Noviembre 2010 - José Lupiáñez

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EL FARO
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Noviembre 2010
NOVIEMBRE 2010
PLIEGOS DE ALBORÁN Nº 21
Hernández Quero: de nuevo en Granada
JOSÉ
LUPIÁÑEZ
Quien conozca al pintor Hernández Quero
sabe que es un artista muy poco dado a las
estridencias. Siempre habla en voz baja y evita
el grito porque descree de lo impostado y huye
de lo falso y del estrépito. No, no gusta del
ruido, ni del exhibicionismo con el que otros
se arropan para distraernos o llamar la atención y, aunque le apasione el teatro, abomina
de la pedantería altisonante y de la afectación
excesiva en el terreno de la creación estética.
Él prefiere pasar discretamente, sin bullicios,
sin grandilocuencias, con esa sobriedad que es
parte de su carácter, para abrirnos con calma,
con serenidad, con unción casi, las puertas del
jardín de su arte, que es un arte para la contemplación, para el ensimismamiento, para el
ensueño de la verdad y de su trascendencia. A
pesar de ello, no ha podido evitar el revuelo y
el interés que ha despertado en torno a su figura y trayectoria la amplia selección de sus
obras que, desde finales de septiembre se ofrece en las salas del Centro de Exposiciones de
Caja Granada, en Puerta Real, y que permanecerá abierta hasta el 20 de noviembre. Por encima de ciertos olvidos, de algunas ingratitudes y de otros rancios provincianismos, José
Hernández Quero regresa a su ciudad natal con
una colección en la que vuelve a demostrar su
magisterio indudable, para refrescarnos la memoria y avivar sensibilidades, a tenor de los
logros que no engañan y pueden admirarse,
fruto de toda una vida consagrada, por vocación y destino a la pintura, en el retiro de su
estudio madrileño.
Bien es cierto que no todo ha sido clausura
y apartamiento. A su entrega constante a la búsqueda minuciosa y a la conformación de un
lenguaje propio hay que unir el elemento cosmopolita, no en balde ha sido invitado a exponer en distintos lugares del mundo o ha llevado a cabo viajes a las grandes capitales del arte,
por motivos de estudio o para actualizar su memoria de clásicos y modernos. Por eso no podemos quedarnos sólo con la imagen del ermitaño recluido en su rincón, porque Barcelona, París, Londres, Roma, Viena, Berlín o Nueva York, entre otras muchas ciudades, lo han
visto pasear por sus calles y perderse por sus
museos o instituciones artísticas… Pero Granada, su Granada, de la que no se ha marchado nunca del todo, aunque fijara residencia en
Madrid, cuando obtuvo la Cátedra de Dibujo
Artístico en la Escuela de Arte y Oficios en
1970, por oposición y con el número uno;
Granada, digo, lo acoge de nuevo: por algo ha
sido y es uno de sus mejores intérpretes, y la
ciudad en sí y sus entornos, motivos recurrentes en toda su obra. Quizá sea este hecho el
que le ha impedido desvincularse de su cuna,
y es que la nostalgia o el recuerdo, le han llevado una y otra vez a definirla, a precisar su magia, a transmitirnos su encanto, sin dejar de
hurgar en su alma y traducir su misterio. Y
IZQUIERDA:
ALHAMBRA. ÓLEO
SOBRE LIENZO.
81 X 100 CMS.
2003.
(COLECCIÓN DEL
AUTOR).
EN ÉL SE PUEDE
OBSERVAR LA
RIQUEZA
EXPRESIVA
DE SUS
TEXTURAS
Y LA BÚSQUEDA
CONSTANTE DE
CALIDADES QUE
ES
FRECUENTE EN
TODOS SUS
TRABAJOS.
DERECHA:
EL PINTOR JOSÉ
HERNÁNDEZ
QUERO
EN SU ESTUDIO.
siempre con la morosidad del monje que, en
palabras de Sánchez-Mesa, «daba al tiempo la
trascendencia e importancia de la ocupación
responsable del propio trabajo como verdadera oración».
Decir de él que se trata de un pintor realista
es precisar muy poco, porque su realismo es
muy ambicioso, de tan aparentemente sencillo
y estilizado. Si uno se asoma bien a sus cuadros podrá observar a través de ese lenguaje
realista, con pulcritud de formas y elegancia
de trazos, cómo bulle una inquietud interior
que a veces lo escora –por citar dos extremos–
hacia lo matérico y lo geometrizante, o lo empuja a dramatismos más propios de un cierto
simbolismo turbador (véase si no es cierto esto
último en esa xilografía Sin título de 1963, de
unos árboles con sombras que esconden a una
madre y su hijo, o en el grabado titulado Paisaje, de 1965).
Pero su reino preferente es el de la quietud,
el del sosiego espiritual. En sus bodegones se
espiritualizan los objetos sencillos y el tiempo
detenido abre puertas al sueño, a las añoranzas, a las tristezas del alma. Siempre me acuerdo de aquellos versos de Lope, cuando estoy
cerca de su obra, «a mis soledades voy/ de mis
soledades vengo», porque sus figuras solitarias
en medio del paisaje, nos transmiten esa sencillez del alma desamparada en un universo de
formas, de naturaleza (campo, mar o ciudad),
de geometrías atemporales y fascinantes. Qué
cerca de lo abstracto ese realismo a veces (véa-
se el mar de Ceuta en Homenaje a Aróstegui),
y cuán empapado otras de aires orientales o
italianos su pincel (en Primavera de 2003 o en
Pozo de 1985) por dar noticia muy rápida de su
versatilidad y de las muchas vibraciones y matices que transmite su arte.
Sueña así el alma que sueña, ante los ondulantes horizontes de sus Casas de pueblo (1999),
de las Tierras de Ízbor (2000), del Paisaje blanco
(2001) o del Paisaje en ocre (2008), en los que la
geometría de los tejados a dos aguas de los pueblos recoletos o las ramas de un árbol, dialogan con las moles nutricias y escritas de los
montes; de unos montes que parecen detenerse en el umbral del caserío manso, lleno de ausencias. Qué misteriosas sus figuras vueltas de
espaldas, porque contemplan quizás otras dimensiones o se abisman en la congoja que
murmura el paisaje. Qué inquietantes esas ventanas abiertas al campo, con los objetos de la
vida diaria en el alféizar: las frutas, las jarras
vidriadas, los ovillos de la labor... Hay sí un
simbolismo en todo ello, un recado secreto que
se nos dice. A través del color, de la formas,
del Arte, en definitiva, el pintor comparte su
verdad, su experiencia, su sabiduría, con todos nosotros. Y en ese mensaje gravitan la doliente tristeza de la humildad, la incertidumbre de los presentimientos, el pesar por lo que
se nos va y él eterniza en sus lienzos: el tiempo, el tiempo que se ha quedado mirándonos
con los ojos enigmáticos y melancólicos de sus
figuras...
