Emancipación y Justicia: Un discurso de movilidad política para la

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Emancipación y Justicia:
Un discurso de movilidad política
para la construcción de ciudadanías en América Latina1
Zulay C. Díaz Montiel2
diazzulay@gmail.com
Álvaro B. Márquez-Fernández3
amarquezfernandez@gmail.com
Centro de Estudios Sociológicos y Antropológicos (CESA)
Facultad de Ciencias Económicas y Sociales
Universidad del Zulia
Maracaibo, Venezuela.
RESUMEN
En este artículo se realiza un análisis filosófico y teórico acerca de las praxis ciudadanas de emancipación política y de justicia
social, que surgen en gruesos sectores del pueblo latinoamericano como una alternativa a las formas represivas de la
racionalidad del Estado moderno. Se interpretan estas praxis como discursivas con capacidad para recuperan para el imaginario
social, los principios éticos de la justicia social; también, como una movilidad política fundada en las razones morales de una
ciudadanía que busca una mayor democratización del sistema político. No es una análisis de campo que pretende dar cuenta de
los diversos movimientos emancipadores de América Latina insurgentes y sus estrategias de luchas de clases o de partidos
políticos, frente a la “toma del poder”. El objetivo es ampliar el acceso democrático a los poderes públicos desde la teoría de la
deliberación y la consensualidad, sin perder la conciencia crítica del estado capitalista moderno. Desde esta perspectiva, la
emancipación puede ser considerada como un proceso socio-político que fractura la hegemonía y propende a los cambios
sociales que exigen los nuevos actores sociales en el espacio público. La justicia, será, por consiguiente, la recuperación de
principios de igualdad y equidad que le otorga a la ciudadanía capacidad para deliberar sobre los medios y fines del poder que
instaura el Estado, a fin de obtener una participación más directa y crítica acerca de los usos del poder. La fuerza emancipadora
que arrastra la movilidad política de la ciudadanía, originaria de los poderes populares o ciudadanos, permiten generar
alternativas en un espacio de interacción cívica capaz de suprimir los controles sociales del pensamiento único. El
reconocimiento a la diferencia y la pluralidad de identidades públicas, los derechos a la participación sin exclusión de los otros,
genera principios, juicios y valores de justicia social, que deben aplicarse distributivamente a todos. La praxis y el discurso de la
emancipación y la justicia, es una búsqueda permanente por la libertad; sobre todo, a la hora de formar parte de esa ciudadanía
que transforma la política y al Estado en un espacio incesante de rupturas y fracturas.
Palabras Clave: Emancipación, discurso político, autonomía, democracia, ciudadanía, América Latina.
Este artículo forma parte del proyecto de investigación No. 2, intitulado: “Justicia Emancipadora: Ciudadanía y Racionalidad Política”, adscrito al programa de
investigación: INTERCULTURALIDAD Y RAZÓN EPISTÉMICA EN AMERICA LATINA, inserto en la línea de investigación: Estudios Epistemológicos y
Metodológicos de las Ciencias Sociales del Centro de Estudios Sociológicos y Antropológicos (CESA), Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la
Universidad del Zulia y cofinanciado por el Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico, (Condes), LUZ, bajo el nº. CH-1067-2008.
1
2 Dra. en Ciencias Humanas. Facultad de Humanidades y Educación (LUZ). Profesora-Investigadora a dedicación exclusiva, adscrita al Centro de Estudios
Sociológicos y Antropológicos (CESA). Facultad de Ciencias Económicas y Sociales. Universidad del Zulia (LUZ). PPI: Nivel II. Maracaibo, Estado Zulia,
Venezuela.
3 Dr. en Filosofía (Panthéon-Sorbonne, Paris I, Francia).Profesor-investigador adscrito al CESA, LUZ. Director de la revista internacional de Filosofía y Teoría
Social Utopía y Praxis Latinoamericana (CESA-UZ), PPI: Nivel IV. Maracaibo, Edo. Zulia. Venezuela.
2
El pueblo, (…) “es el portador de una soberanía
que en principio no puede delegarse: en su calidad de soberano
el pueblo no puede dejarse representar.
El poder constituyente se funda en la práctica de autodeterminación
de los ciudadanos, no de sus representantes”.
HABERMAS, Jürgen. (1998). Facticidad y validez. pp. 383.
Introducción
Repensar el Estado desde las acciones públicas
Los tiempos de la política en América Latina, requieren de una recomprensión de la política en su “teoría” y
“praxis”. Es una distinción clásica, pero en absoluto banal. Sobre todo, cuando el significado teórico y práctico de lo
que es Política, sufre un cambio de sentido que tiene su origen en la emergencia de actores históricamente
invisibilizados; es decir, no reconocidos, en el desarrollo institucional y público del Estado.
Se trata de distinguir esos dos momentos de la política donde se generan las relaciones de poder y el
espectro de actores sociales que forman parte de ésta. Así, desde la teoría política se define el orden social como un
orden de poderes y de fuerzas. En lo que respecta a la praxis política, ese orden se produce y recrea por medio de la
acción participativa del pueblo o de la ciudadanía. Existe, luego, una correlación entre ambos espacios, donde el
poder se funda y desarrolla: el institucional-constitucional y el público-gubernamental. Aquél presupone el Derecho
que se cumple con la norma legal que consagra la representatividad del Estado, éste presupone el deber de producir
la legitimidad cívica que haga posible la realización del Estado a través de la consensualidad y la racionalización de
los conflictos (ROIZ: 1996).
El Estado es, en su génesis moderna, un orden coactivo-jurídico del espacio de la esfera pública que le
debe permitir a la ciudadanía más y mejores condiciones de vida y de participación en el poder. Sin embargo, esta
correlación de poder entre “teoría” y “praxis”, es decir, entre las leyes de Estado y la gobernabilidad pública, o si se
expresa en otros términos, entre el poder del Estado y el poder de la ciudadanía, no debería mantenerse en un sólo
sentido o univocidad por parte de los intereses del Estado. Este dominio del poder lineal del Estado sobre el orden
social, a partir de élites, grupos, partidos, de un sistema clasista, se encuentra en crisis. Está desapareciendo del
panorama político –a causa de la desobediencia civil, el movimiento insumiso y disidente, el desacato violento a la
represión- esa noción del Estado moderno que no cesa de reflejar el ideal absolutista del poder simulado por la
democracia representativa o formal.
