** [Texto incluido en la parte de piano impresa]. LUZ. Cielo azul. Sol. Tarde suave y tibia. Huertos que son pañuelos verdes con cerquillos de zarzamoras y de pitas azulencas. Más lejos el Guadalquivir. Y en lo hondo, entre espesos olivares, el Convento de San Jerónimo. Esta decoración, entre mística y profana al mismo tiempo, sirve de marco a un rinconcito de la Gloria, a lo que Bécquer llamó La Venta de los Gatos. «Es una casita con tejas rojas y verdinegras» florecidas de jaramagos. Una parra muy verde, rima con el cielo azul y con la casita, que es blanca y olorosa como una magnolia. Hay fiesta en el ventorrillo. Relucen los ojos negros de las mocitas agitanadas y se ven subir y bajar en el aire los brazos morenos y ondear como minúsculos gallardetes las cintas rojas y amarillas, sangre y sol, de las castañuelas. Deslumbrado por el fulgor y la gracia de esta acuarela viviente, el Poeta se detiene y, febril, traza en el papel la silueta de una de las mocitas. Entonces, un macareno, lleva en sus ojos toda la lealtad de la tierra y en su figura todo el garbo andaluz, suplica al artista que le entregue el dibujo, aunque para conseguirlo tuviese que darle en cambio su fortuna y su vida. Sonríe el poeta, y ante la ingenuidad y la franqueza del joven, accede a su deseo. El mocito, agradecido, acompaña al poeta hasta la Puerta de la Macarena y por el camino le hace confidencias que justifican la petición del retrato. La muchacha, cuyas líneas esbeltas y graciosas trazara el artista, «alta, delgada, leve, rostro moreno, ojos adormilados, grandes y negros, y un pelo más negro que los ojos», es su prometida. El joven espera de un momento a otro ver convertido su sueño en realidad. Amparo, pues así se llamaba, fue recogida del arroyo por los padres del mozo, que eran los dueños de la venta, y allí, por aquellos campos llenos de luz y de flores, correteaban los novios desde niños, como Dafnis y Cloe. Ahora solo guardaban el instante de unirse para siempre con la bendición de sus padres y la santificación de la Iglesia. El artista y el hijo del ventero siguen su paseo. La tarde va cayendo. Pronto la noche sevillana se abrirá como una flor. De no se sabe dónde, viene este cantar: Compañeriyo del alma, mira qué bonita era, se parecía a la Virgen de Consolación de Utrera. PENUMBRA. Después de unos años de ausencia, vuelve el Poeta a Sevilla, y ve entonces, en su imaginación excitada, la venta, los huertecillos, los vallados de zarzas, las norias y el Convento de San Jerónimo. Pero no en vano ha transcurrido el tiempo. La fatalidad, esa diosa que reina en los países meridionales, ha dejado a su paso una estela de amarguras y de renunciamientos. El ventorrillo está ruinoso. Las paredes sucias y desconchadas. La parra esquelética sin hojas, ya no rima con el cielo azul. El paisaje es desolado y tétrico como un corazón que ha dejado de latir. SOMBRA. El poeta, emocionado y entristecido, se sienta a tomar unas copas y reconoce en el viejo ventero al padre del mozo. Le interroga. Y entonces aquel anciano de cabellos blancos, entre suspiros y lágrimas, cuenta, cuenta... En el ventorrillo llegaron los males a poco de construirse el cementerio. Aquel vecino silencioso y enigmático, alejaba de allí a los bebedores y a los muchachos y muchachas que organizaban bailes en los días festivos. Todo se llenó de sombras. Y un día se presentan unos señores, y legalmente hacen valer su derecho sobre la prometida de su hijo. Protestas, llanto; porfía inútil. ¡Se la llevan! La ley no tiene entrañas. Al separarse el mozo de Amparo cree morir. Ella, enferma de ese mal de la ausencia, incurable y fatal. Pasan horas que parecen años, y días que parecen siglos, y una tarde se ve por el camino gris un fúnebre cortejo. Las alas negras del misterio rozan el corazón del mozo. Presiente la desgracia. Impulsado por una fuerza oculta abalánzase sobre