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Cultura / Arte
El niño que quería ser pintor
(José Hernández Quero)
FCO. GIL
CRAVIOTTO
DEL LIBRO
NUEVOS
RETRATOS Y
SEMBLANZAS
CON LA
ALHAMBRA
AL FONDO,
GRANADA,
2003
José Hernández Quero nació en Granada, en
el número 82 de la calle Molinos, en una casa
que ya no existe, el día 27 de noviembre de 1930.
Hijo de Rafael Hernández Barredo y de Dolores
Quero Ballesteros, ambos granadinos, fue el
séptimo hijo de una familia muy numerosa:
nueve hermanos.
Su padre vivía de la venta de aperos de
labranza –horcas, astiles, bieldos, hoces, carrillos
de mano, etc.–, que fabricaba él mismo. El taller
estaba en la parte final de la calle Molinos y desde
allí el futuro pintor vio pasar más de una vez a
Federico García Lorca y a otras personalidades
de entonces camino de la casa de Manuel de
Falla, en la calle Antequeruela Alta. Recuerda
muy bien una vez que Federico entró en el taller
a comprar unas tablillas. Ahora el pintor se
pregunta para qué querría García Lorca aquellas
tablillas, que le regaló su padre, que admiraba
muchísimo a García Lorca. ¿Para alguno de sus
teatritos? Quizás. Muchos años después –justo
en el año 67, cuando todavía nadie se atrevía a
hablar de él–, Hernández Quero, rememorando
aquellas vivencias de infancia, dedicó un sentido
homenaje a García Lorca en la Librería Afrodisio
Aguado de Madrid. Fue el primer homenaje que
se le rendía al gran poeta granadino dentro de
España. Todo un juvenil atrevimiento en aquella
época de censuras y miedos.
A los seis años empezó a ir a la Escuela del
Ave María, en la misma calle Molinos, en donde
aprendió las primeras letras. Allí conoció a don
Pedro Manjón, sobrino del fundador de dichas
escuelas, que de vez en cuando pasaba por las
clases para dar una charla a los niños. Recuerda
que eran unas charlas muy amenas. Don Pedro
sabía muy bien intercalar en la charla cuentos y
chascarrillos con los que hacía reír a los niños.
A pesar de sus pocos años, en seguida se dio
cuenta de una importante carencia de la escuela:
no había clases de dibujo. Como a él le gustaba
tanto dibujar se atrevió a decírselo a los curas
que al final terminaron haciéndole caso y crearon
una clase de dibujo.
Sin embargo todos los recuerdos de aquella
época no son tan placenteros. Los casi tres años
de guerra civil fueron los más penosos y tristes.
Un día, al salir los niños de clase, vieron aparecer
en el cielo varios aviones. Salieron corriendo
mientras en la calle Molinos y alrededores
comenzaron a llover bombas y metralla. José
Hernández Quero vio cómo a unos pocos
metros más allá de donde él estaba caía un niño
fulminado por una bomba. Este es un recuerdo
que no se le olvidará jamás. Otras veces, por
más que los adultos callaran y disimularan, oía
decir que a tal vecino o tal familiar se lo habían
llevado o, peor aún, que lo habían asesinado.
Ter minó la guerra con toda la cola de
atrocidades que llevaba consigo y llegó la
posguerra con su cortejo de hambres, piojos,
cartillas de racionamiento y campos de
concentración. Era tal el hambre que había en
la ciudad, que José Hernández Quero recuerda
que un día, al salir de la escuela, iba por la calle
comiéndose una rosquilla que le había
comprado su madre cuando, de pronto, apareció
un niño, más o menos de su edad, que de un
manotazo le arrebató la rosquilla y se perdió
ARRIBA:
PUNTA SECA,
GRABADO, 15 x 12 CM.
1984. (COLECCIÓN
DEL AUTOR).
ABAJO, IZQUIERDA:
COMPOSICIÓN CON
ABANICO BLANCO.
ÓLEO SOBRE LIENZO
(2001). DERECHA:
FOTOGRAFÍA
DE JOSÉ HERNÁNDEZ
QUERO, EN 1939
corriendo. Comprendió que aquel niño tenía
más hambres que él y ni se le pasó por la cabeza
perseguirlo. [...]
Fue en esa misma época o un poco después
cuando comenzó a despertarse en él, junto a la
vocación por la pintura, una gran afición por el
cine y el teatro. Siempre que podía iba al Regio
o al Olimpia –a «gallinero» naturalmente– para
ver aquellas películas en blanco y negro que eran
la delicia de pequeños y grandes. El problema
era que, aunque fuesen de gallinero, las entradas
costaban dinero y la familia –ocho hijos y el
padre solo para sacarla adelante– no andaba muy
sobrada de caudales. A grandes males, grandes
remedios. El niño Hernández Quero no se dejó
abatir por estas pequeñeces y en seguida
encontró solución a su problema económico.
Su gran recurso fue bautizar la leche. Sí, añadir
un poquito de agua a la leche que todas las
mañanas le mandaba comprar su madre. «Toma,
–le decía– ve a la Sevillica y compra un litro de
leche». El invento, que ya se le había ocurrido a
más de un lechero de la ciudad, consistía en
comprar solamente tres cuartos y completar
hasta llegar al litro en una fuente que manaba
no lejos de la lechería. Este cuarto de litro de
agua fresquita y nada contaminada le suponía al
niño un real de beneficio, un real que le permitía
ir al cine e incluso, de vez en cuando, al teatro.
También le permitía comprar papel y lápices de
colores para sus dibujos. Aquella fructífera
industria hubiese continuado produciendo
beneficios indefinidamente, pero un inoportuno
resfriado vino a complicarlo todo. Aquel día,
en lugar de ir José a buscar la leche, la madre
envió a una de las niñas. Fue decir la pequeña:
«Un litro de leche» y preguntarle la Sevillica:
«¿Cómo un litro? ¡Tu hermano se lleva siempre
tres cuartos!» Se había descubierto el secreto,
¡Santo Dios! Y con la cara de formalito que tenía
aquel niño.
Han pasado algunos años más. José
Hernández Quero ha terminado los estudios
primarios. Ya es un adolescente delgado y alto,
acaso un poco tímido, que vive con la irresistible
obsesión de siempre: ser pintor. Es algo que no
se le va de la cabeza. Ahora ayuda todas las
mañanas a su padre en el taller y por las tardes
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Cultura/Arte
ha empezado a ir a la Escuela deArtes y Oficios.
También va a clases de mecanografía en la plaza
Cuchilleros, pues el padre veía mucho más
porvenir en la máquina de escribir que en los
pinceles.
Las clases en la Escuela de Artes y Oficios
las consiguió después de insistirle muchísimo a
su padre que no veía el menor futuro a la
profesión de pintor. También le ayudó
muchísimo la colaboración de su madre que en
seguida intuyó que su hijo era un artista y, a
cada negativa del padre, siempre sacaba a relucir
el mismo estribillo: «Mira a Maldonado», le
repetía. Ante tanta insistencia, el hombre acabó
dando su brazo a torcer. ¡Si ahora levantara la
cabeza!
El primer maestro de Hernández Quero fue
don Joaquín Capulino Jáuregui, que en seguida
se dio cuenta de las dotes de aquel niño,
trabajador y tímido, y decidió ayudarle. Otro
de sus maestros fue Nicolás Prados López.
