O P I N I Ó N Fanny Buitrago, la otra escritura Por Emiro Santos García Durante más de dos años Fanny Buitrago vivió en Cartagena, en un viejo edificio que mira hacia el mar, con balaustres blancos y paredes de rosa desleído. Desde el balcón que defiende el último piso pueden verse en las mañanas los corredores que, más allá de la avenida, compiten contra el viento, casi al borde mismo del mar. Y en las noches, cuando el horizonte desaparece, sólo las luces de algún barco recuerdan que el mar sigue estando allí, que no ha perdido sus fronteras con el cielo. “Mi más reciente libro de cuentos, Canciones profanas, fue escrito allí, frente al mar”, me dice Fanny. “Y al atardecer, después de las cuatro y media”. Ha vuelto a recorrer las calles de la ciudad colonial, después de más de cinco años de haberse ido. “Ayer por la tarde me fui a contemplar el mar. A pasar por la casa de Alejandro Obregón, a pensar en Enrique Grau. Porque fueron dos personas que siempre estuvieron pendientes de traerme a Cartagena. Entonces me sentí tan conmocionada que empecé a llorar”. Fanny detiene por unos momentos la vista en las pinturas que decoran el Teatro Adolfo Mejía, en el que ahora nos encontramos, y pienso que de alguna manera ellos –“Enrique” y “Alejandro”, como los llama, con la familiaridad de los viejos amigos– siguen estando aquí, justo a nuestro lado. En esta ocasión nos hemos reunido con los niños y jóvenes de las instituciones públicas de Cartagena –embrujados por la lectura y las palabras– para conversar sobre su vida, sobre la creación de sus novelas y sobre sus cuentos. Nacida en Barranquilla en 1945, con apenas dieciocho años sorprendió el panorama literario nacional tras publicar su primera novela, El hostigante verano de los dioses (1963), en la que narra la vida de un grupo de jóvenes impulsivos, decadentes y libertinos. Poco después vinieron novelas como Cola de zorro (1970) y Señora de la miel (1993) –la primera fue finalista en el Premio Biblioteca Breve Seix Barral, en 1968–; volúmenes de cuentos entre los que destacan La otra gente (1973) y Bahía sonora. Relatos de la isla (1975); obras de teatro, algunas todavía inéditas: El hombre de paja (1964) y El día de la boda (2005). Y relatos para niños: La casa del abuelo (1979), La casa del arco iris (1986), Cartas del palomar (1988), entre otros. –Desde muy pequeña usted frecuentaba los libros de su padre, la enorme biblioteca en la que estaban las obras de Honoré de Balzac y Henryk Sienkiewicz. Mi papá tenía una biblioteca muy grande, pero también mi abuelo y mis tías. Una pila de gente de mi familia tenía libros. Yo era una niña tan intensa y tan antipática que no había manera de decirme que no. Nunca me prohibieron que leyera o me señalaron cuáles libros debía leer. Tampoco a mis hermanos. Jamás. “Lean lo que quieran”, nos decían, y así salían de uno, que todo el tiempo estaba preguntando: “¿Y por qué esto?”, “¿Y por qué aquello?”, “¿Por qué tal cosa?”. Mi familia tenía entonces un poco de paz en vacaciones cuando yo estaba leyendo. Recuerdo especialmente la lectura de Balzac. Jamás olvi- AGUAITA V E I N T I S I E T E / D I C I E M B R E 2015 11 daré La piel de zapa, que acabo de descubrir que no era la piel de un sapo, sino la piel de un borrico. Del onagro. Pero los españoles son muy propios para traducir y hacen un poco lo que les da la gana. Eso lo hemos heredado nosotros, y es simpático, porque si a mí me dicen La piel del onagro, seguramente no la leo… Esa piel a la que se le piden deseos, que la tenemos ahora presente todo el tiempo. El protagonista pedía un deseo y la piel se encogía; pedía otro y la piel se encogía: el amor, el dinero, la fama… Ahora la piel la tenemos en las tarjetas de crédito, a diario. –¿Cuándo descubrió que quería escribir? ¿Desde esas primeras lecturas o por mucho tiempo sólo