Las nuevas identidades ciudadanas se ganan en las luchas por la inserción social que les permita a los
excluidos el reconocimiento de los derechos políticos que les han sido sustraídos por el orden de poder de una
economía que se yuxtapone al orden de la racionalidad política (BIAGINI: 2000). Esa desfiguración de la política por
parte de la economía neoliberal, desaloja al ciudadano de sus roles de construcción cívica. No es el ciudadano
proclamado por la leyes del Estado, en abstracción de sus roles políticos, el que se hace presente en este tiempo
histórico; es el ciudadano de “a pié” que deambula por el campo, el vecindario, el barrio, los cerros, la calle, que en el
aprendizaje de su movilidad política pone en evidencia la precaria institucionalidad democrática que le sirven de
sustento al Estado hegemónico.
Precisamente, estos movimientos-momentos de interrelación de las dos esferas no siempre se producen en
tiempos continuos y lineales, sino diferenciales y alternos. Cada vez menos, se acepta el Estado como un ente
legislador o regulador social de la ciudadanía capaz de imponer su direccionalidad. Esto es consecuencia de un
nuevo orden público donde la ciudadanía viene recuperando sus derechos políticos tradicionales y los amplía
significativamente, hasta llegar al punto de rebasar el orden legal del Estado por medio de la construcción de nuevos
poderes que estimulan la receptividad a la participación directa en la mayoría ciudadana.
El Estado sufre una desfundamentación teórica por medio de praxis sociales alternativas que puede
entenderse como la superación dialéctica de un Estado tradicionalmente autista en su concentración de poder para
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orientar lo público (HÖFFE: 1988). También se evita la falacia de la solicitud del Estado por “cambiar para que nada
cambie”, pues no se trata de consensuar relaciones de fuerza dentro de un marco institucional que no cesa de
reproducir el poder centralizador del Estado. Las nuevas fuerzas sociales se desfasan de esos nudos de poder
enquistados en el Estado, recreando otras relaciones de fuerzas que se alimentan de la crítica social y los programas
populares que surgen de una voluntad política y colectiva compartida.
Esa irrupción en Política de la ciudadanía excluida y convertida en marginalidad social, produce inevitables
cambios sincrónicos en los tiempos de desarrollo del poder de la política. Repensar el Estado desde las praxis
pública de la ciudadanía, implica una singular “revolución” en el ejercicio de los poderes políticos por parte de la
mayoría social, que deja de formar parte de la dirección hegemónica de la sociedad neoliberal, para asumir un rol
protagónico en la concepción y desarrollo de un modelo de Estado social mucho más democratizado por la pluralidad
de acción y participación.
La Política se convierte en otra Política, que deriva su legitimidad de la movilidad de las clases sociales
excluidas o marginadas, que ahora se hacen emergentes y visibilizadas por su participación directa en los
escenarios de elección, deliberación y opinión que se les había negado. Los aportes filosóficos y sociológicos que ha
recibido la Política para repensar políticamente el Estado social y la participación ciudadana en América Latina, son
indiscutibles.
Son diversas las agendas para participar que se abren en nuestra cultura política que merecen especial
atención. De éstas, dos son decisivas para la construcción del pensamiento alternativo: la emancipación y la justicia.
En palabras de GRAMSCI (1974); será el discurso de estas dos praxis lo que podrá romper el bloque hegemónico de
la sociedad neoliberal. En curso están esas movilidades políticas por parte de la mayoría de los excluidos, y su futuro
inmediato y posible, va a depender, en mucho, de la concepción del poder ciudadano que se construya y de las
mediaciones institucionales a favor de una participación directa, donde todos adquieran sus identidades en un
espacio de pluralidad democrática.
Política y discurso emancipatorio. Dos momentos de la construcción de la ciudadanía
Pensar la “emancipación” desde la disidencia de los movimientos sociales, debe generar, consideran MILLER
y SALAZAR (2006), nuevos roles y cambios políticos en la formación de la participación ciudadana. Lo nos invita a
preguntarnos: ¿Cuál “autonomía” y qué “democracia” son necesarias para orientar y canalizar los reclamos de los
ciudadanos y ciudadanas en el ejercicio de los poderes públicos del Estado?. A diferencia de tiempos pasados, en la
actualidad, el activismo político de las clases sociales excluidas viene a resignificar el sentido de la política del
Estado social por medio de otras relaciones sociales de participación y decisión más cónsonas con sus propias y
genuinas necesidades públicas y privadas.
Poco a poco se ha obtenido una conciencia política y una praxis de movilidad social para actuar, que
permite reproducir y compartir otras prácticas sociales con capacidad de reacción y respuesta frente a los poderes
hegemónicos enquistados (económicos y administrativos) que caracterizan a las sociedades neoliberales de la
Modernidad. No se pretende obtener una respuesta única; por el contrario, la diversidad de los espacios políticos es
tanta como la diversidad de participantes, donde emergen nuevas identidades colectivas y otras se descubren en su
novedad cultural e histórica, a la luz pública.
Es importante, entonces, al hablar de “emancipación”, entender que, en su acepción política, es una
práctica pública que reclama la libertad para otorgar a los pueblos el derecho a su autonomía, a su capacidad para
crear una voluntad común; que en su acepción social, es una convocatoria popular que le permite a la ciudadanía
crear y producir sistemas o modos de deliberación exentos de coacción, suficientemente abiertos como para poder
hacer de la democracia algo más que un sinónimo de “fuerzas sociales en pugna”. A través de la deliberación y el
consenso, es que se logran construir las nuevas prácticas discursivas de los actores y movimientos sociales en su
intento por producir las transformaciones del Estado hegemónico. Los discursos de la ciudadanía, sus diversas
procedencias de intereses y necesidades, ponen a prueba el ideal emancipador que alienta otra política para fundar
otro modelo de Estado, a partir de una concepción de la pluralidad ciudadana y la distribución de los poderes más
igualitaria y justa para todos (RESTREPO: 2001). Precisamente, se trata de profundizar y develar el orden fáctico de
ese ideal filosófico de la política, desde la praxis social de los ciudadanos en el espacio público. El Estado es poder,
pero el poder del Estado no se debe autoproclamar desde un discurso impuesto u obligado (MENDEZ: 2004). Es un
poder conferido por medio de la ciudadanía que debe gozar de una “emancipación” que le permita el re-desconocimiento del poder a través de su capacidad para cuestionar el poder.