Estas clases de la Escuela de Artes y Oficios
se habían visto precedidas de numerosas visitas
–y el consiguiente aprendizaje– al estudio del
gran pintor Maldonado, al que siempre había
admirado.
—Los tres –dice él ahora– fueron los
iniciadores de mi carrera, a los tres debo algo, y
de los tres guardo un inolvidable recuerdo.
PORTADA
DEL
CATÁLOGO
DE LA
MUESTRA
PANORÁMICA
DEL ARTISTA
GRANADINO
ABIERTA AL
PÚBLICO
DESDE
EL 28 DE
SEPTIEMBRE
AL 20 DE
NOVIEMBRE
EN EL
CENTRO DE
EXPOSICIONES
CAJAGRANADA
EN PUERTA
REAL. LA
ILUSTRACIÓN
DE FONDO ES
EL ÓLEO LA
PEREGRINA
(81X100)
DEL AÑO
2007
José Hernández Quero y
la Casa de los Pisa
FRANCISCO
BENAVIDES
VÁZQUEZ
DIRECTOR
DEL ARCHIVO
MUSEO SAN
JUAN DE
DIOS (CASA
DE LOS PISA)
Retomar a Hernández Quero me hace
retrotraerme en el tiempo y recordar aquella
exposición temporal que mostró en el Centro
Cultural Gran Capitán allá por el año… Visité
su exposición, disfruté con su obra, saboreé sus
cuentos estéticos y, cuando todo reposaba en
mi mente, su catálogo llegaba como un agua
fresca a la biblioteca del Archivo-Museo San
Juan de Dios Casa de los Pisa. Aquel sencillo y
generoso gesto se iba a convertir en una dinámica nueva de enriquecimiento de la biblioteca
del Centro. A Hernández Quero le correspondía con una breve carta en la que le daba las
gracias por enviar su catálogo para la sección
de arte de nuestra biblioteca. En apariencia un
hecho aislado que, pasados más de diez años,
hemos vuelto a recordar ambos. Como el que
siembra con la incertidumbre de si cosechará o
no algún fruto, hoy me comenta Hernández
Quero que recibió mi carta con el agrado de
saberse comprendido. Me gusta pensar, soñar,
imaginar, buscar ese punto mágico o tal vez
providencial en este simple acontecimiento para
ver hasta dónde ha alcanzado a fecha de hoy la
relación de este artista con la Casa de los Pisa.
Mi colega y amiga María José Montañés, conservadora del Museo del Grabado Español
Contemporáneo de Marbella también es una
buena conocedora y admiradora de Hernández
Quero y a ella le debemos los inicios de la coquetería entre Hernández Quero y la dinámica
cultural de este Archivo-Museo. Sí, porque ella
nos puso en contacto, nos presentó y avaló recíprocamente, convencida de que nuestra relación fructificaría. Y así fue y así ha sido. Y lo
tengo que contar porque ella es tan humilde que
nunca reconocerá que propició y asistió a una
FOTOGRAFÍA
DEL ARTISTA
EN LA CASA
DE LOS PISA,
EN DONDE
SE CELEBRÓ
SU ANTERIOR
EXPOSICIÓN
EL VERANO
PASADO. LA
MUESTRA
ALCANZÓ EL
RECORD DE
CASI 19.000
VISITANTES.
AL FONDO
LA FIGURA
DE SAN JUAN
DE DIOS,
OBRA DE
HERNÁNDEZ
QUERO
apasionada y verdadera historia de complicidad
entre el pintor y el museo.
José Hernández Quero se ha acercado hasta
la Casa de los Pisa con la elegancia y sensibilidad
que lo caracteriza, como sólo los verdaderos
saben hacerlo. De ahí que en la introducción
del catálogo de la muestra celebrada recientemente en la sala de exposiciones del Museo me
atreviera a escribir: «He conocido a José
Hernández Quero, he desenvuelto con él los
pormenores de la producción de una exposición temporal, manejando sus publicaciones y
catálogos. En el desván del recuerdo iba despertando aquellas sensaciones que me interrogaron hace años tras contemplar su pintura. La
conjunción de ambas experiencias ha conformado en mí la idea del hombre íntegro que aúna
la cercanía con la grandeza. ¿Acaso deberían
estar reñidas?
Los dibujos de nuestro querido pintor expuestos durante los meses de marzo a septiembre en la sala de exposiciones temporales de la
Casa de los Pisa ha supuesto la vuelta de
Hernández Quero a Granada. Como él gusta
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Cultura /Arte / Semblanzas
hacerlo, periódicamente, sin ruido ni estridencia. Para todos ha supuesto una novedad, tras
conocer la globalidad de su obra, la maestría
con la que domina el lápiz para contar sus historias. ¿Dibujos?, sí dibujos dentro de otros dibujos. La obra concebida para esta exposición
es la suma de infinitos actos de paciencia que
armónicos conforman un entramado complejo
de pequeños trazos, círculos, figurillas
geométricas, manchitas… tal vez inspirado por
los encajes que como nadie teje de manera ficticia. Paisajes eternos, casas de cuento, frutas
dormidas en el otoño, ventanas apestilladas,
encajes y puntillas tras los cristales… todo ello
protagonista de un encuentro entrañable con
su público fiel y seguidor.
La exposición de H.Q. en la Casa de los Pisa
ha supuesto una ocasión renovada para reafirmarse en que las texturas y las formas las domina con la maestría del buen conocedor del siempre excelente maridaje de la trama y la urdimbre. Explorador, investigador, ensayista de nuevos comportamientos de las superficies interrumpidas por puntos y trazos que reinventan
la luz y los espacios.
Camilo José Cela «bautizó» a J. Hernández
Quero como «angélico pintor». Pedro
Quiñonero afirma que Hernández Quero «pinta cosas sencillas que son misterios muy hondos». El artista se consolida y se hace profundo
en su planteamiento con lo que Manuel Alvar
lo sentencia: «el arte de H.Q. viene del mundo
que nos rodea y desde él se evade hacia el más
allá». Claro que la serenidad y la sabiduría de
los años todo lo atempera y pone en su lugar,
así dijo Francisco Ayala: «la obra de H.Q. me
complace en alto grado y para mis ojos es un
grato descanso».
He compartido con H.Q. momentos íntimos
en el patio de la Casa de los Pisa, al amparo de
sus columnas y al arrullo de su fuente. Como
un interlocutor mudo he escuchado sus reflexiones y consejos. He visto su bondad y sabiduría
en unos ojos cristalinos, cargados de conocimiento y estética. He compartido proyectos y
deseos, fracasos y traiciones, emociones y recuerdos… con seguridad inspirados por la trascendencia de este lugar eterno que es la Casa de
los Pisa y que posee un magnetismo especial para
los hombres y mujeres sensibles, como así fue
para Juan de Dios y Dª Ana de Osorio. Tomar
conciencia de estar apoderándote de los minutos de H.Q. es una experiencia de egoísmo y
obscenidad con la que engulles lo preciado, convencido de que semejante oportunidad no se
repetirá.