hubo lugar para el placer de la lectura, para las páginas interminables de una gran biblioteca? La literatura es un universo de magia. Después de leer Los tres mosqueteros, de Dumas, La piel de zapa, de Balzac, Veinte mil leguas de viaje submarino, de Verne, y El país de los ciegos, de Wells, me senté un día, bajo un cerezo, en Bogotá, en la casa de mi abuela Estefanía. Venía de la mesa donde los adultos hablaban del futuro y me puse a pensar: “¿Tú qué vas a ser en el futuro? ¿Bailarina? No. ¿Artista? No.” Y de pronto me dije: “No, es que ya yo soy escritora. Sólo que no he escrito todavía sino uno que otro poema”. Entonces lo supe: “Quiero ser escritora”. Todavía no soy la escritora que quiero ser, pero quiero ser mejor como escritora y espero ser mucho mejor como persona. –Una decisión prácticamente inevitable en un hogar en el que se vivía la lectura como una actividad cotidiana. Es que a mí me daban la sopa con Caperucita. Mi papá me decía: “Esta te la tomas por Caperucita”, “Esta, por el Gato con Botas”, “Esta, por el gigante Goliat”. La literatura me nutrió desde que era muy niña. Me escogió. Estaba escribiendo más o menos desde los seis años. Una vez una amiga de la familia me contó que mi madre tenía un poema que yo había escrito siendo muy niña. Yo generalmente escribía historias fantásticas en cuadernos. Las mil noches y una noche tenían una gran influencia en mí. Les contaba a mis hermanos historias y las historias de mi abuelo, las historias del Caribe que todavía nos falta por rescatar. Era la escritora que va en marcha y en un momento dado envía cuentos a todos los concursos, en 12 AGUAITA V E I N T I S I E T E / D I C I E M B R E 2 0 1 5 los que jamás gané nada. Pero me foguearon. No quedó ni uno. Pero quedé yo. –Es curioso que haya comenzado sus primeras lecturas con un escritor como Balzac –al que generalmente se ha reputado de “realista”, pero que tiene en su haber novelas con registros fantásticos como La piel de zapa o Seraphita–. En sus propios relatos, Fanny, usted muestra una vocación por lo cotidiano, marcada, no obstante, por la ironía, el sueño, el mito, el juego. ¿Cómo ocurren esos encuentros en su obra? En el Caribe –el Caribe es toda Colombia– vivimos en medio de la magia. Tenemos un pie en una realidad bastante dura, bastante difícil, y tres pies, por lo menos, en un asunto maravilloso, que es la magia. Todos somos mito. Yo creo que el hombre comenzó bailando. Antes de todo debió tener un lenguaje gestual. Y después, al pie de la hoguera, contando cuentos, mitificando, ¿qué pensaba?... “Mañana vamos a tener el fuego todo el tiempo. No tenemos que robarlo. No tenemos que encenderlo. Lo hemos logrado”. Uno enciende, ahora sí, la luz de su casa. –A los dieciocho años publica su primera novela: El hostigante verano de los dioses (1963). “¿Cómo iba a ser posible que una jovencita […] se atreviera a escribir una novela ‘fuera de tono’ frente a lo que estábamos acostumbrados a leer?”, se preguntaba la crítica colombiana Luz Mery Giraldo. ¿Es esta una novela contestataria? ¿Creada en franca inconformidad con su época? No lo había pensado así. En realidad, fue más subjetivo escribir ese libro. No estaba haciendo ninguna denuncia. No estaba en plan de señalar los errores de la sociedad colombiana, ni de nadie. Estaba en plan de contar una historia. Y tal vez puede que sea mi falla mental, pero a mí me persiguen los temas. Y los temas no persiguen porque sí. Persiguen porque el mundo tiene una razón para elegirlo a uno como escritor o como escritora. Jairo Aníbal Niño decía algo muy hermoso que yo me apropié: “Yo no escogí la literatura; la literatura me escogió a mí”. Escribí El hostigante verano de los dioses porque quería escribir una historia. A mí me gusta contar historias. Y en ese momento yo tenía una pila de historias persiguiéndome, casi que enlazándome, pero estaba en una edad en la que los muchachos me interesaban más que la literatura. Me interesaba más ir a las fiestas. Me interesaba más el paseo. Me interesaban más las lecturas. Pero un buen día soñé que los personajes de esa novela me estaban dicien- do: “¿A usted qué le pasa? ¡No sea tonta!”