En casa con Dios

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Alejandra María Sosa Elízaga
En casa
con Dios
Col. Lámpara para tus pasos
Ciclo B
"designó el Señor a otros setenta y dos
y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios
a donde Él había de ir..."
(Lc 10, 1)
E D I C I O N E S 72
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ALEJANDRA MA. SOSA ELÍZAGA
En casa
con Dios
Colección ‘Lámpara para tus pasos’
Ciclo B
EDICIONES 72
3
En casa con Dios
Colección ‘Lámpara para tus pasos.’
Ciclo B
EDICIONES 72, S.A. DE C. V.
Moctezuma 17 local C, esq. Chimalcoyótl,
Col. Toriello Guerra, Tlalpan,
C.P. 14050, México, D.F.
Registro del Derecho de Autor: 03-2013-062112584500-01
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por escrito de la autora y/o del editor
Portada:
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puede hacerlo al Ap. postal 22-289 México, D. F.
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Hecho en México
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ÍNDICE
PRESENTACIÓN
Sonámbulos
Cuando des un regalo
Busca lo que buscas
En casa con Dios
Oscuridad derrotada
La mejor bendición
Pedir ayuda o perderse
Encuentro decisivo
Desaferrados
Su voz
Trabajar sin cobrar
Gloria a Dios
Todavía es tiempo
Eres polvo, pero...
Fin de los reclamos
Locura y debilidad
Nobleza obliga
Quisiéramos ver
Verdadero consuelo
¿Quién nos quitará la piedra?
Pedir perdón
Tiniebla iluminada
¡No desechen la piedra!
Fórmula infalible
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8
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20
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28
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58
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64
67
71
76
5
Cont. del índice
Nos amó primero
Fuerza para soportar
No estamos perdiendo la batalla
¡Heredamos!
Ya ni a quién echarle la culpa
Siembra
¿Qué vas a ser?
Fe descubierta
Fracaso aparente
Dejar o llevar
Nada temo
Lo que no pasó
Nostalgia del pecado
Pan para el camino
Verdadera comida y bebida
Optar
Lo bueno y lo malo
El suspiro de Dios
Obras
A prueba
Errores ignorados
Gracia matrimonial
Palabra Viva
Compartir la alegría
¿Qué quieres que haga por ti?
¿En qué consiste amar a Dios?
Fíate
Buenas noticias
Reino de verdad
79
81
84
89
94
98
102
107
112
116
123
126
129
132
136
139
142
145
148
153
156
158
161
165
169
172
176
180
183
Obras de Alejandra Ma. Sosa E.
186
6
PRESENTACIÓN
E
ste es el segundo volumen de la colección de tres libros
titulada ‘Lámpara para tus pasos’.
Con esa capacidad suya de ofrecer meditaciones breves
pero profundas, sólidamente fundamentadas pero de lectura
fácil y sabrosa, la autora va invitando al lector a releer textos
de las Lecturas que se proclaman el domingo en Misa (en el
ciclo litúrgico B, dedicado a san Marcos), para comprenderlos
mejor, relacionarlos con su propia existencia y descubrir cómo
la Palabra de Dios realmente ilumina su vida.
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Primer Domingo de Adviento
Sonámbulos
¿
Sabías que hay una tremenda epidemia de sonambulismo?
Probablemente no lo mencionen en las noticias, pero está
sucediendo y es muy preocupante porque como los
sonámbulos caminan, parece que están despiertos pero en
realidad están dormidos y no tienen idea de lo que hacen, así
que fácilmente pueden tropezar, caer en un agujero, lastimarse.
Es algo muy grave y por ello es importantísimo evitar
contagiarse. ¿Cómo lograrlo? Hay una manera, no cuesta ni un
centavo y está al alcance de todos, pero lamentablemente no
todo el mundo la aprovecha porque es un poquito difícil
aplicarla. Consiste en no dormir. Y antes de que alguien
proteste, alegando que una buena noche de sueño es
indispensable para recuperar las fuerzas, cabe aclarar que no
estoy sugiriendo que debamos mantenernos físicamente
despiertos (lo cual sería no sólo imposible sino absurdo), sino
espiritualmente despiertos. Sí, porque ese sonambulismo al que
me he referido, no es del cuerpo, sino del alma, el cual resulta
todavía peor, pues sus consecuencias pueden ser no sólo fatales
sino eternas.
Tal vez por eso en el Evangelio que se proclama este
Primer Domingo de Adviento (ver Mc 13, 33-37) Jesús nos
pide que no nos durmamos sino velemos y estemos preparados,
porque Él vendrá a nuestro encuentro y espera encontrarnos
bien despiertos.
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Propone que seamos como un portero que se mantiene
alerta porque no sabe si el dueño de la casa regresará al
anochecer, a la medianoche, al canto del gallo o a la
madrugada.
Los cuatro horarios que Jesús menciona son
significativos por lo que sabemos sucedió en cada uno y lo que
ello implica hoy para nosotros.
1. Al anochecer fue la traición de Judas, un discípulo que
seguramente amaba a Jesús pero no quiso seguirlo, obedecerlo,
amoldarse a Su voluntad; simulaba ser de los Suyos pero no lo
era. Hoy muchos como él, aparentemente están dentro pero en
realidad están fuera. Por ej. quienes se reconocen o se creen
católicos pero no viven como lo exige la fe que dicen profesar.
También hay algunos que se saben fuera pero aparentan estar
dentro, por ej. miembros de sectas que usan lenguaje cristiano
sólo para atraer a sus adeptos; mujeres que se autonombran
católicas pero promueven el aborto; comentaristas que
justifican diciendo ‘soy católico’, despotricar después contra la
Iglesia; políticos que proponen un cristianismo sin Cristo.
2. A la medianoche los discípulos dejaron solo a Jesús. No
quisieron presenciar Su agonía en el Huerto. Hoy muchos
quisieran seguir a Jesús sólo por los milagros, quisieran buscar
atajos a la Gloria sin pasar por la cruz. Se engañan pensando
que pueden evadir el sufrimiento y/o desentenderse de los que
sufren.
3. Al canto del gallo sucedió la negación de Pedro, uno que se
sabía dentro pero aparentaba estar fuera. Como muchos que
hoy se avergüenzan de su fe y no son capaces de vivirla o
defenderla cuando es atacada.
4. A la madrugada los miembros del Sanedrín sentenciaron a
muerte a Jesús sin haberlo realmente escuchado, motivados por
sus prejuicios e intereses de poder. Son como los que hoy en
día condenan doctrinas de la Iglesia que no conocen, llevados
por lo que oyen decir a otros, malinformados por los medios de
comunicación, influidos por un ambiente anticatólico.
Es interesante hacer notar que Jesús ha mencionado
cuatro momentos de la noche en los que todo está negro. Es
que cuando nos rodea la oscuridad es más fácil cabecear y
sentir sueño. Y en un sentido espiritual, cuando nos
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encontramos sumidos en sombras (y ¡vaya que así está el
mundo!), cuesta trabajo ver claro y es fácil confundirse, tomar
lo bueno como malo y viceversa, caer en el sonambulismo
espiritual, creerse muy despierto y en realidad estar durmiendo.
¿Cómo contrarrestar todo esto y lograr mantenernos
alerta como nos lo pide Jesús? Apartándonos de la oscuridad
que nos incita al sueño y dejándonos iluminar por el Señor, en
Su Palabra, en la oración, en Misa, en la Confesión.
Que en este Adviento no nos conformemos con
encender las velas de la corona o llenar de foquitos el arbolito
o la fachada de la casa, sino vayamos al encuentro de Aquel
que es la Luz verdadera, la que nos ilumina y nos despierta y
nos ayuda a ver, la única a la que no hay tiniebla que la pueda
vencer.
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Segundo Domingo de Adviento
Cuando des un regalo
¿
Alguna vez has invitado a comer o a merendar en tu casa
a personas indigentes que te hayas encontrado en las
calles? Posiblemente no (para como están las cosas, uno
no suele invitar a casa a desconocidos, sean ricos o pobres).
Así que lo más probable es que no hayas podido poner en
práctica eso que aconseja Jesús: “Cuando des una comida o
una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus
parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a
su vez, y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete,
llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos, y
serás dichoso, porque ellos no te pueden corresponder...” (Lc
14, 13-14).
Tal vez para muchos resulte difícil o incluso imposible
realizar, al pie de la letra, esta propuesta del Señor, pero no
deben descartarla del todo, porque hay otro modo de llevarla a
cabo, que es muy sencillo y está al alcance de casi todos,
especialmente en esta temporada. Consiste en sustituir las
palabras ‘comida’, ‘cena’ o ‘banquete’ por la palabra ‘regalo’.
De esta manera se mantiene intacto el sentido original de
agasajar a alguien, pero aplicado de otra manera. El consejo
entonces sería que cuando des un regalo, no pienses primero en
dárselo a tus amigos, hermanos, parientes o vecinos ricos, pues
como a su vez te regalarán algo, ésa sería tu única recompensa.
Tú da ese regalo a quien no podrá regalarte nada a cambio,
pues entonces el Señor se asegurará de que recibas una
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recompensa, y ésta no será poca, nos lo anuncia Jesús: “se te
recompensará en la resurrección de los justos” (Lc 14, 14).
Y cabe aclarar que así como el Señor está hablando de
banquete, es decir, no de una comida cualquiera sino de algo
muy suculento y sabroso, del mismo modo se trata de regalar
algo bueno y bonito, algo que sin duda agradaría a un familiar
o amigo tuyo, o te haría quedar muy bien con el jefe o el
conocido influyente. Y no tiene que ser costoso, ni siquiera
nuevo. Cuántas cosas guardamos pensando: ‘por si acaso’ las
necesito. Pues bien, es hora de aplicar ese ‘por si acaso’ no
sólo a uno mismo, sino a otros, y regalar ‘por si acaso’ alguien
más necesita esas cosas más que nosotros. Sobra decir que me
refiero a cosas buenas, porque quién sabe por qué hay personas
que cuando regalan algo a gente necesitada, echan mano de lo
viejo, lo roto, lo inservible, haciendo sentir a los destinatarios
de su donación que sólo son dignos de recibir lo que ellas
tiraron.
Tuve recientemente la experiencia de participar en un
acopio de enseres domésticos en el que había un gran contraste
entre cosas gastadas y polvorientas, cosas usadas pero
excelentes, y cosas nuevecitas; y pensaba: gracias a Dios que
quien donó lo bueno resistió la tentación de dárselo a quien
pudiera agradecerle y regalarle algo a cambio, y en lugar de
eso lo dio anónimamente. Sin duda alguna su satisfacción fue
mayor que si se hubiera conformado con hacerlo de otro modo.
Dice san Pedro, en la Segunda Lectura que se proclama
este domingo en Misa (ver 2Pe 3, 8-14) que por ahora Dios nos
tiene mucha paciencia, en espera de que nos convirtamos, pero
cuando llegue el día del Señor, “perecerá la tierra con todo lo
que hay en ella”. ¡Gulp! Eso significa que eso material a lo que
tanto nos aferramos es perecedero, por lo que más nos vale
desprendernos de ello, y una manera de lograrlo consiste en
regalar lo que podamos a quienes más puedan aprovecharlo.
¿Qué tal si en esta Navidad donamos a alguna institución de
caridad, cosas buenas y cosas nuevas, regalos que no nos
avergonzaríamos de dar a nuestros parientes y familiares?
Podemos donarlos en su nombre y regalarles la alegría de saber
que recibirán la gratitud y las oraciones de quienes reciban lo
donado.
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En la Oración Colecta de la Misa de este domingo
pedimos “Que nuestras responsabilidades terrenas no nos
impidan, Señor, prepararnos a la venida de Tu Hijo”, aplicado
a este caso, podemos traducirlo como un llamado a no
limitarnos a regalar solamente en Navidad ni a quien nos pueda
de alguna manera recompensar, sino todo el año y a quienes tal
vez no conozcamos pero en quienes vive Aquél cuyo
cumpleaños nos disponemos a celebrar.
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Tercer Domingo de Adviento
Busca lo que buscas
B
usca lo que buscas, pero no donde lo buscas. Esto que
parece acertijo yucateco (lo busco, lo busco y no lo
busco), es en realidad un gran consejo de san Agustín,
y aplica muy bien en esta temporada en la que por todos lados
vemos anuncios, letreros y tarjetas navideñas que hablan de la
alegría, la felicidad, la paz y la luz de la Navidad.
Y es que algunos buscan la alegría navideña tomando
ponche ‘con piquete’ en pachangas que de ‘posada’ tienen sólo
el nombre; la felicidad en un aguinaldo que se esfuma tan
pronto llega; la paz en medio de un atestado comercio; la luz
en los foquitos del arbolito, y al final quedan agotados y
vacíos. Otros se van al extremo opuesto y creen que la alegría,
felicidad y paz de la Navidad consiste en procurar ignorarla,
así que no ponen Nacimiento en su casa, no dan (aunque
reciben) regalos, ni de broma aceptan reunirse con parientes a
los que no toleran y considera el 25 de diciembre un día como
cualquier otro. Al final sus esfuerzos resultan en vano, la
Navidad llega y su auto-exclusión del festejo los deja, también,
vacíos.
En ambos casos sucede algo semejante, se busca algo
bueno pero no se lo consigue porque se busca donde no está; se
sabe que está allí pero no cómo alcanzarlo. Decía san Agustín
que pasa como cuando viene hacia nosotros alguien que
conocemos pero del que no recordamos su nombre, pensamos:
‘¿cómo se llama?, ¿Juan?, no, no es Juan. ¿Pedro?, no, no es
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Pedro’. No tenemos claro cómo se llama, pero sí cómo no se
llama. Lo mismo sucede con algunos que confunden que hay
algo grande que celebrar en Navidad con ‘celebrar en grande’,
con ‘reventones’, decoraciones, cenas, regalos o la supuesta
visita del inexistente santa Claus, y buscan inútilmente la
alegría, la felicidad y la paz sumergiéndose en todo eso o
tratando de evadirlo. Si se preguntaran, ¿es esto la alegría?,
sabrían que no lo es; ¿esto me hace en verdad feliz? Dirían que
no. Saben lo que buscan, pero no dónde buscarlo.
Dice Juan el Bautista en el Evangelio que se proclama
este domingo en Misa (ver Jn 1, 6-8.19-28): “En medio de
ustedes hay uno al que ustedes no conocen” (Jn 1,26). He ahí
la razón por la cual quedan defraudados los que creen que la
Navidad es sólo una fiesta que toman como pretexto para
divertirse o para evadirse. No han captado que no se trata de un
fiesta en sí, ni de celebrar por celebrar, sino de festejar a
Alguien, celebrar que Alguien ha venido a estar en medio de
nosotros. Es en la venida del Emmanuel, del Dios-con-nosotros
que hallamos la alegría de sentirnos incondicionalmente
amados, la felicidad de sabernos llamados a la vida eterna, la
paz de descubrir que en todo interviene Dios para nuestro bien,
la luz divina que nos alumbra por dentro.
De niña veía un video de dibujos animados que pasaban
el 25 de diciembre: ‘Cómo Odeón quiso robarse la Navidad’
(se consigue en español en DVD como ‘Dr.Seuss’ How the
Grinch stole Christmas’, que no tiene nada que ver con la
versión de Hollywood). Se trata de un personaje verde,
amargado, que vive en la punta de una montaña, dice que odia
la Navidad y decide robársela. Se disfraza de sta Claus, y a su
perro de reno, baja al valle cuando todos duermen y echa en su
trineo arbolitos navideños, adornos y regalos. Deja todo vacío
y vuelve a casa. Espera oír los lamentos de la gente cuando
despierte y vea que le robó la Navidad, pero oye un bello
villancico, que entonan los habitantes del valle. Con el canto
sube hasta él una luz que lo ilumina, toca su corazón, lo
suaviza y lo agranda. Arrepentido baja al valle, devuelve lo
robado y al final comparte con todos un banquete en el que da
un suculento bocado a su perrito, al que antes siempre había
maltratado. A mis sobrinas les encantaba que les narrara esta
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historia, y ahora que ya son mayores de edad les sigue
gustando, porque les recordaba, y les recuerda que la Navidad
no depende de lo material. Para celebrarla bien no hace falta
cenar pavo sino participar del banquete del Pan y la Palabra;
no hay que llenar la casa de foquitos, sino dejarse iluminar por
el amor de Aquel que es luz del mundo, no se necesita comprar
o recibir obsequios de otros, sino aceptar y corresponder al
mayor regalo que hay: la presencia de Dios entre nosotros.
16
IV Domingo de Adviento
En casa con Dios
C
asi le da un infarto al sacristán la mañana del 25 de
diciembre cuando llegó a la iglesia y vio que en el
Nacimiento que habían puesto en el atrio faltaba el
Niño Jesús. Pero si lo habían dejado en el pesebre durante la
Misa de anoche, ¿dónde estaba?, ¿quién podía habérselo
llevado? Fue a decírselo al padre, salieron ambos, lo buscaron
por todas partes y nada. Ya se estaban preocupando, y él ya
había empezado a rezarle a san Antonio, santo al que siempre
se encomendaba cuando necesitaba encontrar algo perdido,
cuando en eso vieron venir a un niño de la comunidad que traía
feliz al Niño Jesús envueltito en una cobija. Resulta que había
pasado por ahí, había visto al Niño en el pesebre, se le ocurrió
que seguro tenía frío y estaba aburrido, y se lo llevó a dar la
vuelta, a mostrarle la colonia y, sobre todo, su casa.
Contaba el padre que le hizo tanta gracia que ni lo
regañó, porque además casi hubiera jurado que al Niño Dios se
le veía más sonriente que antes, como que le había encantado
el paseo o más bien el cariño con que el chavito aquel se lo
habían llevado a pasear.
Recordaba esto y pensaba que aunque lo que hizo este
chamaquito puede ser considerado ingenuo, chistoso o
fantasioso, tiene, sin embargo, algo muy rescatable: que captó
que a Jesús le encantaría que lo invitara a estar con él.
Y es que muchos creyentes ponen en su casa un
Nacimiento y se conforman con dejar a Jesús ahí para
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contemplarlo a ratitos y olvidarse de Él el resto del tiempo
mientras hacen otras cosas, pero Él no quiere quedarse ahí,
quiere participar también de esas otras cosas.
Es como esa visita que consideras ‘de cumplido’ y a la
que dejas sentadita en la sala mientras vas a prepararle un
refrigerio y en eso te das cuenta de que te ha seguido a la
cocina y no le importa el tiradero que dejaron los niños, o que
los trastes del desayuno estén sin lavar, y ni tiempo te da de
avergonzarte de que vea esa parte de tu casa que no le
pensabas mostrar porque te das cuenta de que se encuentra de
lo más a gusto platicando o se acomide a echarte la mano
preparando la botana o se sienta a ver el partido en la tele o se
pone a hacer lo que sea que la familia esté haciendo,
integrándose como un miembro más.
Dios es así. No quiere que lo dejemos en el Nacimiento
y nos desentendamos de Él, le gusta salir de ahí y entrar en
nuestra vida.
En la Primera Lectura que se proclama este domingo en
Misa (ver 2Sam 7, 1-5. 8-12.14.16), vemos que cuando el rey
David se estableció se puso a pensar que no estaba bien que él
habitara en una casa y que el arca de la alianza de Dios
estuviera en una tienda de campaña, pero Él le mandó decir:
“¿Piensas que vas a ser tú el que me construya una casa para
que o habite en ella?” (2Sam 7, 5) y luego mencionó algo que
no se lee en la Lectura pero que resulta muy significativo, que
Dios no había habitado en una casa, sino que había ido de un
lado para otro en una tienda y que había estado con David
dondequiera que había ido (ver 2 Sam 7, 6.9).
Por lo visto a Dios no le gustaba tanto la idea de
permanecer solo en una casa lejos de Su pueblo, sino la de
estar con él en todas partes.
Lo comprobamos en el Evangelio dominical (ver Lc 1,
26-38). Cuando Dios decidió poner Su morada entre nosotros,
no descendió del cielo a habitar en un palacio o en una
mansión, sino quiso encarnarse en el seno de María y venir a
compartir realmente nuestra condición humana, hacerse uno de
nosotros. Y seguramente no le ha de hacer gracia que
celebremos Su Nacimiento limitándonos a ponerle una casita
de madera para recordarlo a ratitos y arrullarlo el 24 en la
18
noche como para que se duerma y nos deje tranquilos, sino
quiere que lo tengamos siempre presente, que lo dejemos
acompañarnos a todos lados, que le platiquemos, que le
permitamos ayudarnos, meterse ‘hasta la cocina’, que lo
integremos a nuestra familia, que nos sintamos tan ‘como en
casa’ con Él que lo dejemos iluminar con Su amorosa
presencia no sólo la Navidad, sino cada momento de nuestra
existencia.
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Navidad
Oscuridad derrotada
¿
Le temes a la oscuridad?
Ante esta pregunta casi todas las personas responden que
no, que el temor a la oscuridad es cosa de niños. Y es que
como nos rodean toda clase de luces artificiales, rara vez nos
quedamos a oscuras. Y aún cuando sucede un apagón, sabemos
que basta con sacar el celular o la linternita de mano o incluso
encender un cerillo para que nos alumbren, y hay veces en que
ni eso necesitamos, por ejemplo, si nos hallamos en casa
sabemos ubicarnos aunque estemos a oscuras, sentimos que
tenemos la oscuridad digamos domesticada, que aunque ésta
nos envuelva no corremos más riesgo que golpearnos el dedo
chiquito del pie con la pata de una silla, mesa o cama.
¡Ah!, pero ¿qué sucede cuando nos vemos de pronto
sumergidos en una negrura inesperada que no dominamos?
Entonces sí que nos da miedo.
Sin ir más lejos, el otro día, a la pregunta: ‘¿cómo te fue
de temblor?’, mucha gente contestaba que lo que más la asustó
fue que al mismo tiempo que se le movía el piso, se fue la luz,
todo se puso negro y se sentía que algo se caía. Eso sí que la
espantó.
Lo mismo sucede en nuestra vida. Hay veces en que se
nos mueve el piso, tal vez por una enfermedad o la muerte de
un ser querido, o por la falta de trabajo, o por una infidelidad
de la pareja, o por haber sido víctimas de la delincuencia, y
todo se nos pone negro, no vemos claro y sentimos que algo
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cae o decae, quizá la salud, la paz, relación conyugal, un
proyecto, una esperanza. Experimentamos un verdadero
terremoto emocional, y entonces sí que nos invade el miedo y
nos preguntamos desesperadamente si acaso hay una luz que
pueda librarnos de esa tiniebla en la que estamos sumidos.
La buena noticia es que sí la hay, y este domingo en la
liturgia todo nos lo anuncia.
En la Misa de las primeras vísperas el salmista
proclama: “Señor, feliz el pueblo que te alaba y que a Tu luz
camina” (Sal 89, 16); en la Misa de medianoche dice el profeta
Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz;
sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz
resplandeció” (Is 9,1); en la Oración Colecta de la Misa de
aurora se pide: “Señor, Dios Todopoderoso, que has querido
iluminarnos con la luz nueva de Tu Verbo hecho carne,
concédenos que nuestras obras concuerden siempre con la fe
que ha iluminado nuestro espíritu”, y en la Misa de día, afirma
san Juan: “Aquel que es la Palabra era la luz verdadera, que
ilumina a todo hombre que viene a este mundo.” (Jn 1, 9).
Es significativo que el Adviento siempre termina
apenas empezado el invierno, cuando los días son más cortos y
las sombras llegan más temprano a adueñarse del ambiente, y
sin embargo el ánimo de los creyentes no se ensombrece, y no
porque llevemos cuatro semanas prendiendo progresivamente
las cuatro velas de la corona de Adviento, sino porque hoy
resplandece en nuestros corazones una luz como no hay otra,
una que no encendemos nosotros sino Dios, la luz de la
Navidad, que no es la que titila en las casas o comercios, sino
aquella de la que nos dice san Juan que “brilla en las tinieblas
y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1, 5); una Luz que no sólo
nos alumbra sino nos afianza por dentro, gracias a la cual ni se
nos mueve el piso, ni se nos cae el ánimo, ni necesitamos
ninguna otra porque esta Luz nos sobra y nos basta.
21
Santa María, Madre de Dios
La mejor bendición
N
unca se me ocurrió preguntarle qué es lo que iba
diciendo, pero sí me daba cuenta de que mi mamá
movía los labios y murmuraba algo muy quedito
mientras nos daba, a cada uno de mis hermanos y a mí, su
bendición, e iba trazando con sus dedos una pequeña cruz
sobre nuestra frente, otra sobre nuestros labios, otra sobre
nuestro pecho y luego al final la grande que iba de la frente al
pecho, de un hombro al otro. Nos la daba cada vez que íbamos
a salir de casa y antes de irnos a dormir (y a sus 93 nos la sigue
dando porque las mamás nunca nos dejan de bendecir).
Fue ya de adulta cuando en una plática con una amiga,
ella comentó las palabras que su mamá pronunciaba cuando les
daba a ella y a sus hermanos su bendición. Eso despertó mi
curiosidad, le pregunté a mi mamá cuáles decía ella y resultó
que eran ¡exactamente las mismas palabras! Eso me
desconcertó, ¿cómo es que ambas mamás coincidían si ni se
conocían? Entonces, preguntando aquí y allá descubrí que
muchas mamás usan esas mismas frases, que aprendieron de
sus mamás, éstas de sus abuelas y así por generaciones.
¿Cuáles son y de dónde las sacaron? Lo descubrimos en la
Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver
Num 6, 22-27).
En ella vemos que Dios prácticamente le dicta a Moisés
las palabras que se deben usar para bendecir a Su pueblo: “Que
el Señor te bendiga y te proteja; haga resplandecer Su rostro
22
sobre ti y te conceda Su favor. Que el Señor te mire con
benevolencia y te conceda la paz” (Num 6, 24-26). Y al
terminar de decirlas le promete bendecir a quienes invoquen
así Su nombre.
Con razón esta manera de bendecir goza de tanta
popularidad, claro, así como no hay mejor oración que la del
Padrenuestro porque el propio Jesús nos la enseñó, no hay
mejor bendición que ésta con la que el propio Dios nos invita a
invocarlo. Y resulta muy significativo que en ella no nos anima
a pedirle las cosas que muchos suelen considerar valiosas,
como salud o una larga vida, o dinero o poder, sino lo que
realmente necesitamos:
Que nos bendiga, es decir que derrame en nosotros Su
amor y Su gracia, la que vamos necesitando momento a
momento para enfrentar lo que nos toca vivir.
Que nos proteja, sí, que nos guarde de todo mal y nos
libre de caer en las tentaciones, porque como dice san Pedro, el
diablo anda como león rugiente buscando a quién devorar (ver
1Pe 5,8).
Que haga resplandecer Su rostro sobre nosotros, es
decir que Aquel que es la Luz ilumine nuestro camino,
especialmente en estos tiempos en que nos envuelve la
oscuridad de la violencia, la injusticia, la falta de fe.
Que nos conceda Su favor, que no es que nos haga ‘un
favor’, sino que nos dé lo que desde Su sabiduría y
misericordia, considere que será mejor para nuestra salvación.
Que nos mire con benevolencia, que es realmente la
manera como nos suele mirarnos Él, que se definió a Sí mismo
como “compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel”
(Ex 34,6).
Y por último, pero no por ello menos importante, que
nos conceda la paz, esa que necesitamos tanto, no sólo en
nuestro mundo, en nuestro país, sino en nuestra familia, en
nuestro corazón. La paz que nos permite renunciar a la
venganza y abrirnos al perdón; la paz que nos mantiene
serenos aun en la enfermedad o ante la muerte de un ser
querido; la paz que nos aquieta el alma y nos permite percibir y
disfrutar los dones que Dios nos da.
23
Como se ve, es la bendición perfecta y queda claro por
qué tantas mamás recurren a ella para bendecir a sus hijos (y
me parece muy bello que se proclame en la Liturgia en este día
en que celebramos la Solemnidad de Santa María, Madre de
Dios, porque segurito que ella, que es también Madre nuestra,
la usa para interceder por nosotros), y quisiera proponer que no
te conformes con recibirla de mamá o papá o darla a hijos o
nietos, sino que la conviertas en una plegaria tuya, con la que
cada día te encomiendes y encomiendes a tus seres queridos a
Dios, pidiéndole:
“Señor:
Bendícenos y protégenos
haz resplandecer Tu rostro sobre nosotros
y concédenos Tu favor
Míranos con benevolencia
y concédenos la paz.”
Amén
24
La Epifanía del Señor
Pedir ayuda o perderse
-V
amos a preguntar.
-No, si ya sé por dónde es.
-Lo mismo dijiste hace rato.
-Sí pero ahora ya me orienté.
-Es la segunda vez que pasamos por esta esquina.
-Imaginaciones tuyas, yo creo que vamos bien.
-Pues a mí me parece como que nomás estamos dando
vueltas...
Esta conversación que suele tener lugar cuando un
conductor se empeña en demostrar (por lo general a su novia o
esposa) que sabe muy bien por dónde va, aunque en realidad
no tiene ni idea, expresa una realidad muy común: hay mucha
gente a la que le gusta sentir que se basta sola, que no necesita
de nadie para llegar a donde quiere ir. Y esa actitud, que en la
vida cotidiana puede ocasionar simplemente llegar tarde, en la
vida espiritual puede resultar desastrosa, puede provocar
sencillamente no llegar.
En estos tiempos en los que impera la mentalidad de
‘hágalo Ud. mismo’, se han puesto de moda cursos de
superación personal en los que se convence a los asistentes de
que ellos son sus propios amos, y mucha gente vive
convencida de que no necesita de Dios ni de la Iglesia ni de
nadie que le diga qué hacer o por dónde caminar, llama la
atención lo que leemos en el Evangelio que se proclama este
25
domingo en Misa (ver Mt 2, 1-12): que unos Sabios de Oriente
que avistaron en el cielo una nueva estrella, interpretaron su
aparición como señal del nacimiento de un rey al que debían ir
a conocer y adorar, y emprendieron un viaje guiados por dicha
estrella, cuando llegaron a Jerusalén pidieron indicaciones para
averiguar a dónde estaba el rey, ¡se atrevieron a preguntar! Es
inaudito.
Considera esto: Si creyeras que a ti te está iluminando
el camino una luz celestial, seguramente sentirías que no
necesitabas instrucciones de nadie, ellos en cambio las
pidieron. Y resulta significativo que preguntaron a Herodes, él
a su vez consultó a los sumos sacerdotes y escribas, y éstos
señalaron el lugar exacto, pero ninguno los acompañó.
Seguramente a los viajeros les ha de haber extrañado y tal vez
decepcionado, la incoherencia de esos hombres que sabían
dónde había nacido nada menos que un rey y ¡no iban a verlo!,
pero no por ello dejaron de seguir sus instrucciones.
Hoy en día, también hay quien se decepciona por la
incoherencia o la falta de buen testimonio de algún sacerdote,
y tal vez se pregunta, ¿por qué debo confesarme con éste al
que por lo que se ve le hace más falta que a mí la Confesión?,
¿por qué debo recibir la Comunión de éste al que le falta
caridad o devoción? Quienes por el mal testimonio de un
sacerdote se sienten tentados a establecer su propia relación
con Dios y ya no dejarse guiar por la Iglesia, deben tomar en
cuenta que la validez de los Sacramentos no depende de la
santidad de quienes los administran, y que así como a pesar de
sus limitaciones y defectos, los sumos sacerdotes y escribas
supieron interpretar correctamente la Escritura y guiar a los
sabios de Oriente hacia donde estaba el rey, del mismo modo
hoy en día, independientemente de que sean santos o
pecadores, los sacerdotes saben guiarnos hacia donde está el
Rey. Y así, por ejemplo en la Confesión, nos conducen hacia
Su abrazo; en Misa nos conducen a Su encuentro en la Palabra,
en la Eucaristía, en la comunidad convocada por Él. Prescindir
de su ayuda es como tratar de ir de una ciudad a otra abriendo
brecha a través del monte en lugar de aprovechar una
supercarretera bien trazada, amplia y gratuita.
26
Para poema suena bonito eso de ‘se hace camino al
andar’, pero en la vida espiritual resulta fatigoso e inútil tratar
de orientarse por cuenta propia, sin pedir ayuda de nadie,
teniendo a la Iglesia que no sólo nos indica por dónde caminar,
sino nos da lo necesario para llegar.
27
II Domingo del Tiempo Ordinario
Encuentro decisivo
¿
Te acuerdas dónde conociste a tu primer amor?, ¿a tu
mejor amigo?, ¿a tu cónyuge?
Es una pregunta a la que nadie me ha respondido con un
‘no’, y me ha sorprendido que muchos señores, que por lo
general no pecan de detallistas, son capaces de recordar hasta
los más mínimos detalles de aquel primer encuentro. ¿Por qué?
Porque hay encuentros que te cambian la vida, después de los
cuales ya no sigues igual porque marcan un ‘antes’ y un
‘después’ en tu existencia, y eso los hace inolvidables. De unos
encuentros así nos hablan las Lecturas que se proclaman este
domingo en Misa.
La Primera Lectura (ver 1Sam 3, 3-10.19) nos cuenta
cómo fue la primera vez que se encontró con Dios el joven
Samuel, quien con el tiempo llegaría a ser un gran profeta pero
que en esta primera ocasión todavía no sabía reconocer la voz
de Dios, creía que lo estaba llamando el sacerdote para el cual
trabajaba, y al pobre no lo dejó pegar los ojos en toda la noche.
Por su parte el Evangelio (ver Jn 1, 35-42) nos cuenta el
momento exacto en el que dos discípulos de Juan el Bautista
comenzaron a seguir a Jesús y se quedaron con Él.
Tenemos aquí dos ejemplos distintos de encuentros con
Dios después de los cuales se transformó la vida de aquellos
que los vivieron, pero no pensemos que esto se dio en
‘automático’, sólo por estar en la presencia del Señor; ha
habido muchos que se han topado con Él y han seguido ‘en las
mismas’. Hay que notar que en ambos casos se dio lo que se
28
necesita para que ese encuentro con Dios sea de veras
significativo: total disponibilidad. Cada vez que Dios llamó a
Samuel éste se levantó de inmediato, aunque todavía no sabía
que era Él quien lo llamaba. Y cuando Jesús preguntó a
aquellos discípulos: ‘¿qué buscan?’, no le contestaron: ‘nada,
nomás aquí paseando’, sino le preguntaron: ‘¿dónde vives?’, y
no por mera curiosidad ni porque fueran empleados del INEGI
levantando un censo, sino porque querían saber dónde poder
encontrarlo. Y tanto Samuel como aquellos discípulos
recibieron indicaciones a las que hicieron caso y que son las
que marcaron toda la diferencia. A Samuel se le pidió
responder al llamado del Señor diciendo: “Habla, Señor, Tu
siervo te escucha” (1Sam 3,10), y a los discípulos les pidió
Jesús: “Vengan a ver” (Jn 1,39). Dos invitaciones que
implicaban, por una parte, abrir el oído y el corazón a la voz
del Señor y, por otra parte, no conformarse con saber dónde
estaba, sino ir a ver, en otras palabras, comprobarlo por sí
mismos.
Estas dos invitaciones siguen vigentes hoy para
nosotros. Es preocupante que hay muchos creyentes que lo son
por inercia, porque nacieron en una familia cristiana, pero para
ellos Dios es una especie de ‘amigo de sus papás’ con el que
conviven un ratito los domingos, pero con el que no tienen
ninguna relación personal y del cual es fácil alejarse y
olvidarse. Les hace falta darse la oportunidad de descubrir que
puede convertirse en amigo suyo también, y no sólo uno más
sino el mejor, porque Su amistad es, como ninguna otra, fiel,
solidaria, incondicional y se puede contar con ella siempre,
porque a diferencia de los amigos de este mundo Él ni se
muere ni se va. ¿Qué hacer para lograr esto? Buscarlo, aceptar
Su invitación de ir a ver a dónde vive y comprobar que es
posible encontrarlo al escuchar Su Palabra, al entrar en
comunión con Él en la Eucaristía, al visitarlo en el Sagrario, al
dialogar con Él en lo más íntimo. Sólo así será posible tener
ese encuentro decisivo que transforme la existencia bajo la luz
de Su amorosa presencia.
29
III Domingo del Tiempo Ordinario
Desaferrados
¿
Eres de los que se aferran a algo y no lo sueltan por nada?