Hernández Quero al acercarse a Juan de Dios
ha reparado en el cariño de su madre, en la grandeza de su figura y en el eterno amor de sus
gestos. Ha rememorado infinitas confidencias
y complicidades, desde los inicios de un eterno
coqueteo con lo estético y bohemio, hasta las
prolongadas esperas de remotas estancias en el
extranjero y reiterados viajes que conllevaban
la ausencia de lo querido.
Con este recuerdo de lo entrañable, cercano,
querido, granadino, ha reinterpretado los
«iconos» de la cultura de la hospitalidad, con la
valentía del que es sólido y firme. Los dibujos
de la portada y patio interior del Archivo-Museo San Juan de Dios están concebidos desde la
evocación, desde el recuerdo soñado por el ar-
tista. La honda carga espiritual de la Casa de los
Pisa la actualiza H.Q. desde la intuición de la
sabiduría. La verdadera efigie de San Juan de
Dios, que aglutina la idealización que del personaje se ha hecho a través de los siglos, la enriquece un hombre de nuestro tiempo dándole
frescura y actualidad, bebiendo de Pedro de
Raxis, Juan de Sevilla…
El prestigio de su obra retratística conquistado con personajes como Manuel de Falla, Juan
Ramón Jiménez, Ángel Ganivet, Juan Carlos I
o Federico García Lorca, se ve culminado al llegar este momento y contemplar el rostro de Juan
de Dios, el santo granadino. A todos ellos les
ha sacado su esencia artística, literaria, diplomática… y a Juan de Dios ha sabido infundirle
con mágicos trazos de punta de lápiz la sensibilidad con la que supo llegar hasta el corazón de
los hombres y mujeres de la Granada del siglo
XVI. J. Hernández Quero conecta con la esencia del Santo porque ambos comparten algo
vital: la sensibilidad.
Cuando me invitan a participar con este artículo en un homenaje a José Hernández Quero,
estamos en pleno proceso de desmontaje y
embalaje de su obra en esta Casa. Es el momento del balance, de la valoración.
El record de visitas se superó en poco tiempo con un total de 18.871 personas, pero el logro y la satisfacción ha sido la oportunidad que
nos ha brindado abriéndonos su corazón y, de
manera especial, a toda la gente joven que trabaja en este Centro y que comienza un duro
pero ilusionante trabajo en favor de la cultura
de nuestro tiempo. Siempre gracias D. José, amigo, MAESTRO.
El Pasaje
MAURICIO
GIL CANO
Hay lugares mágicos donde coinciden las almas
sedientas de la mística del vino, su comunión fraterna
y la conversación que emana de los espíritus etílicos.
Lugares donde los hombres nos despojamos de la
máscara o lucimos otra más efusiva y desenfadada.
Lugares con identidad propia, hecha por la solera de
los años, forjada en el transcurso de generaciones
que los han ido poblando e impregnando, de tal modo
que algo se ha quedado del alma de quienes los gozaron. Uno de estos lugares es El Pasaje, curioso establecimiento con dos entradas dispuestas en calles
paralelas, de manera que, atravesándolo, es posible
pasar de una a otra. Está ubicado, desde 1925, en el
mismo sitio de la calle Santa María o de la calle Mesones, según se mire –o accedamos– de Jerez de la
Frontera.
Entremos por Santa María. Un biombo en la puerta protege de miradas indiscretas. En su interior, nos
recibe un arco apuntado forrado de madera. Llegamos a la barra. Podemos seguirla a lo largo para quedar orientados hacia el otro acceso. Pero no salgamos todavía. Lo mejor es pedirse un fino Maestro
Sierra, vino de las bodegas del mismo nombre elaborado artesanalmente, siguiendo los procedimientos
típicos de Jerez. Aunque también es buena ocasión
para probar caldos viejos, en particular un palo cortado –ese vino raro que huele a amontillado y sabe a
oloroso– que es la joya de la casa.
No hay piedra preciosa que brille tanto como la
calidad humana. Alejandro es el joven que nos atiende con mirada amable y palabra delicada. Sus distinguidos modales van aparejados con su cultura: licenciado en Historia del Arte y documentalista. Ahí está,
dando el callo con su magistral psicología de barra.
Ha conseguido resucitar el tabanco, que tuvo su época
de decadencia. Hoy el local está remozado, sin haber
cambiado nada de su idiosincrático aspecto. Siempre lo frecuentó una excelente clientela, cuando el
INTERIOR DEL TABANCO EL PASAJE DE JEREZ (LINOGRABADO DE MORGADO)
corazón vivo de la ciudad palpitaba en estas calles. Y
ahora, pues sus parroquianos son señores que saben
estar.
Entre la diversidad de trabajadores que acuden al
Pasaje no podían faltar los camaradas de la pluma y
del pincel. Este lugar tan literario lo visitan poetas,
pero hay uno que va todos los días y, si falta, se hacen cábalas para adivinar dónde pueda estar y porras
para acertar si todavía es posible que venga. Ángel
Moreno –popularmente conocido como Nino– es
quien digo. Se pueden mantener con él conversaciones muy elevadas y gratificantes, de literatura o de
cualquier cosa, que ya se encarga Ángel de encontrarle la chispa al tema o de visualizarlo desde su pe-
culiar óptica humorística y poética. Tiene el corazón
del Príncipe Feliz de Oscar Wilde. Su admiración por
Poe o Baudelaire le imprime cierto halo de malditismo
a este bendito poeta inédito.
Nino me presentó a Morgado, autor del
linograbado que cuelga en una pared del Pasaje y representa al tabanco mismo. Sus ojos destilan una serena bondad. Cualificado artista, ha sabido captar la
esencia de este santuario vínico en una escena que
cuida los detalles. Su ejecución remite a los grandes
del grabado español. En la expresiva atmósfera que
crea se encarna la eternidad del instante. Otro principesco corazón, con quien resulta fabuloso compartir el vino eucarístico de los trabajadores.
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Cultura/Narrativa
Cuarenta años de un Nadal:
Libro de las memorias de las cosas
(Jesús Fernández Santos)
PATROCINIO
RÍOS
SÁNCHEZ
El protestantismo en España como tema literario es un fenómeno insólito, raro. Pocos autores se han acercado a él. En la novela contemporánea sobran los dedos de una mano para
contarlos. Sin embargo, los narradores que han
dado protagonismo a los reformadores o a los
reformistas en su obra son de primera fila.
En el siglo XIX, Pérez Galdós es el más relevante. Cuando todavía no era quien fue luego y
es hoy, escribió una novela que, sin embargo,
relegó al olvido por ser precisamente de temática protestante y nada anticlerical para con el sacerdote anglicano que la protagoniza, Horacio
Reynolds. Me estoy refriendo a Rosalía, novela
temprana. Al descubrirse algunos fragmentos
sueltos pertenecientes a Rosalía, se consideró que
eran parte de una fase preliminar de Gloria. Luego un investigador norteamericano, Alan Smith,
se encontró con muchas más cuartillas que unidas creaban la trama de lo que él mismo tituló
Rosalía. La editorial Cátedra la publicó en 1981.