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El discurso emancipador en los escenarios homogéneos de la política, se plantea desde un proyecto
ciudadano que pretende la realización de la justicia social. Para ese logro, se busca enfrentar la exclusión a través
de la transformación de las jerarquías de poder del Estado, interviniendo desde la acción ciudadana el orden del
poder instituido. La posibilidad de nuevas creaciones discursivas para comunicar e interpretar la historia institucional
de los poderes, es el eje fundamental de un proceso de crítica teórico-práctica sobre las fuentes normativas,
partidistas, clasistas, de los poderes políticos, ya que se trata de incorporar otra racionalidad política que guié, en
sentido emancipador, las acciones y actos por medio de las cuales el colectivo ciudadano irrumpe la hegemonía que
censura o encubre la discusión de los asuntos públicos de interés general para todos. Unas prácticas sociales de
este tipo redefinen los discursos sociales que entran en consenso y disenso con el poder político, desde otras
perspectivas de participación que tradicionalmente eran consideradas de escasa representatividad institucional para
el Estado y su gestión de políticas públicas.
Si lo que se busca es una sociedad más justa, es necesario librar esta lucha por la emancipación a través
de la movilidad y la participación política. El sentido de movilidad política, es consecuencia de una vanguardia del
pensamiento antihegemónico que emerge de la ciudadanía y que tiende a quebrar el control social impuesto por el
Estado; el sentido de participación política es la respuesta que resulta de la movilidad, en cuanto que se entiende
como la experiencia directa de vida en el cambio de la sociedad de clases a través de una democracia donde el
espacio público está en manos de la ciudadanía de la que se compone. Se asiste a un proceso orgánico de
reorganización poliestructural de los poderes del Estado, donde el poder se ejerce desde las instancias públicas y
cívicas donde éste se legitima por medio de la consulta popular. La movilidad y la participación son dos caras de la
misma moneda de la acción política, que dotan a la política del poder popular que reside en la ciudadanía.
Estas nuevas relaciones emancipatorias, son las que van a dar a luz la necesaria racionalidad discursiva y
crítica que, en sociedades como las de Nuestra América, deben ser dirigidas a enfrentar la exclusión, el hambre, la
pobreza, la injusticia y la desigualdad, entre otros problemas no menos importantes, que se acrecientan por el
desarrollo de la sociedad de mercado y de intercambio de capital, donde la condición humana de los ciudadanos es
de podredumbre y miseria constante. El discurso que nos interesa destacar y sobreponer a los discursos
neoliberales del Estado, es este: el análisis y la interpretación de la realidad latinoamericana pasa por situar los
problemas estructurales del Estado en sus puntos más críticos de deslegitimación política. Sólo en ese punto de la
fractura de su movilidad política, es que el discurso de la emancipación logra su propósito de concientización social
en la ciudadanía.
El logro de auténticas transformaciones socio-políticas del Estado neoliberal, hace posible que los roles
políticos de ese modelo de Estado puedan ser minimizados o suprimidos, por el contra discurso de quienes hacen de
la exclusión una forma de protesta, desobediencia, rechazo, impugnación, rebeldía, insumisión, protesta, y nunca
más como una condición permanente de sometimiento y dominación (HIDALGO: 2000). El excluido de nuestras
sociedades, está apareciendo desde su conflictividad política, social y económica, a crear un nuevo momento
histórico; irrumpe contrahegemónicamente en su condición de excluido de la argumentación, reclamando desde su
razón moral el derecho de dar sus razones (DUSSEL: 1994). Se trata de millones de latinoamericanos sumidos en la
miseria y la muerte inminente, que no están dispuestos a renunciar a esta praxis de movilidad política.
Se hace menester, entonces, la construcción de un nuevo orden sociopolítico que debe necesariamente
incluir al excluido de la “comunidad de comunicación”, es decir, de la dialogicidad del discurso de la política. Es la
recuperación de estos actores sociales y ciudadanos públicos en su ser otro, por sus diferencias; el reclamo a unos
derechos de equidad e igualdad que reconozcan el respeto a su condición humana. Por lo que es urgente aprender
a socializar la disidencia, la diversidad, la diferencia, a través de un discurso donde prevalezcan los valores de la
solidaridad y el respeto que como seres humanos nos debemos los unos a los otros, sin distingo de clases, razas o
religiones.
Este es el desafío a una exigencia mayor que cualquier otra, pues se trata de poner en consideración el
valor moral y ético de los ciudadanos en el espacio de interacción de la política, donde el poder de la política se
cuestiona permanentemente y donde se deben evitar los radicalismos políticos y las ideologías anarquizantes. Se
podría afirmar con escaso margen de error, que este es un espacio “emancipador” donde la actuación de los
ciudadanos puede permitir la construcción de ese momento de la política donde se asume la identidad originaria
frente a la pluralidad del otro. No es fácil asumir este compromiso de las prácticas políticas del poder en una relación
represiva del poder de la política del Estado sobre la ciudadanía.