. Y me tocó. Recuerdo que la escribí en dos corredores: uno en Cali y otro en la Zona Bananera. Pobrecita mi mamá con el taqui-taqui de la máquina. Porque era tiempo de máquina. –Y para escoger el título tuvo que elegir entre cien posibilidades… Sí. Hice cien títulos, escribiendo a mano. Mi papá decía: “¡Pero a esta niña qué le pasa!”. Listas y listas… Cada uno de mis libros tiene una lista. Generalmente me quedo con el primer título; a veces con el de la mitad. –Desde 1963 ha seguido publicando cuentos, novelas e incluso obras de teatro. ¿Cómo conviven en sus manos escrituras tan diversas? ¿Hay algún ritual de la vida a la hora de imaginarlas? Los temas son como esas palomas que de repente pasan por encima, como las golondrinas, y aun como esos perritos hambrientos que de repente uno ve en la calle y empiezan a seguir a alguien. Los temas hermosos, antipáticos o terribles empiezan a asediar. Y si no se escriben, se pudren. Así que para ser escritor lo único que hay que hacer es escribir. Después se corrige. A los tres meses, a los seis, al año. No quiero estar en plan de consejera, que es muy aburrido, pero se me acercan muchas personas: “Ah, que yo quiero ser escritor, pero…”, “Ah, que yo quería, pero…”. Entonces me pongo a pensar en lo hermoso que es la literatura, precisamente porque cuesta. Yo me divierto mucho, pero cuesta. Hay que darle espacio, abrirle la puerta y ella misma se encarga de consentirlo a uno, de llevarlo a todas partes. La gente que va llegando por la literatura, los amigos, los países, los mares... Y en literatura, es curioso, nada se pierde. Tenía yo una historia de un genio al que se le había extraviado el corazón, porque se había enamorado. Empieza a buscar su corazón por todas partes. Y la historia, como dicen, ahí, ni para adelante ni para atrás. Un buen día me llama una editorial: “Necesitamos una historia que contemple el planeta, la salvación del planeta”. El genio. Listo. Salió adelante la historia. Ya tiene una segunda edición. Y hacía por lo menos diez años que yo la tenía en un sobre, amarilla la pobre. Esa es la literatura. Jamás pierde uno nada. –Cuentos que surgen inesperadamente, como aquel de Canciones profanas que comienza: “No hay un pescado igual, más hermoso, ni de mejor sabor que la mojarra […]”. ¿Cómo llegó a usted? Ese cuento me lo obsequiaron en una calle de Cartagena. Iba muy temprano al supermercado, y Willy Caballero, que lamentablemente ya se nos fue, me había hablado de una esquina en la que hay colgada una sirena. Camino del supermercado, me fui primero a mirar la sirena, y había dos vendedores ambulantes dedicados a organizar sus tenderetes. Uno le contaba al otro cómo se aliñaba una mojarra. Me puse de espaldas contra la pared, como si fuera la otra sirena de la calle, y escuché y escuché. Por supuesto, mi mercado quedó en veremos. Ese día no sólo aprendí cómo se aliñaba una mojarra, sino que escribí “El mongo-mongo”. –Fanny, usted suele levantarse muy temprano para escribir y acostumbra llenar cuadernos enteros que se amontonan en los armarios. ¿Cómo es su rutina de escritura? Normalmente estoy levantada desde las cuatro de la mañana y trabajo hasta las seis o siete. Pero la vida es bueno vivirla. No quiero ser una escritora de escritorio. Quisiera más tiempo, pero no lo tengo, porque hay que pagar servicios, hay que ir al colegio de los sobrinos, ir a la fiesta del amigo, hacer el mercado, lavar los platos. Pero tengo trucos. Cuando lavo los platos, me recito a García Lorca, para que