el carro fúnebre y con sus manos temblorosas abre la tapa del blanco ataúd. Entonces cae a tierra enloquecido de espanto y de angustia. La virgencita muerta es Ella, su Amparo, la vida de su vida, el corazón de su corazón. Desde aquella tarde, perdida la razón y recluido en una de las habitaciones de la venta, mientras la soga del columpio oscila como la cuerda de un ahorcado y el día huye entre las sombras del anochecer, el mozo clava sus ojos negros en el retrato de la amada, y entona con voz plañidera la siguiente canción: En el carro de los muertos la pasaron por aquí; llevaba una mano fuera, por eso la conocí. El poeta se adentra en la ciudad, que reposa en silencio como hundida también en la tragedia. EL OPTIMISMO PERENNE DE LA CIUDAD. Hasta aquí la narración del Poeta. El compositor no deja hundirse a la ciudad en el drama. El Poeta, a medida que se acerca a Sevilla, siéntese atraído de su gracia, de su luz y de su alegría. El poema sinfónico ciérrase, por lo tanto, con el optimismo perenne de la tierra andaluza. José MÁS. ────────── ** “La Venta de los Gatos, leyenda becqueriana de Joaquín Turina”. ABC (Sevilla), 30 de mayo de 1970. Joaquín Turina, que cantó a todo lo que existe bajo el cielo de Sevilla: jardines, plazas y plazoletas, Semana Santa, la Feria y tantas cosas más, tributó también su voto de admiración al insigne poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, musicando algunas de sus páginas poéticas y literarias. De ellas recordamos Rima, El Cristo de la Calavera y La Venta de los Gatos (...). La Venta de los Gatos de Turina está escrita para piano. (...) De ella dio una audición Turina en el Ateneo. «Esta obra merece ser orquestada», le dijimos. «...Si; ya lo he pensado», nos contestó. Pero no llegó, ocupado en otras obras, a realizarlo. Años después la orquesta Manuel Palau, el compositor valenciano. No obstante la admiración que sentimos por él -con quien nos unía muy buena amistad-, no creemos fuera el más indicado para realizar este trabajo. Ambos eran -Turina y él- de temperamentos distintos. Entre el autor y el transcriptor debe existir una comunicación espiritual. No concebimos a Ricardo Strauus orquestando La siesta del fauno de Debussy. O a éste poniendo manos en la partitura de la mastodóntica Sinfonía Alpina, del maestro alemán. (...) La orquestación de Palau es ingeniosa, revela un gran maestro, pero sus sonoridades son demasiado densas. Sus armonías ahogan, a veces, la ingravidez de la música del maestro sevillano, aunque en ella su paso por la Schola Cantorum parisina es manifiesto. Norberto ALMANDOZ. ────────── ** Comentario incluido en el programa del concierto en Sevilla de la Orquesta Filarmónica. 2 de junio de 1970 en el Teatro Lope de Vega, de Madrid. Joaquín Turina (...) puede ser considerado -junto a Falla, Granados y Albéniz- como uno de los más grandes compositores que llevan la música española a los niveles más altos de la creación nacional. Las obras de Turina corresponden a los aires del impresionismo y su inspiración parte siempre de temáticas sevillanas. Con un profundo entendimiento de nuestros valores esenciales, además de con esa generosidad de los elegidos, el compositor no se olvida de otro de los sevillanos más sublimes, Gustavo Adolfo Bécquer, y le brinda otra inmortalidad, la de que alguna de las obras del poeta se acerquen nuevamente a los sentidos y al pensamiento de los mejores públicos, después de que el músico las pasa, con su también excepcional inspiración, por el pentagrama. Así la leyenda El Cristo de la Calavera o la narración sobre La Venta de los Gatos, bien conocidas creaciones de Gustavo Adolfo, valen a Turina como motivos y escribe sobre las mismas dos composiciones para piano. Posteriormente, ese poema sinfónico de La Venta de los Gatos lo instrumentó para orquesta el levantino Manuel Palau, y es en esta versión como se