Vistas estás prácticas políticas por parte del discurso de la hegemonía del poder del Estado, amplifican su
nivel de intolerancia con el propósito de que la esfera de la política nunca se convierta en un espacio de re-encuentro
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y reconocimiento con los otros. De antemano ese plano de la libertad para la convivencia queda anulado. Para estas
praxis emancipatorias, entonces, consideradas por parte de la ciudadanía en su conjunto social -es decir, en su
colectividad, sin sesgos o discriminaciones, como pueblo-, el sentido emancipador del poder se hace presente en el
activismo del ciudadano en su condición de coparticipe de los poderes públicos. Es necesario hacer esa advertencia
y distinción: un rol muy diferente es el que cumple el poder del Estado normativizado como poder represivo o
coactivo, en la construcción de la democracia representativa; y, otro, es el rol que cumple el poder en su génesis
pública que recurre a la participación directa de los ciudadanos en su conformación e institucionalización de la
democracia coparticipativa. La distinción es específica con respecto al espacio de emancipación donde transcurre el
poder de lo normado, para producir los cambios en la estructura del poder ciudadano que es inherente a las
relaciones y prácticas discursivas que éstos desarrollan para comprender el significado pragmático de la política. Es
decir, los fines de la democracia son fines para todos, sin exclusiones.
La incorporación del otro, en el espacio del poder político, se convierte en principio de inclusión social. Es
necesario incorporar al “otro”, ese “otro” negado y por negado invisible. La exigencia moral más fuerte es la de ver el
“rostro del otro”, más de una vez identificado en el pobre, el desasistido socialmente, el negado que ha estado fuera
de la totalidad social (Ibid: 22). La única manera de asumir su exterioridad es experimentando el encuentro con él,
aproximarse a él.
En este orden de ideas, hay que acuciar el proyecto de la “emancipación como discurso de “movilidad
política ciudadana”. Es un proyecto político de compartir la vida con ese “otro”, que inmerso –según afirma Dusselen un mundo que me resisto a obviar por su evidente apariencia, se presenta como lo que es: “otredad”. No habrá
justicia social mientras no profundicemos nuestro conocimiento en la experiencia del “otro”. Y profundizar acerca del
conocimiento de quién es el “otro”, implica, pues, defender el principio de justicia política con el que sostener
procesos emancipatorios se convierte en una praxis autónoma de ciudadanos que dentro de procedimientos
democráticos buscan la verdadera pluralidad social.
La idea de justicia social pasa inexorablemente por la tarea de preguntarnos, repetimos, acerca de: ¿Cuál
democracia y qué autonomía hay que establecer en Latinoamérica para lograr la transformación del espacio público?
¿Cuáles son los mecanismos, procedimientos y reglas a instrumentalizar para legitimar un nuevo orden social que
nos permita reconstruir el proceso democrático desde la ciudadana? O lo que es igual decir: ¿Cómo re-construirnos
como miembros de una sociedad cuyas formas de vida se sustenten en una praxis ciudadana emancipadora que nos
incluya a todos?
La justicia emancipadora para América Latina: el camino para la integración popular.
La realidad Latinoamericana (Cfr. WEFFORT: 1991), nos lleva a considerar que no sólo la justicia mediante
el discurso práctico podría emanciparnos. La solución de los intereses en conflicto requiere ir más allá de la fuerza
de los argumentos. Sí, es cierto, necesitamos del consenso de los involucrados, empero, no es menos cierto, que
dejando de considerar nuestra condición de dominados y tercermundistas, estamos obviando nuestro sui géneris
mundo de vida como realidad cultural que condiciona nuestras posibilidades de emancipación.
Ampliar el horizonte para interpretarnos a nosotros mismos, requiere de decisiones morales que inspiren
actitudes solidarias. Somos pueblos a los que se les hace urgente enfrentar el reto de considerar a aquel “otro”,
sumido en el hambre y la exclusión, que ha sido y es negado por la hegemonía política del Estado neoliberal. ¿Cómo
pretender, entonces, consensuar con quien está ausente e inexistente de facto y que hoy reclama por sus derechos,
por su inclusión en el espacio público? La verdadera justicia social, no tiene otra alternativa que crear el camino
político para incluir al renegado; sólo así, podemos crear una realidad más justa para todos.
La perspectiva común de la realidad que queremos hay que fundarla, puesto que al carecer de ella, no hay
argumentación que pueda superar la desigualdad y falta de solidaridad. Para Rawls (2004: 471), p. ej., transformar el
orden social sólo puede ser posible llevando a cabo el bien de la comunidad a través de los principios de justicia.
Dándose una profunda oposición de intereses podemos lograr la integración social a través de la convicción de crear
una sociedad que actúe en el espacio público y consolide su orden, en base a principios justos que guíen la
convivencia.
Es propicio hacer notar en este momento, que el desarrollo de la justicia social y política depende de la razón
moral4 con la que los sujetos deben enfrentar la responsabilidad de sus actos. Esa razón moral, es la que configura
4
Se usa razón moral como razón resolutoria en términos equitativos e imparciales de los conflictos interpersonales, de clase y/o de cualesquier otra índole.
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la concepción de la justicia intrínseca en las normas morales que cada individuo se impone a sí mismo, como
resultante de esa dimensión moral compartida con otros en sus relaciones intersubjetivas.
Conviene, según Rawls, reafirmar el sentido de justicia como regulador de las relaciones humanas entre seres
morales, libres e iguales, para elaborar las bases de dicha relación, entendiendo, que todo principio justo al que se
podría adherir intersubjetivamente cualquier persona racional, está dado por la autonomía que sólo se define en la
aceptación de condiciones que mejor expresen su naturaleza humana, consideradas éstas como libertad,
imparcialidad e igualdad, desde la diferencia de cada ciudadano. Es así, como la independencia intersubjetiva con la
que cada quien fija una concepción de lo justo sobre bases razonables, se funda en la autonomía que define la
objetividad con la que actuamos guiados por principios que desearíamos que todos siguiéramos para adoptar en
común el punto de vista general adecuado (Ibid: 469).5
En este asunto se debe destacar lo que afirma Rawls, cuando propone una lectura intersubjetiva del concepto
kantiano de autonomía: actuamos de modo autónomo cuando obedecemos aquellas leyes que podrían ser
aceptadas con buenas razones por todos los afectados sobre la base de un uso público de la razón. Quiere decir
entonces, que en un Estado democrático de derecho, se necesita el ejercicio del poder político de ciudadanos
autónomos, que acepten en tanto que libres e iguales, las normas que rigen la comunidad de convivencia a la que
pertenecen, bajo procedimientos democráticos que la legitimen.