Probablemente sí. Todos tenemos la tendencia a
aferrarnos a cosas, situaciones y personas. Tal vez sería
mejor preguntarte a qué te aferras, y más aún, a dónde te
conduce aferrarte a eso. Aferrarse en sí no necesariamente es
algo negativo, puede ser incluso muy positivo. Por ejemplo si
te aferras a tu fe durante una crisis, podrás enfrentarla con
fortaleza; si tu vida es un caos pero te aferras a tu ratito de
oración, de diálogo íntimo con Dios, equilibrarás las cosas y
hallarás la necesaria paz. Pero si, por ejemplo, por aferrarte a
obtener cierto nombramiento, pasas por encima de quien sea,
pisando cabezas y dando ‘puñaladas traperas’, o si por ganar
una determinada cantidad no te importa hacer algo ilegal,
entonces eso a lo que te estás aferrando no te lleva a nada
bueno, todo lo contrario, porque no te deja responder a la
invitación del Señor a vivir el amor, la verdad, la justicia, la
libertad de que gozamos como hijos de Dios.
En la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa
(ver 1Cor 7, 29-31), san Pablo nos invita a vivir desaferrados a
las cosas de este mundo, que es pasajero, y en la otras Lecturas
dominicales podemos descubrir dos buenas razones para
hacerle caso.
La Primera Lectura (ver Jon 3, 1-5.10) nos habla de Jonás, a
quien el Señor había enviado a la ciudad de Nínive a exhortar a
sus habitantes a convertirse, pero no quiso ir porque no quería
30
que los ninivitas se convirtieran ni que Dios los perdonara. Se
parece a un caso del que me acabo de enterar que me puso los
pelos de punta: alguien llamó a un padre para que fuera a darle
los últimos auxilios espirituales a una moribunda, pero cuando
llegó, el hijo de ésta le impidió entrar, diciéndole: ‘No tengo
nada contra la Iglesia ni contra Ud, padre, pero no lo voy a
dejar pasar porque mi mamá es una tal por cual y no quiero
que Ud. la confiese y ella se salve; quiero que ella se muera y
se vaya al infierno’. ¿Se imaginan? ¡Nunca había oído cosa
igual! Un caso extremo de aferrarse al rencor. Ojalá alguien le
haya hecho ver a ese joven que por su acción tal vez su mamá
pasaría la eternidad en el infierno, pero ¡él la acompañaría! No
supe qué pasó después pero ese joven, aferrado a su rencor y a
su enojo, ojalá haya tenido tiempo de desaferrarse, como
Jonás, que luego de mil peripecias que sufrió por necio, al fin
aceptó hacer lo que Dios le pedía, con tan buen resultado que
no llevaba ni un día de camino, de los tres que se requería para
recorrer toda la ciudad, y ya todos sus habitantes se habían
convertido gracias a sus advertencias. Y en el Evangelio (ver
Mc 1, 14-20) vemos cómo Jesús invita a Sus primeros cuatro
discípulos a seguirlo, y ellos no se aferraron a aquello de lo
que hasta ese momento disfrutaban (y eso que dos de ellos
probablemente gozaban de buena posición económica, pues
ayudaban a su padre, que tenía trabajadores) sino que lo
dejaron todo para ir con Jesús.
Tenemos dos ejemplos, uno de alguien que se desaferró de
algo malo y otro de unos que se desaferraron de algo que hasta
el momento era muy bueno, y en ambos casos la razón de su
‘desaferramiento’ (si se me permite la expresión), fue quedar
libres de lo mundano para aferrarse a lo divino, en otras
palabras, tener entera libertad para poder cumplir la voluntad
de Dios, hacer lo que les pedía, ir a donde los enviara, y, en el
caso de los discípulos, estar con Él.
Queda claro que no se trata de desaferrarse para quedarse con
las manos vacías o en el vacío, sino para ponerlas en las manos
de Dios y caminar con Él a dondequiera que desee llevarnos.
31
IV Domingo del Tiempo Ordinario
Su voz
N
adie lo hubiera imaginado al verlas tan bellas, tan
perfectas, tan seguras de sí mismas.
Eran las últimas finalistas de entre miles, de un
concurso para elegir a la mejor modelo profesional. Les habían
dejado de tarea hacer en un pizarrón un dibujo que representara
su voz interior y lo que ésta les decía todo el tiempo. Uno
hubiera creído que en ellas dicha voz sería como la del espejito
de la madrastra de Blancanieves y se la pasaría diciéndoles ‘tú
eres la más bella’, pero resultó ¡todo lo contrario!
Sorprendentemente todas dibujaron su voz interior como un
monstruo de mirada enojada y boca descomunal de la que
salían, en un globito, como en las caricaturas, ¡un montón de
despiadadas críticas! Resulta que todas estas jóvenes, sin
excepción, albergaban en sus adentros un juez peor que el de la
‘Tremenda Corte’, que se la pasaba juzgándolas duramente,
diciéndoles cosas como: ‘qué gorda estás’, ‘qué fea es tu
nariz’,¡ ‘qué panzota!’, ‘nunca la vas a hacer’, ‘estás
espantosa’, ‘eres la peor de todas’ y así por el estilo. Parece
increíble que ellas, que, según los estándares modernos, son
unas bellezas despampanantes, se sientan ¡tan feas!
Por lo visto el eco de tanta palabra negativa tiene un
efecto devastador y duradero. Pero no pensemos que es algo
que sólo les sucede a ellas. Muchas personas viven gravemente
afectadas por frases que les fueron dichas a lo largo de su vida
y que han quedado retumbándoles en la cabeza y lastimándoles
32
el corazón; voces del pasado, de los papás, maestros,
hermanos, compañeros de la escuela o del trabajo, críticas
destructivas que han hecho y siguen haciendo mucho daño: ‘no
sirves’, ‘nunca harás nada bueno’, ‘por más que te esfuerces,
no será suficiente’.
¿Qué hacer al respecto?, ¿cómo silenciar todas esas
voces? Sólo hay una solución: Abrir los oídos. Pero no nada
más para que todo ese nefasto palabrerío salga fuera como una
molesta mosca a la que se le abre una ventana, sino, sobre
todo, para dejar que entre y se quede adentro, lo único que
puede contrarrestar esa dañosa cháchara, lo único que puede
acallarla: la voz de Dios.
En la Primera Lectura que se proclama este domingo en
Misa (ver Dt 18, 15-20) nos enteramos de algo comprensible
pero triste: que en un momento dado el pueblo israelita le dijo
a Moisés: “No queremos volver a oír la voz del Señor nuestro
Dios...pues no queremos morir” (Dt 18,16). Es que para ellos
la voz de Dios era como el trueno, como un terremoto, les daba
pavor, y por eso Él, comprensivo, tuvo que enviarles profetas
que hablaran en Su nombre. Ah, pero a nosotros hoy la voz de
Dios no nos provoca miedo, todo lo contrario, porque gracias a
Jesús sabemos que la voz de Dios es la voz del Padre, que nos
ama, la voz del Hijo, que dio Su vida por nosotros, la voz del
Espíritu Santo, que nos comunica Su amor.
Se comprende entonces que en el Salmo responsorial de
la Misa dominical pidamos: “Señor, que no seamos sordos a
Tu voz”. Generalmente entendemos esta petición en un sentido
de obediencia, de no ‘hacernos los sordos’, sino escuchar lo
que Dios quiera decirnos y cumplir Su voluntad, y desde luego
es así. Pero cabe también interpretarla como una súplica a Dios
para que nos ayude a escuchar Su voz por encima de las otras
voces que resuenan en los oídos de nuestra mente; Su voz, que
es siempre misericordiosa, bondadosa, sabia; que si nos indica
nuestros errores no es para deprimirnos sino para corregirnos;
que si nos muestra lo que hacemos mal es porque sabe que
podemos hacerlo bien; Su voz, que tiene siempre un mensaje
positivo capaz de contrarrestar los mensajes negativos que nos
han lastimado. Si otras voces nos dicen: ‘no vales nada’, Su
voz asegura: “Eres valioso a Mis ojos” (Is 43,4); si otras voces
33
insinúan: ‘nadie te quiere’, Su voz te declara: “Con amor
eterno te he amado”(Jer 31,3); si otras voces afirman: ‘todos te
han olvidado’, Su voz te revela: “Yo no te olvido. Míralo,
tengo tu nombre tatuado en las palmas de Mis manos” (Is 49,
15-16).
34
V Domingo del Tiempo Ordinario
Trabajar sin cobrar
I
magínate que vas en busca de chamba a un centro que
ofrece ‘bolsa de trabajo’, y te dan una solicitud en la que te
preguntan cuál de estas tres opciones prefieres: ‘trabajar y
cobrar’, ‘cobrar sin trabajar’ o ‘trabajar sin cobrar’, ¿cuál
elegirías?
Hice esta pregunta a unos jóvenes. Varios de ellos, sin
pensarlo dos veces contestaron muertos de risa: ‘¡cobrar sin
trabajar!’, pero luego reconsideraron y admitieron que a la
larga se sentirían mal de recibir un sueldo sin haber hecho nada
para merecerlo; la mayoría eligió la opción ‘trabajar y cobrar’,
pero hubo una muchacha que respondió: ‘pues yo averiguaría
qué clase de trabajo es ése en el que no cobras, porque puede
ser algo tan padre que la paga es lo de menos; en muchos
lugares al principio no te pagan, en lo que aprendes y ves si te
quedas, pero ya luego igual consigues el puesto y te pagan’.
Su respuesta nos pareció muy sensata, y dio pie a un
intercambio de ideas al final del cual concluimos que cuando
se trata de trabajar en algo que te encanta, porque te permite
aprender mucho, o desarrollar al máximo tus dones y
capacidades o sentirte útil, o hacer un gran bien, el salario no
es lo más importante.
San Pablo hubiera estado de acuerdo. En su Carta a los
Corintios escribe que todos tienen derecho a vivir de lo que
hacen, y pone varios ejemplos (ver 1Cor 9, 13-14), pero
enseguida declara que él no ha hecho uso de ese derecho, en
35
otras palabras, que no cobra nada. ¿Por qué? Porque recibe otra
recompensa. ¿Cuál? Nos lo dice en la Segunda Lectura que se
proclama este domingo en Misa:
“¿En qué consiste mi recompensa? Consiste en
predicar el Evangelio gratis, renunciando al derecho que
tengo a vivir de la predicación” (1Cor 9, 18).
Al leer esto tal vez muchos se pregunten, ‘¿cómo puede
decir que su recompensa es que no le paguen?, ¿que clase de
recompensa es ésa?’
A quienes están demasiado acostumbrados a juzgarlo
todo en términos monetarios, les suena muy raro que alguien
hable de una recompensa que no implique dinero o algún bien
material; olvidan que existe otro tipo de recompensas, que no
se miden en metálico porque se reciben en lo más hondo del
alma. Me refiero, por ejemplo, a la satisfacción de poder hacer
algo positivo por otros; a la alegría de compartir lo que se tiene
con quien lo necesita; a la paz de tener una conciencia
limpia...Y en el caso de san Pablo, se trata de la recompensa
que le dará Dios por predicar el Evangelio. Y ¿en qué consiste
esa recompensa? Podría decirse que consta de dos partes:
La primera es inmediata, porque como la voluntad
divina es siempre buena, sabia, bienhechora, quien vive
cumpliéndola es colmado de una dicha como no hay otra;
vemos en las cartas de Pablo, que a pesar de todas las
dificultades que enfrentaba, vivía sereno y gozoso.
Y la segunda parte llega al entregarle cuentas a Dios, al
enfrentar ese momento en que Él prometió pagar a cada uno
según su conducta (ver Mt 16,27). Pablo estaba seguro de
recibir la mejor recompensa, la de pasar la eternidad con el
Señor, disfrutando para siempre de Su amor.
Pero quizá alguien diga, ‘bueno, es muy fácil no cobrar
si se tiene dinero, puede ser que Pablo haya sido rico, pero yo
tengo que cobrar por mi trabajo’, a lo cual cabría responder
que Pablo no era rico, y si no cobraba por predicar era para que
no hubiera alguien que por falta de dinero se quedara sin oír su
predicación y sin escuchar la Buena Noticia de Jesucristo, pero
sí trabajaba. Sabemos que era tejedor de tiendas y que ejercía
su oficio para no serle gravoso a nadie (ver Hch 18,3; 1Tes
2,9). El asunto aquí es que él consideraba que lo más
36
importante en su vida no era el dinero, sino predicar, dar a
conocer el Evangelio. Una ‘chamba’ por la que obtenía y
obtendría una recompensa celestial.
Retomando la cuestión planteada al inicio, se confirma
que lo que se hace gratis puede resultar infinitamente (en el
amplio sentido de la palabra) satisfactorio. Y nosotros tenemos
el privilegio de poder experimentarlo. ¿Cómo? Dedicándonos,
como san Pablo, a predicar el Evangelio. Y antes de que
alguien salte y diga: ‘¡Pero yo no tengo facilidad de palabra!,
‘¡pero no tengo tiempo!’, ‘¡pero ya me dedico a otras cosas!’,
déjenme aclarar que esta propuesta no necesariamente implica
ir físicamente a predicar con palabras (aunque desde luego
todos tenemos la tarea de compartir con otros la Palabra de
Dios y animarlos a descubrir cómo les habla a través de ella),
sino sobre todo, con hechos.
Leía el otro día en un relato autobiográfico de Walker
Percy, un premiado novelista norteamericano, que cuando él
estaba en la universidad era ateo, y le llamaba la atención que
uno de sus cuatro compañeros de cuarto, se levantaba todos los
días de madrugada para ir a Misa. Doce años más tarde,
contribuyó a su conversión recordar aquel ejemplo sencillo,
callado, de alguien que demostraba con hechos lo importante
que era Dios en su vida.
Este domingo quedamos invitados a volvernos
empleados de Dios, dedicados a predicar la Buena Nueva
mediante nuestro testimonio a quienes nos rodean, ‘trabajar sin
cobrar’, para obtener una recompensa que ningún dinero
podría comprar.
37
VI Domingo del Tiempo Ordinario
Gloria a Dios
E
s una de esas palabras que hemos escuchado millones
de veces, pero a la hora de explicar qué significa tal vez
descubrimos que bien a bien no lo sabemos.
Me refiero a la palabra ‘Gloria’, claro referida a Dios,
no a un nombre de persona (alguien me platicó que cuando era
chico le preguntó al padre que les enseñaba el catecismo que
quién era Gloria, porque en el Credo decía que Jesús “vendrá
con Gloria a juzgar a vivos y muertos”, ja ja ja).
El diccionario católico la define como la manifestación
de la grandeza y el poder de Dios, y hasta allí vamos bien, es el
significado más conocido, pero si luego leemos en la Segunda
Lectura que se proclama este domingo en Misa, que san Pablo
nos pide: “Todo lo que hagan ustedes, sea comer, o beber, o
cualquiera otra cosa, háganlo todo para gloria de Dios” (1Cor
10, 31), quizá más de uno se pregunte: ¿y qué quiere decir eso
de comer o beber para gloria de Dios?, ¿cómo puedo comer o
beber para manifestar la grandeza y el poder de Dios? Y tal vez
se imagine que consiste en ir diciendo a cada bocado o a cada
trago: ‘¡Gloria a Dios!, o ‘¡mmmm!, ¡esto sabe a gloria!’ Pero
no se trata de eso.
El dar gloria a Dios no solamente implica alabarlo,
aunque desde luego es una parte importante (y no porque Él
quiera ser alabado, sino porque alabarlo nos hace conscientes a
nosotros de todas las maravillas y bendiciones que recibimos
de Él), implica también y sobre todo, darle el lugar que le
38
corresponde, como Dios y Señor de nuestra vida, y vivir
buscando en todo darle gusto, sin hacer jamás algo que pueda
ser contrario a lo que Él pide y espera de nosotros. Así, por
ejemplo, comer para gloria de Dios puede entenderse como
comer sin caer en la gula, y compartir los alimentos con los
necesitados; beber para gloria de Dios es beber con
moderación, sin emborracharse; y así en todo; hacer las cosas
para gloria de Dios es hacerlas pensando en Él, con la
conciencia de que cuanto somos y tenemos lo recibimos de Sus
manos no para abusar de ello o emplearlo sólo en provecho
nuestro , sino para beneficio propio y de los demás, para el
bien común, para que se cumpla la voluntad de Dios que
siempre busca el verdadero provecho de todos.
Se comprende entonces que a continuación el apóstol
pida: “No den motivo de escándalo ni a los judíos, ni a los
paganos, ni a la comunidad cristiana.” (1Cor 10, 32). Él lo
decía porque como los paganos entre los cuales vivían, solían
comer carne que antes habían simbólicamente ofrecido a sus
ídolos, carne que los judíos consideraban abominable, surgió la
duda en la primera comunidad cristiana acerca de si los
cristianos podían o no comer dicha carne, pues los paganos
convertidos al cristianismo pensaban que no tenía nada de
malo, considerando que era simplemente carne barata, y en
cambio a los judíos convertidos al cristianismo les parecía muy
mal, por haber sido vendida después de haber sido ‘ofrecida’ a
‘dioses’ paganos. El asunto se volvió tan importante que tuvo
que ser resuelto en el primer concilio de la historia, el Concilio
de Jerusalén, en el que se determinó que era mejor que los
cristianos procuraran abstenerse de comer la carne que se
vendía luego de haber sido ofrecida a ídolos paganos (ver Hch
15, 28).
Hoy en día, estas palabras de san Pablo tienen otra
aplicación para nosotros: hacernos conscientes de que la
manera como comemos, bebemos o hacemos cualquier cosa, es
observada por personas que no tienen fe, por personas que
creen en Dios pero no en Cristo, y por miembros de nuestra
propia comunidad de creyentes, por lo que se justifica todavía
más el que procuremos hacerlo todo teniendo en mente agradar
a Dios, pues así de paso daremos un buen testimonio cristiano
39
que tal vez anime a otros a imitarnos y dar gloria, como
nosotros, al Señor.
40
Miércoles de Ceniza
Todavía es tiempo
omo que el tiempo se está haciendo chiquito’; ‘ya
no rinde como antes’; ‘por más que corro y corro
todo el día, no me alcanza’; ‘¡no puedo creer que ya
pasó un año y ya va a empezar otra vez la Cuaresma, si se
siente como que apenas ayer estábamos celebrando la Pascua!’
Se escuchan frases así cada vez con mayor frecuencia;
muchas personas perciben que el tiempo vuela, que es
demasiado poco para hacer todo lo que quisieran; ‘ojalá el día
tuviera más horas’, dicen, pero como no se puede alargar el
tiempo, no queda más que reaccionar ante su escasez como
reacciona uno ante algo que valora mucho y de lo cual posee
poco: procura sacarle el máximo provecho.
Recuerdo que cuando yo era chica, le regalaron a mi
mamá una cajita de higos secos glaseados de Turquía, que de
vez en cuando compartía conmigo. Se sentaba en su sillón y
me daba la llave de su ropero para que sacara la cajita de rafia
de colores pastel. Cada higo venía envuelto en papel iridiscente
bellamente decorado con motivos de flores y atado con una
cuerdita. No era de esas golosinas que se comen a puños,
distraídamente, mientras se ve una película, no. Cada una
tomaba un paquetito, lo desamarraba, lo desenvolvía y le iba
dando mordiditas a la fruta, ‘chiquitéandola’, haciéndola
rendir, saboreando cada pedazo, alabando su textura, su
dulzura, su sabor. Eran pocos y nos duraron poco, pero ¡cómo
los disfrutamos! Con el tiempo sucede algo semejante. Si lo
´C
41
vivimos con la conciencia de que es valioso y de que tenemos
poco, lo aprovechamos mejor.
Supe de una enferma en fase terminal que cuando entró
al hospital del que sabía que ya no saldría, reflexionaba que en
los meses pasados había hecho muchas cosas por última vez
sin saber que era la última vez que las hacía. Comer un helado,
contemplar un atardecer, platicar con una amiga, caminar por
un parque. Y que ahora que sí sabía que le quedaba poco
tiempo de vida, quería hacer cada cosa consciente de que sería
la última vez que la hiciera, para disfrutarla intensamente.
Cabe preguntarnos si viviríamos de manera diferente si
pensáramos que lo que estamos haciendo, lo estamos haciendo
por última vez, y no sólo a nivel humano, por ejemplo,
expresarle amor a un ser querido; dar una mano, otorgar un
perdón, sino sobre todo en nuestra relación con Dios:
¿Reaccionaríamos distinto si supiéramos que estamos
asistiendo a nuestra última Misa; que estamos confesándonos
por última vez; que acabamos de recibir nuestra última
Comunión?
Ahora bien, el pensar que tal vez estamos haciendo algo
por última vez no debe ser motivo de desánimo o de parálisis.
Ahora que se habla tanto del final de los tiempos y de que el
fin del mundo será el 21 de diciembre, (fecha en que seguro no
sucederá, pues Jesús prometió que el final llegará de sorpresa),
conozco gente que ya no quiere empezar nada nuevo (desde
pintar la puerta de su casa hasta comprometerse en algún
ministerio en su parroquia), porque piensa que ya para qué si
ya se va a acabar el mundo. Cuidado con pensar así porque le
puede pasar como a mi hermana mayor, que cuando era
estudiante un día anunciaron en la tele que al día siguiente se
iba a terminar el mundo, lo creyó, no estudió para un examen y
lo reprobó; o también le puede suceder como a aquel fundador
de una secta, que pronosticó varias veces el fin del mundo y
sólo le atinó una vez, pero no a la fecha, sino a que se acabaría
el mundo, pero no el de todos, nada más el suyo, porque se
murió.
El fin de los tiempos llegará, si no el de todos, el
nuestro, y como no sabemos cuándo será no podemos
sentarnos a esperar sino levantarnos a vivir. Pienso en doña
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Raque, una señora mayor que acaba de fallecer y fue ejemplo
de vida plena. Recuerdo que el año pasado el Jueves Santo, la
adoración al Señor se alargó hasta más allá de la medianoche,
y al final quedamos unas cuantas personas entre las cuales
estaba ella, su hija y su nieta, que estaba cantando alabanzas a
Dios junto con otros jóvenes. Y a pesar de la avanzada hora, la
señora estaba feliz, escuchando fascinada a su nieta,
saboreando cada canción, cada oración. No sabía que sería su
última Semana Santa en este mundo, pero aun si lo hubiera
sabido no habría podido disfrutarla más, la vivió a plenitud.
Este Miércoles de Ceniza, la Primera Lectura que se
proclama en Misa nos da un anuncio esperanzador: “Todavía
es tiempo” (Jl 2, 12). ¿Sientes que el tiempo se te va? ¡Date
cuenta de que todavía lo tienes y no lo desperdicies! ¿Sientes
que cada vez tienes menos?, ¡ponlo en manos de Dios y pídele
que te ayude a hacerlo rendir!
No podemos estar seguros de cuándo se va a acabar el
mundo, pero sí podemos estar seguros de que Dios no quiere
que nos crucemos de brazos esperando el final.
Que esta frase del profeta Joel con la que inicia la
Cuaresma, quede resonando en nuestro interior y nos anime a
darnos cuenta de que por poco o mucho tiempo que nos quede
por vivir, todavía es tiempo de que hagamos algo provechoso
para nuestra alma. Por ejemplo, todavía es tiempo de que nos
reconciliemos con alguien. Todavía es tiempo de apartar un
rato del día para dialogar con el Señor. Todavía es tiempo de
comenzar a leer la Palabra. Todavía es tiempo de planear
participar en los oficios de Semana Santa, para ‘cargar pilas’
espirituales, y mejor dejar las vacaciones para Pascua. Todavía
es tiempo de...(escribe tu propia frase). Todavía es tiempo de
(¡síguele, no te detengas!:...). Todavía es tiempo...
43
I Domingo de Cuaresma
Eres polvo, pero...
N
adie hubiera imaginado que alguien se daría por
ofendido cuando le dijeran esa frase, pero así fue. Un
ministro platicó que este pasado miércoles cuando
estaba imponiendo ceniza a la gente que acudió con ese
propósito a su parroquia, le tocó el turno a un joven, y cuando
al ponerle la ceniza le dijo ‘Recuerda que eres polvo y al polvo
volverás’, el muchacho se enojó y le respondió: ‘Pues tú
también...’, y ¡le soltó una palabrota!
Sorprende esa falta de respeto, como decía una tía mía:
‘no son modos’, pero en el fondo esa iracunda reacción
expresa una verdad: no nos gusta que nos digan que somos
polvo y al polvo volveremos, ¿por qué?, quizá por cierta
soberbia de no querer reconocer que no somos los ‘muy muy’
(como diría otra tía mía) que a veces creemos ser, sino simples
criaturas frágiles y mortales; o también porque nos da miedo
pensar en morir, pero sobre todo porque aunque es verdad que
somos polvo, es decir, que no seríamos nada si Dios, nuestro
Alfarero, no nos hubiera modelado con Sus manos (ver Gen
2,7; Is 64,8), no admitimos que vamos a volver al polvo y a
quedarnos allí; se nos revuelven las entrañas de sólo pensarlo,
¿por qué? porque fuimos creados para la eternidad, la idea de
acabar en nada nos repele porque es falsa, tenemos la certeza,
porque así nos lo ha revelado Dios y así lo sentimos en el alma,
de que nuestro destino no es el polvo sino la vida eterna.
44
Es cierto que el tiempo de Cuaresma es un tiempo
penitencial, pero no hay que dejar la mirada baja y fija en las
realidades del pecado y de la muerte, sino alzarla hacia Aquel
que nos llama a tener vida y vida en abundancia.
Nos lo recuerda san Pedro en la Primera Lectura que se
proclama en Misa este Primer Domingo de Cuaresma (ver 1Pe
3, 18-22), “Cristo murió...por los pecados de los
hombres...para llevarnos a Dios, murió en Su cuerpo y
resucitó glorificado”. En otras palabras, Cristo murió para
compartir nuestra muerte, pero resucitó para rescatarnos de
ella. Somos polvo, sí, y al morir volveremos a la tierra, pero no
nos quedaremos en ella. Estamos destinados a algo más.
En ese sentido, tal vez habría que hacerle un añadido a
la frase que se emplea al imponer la ceniza y decir algo así
como: ‘recuerda que eres polvo y al polvo volverás, pero
¡resucitarás!’
45
II Domingo de Cuaresma
Fin de los reclamos
C
uando te sucede algo que consideras malo, ¿qué tanto
aguantas antes de empezar a reclamarle a Dios?
Solemos soportar un poco lo que dura poco, pero no
mucho lo que dura mucho, sobre todo si se pone peor. Puedes
tolerar una dolor breve y pasajero, pero ¿que sea intenso y se
prolongue semanas y semanas?; un conflicto leve con tu
cónyuge, pero, ¿que se desmorone tu matrimonio?, un despido,
pero ¿que pasen años y no encuentres empleo?
Cuando vivimos situaciones que nos ponen duramente
a prueba, es difícil no voltear hacia Dios a decirle: ¿qué pasa?,
¿por qué no haces algo al respecto? Nos sentimos como un
niño que se estuviera ahogando en una alberca profunda y
viera que en la orilla lo contempla impávido el salvavidas, que
trae en la mano un flotador y se queda dándole vueltas y
vueltas en lugar de aventárselo para que pueda asirse a él y
salir a flote.
¿Por qué nos desespera que Dios no intervenga para
rescatarnos cuando estamos con el agua hasta el cuello? Quizá
porque tenemos una idea distorsionada de Dios. Cabe
preguntarnos: ¿Qué esperamos de Dios?, ¿por qué lo
buscamos?, ¿por qué lo buscas tú?
Si lo buscas sólo para que te resuelva todos los
problemas como y cuando se lo indiques, entonces ten
cuidado, porque al no recibir la respuesta que esperas puede
sucederte una de estas cuatro cosas:
46
1. Que pienses que Él no existe y te olvides de Él.
2. Que pienses que sí existe pero no es Todopoderoso y por eso
no puede resolver tu asunto, así que no tiene caso rezarle, y te
olvides de Él.
3. Que pienses que sí existe y es Todopoderoso, pero no es
Bueno y no le importa verte sufrir, en cuyo caso decides
alejarte y te olvidas de Él.
4. Que pienses que sí existe, y es Todopoderoso y Bueno, pero
tú no le importas y por eso no te ayuda, en vista de lo cual,
decides que a ti tampoco te importa, y te olvidas de Él.
¿Te das cuenta? En todos los casos el resultado es igual
y negativo: que termines apartándote de Dios, olvidándote de
Él. Es seguramente una de las poderosas razones por las que
Jesús no quería que se acercaran a Él sólo por Sus milagros, y
por eso cada vez que sabía que la gente lo andaba buscando
por esos motivos, se iba rápido a otra parte (ver Mc 1, 32-38;
Mc 8, 11-13; Jn 6,14-15;).
¿Entonces, por qué buscar a Dios? Por Su amor y por la
salvación que nos ofrece.
Al buscar a Dios por amor, descubrimos que Él nos
amó primero (ver 1Jn 4,19), que nuestro amor es respuesta a
Su amor eterno. Nosotros no existimos desde siempre, pero Él
sí, y nos ama desde siempre, desde antes de crearnos.
Conocer esto es comprender que no le hemos sido ni le
seremos jamás indiferentes, y lo único que le interesa es
nuestro bien. Pero ojo, no sólo nuestro bien en este mundo, que
es pasajero, sino, sobre todo, nuestro verdadero bien: que
alcancemos la salvación que nos ofrece.
Tenemos así otra razón para buscar a Dios: que sólo Él
puede salvarnos. Pero no lo pensemos nada más en términos
del aquí y ahora (que nos salve de este enfermedad, de esta
crisis, de esta tragedia), pues aunque desde luego se ocupa de
nuestros asuntos en la tierra y podemos y debemos acudir a Él
para pedirle ayuda en nuestros problemas cotidianos, no
debemos olvidar que aunque sintamos que lo malo que aquí
nos pasa dura demasiado, ese tiempo no es nada comparado
con la eternidad y la felicidad sin final que estamos invitados a
disfrutar. Así que aunque nos parezca que un dolor o un
sufrimiento se prolonga excesivamente, si lo comparamos con
47
el gozo que nos espera en la vida eterna, no es nada. Claro, eso
no significa que debamos sufrir o aguantar los sufrimientos propios o ajenos- sin intentar remediarlos, sólo que debemos
situarlos en perspectiva, aprender a contemplarlos desde el
punto de vista de Dios. Entonces, por más que se alargue un
momento difícil en nuestra vida, si lo pensamos en términos de
eternidad, es un instante, que duele, sí, que se sufre, sí, pero
que si lo aprovechamos bien puede ayudarnos a purificarnos, a
crecer en humildad, en paciencia, en comprensión hacia otros,
en solidaridad, en amor.
Suele suceder que mientras estamos sufriendo nos
quejamos amargamente, y luego que ya todo pasó, volvemos la
vista atrás y logramos comprender que aquello contribuyó para
nuestro bien y/o el de otros. Buscar a Dios por Su amor y por
la salvación que nos ofrece nos permite tener esa visión no
sólo al final sino mientras estamos viviendo cualquier
dificultad, por grande que ésta sea. Nos ayuda a mantener
firme la fe y la esperanza que tenemos puesta en el Señor, para
poder decir, como en el Salmo que se proclama este domingo
en Misa: “Aun abrumado de desgracias, siempre confié en
Dios”. (Sal 116, 10).
Sólo cuando captamos que Él permite en nuestra vida
únicamente aquello que puede contribuir a nuestra salvación,
se nos inunda de paz el corazón y por fin nos quedamos ¡sin
reclamos!
48
III Domingo de Cuaresma
Locura y debilidad
icen que ‘para el que cree en Dios, mil preguntas no
constituyen una duda. Para el que no cree en Dios, mil
pruebas no constituyen una certeza’.
¿Por qué al que cree nada lo hace dudar? Porque, a
diferencia de lo que se suele pensar, la fe no es simplemente un
asunto intelectual que pueda echarse abajo a base de preguntas
capciosas. La fe es una respuesta afirmativa que se le da a
Dios, porque se le ha encontrado, Vivo y Presente, sea en Su
Palabra, en la Eucaristía, en la oración, en una experiencia de
conversión...Entonces el que cree no simplemente ‘piensa’ que
Dios existe, sino que lo ha palpado en su propia existencia y
por eso no hay pregunta que pueda hacerlo perder la fe, porque
no le importa no tener todas las respuestas, sabe que Dios
existe y que Él las tiene, y eso le basta.
Y ¿por qué al que no cree de nada le sirven todas las
pruebas que se le presenten? Porque si pretende aproximarse a
Dios de un modo puramente intelectual, nada lo convence. Ya
puede llegar alguien y decirle: ‘pero mira a tu alrededor, la
creación entera, la perfección del mundo, tuvo que haber un
Autor, un Ser Inteligente y Bueno que creara todo esto’,
responderá: ‘la materia se creó sola, todo surgió de pronto en
un ‘big bang’, y se acomodó perfectamente por pura
casualidad’. O si se le dice: ‘acuérdate de cómo se arregló
milagrosamente tu asunto cuando empezamos a orar por ti’,
alegará: ‘de todos modos se iba a arreglar’; o peor: ‘es que le
D
49
echaron montón a la buena vibra’. Y si tal vez le plantea: ‘mira
cuántos testimonios, no sólo en la Biblia, sino de santos y
santas y de mucha gente que ha captado la presencia de Dios’,
contestará: ‘imaginaciones suyas’, y si por último tratara de
hacerle ver: ‘alguna vez has reconocido que sientes un vacío
interior, que no se sacia con nada; es porque hay un hueco en
tu alma que sólo Dios puede llenar, te hace falta Él’, replicará:
‘no, no es eso, es que he andado ‘depre’...’. ¡No hay modo de
ganar con alguien así! El que no cree está esperando tener
todas las respuestas antes de creer, no se pone a pensar que si
las tuviera, ¡sería Dios! Y si pide señales y éstas se le
conceden, de inmediato considera que fue pura ‘chiripada’, las
desestima y pide más.
Tenemos dos ejemplos de incrédulos en la Segunda
Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 1Cor 1,
22-25). Dice san Pablo: “los judíos exigen señales milagrosas
y los paganos piden sabiduría” (1Cor 1,22). A los judíos se les
habían dado ya muchas señales, entre otras cosas, habían visto
a Jesús curar incurables y revivir muertos, pero ¡ni así se
conformaban!, tal vez pensaban que aquellos enfermos estaban
fingiendo, o que aquellos muertos estaban durmiendo. Cuando
se trata de racionalizar, de resistirnos a la fe, nos pintamos
solos para hallar pretextos para no dar nuestro brazo a torcer.
Por su parte que los paganos pidieran sabiduría no se
refiere a la sabiduría que proviene de Dios, sino a que querían
una fe lógica, que coincidiera con sus criterios filosóficos
(como les pasa hoy a muchos, que están esperando que la
religión se amolde a su concepto de lo que está bien, de lo
políticamente correcto, de lo que no les cuesta trabajo, de lo
que les parece razonable).
En el fondo ambos estaban esperando que Dios fuera
como ellos querían. ¿Qué hacer ante estos casos?, ¿procurar
ceder, darles gusto, predicarles un Dios a su medida? No, eso
no les haría bien, todo lo contrario. Dice el Papa que darle a la
gente por su lado para que se acerque a la fe no es hacerles un
favor, nunca se debe renunciar a la verdad para atraer almas.
Muchos han querido ganar adeptos presentando una
imagen distorsionada de Dios, presentándolo como el que los
sacará de pobres o les impedirá sufrir, o el que es tan manga
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ancha que todo lo permite y ‘apapacha’, pero eso no es cierto.
La fe exige esfuerzo, pasar por la puerta estrecha, y a la gloria
se llega por la cruz, no hay atajos. Por eso dice san Pablo:
“nosotros predicamos a Cristo crucificado, que es escándalo
para los judíos y locura para los paganos” (1 Cor 1,23).
Quienes esperan que Dios se adapte a sus expectativas
tal vez queden momentáneamente defraudados si se les predica
a Cristo crucificado, los escandaliza, les parece una locura que
Jesús, siendo Dios, en lugar de llegar a imponerse con poder y
fuerza, hubiera elegido el camino de la humildad, la
mansedumbre, el sufrimiento, la entrega de Su vida, Su muerte
en la cruz. Pero tarde o temprano comprenderán que, aunque a
los ojos del mundo no lo parezca, es en ese camino donde está
la verdadera grandeza, el máximo poder divino, lo que Pablo
llama “la fuerza y la sabiduría de Dios” (1Cor 1, 24). Pues fue
en la aparente debilidad de Cristo, clavado y muerto en la cruz,
que derrotó con fuerza el mal, el pecado y la muerte; fue
gracias a aquella aparente sinrazón de que tuviera que sufrir,
padecer y morir en la cruz, que hoy podemos encontrarle
sentido a nuestros sufrimientos, unirlos a los Suyos y
convertirlos en camino de santidad y redención.
Fue en Cristo crucificado que se cumplió el plan de
salvación de Dios. Por eso no vale predicar ninguno otro,
intentar presentar un cristianismo ‘sensato’ o unas pruebas a la
medida del gusto de cada quien. Y cabe confiar en que, tarde o
temprano, y por la misericordiosa gracia de Dios, aun los más
reacios a admitirlo hoy, lleguen un día a captar que, como dice
san Pablo: “la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de
los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza
de los hombres” (1 Cor 1,25).