estrena ahora en Sevilla (...) en una audición de homenaje al poeta de cuya muerte celebramos, en 1970, el primer centenario. Cabe distinguir que el escrito becqueriano termina con la más dolorosa descripción de la muerte de Amparo, la muchacha que, en el carro fúnebre,, había de pasar por aquel mismo sitio donde en otros tiempos reía, cantaba, era novia del hijo del ventero; con el desagradable apunte de los sepultureros que llegaban para «echar un trago a la salud de los muertos»; con la decoración de la noche cerrada -«el cielo estaba negro y, el campo, lo mismo»- y con la desgarradora copla del muchacho, ahora enloquecido, que «pasaba los días contemplando, inmóvil, el retrato de su amante» que hiciera Bécquer. Ahí queda la narración romántica, pero Turina da a su partitura más alargado final, imaginándose que el poeta se aleja de La Venta de los Gatos y entra por la Puerta de la Macarena, un barrio de la Ciudad que, aún de noche, asoma la gracia y la alegría por sus balcones y puertas. Ya entre las calles de Sevilla, el compositor supone que al poeta habrían de animárseles los pensamientos, con otros cantares no siempre evocadores de la tristeza, con más de una carcajada y más de un piropo que, incluso, en el paisaje de las oscuras altas horas de aquellos tiempos, eran el símbolo de la Sevilla más luminosa, del perenne sol de vitalidad que poseen sus habitantes. Y es por lo que el poema sinfónico no acaba en dolorosos sones, sino que deja como una versión de esperanza, de ese poderío de la asombrosa Ciudad que ofrece, entre más dones, la inspiración de pintores, poetas, músicos, artistas del cante o del baile, que jamás se olvidan, que nunca mueren, que son perennes manantiales para la evocación y testigos inmortales de la belleza. ANÓNIMO. ──────────── ** “Los escenarios de las leyendas becquerianas”, Revista de Filología Española, LII, 1969, pp. 335-340. La Venta de los Gatos -finales del 62 [1862]- le fue inspirada a Bécquer por un cantar andaluz, aunque también probablemente recoge en ella recuerdos personales. Como en otros casos, puede discutirse el calificativo de leyenda pues se trata más bien de un relato coetáneo con fuertes incrustaciones costumbristas. El dueño de La Venta había sacado de la casa de expósitos a una niña que crió como hija propia. Su hijo se enamoró de ella, y, al cabo de los años, estaban en trance de casarse, cuando aparecieron los padres de la muchacha, gente rica, y la recuperaron. Algún tiempo después se construyó un cementerio a pocos pasos del ventorrillo; un día el hijo del ventero vio pasar el entierro de una joven, lo siguió y descubrió que era la muchacha que él había amado: “después se volvió loco y loco está”. Bécquer relata su historia en dos tiempos. En la primera ocasión, durante uno de sus paseos por Sevilla, llega al ventorro, descubre a la joven en una fiesta popular y hace su dibujo. Algunos años después regresa a la ciudad y visita la venta, cuya muchacha nunca había olvidado; y el ventero le informa de lo sucedido. El asunto, vulgarmente sentimental, se salva en las manos de Bécquer por la belleza de su prosa, el relieve de sus descripciones, hechas una vez más con pulso de poeta pintor y por el amargo sentido trascendente que se desprende de la historia con su dramático desenlace. Manuel GARCÍA-VIÑÓ. ──────────── ** ¿?. La Venta de los Gatos. Camino del cementerio, en la avenida de Sánchez Pizjuán, casi rodeada por la urbanización. Las Golondrinas, queda en pie la becqueriana La Venta de los Gatos: «En Sevilla y en mitad del camino que se dirige al Convento de San Jerónimo desde la Puerta de la Macarena, hay, entre otros ventorrillos célebres, uno, que por el lugar en que está colocado y las circunstancias que en él concurren, puede decirse que era, si ya no lo es, el más neto y característico de todos los ventorrillos andaluces... ». Antonio BURGOS.