Así pues, la autonomía política de los ciudadanos, es indispensable e insustituible para legitimar las leyes que
rigen nuestra vida en común. Sólo podríamos ser autónomos, políticamente hablando, cuando seamos pueblos
capaces de crear las leyes a las cuales nos someteremos todos. El esfuerzo cooperativo que emprendamos debe
estar abierto a la crítica, de tal manera, que las interpretaciones resultantes sean consecuencia del uso intersubjetivo
de la razón.
La autonomía política de los ciudadanos generaría verdadera justicia política, en cuanto que el carácter moral
que la sostiene, sometería a la institución social, a las leyes y al Estado, a la crítica reconstructiva para un nuevo
orden social, discriminando, acerca de las limitaciones del Estado, para llevar a cabo la tarea que sólo el poder
político originario puede acometer en condiciones de justicia social.
La puesta en marcha de la autonomía política de los ciudadanos hay que traducirla en principios de justicia
con aplicabilidad práctica desde la crítica moral, fundando de esa manera, un nuevo espacio público donde se logren
distinguir las formas injustas de dominio, tanto económico como administrativo (HÖFFE: 2003:44-45). 6
La ciudadana en el nuevo orden socio-político: las estrategias de la nueva democracia participativa a través
del discurso emancipador.
Concibiendo el discurso político ciudadano como configuración de la crítica moral del Estado y las formas
jurídicas que a su vez configuran su estatus de poder, se hace plausible la consideración de retomar desde esa
crítica, los nuevos límites que ha de tener el Estado y que deben establecerse desde la actuación del poder
soberano del pueblo. Un poder, que no se puede dejar representar y ya con ello, puede limitar el poder del Estado.
Teniendo estatus jurídico la autonomía política de los ciudadanos, se puede generar el discurso moral como
praxis emancipadora que limita por su propia acción moral la acción del poder del Estado. Con argumentos
racionales, la justicia como discurso práctico-moral y con su carácter normativo fundamental, se constituye en la
base de la libertad y la solidaridad del pueblo, que frente al Estado, legitima con su praxis las normas de convivencia
pública, convirtiéndose así, en praxis emancipadora. Desde un punto de vista práctico-filosófico el discurso sobre la
justicia se impone por sí mismo. (Ibid: 49).7. Pero cuando de lo que se trata es de justicia política, atañe a ese
discurso la crítica al derecho y al Estado, rechazando la idea de ausencia de poder del Estado y por el contrario,
convenir en la de un poder justo.
“El punto esencial aquí consiste en que los principios que mejor se adecuan a nuestra naturaleza de seres racionales, libres e iguales, establecen por sí solos,
nuestra responsabilidad. De otro modo, es probable que la autonomía conduzca a una simple colisión de voluntades que se autoproclaman justas, y que la
objetividad origine la adhesión a un sistema coherente, pero individual”. Además: (…) “Si las normas morales tradicionales ya no son adecuadas y no podemos
convenir en las que han de sustituirlas, podemos, en todo caso, decidir, con un juicio claro, cómo pensamos actuar y cerrar el paso al que pretenda que, de una
u otra forma, alguien ha decidido ya por nosotros y que debemos aceptar esta o aquella autoridad.”
6 “Si se quiere realizar una crítica del derecho y del Estado bajo la rúbrica de la justicia política, ésta debe tener el significado de una crítica ética del poder. Con
ella se buscan las condiciones y criterios del poder justo, se distinguen las formas justas e injustas de dominio y se indican con argumentos morales los limites
de un Estado potencialmente omnipotente, el Leviatán.”
7 “Cuando se defienden los derechos humanos, cuando se persigue la liberación de un poder extraño o se aspira a un nuevo orden económico mundial, cuando
se exige una mayor capacidad de codecisión o un mundo habitable también para las generaciones futuras, estos objetivos, que constituyen en ocasiones fuente
de conflicto político, se basan de forma expresa o latente en una idea de la justicia. Estas demandas se dirigen sobre todo a las instituciones sociales y
expresamente a las formas jurídicas y estatales (nacionales o internacionales); se trata, por tanto, de una justicia política”
5
7
No se trata de instaurar un anarquismo político del ciudadano, de lo que se trata, es de que la cuestión de la
legitimidad de las reglas que guíen la convivencia pública, no se haga representar por parcialidad política alguna que
tergiverse lo que sólo el poder originario del ciudadano representa. La justicia política que la ciudadanía puede
instaurar, pasa por reconocer en primera instancia que sin Estado y sin derecho, desaparece su razón de ser. (Ibid:
51)8.
La acepción de autonomía política ciudadana que se propone, significa pues, negarnos tanto al dogmatismo
político como al escepticismo político. Al primero, nos negamos por su estricto sentido positivista y monolítico; al
segundo, por su falta de límites al poder del Estado y al derecho. En otras palabras, aludimos a que: no es legítimo
cualquier Estado basado en cualquier orden de leyes, sino, sólo el Estado que proclama el derecho justo. (Ibid: 53)9.
Se propone pues desde una actitud crítica, la necesidad de un nuevo orden socio-político, cuya garantía
pública se de, mediante la praxis del poder ciudadano (Ibid: 57-58)10. Las exigencias básicas de la justicia política:
pluralismo y solidaridad, libertad e igualdad, deben convertirse en la condición necesaria para consolidar la
convivencia humana dirigida por dicha praxis. Y en este devenir, Derecho, Justicia y Estado, son tres conceptos
fundamentales que deben ser tratados de manera conjunta para instituir el nuevo orden de la convivencia humana.
La autonomía política ciudadana habrá de considerar la crítica al poder político del Estado desde fundamentos
morales que legitimen y limiten su poder de coacción. Visto de este modo, la autonomía política ciudadana se
convierte en la perspectiva fundamental para la fundamentación de los nuevos principios de derechos humanos, a
incorporar, en las sociedades contemporáneas que padecen de déficit de justicia política.
La justicia política como concepto que necesariamente refiere legitimación de normas, procedimientos y leyes,
que se administran en una sociedad a través del ordenamiento jurídico y estatal, lo que debe cuestionar es la
legitimación de la aplicación de la coacción social, como limitante de la libertad ciudadana y demás instituciones
sociales. El dominio del Estado y el derecho deben ser justo; y para ello, es indispensable, en aras de proteger el
bien de todos y cada uno, formas de gobiernos democráticos deliberativos y un Estado de derecho que practique la
legitimación de sus actos.