Aparecía allí un clérigo protestante adornado de
cualidades extraordinarias que contrastaba con
los curas que otras novelas suyas iban a presentar. Temiendo la respuesta de la Iglesia, el joven
novelista prefirió no encontrarse de frente con
ella, así que dejó en su cajón el borrador Rosalía
y utilizó el envés de sus cuartillas para otros
menesteres creadores. No obstante, cambiando
lo que le pareció, esa primera narración daría
lugar a Gloria.
Clarín, en menor medida, dio también a la imprenta un palique titulado Diálogo edificante que
surgió con motivo de la polémica que planteó
en la sociedad madrileña y española la construcción y consagración en 1892 de la capilla protestante de la calle Beneficencia de Madrid, regida
por el ex-clérigo católico Juan Bautista Cabrera
Ivars, primer obispo protestante de España. El
palique es un diálogo entre la obstaculizada Capilla protestante y la inacabada basílica de
Covadonga a la que Clarín hace Catedral. Fue
antologado por Azorín en Páginas escogidas
(1917).
Ya en nuestro siglo serían Fernández Santos,
Juan Benet y Miguel Delibes los que entrarían
de lleno en el mundo de la Reforma protestante con la publicación de Libro de las memorias de
las cosas (1971), El caballero de Sajonia (1991) y El
hereje (1998) respectivamente. Fernández Santos recibió por esa novela el premio Eugenio
Nadal 1970. El hereje de Delibes ha gozado de
un éxito de ventas y de una buena acogida crítica. Su muerte reciente ha reavivado la lectura
de muchas de sus obras y hemos oído juicios y
valoraciones que estimaban en algunos casos que
su mejor novela acaso fuese la última que escribió, El hereje. En cambio, El caballero de Sajonia
de Juan Benet pasó sin disfrutar de una acogida
tan entusiasmada. Las tres novelas ofrecen un
resumen panorámico interesante porque Juan
Benet da el protagonismo al Reformador en
cuatro estampas y los otros dos a los seguidores de su Reforma en España. La de Fernández
Santos se refiere a la llamada Segunda Reforma, a la que comenzó en 1869; la de Delibes a
la primera, a la de Carlos V. Cada una de ellas es
sociológicamente diferente. Muñoz, personaje
relevante de Libro de las memorias de las cosas, establece esta diferencia cuando declara al reportero-investigador, que es una de las voces narrativas:
—Aquella primera, cuando Carlos V, fue para aristócratas y nobles. La mayor parte de sus consejeros y
ministros estaban de acuerdo con las nuevas ideas europeas. Hubo un momento en que el destino de España
estuvo a punto de cambiar, pero luego todo acabó, ya
sabe cómo. En cambio, esta Segunda Reforma, que
empieza prácticamente con la Constitución famosa, fue
una nueva reforma para pobres, para los económicamente débiles, como diríamos ahora, para gentes de medio
pasar. (336)
El aval del premio con que vio la luz Libro de
las memorias de las cosas lo ratificó la crítica. Por
ejemplo, José Domingo comenzaba su comentario en la revista Ínsula (núm. 294, mayo, 1971)
calificando a la novela «de insólita y rara». Luego añadía el adjetivo «bella», completando así
un tríptico de justa definición. Apoyaba sus calificativos de este modo: «Insólita por abordar
un tema hasta ahora virgen para nuestros novelistas […], rara porque ya es conocida la
impermeabilidad de nuestra novela actual a la
problemática religiosa», y bella por la melancolía, el sentido de la frustración y de la espiritualidad y por los «trozos descriptivos bellísimos,
no sólo de la dura naturaleza leonesa, sino de
los paisajes interiores de esos otros seres, españoles al fin y al cabo». Pero pasado un tiempo la
novela cayó injustamente en el olvido, como
otras del autor tras su muerte en 1988. Sin embargo es una novela que requiere un tratamiento menos desconsiderado del que se le ha dispensado hasta ahora, una vez que pasó el breve
fulgor del premio.
Tres fueron los motivos que le llevaron a Jesús Fernández Santos a componer Libro de las
memorias: las tumbas de unos protestantes que
encontró semienterradas en un prado de un
pueblo de León; la labor misionera de un protestante inglés que se asentó en el Páramo leonés, donde erigió sendas capillas protestantes
en las pequeñas poblaciones de Jiménez de
Jamuz y Toral de los Guzmanes; y en la ciudad,
la presencia de un entierro protestante a cuya
comitiva se unió. El novelista presenta la capilla
con esta elegante pureza descriptiva al comenzar la narración:
Es como un dado de paredes ocres, rematado por una
pequeña cúpula deslucida por el tiempo. Una valla cubierta
de pequeños tejadillos apenas deja descubrir el edificio coronado por ventanillos redondos como bocas de palomares.
Tiene también un balconcillo breve de madera mirando al
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Cultura/Narrativa
campo que allí mismo empieza, a las viñas, a punto de
brotar, y a aquel monte solitario […]. (7)
En el ambiente de la época en la que se
gestaba la novela se estaban produciendo acontecimientos religiosos importantes. Algunos no
debieron de ser ajenos tampoco al origen de la
novela: el Concilio Vaticano II, con el que se
empezó a hablar de los protestantes como los
hermanos separados, la Ley de Libertad Religiosa, obra del ministro Fernando María
Castiella, promulgada en 1967, y el IV Congreso Evangélico que fue celebrado en Barcelona
a finales de octubre de 1969 con el que los protestantes españoles conmemoraban, según dice
un personaje llamado Muñoz, «el centenario de
la Segunda Reforma Protestante en España, tras
el fin, por la Inquisición, de la primera» (233).
Junto a los acontecimientos anteriores, otros
más menudos pero igualmente de base histórica, como los enterramientos de los protestantes, las dificultades para la erección de la capilla,
los ataques a los colportores o difusores ambulantes del evangelio, etc., configuran el fondo o
cañamazo donde pone a andar Jesús Fernández
Santos a una Asamblea de Hermanos de
Plymouth, protagonista colectivo de la acción y
cuya característica existencial es el aislamiento.
La novela desarrolla la acción principal en el
periodo que empieza a partir de la promulgación
de la Ley de Libertad Religiosa y narra un doble
conflicto: el de algunos miembros de la Comunidad protestante de Hermanos con la institución a la que pertenecen y el de esta institución
como tal con la excluyente sociedad española
en la que se inserta de manera marginada. Ese
doble conflicto se encuentra simbolizado en los
muros o vallas que rodean la capilla, punto neurálgico de la existencia de los Hermanos, y que
tienen dos caras. Desde dentro, son muros
aislantes que expresan la vida volcada hacia el
interior que llevan sus apartados miembros. Pero
esos muros, por otro lado, son signo defensivo
del hostigamiento exterior que han padecido los
Hermanos. Tanto en el ámbito interior de la
Comunidad como en la sociedad española en
general se va imponiendo en los últimos años
sesenta cuando transcurre la acción principal un
creciente espíritu de secularización o enfriamiento de la vida religiosa. Esta indiferencia o tibieza causa crisis y aleja a aquellos miembros de la
Comunidad sobre quienes gravita, y al distanciarse de ella, mediante el quebrantamiento de
algunas de sus estrictas normas, están desvián-
dose del camino y metafóricamente saltando las
vallas aisladoras, quebrantando las reglas. Del
mismo modo, desde el exterior contribuyen a
derribar esas vallas la indiferencia común y la
tolerancia, producto ésta de la nueva realidad
emanada del Vaticano II y de la Ley de Libertad Religiosa que ampliaba los restrictivos
ordenamientos legales respecto de los protestantes en la España de Franco.