me dé el espacio literario que necesito para el día. Empiezo: “La luna llegó a la fragua, con su AGUAITA V E I N T I S I E T E / D I C I E M B R E 2015 13 polisón de nardos…” Y como me lo sé de memoria, de pronto digo: “Ah, lo que pasa es que hay tal cuento que tiene un error en tal parte…” Nunca es suficiente, en todo caso, y sé que cuando muera voy a dejar mil cosas sin escribir, pero espero que las escriban ustedes. No pienso que la inspiración exista. Voy a decir lo que pienso: la inspiración es un buen desayuno, primero que todo, un buen computador en este momento, una buena libreta, un buen esfero, la mente limpia y el corazón contento. Y ojalá, programa para el fin de semana. –En más de una ocasión ha dicho que cada quien tiene un relato que contar: las historias están allí, asediándolo a uno. Y los escritores son esas personas que saben escuchar a los otros, a sí mismos, para construir sus historias a partir de lo más trivial o lo más maravilloso. ¿Cómo se da en usted el proceso de creación? A cada autor le sucede diferente. A mí no siempre, pero, en general, cuando empiezo a soñar. Una vez soñé con un grupo de muchachos en una carretera, y me preguntaba: “¿Estos tipos quiénes son? Yo no los conozco. No los he visto. ¿Por qué me llevan de la mano bajo un sol increíble?”. Era un sueño de verdad. No era un sueño despierto. Y de pronto me di cuenta que eran los personajes de Los pañamanes. Cosas como esa me suceden. Cuando estaba escribiendo El hombre de paja, estaba soñando todo el tiempo con ahorcados y me despertaba gritando. Así que si el personaje es bueno, él se impone solito. Señora de la miel fue un rescate que hice de una cantidad de mujeres que hay por ahí, que sufren todo el tiempo, que los maridos les ponen los cuernos. Y un día una empleada me echó una historia tan larga que yo dije: “Voy a escribirles una historia bien divertida para sacarlas adelante”. –Entre esos relatos sobre mujeres hay uno que estremece por su cuidada ironía: el cuento “Mammy deja el oficio”, que ha sido antologado en varias oportunidades y que se encuentra en el libro La otra gente (1973). ¿Cómo contar la trivial y trágica historia de una mujer que no tiene claro su lugar en un mundo tiranizado por las convenciones sociales? Esa es una historia en la historia. Es la historia de la historia de la historia. Yo estaba en una fiesta de quince años. Cumplía la hermana de un amigo y mi amigo estaba muy contento, muy feliz. Pero la fiesta no se acababa nunca: esas fiestas que nunca se acaban. Me dice entonces: “Aquí en la esquina de la casa (era en Cali) hay un 14 AGUAITA V E I N T I S I E T E / D I C I E M B R E 2 0 1 5 sitio donde hacen un pandebono maravilloso. Camine y nos vamos a desayunar, porque esta fiesta no se va a acabar”. Nos fuimos a desayunar y una señora gordita, medio mona, nos atendió, nos dio café, y se sentó, y mi amigo se durmió, y ella empezó a hablar y hablar. Me contó “Mammy deja el oficio”. Es esa la historia de Mammy. Era una señora que tenía una cafetería, pero que había llevado una vida un poco extraña antes de establecerse. Me contó todo y ahí está en “Mammy deja el oficio”. –Mucho de casualidad en el origen de ese cuento y de sueño en otros, pero también mucho de conciencia narrativa, de precisión en la técnica de contar. Tengo una teoría: el texto escoge la estructura. Los personajes escogen la narración. Hay historias que sólo funcionan en primera persona; otras, en tercera persona. Otras funcionan a partir de los objetos; otras funcionan mejor desde la atmósfera. –“En relación con las mujeres de sus relatos”, pregunta uno de sus lectores que nos acompañan en esta mañana, “¿Fanny, se ha puesto en los zapatos de las que aparecen en sus cuentos y novelas?” En general, no. Yo soy muy prepotente como mujer, afortunadamente. Me ha tocado serlo, porque