Lo antes descrito, vincula la praxis socio-política de la justicia emancipadora con la crítica al derecho
positivo, ya que la actuación desde la autonomía ciudadana daría rango de derecho válido a lo que la jurisprudencia
positiva de antemano y muchas veces sin legitimación alguna, considera legítimo teniendo sólo un estatus legal. El
orden coercitivo del Estado y la ley, no constituyen per se un orden institucional justo. Por el contrario, las exigencias
de la justicia traducidas como libertad e igualdad, pluralismo y solidaridad, entre otras no menos importantes, deben
ser orientadas en su aplicación por los derechos legítimos de los que todos deben beneficiarse equitativamente.
Se trata de instaurar poderes públicos que distribuyan plenas garantías en el uso de los derechos ciudadanos,
experimentando con ello, que aprovecharse de los derechos de los demás y/o desconocerlos, constituye un beneficio
que no compensa la actuación de todo el que ejerce sus derechos en contra del derecho que los demás también
tienen. Al poder originario que porta el pueblo, le compete garantizar con su actuación la existencia real de la justicia
política.
Así pues, abogamos por un Estado que se constituye a partir de ciudadanos que legitiman su poder, que debe
estar al servicio de las limitaciones justas de la libertad (Ibid: 156-157)11. A través de un Estado de derecho que se
institucionaliza por medios democráticos del poder, el apoyo fáctico social es el único con capacidad de legitimarlo.
Frente al poder despótico de un gobierno, p. ej., el pueblo haciendo uso de su poder originario debe garantizar el re-
“Si el derecho y el Estado ya no son necesarios, la justicia política resulta tan inútil como las lámparas de gas en un mundo que sólo conoce la luz eléctrica.
“No es válida la imagen hobbesiana de lo político, puesto que con la legitimación se rechaza la total ausencia de dominio como principio de la sociedad y con la
limitación se excluye la posibilidad del absolutismo estatal. El lugar del Leviatán, que únicamente lleva insignias del poder, lo ocupa la Iustitia, cuyo símbolo de
dominio, la espada, está ya de antemano al servicio de la justicia.”
10 “Es decisivo un contexto sistemático que se puede formular en la siguiente triple hipótesis: si la comunidad humana debe adoptar una forma legítima, entonces
debe tener, en primer lugar, un carácter jurídico, en segundo lugar, el derecho debe poseerla cualidad de la justicia y, en tercer lugar, el derecho justo debe
gozar de la protección de un ordenamiento jurídico público y, consecuentemente, adoptar la forma de un Estado (justo). La tesis fundamental de la filosofía
política se puede formular también en la secuencia siguiente: 1) el Estado está obligado a ser justo, 2) la justicia política constituye la medida normativo-crítica
del derecho, y 3) el derecho justo es la forma legítima de la convivencia humana.” (…) “Sólo si se entiende la justicia en sentido jurídico y no como una categoría
ética individual y sólo si la justicia (política) se refiere a su materialización en un Estado, es posible mantener la tesis del positivismo jurídico y al mismo tiempo
evitar la consecuencia cínica de abandonar el derecho y el Estado al arbitrio de los gobernantes.”
11 (…) “Los poderes del Estado no se basan en un poder absoluto propio, sino que se derivan de la renuncia al poder de quienes son soberanos en un sentido
primordial y originario, quienes forman una comunidad de derecho. El poder del Estado es legítimo únicamente porque los límites de la libertad que suponen las
libertades fundamentales son beneficiosos para cada uno de ellos y porque todos se hallan en una situación mejor cuando hay un poder común que es
responsable de las libertades fundamentales. (…) “Sería iluso pensar en una justicia sin el poder para su ejecución, pero defender el poder del Estado sin la
justicia sería el cinismo del puro poder.” (…) “El lugar del Leviatán. Que sólo lleva símbolos de poder, lo ocupa la Iustitia, cuyo signo de poder, la espada, debe
concordar con los símbolos de la justicia, los ojos tapados, y la balanza, más aún, está a su servicio.”
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establecimiento de los valores y derechos fundamentales que la abierta y libre participación ciudadana, a través de
sus valores democráticos, hace concordar con la organización institucional socio-política.
Pero, ¿cuáles son esos valores democráticos que el poder originario del pueblo debe re-establecer? Y, ¿qué
democracia como sistema para gobernar las limitaciones de las libertades individuales y colectivas puede emprender
estas acciones?
En la actualidad, los pueblos latinoamericanos inmersos en la lucha por no seguir dejándose representar en
su originaria autonomía política, comienzan a recorrer un camino, que como bien lo dice el poeta, se hace al andar.
Las experiencias vividas, ante la mirada de lo ya conocido, traspasan los límites de un horizonte que expande sus
linderos y en el que se espera establecer los nuevos límites que han de ordenar el espacio socio-político. Touraine
(2006: 73), 12 lo expresa claramente cuando plantea que la sociología de los sistemas debe dejar sitio a una
sociología de los actores y los sujetos. El poder absoluto del Estado no tiene asidero frente a la renovada mirada de
quienes ya hastiados, comienzan a comprender que tener sociedades más justas implica instituir un nuevo orden en
la institución primera: La sociedad.
El nuevo orden social a instaurar, habrá de considerar consensuar las reglas, normas y procedimientos, que
hagan posible una nueva convivencia social, racionalizando esa nueva realidad que emerge de las ruinas del orden
anómico de la sociedad actual. La transformación socio-política, debe venir de los ciudadanos hacia el Estado (de
abajo hacia arriba), sólo así, podrá ser de-centrado el poder hegemónico del Estado y restituido el poder originario
que descansa en el pueblo, el cual debe actuar, en aras de defender su propio derecho.
