mañana, sólo eso. El hecho es un grano de arena en medio de la vida, que
cumple su ciclo una vez más. Ya ha terminado todo. Quizá ni siquiera sean
recuperados los cuerpos. Al día siguiente, los canastos de Akbar se
cargarán a la espalda de un niño de diez años. Nadie va a quejarse.
Brahmá continuará recibiendo su óbolo de fruta y especies, se quemará el
mismo sándalo en su honor y se le darán gracias de igual manera. En
Kawah-Ijen lo único que cuenta es el peso del azufre. Amarillo oro a los
costados de la montaña, igual que un latido de muerte.
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