no tengo la estatura que quise tener, ni la belleza que quise tener. Me toca convencer a todo el mundo que soy lo último. Y la gente se lo cree, además. –En Bahía sonora, colección de cuentos de 1975, los personajes saltan de un relato a otro y reaparecen cuando menos los esperamos. ¿A qué se debe esta estructura? ¿Cómo ve hoy, después de tantos años, ese libro de “infinitas tardes calurosas y noches empapadas de yodo y de salitre”? Cuando nació Bahía Sonora estaba yo en un medio muy oral –San Andrés y Providencia–, donde los personajes eran unos primero y después eran otros, donde cada quien tiene una versión distinta de cada persona, como sucede en el fondo en la vida. A mí no me gusta que me cuenten lo que la gente dice de mí y yo creo que, en cierto modo, a nadie. Rojas Herazo decía algo absolutamente increíble: los amigos se lo inventan a uno. Han pasado ya varias décadas desde su publicación y, como me preguntaba un estudiante, creo que, entre todos los que he escrito, este sería el libro que yo salvaría del diluvio universal. Porque en un momento de mi vida en que cada vez que publicaba me caía todo el mundo –me decían de todo. ¡Cómo será que tuve que suspender el contestador telefónico! Me dejaban toda clase de horrores–; cuando salió Bahía Sonora, eso fue perfecto. El libro se vendió. Nadie me mechonió, nadie nada. Inclusive me invitaban hasta a cenar. No ofendí a nadie. Eso fue absolutamente encantador. Y me ha vuelto a pasar con Los encantamientos, porque cada libro tiene su personalidad; cada libro atrae gustos y disgustos. –En el caso de los personajes de Los encantamientos (2003), casi todos son artesanos, escritores, pintores o cantantes, y comparten, en mayor o menor medida, la pasión por la belleza y las adversidades del arte. Podría decirse incluso que es este uno de sus libros más optimistas. ¿Cree que hay alguna redención posible en el arte? ¿Una liberación en la palabra? Puede que la literatura no nos salve de nada, pero por lo menos nos libera del mal del siglo pasado, del si- AGUAITA V E I N T I S I E T E / D I C I E M B R E 2015 15 glo XX, y de todos los siglos, que es el aburrimiento. El mal que hace que la gente se deprima. En el fondo, todo es aburrimiento. La gente no sabe qué hacer ni con ella misma ni con el vecino. Y como ya no hay esos recursos que se tenían antes: el gallinero, el palo de mango, o lo que me contaba mi abuela: que hacían las compotas, que la señora tendía los manteles de tal manera… Por el contrario: todo el tiempo te están vendiendo un detergente y todo el tiempo te están vendiendo un líquido que quita todas las manchas. Te están vendiendo una crema que te va a hacer más guapa. Te venden que te cambies el color de cabello. La gente no usa su cuerpo, como dice el Evangelio, como un templo, como algo maravilloso, sino como una percha para productos, y la mente la usa como una percha del aburrimiento. La literatura, por lo menos en un veinte por ciento, nos ayuda a espantar la tristeza, el aburrimiento, y a ser más personas, más seres humanos. Menos perchas. –Fanny, ¿alguna vez imaginó qué tan lejos y por qué tan diversos caminos la llevaría la literatura? ¿Imaginó qué haría con todos los libros que alguna vez esperó contar? Cuando uno es adolescente y está escribiendo se siente más viejo que nadie y cree que sabe más que nadie: Homero es un señor ahí. Uno cree que es lo último. Pero sólo después se empieza a disfrutar otro tipo de cosas. Cuando yo comencé a escribir, tenía muy claro para dónde iba y lo sigo teniendo. Por eso, cada vez que puedo, publico un libro. Cada año. Cada diez. Cada ochocientos… Cuando me muera, que a la familia le toque ese tomate: “¿Qué vamos a hacer con todos los libros de Fanny?”. Cartagena de Indias, 15 de abril de 2015 16 AGUAITA V E I N T I S I E T E / D I C I E M B R E 2 0 1 5