¿Cómo pueden los ciudadanos defender sus derechos? La idea de una sociedad justa, pasa por dialogar
acerca de la razón de ser del Estado desde la libertad creadora de las relaciones intersubjetivas entre: Ciudadanos,
Estado y Sociedad. La posibilidad de neutralizar el poder administrativo del Estado, tiene viabilidad a través de la
intersubjetividad de la formación democrática de la voluntad y opinión pública. El resto de las alternativas, -p. ej., el
Estado nacionalista- imposibilitarían condicionar por parte del pueblo y desde la esfera pública, las decisiones de
coacción arbitrarias por parte del Estado.
A falta de límites en un capitalismo sin ciudadanía, o lo que es lo mismo decir, sin el desarrollo de una
ciudadanía política capaz de intervenir en las decisiones que instituyen lo social, sólo ha sido posible que los
compromisos y la solidaridad se monetaricen. Las relaciones Estado-ciudadanía están, casi por completo,
institucionalizadas bajo la expresión monetaria de la economía del capital. A los efectos, ciudadanía significa:
identificación con los contratos sociales entre empresarios, trabajadores y gobierno, con sus derechos y deberes a
menudo monetarios (WIM: 1998: 114). El ciudadano, personificado en el homo oeconomicus y transformado en el
“ser natural” de la humanidad, sólo ha logrado materializar su interés individual. Las virtudes como la solidaridad,
honestidad, hermandad, entre otras, al ser derivadas de su racionalidad instrumental, se convierten en
sentimentalismos y falta de objetividad.
Ante una época donde el capitalismo marca su nivel máximo alcanzado, -el capitalismo de organizaciones
globalizado- la ciudadanía puede unificar su poder originario para convertir la globalización en mundialización de los
derechos fundamentales y socio-políticos del ser humano, que parten de su voluntad política como praxis de una
justicia emancipadora. La transformación de la dominación del poder político-administrativo y económico en el que se
basa el Estado de la Modernidad, requiere replantear la concepción del concepto de ciudadanía como nuevo sujeto
de la democracia.
No debiera sorprender a nadie este análisis de la sociedad y del Estado hegemónico neoliberal, porque son
muchas las pruebas de su debilidad e ineficacia para lograr el desarrollo equilibrado de una humanidad y una
ciudadanía, en procura del bien común en un mayor estatus político de igualdades de oportunidades y de
condiciones de vida. La situación de crisis que afronta este modelo de Estado en la actualidad es una consecuencia
lógica del desarrollo tecnocientífico de la producción y de la caducidad de la democracia representativa.
El proceso de producción y de consumo ha terminado por generar un desequilibrio ecosistema desorden de
la vida, vegetal y animal, que pone en riesgo la supervivencia. Y el proceso de tecnificación de la política, genera una
deshumanización de los individuos sociales. Ello trae consecuencia gravísimas para la civilización humana. No es
posible continuar consintiendo la ideología desarrollista del Estado neoliberal, intentando hacer parte de un proceso
de expansión de capital y desarrollo tecnológico de tan alto riesgo para la conservación de la vida en este planeta.
Más todavía, cuando desde las perspectivas de cambios políticos presentadas por los movimientos sociales que se
El autor comenta que. “vivimos el final de la representación <<social>> de nuestra experiencia”. Por lo que: (…) “debemos cuestionar las categorías en las que
se ha basado la sociología clásica que ha llegado al final de su camino.”
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vienen gestando en la América Latina, presentan opciones y alternativas de cambio que puedes desacelerar
significativamente el dominio del capitalismo globalizado (BORON: 2007: 23).
Estas son las perspectivas y las reflexiones que contribuyen a la elaboración de un pensamiento más
emancipatorio y justo para América Latina. En ambos aspectos este pensamiento reclama la reinserción del Estado
en el orden moral de la racionalidad política donde se desarrolla la ciudadanía participativa. Es esa recuperación de
la política a través de la moralidad cívica de los ciudadanos con otro tipo de conciencia social, la que hace posible
que el acceso a una democracia más constituyente de valores de justicia, sea un ideal práctico para todos sin
excepción. La nueva participación de las clases sociales excluidas del orden de poder del Estado, es un hecho
irreversible en el tiempo.
El agotamiento de este modelo neoliberal de Estado social no puede cumplir con la ideología del mercado
como la panacea del consumo de las necesidades, pues se ha desvirtuado por completo por causa de la plusvalía y
la alienación económica. La propuesta de emancipación y justicia política que circula en nuestras sociedades,
propicia el desarrollo de la autonomía ciudadana en un marco de decisiones y opiniones democráticas que se basan
en el pensamiento alternativo, lo que evade y supera la unicidad y linealidad del pensamiento único. Las nuevas
identidades ciudadanas y culturales, que acceden a los nuevos espacios públicos de la política, responde a esa
urgencia histórica de desactivar los procesos hegemónicos del capitalismo neoliberal en su intento de globalización.
A modo de conclusión
La actual crisis del neoliberalismo, ha puesto en evidencia la insuficiencia del poder del Estado como
institución social capaz de imponer y controlar las decisiones públicas. Sobre todo, la injustificable racionalidad
económica de que es posible el bien para todos en una economía de mercado. De igual modo el principio
universalizador de que el Estado es uno y fuera de sus límites, no es posible pensar, menos convivir, y generar
movilidades que atenten contra su legitimidad. La idea de un Estado homogéneo o de totalidad cerrada,
necesariamente tiende a superarse por las propias dinámicas inciertas y desregularizadoras de los sistemas de
poder y sus representaciones sociales.
No existe un sólo actor o movimiento capaz de concentrar el poder en la unidad del Estado, pues a través
de éste pasan numerosas relaciones de poder que pueden entran en conflicto o contradicción con su sentido
teleológico. Es decir, desde la perspectiva crítica del Estado y de sus sistemas de poderes, se descubren y exponen
un plexo de relaciones subyacentes donde se encuentra más de un actor y de una movilidad social muy compleja y
divergente. Es esa la perspectiva de donde se parte para entender las diversas fuentes de movilidad que pueden
incidir en el Estado para su completa y radical transformación.