51
IV Domingo de Cuaresma
Nobleza obliga
D
e todas las maneras que hay para dar gracias, una de
las que mejor expresan cómo se siente la persona que
recibe un favor es la que usan en Brasil: ‘muito
obrigado’, que podría traducirse como ‘muy obligado’. No sé
si se deba a que así somos los seres humanos o se trate de un
asunto cultural, social o de educación, pero cuando alguien
hace algo por nosotros nos sentimos obligados a
corresponderle de alguna manera. En eso se basan, por
ejemplo, quienes, en tiempos electorales, pretenden comprar el
voto. Saben que si una persona les acepta una despensa, un
electrodoméstico o lo que sea que le regalen, se sentirá
obligada a corresponder ‘asegurando presencia’ en algún mitin
(en otras palabras, dejándose acarrear), o votando por su
candidato. También quienes prometen a éste cierto número de
votos, confían en que si gana se sentirá obligado a darles algo a
cambio.
Es triste pero es así. Solemos establecer con los demás
relaciones de ‘toma y daca’. ‘Tú haces esto por mí, yo hago
esto por ti’, ‘tú me das, yo te doy’. Procuramos pagar lo poco
con poco, y lo mucho con mucho, para poder decir, como en el
tango: ‘mano a mano hemos quedado’.
Pero, ¿qué pasa cuando el favor que recibes es tan, pero
tan desproporcionadamente grande que simplemente no hay
modo de que puedas corresponder? Entonces no tienes más
remedio que quedar por siempre agradecido, manteniendo vivo
52
el recuerdo de aquello bueno que hicieron por ti y haciéndole
saber a quien lo hizo, que cuenta contigo para poder servirle en
lo que necesite.
Pues, por si no lo sabíamos, nos hallamos precisamente
en ese caso. Sí. Nos los hace saber san Pablo, en la Segunda
Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Ef 2, 410). Nos deja claro que hemos recibido el regalo más
extraordinario que un ser humano pueda recibir, y ha sido sin
mérito ni razón alguna de nuestra parte, es decir, sin haber
hecho nada para merecerlo.
Afirma que cuando “nosotros estábamos muertos por
nuestros pecados”, Dios “nos dio la vida con Cristo y por
Cristo” , que el hecho de que podamos alcanzar la salvación se
debe a la “pura generosidad” de Dios, que es obra de Su
misericordia, de Su amor, de “la incomparable riqueza de Su
gracia y de Su bondad para con nosotros”. Y por si nos
quedara alguna duda, todavía aclara: “no se debe a nosotros
mismos, sino que es un don de Dios. Tampoco se debe a las
obras, para que nadie pueda presumir”.
En otras palabras, tenemos una deuda con Dios que no
tenemos modo de pagar; nada que hayamos hecho, hagamos o
podamos hacer, alcanzaría para empezar siquiera a disminuir
lo que le debemos: que nos haya regalado la existencia en este
mundo y que cuando lo defraudamos con nuestros pecados, no
nos haya borrado de la faz de la tierra, sino haya asumido
nuestra condición humana, nos haya rescatado del pecado y de
la muerte, se haya quedado con nosotros hasta el fin del mundo
y nos haya invitado a pasar la eternidad con Él. ¿Qué podemos
dar a cambio de semejante regalazo? Si pretendiéramos quedar
a mano con Él, debemos reconocer que no tenemos con qué,
pero eso no significa que no podamos hacer algo. Así como a
nivel humano, cuando alguien hace algo extraordinario por
nosotros, lo tenemos siempre presente y procuramos servirle
en lo que podamos, del mismo modo con relación a Dios, para
tratar de corresponderle, en la medida de nuestras míseras
fuerzas, sólo podemos esforzarnos por no olvidar cuánto ha
hecho por nosotros, y hacer algo que le agrade a Él. Y ¿qué le
agrada? Que hagamos el bien.
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Dice san Pablo que fuimos “creados por medio de
Cristo Jesús, para hacer el bien que Dios ha dispuesto que
hagamos”. Alguien puede preguntar: ‘¿pero qué no se está
contradiciendo? Primero dice que lo que recibimos no se debe
a nuestras obras y luego nos sugiere que hagamos el bien, es
decir, buenas obras. ¿Quién lo entiende?’ A lo que cabe
responder que no hay contradicción. Los dones que Dios nos
da no se deben a nuestras obras, sino a Su generosidad. Así que
no hacemos obras para obtener algo de Dios, Él nos lo da todo
gratuitamente. Pero como ‘nobleza obliga’, el reconocer todos
los dones que Dios ya nos dio sin que los mereciéramos, nos
mueve a corresponderle. Y así, podemos corresponder a Su
encarnación, amándolo en la persona de los demás,
especialmente en los más pequeños y necesitados;
corresponder a Su perdón, acercándonos a reconciliarnos con
Él en el Sacramento de la Confesión, y también perdonando a
los demás; corresponder a Su misericordia, siendo
misericordiosos con otros; corresponder a que se haya dignado
darnos Su Palabra, leyéndola, meditándola, compartiéndola;
corresponder a que nos haya librado del pecado, procurando no
caer en él; corresponder a Su presencia en la Eucaristía,
acercándonos a recibirla; corresponder a que se ha quedado
entre nosotros, dedicando un tiempo cada día solamente para
estar con Él.
Con todo ello no pretendemos ‘comprar’ la salvación,
sabemos que el Señor nos la regala sin mérito de nuestra parte.
Es nada más una manera, pequeña y siempre insuficiente, pero
la única que tenemos, de mostrarle que aceptamos Su regalo y
se lo agradecemos.
54
V Domingo de Cuaresma
Quisiéramos ver
S
iempre me pregunté por qué Jesús respondió con una
frase que no parece respuesta sino más bien algo que
venía pensando o incluso puede dar la impresión de que
cambió el tema. Me refiero a la escena que aparece al inicio
del Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn
12, 20-33).
Narra san Juan que cuando Jesús estaba en Jerusalén,
“habían llegado a Jerusalén para adorar a Dios en la fiesta de
Pascua algunos griegos (cabe hacer notar que se trata de
hombres procedentes de un pueblo pagano, pero ellos creían en
el Dios de Israel y habían llegado a darle culto), los cuales se
acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea (uno de los doce
apóstoles de Jesús; su nombre era de origen griego, por lo que
muy probablemente hablaba griego y podía servirles de
intérprete), y le pidieron: ‘Señor, quisiéramos ver a Jesús’...”
(Jn 12, 20-21).
Es algo muy significativo, que estos hombres de fe, que
ya creen en Dios, se hayan abierto a la gracia de saber o al
menos intuir que Jesús es Alguien al que quieren ver, al que se
quieren acercar. Y es interesante que se lo plantean a Felipe, al
que en otra escena del Evangelio vimos animando a Natanael a
conocer a Jesús, diciéndole que Jesús es Aquél del que
hablaban Moisés y los profetas, y cuando Natanael puso ciertas
objeciones le respondió: “ven y lo verás” (Jn 1,46).
55
He aquí unos que ya tienen el corazón dispuesto a ir y a
ver. Felipe le comenta a Andrés, otro de los discípulos, la
petición de los griegos, y ambos van a planteársela a Jesús, que
les responde: “Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre
sea glorificado. Yo les aseguro que si el grano de trigo,
sembrado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero si
muere, producirá mucho fruto” (Jn 12, 23-24).
Cuando uno hubiera esperado que Jesús contesta algo
así como: ‘sí, claro, diles que vengan’, pronuncia en cambio
esa enigmática frase. Me preguntaba qué querría decir aquello,
hasta que por fin lo averigüé, y ¿sabes quién me lo aclaró? El
Papa Benedicto XVI.
En su libro ‘Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en
Jerusalén hasta la Resurrección’, aborda este tema, y, como
siempre, da una interpretación que lo hace a uno decir: ‘¡ajá,
ahora ya entiendo!’. Debo decir que el Papa tiene un
extraordinario don para comentar la Palabra de Dios aportando
siempre algo especial, un enfoque profundo, una cierta luz que
hace que uno halle continuamente nuevas riquezas en textos
difíciles de entender, o tan conocidos que parecía que no se
podía sacar de ellos algo nuevo.
En este caso, explica el Papa que “Jesús responde de
una manera misteriosa...contesta con una profecía de la Pasión,
en la cual interpreta Su muerte inminente como ‘glorificación’,
una glorificación que se demostrará en la gran fecundidad
obtenida. ¿Qué significa esto? Lo que cuenta no es un
encuentro inmediato y externo entre Jesús y los griegos. Habrá
otro encuentro que irá mucho más al fondo. Sí, los griegos lo
‘verán’; irá a ellos a través de la cruz. Irá como grano de trigo
muerto y dará fruto para ellos. Ellos verán su ‘gloria’,
encontrarán en el Jesús crucificado al verdadero Dios que
estaban buscando en sus mitos y en su filosofía” (p.31).
Es decir, que, como siempre, Jesús no responde
simplemente a la necesidad inmediata de estos hombres (verlo
en ese momento), sino a la verdadera necesidad que tienen: la
de ser salvados por Él, la de verlo y pasar con Él ¡toda la
eternidad!
Se entiende así que más adelante Jesús diga que no le
va a pedir al Padre que lo libre de de ‘esta hora’ (se refiere a
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dar Su vida en la cruz para la redención de todos), pues ‘para
eso ha venido’. Y cuando pide: “Padre, dale gloria a Tu
nombre” (Jn 12,28), se oye una voz que dice: “Lo he
glorificado y volveré a glorificarlo” (Jn 12,28). La gloria de
Dios, es decir, que todos lo conozcan y acepten la salvación
que les ofrece, se dará a través de la cruz. Por eso al final del
Evangelio dominical leemos que Jesús dice: “Cuando suba a
lo alto, atraeré a todos hacia Mí” (Jn 12, 33). Dice el Papa que
se trata del cumplimiento de una profecía de Isaías, que
anuncia: “En cuanto a los extranjeros adheridos al Señor...yo
les traeré a mi monte santo y les alegraré en mi Casa de
oración...” (Is 56, 6-7).
Qué significativo que este domingo, en el que el Papa
está en México y celebra Misa al pie del monte santo de Cristo
Rey, se proclame este Evangelio en el cual se anuncia algo que
todos quisiéramos ver de todo corazón: que creyentes y no
creyentes levanten todos la vista a lo alto, y al ver a Cristo
glorificado, se sientan movidos a acercarse a Él, conocerlo, y
abrir su corazón al don de la salvación.
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Domingo de Ramos
Verdadero consuelo
¿
Sabes consolar al que está triste?, ¿logras decir las
palabras justas, las que en verdad lo conforten?, o tal vez
eres como uno del que supe que en un velorio, abrazó a
uno de los deudos y como estaba acostumbrado a dar abrazos
sólo en los cumpleaños le dijo, por inercia: ‘muchos días de
éstos’.
No es fácil saber qué decirle a alguien que sufre. Hay
veces en que lo mejor es simplemente acompañarlo en silencio.
Por eso llama la atención lo que afirma el profeta Isaías en la
Primera Lectura que se proclama este Domingo de Ramos: “El
Señor me ha dado una lengua experta, para que pueda
confortar al abatido con palabras de aliento” (Is 50, 4).
¿Cómo le hizo?, ¿cómo consiguió esa ‘lengua experta’? Lo
averiguamos si seguimos leyendo. Dice: “Mañana tras
mañana, el Señor despierta mi oído para que escuche yo, como
discípulo. El Señor Dios me ha hecho oír Sus palabras y yo no
he opuesto resistencia ni me he echado para atrás” (Is 50, 45).
Una primera condición para lograr tener lengua experta
es tener oído de discípulo, ¿qué significa eso?, saber escuchar
la Palabra de Dios, acogerla, meditarla, y cumplirla, sobre todo
cumplirla, lo cual no siempre es sencillo. Hay veces en que la
Palabra de Dios es exigente, nos pide que perdonemos al que
no queremos perdonar, que renunciemos a algo a lo que
estamos aferrados, que demos lo que no queremos dar; en esos
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casos es fácil decir: ‘esto no me lo dice a mí’, ‘esto suena
bonito pero es imposible de cumplir’, se tiene la tentación de
oponer resistencia o echarse para atrás. Pero quien supera esa
tentación, quien se mantiene firme en la escucha y obediencia
a la Palabra de Dios, adquiere, por una parte, una sabiduría que
viene de lo alto, que puede comunicar a otros, y por otra parte,
va descubriendo que le es posible amoldarse a la voluntad de
Dios, aunque pida algo muy trabajoso de cumplir, porque Él le
da la fuerza, Él lo sostiene.
Por eso a continuación puede afirmar: “Ofrecí la
espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me
tiraban de la barba. No aparté mi rostro de los insultos y
salivazos. Pero el Señor me ayuda, por eso no quedaré
confundido, por eso endurecí mi rostro como roca y sé que no
quedaré avergonzado.” (Is 50, 6-7).
Aquí está la segunda condición para poder confortar al
que sufre: haber sufrido. Sólo el que ha pasado por cierta
situación sabe exactamente lo que se siente y está en
posibilidades de consolar al que la está padeciendo.
Es muy significativo que se haya elegido este texto
como Primera Lectura en Misa este domingo en el que se
proclama el Evangelio que narra la Pasión de nuestro Señor
Jesucristo, un relato en el que vemos a Jesús sufrir críticas,
traición, tristeza, el abandono de los Suyos, burlas, golpes,
escupitajos, azotes, una condena injusta e ignominiosa y la
muerte en la cruz. De hecho, las palabras del profeta Isaías
anuncian lo que le sucedería, siglos después, a Jesús. Él
también fue golpeado, le tiraron de la barba, lo insultaron y
escupieron. Y todavía más. Sufrió lo que nadie más ha sufrido,
porque asumió los sufrimientos de todos. Libremente lo
aceptó, se adentró hasta lo más hondo, lo más negro de nuestra
realidad humana. ¿Por qué?, ¿para qué? Desde luego para
comprender nuestro sufrimiento. Dice en la Carta a los
Hebreos que Jesús no es incapaz de compadecerse de nosotros
cuando sufrimos, porque Él mismo sufrió, es decir, sabe lo que
se siente sufrir (ver Heb 4,15-16), pero sobre todo, sufrió para
darle un sentido a nuestro sufrimiento, para volverlo redentor,
para que podamos unirlo al Suyo y que deje de ser oscuridad
que envuelve y agobia para convertirse en un camino
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iluminado por Aquel que es Luz del mundo, por Aquel que
puede confortar al abatido más que a nadie. Él, que aceptó
sufrir por nosotros, sí que puede consolarnos cuando sufrimos,
y con Él de la mano también nosotros podemos convertirnos en
consuelo para los demás, basta que dejemos que el Señor nos
abra el oído para escuchar y vivir Su Palabra, y que
aprovechemos lo que nos toque padecer no para deprimirnos o
rebelarnos, sino para unir nuestro sufrimiento al Suyo y
compartir con otros la paz y fortaleza que sólo Él nos da.
60
Domingo de Pascua
¿Quién nos quitará
la piedra?
Q
uizá nos parezca rara la pregunta que se hacían aquellas
mujeres de las que nos habla el Evangelio que se
proclama en la Vigilia Pascual y en la Misa del domingo
de Pascua (ver Mc 16, 1-7). Es que actualmente nos basta con
ir al área de criptas de una iglesia o entrar y recorrer las
arboladas veredas de un cementerio, para llegar fácilmente a
donde está el nicho o la tumba donde yacen los restos de un ser
amado, pero en tiempos de Jesús se solía sepultar a los muertos
en una especie de cueva que se excavaba en la roca. En ese
espacio oscuro, frío, se dejaba al difunto amortajado, salían los
deudos y cerraban el sitio echando a rodar una piedra lo
suficientemente grande y pesada como para que nadie pudiera
moverla para meterse, y quedara tapando muy bien la entrada.
Ahí dejaban a su ser querido, encerrado en ese lóbrego
sitio, sumido en la más terrible oscuridad.
Se comprende entonces que cuando María Magdalena y
otras mujeres iban al alba del domingo hacia el sepulcro de
Jesús, con intención de embalsamar a su Maestro (pues el
viernes no habían podido completar todos los rituales
mortuorios como hubieran querido pues caía la tarde y
comenzaba el sábado, en el cual estaba prohibido realizar este
tipo de labores), se preguntaran: “¿Quién nos quitará la piedra
de la entrada del sepulcro?” (Mc 16, 3).
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Su pregunta tiene una lógica evidente, referida a lo que
en ese momento les preocupaba (ver si encontraban a algunos
hombres a quiénes pedirles ayuda para que rodaran la piedrota
y pudieran así entrar ellas al sepulcro de Jesús), pero como
siempre sucede con la Palabra de Dios, la pregunta no sólo
puede aplicar a lo inmediato, sino que va más allá. Expresa el
interrogante más profundo que podemos plantearnos los seres
humanos: ¿quién nos quitará la piedra del sepulcro?, ¿habrá
alguien capaz de rescatarnos cuando muramos?, ¿será nuestra
muerte un final sin remedio?, ¿permaneceremos para siempre
encerrados en su tiniebla?, ¿no hay salida?, ¿no hay nada más
después?
Se trata de un cuestionamiento central de cuya
respuesta depende todo, define por completo si podemos tener
o no esperanza, y no sólo para cuando llegue el final de
nuestras vidas, sino para iluminar y derrotar las realidades de
muerte que vivimos cotidianamente, las pequeñas muertes que
padecemos cada día, las que nos mueven a preguntarnos:
¿quién nos quitará la piedra que nos encierra y no nos deja salir
de este dolor, del agobio de esta enfermedad, de esta ruptura
familiar, de este vicio, de este fracaso, de esta crisis, de este
sufrimiento que nos parece insoportable y al que no le
encontramos ningún sentido?, ¿quién nos quitará esa piedra
que nos aprisiona?, ¿quién podrá librarnos?, ¿quién nos
mostrará la salida?
Muchos creen que no hay respuesta y se vuelcan
desesperanzados a buscar consuelo en las soluciones falsas que
el mundo les ofrece, dinero, poder, alcohol, droga, sexo,
violencia, consumismo. Pero eso lejos de rescatarlos de la
angustiosa oscuridad los sumerge más en ella.
Se equivocan quienes creen que no hay solución. Sí la
hay. Sí hay Alguien que puede liberarnos de las piedras que
nos mantienen encerrados en situaciones que nos abruman y en
las que nos sentimos atrapados. Hay Alguien que vino a
rescatarnos de la negrura del pecado y de la muerte. Hay
Alguien que se dejó llevar hasta lo más hondo de la realidad
humana, que entró hasta lo más profundo de la oscuridad del
sepulcro, para iluminarlo, para abrirle una puerta que nos
62
permita huir, que nos libre del horror de quedarnos allí para
siempre.
Nos cuenta el Evangelio que cuando las mujeres
llegaron aquel amanecer ante el sepulcro “vieron que la piedra
ya estaba quitada, a pesar de ser muy grande” (Mc 16, 4).
A la pregunta acerca de quién puede rescatarnos de
nuestras muertes, las que sufrimos cada día y aquella con la
cual terminará nuestra vida en este mundo, sólo hay una
respuesta, y la respuesta es una persona: Jesús, Dios y Hombre
verdadero, que vino a hacerse uno con nosotros, padeció,
murió y resucitó para salvarnos de la muerte e invitarnos a
vivir por toda le eternidad con Él.
Sólo el Resucitado sabe por dónde salir, sólo Él puede
conducirnos hacia la luz, sólo Él puede mostrarnos el camino
para dejar atrás toda tiniebla.
En este Domingo de Pascua la Iglesia celebra gozosa la
Resurrección de su Señor, y nos invita a abrir el corazón a la
alegría sin igual de contar con la ayuda de Aquel que quitó la
piedra, de Aquel que derrotó la muerte para llevarnos consigo
para siempre.
Señor:
Remueve la piedra
que me aprisiona en mis miserias
hazme salir contigo a descampado
abandonar mi último miedo
junto a la sábana vacía
y celebrar que amortajas mi muerte
con
Tu
vida
(Final del poema: ‘Tiniebla rota’ del libro de Alejandra Ma. Sosa E
‘Camino de la Cruz a la Vida’, Ediciones 72, p.199)
63
II Domingo de Pascua, Fiesta de la Divina Misericordia
Pedir perdón
¿
Por qué a veces es difícil pedir perdón?, ¿qué te lo
dificulta?
Pregunté esto a niños y adultos, y todos
coincidieron en dar una o varias de estas siete respuestas. Mira
a ver si son las mismas que tú darías:
1. Vergüenza. Te da pena tener que reconocer que fuiste capaz
de hacer aquello por lo que debes pedir perdón. Te preocupa
qué van a pensar de ti. No quisieras quedar mal.
2. Temor de que la persona se enoje mucho contigo cuando se
entere de lo que hiciste, que se rompa la relación, que te deje
de hablar, de apreciar, incluso de querer.
3. Temor de que tome represalias contra ti (según la edad o
situación de quien respondió, expresó preocupación de ser
regañado, castigado, expulsado, despedido, abandonado, o
sufrir algún tipo de venganza).
4. Temor de que se lo cuente a otras personas. No quisieras que
todo mundo se entere de lo que hiciste, ser objeto de críticas,
burlas, murmuraciones, chismes.
5. Temor de que no te perdone. Que te diga que lo que le
hiciste no tiene disculpa y de ahí en adelante te guarde rencor.
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6. Temor de que te perdone aparentemente, pero las cosas entre
ustedes ya no vuelvan a ser como antes, se pierda la amistad, el
cariño, la confianza, la relación.
7. Imposibilidad de pedir perdón porque la persona está lejos, o
no sabes dónde está o ya se murió.
¿Te identificaste con alguna de estas respuestas?
Probablemente sí. Son razones que solemos alegar para tratar
de justificar nuestra resistencia a pedir perdón. Pero en realidad
son pretextos, porque, con la gracia de Dios, ninguna es
insuperable.
Lo que cabe hacer notar, es que si de por sí no pueden
considerarse obstáculos cuando se trata de pedir perdón a
alguien, mucho menos cuando se trata de pedir perdón a Dios.
En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn
20, 19-31), vemos que Jesús dio a Sus apóstoles el poder de
perdonar los pecados en Su nombre. Y es maravilloso
comprobar que como nos conoce bien y nos ama tanto, se
aseguró de que ninguna de las antes mencionadas razones (o
pretextos) pudieran aplicarse cuando se trata de pedirle perdón
a Él por intermediación de un sacerdote, en el Sacramento de
la Confesión.
Repasemos otra vez la lista de razones, para comprobarlo:
1. Pedir perdón a Dios no te hace quedar mal. Dios ya te
conoce, te comprende y te acepta como eres. Y los confesores
han oído de todo, no se espantan, de nada. Y por otra parte,
cabe señalar que su propia condición humana frágil les permite
comprendernos, así que lejos de decir: ‘¿por qué tengo que
confesarme con alguien que puede ser más pecador que yo’?,
hay que agradecer poder acudir a quien no nos juzgará sino nos
comprenderá. No dejes que la pena de haber cometido algo
vergonzoso te impida confesarlo.
2. Dios nunca se enojará ni romperá Su relación contigo. Él
detesta al pecado, pero ama al pecador. Nada nunca puede
apartarte de Su amor (lee Rom 8,35-39).
65
3. Dios no es vengativo, no castiga ni se desquita, al contrario,
devuelve siempre bien por mal. Él es Bueno siempre y con
todos (ver Mt 5,45).
4. Puedes tener la absoluta seguridad de que el confesor jamás
contará lo que confieses (y sobra decir que Dios no se le
aparecerá a nadie para revelarle tus pecados). Puedes disfrutar
con toda tranquilidad de la liberación de desahogarte
confesando lo que has hecho, con la certeza de que ese peso
que te quitas de encima es arrojado al mar (lee Miq 7,19)
donde hay un letrerito de: ‘se prohíbe pescar’...
5. Dios siempre perdona. ¡Siempre! Nunca te dirá: ‘¡pero ya
van muchas veces que me haces esto, ya me colmaste la
paciencia!’ No. Cada vez que te arrepientes y le pides perdón,
te vuelve a perdonar. (ver Sal 86,5; 103,3). Y no sólo siempre
cree en tu propósito de enmienda, sino te da la gracia que
necesitas para poder cumplirlo.
6. Para Dios cada perdón es un borrón y cuenta nueva. No
vuelve a recordar lo pasado. No lleva cuentas de los pecados
que te ha perdonado ni te guarda rencor (lee Sal 103, 8-14). El
te ofrece siempre Su amistad total, al cien por ciento,
incondicional.
7. Dios está siempre a tu lado (lee Mt 28,20). Y ya sabes dónde
encontrar un ministro Suyo que pueda perdonarte en Su
nombre.
Como ves, no hay razones ni pretextos que puedan justificar
que nos resistamos a pedirle perdón a Dios, un perdón que
además, ¡ya sabemos que nos va a otorgar!
No es casualidad que se proclame este Evangelio en este
Segundo Domingo de Pascua, en que la Iglesia nos invita a
celebrar la Divina Misericordia, una fiesta que el propio Jesús
instituyó para derramar todo Su amor y otorgar todo Su perdón
a cuantos lo pidan y reciban de corazón.
66
III Domingo de Pascua
Tiniebla iluminada
N
unca ha habido ni habrá unos corazones más
estrujados que los suyos.
Pasaron en poco tiempo de un gran pavor a una gran
paz, del más intenso duelo al más intenso gozo, de la más
absoluta oscuridad, a la más absoluta claridad.
Con razón se quedaron turulatos, con razón no sabían ni
qué pensar.
Me refiero a los discípulos de Jesús, y a lo que vivieron
desde el momento en que acompañaron a su Maestro al Huerto
de los Olivos y se dejaron ganar por el sueño para no verlo
vagar entre los árboles, triste y angustiado, hasta el momento
en que se les apareció, Resucitado, y les comunicó Su paz y les
mostró las llagas de Sus manos y costado.
Se vieron zarandeados por acontecimientos que se
desencadenaban, uno tras otro, cada uno más terrible que el
anterior.
Sólo podemos atrevernos a imaginar lo que sería para
ellos, que luego de haberlo dejado todo para seguir a Jesús,
luego de pasar años conviviendo con Él, sintiendo sobre sí Su
mirada amorosa, escuchando Su Palabra, disfrutando Su
compañía, luego de mirarlo realizar milagros espectaculares y
estar convencidos de que era el Mesías, lo vieron ser
aprehendido como malhechor, atado de manos, llevado con
innecesaria violencia; se sintieron indignados de saberlo
ultrajado y avergonzados de dejarlo solo y quedarse lejos
67
mientras era abofeteado, escupido, azotado, coronado de
espinas, cargado con la cruz, crucificado.
Lo contemplaron sangrante y torturado, morir sereno.
Lo vieron traspasado por la lanza, lo comprobaron
muerto y sepultado.
Apenas podemos suponer cómo tenían el alma después
de todo eso. Tal vez más de uno se quería morir, sintiéndose
terriblemente solo sin Jesús, perdida toda esperanza; otros se
sentían defraudados por haber creído en alguien que no resultó
como pensaban; probablemente a varios se les sumaba, al dolor
de haberlo perdido, el remordimiento de haberlo abandonado
cuando más los necesitaba. Y seguramente a muchos los tenía
aterrorizados pensar que vinieran a aprehenderlos, que les
pudiera pasar lo mismo que a Él, y por eso se encerraron a
piedra y lodo; creyéndose perdidos, sin brújula ni rumbo, sin
hallar sentido a nada, llorosos, deprimidos, viéndolo todo
negro, renuentes a aceptar los testimonios de las mujeres que
les decían que estaba vivo (ver Lc 24, 9-11), resistiéndose a
permitirse esa esperanza, por temor a volver a quedar
decepcionados.
Y entonces Jesús se le apareció a Pedro y también a dos
discípulos que iban de camino a una aldea cercana llamada
Emaús. A pesar de la resistencia de los discípulos, una lucecita
se les fue colando en el corazón, pequeña, incipiente, pero
suficientemente poderosa como para romper la tiniebla en la
que estaban sumidos. Seguían atemorizados, pero algo había
cambiado.
Cuenta el Evangelio que se proclama este domingo en
Misa (ver Lc 24, 35-48) que estaban los discípulos hablando de
las apariciones de Jesús cuando Él mismo se apareció en medio
de ellos. ¿Te imaginas? Todavía no estaban seguros de si de
veras estaba o no vivo, y de repente ¡lo tenían delante! Como
si a unos niños que están contando historias de terror se les
apareciera de pronto un alma en pena, ¡se pegaron un sustazo
mayúsculo!
Lo primero que supusieron fue que se trataba de un
fantasma, y más de uno tal vez temió que viniera de ultratumba
a castigarlos por haberle fallado; quizá varios consideraron que
el dolor los estaba enloqueciendo, que alucinaban, y otros se
68
quedaron paralizados de asombro, sin saber ni qué pensar, pero
dispuestos a salir corriendo a la primera oportunidad.
Jesús se dio cuenta y por eso lo primero que les dijo
fue: “La paz esté con ustedes” (Lc 24, 36).
Aquel que calmó la tempestad, quería ahora serenar el
alma de Sus apóstoles, pero éstos no se dejaban, estaban
demasiado espantados. ¡Y no era para menos! No les cabía la
menor duda de que había muerto, eso lo tenían bien
comprobado; entonces, ¿cómo era posible que estuviera allí
ante ellos, Vivo, mirándolos con el mismo amor de siempre e
invitándolos, como siempre, a no perder la paz?
Jesús, comprendiendo lo que estaban sintiendo les dijo:
“No teman; soy Yo. ¿Por qué se espantan? ¿Por qué surgen
dudas en su interior? Miren Mis manos y Mis pies. Soy Yo en
persona. Tóquenme y convénzanse: un fantasma no tiene ni
carne ni huesos como ven que tengo Yo”. (Lc 24, 38-39).
Y como por lo visto ni con eso lograba convencerlos,
buscó probarles de modo irrefutable que no era ni un espectro
ni producto de su imaginación: les pidió algo de comer y
comió frente a ellos.
Consiguió demostrarles que estaba vivo, pero no
bastaba; no se trataba de que pensaran que había vuelto a esta
vida como tantos a los que Él mismo revivió. Lo Suyo era
distinto. Entonces hizo lo que hacía falta para que pudieran
captarlo: les abrió el entendimiento para que comprendieran
cómo en las Sagradas Escrituras se anunciaba que padecería y
moriría, pero también que resucitaría, cosa que antes no habían
entendido, pero que ahora comprendían, contemplaban,
palpaban.
Conocer esta historia no puede menos que
conmocionarnos, porque nos revela emociones y sentimientos
con los que nos identificamos.
También nosotros sentimos miedo, angustia, depresión,
por ejemplo ante una enfermedad grave, ante el abandono de
alguien que amamos, ante la muerte de un ser querido, ante
una crisis que pone nuestro mundo de cabeza y provoca que ya
no le hallemos sentido a la existencia. Y, al igual que a los
discípulos, también a nosotros la Resurrección de Jesús nos
69
estremece, porque nos hace pasar de la desesperación a la
esperanza, de la oscuridad a la luz.
No es solamente una historia de algo que le sucedió a
otros hace dos mil años, es algo que nos está sucediendo
personalmente a nosotros, a ti y a mí, en nuestra situación
concreta, particular, hoy y aquí.
Saber que Jesús vive, que el atroz sufrimiento que
padeció no fue inútil, sino tuvo una razón, ilumina lo que nos
toca sufrir a nosotros. Saber que Su dolor no sólo fue un
camino hacia la muerte sino sobre todo hacia la vida, ¡lo
cambia todo! Le da sentido a cuanto nos toca padecer, nos
permite descubrir que nada tiene ya el poder de sumirnos en la
tiniebla y devastarnos, porque el Resucitado se ha introducido
en nuestra oscuridad y la ha vencido con Su luminosa
presencia. Y por eso si unimos nuestros sufrimientos a los
Suyos, éstos adquieren sentido redentor; podemos asumirlos y
ofrecerlos por amor.
Los discípulos no sólo lo comprendieron sino lo
vivieron; por eso leemos, al final del Evangelio dominical, que
Jesús les dijo: “Ustedes son testigos de esto” (Lc 24, 48). Y
¡qué gran testimonio dieron! Toda la semana hemos leído en
Misa cómo los jefes de su pueblo los amenazaron,
encarcelaron y persiguieron, pero no lograron doblegarlos.
Claro. Los apóstoles sabían, como sabemos hoy nosotros y por
eso también estamos llamados a ser testigos, que, como dijo el
Papa Benedicto, ‘el mal no puede tanto’. Sabían que por negras
que se vieran las cosas, no había nada que temer porque estaba
a su lado, como está hoy, en medio de nosotros, Jesús
Resucitado.
70
IV Domingo de Pascua
¡No desechen la piedra!
¿
Por qué hicieron semejante cosa?, ¿por ignorancia?, ¿por
descuido?, ¿porque no supieron apreciarla?, ¿porque
creían que hacían bien?, ¿porque no pensaban que la
necesitaban?, ¿porque se tropezaron con ella y, enojados, la
arrojaron lejos?, ¿porque se las trajo alguien que les caía
‘gordo’?, ¿porque no les importaba que sin ella todo se les
cayera encima? ¿Qué pudo hacerlos cometer un error tan
garrafal? ¿Fue sin querer o a propósito? Son cuestionamientos
que vale la pena considerar, porque eso que les sucedió a otros,
puede estar sucediéndonos ¡a nosotros!
¿A qué me refiero? A lo que dice el Salmo que se
proclama este domingo en Misa: “La piedra que desecharon
los constructores, es ahora la piedra angular.” (Sal 118, 22).
¿Qué significa esto y qué relevancia tiene hoy para
nosotros? Para averiguarlo analicemos por partes esa
afirmación.
Lo primero que se nos dice es que unos constructores
desecharon una piedra. Eso no tendría nada de particular, todos
los días vemos por las calles camiones que transportan
montones de cascajo y escombros, entonces ¿qué importa una
piedra más o una piedra menos? Sí importa y ¡mucho! Porque
a continuación se nos dice que esa piedra desechada, resultó la
‘piedra angular’.
Aquí tal vez alguno se pregunte: ¿que es eso de ‘piedra
angular’?, ¿una piedra que tiene muchos ángulos?, ¿una piedra
71
que se coloca inclinada en cierto ángulo?, ¿una piedra del color
de las angulas? Nada de eso. Ese término se refería a una
piedra que por lo general tenía estas tres características: era la
primera piedra grande que se colocaba en donde se levantaría
una edificación; servía de cimiento, y a partir de ella se
levantaban las paredes, por lo cual quedaba en una esquina o
ángulo de la construcción. Como se ve, era una piedra
fundamental (en el amplio sentido de la palabra).
Sabiendo esto, alguien puede preguntarse: ¿y a mí qué?,
¿qué me importa que unos constructores que ni conozco, hayan
desechado esa piedra? A lo que cabe responder: es que esos
constructores nos representan a nosotros, que día a día vamos
construyendo nuestra propia vida y la de otros, nuestra propia
historia y la de los demás, y esta piedra representa
infinitamente más: es imagen de Cristo. Nos lo hace saber san
Pedro en la Primera Lectura que se proclama este domingo en
Misa (ver Hch 4, 8-12). En un discurso destinado a quienes
crucificaron a Jesús, afirmó: “Jesús es la piedra que ustedes,
los constructores, han desechado y que ahora es la piedra
angular. Ningún otro puede salvarnos, porque no hay bajo el
cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros
debamos salvarnos” (Hch 4, 11-12).
Consta en tres Evangelios (lo cual es clara prueba de la
importancia de ello), que el propio Jesús se refirió a Sí mismo
como piedra angular (ver Mt 21,42; Mc 12,10; Lc 20,17).
También el apóstol san Pablo lo consideró así al afirmar en su
carta a los Efesios, que Cristo es la piedra angular “en quien
toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo
santo en el Señor” (Ef 2, 21).
Una vez establecida la importancia de la piedra angular
(que representa a Cristo), y sabiendo que los constructores nos
representan a nosotros, podemos ahora retomar las
interrogantes planteadas al inicio y preguntarnos, ¿existe
alguna razón que justifique que desechemos la piedra angular,
es decir, que pretendamos edificar nuestra vida sin Cristo?
Consideremos, uno por uno, los posibles motivos que antes se
mencionaban.
72
Por ignorancia. Muchos constructores desechan la piedra
porque desconocen que está ahí. Mucha gente vive sin Cristo
porque no lo conoce y nadie le ha hablado de Él. De ahí el
compromiso que tenemos los creyentes de evangelizar, de
compartir incansablemente nuestra fe con quienes nos rodean.