El lector descubre que detrás de este juego
de fuerzas en acción subyace una idea básica
con la que Jesús Fernández Santos sostiene la
narración: han llegado los tiempos en los que
no puede haber vallas que aíslen a los individuos respecto de las instituciones a las que pertenecen, ni a los grupos minoritarios respecto
de los mayoritarios dominantes. El espíritu de
los tiempos y la secularización rechazan el gueto
y demandan la apertura de los espacios, la caída
de los muros institucionales, restrictivos o defensivos, la libertad, para que cada individuo o
colectividad en sí mismos proyecten su existencia independientemente, sin tutelas coactivas.
Se ponen de manifiesto en la narración muchas de las características más identificativas de
Jesús Fernández Santos: la soledad y el apartamiento como tema, el pasado en la memoria, el
protagonismo colectivo como actante de la acción. Unido todo ello a la prosa limpia, eficaz y
con ribetes líricos, y a unas técnicas narrativas
muy afines al arte del cine, al que tan próximo
estuvo el autor, y en virtud de las cuales mezcla
planos diferentes en tiempo y espacio. Libro de
las memorias de las cosas es una novela
artesanalmente construida, que trasciende la
anécdota narrada y que, como dijo el profesor
Gonzalo Sobejano (Novela española de nuestro tiempo), debe ser leída tanto por el hombre religioso
como por el que no lo es. A los cuarenta años
de la concesión del Nadal, merece un rescate.
El año de Malandar
(Juan Villa)
JOSÉ VICENTE
PASCUAL
«Se realista... la narrativa española ya está
muerta, y bien muerta, por exceso de endogamia.
Es imposible (por mala) leer cualquier novela
que haya recibido un premio español, y así están las cosas».
Una amistad de esas que hay por el mundo,
concluía con tan deprimida frase, hace unos días,
una serie de correos electrónicos intercambiados
sobre este asunto tan peliagudo y en ocasiones
pintoresco de la muerte de la novela y parecidos sepelios en el panteón de la cultura.
Un servidor mantenía, y mantiene, que la narrativa no está más viva ni más muerta que nunca, sino donde siempre ha estado: en el trabajo
de muchos escritores, novelistas sobre todo pero
no todos, que se dan al oficio con las mismas
ganas, idéntica ilusión y la misma enajenación
platónica por «lo poético» que cuando tenían
diecinueve años. Esa literatura (narrativa), nunca estuvo en crisis ni lo estará, posiblemente
porque nunca ha estado en condiciones de permitirse otro lujo que el de sobrevivir con absoluta dignidad y brillantez en un mercado plagado (sensu etimológico), de zafiedad, ramplonería, impericia y, lógicamente, osadía. Vamos, por
lo claro: que una cosa es el panorama literario y
otra muy distinta el mercado editorial.
Sin afán de enrollarme demasiado, diré que
aquellos debates por correo electrónico sobre
la mala salud de la literatura me hicieron evocar
una ocurrencia soberbia del dibujante, poeta,
COLECCIÓN UMBRAL, ED. PARÉNTESIS
escritor y articulista Soria, quien fue mi vecino
en época que, de tan lejana, puedo recordarla
perfectamente. Algo achacoso, un poco vencido por la edad, me lo encuentro al cabo del tiempo de paseo por la calle Recogidas de Granada.
«¿Qué tal va la vida?», le pregunto. Y él respon-
de: «La vida, de maravilla, imparable, radiante y
desbordante, como siempre. Otra cosa es cómo
nos va a algunos vivientes». En el fondo se trata de la misma polémica. La literatura, la narrativa española y en español va como siempre:
excepcionalmente bien. Otra cosa es cómo le
vaya a los autores de novelas merovingias, gótico-vampíricas, códigodavinianas, seudobiografías de testas históricamente coronadas, superlativos enigmas mágico-religiosos, cronicones
galdosianos (por supuesto, sin medio gramo de
la maestría de Galdós), y otras bobadas que se
perpetran en la industria del libro y se pregonan pimpolludas en pleno delirio de halitosis
comercial. A la industria de la impresión y venta masiva de libros (aunque de libros tengan el
nombre y la forma), puede irle bien, regular o
mal. A la narrativa, como es de lógica, siempre
le irá como corresponde a lo que es: el arte de
conmover por el sencillo recurso del argumento y los personajes. Y un poquito de estilo, que
nunca viene mal.
Se están preguntando ustedes a qué viene esta
larga parrafada introductoria, y es el caso que
yo también me lo pregunto, y la única respuesta
que encuentro es que, por encontrar, felizmente he encontrado una novela de raro (por lo escaso) valor literario; y la euforia me lleva a la
tecla y... bueno, así salen estos artículos, tan largos como un día sin que nadie nos de un beso.
La novela de mis dos o tres últimos insom-
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SANLÚCAR, LLEGANDO A LA PUNTA DEL MALANDAR. UNO DE LOS MEJORES HALLAZGOS DEL AUTOR ES «LA CONSTRUCCIÓN DE UN ESPACIO
LITERARIO (DOÑANA), QUE LATE EN MANOS DEL LECTOR Y LO ENCANDILA CON SU FULGOR DE ATLÁNTICAS LUCES...»
nios se titula El año de Malandar, y está escrita por Juan
Villa, caballero de quien sé lo que dice la solapa del libro: es profesor de instituto y antes de éste, del que enseguida les hablo, ha publicado tres libros más. El año de
Malandar es su última obra. Un hallazgo. Precisamente
por ser un hallazgo, lo más probable es que muy pocos
lectores descubran esta novela (por más que sus acertados editores lleven a cabo una encomiable labor de difusión). Y precisamente por ser un hallazgo, pueden
imaginar que no se trata de un novelón sobre la guerra
de los cien años y cómo los cátaros perdieron el Santo
Grial en la batalla de Agincourt y entonces llegó la Inquisición y la chica judía se enamora del templario errante. No, por Dios. Hablamos de novela. De una magistral
novela. De modo que comenzaremos de nuevo.
