Amad a vuestros enemigos

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AMAD A VUESTROS ENEMIGOS
(Lc 6, 27 ss)
Ref.: “A donde nos lleva nuestro anhelo. La mística en el siglo XXI”
Willigis Jäger
Desclée de Brower, Bilbao 2005
"Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a
los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en
una mejilla preséntale también la otra; y al que te quite el manto no le
niegues la túnica". Para nuestro sentido común esto es un idealismo
equivocado. Pensemos en los campos de concentración, en Afganistán,
en tantos actos terroristas en el mundo entero. El orden social no se
puede basar en una ética como esa: los malvados se aprovecharían y
dominarían. Un Estado social no podría funcionar de esta forma.
El amor del que se trata aquí no tiene nada que ver con la moral. No
conoce el "debes" o el "tienes que" y tampoco conoce promesas de
recompensa. Porque el que experimenta la vida en las cosas y en sí
mis-mo ya no podrá dañar a los demás, porque tiene una postura de
vene-ración ante todo lo viviente. Puede que el moralista levante su
dedo para decir: "¡Debéis volveros así!". Pero no tenemos que
volvernos así, porque somos así. Thomas Merton (1) lo expresó una
vez de esta manera: "De repente sentí como si viese la belleza secreta
del corazón, la profundidad donde no alcanza ni el pecado ni la codicia,
la criatura tal como es a los ojos de Dios. ¡Ojalá pudieran (las
criaturas) tan sólo verse como son realmente! Si pudiéramos vernos
mutuamente de esta forma, no habría motivo para la guerra, el odio,
la crueldad... Creo que el gran problema consistiría entonces en que
tendríamos que postrarnos para venerarnos mutuamente".
Esto suena muy elevado y romántico; como si hubiera en nosotros algo
muy especial, algo muy diferente que debiéramos venerar. Quizás una
religión puede expresarse así cuando cree que una persona es
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especialmente venerable, que representa algo muy especial y
destacado. Pero en el fondo esto vale para todo y para todos, porque
todo es santo. No nos podemos volver santos, porque todo es santo en
el fondo. Esto vale para nuestros coetáneos, los animales, los árboles y
las plantas. Shakyamuni prohibió a los monjes cortar plantas o árboles.
Esto tiene su origen en la postura fundamental de Shakyamuni frente a
la vida, porque para él los animales, los árboles y las plantas eran
sagrados. Los que han estado en Tailandia o en el Japón y han visto
cómo se apuntalan allí las ramas de los árboles de la manera más
inverosímil intuyen algo del respeto ante la vida.
Los sintoístas y los animistas tienen esta postura debido a su religión,
que a veces miramos con desdén. Probablemente conocéis las palabras
atribuidas al jefe de la tribu india de Seattle, contestando al presidente
de los Estados Unidos: "Debéis recordar, y enseñarlo a vuestros hijos,
que los ríos son nuestros hermanos, y debéis dispensar vuestra
bondad a partir de ahora a los ríos... El país nos es sagrado.
Disfrutamos de los bosques... Todas las cosas participan del mismo
aliento, el animal, el árbol, el ser humano... He visto mil búfalos
podri¬dos, abandonados por el hombre blanco, muertos a tiros desde
el tren que pasaba cerca de ellos. No entiendo que ese caballo de
hierro humeante sea más importante que el búfalo".
Los indios de Norteamérica, y también nuestros antepasados, se
disculpaban ante los árboles y los animales cuando tenían que
quitarles la vida para sobrevivir. Y también nosotros tenemos que
quitar la vida a vegetales y animales para poder sobrevivir. Forma
parte de la estructura del universo que lo menos desarrollado tiene
que servir a lo más desarrollado. Pero se trata de la forma en que lo
hacemos, esto es, si con nuestra acción expresamos el respeto que la
vida merece.
El esoterismo experimenta a los demás y a lo otro como perfecto, tal
cual es. También lo que los seres humanos llamamos deficiente, malo,
malvado, se expresa de esta forma y merece respeto, porque lo
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sagrado está integrado por todo lo que compone la vida. No se puede
dividir la vida en sagrado y profano. Pero nuestro intelecto no lo
comprende porque no es capaz de comprender que el amor verdadero
no tiene nada que ver con la moral, nada con "debes" o "tienes que".
El amor auténtico experimenta lo otro como perfecto tal como es,
porque el amor no puede pensar ni actuar nada malo. Solamente él es
capaz de ofrecer también la otra mejilla, sólo él puede dar también la
camisa cuando se le pide el abrigo. Si esta postura se basara en el
buen comportamiento según la moral, no sería auténtica. El amor
auténtico no puede actuar de otra manera porque experimenta la
unidad de la vida y se causaría a sí mismo el daño que infringe a otro.
Thich Nath Hanh vuelve a preguntar siempre en sus charlas:
"¿Podemos lavar cada taza y cada plato como si laváramos un recién
nacido?". Y san Benito aconseja a sus monjes: "tratad todas las cosas
como si fueran utensilios sagrados del altar".
Ese amor abraza también al contrario, o sea, a aquél que nos odia. Ve
en lo contrario y en lo opuesto la dinámica de la vida. No desea tener
padres perfectos, maestros sabios perfectos, una familia perfecta, un
Estado perfecto y una Iglesia perfecta. Ha comprendido que todo
incluye también lo contrario. Una frase jasídica lo expresa de la
siguiente forma: "Una persona se compra un abrigo de pieles en
invierno, otra se compra leña ¿En qué se diferencian? Aquél sólo
quiere abrigarse él mismo, este otro quiere dar calor también a los
demás". El místico compra leña, quiere dar calor a todos.
Cuanto más se madure en la vida espiritual, tanto más fácil resulta¬rá
aceptar lo paradójico y soportar las diferentes posturas adoptadas en
los conflictos. Se aprende a apreciar la totalidad y a reírse de muchas
cosas que parecen haberse malogrado. También se experimenta que la
alegría y el sufrimiento van juntos. Uno se da cuenta de que ambos
son capaces de enriquecer la vida y contribuir al crecimiento. Se
aprende a apreciar la unidad de nuestra danza existencial entre el
nacimiento y la muerte, a celebrarla y vivirla en paz y con serenidad.
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La vida espiritual no nos pide nada especial, aparte de permanecer en
comunión con todo lo que pertenece a la vida. Estar presentes en la
respiración, en el instante, en lo que hay en este momento. Porque
solamente allí se encuentra a Dios. Todo pensamiento y toda palabra
no son otra cosa que colocar un segundo sombrero sobre el primero.
Esto incluye, naturalmente, que nos aceptemos a nosotros mismos y
que vivamos en libertad. El carácter sagrado vale también para nuestro
cuerpo y nuestro entorno. La religión no consiste en la exigencia brutal
de practicar el ascetismo, porque ella es la vida misma. También la
aceptación de uno mismo brota de una profunda piedad para con la
vida.
(1). Citado según J. Komfield, A Path with Heart, Bantam Book 1993,
pág. 313.
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