Por descuido. Puede suceder que haya tanto material en la
zona de la construcción, que la piedra angular se vaya
quedando arrinconada, perdida entre tanta cosa. Le sucede a
muchos que son creyentes, pero tienen tantas cosas que
reclaman su interés, que se van olvidando de su vida de fe, la
van arrinconando, ya no oran, no leen la Palabra, nunca se
confiesan, no van a Misa, no comulgan. Sin saber cómo, sin
sentirlo, van dejando a Cristo fuera de sus vidas.
Porque no supieron apreciarla. Puede ser que entre todas las
piedras que hay en una construcción, no se sepa cuál es la
mejor. También sucede en la vida de fe. A través de los medios
de comunicación nos llegan toda clase de propuestas dizque
‘espirituales’, por lo que es fácil irse ‘con la finta’ y no saber
distinguir cuál de todas es la verdaderamente buena; es fácil
pensar que todo es igual, que da lo mismo creer en una cosa
que en otra. Quien no conoce su fe católica, no la valora, y
termina abandonándola.
Porque creen que hacen bien. Puede haber un albañil
‘acomedido’ que pensando hacer un favor se pone a
‘escombrar’ la obra, a limpiarla de todo lo que según él
‘estorba’, y sin darse cuenta desecha lo más importante. Lo
mismo sucede con la fe. Puede haber alguien que cree que
vivirá mejor sin Dios, sin religión, sin tener que ir a la Iglesia o
cumplir con ciertas normas o preceptos. Se ‘limpió’ de todo
eso, sin ver que se deshizo de aquello que iba a darle verdadera
estructura y solidez a su persona.
Porque no piensan que la necesiten. Tal vez alguien
acostumbrado a hacer paredes de adobe o de ladrillo piense
que igual puede hacer una casa, nada más encimando los
ladrillos sin cimientos ni castillos. Pero a la hora de un sismo,
73
de un huracán, de un tornado, aquello se derrumba y queda en
nada. Lo mismo sucede con quien piensa que toda su vida ha
vivido muy a gusto y no necesita a Dios y así puede seguir.
Cuando le toque enfrentar la muerte de un ser querido, o una
enfermedad grave o una crisis económica, no tendrá la
estructura interior que lo sostenga y se vendrá abajo.
Porque se tropezaron con ella y, enojados, la arrojaron
lejos. El que se tropieza con una piedra, tal vez la patea lejos,
para quitarla de su camino y para desahogar el coraje que le
dio tropezarse. Y hay quien reacciona así también en su vida
espiritual. Cuando se topa con algún dogma de la Iglesia o con
alguna enseñanza de Jesús que le incomoda, se tropieza con
ella, se enoja, la arroja lejos. Se priva de la oportunidad de
hacer de aquella piedra un escalón que le permita subir, crecer,
ser mejor.
Porque se las trajo alguien que les cae gordo. Si alguien que
le cae mal al constructor le enviara una piedra pidiéndole que
la usara como cimiento, probablemente, por los prejuicios de
éste, no haría caso y la desperdiciaría miserablemente. Lo
mismo sucede con relación a la fe: Hay quien por sus
desacuerdos con ciertos miembros de la Iglesia o por prejuicios
o por la razón que sea, rechaza de entrada y sin averiguar,
absolutamente todo lo que proviene de la Iglesia. Y al hacerlo,
rechaza a Dios. Se priva de recibir Su perdón, de escuchar Su
Palabra, de participar en Su banquete, de recibir a manos llenas
los dones y bendiciones con que el Señor podría colmarle si
sólo se animara a entrar a recibirlos.
Porque no les importa que sin ella todo se les caiga encima.
Puede haber un constructor inescrupuloso al que no le importe
que lo que edificó se le caiga a otros encima, pero ninguno
querría quedar atrapado en los escombros de su propia casa. En
la vida espiritual no cabe mirar con indiferencia una amenaza
de derrumbe, sea de un alma ajena o de la propia. Y para
impedirlo no basta tener buen material, es preciso cimentarlo
bien.
74
Podría seguir y seguir la lista de las posibles razones
que algún constructor despistado pudiera tener para desechar la
piedra angular, pero bastan éstas para que quede claro que
ninguna lo justifica realmente y que en todos los casos se
pierde lo más por lo menos. ¿Por qué? Porque somos piedras
vivas, llamadas a afianzar nuestro edificio espiritual en la
piedra angular que es Cristo (ver 1 Pe 2, 4-8). Sólo si estamos
cimentados y arraigados en el Señor podremos mantenernos de
pie, porque conoceremos y experimentaremos la anchura y la
longitud, la altura y la profundidad de Su amor (ver Ef 3, 1719).
75
V Domingo de Pascua
Fórmula infalible
¿
Conoces la fórmula infalible para que Dios te conceda lo
que le pidas?
Hice esta pregunta a diversas personas y de las que me
contestaron que no la conocían, todas preguntaron
inmediatamente: ‘¿existe esa fórmula?, ¿cómo es?, ¿cuál es?
Querían saber.
Muchos creyentes quisieran tener una fórmula que les
garantice absolutamente que Dios les concederá lo que le
pidan, y entonces alguien les regala una estampita, les
recomienda una novena, les sugiere que se encomienden a
cierto santo diciéndoles que es ‘muy milagroso’, o se topan
con una de esas hojas que un bien intencionado pero
despistado dejó en una mesa de la iglesia o en su buzón, y que
trae una especie de ‘receta’ que consiste en rezar cierta oración
cierto número de veces, cierto número de días, sacarle cierto
número de copias (se me hace que esas hojitas son ocurrencia
de los que tienen negocio de fotocopias), y creen que con eso
obtendrán lo que pidan y siguen la recomendación al pie de la
letra.
Con frecuencia en mi parroquia llegan a orar ante el
Santísimo personas que llevan una hojita o librito que se ve
76
que está gastado de tanto uso, y van leyendo y siguiendo lo que
ahí viene escrito como si fuera un ritual obligatorio: en
determinado momento ponen los brazos en cruz, en otros se
golpean el pecho, en otros se persignan, se levantan, se
arrodillan, se vuelven a persignar, parecen convencidas de que
tienen que cumplirlo todo al pie de la letra o si no ‘no resulta’.
Pero suele suceder que a pesar de todo esto no siempre
obtienen lo que piden y entonces se preguntan qué hicieron
mal, qué les faltó, qué otra cosa necesitan realizar para recibir
una respuesta favorable de Dios a lo que le están pidiendo. Y
no falta quien les dice: ‘es que tienes que insistir’, ‘te falta fe’,
‘tienes que pedirlo en el nombre de Jesús’, respuestas todas
que tienen algo de verdad pero que resultan desorientadoras
porque no tocan el meollo de la cuestión. Sí, hay que
perseverar en la oración; sí, hay que pedir con fe (pero
entendida la fe no como autosugestión, no como repetir ‘se me
va a conceder, se me va a conceder’ como si ello bastara para
conmover a Dios y obligarlo a que te lo conceda, sino
entendida como adhesión a Él); sí, hay que pedirlo todo en
nombre de Jesús, pero nada de eso basta si no se cumplen dos
factores fundamentales:
Primero, que lo que pides no sea para mal, ni tuyo ni de
otros, pues si le ruegas a Dios: ‘que se muera mi suegra’, o
‘que le caiga un rayo al perro del vecino que se la pasa
ladrando toda la noche’ (el perro, no el vecino), ya podrás
pedirlo con insistencia, con fe y en el nombre de Jesús, que
Dios no te lo va a conceder, pues nunca accede cuando se le
piden semejantes cosas.
El segundo factor del cual depende el resultado de tu
petición a Dios nos lo revela san Juan en dos textos que se
proclaman este domingo en Misa (ver 1Jn 3, 18-24; Jn 15, 18).
En la Primera Lectura afirma que si “cumplimos los
mandamientos de Dios y hacemos lo que le agrada,
ciertamente obtendremos de Él todo lo que le pidamos” (1Jn 3,
22). Y en el Evangelio nos revela que Jesús aseguró: “Si
permanecen en Mí y Mis palabras permanecen en ustedes,
pidan lo que quieran y se les concederá” (Jn 15, 7).
77
Ahí tenemos. Sí existe una fórmula infalible para que
Dios nos conceda lo que le pidamos, pero no depende de lo
exterior sino de lo interior. Quienes quisieran descubrir una
fórmula infalible que no exija de ellos más esfuerzo que
pronunciarla acompañada de ciertos gestos, pretenden
convertir a Dios en ‘lámpara de Aladino’. Es válido que
cuando ores expreses también con tu cuerpo tu oración, pero el
que ésta sea escuchada no depende de qué tan alto levantes los
brazos o cuántas veces te golpees el pecho o en qué orden
pronuncies cierto rezo. Lo que Jesús requiere para concedernos
lo que le pidamos es, simplemente, que ‘permanezcamos en
Él’. ¿Qué significa esto?, ¿qué quiere decir ‘permanecer en Él?
Que tu corazón esté puesto en el corazón de Jesús, que latan al
unísono, que tengas, como pedía san Pablo, “los mismos
sentimientos de Cristo” (Flp 2,5).
De ese modo podrás orar, como Él oró: con amor y por
amor; dirigiéndote a Dios con la tranquilidad de saber que es tu
Padre, que te ama y que puedes decirle lo que sea que te pasa,
lo que quisieras, lo que necesitas, y, lo más importante, confiar
en Él, abandonarte tranquilamente a Su sabia y amorosa
Providencia, con la absoluta certeza de que escuchará tu
oración; puedes agradecer de antemano que la responderá para
bien y más allá de lo que imaginas (que no necesariamente
coincidirá con lo que de momento esperas), y puedes ponerte
enteramente en Sus manos con la absoluta seguridad de que la
‘fórmula infalible’ para ti es y será cumplir y que se cumpla en
todo Su voluntad.
78
VI Domingo de Pascua
Nos amó primero
E
l temor a no ser correspondidos nos paraliza, nos roba la
confianza, nos impide ser o hacer lo que seríamos o
haríamos si tuviéramos la seguridad de ser
correspondidos.
‘¿Y si me rechaza?’, se pregunta el joven que mira,
desde el otro lado de la pista de baile, a la chavita que le gusta,
pero no se anima a ir hasta donde está a invitarla a bailar. ‘¿Y
si me dice que no?’, se pregunta el enamorado que ya quisiera
proponerle matrimonio a su novia pero no se atreve. ‘¿Y si se
burla de mí?’ se pregunta la joven que quisiera que cierto
muchacho se dé cuenta de que le gusta, y la invite a salir, pero
le da pena y se hace la indiferente o peor aún, lo trata mal.
Por lo visto, cuando se trata de cuestiones del corazón,
a la gente le da miedo salir lastimada; le da pavor que si dice:
‘te amo’ le respondan: ‘ah, qué bueno’, en lugar de ‘yo
también’.
Por eso es tan alentador lo que nos revela san Juan en la
Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver
1Jn 4, 7-10): “El amor consiste en esto: no en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero” (1Jn
4, 10).
Eso significa que con Dios no tenemos que temer que
nos rechace ni tenemos que temer que por más que nos
esforcemos, no podamos conquistar Su corazón, ¡Él ya nos
ama!, ¡nos amó primero!
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Considera las implicaciones que esto tiene en tu vida:
Dios te amó antes de crearte, y por amor te creó.
Te amó antes de que nacieras, y por amor te trajo a este
mundo.
Por amor te dotó de un cuerpo, te dio cualidades,
talentos.
Por amor te hizo único; se aseguró que en todo el
mundo, no haya habido ni habrá alguien tan especial como tú,
con tu mirada, tu sonrisa, tus ocurrencias.
Por amor te ha venido sosteniendo toda tu vida, dándote
lo que te ha ido haciendo falta para salir adelante y llegar a
donde estás hoy.
¿Te das cuenta cuánto te ama Dios?
Y no sólo te amó primero; también te lo declaró
primero. Aquí, el que se está arriesgando al rechazo, es Él, no
tú. Él ya tomó la iniciativa, atravesó todo el trecho que lo
separaba de ti, para venir a abrazarte, a hablarte, a entregarse a
ti.
Vino desde el cielo a pedirte que le permitas hacerte
feliz.
Él ya se te declaró, ahora la decisión es tuya.
¿Corresponderás a Su amor?
80
Domingo de la Ascensión
Fuerza para soportar
¡
No la soporto! ¡No lo soporto!
Es una frase que se suele decir para expresar que
algo está tan mal en alguien que éste resulta inaguantable.
Pero desde el punto de vista de la fe, el asunto es al revés. Lo
malo no está en esa persona de la que se habla sino en la que
así habla.
Es que eso de ‘soportar’ no debe entenderse como
‘aguantar’ en el sentido de tener que resignarse, con mal
disimulada impaciencia, a los defectos del prójimo, sino como
sinónimo de sostener, es decir, darle soporte, apoyo, amor,
auxilio para que no se hunda bajo el peso de sus miserias. En
ese sentido, decir que uno no soporta a alguien equivale a decir
que uno no quiere darle soporte, que no quiere ayudarlo; pone
de manifiesto que uno tiene un corazón endurecido que no se
conmueve ante la miseria ajena ni está dispuesto a echarle la
mano a quien más lo necesita; manifiesta no sólo falta de
caridad e intolerancia, sino desobediencia a la voluntad de
Dios que nos pide, a través del apóstol san Pablo en la Segunda
Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Ef 4, 113): “sopórtense mutuamente con amor” (Ef 4, 2b).
Y si alguien alega que no se puede negar que hay
personas de un carácter tan pesado que uno no puede con ellas,
cabe replicar que es verdad que ‘uno’ no puede con semejante
peso, por lo cual tiene que pedir ayuda a ‘otro’, ¿a quién?, lo
descubrimos en la Primera Lectura dominical (ver Hch 1,1-11),
81
al leer que Jesús les prometió a Sus apóstoles que serían
bautizados con el Espíritu Santo y les anunció: “cuando el
Espíritu Santo descienda sobre ustedes, los llenará de
fortaleza y serán mis testigos...hasta los últimos rincones de la
tierra.” (Hch 1,8)
Ahí lo tenemos: cuando comprendemos que somos
demasiado débiles, cuando nos damos cuenta de que nuestras
solas fuerzas no alcanzan para soportar a alguien, contamos
con la fuerza del Espíritu Santo.
El Espíritu nos hace capaces de seguir amando cuando
creemos que ya no tenemos más amor; seguir perdonando
cuando creemos agotada nuestra capacidad de perdón; soportar
cuando estamos a punto de soltar a esa persona tan pesada y
dejarla caer (dejarla caer de nuestra estima, de nuestra
atención, de nuestra paciencia...)..
Y es oportuno aclarar que no estoy proponiendo que
nadie se ponga de tapete para que otros abusen, o acepte ser
víctima de alguien que atente contra su dignidad como persona
o su integridad física o moral. En esos casos hay que pedir
fortaleza, claro que sí, pero ponerse a buen resguardo. A lo que
me refiero aquí es a esa situación que suele darse en la familia,
en la escuela, en el trabajo, en la comunidad, en la que
inevitablemente tienes que convivir con una persona que te
parece insoportable y necesitas la ayuda del Espíritu Santo
para poder dar el testimonio cristiano que se espera de ti.
Solemos tener claro que podemos acudir al Espíritu
Santo cuando necesitamos que nos inspire, que nos guíe, que
sea nuestra luz, pero no sólo es comunicador, no sólo es guía,
no sólo es iluminador, también es fortalecedor. Nunca
olvidemos que podemos acudir a Él cuando necesitamos que
nos dé fuerza. Es uno de Sus dones, y si se lo pedimos acude
siempre en nuestra ayuda, y es como si nos pusiera en el alma
uno de esos cinturones anchos de cuero que usan los
cargadores para poder levantar un gran peso sin herniarse. Nos
capacita para soportar la situación o persona que sea, ¡por
pesada que sea!
Hay quien se pasa la vida esperando que los otros
cambien para ver si así logra soportarlos, pero los otros no
suelen cambiar. Como creyentes nuestra misión no es esperar
82
que los demás cambien para poder amarlos, sino amarlos como
son, soportarlos como son (no en balde una de las obras
espirituales de misericordia consiste en soportar con paciencia
los defectos del prójimo).
Cuando Jesús Resucitado envió a Sus apóstoles como
testigos Suyos, no cambió el corazón de quienes iban a
rechazarlos, amenazarlos, perseguirlos; lo que hizo fue
comunicar a Sus apóstoles la fortaleza para resistir esos
rechazos, amenazas y persecuciones. Así lo comprendieron
ellos y así resultó. Prueba de ello es que cuando Pedro y Juan
recibieron amenazas y azotes y regresaron a donde estaban los
otros apóstoles, se pusieron a orar, no para pedir que ya nadie
los amenazara o azotara, sino para tener fuerza y valor para
seguir dando testimonio a pesar de todo (ver Hch 4, 23-31).
Así pues, cuando te encuentres con una persona pesada
que te cae gorda, no esperes que Dios la cambie. Pídele al
Espíritu Santo que te cambie a ti, que te dé Su fuerza
misericordiosa; conseguirás entonces lo que te parecía
imposible, aprenderás a amarle, y descubrirás que con la gracia
de Dios no hay nadie insoportable...
83
Domingo de Pentecostés
No estamos perdiendo
la batalla
“
Esta batalla es por la verdad y la libertad, y
desgraciadamente, la estamos perdiendo”
Con esta descorazonadora cita terminaba un
artículo titulado ‘Cristianos, los más perseguidos’, que salió
publicado en el número pasado de ‘Desde la Fe’ (#795, 20 de
mayo de 2012, p.3), en el cual se mencionaba algo que no
suele darse a conocer: que de todas las personas en el mundo
que son víctimas de discriminación (lo cual abarca toda clase
de injusticias, desde burlas, calumnias y despidos laborales
hasta persecuciones, encarcelamientos, torturas, y homicidios),
los cristianos encabezamos la lista.
Al parecer los mismos que consideran ‘políticamente
incorrecto’ decir o hacer algo permita que se sospeche siquiera
que están discriminando a alguien por su raza, condición
económica, cultura o preferencia sexual, consideran
‘políticamente correcto’ no sólo aceptar sino alentar que se
discrimine a los cristianos. Lo comprobamos cotidianamente:
en el cine, en la televisión, en los programas de opinión: los
cristianos somos criticados, caricaturizados, ridiculizados,
atacados. Y el asunto es más grave aún. Afirmaba el artículo,
con base en estadísticas comprobables, que sólo en el siglo XX
más de cuarenta y dos millones de creyentes fueron asesinados
84
por expresar su fe en Cristo. Y que esta tendencia anti-cristiana
no va a la baja, todo lo contrario, va en aumento.
Alguien podría decir, ‘bueno, los católicos se lo han
ganado por culpa de sus curas pederastas’, pero esa afirmación
no se sostiene si vemos que los presbíteros que
desgraciadamente han caído en esa abominable situación no
llegan ni al .01% del total de sacerdotes y del total de
pederastas en el mundo. Los sacerdotes que realizan
abnegadamente su labor celebrando Misas, confesando fieles,
visitando enfermos, auxiliando moribundos, consolando a los
deudos y realizando incontables labores de ayuda en
hospitales, asilos, y toda clase de misiones en dondequiera que
hay personas necesitadas (refugiados, damnificados,
incurables, migrantes, gente en situación de abandono y de
pobreza extrema), en suma, los sacerdotes buenos son la
inmensa mayoría, pero no suelen recibir publicidad.
Otros podrían alegar que la discriminación contra los
propios cristianos se debe a que no siempre damos un buen
testimonio de nuestra fe, a lo cual cabe responder que todos los
seres humanos somos falibles y todos cometemos errores, pero
ello nunca justifica el odio o la violencia; nada justifica que,
por ejemplo, alguien irrumpa violentamente en una catedral,
como ha sucedido en México, o incendie una iglesia llena de
hombres, mujeres, ancianos y niños, como tristemente ha
sucedido en India y en África.
Entonces cabe preguntar: ¿cuál es la razón para la
persecución contra los cristianos? La razón fundamental es que
somos seguidores de Cristo. Si siguiéramos a cualquier otro
nadie diría nada, pero como seguimos a Cristo recibimos los
mismos ataques que recibió Él. Ya nos lo había anunciado el
Señor: “Si el mundo os odia, sabed que a Mí me ha odiado
antes que a vosotros...Si a Mí me han perseguido, también os
perseguirán a vosotros...” (Jn 15, 18.20).
Sin embargo, así como Cristo es la razón por la que nos
persiguen, en Cristo hallamos la razón para no caer en la
desesperanza, porque Él dijo: “En el mundo tendrán
persecuciones, pero ¡ánimo!, Yo he vencido al mundo.” (Jn 16,
33b).
85
En otras palabras, aunque las cosas se pongan color de
hormiga, nunca debemos perder la seguridad de que, como dijo
el Papa Benedicto XVI, el mal no puede tanto.
La deprimente conclusión a la que llegaba la persona
citada al final de aquel artículo (eso de que estamos perdiendo
la batalla) sería comprensible si estuviéramos luchando solos,
pero no es así. En esta batalla no estamos atenidos a nuestras
míseras fuerzas, pues entonces de verdad la estaríamos
perdiendo. Tenemos a nuestra disposición una ayuda
extraordinaria. ¿A qué ayuda me refiero? A la misma con la
que contaron los apóstoles de Jesús (los primeros cristianos
que fueron perseguidos): la poderosa ayuda del Espíritu Santo.
Jesús prometió enviarles el Espíritu que los consolaría
(ver Jn 16,7), que los guiaría hacia la verdad (ver Jn 16,13),
que les recordaría Sus enseñanzas (ver Jn 14,26), que pondría
en sus labios las palabras adecuadas (ver Mc 13, 9-11); que les
daría la fortaleza necesaria para enfrentar lo que fuera (ver Hch
1,8), y que los colmaría de los dones y carismas que
necesitaran (ver 1Cor 12, 4-11) para cumplir la misión de ser
testigos Suyos a la que los enviaba.
Lo prometió y lo cumplió.
Lo comprobamos en la Palabra de Dios que se
proclama este domingo en Misa.
Por ejemplo: en la Primera Lectura de la ‘Misa del día’
de este domingo (ver Hch 2,1-11) descubrimos cómo luego de
recibir el Espíritu Santo, los apóstoles fueron capaces de hablar
en lenguas que gente de diversas nacionalidades y
procedencias podía comprender. Y eso significa mucho más
que sólo hablar en otro idioma, significa que tuvieron el valor,
la audacia y la elocuencia para hablar de “las maravillas de
Dios” (Hch 2,11) a quienes no tenían idea, a personas de
ambientes muy diversos que no compartían la fe de ellos y a
las que su fe podía extrañarles, incomodarles o incluso
enojarles.
En la Segunda Lectura de la Misa del sábado por la
noche (ver Rom 8, 22-27), nos dice san Pablo que “el Espíritu
viene en ayuda de nuestra debilidad” (Rom 8, 26). Y ¡vaya
que sabe de lo que está hablando! Recordemos que cuando era
perseguidor de cristianos tuvo un encuentro con Cristo después
86
del cual se convirtió y recibió el Espíritu Santo (ver Hch 9). Y
de allí en adelante se dedicó a predicar por todo el mundo
conocido, enfrentó graves peligros y dificultades, y siempre
tuvo muy claro que fue gracias a la ayuda del Espíritu Santo
que él pudo salir adelante. Por ejemplo: cuando unos judíos de
Antioquía e Iconio lo golpearon y arrastraron fuera de la
ciudad, sin importarles que se lastimara con las piedras del
camino, y lo dejaron tirado allí dándolo por muerto, ¿quién
sino el Espíritu Santo le dio a Pablo el valor y la fuerza para
levantarse y regresar a predicarles a los mismos que tan
salvajemente lo habían maltratado? (ver Hch 14, 19-20).
Cuando fue apresado y encadenado, y un terremoto hizo que se
abrieran las puertas de la cárcel y el carcelero iba a matarse
pensando que los presos habían huido y él sería castigado por
ello, ¿quién sino el Espíritu Santo le dio a Pablo la capacidad
de perdonar al carcelero y no sólo impedir que se matara sino
aprovechar la ocasión para predicarle y bautizarlo a él y a
todos los de su casa? (ver Hch 16, 22-34). ¿Quién, sino el
Espíritu Santo, le dio a Pablo la capacidad de tocar los
corazones cuando predicaba, si no tenía facilidad de palabra y
además temblaba de miedo? (ver 1Cor 2, 1-13).
Dice san Pablo que “el Espíritu es el mismo” (1Cor
12,4). en referencia a que es Dios mismo “que obra todo en
todos” (1 Cor 12,6). Pero no sobra que entendamos también
eso de ‘mismo’ en el sentido de que no ha cambiado, es decir,
que el Espíritu es el mismo ayer, hoy y mañana.
Ello significa que el mismo Espíritu que les dio a Pablo
y a los apóstoles la fortaleza para resistir lo que les tocara
padecer por defender su fe, nos la da a nosotros. El mismo
Espíritu que los capacitó a ellos para hablar en lenguas que
todos pudieran comprender, nos capacita a nosotros para
hablar de Dios a nuestros adolescentes rebeldes, a nuestros
jóvenes que todo lo cuestionan, a nuestros cónyuges alejados, a
nuestras amistades no creyentes. El mismo Espíritu que inspiró
a los apóstoles a servir al Señor, nos inspira a nosotros a dar
catecismo o clases de Biblia o a llevar la Sagrada Comunión a
los enfermos o a ir de misiones o a entrar al seminario o al
convento. El mismo Espíritu que dio a los apóstoles y a Pablo
la capacidad de perdonar nos da a nosotros la capacidad de no
87
devolver mal por mal sino bendecir, amar y rogar por lo que
nos persiguen.
No podemos llegar a la triste conclusión de que
estamos perdiendo la batalla, ¿por qué? porque tenemos al
Espíritu de Dios con nosotros. En todo caso, podemos decir,
como san Pablo, que nos hallamos: “atribulados en todo, mas
no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos,
mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados...”
(2Cor 4, 8-9).
San Pablo sufrió toda clase de terribles dificultades:
(ver 2Cor 11, 24-33), y sin embargo, aunque su cuerpo padeció
en el combate, su corazón jamás perdió la paz ni el valor, y por
ello Pablo fue capaz de afirmar: “¡qué persecuciones hube de
sufrir! Y de todas me libró el Señor!” (2Tim 3,11b).
No estamos perdiendo la batalla. Aquel que de algo que
el mundo consideraría el mayor fracaso, la mayor humillación:
Su muerte en la cruz, nos obtuvo el mayor triunfo, la derrota
del pecado y de la muerte, nos ha enviado Su Espíritu.
No estamos perdiendo la batalla. Luchamos revestidos
con las armas de la luz (ver Ef 6, 11-18), guiados por el
Espíritu Santo que nos colma de amor, alegría, paz, paciencia,
misericordia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio
propio (ver Gal 5,22), y derrama en nosotros Sus dones de
sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, fortaleza, piedad y
temor de Dios (ver Is 11, 1-2).
No estamos perdiendo la batalla, porque el Espíritu
Santo nos recuerda las palabras de Jesús (ver Jn 14,26); nos lo
hace presente en los Sacramentos y, de modo especial, en la
Eucaristía; nos defiende, nos consuela (ver vr Jn 16,7), e
intercede por nosotros (ver Rom 8, 26-27).
No estamos perdiendo la batalla, pues contamos con la
ayuda invaluable del Espíritu Santo que nos dio la vida (ver Jn
6, 63), que en nuestro Bautismo nos hizo libres e hijos de Dios
(ver Rom 8, 14-16); que en nuestra Confirmación nos colmó
de los dones y carismas que necesitamos para vivir a
contracorriente y tener valor para dar testimonio cristiano en
un mundo que se rige por valores opuestos al Evangelio (ver
Hch 4, 29-31).
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En este domingo de Pentecostés, junto con toda la
Iglesia celebramos que el Espíritu Santo se ha quedado con
nosotros para siempre (ver Jn 14,16), y por eso no estamos
perdiendo la batalla, y por eso, a pesar de las apariencias y de
las dificultades que nos toque enfrentar, podemos, como san
Pablo, alegrarnos y gloriarnos “hasta en las tribulaciones,
sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la
paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la
esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado” (Rom 5, 3-5).
89
La Santísima Trinidad
¡Heredamos!
M
ucha gente tiene su esperanza puesta en recibir una
herencia. Espera un día poder obtener mucho dinero,
o una buena propiedad, o determinados bienes a los
que les tiene echado el ojo (‘tío, déjame tu reloj a mí’,
‘abuelita, tu vajilla la pido yo’), o incluso ciertos genes (ojalá
el bebé herede el talento de su papá; la belleza de su mamá;
que sea sanote como su bisabuelo...).
Lo malo de las herencias es que suelen implicar la
muerte de quien las lega, por lo que resulta agridulce recibir
algo bueno de una persona que ya no está para acompañarnos a
disfrutarlo. Y no se puede pasar por alto lo peor: la posibilidad
de heredar algo valioso despierta tal avaricia en algunos, que
son capaces de llegar al extremo de despojar a los legítimos
herederos y quedarse con todo o con más de lo que les
corresponde. ¡Cuántos pleitos por herencias, por pequeñas o
grandes que éstas sean, rompen familias y amistades, dejando a
los involucrados inconformes, quejosos, resentidos,
enemistados!
Qué bueno sería que pudiera haber una herencia que no
implicara nada negativo: ni la muerte de quien la da ni la
insatisfacción de quien la recibe; una herencia tan maravillosa
y tan perfectamente repartida, que todos los que la
compartieran quedaran verdaderamente felices. ¿Te parece
imposible? ¡No lo es! Existe una herencia semejante, y lo
mejor de todo es que ¡tú eres uno de los afortunados herederos!
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Nos lo revela san Pablo en la Segunda Lectura que se
proclama este domingo en Misa (ver Rom 8, 14-17). Dice que
por el Espíritu Santo que hemos recibido, podemos llamar
Padre a Dios, es decir que somos hijos de Dios. “Y si somos
hijos, somos también herederos de Dios y coherederos con
Cristo” (Rom 8, 17),
Que ya nadie se la pase esperando que se le muera un
pariente rico o que algún familiar lejano o desconocido le
mencione en su testamento, tenemos la certeza de que
recibiremos la mejor herencia que hay. Somos nada menos que
¡herederos de Dios!, ¿qué herencia puede ser más fabulosa que
la que podamos recibir de Él?
No se trata de dinero que pueda ser gastado, robado o
dilapidado, Su herencia vale más que el oro y es inagotable.
No es una propiedad que pueda deteriorarse o requiera costoso
mantenimiento, lo que nos heredará no se desgasta ni pierde
‘plusvalía’. No es un artículo efímero, nos durará para siempre.
No es un rasgo físico que con la edad o la enfermedad pueda
perderse, lo gozaremos con un cuerpo sin defectos o
discapacidades, que ya nunca padecerá ni morirá.
¡Se trata de la mejor, la única herencia que vale la pena
recibir porque es infinita, en su repartición no habrá injusticias,
dejará a todos los herederos plenamente satisfechos, y, lo
mejor de todo: nadie podrá arrebatárnosla, podremos
disfrutarla para siempre y en la mejor compañía, la de Aquel
que nos la da!
Nuestra herencia es la vida eterna: poder resucitar y
vivir eternamente con Dios. ¡No hay nada mejor que eso!,
¡nada se le puede comparar! Y para apreciar más la inmensidad
del regalo que nos está destinado, cabe destacar tres aspectos
muy conmovedores:
El primero, es que nosotros no somos los legítimos
herederos. Pero a diferencia del mundo, en el que quienes no
tienen derecho directo sobre una herencia no reciben nada (y
los que sí tienen derecho se aseguran muy bien de ello), en
nuestro caso Dios nos ama tanto que no quiso dejarnos con las
manos vacías, sino que se las ingenió para que pasáramos, de
ser simples creaturas Suyas, a ser hijos por adopción, con todos
91
los derechos que nos permitieran recibir su herencia. (Ver Rom
8, 15).
El segundo aspecto, es que el legítimo heredero hizo
hasta lo imposible para que pudiéramos compartir Su herencia.
Es algo ¡inaudito! A diferencia del mundo, en el que los
hermanos discuten, se pelean y hacen todo lo que pueden para
despojarse unos a otros, en nuestro caso Jesús no sólo aceptó
pasivamente que fuéramos coherederos con Él, sino que quiso
intervenir activamente, aun sabiendo cuánto habría de sufrir
para conseguirlo. Y así, renunció a los privilegios de Su
condición divina, se hizo Hombre, padeció, murió por
nosotros, y resucitó, todo para asegurar que pudiéramos gozar
Su herencia con Él. Dice san Pablo: “Conocéis la generosidad
de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros
se hizo pobre, a fin de que os enriquecierais con Su pobreza”
(2Cor 8, 9) ¿¡Quién más hubiera hecho tanto por nosotros!?
El tercer aspecto es que no nos merecemos la herencia.
A veces en el mundo cuando alguien hereda algo a una persona
que no es de su familia, lo hace debido a que fue buena con él,
hizo méritos. En nuestro caso, no nada más no hemos hecho
méritos sino nos hemos portado pésimo, hemos sido ingratos,
rebeldes, malos, una y otra vez nos hemos olvidado y apartado
de Dios, y sin embargo, a diferencia de como reacciona el
mundo, Dios no nos deshereda, no hace cita con el notario para
borrarnos del testamento, se mantiene firme, fiel, decidido a
que participemos de Su extraordinaria herencia. (Ver Ef 1, 112).
Ojalá considerar estos tres aspectos nos ayude a valorar
el amor de Dios y la herencia que nos tiene preparada, porque
hay un asunto de vital importancia que está todavía pendiente:
como sucede con toda herencia, el recibirla no se da en
automático, no se impone; quien la hereda tiene la opción de
aceptarla o renunciar a ella. Y así sucede en nuestro caso. A
pesar de que le dolería y entristecería mucho que después de
todo lo que ha hecho para participarnos de esta herencia la
rechacemos, Dios nos ha dado la libertad de decir que sí o
decir que no.
Alguien podría pensar: ‘de locos decimos que no’, lo
cual es cierto, pero la cosa no es tan simple, no se trata sólo de
92
una palabra, hay que tener el alma preparada para que a la hora
en que nos toque recibir la herencia estemos en condiciones de
acogerla. Me viene a la mente el caso de una amiga, que desde
que supo que una viejita tía suya iba a heredarle su precioso
piano, se puso a pensar dónde lo pondría y volvió a tomar
lecciones para poderlo tocar y así disfrutarlo más cuando le
llegara. Nosotros debemos prepararnos para aceptar y
aprovechar la herencia que nos está destinada. ¿Cómo?
Practicando, ya desde ahora, los valores que allí viviremos en
plenitud: el amor, la bondad, la alegría, la justicia, la paz;
manteniéndonos en verdadera amistad, diálogo y comunión
con Dios. De ese modo, cuando llegue la hora, estaremos más
que dispuestos a decir ¡sí! ¡quiero y puedo aceptar mi herencia!
En este domingo, en que la Iglesia celebra la Santísima
Trinidad, alégrate sabiendo que eres miembro de la familia de
Dios, que te ha destinado a disfrutar de una herencia que no
alcanzas siquiera a imaginar.
Da “gracias al Padre, que (nos) ha hecho aptos para
participar en la herencia de los santos en la luz” (ver Col
1,12).
Da gracias al Hijo, porque por Su Resurrección “de
entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva,
a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible,
reservada en los cielos” (1Pe 1,3-4).
Da gracias al Espíritu Santo, que “a una con nuestro
espíritu, da testimonio de que somos hijos de Dios” (Rom 8,
16), “de modo que ya no eres esclavo, sino hijo, y si hijo,
también heredero por voluntad de Dios” (Gal 4, 7).
93
X Domingo del Tiempo Ordinario
Ya ni a quién echarle la culpa
Q
ué desagradable es sentirse culpable. Saber que algo que
uno dijo, hizo o dejó de hacer afectó a alguien, peor aún
si lo afectó gravemente. Es una carga en la conciencia,
un peso del que urge desembarazarse.
Ante la culpa la gente reacciona de las maneras más
diversas.
Algunas personas, entre las que se cuentan los cínicos y
los psicópatas, la suprimen por completo; ello les permite
realizar las acciones más atroces (como quitarle el dinero a sus
papás viejitos o partir a alguien en cachitos) sin el menor
remordimiento.
Otras racionalizan lo que les ha provocado culpa,
buscando el modo de justificarlo para dejar de sentirla. Por
ejemplo, hay quienes se refieren al aborto como ‘interrupción
de un embarazo’ en lugar de llamarlo, como es, interrupción de
una vida humana.
Otras personas buscan zafarse de su culpa culpando a
otros. Es el caso que leemos en la Primera Lectura que se
proclama este domingo en Misa (ver Gen 3, 9-15).