Hace calor en Doñana, en Punta del Malandar, donde
un joven teniente de carabineros es destinado en 1930,
justo un año antes de la proclamación de la Segunda
República. También hace calor en Madrid, convulsionada por los acontecimientos que han de precipitar la caída de la monarquía. A través de las cartas de una amiga
–deliciosas crónicas sobre el Madrid prerrepublicano–,
Alberto, militar instruido en la Institución Libre de Enseñanza, demócrata y comprometido con el futuro de la
nación, tiene noticias de aquel Madrid bullente donde
los intereses de clase determinan el enfrentamiento ideológico en una España que, muy decidida a estos menesteres, se dispone a precipitarse al vacío, el horror y la
muerte. De ese Madrid, abocado a la mayor crisis histórica vivida en nuestro país, Alberto, el teniente de carabineros, recibe noticias a través de esas cartas de su animosa amiga Connie. Alberto habita un espacio diferente, sometido a la lógica ancestral de una civilización anclada en el pasado. Sin embargo, la dimensión humana y
percepción emocional del entorno causan el mismo desasosiego: el estallido de la vida, la naturaleza, las pasiones, el deseo y el amor, abren brecha en la crisis del personaje, convirtiéndolo en uno más de los seres que transpiran y embeben ese aura de vitalidad y tragedia en
entornos alejados de la civilización al uso. Yo creo que
uno de los hallazgos más sobresalientes de la novela de
Juan Villa es éste, la construcción de un espacio literario
(Doñana), que late en manos del lector, lo encandila con
su fulgor de atlánticas luces, la exuberante vegetación,
los animales salvajes agazapados, los contrabandistas casi
igual de salvajes y todavía más agazapados entre las du-
EL ESCRITOR ONUBENSE JUAN VILLA
(ALMONTE, 1954), AUTOR DE LA NOVELA
nas y el matorral, el calor omnipresente, el sudor, el destilar de la codicia y la turbación de la belleza encarnada
en un personaje memorable: Bárbara, extranjera en todo
lugar.
Juan Villa tiene la virtud, y desde luego posee el don,
de informar sobre ese mundo bullente y cálido, en ocasiones desbordante, torrencial en las impresiones sensitivas, a través de una prosa medida, exacta y trazada con
impecable estilo, tal como escribiría un ecuánime teniente
de carabineros, educado en instituciones tan selectas y
dadas a la disciplina intelectual como la Institución Libre de Enseñanza y la Academia Militar. Llama la atención, por la habilidad con que va imponiéndose en la
narración, el contraste entre el entusiasmo republicano
que rezuman las cartas de Connie y el escepticismo en el
que poco a poco va instalándose Alberto, como contagiado por el espíritu de vaga intemporalidad e indolencia propios del lugar donde habita. El teniente de carabineros intuye que todo aquel frenesí madrileño, donde
se entrecruzan presurosos los nombres de Azaña,
Indalecio Prieto, Berenguer, Ortega, Primo de Rivera,
Alcalá Zamora y tantos otros involucrados en la vorágine política de la cotidianeidad, sólo ha de conducir a
una espantosa tragedia, la de todos los españoles arrojándose unos contra otros, es decir, al precipicio de la
Historia, en un a modo de solemne, tumultuario y vibrante suicidio colectivo. Alberto, cada vez más ausente
de tales convulsiones, se refugia en anhelos mucho más
al alcance de la mano (la adoración por Bárbara, el asombro renovado por su tío «María José», las andanzas de
don Antoñito...); anhelos tan poderosos en su corazón
como para la incombustible Connie son la caída de la
monarquía, la república, la revolución. Una idea exquisitamente elaborada, inteligentemente contada, ronda toda
la novela sin que lector llegue a divisarla en su completa
nitidez (como es de lógica, las buenas novelas no nos
dicen lo que tenemos que pensar, pero insinúan lo que
deberíamos deducir): por más que Madrid se agite, por
mucho que crezcan los ímpetus renovadores, revolucionarios, y por mucho que pervivan el pasado y sus ritos
en la conciencia de seres anclados a tiempos obsoletos,
al final, los seres humanos seguirán siendo lo mismo
que son, sujetos a las mismas ambiciones, sueños, temores, triunfos y fracasos. Y esa idea, aquí expuesta con
cierta simplicidad, hay que saber desarrollarla con carácter y categoría. Y Juan Villa sabe hacerlo.
En fin, porque a esto habrá que ponerle fin: un
gratísimo hallazgo esta novela.
Qué va a estar muerta la narrativa española... qué va a
estarlo. Los que están muertos, antes de nacer, son esos
pestiñazos a medio hornear, escritos por novelistas a
medio hervor, que se cuelan en el mercadillo como si
fueran delicias de Santa Clara. Esa literatura sí está en
crisis, como el país; y no por falta de recursos económicos o empleo, que de lo último hay de sobra en cada
casa de cada aspirante a best-seller y a salir en La Noria,
sino de talento y ganas de, al menos, aprender la O por
lo redondo. Pero como aprender ni es fácil ni se regala,
pues a esa literatura de tapas brillantes le falta todo lo
que colma de elegancia y buen genio a El año de Malandar.
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Cultura/El Canto del Urogallo
PORTADAS
DE LAS OBRAS
COMPLETAS
COMENTADAS
Conjuros
contra
el estío
PEDRO
RODRÍGUEZ
PACHECO
Ha sido un verano feroz; si las temperaturas
siguen aumentando en su media como los entendidos pronostican que ocurrirá, temo que sea
incapaz de resistirlas y me ocurra como a mi
padre, que sucumbió ante la extremosidad del
verano de 1973… He intentado conjurar tales
demasías con la lectura de algunos poemarios
de reciente aparición: Réquiem, de Rilke; Poesía
reunida de W. B. Yeats; La música del desierto de W.
C. Williams; Poemas, una selección de Coleridge;
Barroco, de José Luis Rey; Mi vida social, de Justo
Navarro y, principalmente, Trivium Poesía 19562010 (Editorial Funambulista) de Enrique
Badosa –enviadas generosamente por el gran
poeta catalán– y las Obras completas (Elmet, Granada) del granadino Rafael Guillén –
dispendiosamente pagadas de mi bolsillo de
pensionista–. Entre las del catalán y el andaluz,
han sido 2.472 páginas de magnífica poesía, de
estupendos versos, de verdad y autenticidad
creativas, lo que tanto echo de menos en estos
días de agobio y de desplome…
Entre los suplementos que habitualmente consulto, sólo Trivium de Enrique Badosa, ha sido reseñado, y lo ha hecho, en ABC Cultural, el inefable profesor y crítico Luis García Jambrina.
Jambrina –otro García más–, hace una reseña inane que contrasta con otras suyas encendidas y entusiastas a cualquier poemario de sesenta páginas de cualquier geniecillo de esta ínsula extraña que llamábamos España y en la que
los adjetivos y ditirambos nos dejaban perplejos, una vez leídos los poemarios en cuestión
por él tan exaltadamente saludados.