La trama de relaciones que signan al Estado, se produce y reproduce en el espacio público: escenario de
las representaciones sociales y del ejercicio del poder por parte del colectivo ciudadano. Se trata, luego, de construir
los procesos de participación social que permitan un acceso, cuanto más directo más decisivo, en esa trama de
relaciones de poder por parte de una ciudadanía tradicionalmente despolitizada.
Eso se logra por medio de un reclamo público de derechos humanos y políticos que permitan puntualizar la
vigencia o no de los principios democráticos que le sirven de soporte al Estado. Más de las veces, esos principios
universalista de la democracia formal, procedimental y abstracta, no concuerdan con las demandas sociales y
políticas de la ciudadanía excluida. Se trata, precisamente, de lograr formas de inclusión en estas tramas de poder y
representación, a través del discurso de emancipación y de justicia política, que sirve de movilidad a estas clases
invisibilizadas por la ideología de las clases hegemónicas.
En este artículo se han señalado las características de estos dos conceptos de movilidad política, con el
propósito de poner de manifiesto que los cambios sociales no son exclusivamente un resultado de las políticas
estatales o institucionales con las cuales el poder del Estado reformula o reforma su direccionalidad; sino, por el
contrario, que los auténticos cambios sociales responden a las sustantivas criticas que activan en la población,
pueblo o ciudadanía, unas estrategias de movilidad que penetran y desarticulan las estructuras de poder y
representación del Estado hegemónico.
Se trata, pues de advertir, ese espacio de interacción donde se desarrollan las praxis sociales dentro de un
espacio público donde es posible repensar y transformar la Política. Y en tal sentido, las estrategias de movilidad de
las que se valen los colectivos ciudadanos disidentes y opositores a la hegemonía, son capaces de interceptar los
núcleos de poder donde el Estado se reproduce orgánicamente. No es un proceso fácil ni predictivo. No es posible el
ensayo experimental en la sociedad en base a causa y efecto. La diversidad del tejido social, las tramas de
significaciones, las intersubjetividades de los actores en movimiento, impide prescribir normas de conducción válidas
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“científicamente” para un evento y otro. Muy por el contrario, se trata de una reflexión y comprensión de la realidad
social que parte de unos contextos de interrelación donde el sistema debe abrirse en su pluralidad. Lo que significa
que los escenarios de participación política por parte de la ciudadanía, se dan en una multiplicidad de espacios
relacionales que son necesarios estudiar en correspondencia. Sólo de este modo se podría obtener al menos, una
panorámica muy próxima de los cambios y transformaciones en los sistemas de poder y representación del Estado
hegemónico.
Por esa razón se ha insistido en este articulo, en presentar las estrategias de movilidad social y política, por
parte de la ciudadanía excluida, que plantean reclamos y solicitudes que permitan debatir públicamente cuestiones
inherentes a las prácticas emancipadoras y de justicia que deben darse en la sociedad a fin de permitir una oportuna
interpretación de las normas y principios democráticos con los que se legitima el Estado. Pero en ausencia de estas
prácticas públicas para la participación en las políticas públicas del Estado, es que se cuestiona su legalidad y
hegemonía. Los resultados no se hacen esperar ante la falta de respuestas y de la escasa ampliación de los
procesos de participación democrática a nivel de la pluralidad ciudadana. No es un Estado que propicie una
democracia de la inclusión, sino, por el contrario, se hace un uso ideológico de los principios y valores democráticos
por parte del poder del Estado.
A través de la participación en la deliberación, es que una ciudadanía identificada por el discurso
emancipador y de justicia política, puede formar parte de la construcción de una opinión pública donde se logren
decisiones colectivas dentro de un marco institucional socio-político que, a la vez, haga posible rebatir las formas
ilegitimas de influenciar en las decisiones públicas. Así, p. ej., el dinero y el poder de posición, jamás serán razones
que puedan justificar decisiones públicas legítimas.
Ejercer los derechos políticos desde la autonomía ciudadana, implicaría, pues, crear una nueva civitas que
construya decisiones colectivas a través del diálogo público, que busque dar razones fundamentadas con una idea
de justicia y bien común. A la autonomía ciudadana que reivindique el estatus del poder político ciudadano, le es de
suyo necesario, buscar procedimientos democráticos que tengan condición deliberativa. Las decisiones colectivas
para ser legítimas, necesariamente, deben estar respaldadas por razones que todos acepten como válidas.
En ese sentido, las formas democráticas a las que se pueden aspirar en la América Latina, requieren de una
participación ciudadana siempre mayoritaria, que entienda que las prácticas del poder tienen que darse en un marco
social y por ende institucional, donde convergen razones públicas que desde la libre deliberación pública se
acuerdan según un criterio de decisión que permita asumir el cumplimiento de los principios democráticos de la
Política, en una igualdad de participación válida para que todos, y que desde la experiencia de cada quien permita la
legitimación de los procesos. Es imprescindible, comenzar a entender que las decisiones públicas son colectivas, no
son decisiones de un grupo selecto de personas de la comunidad política, es considerar que las decisiones públicas
corresponde a la ciudadanía sin prescindir el arbitraje normativo del Estado.
Es necesario fundar el consenso social y político, desde un conjunto de razonamientos públicos que
permitan aceptar cualquier decisión que resulte de una discusión genuinamente democrática (ARAUJO: 2003: 31) 13.
Visto así, cualquier movilidad política que aspire a transformar al Estado en sentido emancipador y de justicia, debe
practicar una moralidad pública consecuente con aquellas reglas y normativas, legitimadas por ambas partes, y no
por una de ellas, como suele ocurrir a través del poder del Estado, como procedimiento para llegar a consensuar
decisiones políticas que satisfagan al colectivo social en términos razonables.
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“Incluso si yo no concordase con la decisión, la misma sería aceptable si su <<razón>> fuese parte del abanico de razones que yo aceptaría. Sin eso, ninguna
regla mayoritaria sería aceptable, aún cuando las personas disfrutasen de todas las libertades políticas para defender sus posiciones”.
13
11
BORÓN, Atilio (2007): “Crisis de las democracias y movimientos sociales en América Latina: apertura de
una discusión”, In: CHÁVEZ, Alejandra & SALAZAR, Robinson (2007): Voces y Letras en Insumisión:
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