Cuando Dios le preguntó a Adán: “¿Has comido acaso
del árbol del que te prohibí comer?” Respondió Adán: ‘La
mujer que me diste por compañera me ofreció del fruto del
árbol y comí’. El Señor Dios dijo a la mujer: ‘¿Por qué has
hecho esto?’ Repuso la mujer: ‘La serpiente me engañó y
comí’...” (Gen 3, 11-12). Si el Señor hubiera interrogado a la
94
serpiente, de seguro ésta le hubiera echado la culpa a algún
animalito del Edén.
¿Por qué reaccionamos así? ¿Por qué nos cuesta tanto
trabajo asumir que algo que dijimos, hicimos o dejamos de
hacer estuvo simple y llanamente mal o incluso pésimo?
Existen, entre otras, tres razones básicas.
La primera se da cuando no queremos corregir aquello
que nos provoca culpa, queremos seguirlo haciendo; entonces
entre suprimir la acción o ignorar la culpa que dicha acción nos
provoca, preferimos ignorar la culpa.
La segunda se da cuando aceptar nuestra culpa nos
haría sentir tan mal (porque nos forzaría a aceptar que hicimos
o dijimos lo que no debíamos, con todo lo que ello implique),
que optamos por buscar otras explicaciones u otros culpables,
lo que hallemos primero.
La tercera es que nos da miedo que aceptar nuestra
culpa nos acarree un castigo o alguna otra consecuencia que
consideramos desagradable y negativa.
Hay quienes pretenden tapar, enterrar o arrojar su culpa
lo más lejos que pueden, pero tarde o temprano ésta queda a
descubierto, sube a la superficie, regresa como un boomerang a
atormentarlos cuando menos lo esperan.
¿Qué remedio hay entonces?, ¿o qué estamos
condenados a ser y sentirnos siempre culpables? ¡Claro que
no! Sí existe un remedio, pero no consiste en tratar de evadir la
culpa ni en echarla sobre otros hombros, todo lo contrario. Se
trata de asumirla, del tamaño que sea, pero ¡ojo!, no solos,
pues probablemente su peso sea demasiado grande para
nuestras míseras fuerzas; hay que asumirla ante Dios, y con
ayuda de Su gracia reconocer ante Él lo malo que hicimos y
entregarle esa carga que hemos venido arrastrando y que por
más esfuerzos que hemos hecho, no hemos podido ignorar.
Sólo Dios, al que no podemos engañar porque nos conoce y
sabe lo que hicimos (así que ya ni a quién echarle la culpa),
puede liberarnos, otorgándonos Su perdón y Su misericordia.
Y Él está siempre esperándonos, especialmente en el
Sacramento de la Reconciliación, así que dejémonos de fingir
demencia y acudamos a Él.
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Y ni se nos ocurra hacer en la Confesión un último y
desesperado intento de salirnos por la tangente culpando a
alguien más (hay quien da la impresión de que acude a
confesar ¡los pecados de otros! porque sólo se la pasa contando
lo que los demás hacen mal). No hay que temer reconocer la
propia culpa ante Dios. Aquél que dijo que no vino por los
justos sino por los pecadores (ver Lc 5, 32), Aquel que contó la
parábola del hijo pródigo en la que el padre salió al encuentro
del hijo descarriado para abrazarlo y besarlo (ver Lc 15, 20),
Aquel que dijo que hay más alegría en el cielo por un solo
pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que
no necesitan conversión (ver Lc 15,7), Aquel que criticó al
fariseo que se sentía satisfecho de sí mismo y elogió al
publicano que se reconocía pecador (ver Lc 18, 10-14), jamás
de los jamases te rechazará ni te condenará si acudes a Él a
pedirle perdón. No importa cuánto tiempo te hayas
desentendido de tu culpa, a quién se la hayas echado encima,
qué trucos hayas empleado para intentar deshacerte de ella, si
llegas con el Señor y la pones en Sus manos, sin pretextos, sin
justificaciones, sin otra cosa más que tu confesión, tu
arrepentimiento, tu propósito de enmienda y tu anhelo de que
te perdone, lo hará. Derramará en ti todo Su amor y Su ternura.
Sentirás Su abrazo.
Y como Dios perdonará las culpas que pongas en Sus
manos, pónselas ¡todas!, no salgas de allí llevándote todavía tu
‘guardadito’, confíale todo lo que te haya venido agobiando,
no dejes nada fuera. Verás ¡qué descanso hallará tu alma!,
¡saldrás flotando! Permite que hagan eco en tu corazón las
palabras del Salmo dominical:
“Desde el abismo de mis pecados
clamo a Ti, Señor,
escucha mi clamor...
Si conservaras el recuerdo de las culpas,
¿quién habría, Señor, Que se salvara?
Pero de Ti procede el perdón,
por eso con amor te veneramos.
96
Confío en el Señor...
mi alma aguarda al Señor...
porque del Señor viene la misericordia
y la abundancia de la redención,
y Él redimirá a Su pueblo
de todas sus iniquidades”
(Sal 130, 1-3.7b-8)
97
“XI Domingo del Tiempo Ordinario
Siembra
“
El hombre primitivo fue nómada, tenía que ir de un lado a
otro en busca de alimento, hasta que descubrió la agricultura”.
Ésta era la escueta información que venía en mi libro de
texto de primaria. Se suponía que me la tenía que aprender y
ya, pero como me sucedía con muchas lecturas de mi infancia,
me servía más bien para ponerme a fantasear cómo fue, cómo
ese ser retratado en la lámina que ilustraba la página, barbón y
peludo, vestido con el retazo de algo más peludo aún, logró
captar que si sembraba una semilla brotaría una planta.
Me divagaba elucubrando cómo habría sido ese
momento. Imaginaba que tal vez un día se comió una fruta y
escupió la semilla porque le pareció demasiado dura, y
transcurrido cierto tiempo, cuando volvió a caminar por allí, se
dio cuenta de que había un arbusto o un arbolito de esa misma
fruta. Y tal vez se llevó algunas frutas para compartirlas con su
gente y las comieron en otro lado, y sucedió de nuevo que allí
donde las comieron y escupieron las semillas, brotaron nuevas
plantas. Probablemente pasó bastante tiempo hasta que él y los
suyos relacionaron una cosa con otra y se dieron cabal cuenta
de que esas semillitas arrojadas a la tierra producían plantas. Y
aun así, se han de haber tardado mucho en descubrir que no
bastaba arrojar la semilla al suelo, que si lo hacían, por
98
ejemplo, dentro de una cueva no pasaba nada, que si las
dejaban caer en arena o en piedra tampoco. Debe haber sido un
proceso largo y lento, que poco a poco los llevó a comprender
que las semillas brotaban cuando no se dejaban al sol sino se
enterraban y recibían agua. Y cabe pensar que en todo ese
proceso, más de una vez alguien sembró una semilla y
literalmente se sentó a esperar que la planta surgiera de
inmediato, y esperó y esperó y no sucedió nada.
Me preguntaba qué hubiera ocurrido con la humanidad
si esos primitivos agricultores se hubieran desesperado a las
primeras de cambio y hubieran decidido que no valía la pena
sembrar semillas porque no brotaba nada luego luego.
Recordaba esto al leer que en el Evangelio que se
proclama este domingo en Misa (ver Mc 4, 26-34) Jesús
compara el Reino de Dios con el largo y misterioso proceso
que va de la siembra a la cosecha. Dice el Señor: “El Reino de
Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la
semilla en la tierra; que pasan las noches y los días, y sin que
él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí
sola, va produciendo el fruto; primero los tallos, luego las
espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están
maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha
llegado el tiempo de la cosecha” (Mc 4, 26-29).
¿Por qué hace Jesús esta comparación? Porque en la
vida espiritual sucede igual que lo que sucede cuando se
siembra una semilla. La cosa es calmada. Lo que se siembra no
suele brotar de inmediato, requiere tiempo, cuidado,
perseverancia.
Y es que mucha gente se desespera cuando su siembra
espiritual no da cosecha tan rápido como ella quisiera. Dice:
‘no veo resultados, ¡llevo años orando por la conversión de
fulano y no cambia!’; ‘esta situación no mejora, ¡ya me cansé
de rezar!’.
Si esa gente hubiera pertenecido a aquellas tribus que
descubrieron la agricultura estaríamos amolados, porque ésta
no hubiera prosperado; se hubieran impacientado y
abandonado el intento. Pobres de nosotros, ¡seguiríamos
siendo nómadas! Pero gracias a Dios no fue así. Y su ejemplo,
trasladado a la vida espiritual, nos invita también a no
99
desesperar sino comprender que luego de la siembra se da todo
un proceso que no se puede apresurar (si cuando asoma el
tallito lo jalas para que crezca más rápido sólo conseguirás
troncharlo), y que aunque no lo veamos, está sucediendo algo
extraordinario. Ése es el punto. Jesús nos invita a confiar en
que ello ocurrirá aunque no sepamos los cómos ni los cuándos.
La semilla de fe que sembraste en tus hijos; la semilla de amor
que sembraste en esa parienta difícil, en ese jefe irascible, en
esa persona que te molesta, ya inició su germinación y ten por
seguro que tarde o temprano dará fruto.
¡Nada de lo que haces por el Reino se pierde, todo se
aprovecha!
Es por ello que resulta importantísimo nunca dejar de
sembrar, jamás perder la fe en la semilla del Reino. Jesús nos
asegura que es semilla siempre vital. Aun la más
insignificante, y Jesús pone más adelante el ejemplo de una
semilla de mostaza (mira por favor la foto adjunta para que
veas de qué tamaño es dicha semilla), puede llegar a
desarrollarse tanto que alcance un tamaño enorme, se convierta
“en el mayor de los arbustos, con ramas tan grandes, que los
pájaros pueden anidar a su sombra” (Mc 4,32).
En la Primera Lectura y en el Salmo dominical se nos
habla de árboles grandes, hermosos, frondosos, sembrados en
altos montes (ver Ez 17, 22-24; Sal 92). Y ¡pensar que
comenzaron a partir de algo tan pequeño como la semilla de la
que nos habla Jesús!
Así es el Reino de Dios, lo pequeño no es
insignificante, es decir, no carece de significado o de
importancia. En el Reino todo cuenta, todo es principio,
posibilidad, potencial, esperanza. Por eso, lo que a nosotros
100
nos toca es sembrar, sembrar, sembrar, mientras caminamos
como pide san Pablo en la Segunda Lectura (ver 2Cor 5, 6-10),
guiados por la fe, sin ver todavía, pero llenos de confianza.
101
Natividad de Juan el Bautista
¿Qué vas a ser?
Q
uerías que tu hijo fuera médico y te resultó ingeniero;
querías heredarle el negocito y no lo quiere; esperabas
enseñarle lo que sabes hacer, pero no le interesa
aprenderlo.
Sucede con frecuencia que los papás sueñan con tener
un hijo que comparta sus gustos y siga sus pasos, pero éste
elige un camino muy diferente. Ay si los papás pudieran hacer
hijos ‘bajo pedido’, solicitarle a Dios que éstos tuvieran ciertas
características, tal vez lo harían, pero no es posible. Así que
cuando unos padres conciben un bebé nadie sabe qué le espera.
Antes de que nazca, lo más que se puede hacer es
escuchar su corazoncito (que empieza a latir a las tres semanas
de concebido) y verlo en un ultrasonido, pero a nadie se le
ocurriría vaticinar, si se capta que el bebé se chupa el dedo o
bosteza, que de grande va a ser ingenuo o perezoso.
Y cuando está recién nacido a lo más que se llega es a
suponer: ‘mira, tiene manos grandes, quizá va a ser pianista’; o
‘se parece a su abuelo, tal vez heredará su afición al futbol”.
Hay que esperar años para empezar a vislumbrar las
aptitudes de un niño, y aun así no se puede asegurar a qué se
dedicará cuando crezca. Hace poco vi que en un programa en
el que concursan cantantes adolescentes pasaron unos videos
caseros de cuando aquéllos eran chiquitos. Se ve que cuando
tenían dos o tres años ya les gustaba cantar y se la pasaban
102
cantando; pero todavía no se podía pronosticar si ésa sería su
vocación o una simple afición.
Recordaba esto al leer en el Evangelio que se proclama
este domingo en Misa (ver Lc 1, 57-66. 80), que cuando nació
Juan Bautista, se dieron una serie de situaciones extrañas que
hacían pensar que algo extraordinario sucedía: su mamá era
estéril, su papá se quedó mudo, ambos lo concibieron siendo
ya ancianos. Las gentes se preguntaban admiradas “¿qué va a
ser de este niño?” (Lc 1,66), pero no tenían ni idea.
Es que nadie conoce qué será de cada criatura que viene
a este mundo. Sólo Dios sabe. Y no es una frase, es una
realidad cargada de profundo significado, como lo prueban las
oraciones y Lecturas que se proclaman en la Liturgia de la
Palabra este domingo. Como es 24 de junio, se celebra la
Natividad de Juan el Bautista, Solemnidad que tiene dos Misas
propias, la de la Vigilia, que corresponde al sábado, y la Misa
del día, que sustituye la dominical. Llama mucho la atención
que en ambas celebraciones se mencione ¡siete veces! lo que
sucede en el seno materno. Veamos:
En la Antífona de Entrada y en el Evangelio de la Misa
vespertina de la Vigilia se hace referencia a que Juan el
Bautista quedó lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su
madre (ver Lc 1,15).
En la Primera Lectura, Dios le dice al profeta Jeremías:
“Desde antes de formarte en el seno materno, te conozco;
desde antes de que nacieras, te consagré profeta para las
naciones” (Jer 1,5).
En respuesta, el salmista le agradece al Señor: “Desde
que estaba en el seno de mi madre, yo me apoyaba en Ti y Tú
me sostenías” (Sal 71,6).
Luego, en la Misa del día, en la Primera Lectura el
profeta Isaías revela: “El Señor me llamó desde el vientre de
mi madre; cuando aún estaba yo en el seno materno, Él
pronunció mi nombre” (Is 49,1), y más adelante reconoce: “me
formó desde el seno materno, para que fuera Su servidor” (Is
49,5).
En respuesta el salmista dice a Dios: “Tú formaste mis
entrañas, me tejiste en el seno materno...” (Sal 139,13).
103
No es poca cosa ni casualidad que se repita tantas veces
el mismo tema; evidentemente se nos quiere hacer notar que
tiene una relevancia especial para nosotros. ¿Cuál? La de
comprender que desde antes de que naciéramos Dios tenía ya
un plan para nosotros; nos creó con un propósito y nos dotó de
todo lo que necesitaríamos para poder llevarlo a cabo.
La pregunta es ¿cuál es ese plan? Es importantísimo
conocerlo, porque obviamente cumplirlo es lo que más nos
conviene pues estamos perfectamente adecuados para ello, es
para lo que servimos, para lo que estamos mejor dotados, ya
que Dios se aseguró de darnos todas las capacidades necesarias
para realizarlo y sería terrible desperdiciarlas.
Ahora bien, cabe aclarar que esto no se refiere a ese
tipo de habilidades que sólo pueden ser empleadas de cierta
manera, en cierto oficio, en cierto trabajo o profesión, y si no
se pierden; por ejemplo, si se diera el caso de que hubiera
alguien con dotes para ser un gran futbolista y terminara
chambeando en una oficina, perdería su oportunidad de ser un
segundo Pelé. No se trata de cualidades que sólo pueden
desarrollarse en determinadas circunstancias. Los dones con
que Dios nos ha dotado pueden ser empleados en cualquier
tiempo y lugar y jamás se pierden, porque son espirituales.
Puede ser que no los usemos ni los hayamos usado, pero los
tenemos siempre dentro de nosotros, a nuestra disposición,
aguardando el momento feliz en que los aprovechemos.
A diferencia de los papás humanos que nunca saben
cómo les resultará su chamaquito, Dios Padre en cambio sí lo
sabe, porque Él mismo se aseguró de que pudiéramos resultar
como le gustaría. Nos hizo ‘bajo pedido’, nos formó según Su
voluntad. Nos creó a Su imagen y semejanza, puso en nuestra
alma todo lo que requerimos para poder seguir Sus pasos,
imitarlo, ¿en qué? en amar como Él nos ama, en perdonar
como nos perdona, en dar generosamente como Él nos da; en
ser buenos como Él es Bueno, capaces de hacer salir el sol de
nuestra caridad sobre buenos y malos; en ser santos como Él es
Santo.
A la pregunta que todos los papás humanos se hacen:
‘¿qué será de esté niño?, ¿qué va a ser?’, Dios sí podría
responder: Será amoroso, porque lo he colmado de Mi amor;
104
será compasivo, porque le he comunicado Mi bondad; será
justo y veraz, porque puse en él una conciencia que le
remorderá si no lo es.
Nos dio todo lo necesario para ser lo que nos hará
plenos; para cumplir nuestra mejor vocación, la que nos
permitirá aprovechar al máximo todo nuestro potencial, la que
nos hará verdaderamente felices: la de ser hijos Suyos,
herederos Suyos, llamados a ser como Él. Solamente hay un
problema, y es que junto con todas esas capacidades nos dio
también la libertad de ejercerlas o desperdiciarlas. ¡Qué
tremenda posibilidad! Da pena considerar por ejemplo, ¿cómo
se hubiera quedado Dios si todos esos personajes de los que
leemos en las mencionadas lecturas hubieran rechazado su
llamado, su vocación, si Jeremías, Isaías, Juan el Bautista le
hubieran dicho: ‘no’? Y ¿qué hubiera sido de la gente ante la
que dieron testimonio, el pueblo al que debían llevar el
mensaje de Dios? No lo sabemos, porque ellos no rechazaron
la vocación que Dios les dio. Le dijeron sí al Señor.
Cabe entonces preguntarnos: ¿y nosotros?, en especial
tú, ¿también le dices que sí? También a ti, como a ellos, el
Señor te formó, te sostuvo desde el vientre materno, pronunció
tu nombre, te consagró como profeta Suyo, te formó para que
pudieras servirlo. ¿Estás respondiendo a Su llamado?, ¿a la
vocación de amor y servicio para la que te ha capacitado?
Ojalá puedas contestar que sí, porque da tristeza imaginar qué
frustrado se quedaría Dios y qué sería de toda la gente que está
necesitando tu testimonio, si desaprovechas los dones que te
han sido dados para alentar la esperanza y fortalecer la fe y
comunicar el amor de Dios a los que te rodean.
Este domingo la Palabra de Dios nos invita a darnos
cuenta de que tenemos una inmensa responsabilidad: la de ser
hijos de un Padre que nos ha dado mucho porque espera
mucho de nosotros. Tiene la ilusión de que compartamos Sus
gustos y sigamos Sus pasos, pero no para Su conveniencia sino
para la nuestra, porque eso es lo único que nos hará dará
auténtica felicidad, y Él quiere que seamos dichosos, pero no
por nuestra cuenta y temporalmente, sino con Él y para toda la
eternidad.
105
Dios Padre ya sabe lo que tú puedes ser; la pregunta es:
¿lo serás?
106
“XIII Domingo del Tiempo Ordinario
Fe descubierta
N
o sé por que no llegaron antes a ver a Jesús. Tal vez en
gran parte, como suele suceder, por temor al ‘qué dirán’.
Me refiero a un hombre y a una mujer de los que nos
habla el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver
Mc 5, 21-43).
Él se llamaba Jairo y era jefe de una sinagoga, un
personaje sin duda muy conocido y respetado, pero al que todo
su poder y su prestigio no le valían de nada para resolver lo
que más lo angustiaba: tenía una hijita y estaba muy enferma.
De la mujer no sabemos su nombre, sólo que tenía muchísimo
dinero, pero éste no le había arreglado su problema. Había
gastado toda su fortuna en tratamientos para curarse unos
flujos de sangre que padecía desde hacía ya doce años, y
seguía igual.
Vivían en Cafarnaúm, ciudad en la que vivió también
Jesús (probablemente en casa de Simón y Andrés, ver Mc
1,21.29.3,20). Y es muy posible que hubieran escuchado
hablar de Él y de Sus milagros, pero nunca habían decidido
buscarlo. Hasta entonces.
Me imagino a Jairo caminando de ida y vuelta, de ida y
vuelta en su habitación, considerando la posibilidad de ir a ver
a Jesús, pero resistiéndose, pensando: ‘los líderes de mi
107
comunidad no tienen buena opinión de Él, dicen que cura en
sábado, que no respeta la ley. Si voy a verlo me voy a
‘quemar’, y yo tengo una posición, una imagen que cuidar,
¿qué va a pensar mi gente?, me van a criticar, se van a burlar
de mí, ¡puede ser que hasta pierda mi puesto, mi prestigio!’
También me imagino a la mujer, acostada en su cama,
con la mirada fija en el techo, pensando en acudir a Jesús pero
anteponiendo mil consideraciones: ‘no está permitido que yo
haga algo así; qué tal si me reprende, qué tal si la multitud se
vuelve contra mí, me voy a volver la comidilla de las
chismosas del pueblo, no debo arriesgar mi reputación, no
puedo permitir que eso me pase a mí...’
Al igual que tenían ellos, hoy en día hay personas que
tienen variados y según ellas muy bien fundados pretextos para
no encontrarse con Jesús: ‘van a tildarme de mocho’, ‘voy a
parecer débil’, ‘ya no me van a incluir en el grupo al que
quiero pertenecer’, ‘voy a ser el hazmerreír de todos’.
Hay gente que pasa años, quizá toda su existencia,
ignorando a Jesús, pensando que por sí misma, con su
inteligencia, su trabajo, sus amistades o palancas o cualquier
otro recurso humano, saldrá adelante. Y como es todo lo que
tiene, defiende a toda costa su poder o su imagen o su dinero,
confiando en que ello bastará. Hasta que se topa con una
situación límite en la que nada de eso le sirve. Llega
inesperadamente una enfermedad, la muerte de un ser querido,
una crisis fuerte, y entonces de golpe se da cuenta de que había
estado muy equivocada su escala de valores, que aquello que
parecía fundamental no lo era en realidad. Y no le queda más
remedio que reconocer que se le terminó la cuerda, que sus
propios recursos son insuficientes y que es indispensable y
urgente que vuelva su mirada hacia Jesús.
Y así, por ejemplo, lee uno en los libros de historia o en
el periódico, que ante la inminencia de su muerte, un famoso
intelectual ateo o un político masón o un conocido ‘comecuras’
mandó llamar a un sacerdote para confesarse; se dio cuenta de
que le quedaba una última oportunidad y ya no le preocupó si
sus amigos o compañeros lo criticaban, ‘¡qué le hace lo que
digan, es mi último ‘chance’, es ahora o nunca!’
108
Paradójicamente suele suceder que al final lo primero
es lo primero.
Esa situación se le presentó a Jairo y a la mujer: a él se
le agravó su hijita; a ella se le acabó su fortuna.
Jairo tomó entonces la decisión de ir personalmente a
buscar a Jesús; sin importarle nada qué diría la gente. Así
mismo la mujer decidió arriesgarse e ir a donde estaba Jesús,
eso sí, todavía sin atreverse a dar la cara; como le habían dicho
que de Él emanaba un poder curativo, se le ocurrió que podía
colarse disimuladamente entre la multitud, acercarse a Jesús,
tocar la punta de Su manto y salir de ahí discretamente.
Así pues, Jairo y la mujer, cada uno por su lado, con un
poco de nervios y un mucho de esperanza, fueron al encuentro
de Jesús.
Jesús estaba rodeado de un gentío, y es notable que
Jairo se atrevió a postrarse ante Él para suplicarle que fuera a
curar a su hijita. Y valió la pena, porque el Maestro accedió a
su petición y se pusieron en marcha.
Por su parte el plan de la mujer le funcionó de
maravilla: aprovechando la multitud que rodeaba a Jesús, logró
acercársele y tocar su manto, y tal como esperaba, quedó
curada al instante.
Hasta allí todo iba bien para ambos, pero entonces
sucedió lo inesperado.
Jesús hizo lo último que la mujer hubiera querido: se
paró en seco y preguntó quién lo había tocado. ¡Cuándo iba
ella a imaginar que Él se daría cuenta de lo que ella había
hecho! Cabe suponer que de golpe le regresaron la vergüenza y
el temor de verse descubierta.
Por su parte a Jairo, que seguramente aguardaba con
mal disimulada impaciencia que el Maestro reanudara la
marcha, le vinieron a dar la peor noticia: que su hijita había
muerto. Y todavía le echaron sal en la herida: “¿Para qué
sigues molestando al Maestro?’ Al dolor de haber perdido a su
niña, se le añadió la pena de pensar: ‘en balde le pedí un favor
y me postré ante Él frente a todos.’
La mujer y Jairo, que creían haber hecho lo más que
podían yendo a buscar a Jesús para que les hiciera un milagro,
109
se vieron de pronto en la necesidad de dar un paso más, ir más
allá: no sólo descubrir su fe, sino probarla.
Jesús no quiso que se quedaran con la equivocada idea
de que tener fe es algo simple o superficial o exterior. Ni que
consistía en acercarse a Él para pedirle un favor y luego
olvidarse de Él. Quería que profundizaran, que comprendieran
y afianzaran su fe. Y cuando ambos lo hicieron experimentaron
algo extraordinario.
Cuando la mujer se acercó a confesar lo que había
hecho y temblaba tal vez pensando que sería regañada y
castigada pues una mujer ‘impura’ no debía tocar a nadie,
mucho menos a un Maestro tan respetado, no recibió lo que
temía, todo lo contrario: Él la miró con amor, la llamó hija, le
dio una enseñanza vital: le dijo que fue su fe la que le obtuvo
su curación, y la despidió colmada de paz.
También Jairo, sintió no sólo el bálsamo de la mirada
compasiva de Jesús, sino una invitación Suya irresistible: “no
temas, solamente ten fe”.
Cabe hacer aquí un paréntesis para considerar, ¿qué es
esa fe a la que Jesús se refería?, ¿en qué consiste? Hay quien
cree que se trata de una especie de autosugestión, que si dice:
‘sí creo, sí creo’ ya con eso obtendrá lo que pida, pero no es
así. Desde luego la fe implica creer en Dios, pero no sólo con
la mente sino con el corazón, con todo el ser. Tener fe implica,
por supuesto, creer que Dios lo puede todo, pero implica
también estar dispuesto a amoldarse a Su voluntad. En pocas
palabras, tener fe es decirle sí al Señor.
La mujer respondió así a Jesús cuando Él preguntaba
quién lo había tocado. Pudo escabullirse y no decir nada, pero
eligió ponerse en Sus manos y reconocer ante todos su fe en
Él.
Y Jairo también eligió creerle, y en lugar de despedirlo
y regresarse solo a casa a preparar el funeral de su pequeña,
aceptó que lo acompañara. Se atrevió a creer que era posible lo
imposible y no quedó defraudado. Cuando llegaron Jesús
acalló los llantos de quienes lloraban la muerte de la niña,
entró a donde ella estaba, la tomó de la mano y le devolvió la
vida.
110
¡Cómo cambiaron las cosas ese día para aquella mujer
y para Jairo y su familia!
Ella, que hubiera querido pasar desapercibida, fue de
pronto el centro de todas las miradas, pero ello le permitió
tener un encuentro personal con Jesús. Él, que nunca hubiera
querido que se le muriera su hija, experimentó ese dolor que le
permitió acercarse más a Jesús y cimentar sobre roca su fe en
él.
Ambos vivieron en carne propia lo que experimenta
todo aquel que se atreve a dejar atrás prejuicios y resistencias e
ir al encuentro de Jesús: darse cuenta de que sus temores eran
vanos, sus prioridades estaban de cabeza, y todo lo que antes le
inquietaba ya no le quitará nunca más el sueño.
Es que el encuentro con Jesús lo transforma, lo ilumina
todo. Decía san Agustín: ‘Señor, Tú lo aligeras todo, pero
como yo estoy lleno de mí, soy una carga para mí mismo.’
Por eso es una pena que tanta gente espere hasta que no
le queda más remedio, hasta que ya se le vino encima un
problemón del que no logra salir, o hasta que siente que ya le
llegó la hora de morir, para acordarse de Jesús y tratar de
acercarse a Él.
¡Qué lástima que alguien pierda durante toda la vida la
oportunidad de disfrutar Su cercanía, conocerlo a través de Su
Palabra; recibir Su abrazo y Su perdón en la Confesión; entrar
en comunión con Él en la Eucaristía; tener una amistad íntima
y estrecha con el mejor Amigo que hay...
Qué pena posponer y posponer el encuentro más
maravilloso del mundo o, peor aún, dejarlo para el mero final.
El Evangelio ya no dice qué fue de aquella mujer, pero
suponemos que regresó más que contentísima a su casa, y de
Jairo suponemos que junto con su esposa e hija disfrutó la más
feliz comida familiar.
Ambos se han de haber sentido completamente gozosos
de haber ido a ver a Jesús, de haber confiado y haber
reconocido públicamente su fe en Él.
Solamente les ha de haber quedado algo que lamentar,
se han de haber hecho unas preguntas que ojalá tú nunca te
tengas que plantear: ¿cómo no me acerqué antes a Jesús?, ¿por
qué esperé tanto?, ¿para qué me tardé tanto?
111
XIV Domingo del Tiempo Ordinario
Fracaso aparente
C
uando alguien se esfuerza al máximo para lograr algo y
no obtiene el resultado que esperaba, suele sentirse
fracasado.
El estudiante que en toda la noche no duerme,
estudiando para un examen, y sale reprobado.
El ama de casa que se pasa el día entero cocinando un
delicioso platillo que al final se le quema.
El profesionista que dedica semanas a desarrollar un
proyecto y no se lo aprueban.
Los candidatos que se desgastan meses y meses en
campañas agotadoras y no obtienen el triunfo.
Los deportistas que pasan años de privaciones y duros
entrenamientos y no consiguen la anhelada medalla.
Y ya puede un maestro alabar al estudiante por su
esfuerzo, si éste no aprobó, nada le compensará no haber
pasado de grado.
Puede su familia felicitar a mamá porque el guisado se
veía y olía rico antes de chamuscarse, ella se quedará frustrada
porque no lo pudieron saborear.
Puede su jefe asegurarle al profesionista que le gustó
mucho su proyecto, si no lo van a realizar, se quedará
lamentando haber trabajado en vano.
Pueden sus equipos y seguidores alentar a los
candidatos perdedores asegurándoles que millones de gentes
112
los quieren y apoyan, si no obtuvieron el triunfo no pueden
dejar de sentir que perdieron el tiempo, no sólo la contienda.
Y pueden los deportistas recibir aplausos del público y
porras de su entrenador, si no lograron subir al podio del
vencedor regresarán a su país cabizbajos sintiendo que los
tacharán de ‘perdedores’, y no creerán que ‘lo que importa no
es ganar sino competir’.
Es que para el mundo lo que cuenta es el resultado, que
se vea, que luzca lo que se hizo, que se gane lo que se
esperaba, que se alcance la meta propuesta.
Lo bueno es que los criterios del mundo no son los
criterios de Dios.
El mundo aprecia sólo lo cosechado, Dios valora lo que
se sembró.
El mundo mira sólo lo externo, Dios penetra el interior.
El mundo califica las acciones, Dios toma en cuenta las
intenciones.
Quien trabaja para obtener éxitos en el mundo se
encamina derechito a la frustración, a ser injustamente tildado
de fracasado si no obtiene lo que se propuso lograr.
En cambio quien trabaja para Dios nunca puede fracasar. Nada
de lo que haga se perderá, nada será demasiado insignificante,
no habrá ningún esfuerzo por ínfimo que sea, por
desapercibido que les haya pasado a quienes estaban a su
alrededor, que le pase inadvertido a Aquel que todo lo ve y
todo lo conoce.
Dios es el Único capaz de apreciar y valorar no sólo lo
que hacemos sino lo que quisimos hacer y no pudimos; no sólo
lo que dijimos, sino hasta lo que hubiéramos querido decir.
A Él nada de lo nuestro se le oculta ni le resulta indiferente, y
mientras el mundo está siempre dispuesto a saltarnos a la
yugular y criticarnos, juzgarnos y condenarnos por cualquier
cosa, Dios en cambio nos contempla desde Su misericordia,
con infinita benevolencia. Y no le importa que a los ojos de
otros podamos fallar, para Él nuestro esfuerzo es ya un logro;
considera que triunfamos cada vez que de veras intentamos
cumplir Su voluntad.
113
Reflexionaba en esto al leer la Primera Lectura que se
proclama este domingo en Misa (ver Ez 2, 2-5).
En ella Dios dice al profeta Ezequiel: “Yo te envío...a
un pueblo rebelde, que se ha sublevado contra Mí. Ellos y sus
padres me han traicionado hasta el día de hoy. También sus
hijos son testarudos y obstinados. A ellos te envío para que les
comuniques Mis palabras. Y ellos, te escuchen o no, porque
son una raza rebelde, sabrán que hay un profeta en medio de
ellos”. (Ez 2, 3-5).
Tenemos aquí un caso que puede parecernos inaudito:
Dios envía a un hombre y no le dice: ‘como vas de Mi parte y
Yo soy Todopoderoso, voy a hacer que te atiendan, todo te va
a salir bien, tu misión será un éxito y multitudes saldrán a las
plazas a escucharte boquiabiertas’. No. Nada de eso. Le
advierte que, aunque va de Su parte, se va a topar con gente
muy difícil, como quien dice que lo más probable es que no le
harán el menor caso. Uno se pregunta: ‘¿por qué lo envía
entonces, si de antemano ya le está anunciando que muy
posiblemente su misión terminará en fracaso?’ A raíz de lo que
se reflexionaba antes, cabe responder: Lo envía porque para
Dios no hay fracasos.
En primer lugar Él nunca da por perdido a nadie ni se
desanima anticipadamente; considera que es probable que no
escuchen a Su enviado, pero no pierde la esperanza de que sí lo
hagan.
En segundo lugar, Dios sabe que la semilla que manda
sembrar, Su Palabra, es semilla siempre fértil, siempre buena,
que tarde o temprano fructificará (ver Is 55, 10-11). Y así,
donde el mundo ve hoy sólo un pedazo de tierra seca, Dios ya
visualiza el vergel que brotará mañana; donde el mundo mira
que hoy sólo hay desierto, Dios alcanza a oír el murmullo de
los ríos que por allí correrán (ver Is 43, 18-20).
Dios anunció a Ezequiel lo que le esperaba, no para
desanimarlo sino todo lo contrario, para impedir que se sintiera
fracasado si nadie lo escuchaba. Quiso darle la certeza de que
lo que le tocaba era ir de parte Suya, con eso debía bastarle, de
lo demás, de lo que resultara luego, ya se encargaría Él.
114
Es una invitación a no descalificar con criterios
humanos, lo que es de Dios.
Ahí tenemos también el caso de san Pablo, que en la
Segunda Lectura dominical (ver 2Cor 12, 7-10) confiesa que
padece de algo que lo hace sufrir y sentirse humillado, y que le
ha pedido a Dios que se lo quite pero Dios le ha respondido
“Te basta Mi gracia, porque Mi poder se manifiesta en la
debilidad” (2 Cor 12, 9).
Qué extraordinario, no sólo que este súper apóstol se
atreva a confesar que tiene una humillante debilidad, sino que
Dios le dio a entender que no debía considerarla una
vergüenza, pues se estaba sirviendo de ella para manifestarle
Su gracia y Su fuerza.
¡Qué maravilla que Dios pueda darle la vuelta a todo y
convertir en triunfos nuestros fracasos!
Por eso no hay nada mejor que hacerlo todo por Él y
para Él: lo grande y lo pequeño; lo cotidiano y lo excepcional.
Quien trabaja para Dios, que no consiste en otra cosa
que en vivir esforzándose por cumplir en todo Su voluntad,
puede descansar en la seguridad de que sin importar cuál sea el
aparente resultado, jamás se sentirá ni será un fracasado.
115
XV Domingo del Tiempo Ordinario
Dejar o llevar
quienes al viajar acostumbran cargar hasta con ‘la
mano del metate’, seguramente les ha de sorprender
que cuando Jesús envíó a Sus apóstoles a ir de misión,
no sólo puso tremendas restricciones a lo que les permitía
llevar, sino que no lo dejó al criterio de cada quien, no se
limitó a decirles: ‘viajen ligero’, sino que les dio una lista
detallada de lo que no podían y lo que sí podían llevar. ‘¿Pero
por qué? -tal vez preguntará alguno- si no iban en avión, no
tenían que cuidarse del ‘exceso de equipaje’ ni existían todavía
las listas modernas de ‘artículos prohibidos a bordo’?
Podemos encontrar respuesta si tomamos un momento para
repasar lo que les pidió dejar y llevar.
En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa
(ver Mc 6, 7-13), dice que Jesús “les mandó que no llevaran
nada para el camino; ni pan, ni mochila, ni dinero en el cinto,
sino únicamente un bastón, unas sandalias y una sola túnica”
(Mc 6, 8-9).