Los procedimientos críticos de Jambrina son
de una rústica simplicidad: si el libro sobre el
que opinar es de obligado cumplimiento por el
medio (ABC atiende con fidelidad a sus colaboradores y Badosa lo ha sido en su Edición de
Barcelona), el crítico asume la reseña obligatoriamente, con la frialdad y escepticismo con la
que un funcionario despacha una instancia; si,
por el contrario, se corresponde a uno de libre
disposición –y de la cuerda–, el crítico se desata
y la genialidad es lo mínimo que sobre el
poemario se dice. En la reseña sobre Badosa el
sistema utilizado es el sí, pero no… Así se dice
que Badosa «es un poeta destacado de la Generación o Promoción de los 50», pero a continuación se añade «que su figura fue quedando
un tanto al margen, tal vez algo eclipsada por el
núcleo duro de su generación». Se pudiera pensar que Jambrina recicla al Carlos Bousoño de
la Teoría de la expresión poética en su capítulo referente a su teoría del sistema «engaño-desengaño» que, por cierto, nunca compartí en su aplicación al poema de Manuel Mantero «Encuen-
tro de Luis Cernuda con Verlaine y el demonio», de tal manera que, en una sucinta relación
de los libros de Badosa al nombrar su bellísimo
Mapa de Grecia (1979) lo despacha sucintamente: «es su libro más reeditado; en él se funde el
mito clásico y la realidad para darnos cuenta de
su espíritu y de las raíces de su tradición». Podría dar más ejemplos, pero el que sigue es importante: al hablar de su primer libro, Más allá
del viento (1956), deja caer con una displicencia,
casi disculpatoria, que en el mismo «demuestra
un hábil manejo de algunas formas métricas
como el soneto», pero hurta añadir que,
publicándose el poemario en unos años en los
que las formas métricas tradicionales eran consustanciales con la época y siendo un primer
libro, los sonetos a los que alude son de una
belleza, vigor y resolución, impresionantes…
Finalmente, un elogio solapadamente obvio
cuando termina su reseña: «He aquí la obra de
un poeta que confiesa no tener biografía. Y es
que su vida verdadera está en sus versos»… Pues
claro, señor Jambrina, eso es una redundancia
si está haciendo la crónica de un poeta auténtico, de raza, espléndido, diferente, es decir, de
los que se pasan por el arco del triunfo opiniones cicateras y manifiestamente mejorables
como las que aquí cuestiono.
Pero esta es la crítica sectaria que nos llevó a
los de la Diferencia a rebelarnos contra la cicatería y la menesterosidad crítica. ¿Qué entiende
Jambrina por «el núcleo duro de su generación»?
¿El Círculo de Barcelona canonizado por
Castellet en sus antologías de 1960 y 1961? O,
acaso, ¿Claudio Rodríguez, Francisco Brines,
Ángel Crespo, Ángel González…? ¿Y qué podemos entender por ese núcleo duro, incuestionable? Yo lo siento, para mí son más incuestionables
poetas como Badosa, Paz Pasamar, María Beneyto,
Alfonso Canales, Eladio Cabañero, Mariano
Roldán, Julio Mariscal, Manuel Alcántara, Antonio Gamoneda, Manuel Mantero, Jaime Ferrán,
Julia Uceda, Fernando Quiñones, Los hermanos
Murciano, Julio A. Egea, Reyes Fuentes, Aquilino
Duque, Soto Vergés, Rafael Guillén… Sin ellos,
¿qué significación tiene la poesía española de los
años cincuenta? Lo mínimo que podía esperarse
es analizar las causas por las que tantos fueron
eludidos. Y en esto consistió la Diferencia: la defensa, el procurar el sitio, la atención de quienes
habían sido marginados por esos núcleos duros
de las coyunturas estéticas. No éramos una tendencia más como así nos entiende el propio
Badosa en sus Epigramas de la Gaya Ciencia, éramos la sublevación contra las tendencias, la defensa de esta independencia de escribir según
las potestades creativas de cada cual, esa liber-
tad que, paradójicamente, defiende la del poeta
catalán y que son las mismas que dieron razón
y significación a quienes desde la Diferencia las
defendíamos.
Tal vez a un exégeta la obra de Badosa le cree
problemas en la datación de los poemarios, dado
que las intenciones se superponen. Para mí resulta genial esta convivencia porque significa un
universo creativo en ininterrumpida expansión,
en plena solicitud de temas, formas, tensiones
sensibles con la pervivencia intacta de los grandes motivos inherentes a la personalidad humana del poeta. Son los caminos, siempre abiertos, que le permiten, sin lastres paradigmáticos
ni cánones restrictivos crear necesariamente esa
luminosa verdad que llamamos poesía.
Poemarios como Baladas para la paz, En román
paladino, Dad este escrito a las llamas, Mapa de Grecia, Epigramas confidenciales, Parnaso funerario, o,
insuperablemente, por su emoción, belleza y
serena escritura Marco Aurelio, 14 en el que, con
todo su esplendor, acontece esa particularidad
distintiva, diferencial de la delicadeza, la que
según Rimbaud fue la causante de la pérdida de
su vida. No quiero terminar sin destacar, dentro de sus modos y temas escriturales su faceta
viajera en la que desarrolla, en donaire de Lope
de Vega, el hermoso «oficio de mirar», de mirar, sentir lo mirado y trascenderlo en memorables versos tan magistralmente escandidos; y así
sus Cuadernos de las ínsulas extrañas, Cuaderno de
Lanzarote, Cuaderno de Barlovento o la sugerente
Relación verdadera de un viaje americano. Dice el
poeta «he de dejar también escrito en limpio /
qué mar ojos adentro navegué».
En esto consiste, admirado Enrique Badosa
la Diferencia, en poner en valor y excelencia lo
que «los núcleos duros» han postergado.
Parecidas circunstancias, relativas a la difusión y
merecimiento de su obra, son las del granadino
Rafael Guillén. Aparece su Obra completa, tres monumentales volúmenes –dos de versos y uno de
prosa–. Como Badosa, pertenece a la generación
de los 50. El tema de las exclusiones, postergaciones y ninguneos, merecería reflexión aparte porque, a estas alturas, ninguno de los excluidos en
las nóminas áureas se da por aludido y basta leer
las notas biobibliográficas o las cronologías vitales
y profesionales al uso, para percatarnos de la importancia y significación que, según ellas, tuvieron en cada momento. Hay un brevísimo poema
de Guillén en su excelente poemario Límites intitulado «El dilema», dice así: «Ser aparente sólo, o
ser posible. / He ahí el dilema.» Límites está fechado entre 1968 y 1970, es decir, los tiempos de exclusión y postergación, los que quedan perfectamente reseñados en la «cronología» que antecede
a su obra completa. Pero el poema que destaco de
Límites es de pausada reflexión porque nos sumerge en la angustia de aquellos creadores andaluces
de los 50: o ser apariencia de las coyunturas o ser
la posibilidad de otro tipo de creatividad: la luminosa y la universal, pese a correr el riesgo de las
postergaciones. Sobre su obra me remito a la magistral introducción que le hace Mª del Pilar
Palomero… Ah, si toda la crítica se hiciera de
manera tan sabia, tan meditada, tan exigente y sobrada de recursos sobre los textos y atendiendo a
los contextos. Todo el corpus incandescente de la
obra poética guilleniana, Palomero lo borda
soberbiamente, de manera tan magistral que uno,
para significar la extraordinaria obra de Rafael
Guillén, se siente incapaz de superar las cotas críticas alcanzadas y traslada toda la responsabilidad
de exégesis a la palabra sacra de Mª del Pilar
Palomero.
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