Consideremos lo que estas peticiones podían significar
para los apóstoles y también lo que pueden significar para
nosotros hoy. Empecemos con las tres cosas que no podían
llevar.
A
1. Pan.
El pan representa la comida, el sustento necesario para tener
fuerzas para ir a la misión.
116
No llevar pan implica fiarse totalmente de la Divina
Providencia. Recordemos que en otro Evangelio Jesús dijo:
“No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis...Que
por todas esas cosas se afanan los gentiles del mundo; y ya
sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de eso. Buscad más
bien Su Reino, y esas cosas se os darán por añadidura” (Lc
12, 22. 30-31). En otras palabras: Hay que tener confianza en
que Dios proveerá.
No llevar pan también implica no sólo llevar a la
oración sino a la vida la petición que Jesús enseñó a Sus
apóstoles en el Padrenuestro: “danos hoy nuestro pan de cada
día” (Mt 6,11). Es volver cada día la mirada hacia el Padre y
pedirle el sustento (físico y espiritual) de ese día, la gracia de
ese día, la fortaleza para ese día. Hay quien quisiera pedir de
una vez la de la semana, la del mes, ya entrados en gastos, la
del año para poder desentenderse de Dios una temporada. Pero
Jesús no quiere que pidamos una sola vez y nos olvidemos de
Dios. Aquel que dijo: “si no os hacéis como niños no entraréis
en el Reino” (Mt 18,3) quiere que seamos conscientes todos los
días de nuestra dependencia del Padre y le pidamos todos los
días lo que nos hace falta, como hacen los niños con su papá.
Eso nos acerca más a Él, nos hace agradecidos, afianza nuestra
relación con Él.
No llevar pan implica también una renovación
cotidiana. Así como no se puede tener un pan guardado que se
arrancie, así tampoco puede dejar que se arrancie lo que se ha
de ofrecer a los demás, en particular en lo que se refiere al Pan
de la Palabra. Se debe compartir algo siempre fresco, recién
salido del corazón, reflexión que se renueve con la vivencia de
cada día; no se debe ofrecer algo caduco, duro o enmohecido,
que ya no sabe bueno, que no le entra a la gente. Recuerdo
cómo me impactó que el famoso obispo norteamericano,
Fulton Sheen decía que rompía las homilías que escribía, luego
de pronunciarlas. ¿Por qué hacía semejante cosa? Desde luego
no porque estuvieran mal escritas, todo lo contrario, eran
textos riquísimos que le habían dado fama; explicaba que lo
hacía para no ir a caer en la tentación de conformarse con leer
un texto ya añejo, escrito tiempo atrás, para comentar las
117
lecturas de la Misa del día. Quería dar diario algo nuevo,
actual, vital.
No llevar pan implica también tener que integrarse a la
comunidad a la que se va. No quedarse uno aparte, comiéndose
su torta en un rincón sin convidarle a nadie y sin comer lo que
otros llevaron. No deja otra opción que la de fraternizar.
No llevar pan implica también poder intimar con los
demás. En Oriente, el compartir la misma comida tiene un
significado más profundo que el de sólo sentarse a la mesa, es
una invitación a tener una mayor comunión con los demás, por
decirlo de otro modo: si tú y yo comimos lo mismo, tenemos
dentro el mismo alimento, eso nos asemeja, nos hermana.
Permite poner el énfasis en las coincidencias no en las
diferencias; en lo que une, no en lo que separa.
2. Mochila.
La mochila representa lo que uno va cargando.
No llevar mochila permite viajar con ligereza, ir con
prontitud al encuentro del otro sin que haya una carga que se
vaya volviendo cada vez más pesada, nos canse y haga lentos
nuestros pasos.
No llevar mochila permite gozar de libertad. No hay
que estarle echando ojo a la mochila para cuidar que nadie la
robe; estar pendiente de dónde se la deja, dónde se la guarda o
se la esconde.
No llevar mochila libra de tener que estar
continuamente volviendo sobre los propios pasos para
recogerla. Permite ir siempre adelante.
No llevar mochila obliga a necesitar de otros. No tiene
uno en qué guardar cuanto pueda hacerle falta. Tiene que
pedirle a alguien que le preste o le regale lo que no pudo llevar.
3. Dinero.
Representa autosuficiencia y superioridad con relación a otras
personas.
No llevar dinero impide que el misionero llegue a
pensar que para salir adelante le bastan sus propios recursos:
‘¿Me hace falta algo?, ¡me lo compro!’ No tiene dinero para
pagar hospedaje, tiene que aceptar que alguien le albergue; no
118
tiene dinero para pagar sus comidas, debe pedir y aceptar que
le ofrezcan de comer. Y puede ser que su indigencia lo hará
sentirse incómodamente vulnerable, pero ello en lugar de ser
negativo permitirá que la gente a la que se dirige, lo perciba
necesitado, lo sienta más cercano, lo acoja de corazón.
No llevar dinero impide tratar de apantallar a los demás
con la propia riqueza o tratar de atraerlos por el interés de
obtener un beneficio material; no permite comprar
voluntades...
No llevar dinero impide humillar a quienes tienen
menos o no tienen. El misionero está en sus mismas
circunstancias, se identifica con ellos y ellos con él.
No llevar dinero impide desconfiar de los otros
pensando en que lo pueden robar. No permite que se abran
abismos entre quienes lo tienen y quienes no lo tienen.
No llevar dinero implica confiar en la Providencia. En
que aunque las cosas se pongan difíciles, Dios dará lo
necesario cada día. Ahí tenemos el ejemplo de san Pablo, que
decía que a veces le tocó pasar hambre y sufrir muchas
tribulaciones, pero en todas el Señor lo socorrió (ver 2Cor
11,27; 2Tm 3,11)
No llevar dinero implica aprender a dejarse ayudar. La
tentación de quien desempeña una misión de encomendada por
Dios es sentirse un súper apóstol que da y da, pero tiene que
aprender a recibir; no ha de querer ser el único que aporte algo
positivo a los demás; debe captar, recibir y agradecer todo lo
bueno que le quieran dar: el cariño, la solidaridad, el apoyo.
Eso lo unirá más a la gente pues ésta lo sentirá más suyo, al ver
que necesita y recibe la ayuda que le pueden dar.
Hasta aquí consideramos las tres cosas que Jesús les
pidió no llevar. Es interesante notar que en la triple prohibición
hay una misma invitación, para Sus apóstoles y para nosotros:
confiar, primero en Dios y dejarse ayudar por la gente. En la
medida en que alguien confía más y más en Dios, recibe de Él
más y más. Dios, como Padre amoroso, no deja nunca sin
amparo a un hijo que se abandona a Su cuidado. El que
pretende bastarse a sí mismo, se arriesga a quedar a la deriva,
atenido a sus propios míseros recursos, pero el que vuelve su
119
mirada a Dios y alza sus manos hacia Él recibirá con
abundancia lo que le haga falta (que, ojo, no siempre será lo
que crea que le hace falta...).
Algo semejante sucede con la comunidad; si un enviado
de Dios es capaz no sólo de ayudar sino de aceptar ayuda, la
comunidad lo acogerá como una madre acoge a un hijo, lo
sentirán suyo y se abrirá a su mensaje con mayor facilidad.
Consideremos ahora las tres cosas que les pidió llevar:
1. Bastón.
Es una ayuda, un sostén.
Llevar bastón permite ir con mayor seguridad por sitios
difíciles. Como Jesús, Buen Pastor, Sus apóstoles deben ir a
donde sea a rescatar a los perdidos o descarriados, aún a los
sitios más lejanos o escarpados.
El bastón es también un símbolo de vejez. Tal vez
también puede interpretarse como una invitación a comprender
que ser testigo de Jesús es algo que debe abarcar toda la vida,
nadie podrá sentir que ya le llegó la edad de ‘jubilarse’. Aún en
la vejez, aun cuando se camine despacito o con dificultad, se
está llamado a predicar, de palabra o de obra, a dar testimonio,
a orar.
2. Un par de sandalias.
Simbolizan libertad y austeridad
Llevar sólo un par de sandalias implica verdadera
austeridad (nada que ver con los mil pares de zapatos que
guardaba en su clóset aquella tristemente célebre primera dama
de Filipinas, Imelda Marcos). Y si alguno se pregunta por qué
no les pidió ir descalzos que es todavía más austero, cabe
responder que en ese tiempo quienes iban descalzos eran los
esclavos. Así que como símbolo, no podía ser que los enviados
de Aquel que vino a romper las cadenas del pecado y de la
muerte, fueran descalzos como esclavos, debían ir calzados,
pero sin lujos o extravagancias, con el calzado de los pobres.
Un par de sandalias es suficiente protección para no
lastimarse lo pies con las piedras del camino o quemárselo en
terrenos ardientes por el sol. Impide agarrar de pretexto que el
120
suelo está pedregoso o muy caliente para ponerse a buen
resguardo y no hacer nada.
3. Una sola túnica.
Lo mínimo para cubrir la desnudez.
Llevar una sola túnica implica llevar lo mínimo; es lo
suficiente para no ir desnudos (los esclavos iban sin túnica y
descalzos; recordemos a aquel joven de la parábola que narró
Jesús: se había lejos, se había vuelto esclavo de sí mismo, de
sus caprichos, de sus pasiones, y volvía desnudo y descalzo,
así que lo segundo que hizo su padre al verlo volver -lo
primero fue ir corriendo a abrazarlo y besarlo- fue pedir que lo
vistieran y le pusieran sandalias en los pies. Quería hacerle
sentir que había vuelto a gozar de la libertad de ser hijo suyo).
Llevar una sola túnica implica también conformarse
con lo que se tiene, no pretender lujos, no dejarse deslumbrar
en buscar aquello que no es lo esencial.
Llevar una sola túnica permite no sentir envidia de
otros, ni que otros lo envidien a uno.
Llevar una sola túnica permite no hacer sentir menos a nadie;
no apantallarle.
Llevar una sola túnica implica tener que mantenerla
limpia (quien tiene muchas puede demorar en lavarlas y va
guardándolas sucias); el que sólo tiene una debe procurar que
nada la manche, y si se mancha, lavarla lo más pronto posible.
Y así como la túnica, el alma...
Tras considerar las tres cosas que Jesús pidió que
llevaran, podemos percibir que les hizo una tácita invitación
que extiende hoy también a nosotros: a mantenernos libres de
apegos y ataduras; aprovechar lo que tengamos; si poseemos
cosas, no permitir que éstas nos posean; en suma: poner
siempre el acento en el ser, no en el tener.
Al final queda claro que todo lo que Jesús les pidió a
Sus apóstoles dejar y llevar tiene un mismo propósito, y que
éste es válido para ellos y nosotros, igualmente llamados y
enviados a dar testimonio de Jesús en nuestra vida. ¿Cuál es
ese propósito? El de mostrarnos que lo que nos permitirá ser
121
testigos suyos y cumplir bien nuestra misión no es lo que
llevemos por fuera, sino lo que llevemos en el corazón.
122
XVI Domingo del Tiempo Ordinario
Nada temo
A
lgunos periódicos y revistas suelen publicar un reto
para probar el poder de observación de sus lectores.
Presentan dos cuadritos a color del mismo paisaje o
personaje, con una nota que explica que a primera vista ambos
cuadritos parecen iguales pero no lo son, e invita a descubrir
las diferencias entre ellos.
Al meditar el Salmo 23, que se proclama este domingo
en Misa, pensaba que si hubiera que ilustrarlo en dos cuadritos,
las diferencias entre ambos estarían en el paisaje, y serían muy
evidentes.
Por ejemplo, si en el primer cuadro se ilustrara la
primera estrofa, que dice: “El Señor es mi pastor; nada me
falta; en verdes praderas me hace reposar y hacia fuentes
tranquilas me conduce para reparar mis fuerzas” (Sal 23, 13a), cabe imaginar que habría un cielo azul sobre un hermoso
campo verde, lleno de flores y árboles reflejados en un
manantial de aguas mansas y cristalinas.
Si se ilustrara en el otro cuadrito la segunda estrofa, que
dice: “Por ser un Dios fiel a Sus promesas, me guía por el
sendero recto; así, aunque camine por cañadas oscuras, nada
temo porque Tú estás conmigo.” (Sal 23, 3-4), probablemente
el cielo estaría negro, quizá cuajado de densos nubarrones, y
habría cañadas oscuras, es decir, escarpadas barrancas
rodeando un sombrío valle (la Biblia de Jerusalén lo traduce
123
como ‘valle tenebroso’, como quien dice, una tétrica
hondonada que daría miedo atravesar).
Es evidente que en los paisajes de ambos cuadros
habría muchas diferencias, entonces, ¿qué tendrían en común
que pudieran hacerlos parecer idénticos a primera vista? Que
en ambos aparecería en primer plano, el mismo pastor con su
oveja.
En uno se les vería entre verdes praderas y fuentes
tranquilas; en el otro estarían entre cañadas oscuras y valles
tenebrosos. Los entornos cambiarían, y mucho, pero la
presencia constante, fiel, atenta, amorosa del pastor, se
mantendría igual.
Esto ilustra lo que sucede en nuestra vida. Ese pastor
representa a Dios, que en las buenas y en las malas, de día y de
noche, cuando las cosas son fáciles y cuando se ponen
difíciles, no cambia, no se va, ‘no se muda’, diría santa Teresa;
permanece junto a nosotros conduciéndonos y haciéndonos
reposar, guiándonos siempre por los mejores senderos,
acompañándonos y sosteniéndonos cuando nos toca atravesar
terrenos escabrosos.
Si las cosas nos salen bien tenemos la certeza de no se
debe a la suerte, a la casualidad o a nuestras propias
capacidades y recursos, sino a Su Divina Providencia y a Su
continua intervención en nuestra vida; y si las cosas no salen
como queremos, también tenemos la certeza de que no es
porque Él nos haya abandonado, se haya ido lejos, olvidado de
nosotros o no le importemos, todo lo contrario, se debe a que
desde Su infinita sabiduría y amor por nosotros permite sólo
aquello de lo que podremos obtener el mayor bien; y si algo
nos afecta o nos duele se acerca todavía más a nosotros, nos
lleva en Sus brazos, para ayudarnos a superarlo iluminados,
consolados, fortalecidos por Él.
Saber que sin importar qué nos toque vivir o por dónde
tengamos que atravesar, Dios estará a nuestro lado, nos
permite decir, como el salmista: “nada temo porque Tú estás
conmigo. Tu vara y Tu cayado me dan seguridad” (Sal 23, 4).
Vivir con la conciencia de la constante presencia del Señor, es
lo que permitió a san Pablo enfrentar lo que fuera y afirmar:
“sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a
124
la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación.
Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4, 13). Es lo
que permitió a san Ignacio de Loyola la libertad de aceptar por
igual que Dios le concediera vivir una vida larga o corta, en
pobreza o riqueza, con salud o enfermedad. Es lo que inspiró a
santa Teresa a decir: ‘quien a Dios tiene, nada le falta, sólo
Dios basta’. Y es lo que nos permite a ti y a mí levantarnos
cada mañana con la absoluta seguridad de que en esa jornada,
sea que nos toque reposar en verdes prados o atravesar oscuras
cañadas, no debemos sentir ningún temor, porque nos tiene
bajo Su amoroso cuidado el mejor Pastor.
125
XVII Domingo del Tiempo Ordinario
Lo que no pasó
S
abemos lo que sucedió, pero tal vez nunca nos hemos
detenido a considerar lo que pudo haber pasado y no
pasó.
Me refiero a la multiplicación de los panes y pescados, que se
proclama este domingo en Misa, en la versión de san Juan (ver
Jn 6, 1-15).
Conocemos los hechos porque se trata del único milagro que
aparece narrado en los cuatro Evangelios, así que muy
probablemente lo hemos escuchado muchas veces, pero esta
vez reflexionemos no sobre lo que ocurrió, sino sobre lo que
pudo haber pasado, y no pasó. Por ejemplo:
Cuando Jesús se fue a la otra orilla del mar de Galilea, la gente
no se resignó a perderlo de vista, no dijo: ‘bueno, ni modo ya
se fue, a ver si alguuuuna vez nos lo volvemos a encontrar’,
sino que hizo el esfuerzo de ir a seguirlo a donde Él había ido.
Cuando Jesús subió al monte la multitud no se quedó abajo
esperando que bajara, con el pretexto de que estaba cansada,
sino decidió que valía la pena subir a donde Él estaba.
Cuando, como popularmente se dice, comenzó a ‘hacer
hambre’, la gente no pensó que era más importante irse a
comer, sino se quedó con Jesús.
A Andrés, el hermano de Simón Pedro, no le pasó
desapercibido que alguien traía algo que, aunque parecía poco,
podía ser para bien si lo ponía en manos del Señor.
126
A Andrés no se le ocurrió impedir que uno que no pertenecía a
los Doce fuera quien aportara lo que hacía falta.
El muchacho dueño de los cinco panes y los dos pescados no
los había escondido para comérselos con sus familiares y
amigos.
No se puso a repartirlos él solo confiado en que sus míseros
recursos bastaban para alimentar a todos.
Tampoco se fue al otro extremo: no se desanimó pensando que
eso que traía era tan poquito que sería ridículo mostrarlo; no le
dio pena que se fueran a reír de él por ofrecer algo tan
insuficiente.
Cuando le pidieron sus panes y peces no se rehusó diciendo:
‘esto lo traje yo para mí y para mi familia, ustedes háganle
como puedan, ¿quién les manda no traer itacate?’.
Cuando entregó los panes y peces no se quedó un ‘guardadito’.
Ofreció poco, pero era todo lo que tenía.
No buscó que se lo agradecieran, ni cobrarlo ni darlo a cambio
de pedir algún favor.
No se aseguró de que se supiera de quién habían sido los panes
y pescados (nunca supimos su nombre).
No se saltó la mediación de Andrés, yéndose directamente con
Jesús.
Cuando Andrés tuvo en su poder los panes y peces no se le
ocurrió despedir a la gente para poder sentarse con los otros
discípulos, a comer solos con Jesús.
No decidió por sí mismo qué hacer, sino supo ponerlo todo en
manos del Señor.
Cuando Jesús pidió que la gente se sentara sobre la hierba en
aquel sitio despoblado, aquélla no dijo: ‘qué sentarnos ni qué
nada, mejor vámonos al pueblo más cercano a comprar algo
que comer porque aquí nos va a oscurecer en ayunas’, sino que
aceptó la propuesta del Maestro, aunque no parecía lógica ni
entraba en los estrechos esquemas de lo que se suele considerar
razonable o incluso posible.
Cuando Jesús pidió a los discípulos que recogieran y pusieran
en canastos los pedazos que sobraron, nadie le dijo: ‘¿para
qué?, si ¡hay mucho!’.
Lo que sobró no se desperdició (seguramente se compartió, ¿te
imaginas? qué alegría para quienes pudieron decir al enfermito
127
o ancianito que tenían en casa: ‘¡mira, te traje un pedazo de
pan de los que multiplicó Jesús!’).
La gente no logró llevarse a Jesús para proclamarlo rey;
querían tener un soberano que los curara si enfermaban y los
alimentara si tenían hambre, pero Él se les fue a la montaña, y
ya no pudieron o no intentaron seguirlo.
Considerar todo lo que no sucedió no es un simple ejercicio de
imaginación. Es una invitación a reflexionar: si hubiéramos
sido nosotros los que hubiéramos estado allí, ¿qué papel
hubiéramos jugado?, ¿cómo hubiéramos reaccionado?,
¿también hubiera no pasado lo que no pasó?
128
XVIII Domingo del Tiempo Ordinario
Nostalgia del pecado
¿
Has extrañado cometer un pecado que supuestamente has
superado?, ¿te acuerdas de cuando lo cometías y sientes
cierta nostalgia?
Ante semejante pregunta cabría esperar un: ‘¡de
ninguna manera!, eso quedó atrás, ya me confesé, me propuse
no volverlo a hacer y ¡no pienso más en ello!’, pero la verdad
es que ésta no es siempre la respuesta dada. Mucha gente que
ha logrado levantarse después de haber caído en cierto pecado,
desearía volver a caer en él. ¿Por qué sucede semejante cosa?
Porque el pecado aparenta ser lo más placentero, o sencillo, o
que traerá mayor bienestar, y ese aspecto falso deslumbra lo
suficiente como para que no siempre se alcance a percibir su
lado sórdido y oscuro. Y así, por ejemplo, el que dejó las
juergas con los amigotes, puede extrañar las risotadas, el
evadirse en el alcohol o en la droga, y olvidar la mirada de
miedo de sus niños, los moretones en el cuerpo de su esposa, la
falta de dinero en la cartera, la cruda física y moral; el que dejó
de robar, tal vez extraña los gustitos que se daba con el dinero
extra y olvida la tensión en que vivía por temor a ser
descubierto y la pena de tener mala reputación; quien dijo
adiós a su ‘casa chica’, recuerda y extraña las atenciones que le
brindaba su amante, pero olvida el dolor que causaba a su
cónyuge e hijos y el mal ejemplo que les daba; la que se la
pasaba chismeando extraña el ‘cotorreo’ con sus amigas y la
129
atención que le prestaban, pero olvida cómo arruinó la buena
fama de sus amistades y parientes.
El pecado ejerce sobre nosotros fuerte poder de
atracción, conviene saberlo; que nadie se confíe ni baje la
guardia creyendo que lo ha superado para siempre, más bien
que piense que siempre tiene la posibilidad de recaer.
Ahí está lo que leemos en la Primera Lectura que se
proclama este domingo en Misa (ver Ex 16, 2-4. 12-15).
Cuando los judíos vivían como esclavos en Egipto, y
eran víctimas de injusticias, obligados a trabajar sin descanso
ni recompensa, Dios hizo verdaderos milagros para liberarlos y
conducirlos por el desierto hacia la tierra prometida.
Cualquiera pensaría que habrían estado súper felices de
ser libres y por nada del mundo querrían regresar a su antigua
vida, pero no fue así; sintieron hambre y en lugar de confiar en
que Dios les proveería de alimentos, se pusieron a lamentar
haber salido de Egipto, donde comían ollas de carne y pan
hasta hartarse. Recordaban sólo la abundante comida,
olvidando lo terrible de comerla en la esclavitud.
¿Por qué sucede esto? Porque el que nos induce a caer
en el pecado y a volver a caer en él cuando ya nos hemos
levantado, es el maligno, que no en balde es llamado ‘príncipe
de la mentira’. Es obra suya que nos veamos engañados y
consideremos apetecible lo que en realidad nos hace daño.
Y tal vez alguien piense que esta situación no tiene
remedio y que como caemos y caemos, no tiene caso volvernos
a levantar, pero no es así. No podemos quedarnos caídos. ¿Por
qué? Por una parte, porque ya sabemos que lo que el pecado
ofrece es falso, no conduce hacia la luz sino hacia la oscuridad;
ya lo dice san Pablo, “el salario del pecado es la muerte”
(Rom 6,23). Y por otra parte, porque en esta lucha no estamos
solos: Dios está con nosotros. Y así como cuando Su pueblo
estaba a punto de sucumbir a la tentación de regresarse a
Egipto para hartarse de carne y pan, les envió codornices y e
hizo bajar maná del cielo para saciar su hambre e impedir que
siguieran anhelando aquella comida de esclavos, también ahora
nos envía a nosotros las gracias celestiales que necesitamos
para mantenernos libres y no caer en la tentación de volver a
hacernos esclavos del pecado.
130
A lo judíos les cubrió su campamento con codornices, a
nosotros nos cubre con Su abrazo y Su gracia sanadora y
fortalecedora, en el Sacramento de la Reconciliación. Para los
judíos hizo que bajara maná del cielo, para nosotros bajó Él en
persona a darnos Su Cuerpo y Su Sangre en la Eucaristía.
Contamos con la mayor ayuda posible para levantarnos
de toda caída y recaída: la mano firme, el brazo poderoso del
Señor que ayer rescató a Su pueblo no sólo de la esclavitud,
sino de la tentación de volver a la esclavitud, y hoy nos rescata
a nosotros, no sólo de nuestro pecado, sino de nuestra nostalgia
del pecado.
131
XIX Domingo del Tiempo Ordinario
Pan para el camino
S
i no fuera porque está escrito en la Biblia, pensaríamos
que le inventaron un chisme, porque no podríamos creer
que algo así le hubiera sucedido al profeta Elías.
Era un hombre al que Dios le había dado muestras
extraordinarias de Su amistad y protección, y le había
concedido realizar grandes milagros en Su nombre. Por citar
un ejemplo, cuando Dios quiso dar una reprimenda al rey Ajab,
que influido por su esposa Jezabel había construido en Samaria
un altar y un templo al dios pagano Baal, envió a Elías a
anunciar que habría una tremenda sequía (ver 1Re 17, 1), y
para protegerlo de la reacción airada del rey, lo mantuvo
escondido cerca de un torrente para que tuviera agua fresca que
beber, y le envió cuervos que le llevaban de comer (ver 1 Re
17, 6). Y cuando se secó el torrente (claro, como había sequía),
lo envió a casa de una viuda, a la que le hizo el milagro de que
no se le terminara el aceite ni la harina (ver 1Re 17, 14-16), y
cuando el niño de ésta murió, le concedió devolverle la vida
(ver 1Re 17, 22).
Y cabe mencionar también que con la gracia de Dios
Elías tuvo el valor de enfrentar con suma tranquilidad y buen
humor, a cuatrocientos cincuenta profetas de Baal (mantenidos
por Jezabel), los venció con ayuda de Dios, al que invocó
confiadamente y del que recibió pronta respuesta, luego de lo
cual ¡los degolló personalmente! (ver 1 Re 18, 19-40).
132
Como se ve, era todo un personaje, del que no se
comprende que cuando la reina, furiosa por la muerte de sus
cuatrocientos cincuenta profetas, le mandó decir que le haría lo
mismo a él, “tuvo miedo y huyó para salvar su vida” (1Re
19,3).
Y sorprende más lo que leemos en la Primera Lectura
que se proclama este domingo en Misa (ver 1Re 19, 4-8): que
luego de caminar por el desierto un día entero, se sentó bajo un
árbol, sintió deseos de morir, le pidió a Dios que le quitara la
vida y se echó a dormir (la versión veterotestamentaria de estar
‘depre’).
¿A qué se debió semejante actitud?, ¿qué pudo
sucederle que lo hiciera desear morir?
Podemos hallar dos razones: la primera, que en lugar de
tener confianza en Dios tuvo miedo. Y la segunda, que
desesperó porque Dios, que siempre le había concedido
grandes milagros, esta vez al parecer estaba mirando para otro
lado, siendo que hubiera podido, por ejemplo, mandar que
bajara fuego del cielo para achicharrar a la reina o cuando
menos chamuscarla lo suficiente como para que lo dejara en
paz. Que una sola vez Dios no hubiera intervenido de
inmediato a su favor, bastó para que Elías se sintiera
desanimado, olvidando todo lo que Dios le había concedido en
el pasado.
Así suele suceder. A todas horas, todos los días, Dios
hace por nosotros miles de milagros chicos y grandes (la
mayoría de los cuales nos pasan desapercibidos y ni se los
agradecemos); pero apenas permite que algo que consideramos
malo nos suceda, y no nos libra de eso tan pronto como se lo
rogamos (o exigimos), se nos olvida todo lo anterior que ha
hecho por nosotros; ya no cuenta que nos libró de aquel
peligro, de aquella enfermedad, de aquella crisis; lo que nos
importa es que nos libre de esta enfermedad, de este peligro, de
esta crisis; que nos rescate de lo que estamos viviendo ahorita,
y si no lo hace nos decepcionamos y nos ‘sentimos’ con Él; lo
chantajeamos: ‘está bien, Señor, si no quieres ayudarme no
importa; si no quieres hacer este insignificante favor, que no te
cuesta nada porque eres Todopoderoso, lo comprendo, sé que
tienes cosas más importantes que atender que preocuparte de
133
mí, que tanto te rezo (o ‘que te sirvo desde hace tanto tiempo’,
o ‘que te he sido tan fiel’, cada quien añade la frase de su
cosecha), pero si así me vas a tratar, mejor recógeme de una
buena vez’ (el equivalente al “quítame la vida” que le dijo
Elías).
No importa cuántos favores nos haya concedido Dios,
si no nos concede el de hoy nos quebramos, nos queremos
morir. Igualito que Elías que se echó a dormir con ganas de ya
no despertarse.
Llama la atención la facilidad con la que él y nosotros,
en lugar de mantenernos firmes confiando en la Providencia
Divina, que nos ha dado ¡sobradas pruebas! de que es de fiar,
nos desanimamos.
Lo bueno es que Dios, no se da por ofendido (aunque
francamente le damos bastantes razones para ello), y una y otra
vez nos muestra pacientemente que el hecho de que no
intervenga como y cuando se lo pedimos no significa que no
esté atento a nuestras necesidades y dispuesto a darnos Su
amoroso auxilio.
Elías no había empezado a roncar cuando ya lo estaba
despertando un ángel enviado por Dios que le traía lo que más
falta le hacía: nada menos que pan calientito y agua fresca para
recuperar las fuerzas (ver 1 Re 19,6) ¡Clara muestra de que
Dios estaba más pendiente de él de lo que imaginaba, y sabía
mejor que él lo que le convenía! Elías comió y bebió, pero ¡se
volvió a dormir! (¿no te digo?). Pero Dios, que no se deja
ganar en perseverancia, volvió a enviar a Su ángel, que lo
despertó por segunda vez para ofrecerle de nuevo pan y agua
(ver 1Re19,7).
Luego de comer el segundo pan Elías ya no se durmió,
se puso en camino. Y cabe hacer notar que cuando había
estado impulsado por el miedo, sólo había alcanzado a caminar
un día (ver 1 Re 19, 3-4), pero ahora, impulsado por la fuerza
que le dio este alimento enviado por Dios, tuvo fuerzas para
caminar cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar hasta
donde se encontraría con Él (ver 1Re 19, 8).
Siempre me había llamado la atención que Elías
hubiera necesitado una ‘segunda tanda’ de pan. ¿Por qué el
primero no fue suficiente?, después de todo era un pan enviado
134
por Dios. Tal vez se pueda encontrar respuesta en las palabras
de Jesús en el Evangelio que se proclama este domingo en
Misa (ver Jn 6, 41-51), cuando dice a Sus oyentes: “Sus padres
comieron el maná en el desierto y sin embargo, murieron” (Jn
6 49) y más adelante añade: “Yo soy el pan vivo que ha bajado
del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,
51). Tal vez ese primer pan que comió Elías representa el
maná, y el segundo pan anuncia lo que será la Eucaristía, un
Alimento que permite, a quien lo recibe, caminar firme al
encuentro de Dios.
Qué emoción pensar que, a diferencia de Elías, nosotros
ya contamos con el Pan Eucarístico; qué descanso para el alma
saber que aunque, como le sucedió al profeta, a veces se nos
venga el mundo encima y nos parezca que Dios se olvida de
nosotros porque no resuelve al instante lo que le pedimos, el
Señor nunca se olvida, está atento a lo que nos sucede e
interviene eficazmente a nuestro favor. Y ya no nos envía un
ángel con pan y agua. Ha venido Él en persona a entregársenos
como Pan Vivo, para ser nuestro sustento, nuestro sostén,
nuestro único y verdadero alimento, el que nos rescata de la
fatiga, del desaliento, de la debilidad, el que nos da fuerzas
para caminar con Él y hacia Su encuentro.
135
XX Domingo del Tiempo Ordinario
Verdadera comida y bebida
¿
Por qué dijo Jesús: “Mi carne es verdadera comida y Mi
sangre es verdadera bebida”? Si ya había dicho que había
que comer Su carne y beber Su sangre, ¿por qué no sólo
dijo: ‘Mi carne es comida y Mi sangre es bebida’?, ¿por qué
usó el término: “verdadera”?, ¿qué existe acaso una comida
que no es verdadera?
Sabemos que Jesús empleó esa palabra (lo leemos este
domingo en el Evangelio que se proclama en Misa, ver Jn 6,
51-58), para que quedara bien claro que verdaderamente
comemos Su carne y verdaderamente bebemos Su sangre; que
lo recibimos a Él, en cuerpo y alma, y podemos entrar en
comunión con Él, que está realmente presente en la Eucaristía,
bajo el aspecto del pan y del vino.
Pero quizá cabe también considerar que dijo lo de
“verdadera”, para invitarnos a notar que hay una gran
diferencia entre comer Su carne y beber Su sangre, y comer o
beber cualquier otra comida o bebida. Y es que lo que a
primera vista parecería ser la ‘verdadera’ comida y bebida, la
que consumimos todos los días para nutrirnos, no es nuestro
verdadero sustento, no es lo que puede realmente saciarnos y
fortalecernos.
Se puede captar mejor esto si centramos nuestra
reflexión sobre un aspecto particular, por ejemplo, sobre lo que
nos aporta cualquier comida en comparación con lo que nos da
la Eucaristía.
136
Toda comida tiene como primer objetivo nutrirnos.
Pero para lograr una nutrición completa y equilibrada nos
vemos obligados a consumir una gran variedad de alimentos,
porque no hay uno solo que contenga en sí todas las vitaminas,
minerales, proteínas, carbohidratos y demás nutrientes que
necesitamos. En cambio la Eucaristía es verdadera comida
porque en ella sí recibimos todas las gracias divinas que
necesitamos para nutrir el alma y mantenernos espiritualmente
sanos. Decía Hipócrates: ‘que tu alimento sea tu medicina, y tu
medicina sea tu alimento.’ Esto se cumple cabalmente en la
Eucaristía.
En ese mismo sentido, pero en otro aspecto, cabe hacer
notar también que no existe una sola comida que satisfaga
gustos opuestos, que sea, por ejemplo al mismo tiempo
crujiente y cremosa, fría y caliente, salada y dulce, seca y
jugosa. En cambio la Eucaristía es verdadera comida que a
todos les da lo que requieren sin importar qué tan diverso sea
lo que cada uno necesita; es nuestro consuelo si estamos tristes
y acompaña nuestro gozo cuando estamos alegres; sacia a
quien tiene hambre de Dios y deja anhelándolo al que se creía
saciado. Es alimento ideal, que siempre nos nutre y equilibra
interiormente.
En toda comida existe un porcentaje de elementos que
no se aprovechan o que pueden hacer daño, por ejemplo fibra,
colesterol, ácido úrico, azúcares, saborizantes y colorantes
artificiales, conservadores, por no mencionar que existe
también el riesgo de que algo sepa mal, esté echado a perder,
nos intoxique o nos produzca alergia. En cambio la Eucaristía
es verdadera comida que aprovechamos cabalmente y que
nunca hace daño a quien la recibe con el corazón
adecuadamente dispuesto.
Todo lo que comemos está muerto o muere en cuanto lo
ingerimos. En cambio la Eucaristía es verdadera comida en la
que recibimos a Jesús que vive y nos comunica vida. Pero no
una vida que termina. La principal característica de la
Eucaristía, por la cual es ‘verdadera comida’, es que nos da
vida eterna. De cualquier alimento te puedes privar, puedes
hacer ‘dieta’ y no pasa nada, lo sustituyes con otro; en cambio
a la Eucaristía, nada la sustituye. Quien se priva de ella cae en
137
la anorexia espiritual, en la inanición, en la muerte del alma.
Lo dijo Jesús: “Yo les aseguro: Si no comen la carne del Hijo
del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en
ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida
eterna y Yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 53-54).
138
XXI Domingo del Tiempo Ordinario
Optar
C
reía que era impermeable. Desde hace quién sabe
cuántos años tengo una gabardina azul cielo que según
yo era a prueba de agua, y el otro día salí con ella
puesta, pero se me olvidó el paraguas, y como suele pasar que
el único día en que uno no lleva paraguas, llueve, me tocó
regresar a casa bajo un chubasco. Venía muy confiada
pensando que mi gabardina me protegía; craso error; cuando
me la quité me di cuenta de que se había filtrado el agua y
estaba yo empapada hasta los huesos.
Y ahora reflexiono en que igualito nos puede pasar en
la vida espiritual. Nos creemos ‘impermeables’, pensamos que
por ser creyentes estamos a salvo de que se nos filtre la
mentalidad del mundo, y tal vez estamos más empapados de
ella de lo que pensamos.
Así que llega oportuno lo que se plantea en la Primera
Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Jos 24, 12.15-18). Josué, a quien Moisés dejó en su lugar para guiar a
Israel, reunió al pueblo y le planteó: “Digan aquí y ahora a
quién quieren servir, ¿a los dioses a los que sirvieron sus
antepasados al otro lado del río Éufrates o a los dioses de los
amorreos en cuyo país ustedes habitan? En cuanto a mí toca,
mi familia y yo serviremos al Señor” (Jos 24, 15).
Sus palabras nos interpelan hoy fuertemente. Nos
invitan a hacer un alto y preguntarnos, ¿a quién estamos
sirviendo? y ¿a quién queremos servir? Tal vez pensamos que
139
estamos al servicio del Señor simplemente por ser católicos, ir
a Misa, rezar el Rosario, contribuir a alguna obra de caridad,
pero puede suceder que en realidad, sin darnos cuenta, sin
saber cómo sucedió, hemos estado sirviendo a los ‘dioses de
nuestros antepasados’, es decir, que tal vez heredamos de
nuestra familia una manera de pensar y de actuar que no es
acorde con los valores del Evangelio, y, por ejemplo, se nos ha
‘trasminado’ la idea de que es normal que en casa los
problemas se resuelven recurriendo a la transa o a la violencia
o a las limpias y demás supersticiones. O puede suceder
también que nos ha ido penetrando la mentalidad de nuestro
medio ambiente, y nos encontramos sirviendo a los dioses a los
que sirve la gente que nos rodea en la escuela, el trabajo, la
comunidad, el mundo, pues. Y aunque decimos creer en Dios,
creemos más en el poder del dinero; aunque afirmamos confiar
en Él, confiamos más en nuestros propios recursos; aunque lo
llamamos Maestro, estamos más dispuestos a aprender de los
medios de comunicación que nos enseñan a considerar lo
bueno malo y lo malo bueno; aunque pensamos que lo estamos
siguiendo a Él, vamos más bien tras lo que nos da un efímero
placer: el sexo, el alcohol, la droga, los bienes temporales que
no nos sacian el alma; aunque lo llamamos nuestro Señor, no le
permitimos ser nuestro dueño, le damos las sobras de nuestro
tiempo, de nuestra atención, de nuestro amor.
¿Qué hacer para remediar esto? Se me ocurre que
podemos hacer lo mismo que haré con mi gabardina. ¿Voy a
deshacerme de ella? No. No puedo negar que le tengo cierto
aprecio. Pero la voy a usar con reservas; ya no voy a esperar de
ella que me proteja de la lluvia. Así también no podemos
deshacernos del mundo, vivimos en él y lo apreciamos, pero
debemos usar con reservas lo que nos ofrece; no esperar de él
que nos dé lo que no nos puede dar. Y es que por más dinero
que acumulemos, por más poderosos que nos sintamos, por
más nos entreguemos a los placeres mundanos, no
encontraremos allí lo que realmente colma nuestros más
hondos anhelos. Lo único que puede orientar y sostener nuestra
existencia, consolarnos en la enfermedad, darle sentido y
volver soportables nuestros sufrimientos; llenarnos de fortaleza
y paz ante la pérdida de un ser querido; infundirnos la
140
inquebrantable esperanza de alcanzar un día una felicidad
verdadera que no tenga final, es la gracia de Dios.
Al planteamiento de Josué, el pueblo pronunció unas
palabras que ojalá fueran nuestras: “El Señor es nuestro Dios.
Él fue quien nos sacó de la esclavitud...el que hizo ante
nosotros grandes prodigios, nos protegió todo el camino que
recorrimos...” (Jos 24, 16-17).
Sólo el Señor es capaz de rescatarnos de todo aquello
que nos esclaviza, nuestros apegos y ataduras, nuestros
temores y pecados, nuestras penas y sufrimientos; sólo Él
puede hacer por nosotros grandes prodigios, y los ha hecho,
porque si estamos aquí hoy tú y yo es porque Él nos ha librado
de incontables peligros y dificultades cada minuto de cada día
de toda nuestra vida. Sólo el Señor nos ha protegido “todo el
camino que recorrimos” y sólo Él puede protegernos el que
nos falta por recorrer. Es hora de optar por Él. Es hora de
renunciar a servir a otros señores y volvernos a Él, que está
siempre a la espera del día feliz en que dejemos de serle
infieles y confiemos sólo en Él, que se pregunta, como se lo
preguntó alguna vez a Moisés, refiriéndose al pueblo: “¿Hasta
cuándo me van a despreciar y van a desconfiar de Mí, después
de todas las pruebas que les he dado?” (Num 14, 11).
Es verdad que seguir a Dios no resulta fácil; implica
deslindarse de apegos, romper ataduras, ir a contracorriente del
mundo, aceptar lo que no siempre comprendemos, confiar
cuando hay aparentes razones para que desconfiemos. Pero no
hay otra opción. Sólo el Señor puede conducirnos a puerto
seguro, sólo en Él está la salvación. Por eso Josué afirmó
rotundo que él y su familia servirían al Señor y por eso el
pueblo también exclamó: “¡Lejos de nosotros abandonar al
Señor para servir a otros dioses!... también nosotros
serviremos al Señor, porque Él es nuestro Dios” (Jos 24,
16.18b).
141
XXII Domingo del Tiempo Ordinario
Lo bueno y lo malo
¿
El ser humano nace bueno o malo?
Esta pregunta suele recibir respuestas opuestas. Hay quien
afirma que el ser humano nace malo, capaz de hacer
maldades desde su más tierna edad, y que es la sociedad la que
puede encauzarlo por el camino del bien. Hay quien afirma
todo lo contrario: que el ser humano nace bueno, y que es la
sociedad en la que vive la que lo vuelve malo.
En el fondo ambas posturas coinciden en considerar
que la sociedad influye decisivamente en la formación del ser
humano, para bien o para mal.
De ahí que se suela dar tanta importancia a la educación
escolar, a las leyes, a todo recurso social que pueda conducir o
restringir el actuar humano, y también que ahora se oiga hablar
tanto de la necesidad de ‘moralizar a la sociedad’.
¿Cuál es el punto de vista de la fe? Que el ser humano
fue creado a imagen y semejanza de Dios (ver Gen 1, 26), pero
cayó en la tentación de darle la espalda a su Creador, abrió su
corazón al pecado (ver Sal 51, 3-6; Rom 5,12; 7,14-24).
Así, tenemos que el ser humano es bueno, incluso muy
bueno, pero tiene en su interior el potencial de ser malo,
incluso muy malo. Como dice Jesús, en el Evangelio que se
proclama este domingo en Misa (Mc 7, 1-8.11-15. 21-23): “del
corazón del hombre salen las intenciones malas, las
fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las
codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las
142
envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas esas
maldades salen de dentro y manchan al hombre” (Mc 7, 2123).
¿Cómo podemos mantener realmente bajo control
nuestro potencial para el mal? No basta lo que implemente la
sociedad, que al fin y al cabo está compuesta por individuos,
cada uno de los cuales tiene en sí mismo similar tendencia
hacia el mal. Se requiere de alguien o algo que esté por encima
de la sociedad, y ese alguien es Dios, y ese algo son Sus
mandamientos.
Él que nos creó sabe, (como todo fabricante), qué nos
beneficia y qué nos daña espiritualmente, y Sus mandatos
constituyen una magnífica guía moral (como las ‘instrucciones
del fabricante’), que garantiza a quien la siga, el buen
funcionamiento de su alma.
Leemos en la Primera Lectura que se proclama este
domingo en Misa, que Moisés le da al pueblo los
mandamientos de Dios y pide: “Guárdenlos y cúmplanlos
porque ellos son la sabiduría y la prudencia de ustedes” (Dt
4,1) y les hace ver que si los cumplen podrán vivir y disfrutar
de todo lo que Dios les va a dar.
Y en la Segunda Lectura (ver Stg 1, 17-18.21-22.27) el
apóstol Santiago afirma: “Todo beneficio y todo don perfecto
viene de lo alto, del Creador de la luz, en quien no hay ni
cambios ni sombras.” (Stg 1,17). Y luego pide que cumplamos
lo que nos manda Dios mediante Su Palabra. “Acepten
dócilmente la Palabra que ha sido sembrada en ustedes y es
capaz de salvarlos. Pongan en práctica esa Palabra y no se
limiten a escucharla, engañándose a ustedes mismos” (Stg
1,21-22).
Para tener una sociedad sana hay que empezar por
sanar el corazón de cada uno de quienes la conforman. Y para
ello se requiere que cada uno deje de engañarse a sí mismo,
viviendo como si Dios no existiera, se vuelva hacia Él y se
disponga a cumplir lo que Él le pide. No hacerlo puede resultar
desastroso, ya lo estamos viendo.
Estamos padeciendo las consecuencias de que la gente
haya olvidado los mandamientos y ya no procure amar a Dios
sobre todas las cosas ni al prójimo como a sí misma, ni haga
143
caso del no matarás, no robarás, no mentirás, no codiciarás los
bienes ajenos. Campea la violencia, la corrupción, la avaricia,
la injusticia, y ningún mecanismo social logra detener su
avance. No basta la educación, no bastan las leyes, no bastan
los mecanismos represores; no son suficientes los medios
externos que la sociedad pueda implementar.
Para encauzar a un ser humano hacia el bien hace falta
transformar su alma, hace falta lograr su conversión. Y sólo la
luz de Dios es capaz de penetrar, iluminar y desterrar la
tiniebla que hay en cada corazón.
Quien quiera ‘moralizar a la sociedad’ necesariamente
deberá contar con Dios o fracasará.
144
XXIII Domingo del Tiempo Ordinario
El suspiro de Dios
¡
¡¡No te cierres!!!
¿Alguna vez has dicho esto, en un tono tal vez un poquito
exasperado, a alguien a quien le estás planteando algo, pues
todavía no acabas de hablar y ya está poniendo cara de que no
te va a hacer el menor caso?
Es una frase que expresa gráfica y elocuentemente que
sientes como si la persona con la que estás hablando estuviera
entrando a un cuarto en el que piensa darte con la puerta en las
narices y encerrarse por dentro, dejándote fuera, del otro lado
de una barrera que no podrás atravesar y que impide toda
comunicación.
Seguramente a Dios le ha suceder eso mismo con
nosotros, y querría decirnos: ‘¡no te cierres!’ cada vez que no
termina de plantearnos algo (por ejemplo cuando a través de
Su Palabra nos pide que perdonemos a alguien o que
abandonemos un vicio, un apego negativo), y ya estamos
alzando las cejas, poniéndonos a la defensiva y buscando la
manera de hacer como que no oímos nada.
Cuando alguien se cierra y ya no escucha, lo tildamos
de ‘cerrado’ o peor aún, de ‘muy cerrado’, nos desanimamos y
desistimos de comunicarnos con él.
En cambio, cuando nosotros nos cerramos, Dios no se
desanima ni desiste. Busca incansable el modo de abrirnos los
oídos para que podamos escucharle.
145
En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa
(ver Mc 7, 31-37), san Marcos narra que cuando le presentaron
a Jesús a un sordo y tartamudo: “lo apartó a un lado de la
gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con
saliva. Después, mirando al cielo, suspiró y le dijo: ‘¡Effetá!’
(que quiere decir: ‘¡Ábrete!’)...” (Mc 7, 33-34).
Es significativo que diga que Jesús suspiró.
¿Qué es un suspiro? una respiración lenta y profunda
que solemos hacer cuando algo nos afecta.
Cuando pensamos en suspiros, probablemente nos
vienen a la mente los de los enamorados, pero también
suspiramos de nostalgia, de frustración y como para tener más
aire cuando nos disponemos a enfrentar alguna difícil
situación.
Cabe pensar que, al igual que nuestros suspiros, el de
Jesús fue un suspiro de amor, que expresaba toda la ternura y
compasión que sentía hacia aquel sujeto que había vivido toda
su vida aislado.
Fue también un suspiro de nostalgia, pues suspiró
mirando al cielo, como lanzándole al Padre una mirada llena
de añoranza por aquel tiempo feliz al inicio de la Creación,
como diciéndole: ‘¿te acuerdas cómo era el ser humano antes
de que cayera en la tentación, entrara el pecado en el mundo y
con ella todos los males que padece la humanidad y en
particular este hombre?’.
También debe haber sido un suspiro de frustración, al
ver a Su creatura, a la que creó por amor y para el bien,
sometida al mal, frustración al ver que en lugar de llevar la
vida plena y feliz a la que quería destinarle, había vivido en el
encierro opresivo de un silencio que le mantenía al margen de
todo y de todos.
Por último, sin duda fue un suspiro emocionado,
anticipando lo que haría por ese individuo, su liberación, la
sanación que le regalaría con una sola orden:
“¡Ábrete!”. en otras palabras, ya no sigas encerrado en
ese silencio que te oprime, que no te deja ni oír Mi voz ni
comunicarte con tus semejantes.
146
“¡Ábrete!”, déjame romper tu sordera, déjame regar tu
lengua muda y seca, con los torrentes de Mi gracia, para que
como lo prometí por medio del profeta Isaías, puedas no sólo
hablar sino ¡cantar! (ver: Is 35, 4-7).
Jesús suspira y sana, suspira y luego devuelve al
hombre su perdida dignidad; suspira y después lo hace capaz
no sólo de recibir, sino de compartir lo recibido, no sólo de
escuchar sino de anunciar a otros Su Palabra.
Jesús también suspira así por nosotros.
Suspira de amor y de nostalgia al recordar cómo
éramos cuando nos creó; suspira de frustración, al ver que
cuando nos habla solemos encerramos tras barreras y barreras
de ruidos y pretextos para poder prestar oídos sordos a Su voz.
Ojalá también pueda suspirar de emoción, al ver que
estamos dispuestos a dejarnos sanar por Él, que, como aquel
sordo tartamudo, permitimos que nos aparte de cuanto nos
impida prestarle atención; penetre nuestra sordera y destrabe
nuestra lengua; nos enseñe a escucharle y responderle; nos
rescate de nuestra cerrazón.
147
XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
Obras
S
i te piden que muestres tu fe con obras, ¿qué obras tuyas
crees que pudieras mencionar para que se vea que tienes
fe?
Ante esta pregunta mucha gente se desanima pensando
que no tiene nada que mostrar pues se figuran que eso de
‘obras’ se refiere a algo así como haber fundado un asilo o una
orden religiosa o haber hecho algo importante, sonado; como si
hubiera que ser como esos políticos que apantallan
enumerando las obras que hicieron: las carreteras, aulas,
clínicas que construyeron (que casi nunca se comparan con las
que debían haber construido o las que dejaron a la mitad...).
Pero no se trata de eso.
En lo que toca a asuntos de fe, lo de ‘obras’ no
necesariamente se refiere a algo espectacular.
Si Jesús comparó el Reino de Dios con un grano de
mostaza, la más pequeña de todas las semillas (ver Mc 4, 3032), entonces lo de obras puede referirse a algo tan pequeñito
como sonreírle a alguien a quien en realidad quisieras
¡ahorcar!; o hablar bien de esa persona que habla mal de ti; o
devolver completo el cambio, en lugar de ‘olvidar’ regresarlo,
o hacer hoy un favor a quien ayer no te lo quiso hacer a ti...
Lo de hacer obras está más a la mano de lo que a veces
imaginamos.
148
San Francisco de Sales decía que por estar esperando
hacer grandes obras que casi siempre están fuera de nuestro
alcance, dejamos de hacer las pequeñas obras que están
siempre a nuestro alcance.
Me viene a la mente lo que le sucedió al padre
estadounidense Walter Ciszek SJ (1904-1984).
Cuando estaba en el seminario jesuita se sintió movido
a responder a un llamado del Papa Pío XI en el que pedía
misioneros para evangelizar Rusia.
Desde entonces puso todo su empeño en prepararse:
aprendió ruso, dedicaba su tiempo libre a leer sobre la cultura
rusa; aprendió a celebrar Misa en el rito ortodoxo ruso, su
máxima ilusión era ir como misionero a aquel país.
Luego de que fue ordenado no pudo ir a Rusia de
inmediato pues la situación allí era muy difícil. Pasó un tiempo
en Polonia. Y cuando al fin se dio la oportunidad y llegó a
tierra rusa en 1930, se encontró con que no podía cumplir su
misión. No había permiso de celebrar Misa o dar catecismo o
realizar la más mínima actividad religiosa, y quien lo hacía se
arriesgaba a ir a prisión y a perder la vida.
Como quien dice, que la gran obra evangelizadora para
la que se había preparado era imposible.
Eso lo desconcertó y lo desanimó a tal grado que tuvo
la tentación de regresarse a su país.
Pero con la gracia divina descubrió que cumplir la
voluntad de Dios no siempre consiste en hacer cierta labor
específica que nosotros pensamos que Él quiere que hagamos,
sino en responder cristianamente a lo que Él nos va
presentando cada día, sea lo que sea.
Al poco tiempo el padre Ciszek fue aprehendido,
acusado falsamente de ser ‘espía del Vaticano’ y llevado a la
temible prisión de Lubianka; fue encerrado solo en una celda
de ventana tapiada, donde no había más que un camastro (sólo
para dormir de noche; no lo dejaban usarlo para sentarse), y un
balde que le dejaban ir a vaciar al baño una vez al día.
¡Cinco años! pasó allí el padre en total aislamiento, sin
hablar con nadie, salvo cuando lo sacaban para someterlo a
intensos interrogatorios; cinco años viendo pasar los minutos,
las horas, los días y las noches siempre iguales, siempre
149
encerrado, en silencio, sin poder leer o hablar con alguien y,
sobre todo, sin poder cumplir su sueño misionero.
Muchos presos que estuvieron en esa cárcel se
volvieron locos, pero no el padre Ciszek, ¿por qué? porque en
lugar de aferrarse a lo que él había pensado que era cumplir la
voluntad de Dios (evangelizar a los rusos), y desesperarse por
no poder hacerlo, comprendió que la voluntad de Dios era que
estuviera allí en ese momento, por lo que debía aceptar y
aprovechar lo mejor posible el tiempo que Él le permitiera
pasar en aquel lugar. Eso lo mantuvo en una gran paz.
Y así, como alcanzaba a escuchar las campanadas del
reloj del Kremlin, se impuso un horario en el que dedicaba
cierto tiempo a la oración, a la meditación, al examen de
conciencia, a recitar Salmos que se sabía de memoria. No
podía hablar con los hombres, pero podía hablar con Dios y a
ese diálogo íntimo, sabroso, se entregó.
Luego de cinco años, fue llevado a cumplir la sentencia
a la que lo condenaron, quince años de trabajos forzados en los
helados campos de Siberia.
Pensó que por fin podría cumplir su misión
evangelizando a los presos, pero se topó con que cuando ellos
supieron que era sacerdote no lo acogieron como esperaba,
todo lo contrario, influidos por la propaganda anti religiosa a la
que habían sido sometidos, los presos lo insultaron, lo
despreciaron, le robaron la poquita ropa que traía y se
dedicaron a hacer de su vida un infierno: le quitaban su
comida, le daban la peor parte en el trabajo, no le dirigían la
palabra.
Decía que había llegado casi contento, esperando que
tras cinco años de silencio, disfrutaría de la solidaridad de
otros seres humanos y de escucharlos y hablar con ellos, pero
no tuvo ese consuelo.
Y de nuevo, no se desesperó.
Comprendió que para él en ese momento, realizar las
obras de Dios consistía en hacer lo que le tocara hacer cada
día, y vivir cristianamente en ese ambiente hostil. Y, como
dice el profeta en la Primera Lectura que se proclama este
domingo en Misa (ver Is 50, 5-9), no opuso resistencia, no se
echó para atrás, no apartó su rostro de los insultos y salivazos.
150
Confió en el Señor y no quedó defraudado.
Supo que lo que se esperaba de él en ese momento no
era predicar con palabras, sino con obras.
Y así, por ejemplo, mientras otros presos recurrían a la
violencia, él se mantenía manso y sereno; a diferencia de ellos,
que estaban muy amargados, él conservaba su buen ánimo a
pesar de los malos tratos que recibía; a diferencia de ellos que,
a modo de venganza, boicoteaban el trabajo que eran forzados
a hacer, él hacía lo que le asignaban lo mejor posible; aunque
todos se la pasaban quejándose, él nunca se quejaba; aunque
nadie lo ayudaba, él estaba siempre dispuesto a ayudar a otros,
más allá de lo que se requería de él; estaba siempre disponible,
por ejemplo, para asistir a un enfermo, aun si se trataba de
alguien que había hecho algo malo contra él.
Todo ello permitió que muchos presos primero se
extrañaran, luego se admiraran y al fin se acercaran a él, y, a
través de él, a Dios.
Las semillas de mostaza que trabajosamente sembró en
el endurecido y congelado suelo ruso se convirtieron, quién lo
hubiera adivinado, en frondosos arbustos que hasta el día de
hoy siguen dando fruto.
Por eso, cuando en la Segunda Lectura que se proclama
este domingo en Misa (ver Stg 2, 14-18) escuches al apóstol
Santiago decir que “la fe, si no se traduce en obras, está
completamente muerta”, no te desanimes pensando que no has
hecho grandes obras o que se te exige algo superior a tus
fuerzas. No es así.
Dios no espera de ti más de lo que puedes dar.
Lo vemos en el Evangelio (Mc 8, 27-35).
Se nos pide simplemente renunciar a nosotros mismos,
es decir renunciar a ese ego que nos hace pensar en nosotros
primero antes que en los demás, a ese ego que nos hace creer
que Dios se tiene que amoldar a nuestra voluntad. Y se nos
pide luego tomar la cruz, en otras palabras, aprovechar la
gracia que a cada instante nos da el Señor para vivirlo todo
como testigos de Su amor.
151
Nota: El padre Walter J. Ciszek SJ, del cual, por cierto, ya se
inició el proceso de canonización, escribió dos libros.
En el primero (‘With God in Russia’ -‘Con Dios en Rusia’)
narra todo lo que vivió en aquellos 23 durísimos años que pasó
en Rusia.
El segundo es uno de los libros espirituales más
extraordinarios que he leído, en el que va repasando en clave
de fe lo que vivió en Rusia, reflexionando cómo fue actuando
en él -y cómo actúa en nosotros- la gracia de Dios.
Se llama ‘He leadeth me’ (‘Él me conduce’, título
posiblemente inspirado en el Salmo 23: “El Señor es mi Pastor,
nada me falta...Él me conduce hacia fuentes tranquilas...”).
Por ahora sólo está en inglés, editado por Ignatius Press.
Ojalá la editorial jesuita de la Obra Nacional de la
Buena Prensa pueda un día ofrecerlo al público de habla
hispana, para mayor gloria de Dios, y bien de muchos.
Si quieres conocer más sobre el padre Ciszek, visita:
www.ciszek.org
152
XXV Domingo del Tiempo Ordinario
A prueba
S
i juzgamos nada más por sus palabras, pensaríamos que
se trata simplemente de unos bravucones que quieren fastidiar
a uno que les cae ‘gordo’ porque no es como ellos.
Me refiero a las frases que hallamos en un texto del
libro de la Sabiduría, parte del cual se proclama este domingo
en Misa como Primera Lectura (ver Sab 2, 12.17-20).
“Tendamos una trampa al justo, porque nos molesta y
se opone a lo que hacemos; nos echa en cara nuestras
violaciones a la ley, nos reprende las faltas contra los
principios en que fuimos educados.” (Sab 2, 12).
Tenemos aquí a unos hombres que se refieren a alguien
que los incomoda porque, a diferencia de ellos, sí respeta
ciertos principios.
Es evidente que hay quienes al toparse con alguien
cuya sola conducta les hace ver que no se están portando como
deberían, reaccionan mal.
Y reaccionan todavía peor cuando quien les incomoda
es una persona de fe, que actúa cristianamente.
Cada vez es más común que un católico se encuentre en
ambientes donde quienes lo rodean no sólo lo critican y se
burlan, sino que tratan de tenderle una trampa, ponerle un
153
‘cuatro’ a ver si de veras mantiene su integridad, a ver si de
veras no cae en la tentación.
¿Por qué lo hacen? Parecería que lo hacen simplemente
por ‘malvados’, calificativo que les aplica el autor bíblico a
esos hombres cuyas frases cita. Pero cabe pensar que hay algo
más.
Muchos de los que hoy en día se mofan de un católico,
no siempre lo hacen por maldad, sino porque están heridos,
han sufrido muchas decepciones, han buscado y no han
encontrado un fundamento firme, bueno, veraz, en el cual
poder cimentar su existencia; se han aferrado una y otra vez a
cosas que no los satisfacen, han equivocado el camino y están
cansados y dolidos.
Y al ver que el católico parece haber encontrado un
camino seguro, parece tener aquello que anhelan y de lo que
carecen, se sienten impulsados a ponerlo a prueba, no tanto
para hacerle un mal, como para ver si en verdad aquello que
parece sostenerlo es tan confiable como parece.
Y aunque parezca contradictorio, le lanzan pullas
esperando que las aguante, lo someten a tentaciones esperando
que las resista, lo invitan a ser igual que todos, deseando que
siga siendo distinto, ¿por qué? porque si no cede en sus
convicciones, si logra mantenerse firme a pesar de todo, les
mostrará algo que están ansiosos de descubrir: que hay una real
esperanza que puede iluminar su vida; que existe una Verdad
que vale la pena creer y defender; que hay Alguien que nos
creó a todos, nos ama a todos y a todos nos muestra el camino
hacia la salvación.
Como esos hombres de los que habla el texto bíblico,
que tendieron una trampa a un justo, hoy en día quienes rodean
a un creyente están atentos a ver si cae en la trampa del
egoísmo, el rencor, la violencia, la avaricia, la injusticia, la
corrupción.
Y si comprueban que no lo hace; si ven que ama, que
perdona, que no pierde la paz, que no abusa, que ayuda, que se
comporta con honestidad, no pueden menos que quedar
desconcertados, y entonces una grieta comienza a abrirse en su
caparazón; una grieta por la que comienza a colarse la duda: ¿y
si en verdad existe Dios?, ¿y si en verdad de Él le viene su
154
fortaleza?, ¿y si ese Dios que lo ayuda a él, puede ayudarme a
mí?
Y aunque tal vez, más por inercia que por otra cosa, en
la superficie sigan burlándose, en su interior, sin saber cómo y
casi a pesar suyo, por esa grieta comienza a filtrarse una luz,
tal vez frágil y pequeña, pero capaz de romper la oscuridad de
la desesperanza, del desánimo en el que han vivido por no
creer en nada, por no confiar en nadie, por vivir sin Dios.
Viene a mi mente algo que me platicaba un amigo
periodista que tuvo oportunidad de ir a cubrir un evento
internacional con colegas de diversos medios. De entrada se
dio cuenta de que les cayó mal que era católico, que no usaba
palabrotas, que por más que lo presionaban, no los
acompañaba a emborracharse al terminar cada jornada.
Pero al pasar los días, varios de ellos lo buscaron para
platicar, para pedirle consejo, para preguntarle acerca de su fe.
Captaron que él tenía algo que a ellos les hacía falta, y
ello los movió a acercársele.
Lo pusieron a prueba y pasó.
Es extraordinario el impacto que puede tener en quienes
no tienen fe, el testimonio tal vez sencillo y discreto, pero
coherente, de un creyente.
155
XXVI Domingo del Tiempo Ordinario
Errores ignorados
H
ace unas semanas, por cuidarme un resfrío pasé unos
días sin salir de casa, y se me ocurrió solicitar un
‘servicio a domicilio’ al supermercado.
Cuando terminé de pedir lo que necesitaba, me dijo el
joven que me atendió por teléfono: ‘¿algo más que se le haya
olvidado?’ Le contesté: ‘pues si se me ha olvidado, ¿cómo me
voy a acordar?’, y nos dio risa a los dos.
Vino aquello a mi mente al leer una frase en el Salmo
que se proclama este domingo en Misa. Pide al Señor el
salmista: “Perdona mis errores ignorados” (Sal 19, 13).
Me preguntaba, ¿a qué se refiere? Si ignoraba esos
errores, es que no sabía que los cometió, y si no sabía que los
cometió, ¿cómo se va a disculpar por ellos?
Recordemos que una de las condiciones para que se dé
un pecado grave, es tener ‘plena conciencia’ de haberlo
cometido, así que si al confesarse alguien dice: ‘pues hice esto,
pero no sabía que era pecado’, su ignorancia lo libra de haber
faltado gravemente, es una gran atenuante.
Entonces ¿cómo entender esto?
Vienen en nuestra ayuda estas palabras de Jesús: “Aquel siervo
que, conociendo la voluntad de su señor, no... ha obrado
conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes; el que no la
conoce y hace cosas dignas de azotes, recibirá pocos...”
(Lc 12, 47-48a).
156
Es interesante hacer notar que da a entender que el que
sabiendo cuál es la voluntad de su señor no la cumple, recibirá
muchos azotes, pero el que sin conocerla, no la cumple recibirá
pocos, ojo: no dice que no recibirá ninguno.
Es decir que el que uno ignore que ha hecho algo malo
no significa que no lo haya hecho, sólo que no sabe que lo
hizo.
Por ello, es posible -y, añadiría, frecuente- que
ofendamos a Dios sin darnos cuenta. Ya lo dice el salmista:
“Aunque tu servidor se esmera en cumplir Tus preceptos con
cuidado, ¿quién no falta, Señor, sin advertirlo?” (Sal 19, 12).
De ahí que tenga sentido pedirle perdón a Dios por los
“errores ignorados”.
Es como cuando por algo que dijiste, hiciste o dejaste
de hacer, lastimaste sin querer a una persona. Le pides perdón:
‘discúlpame, no me di cuenta de que te herí’, ‘perdona, no fue
mi intención ofenderte.’ Decía aquella canción del siglo
pasado: ‘si en algo te ofendí, perdón...’, como quien dice, me
disculpo ‘por si acaso’.
Ahora bien, ya puestos a reflexionar en esto se me
ocurría que tal vez lo de “errores ignorados” pueda referirse
también no solamente a cuando ignoramos haber cometido
errores, sino a cuando sabemos que los cometimos pero luego
los ignoramos, en el sentido de que no les hacemos caso, no les
damos importancia.
¿Qué podemos hacer para evitar este tipo de “errores
ignorados”?
Cuando menos una cosa: como lo contrario de ignorar
es conocer, más aún, reconocer, tenemos que esforzarnos por
reconocerlos en lugar de lo que solemos hacer, que es
racionalizarlos para poder ignorarlos.
Por ejemplo, en lugar de racionalizar: ‘todos roban y
engañan, así que yo también’, reconocer: ‘robé y mentí’; en
lugar de racionalizar: ‘tenía cosas que hacer’, reconocer:
‘pudiendo ir a Misa, no fui’; en lugar de racionalizar: ‘me
provocó, fue su culpa’, reconocer: ‘me violenté, me desquité,
hice mal’.
Ante los errores que cometemos lo primero no ha de ser
ignorarlos, sino mirarlos de frente, asumirlos, arrepentirnos de
157
haberlos cometido, y pedirle a Dios Su perdón y Su ayuda para
no volverlos a cometer.
A diferencia del joven del supermercado que pretendía
que yo mencionara algo que había olvidado y era incapaz de
recordar, el Señor nos da Su gracia para que conozcamos lo
que ignoramos, descubramos lo que ocultamos y podamos
ponerlo en Sus manos para que Él lo sane, lo limpie, lo rescate,
lo perdone, lo arroje al fondo del mar (ver Miq 7, 18-19) y
ponga un letrerito: ‘se prohíbe pescar’...
Pidámosle a Dios, como proponía san Ignacio de
Loyola, la gracia de vernos como Él nos ve, porque ello nos
permitirá no sólo descubrir nuestras miserias, sino Su
misericordia; no sólo nuestra oscuridad, sino Su luz, que
nuestros “errores ignorados” sean no sólo reconocidos, sino
perdonados.
158
XXVII Domingo del Tiempo Ordinario
Gracia matrimonial
M
e contaba un padre amigo mío que cuando llegan
parejas de novios a decirle que se quieren casar,
siempre les pregunta por qué quieren casarse por la
Iglesia, y suelen darle respuestas como: ‘para sacarla bien de
su casa’, ‘para queUd. nos eche la bendición’, ‘porque es lo
tradicional’, ‘porque esta parroquia nos gusta’, ‘porque aquí se
casaron mis papás’.
Me decía que casi nunca ha escuchado la respuesta que espera:
‘porque queremos que Dios nos ayude a amarnos como Él nos
ama’.
Es que a pesar de lo que muchas parejas parecen creer y por
eso se casan por la Iglesia, lo importante en el matrimonio no
es el vestido blanco, el velo, las invitaciones elegantes, las
arras, el ramo, el lazo, las madrinas, las fotos, el video, la
fiesta, el baile, el pastel, todas esas cosas a las que los novios,
sobre todo la novia y su mamá, suelen ponerle tanta atención.
Lo importante es que los cónyuges reciben de Dios una gracia
sacramental que les da una capacidad sobrenatural para
amarse, tenerse paciencia, apoyarse, mantenerse fieles y
unidos.
Las parejas que sólo viven juntas o sólo se casan por lo civil,
se pierden esta gracia, se atienen a sus solas míseras fuerzas, y
éstas pronto se les acaban, de ahí que sea tan alto el promedio
de parejas no casadas por la Iglesia, que se separan.
159
También las parejas que se casan por la Iglesia pueden acabar
separándose si desaprovechan esta gracia, que como todo lo
que se recibe de Dios, es un regalo que hay que recibir y
disfrutar; si se le deja sin abrir se desperdicia, se pierde.
¿Qué deben hacer los esposos para aprovecharla?
Apartar un tiempito cada día, o cada noche, para orar juntos; ir
a Misa el domingo, y, si pueden, también entre semana;
comulgar; acudir con regularidad a confesarse; orar ante el
Santísimo; encomendar su hogar a María, rezar el Rosario en
familia (es muy cierto eso de que ‘la familia que reza unida,
permanece unida’), asistir de vez en cuando a alguna charla o
retiro, y, si les es posible, pertenecer a algún grupo parroquial
para matrimonios.
Es significativo que en este domingo en que la Primera Lectura
que se proclama en Misa narra cuando Dios creó a la mujer y
se la dio como pareja al varón (ver Gen 2, 18-24), y en el
Evangelio escuchamos a Jesús afirmar que cuando una pareja
se casa “ya no son dos, sino una sola carne. Por eso, lo que
Dios unió, que no lo separe el hombre” (Mc 10, 8-9), la Iglesia
nos invite a pedir, en la Oración Colecta: “Padre lleno de amor,
que nos concedes siempre más de lo que merecemos y
deseamos, perdona misericordiosamente nuestras ofensas y
otórganos aquellas gracias que no hemos sabido pedirte y Tú
sabes que necesitamos.” , una súplica que todos los esposos
podrían hacer cada día, para encomendarse a Dios, pedirle que
renueve la gracia sacramental que derramó en ellos el día que
se casaron, y poner su matrimonio en Sus manos.
160
XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario
Palabra Viva
L
a primera vez que acudí a una clase de Sagrada
Escritura, el profesor, señalando su Biblia, citó la
primera parte del texto que se proclama este domingo
en Misa como Segunda Lectura: “La Palabra de Dios es
viva...” (Heb 4,12).
No recuerdo qué siguió diciendo después, porque yo me quedé
atorada en esa primera frase, preguntándome qué quiso decir
con eso de “viva”. Pensaba, ¿a qué se refiere, de veras cree que
está viva, que no es un libro sino un ser vivo?, o ¿qué quiso
decir?
Surgió en mí una inquietud que me movió a tratar de averiguar
qué había detrás de semejante afirmación.
Y no me tardé mucho en averiguarlo.
De aquello ya pasó casi un cuarto de siglo, pero lo menciono
ahora es porque se me ocurre que tal vez haya alguien que al
escuchar este domingo la Segunda Lectura se pregunte, como
me pregunté yo aquella vez, qué significa eso de que “la
Palabra de Dios es viva”, y quisiera ayudarle para que no se
tarde en descubrir que es verdad, que sí es viva, en, al menos,
siete aspectos:
1. La Palabra de Dios es viva porque viene del Autor de la
Vida, de Aquel que dijo de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida” (Jn 14,6), Aquel cuya sola palabra creó todo
cuanto existe (ver Jn 1, 1-5); Aquel que con una sola orden
161
calmó la tempestad, devolvió la salud a los enfermos y dio vida
a los difuntos, Aquel que derrotó la muerte y vive para
siempre.
2. La Palabra de Dios es viva porque nos alimenta
espiritualmente, nos fortalece, nos da vida.
“No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale
de la boca de Dios” (Mt 4,4). La Palabra de Dios nos rescata
de vivir la existencia sin hallarle sentido, nos libra del vacío,
de lo que el Papa llamó: la ‘cultura de la muerte’. A través de
Su Palabra, Dios nos vivifica con Su aliento vital.
3. La Palabra de Dios es viva porque nos sigue el paso. Llega a
nosotros siempre oportuna, ni antes ni después de lo que la
necesitamos, y es pertinente, certera, nos habla de lo que nos
está pasando y nos dice lo que nos hace falta escuchar (aunque
no siempre coincide con lo que nos gustaría escuchar...).
Estremece ver qué oportuna es la Palabra que se proclama en
Misa cada día, y cómo se relaciona con lo que nos está
sucediendo en el momento. En verdad es “más penetrante que
una espada de dos filos. Llega hasta lo más íntimo del alma,
hasta la médula de los huesos y descubre los pensamientos e
intenciones del corazón” (Heb 4, 12).
Y eso no sólo a nivel personal, también comunitario, nacional,
incluso mundial.
Recuerdo hace poco que hubo una temporadita en la que
sucedieron sismos en diversos lugares del planeta.
Entonces le tocó al DF. Estábamos en Misa de 12 pm cuando
comenzó a temblar.
Como la persona que leía la Primera Lectura no alzó la vista,
no se dio cuenta de que las lámparas de la parroquia se
bamboleaban de un lado al otro, así que siguió leyendo.
Fue providencial porque la señora a la que le tocaba leer
después, y que sí se percató de que estaba temblando, no se
atrevió a bajarse del ambón e interrumpir la Misa, sino que se
puso a proclamar a voz en cuello (en parte por la emoción y en
162
parte porque se había ido la luz y no servía el micrófono), el
Salmo correspondiente a ese día, que decía:
“Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza..
Poderoso defensor en el peligro.
Por eso no tememos aunque tiemble la tierra...” (Sal 46, 2-3).
4. La Palabra de Dios es viva porque actúa, opera, cumple lo
que promete.
No es ‘letra muerta’; no es un texto antiguo que refiere algo
que ya pasó.
La Palabra de Dios se cumple hoy, a cada instante, siempre
que se proclama.
Y al que la escucha le deja una oleada de gracia, de bendición.
Nadie permanece igual después de leer y meditar la Palabra.
Hay un cambio, aunque sea imperceptible, una diferencia en su
alma; queda una semilla.
Dijo Dios, a través del profeta Isaías:
“Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no
vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la
hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan
para comer, así será Mi Palabra, la que salga de Mi boca, que
no tornará a Mí de vacío, sin que haya realizado Mi voluntad
y haya cumplido aquello a que la envié.” (Is 55, 10-11).
Y siglos más tarde, escribiría san Pablo:
“No cesamos de dar gracias a Dios porque al recibir la
Palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis, no como
palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de
Dios, que permanece operante en vosotros, los creyentes.”
(1Tes 2,13).
En otra carta le decía a su ayudante, Timoteo:
“Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar,
para argüir, para corregir y para educar en la justicia...”
(2Tim, 3, 16).
163
Y más adelante lo exhortaba:
“Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo,
reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina.
“(2Tim 4, 2).
Claro, sabía que la Palabra viva, operante, sembrada en un
alma, tarde o temprano germinaría.
5. La Palabra de Dios es viva porque no es perecedera. No
tiene ‘fecha de caducidad’.
Jesús afirmó: “El cielo y la tierra pasarán, pero Mis palabras
no pasarán” (Lc 21,33).
Y más adelante, san Pedro dijo, citando un pasaje del profeta
Isaías (ver Is 40, 6b-8):
“Pues toda carne es como hierba y todo su esplendor como
flor de hierba; se seca la hierba y cae la flor; pero la Palabra
del Señor permanece eternamente. Y ésta es la Palabra: la
Buena Nueva anunciada a vosotros.” (1Pe 1, 24-25)
6. La Palabra de Dios es viva porque si la escuchamos, si la
acogemos, si la ponemos en práctica, es capaz de santificarnos.
Jesús oró pidiendo a Su Padre: “Santífícalos en la verdad. Tu
Palabra es la verdad” (Jn 17, 17)
7. La Palabra de Dios es viva porque escucharla y cumplirla
nos conduce a la vida eterna.
Es camino seguro de salvación.
Jesús aseguró: “En verdad, en verdad os digo: el que escucha
mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna.”
(Jn 5, 24).
En conclusión: queda claro que la Palabra de Dios es viva,
eficaz, poderosa.
Sabiendo esto, cabe entonces preguntarnos: ¿cómo la
recibiremos la próxima vez que la escuchemos?, ¿fingiremos
necia sordera?, ¿o nos atreveremos a dejar que nos penetre y se
deslice de las orejas al corazón?
164
Domingo Mundial de las Misiones
Compartir la alegría
n estos tiempos en que reina la mentalidad de ‘vive y
deja vivir’, y de ‘yo tengo mi verdad y tú la tuya’, a
algunos les resulta extraño que la Iglesia Católica se
mantenga fiel al llamado de Jesús (que leemos este domingo en
el Evangelio -ver Mt 28, 16-20), de ir a enseñar y a bautizar a
todas las naciones.
Se preguntan por qué la Iglesia Católica sigue celebrando cada
año el DOMUND (Domingo Mundial de las Misiones) y sigue
enviando, cotidianamente, misioneros a todos los rincones del
planeta, a evangelizar.
Tal vez, sospechan los intelectuales, la mueve un afán
‘hegemónico’, ‘expansionista’; quizá, comentan políticos y
empresarios, quiere fortalecerse incrementando el número de
sus miembros. La juzgan con criterios equivocados. La Iglesia
no es un país ni una empresa.
La razón de su celo misionero es muy distinta a la que
imaginan quienes la contemplan desde fuera. ¿Qué razón la
mueve? Sólo una. Difundir lo que el Papa Benedicto XVI
llama ‘la alegría de creer’.
En un mundo en el que mucha gente está angustiada porque no
le halla sentido a su existencia; vive amedrentada por la
violencia que la rodea; desorientada por la pérdida de valores;
deprimida por la soledad, vacía por la falta de amor; aterrada
ante la idea de que la inevitable muerte, propia y ajena, será un
E
165
oscuro final sin esperanza, los católicos queremos anunciar la
alegría de la fe.
En una encuesta realizada entre grupos religiosos de todo el
mundo se concluyó que los más felices somos los católicos.
Se ve que el Señor ha cumplido lo que leemos en la Primera
Lectura dominical que prometió a quienes se adhieran a Él:
“los llenaré de alegría” (Is 56, 7).
Si alguien hubiera inventado un ‘alegrómetro’, de seguro
mostraría que el grado de alegría que alcanza quien tiene fe,
supera con mucho el que alcanza quien se alegra por cualquier
otra razón.
A los católicos nos alegra nuestra fe, y queremos compartir
nuestra alegría con otros, con muchos, con todos.
Hace unos días en un sitio católico en internet preguntaban:
‘cuáles son las tres cosas que más disfrutas de tu fe católica?’,
y quisiera replantearte la pregunta: ‘¿cuáles son las tres cosas
que más te alegran de tu fe católica?
Te comparto lo que respondí:
1. La alegría de pertenecer a la familia de Dios.
Me alegra saber que Dios es Amor y que pertenezco a Su
familia: que Jesús es mi hermano, que me ama tanto que vino a
salvarme del pecado y de la muerte. Que María es mi Madre,
que vela y ruega a Dios por mí. Que no sólo cuento con la
intercesión de la Iglesia en este mundo, sino con la celestial.
Que puedo aprovechar la oración y el ejemplo de los santos, y
el auxilio de los Ángeles y Arcángeles. Que en la rica
diversidad espiritual de la inmensa familia católica hay cabida
para todos, desde el contemplativo que se la pasa orando en
silencio, hasta el que alaba a Dios con palmas y cantos; desde
el que vive una religiosidad popular hasta quien desea penetrar
en las profundidades teológicas de los sabios Padres y
Doctores de la Iglesia. Que aunque vaya al rincón más
apartado del planeta, hallaré una iglesia católica y podré entrar
y sentirme en casa, porque en ella todos somos acogidos, sin
importar raza, situación económica, cultural o social, todos nos
sabemos y somos hermanos. Y me alegra saber que cuando
termine mi vida en este mundo no voy a morir sino a resucitar,
166
y espero poder seguir disfrutando de mi pertenencia a la gran
familia de Dios, y vivir eternamente con Él, con María, los
ángeles, los santos y mis seres queridos en el cielo, el
verdadero Hogar.
2. La alegría de ser miembro de la única Iglesia fundada por
Cristo.
Me alegra tener como padre y pastor al Papa Benedicto XVI,
hombre sabio y santo, sucesor, en línea ininterrumpida de san
Pedro y saber que la Iglesia Católica no es producto de un
cisma ni la fundó un hombre cualquiera, sino el propio Cristo
hace dos mil años, y que le envió a Su Espíritu Santo que
desde entonces la guía y la sostiene, y por eso es Madre y
Maestra y tiene autoridad para interpretar la Palabra, para
enseñar, para definir dogmas que son principios sólidos,
verdades de la fe de la cual Cristo la hizo depositaria, y en las
cuales podemos cimentarnos confiados en que no van a
cambiar pues no vienen ni dependen del hombre, sino de Dios.
Y me alegra también que aunque la Iglesia tiene la mirada
puesta en Dios, está profundamente comprometida con el
hombre, y por eso defiende la vida desde su concepción hasta
su fin natural; y por eso es la institución no gubernamental que
más ayuda humanitaria brinda en todo el mundo, sin distinción
de credos, razas, situación política, social o cultural, y por eso
nos deleita los sentidos con la belleza de las flores, las
imágenes, la arquitectura, la música, las obras de arte que ha
promovido desde el inicio del cristianismo y que han ayudado
a millones de creyentes a elevar el alma hacia Dios; y por eso
aunque seamos santos o pecadores, la Iglesia mantiene para
nosotros, para todos, sus puertas siempre abiertas de par en
par.
3. La alegría de contar con los Sacramentos.
Me alegra contar con los Sacramentos, signos sensibles del
amor divino, que me permiten vivir mi existencia ordinaria de
modo extraordinario: Que por mi Bautismo puedo llamar Padre
a Dios. Que me da en la Confesión Su abrazo, Su gracia, Su
perdón. Que en mi Confirmación el Espíritu Santo derramó en
mí los dones y carismas necesarios para poder dar abundante
167
fruto espiritual. Que puedo adorar a Cristo, Vivo y Presente, en
la Eucaristía, y recibirlo y entrar en comunión íntima con Él.
Que derrama en mí Su ternura y fuerza sanadora en la Unción
de Enfermos. Que en el Matrimonio otorga a los esposos el
poder de amarse como Él los ama. Que en el Orden Sacerdotal
transforma al sacerdote en ‘otro Cristo’, para asistirnos en Su
nombre, para hacerlo presente entre nosotros. Me alegra tener
siempre a mi disposición estas ayudas divinas que me ayudan a
empezar a habitar, a edificar, a disfrutar ya desde ahora del
Reino de los Cielos.
Me gustaría saber qué respondes tú, qué te alegra de tu fe
católica, y sobre todo, te propondría que en este Año de la fe te
preguntes ¿con quién compartirás esa alegría?
168
XXX Domingo del Tiempo Ordinario
¿Qué quieres que haga
por ti?
¿
No te ha pasado que estás hablando con alguien y al hacer
una pequeña pausa buscando cierta palabra, la otra
persona te completa la frase, pero dice algo muy distinto a
lo que tú ibas a decir? Por adelantarse, se equivoca.
Quizá también te ha sucedido que te regalan algo que te hace
pensar: ‘lástima que no me consultó, no es mi talla’, ‘qué pena
que no averiguó qué color me gusta’; ‘ojalá me hubiera
preguntado si esto me hacía falta, ¡ya tengo dos!’.
Una señora se quejaba de su marido le obsequió en su
cumpleaños (el de ella), un coche de su modelo favorito (el de
él), y lamentaba: ‘ojalá hubiera tomado en cuenta lo que yo
quería’.
Si en lugar de suponer lo que los otros necesitan, les
preguntáramos, iríamos a la segura, atinaríamos a darles algo
que en verdad podrían aprovechar.
Por ejemplo, cuando en la iglesia organizamos acopios para
damnificados, siempre nos ponemos en contacto con el párroco
de esa zona para preguntarle qué necesitan; porque si se
enviara un cargamento de latas de atún a una comunidad
indígena que ni acostumbra comerlo, ni tiene abrelatas, no les
serviría de nada e incluso podría hacerles daño. En cambio
cuando se sabe lo que los demás requieren, se tiene la certeza
de que la ayuda enviada será eficaz.
169
¿A qué viene todo esto? A que cabe reflexionar que si así
sucede en la vida cotidiana, con más razón sucede en la vida
espiritual.
Por ello, en este Año de la fe, en que el Papa Benedicto XVI
nos ha invitado a compartir nuestra fe con alguien, conviene
que al responder a ese llamado cada uno se pregunte: ¿qué
necesita ese alguien?, ¿qué he de compartirle acerca de mi fe?
Claro, ya se sabe que todos necesitamos a Dios, y, aunque lo
nieguen, los alejados y los no creyentes no son la excepción,
pero hay tantos y tan diversos caminos para llegar a Él, que al
encaminar a alguien hay que procurar que tome la ruta que
mejor le convenga.
Por ejemplo: a un adolescente quizá le resulte más fácil abrirse
a la fe si se le ayuda a descubrir que Jesús es su Amigo, joven
como él, que lo comprende cuando nadie lo comprende, que no
lo juzga, que no lo defrauda, que nunca lo abandona. Y en
cambio a su papá tal vez se le facilite más relacionarse con
Dios Padre, con cuya paternidad puede identificarse.
Otro ejemplo: la hija de unos amigos empezó a salir con un
universitario al que le interesaba el ‘budismo’, leía filosofía
zen, y podía pasarse largo rato meditando, haciendo
‘ooommm’ sentado en el suelo. ¿Cómo podía ella interesarlo
en su fe? Se le ocurrió introducirlo en la tradición católica
contemplativa, prestándole algunos libros, y tiempo después
probó a invitarlo a una jornada de adoración al Santísimo, en la
que él pudo pasar horas en silencio, pero no como
acostumbraba, tratando de poner la mente ‘en la nada’, sino
descubriendo la riqueza de ponerla en Alguien, en Jesús,
presente en la Eucaristía, para contemplarlo y saberse
contemplado por Él.
Fue para este muchacho una experiencia decisiva, que tocó su
corazón.
Si en lugar de responder a lo que la sensibilidad de su novio
requería, a ella se le hubiera ocurrido llevarlo a una de esas
asambleas litúrgicas donde la gente alaba a Dios con cantos,
aplausos y aclamaciones a todo pulmón, muy probablemente
no sólo lo hubiera incomodado sino incluso ‘vacunado’...
170
Sintonizarse en la frecuencia del otro, captar qué hay en su
interior, cuáles son sus más hondos anhelos, permite ayudarlo
a descubrir cómo Dios puede saciarlos.
En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver
Mc 10, 46-52), un ciego le pidió a Jesús que tuviera compasión
de él. Si hubiéramos estado allí, es posible que sin pensarlo dos
veces hubiéramos decidido que lo que este ciego necesitaba era
recobrar la vista. Y llama la atención que Jesús le preguntó:
“¿Qué quieres que haga por ti?”, dándole así la posibilidad de
pensar, entrar en sí mismo, cuestionarse qué era lo que
realmente le hacía falta, y pedirlo.
Y es que, aunque nos parezca increíble, hubiera cabido la
posibilidad de que en lugar de pedir ver, hubiera pedido otra
cosa, por ejemplo, seguir ciego y que Jesús moviera el corazón
de las gentes para que lo socorrieran más generosamente.
Lo notable es que Jesús, a pesar de que sabía perfectamente lo
que al otro le hacía falta, le dio la oportunidad de expresarlo,
asumirlo, hacerse cargo de su necesidad y ponerla en Sus
manos.
Y fue hasta que el ciego pidió: “Maestro, que pueda ver”, que
Jesús le concedió recobrar la vista, tras lo cual el hombre
comenzó a seguirlo por el camino.
En este Año de la Fe en que el Papa te invita a compartir con
otros tu fe, no asumas de antemano que ya sabes lo que alguien
necesita para poder encontrarse con Dios.
Atrévete a preguntarle, procura escucharle (con los oídos de la
cabeza y del corazón), y pide a Dios la gracia de saber
responder, para proponer a cada uno el camino mejor, el que
pueda conducirlo al encuentro del Señor.
171
XXXI Domingo del Tiempo Ordinario
¿En qué consiste
amar a Dios?
¿
Amas a Dios?
¿En qué consiste amar a Dios?
La pregunta viene al caso porque en la Primera Lectura
(Dt 6, 2-6) y en el Evangelio (ver Mc 12, 28-34) que se
proclaman este domingo en Misa queda claro que el primero
de todos los mandamientos que Dios nos pide cumplir es:
“amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu
mente y con todas tus fuerzas”.
Siempre me había preguntado por qué se menciona este triple
modo de amarlo, y ahora que reflexionaba en ello, caí en la
cuenta de que corazón, mente y fuerzas son tres elementos que
representan lo que entra en juego cuando dos personas se
aman.
Te comparto mi reflexión:
Amar con todo el corazón
En la Biblia el corazón no se considera la sede del amor sino
de la voluntad, de la mente, del entendimiento, del ser mismo
de una persona. Sin embargo, en nuestra mentalidad occidental
tenemos muy arraigado el representar el amor con un corazón.
Así que permítaseme tomarme una pequeña licencia y retomar,
para esta reflexión, éste significado al que estamos tan
acostumbrados.
172
Cabe, pues, decir que lo primero en el amor entre un hombre y
una mujer entraña siempre un sentimiento, una emoción del
corazón, un enamoramiento.
Cada uno se fascina con lo que le cuentan del otro y también
con lo que va descubriendo, y se la pasa pensando: ‘qué
inteligente es’, ‘qué buen corazón tiene’, ‘qué detallista’, ‘qué
genial’, ‘¡cómo me encanta!’
Los familiares y amigos del enamorado se dan cuenta de que lo
está (a veces incluso antes de que él mismo lo reconozca)
porque la persona amada se ha vuelto su tema favorito de
conversación (casi ¡el único!) y no hace más que platicar lo
que dijo y lo que hizo; y cuando regresa de haber ido a verla
todos pueden notar que vuelve feliz, de buenas, con un brillo
especial en la mirada.
Lo mismo sucede con quien ama a Dios.
Conforme nos van hablando de Él y vamos descubriendo Su
creatividad, Su poder, Su bondad, Su misericordia, Su
compasión, Su fidelidad, Su generosidad, en fin, Sus atributos,
nos enamoramos de Él, y nos emociona sentir Su presencia en
nuestra vida, nos maravilla captar cómo en todo interviene para
bien, gozamos pensando en Él, decimos: qué grande es Dios,
qué bien lo creó todo, qué hermoso, qué bondadoso, ¡qué lindo
es Dios!
Y podríamos pasar horas hablando de Él, comentando Sus
obras, recordando todo el bien que nos ha hecho. Y cuando
volvemos después de tener un encuentro con Él, por ejemplo
en un rato de oración o en un retiro, volvemos llenos de paz y
de gozo, con un brillo en la mirada que delata ante todos
nuestra felicidad.
Es que lo amamos con todo el corazón.
Amar con toda la mente
El enamoramiento conduce naturalmente a un interés por quien
se ama.
Los enamorados son capaces de pasar horas mirándose a los
ojos, con las manos entrelazadas, platicándose sus cosas. Se
dicen el uno al otro: ‘quiero saberlo todo de ti’, ‘cuéntamelo
todo, déjame conocerte.’
173
También con Dios, el amor nos mueve a querer descubrir
cómo es, qué piensa, qué opina de esto y de aquello, qué le
gusta y le disgusta.
Amarlo con toda nuestra mente nos mueve a leer, meditar,
reflexionar Su Palabra; a profundizar, con ayuda del Catecismo
y de los documentos de la Iglesia, en las verdades que ha
revelado; dedicar tiempo a dialogar con Él, en la oración, para
ir tratando de conocerlo un poco más cada día.
Y si sucede que un enamorado nunca deja de descubrir en la
persona amada algo que lo admira, cuánto más ocurre eso con
Dios, que nunca deja de asombrarnos y deleitarnos, y mientras
más sabemos de Él más nos damos cuenta de lo mucho que nos
falta por saber, y aunque nunca alcanzaremos, con nuestra
mente limitada, a abarcarlo o comprenderlo del todo, no
desfallece nuestro anhelo de conocerlo más cada día; es una
aventura fascinante que nunca termina.
Amar con todas las fuerzas
Conforme los enamorados se van amando y conociendo más y
van estrechando su relación, surge naturalmente el deseo y la
decisión de casarse, unirse para siempre.
Para cada uno, ello va a implicar un esfuerzo consciente y
cotidiano para ser fiel, para no herir o defraudar al otro, para
darle gusto, evitar lo que le desagrada, esforzarse por hacerlo
feliz, ayudarlo a alcanzar su plenitud.
También amar a Dios entraña esforzarse para agradarle,
cumplir lo que nos pide, no ofenderlo ni defraudarlo, darle
gusto en todo.
Amarlo con todas las fuerzas implica no permitir que decaiga
ni un día el amor del principio, no bajar la guarda, no dejar de
dedicarle tiempo, de dialogar con Él, de entrar en comunión
íntima con Él, no desperdiciar Su gracia para mantener a raya
el pecado, el egoísmo, la soberbia, en fin, luchar con Su ayuda
y todas nuestras fuerzas para no permitir que nada ni nadie
pueda deteriorar nuestra relación con Él.
174
Amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con
todas las fuerzas es no sólo lo lógico si vivimos
coherentemente nuestra fe, sino si queremos compartirla, sobre
todo en este Año de la fe, en el que se nos ha invitado a ser
nuevos evangelizadores.
Y es que sólo quien ama Dios con todo su corazón puede
transmitir a otros el deseo de conocerlo, como una joven
enamorada que habla con tanta emoción de su novio, que su
familia y amistades le piden que se los presente.
Sólo quien ama a Dios con toda su mente, puede hablar de Él
con conocimiento de causa, con argumentos sólidos,
cimentados en Su Palabra y en la doctrina de la Iglesia.
Sólo quien ama a Dios con todas las fuerzas se atreve a vivir a
contracorriente del mundo, guiándose por los valores del
Evangelio y logra ser así eficaz nuevo evangelizador, testigo
fiel y creíble del Señor.
175
XXXII Domingo del Tiempo Ordinario
Fíate
S
iempre me he preguntado qué hubiera sucedido si yo
hubiera estado en su lugar. Y aunque me gusta pensar
que hubiera reaccionado igual que ella, debo confesar
que tal vez no hubiera hecho lo que hizo, sino que
probablemente hubiera regresado a aquel desconocido por
donde había venido.
Me refiero a la historia que narra la Primera Lectura que se
proclama este domingo en Misa (ver 1Re 17, 10-16).
Nos habla de una viuda, que como todas las mujeres sin
marido en aquellos tiempos, estaba muy desprotegida pues no
había quien velara por ella. Se encontraba recogiendo leña para
encender un fuego, usar la última ración de harina y aceite que
le quedaba después de haberla hecho durar lo más que pudo,
cocer un pancito para ella y su niño, y después resignarse a que
ambos murieran de inanición, pues había sequía, y a menos
que ocurriera un milagro ya no tendría nada qué comer al día
siguiente.
En ésas estaba cuando se topó con el profeta Elías, que le pidió
un poco de agua para beber, y cuando ella fue a traerla, le pidió
también un pan. Ella le explicó su precaria situación y él, en
lugar de decirle, ‘bueno, disculpa que te molestara, no te voy a
quitar lo poquito que tienes’, e irse a buscar alimento a otra
parte, le pidió ¡que primero le hiciera y le trajera un panecillo a
él! ¿Te imaginas? Suena muy desconsiderado de su parte, ¿no
te parece? Es un forastero, ni siquiera es de la familia, y
176
¿pretende que esta mamá deje de alimentar a su hijito por darle
de comer a él? Uno esperaría enterarse de que ella rechazó su
petición, pero en lugar de eso ¡accedió!
¿Por qué hizo semejante cosa?, ¿qué no amaba a su niño?,
¿qué no se daba cuenta de que si lo privaba de aquel último
alimento que pensaba darle, moriría más rápido de hambre?
Si queremos hallar la razón de su actitud, tenemos que leer en
la Biblia que Dios le había dicho a Elías: “vete a Sarepta de
Sidón...pues he ordenado a una mujer viuda de allí que te dé
de comer.” (1Re 17, 9).
Descubrimos así que ella no era una mala madre que prefería
alimentar a un extraño que a su propio hijo. Si la juzgamos
sólo con criterios humanos, nos equivocamos.
Se trataba de una mujer de gran fe, dispuesta a cumplir cuanto
Dios le pidiera, por difícil que fuera.
Y aquí cabe que nos preguntemos: ¿cómo fue que Dios se lo
pidió?, ¿cómo le hizo para darle esa orden? Tal vez algunos
imaginen que ella escuchó una voz atronadora venida del cielo,
pero Dios no suele manifestarse así (recordemos que al propio
Elías no se le manifestó en un terremoto ni en un huracán, sino
en una brisa suave...ver 1Re 19, 11-13).
Lo más probable es que en un silencioso momento de oración
la movió a recordar algún trozo de la Sagrada Escritura en la
que le pedía amar al prójimo como a sí misma, o ayudar al
forastero, o dar de comer al hambriento, y a diferencia de
tantos que leen lo que pide la Palabra de Dios y no sienten que
les concierna, ella lo tomó como un llamado personal, se dejó
conmover, se dispuso a obedecer.
Y claro, también contribuyó a su pronta obediencia que cuando
le advirtió al profeta que ya no le quedaba más que un puñado
de harina y un poquito de aceite, él le respondió: “No
temas...porque así dice el Señor de Israel: ‘La tinaja de harina
no se vaciará, la vasija de aceite no se agotará, hasta el día en
que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra’...”(1Re 17, 13-14).
Es evidente que fue porque se fiaba de Dios que ella aceptó
hacer lo que el profeta le pedía, por arriesgado que pareciera.
Sabía que quien cumple la voluntad de Dios no queda nunca
defraudado. Y tuvo razón.
177
Dice el texto bíblico que: “tal como había dicho el Señor por
medio de Elías, a partir de ese momento, ni la tinaja de harina
se vació, ni la vasija de aceite se agotó” (1Re 17, 16).
¿Qué hubiera sucedido si ella, aferrada a su poco de harina y
aceite, hubiera despachado al profeta con las manos vacías?
Probablemente hubiera creído que se había salvado de un gran
riesgo, el de quedarse sin nada por convidarle a él. Tarde se
hubiera enterado de que no era ése el verdadero riesgo, que el
gran riesgo estaba en atenerse a sus propios recursos, confiar
en sus propias míseras fuerzas, en lugar de abandonarse a la
Divina Providencia.
Hay circunstancias en la vida en la que parece que lo ‘sensato’
es no hacer lo que Dios nos pide, porque nos parece ilógico o
demasiado exigente y nos da miedo obedecer.
Es una tentación que hay que superar, porque cuando caemos
en ella descubrimos demasiado tarde que lo realmente sensato
hubiera sido cumplir la voluntad de Aquel que nos creó, que
nos ama, que en todo interviene para nuestro bien, que nunca
nos pedirá que hagamos algo para nuestro mal.
Recuerdo haber leído el testimonio de una mujer que durante la
Segunda Guerra Mundial fue prisionera en los campos de
concentración nazis. Había logrado conseguir y esconder un
frasquito de aceite medicinal. Ella y su hermana se lo ponían
en las heridas que tenían a causa de los malos tratos que
sufrían. Entonces sintió que Dios querría que ella compartiera
su precioso aceite con las demás presas. Luchó contra la idea;
pensó que si se ponía a repartirlo no alcanzaría para todas. Pero
recordó el pasaje bíblico de la viuda de Sarepta, decidió poner
lo del aceite en las manos de Dios y aceptó darle a las demás.
Y platicaba que el frasquito tardó demasiado tiempo en
gastarse y cuando por fin se sintió vacío, si volteaban la
botellita siempre salían todavía unas gotas, apenas lo suficiente
para ayudar a alguien. Sucedió así durante los ¡cinco años! que
pasaron en ese lugar. Y narraba emocionada que cuando por
fin fue liberada, un día quiso sacar más gotas del frasquito, y
ya no salió nada. Claro, hubo sólo mientras lo necesitaron.
Este domingo la Palabra de Dios nos invita a fiarnos de veras
de Él, aunque lo que nos pida nos suene irrazonable...
178
Claro, no se trata de decir: ‘voy a dar para obligarlo a darme’,
sino de obedecer al Señor, en primer lugar por amor, y en
segundo lugar porque no nos quepa la menor duda de que será,
no sólo para nosotros sino para todos, lo mejor.
179
XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario
Buenas noticias
Q
uién sabe por qué a veces nos pasa que lo malo se nos
atora y lo bueno se nos resbala.
Si te enteras de que tu jefe o tu cónyuge o una persona a
la que aprecias dijo algo agradable de ti y también algo
desagradable, probablemente quede resonando en tu cabeza
más la segundo que lo primero. Si te dan una noticia mala y
una buena, incluso muy buena, quizá ni le pones atención a
ésta por quedarte pensando en la mala; ahí tenemos el ejemplo
de cuando Jesús les anunció a Sus apóstoles que iba a padecer,
a sufrir, a morir y a resucitar; lo de resucitar les pasó de noche
a Sus discípulos, lo que los impactó fue que sufriría y moriría
(ver Mt 17, 22 -23).
Esto viene a colación porque conforme se acerca el fin del año,
las Lecturas que se proclaman en Misa suelen tener un fuerte
tinte apocalíptico, y anunciar el final de los tiempos con
términos que a muchos les ponen los pelos de punta. Tenemos
un ejemplo de ello este domingo.
En la Primera Lectura se anuncia “un tiempo de angustia,
como no lo hubo desde el principio del mundo” (Dn 12, 1), y
en el Evangelio Jesús advierte que “después de la gran
tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna,
caerán del cielo las estrellas y el universo entero se
conmoverá” (Mc 13, 24-25).
180
Leídas fuera de contexto son afirmaciones que nos dan miedo
porque sentimos que nos espera lo peor y que no hay ni para
dónde correr.
Lo bueno es que la Iglesia no nos las presenta fuera de
contexto.
Con éstas, que parecen malas noticias, nos presenta otras no
sólo buenas sino buenísimas, las mejores que puede haber.
Por ejemplo, al inicio de la Misa, en la Antífona de Entrada,
nos comunica unas poderosas palabras de Dios que bastarían
para fortalecernos y vacunarnos contra toda intranquilidad:
“Yo tengo designios de paz, no de aflicción, dice el Señor. Me
invocarán y Yo los escucharé y los libraré de su esclavitud
dondequiera que se encuentren” (Jr 29, 11.12.14).
Si Dios Todopoderoso, el Dueño de ese universo del que se
nos dice que se bamboleará, nos asegura que no quiere
afligirnos sino comunicarnos Su paz; que nos escucha cuando
lo invocamos; que está dispuesto a rescatarnos de todas
nuestras esclavitudes y ataduras, entonces ¿qué tenemos que
temer? Como diría san Pablo: ‘Si Dios está por nosotros,
¿quién contra nosotros?’ (Rom 8, 31).
Luego en la Primera Lectura, después de la mención de la
angustia, se anuncia la salvación y la resurrección de los
muertos.
Enseguida el salmista proclama: “Tengo siempre presente al
Señor y con Él a mi lado, jamás tropezaré”, y añade: “Por eso
se me alegran el corazón y el alma, y mi cuerpo vivirá
tranquilo, porque Tú no me abandonarás a la muerte” (Sal 16,
9).
Y en el Evangelio, después de mencionar lo de la tribulación y
el apagón cósmico, por llamarlo de alguna manera, Jesús
anuncia que Él vendrá, y lo veremos llegar “sobre las nubes
con gran poder y majestad” (Mc 13, 26), y que “enviará a Sus
ángeles a congregar a Sus elegidos desde los cuatro puntos
cardinales y desde lo más profundo de la tierra a lo más alto
del cielo” (Mc 13, 27).
¿Qué significa todo esto? Que por encima de lo aparentemente
malo que se nos anuncia, se nos promete algo maravilloso: la
venida del Señor, nuestro encuentro con Aquel que nos creó,
que nos ha colmado de Su gracia y misericordia, que nos invita
181
a pasar en Su amorosa compañía la vida eterna. ¡Son buenas
noticias!
Dice un amigo que cuando hay una flecha en un camino la
gente no se queda viendo la flecha, sino voltea a donde ésta
señala. Así también, cuando se nos anuncia en lenguaje
apocalíptico el final de los tiempos, no pongamos más atención
a las señales que a lo que nos señalan: la llegada del Señor, el
esperado por los siglos, que viene, como lo anuncia el salmista,
a enseñarnos el camino de la vida, a saciarnos de gozo en Su
presencia, de alegría perpetua junto a Sí.
182
Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo
Reino de verdad
L
e pregunté a mis alumnos del grupo de Biblia: si en un
cuestionario les pidieran que completaran esta frase:
Jesús dijo: “Yo nací y vine al mundo
para________________”, ¿qué pondrían?, ¿qué creen que dijo
Jesús para explica por qué nació y vino a este mundo?
Alguien dijo que seguramente Jesús dijo: ‘Yo nací y vine al
mundo para salvarlo’; otra persona opinó que más bien
dijo:‘para dar mi vida por ustedes’, otros, influenciados porque
este domingo se celebra la Solemnidad de Nuestro Señor
Jesucristo, Rey del Universo, dijeron que Jesús hubiera dicho:
“Yo nací y vine al mundo para ser rey”. Ninguno le atinó.
¿Qué fue lo que dijo Jesús?
Lo leemos en el Evangelio que se proclama este domingo en
Misa (ver Jn 18, 33-37)
“Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el
que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn 18, 37).
Resulta muy significativo que de todas las posibles
definiciones o explicaciones que podía haber dado Jesús acerca
de a qué había venido, eligiera referirse a Sí mismo como
“testigo de la verdad”, más aún, que se identificara a con la
verdad.
Quiere decir que conocer y seguir la verdad es algo
fundamental, clave para encontrarnos con Dios.
Con razón Su enemigo es llamado ‘príncipe de la mentira’, y
no se cansa de engañar, nunca deja de intentar convencernos
183
de que lo bueno es malo y lo malo bueno, no cesa en su afán de
hacernos creer que mentir no tiene consecuencias, que es
conveniente, a veces incluso hasta ‘piadoso’, y nos rodea de
voces que nos invitan a ignorar, torcer y ocultar la verdad.
Es algo que preocupa mucho al Papa Benedicto XVI; que para
su escudo papal eligió el lema: ‘Cooperatores Veritatis’
(‘Cooperadores de la Verdad’), y no deja de advertirnos contra
lo que llama la ‘dictadura del relativismo’, en la que cada
persona se rige por su ‘propia verdad’, distinta y muchas veces
opuesta a la de los otros, sin darse cuenta de que la verdad no
puede contradecirse a sí misma, por lo que tantas supuestas
‘verdades’ son, en realidad, una gran mentira.
En este domingo en que celebramos que Jesucristo en nuestro
Rey, ayudémoslo a edificar Su Reino de verdad en nuestro
mundo, en nuestra vida, ¿cómo? Propongámonos cada día:
1. Ser veraces. No mentir, aunque nos cueste. Eso no significa
ser brutales, decirle a la gente ‘sus verdades’. Siempre se
puede decir la verdad con amor.
2. Detectar la mentira. No dejarnos guiar por los criterios del
mundo, lo que está de moda, lo ‘políticamente correcto’, lo que
plantean los medios de comunicación. Examinarlo,
cuestionarlo, descubrir su oculta intención.
3. Defender la verdad. Cuando captemos que se difunde una
mentira, hacer lo posible por difundir la verdad.
4. Ayudar a quienes nos rodean a salir del error. Por ej. al que
está mal informado acerca de la fe católica, ayudarle a
conocerla.
5. Cada noche examinar nuestro día con relación a la verdad:
¿fui veraz?, ¿dije verdades a medias?, ¿engañé a otros?,
‘glorifiqué’ la mentira?, ¿por qué?, ¿qué me indujo a ello y
cómo puedo evitarlo en adelante?
Si detectamos que mentimos, pidamos Dios que nos perdone y
nos dé Su gracia para no volver a caer.
184
Esforcémonos por apartarnos de toda mentira y reorientar
nuestros pasos hacia Aquel que es el Camino, la Verdad y la
Vida.
185
OBRAS DE ALEJANDRA MA. SOSA ELÍZAGA
Libros publicados por Ediciones 72:
PARA ORAR EL PADRENUESTRO
(Reflexionar y orar sobre cada frase del Padrenuestro)
POR LOS CAMINOS DEL PERDÓN
(Guía práctica para lograr perdonar).
Disponible también en MP3
SI DIOS QUIERE Guía práctica para discernir la voluntad de Dios en tu
vida
CAMINO DE LA CRUZ A LA VIDA
(Reflexiones sobre la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús)
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COLECCIÓN ‘La Palabra ilumina tu vida’ ciclos A, B, y C
COLECCIÓN ‘Lámpara para tus pasos’ ciclos A y B (el C en elaboración)
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CURSO DE BIBLIA SOBRE EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO
186
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