la boda de la infanta Eulalia con su primo hermano Antonio de Orleans, hijo de Montpensier y de María Fer­ nanda, del cual acabó separándose legalmente. Pero leámoslo de la pluma de la misma interesada: „Mi marido, en solo seis años, había derrochado en francachelas, amoríos y aventu­ ras, la fabulosa suma de casi cincuen­ ta millones de francos . . .” que, en gran parte, salieron de la „lista civil”, nómina del Estado por la que la nación pagaba sus „servicios“ a los reyes y a sus populosas y prolíferas paren­ telas. D errotada por la revolución del 69 y en el destierro, Isabel, según su hija, recordaba a España y no le eran aje­ nos los dolores que a la nación le pro­ ducía J a política de los generales que continuaban perturbando la vida na­ cion al.” Isabel II no volvió a ser reina de España, aunque desde el Palacio de Castilla, su residencia en París, a través de su hija mayor Isabel -la famo sa „C h a ta ” -, que se constituyó en can­ cerbero de su hermano m enor el rey Alfonso XII, continuó influenciando e, incluso, perturbando la vida política nacional. Pasó Amadeo de Saboya sin tener tiem po apenas para enterrar al general Prim, que lo im portó de Italia. Pasó, también, como un meteoro, la prim era república y, como consecuencia del „pron u n cia m ie n to ” en Sagunto del general Martínez Campos, Isabel II ab­ dicó en su hijo Alfonso que reinó efí­ mera y rom ánticam ente, pues la mu­ erte, que le había arrebatado a su p ri­ ma María de las M ercedes con la que se había casado seis meses antes, se lo llevó a él poco tiem po después, en plena juventud. Nació tarde y murió temprano. Hijo postumo, nacido des­ pués de haber muerto el padre, de su segunda esposa -otra María Cristina, como la de Fernando VII, tam bién reina „go b e rn a d o ra ” o regente- vino A lfon­ so XIII. De los entresijos de las „M e m o ria s“ de la Infanta Eulalia se encapa una visión de lo que debió ser la desgra­ ciada y frustrada vida conyugal de Isabel II.“ . . . Errabundo — dice de su padre Eulalia —, perdido unas veces en los cam inos italianos, en Bélgica otras, siem pre distante, mi padre casi no había existido para mí. Ya viejo, cuando se comenzó a sentir solo y había mucho frío en su torno, solía acudir a París, visitando a mi madre y a nosotras. Poro nos era dolorosa­ mente extraño, ajeno, aquel hombre menudo y fino que tenía unas manos bellísim as y un hablar dulce que no encontraba eco en nuestro corazón. Ni un recuerdo, ni un sim ple detalle 32 que se tiñera de em oción, nada lo unía a mí. Era una orfandad dolorosa la mia. Habíamos sido ajenos el uno al otro y se hundió en las sombras dejándom e apenas el recuerdo de sus manos, que nunca fueron paternales, y de su voz, que, tan suave como era, jamás tuvo palabras de cariño para „mi.' u Alfonso X III Observadora atenta y perspicaz de la vida española de su época, la infanta Eulalia, tia de Alfonso XIII, caracteriza asi a la España de 1902, año en que asciende al trono el últim o de los Borbones: Perdidas las colonias, se deshizo un sueño falaz de poderío ro­ m ántico y la vida española reaccionó hacia un realism o un poco cruel, pero necesarísimo. Se comenzó a tratar de rom per con las ataduras del pasado y ese m ovim iento de renovación nacio­ nal co in cidió con la mayoría de edad de Alfonso X III.“ Formidable coyuntura, pensamos no­ sotros, para un monarca joven capaz de interpretar y de encabezar ese „mo­ vimiento de renovación nacional“. Pe­ ro mal educado desde su nacimiento, heredero de los vicios ancestrales de su familia, se constituyó como un ob­ stáculo para el desarrollo de España y, en consecuencia, enfrentado a ge­ neraciones mas inteligentes y cultiva­ das políticamente que las que con­ frontaron sus antepasados, acabó con las últimas reservas que la monarquía como régimen y los Borbones como dinastía podían ofrecer al pais. De hecho, la caida o, mejor dicho, la de­ fección de Alfonso XIII, significó y si­ gue significando el fin irreversible de la monarquía en España. Cuando unas rutinarias elecciones m unicipales acusaron un notable in­ crem ento de la influencia de los repu­ blicanos en la voluntad nacional, A l­ fonso XIII. consciente del significado del hecho y asustado de las responsa­ bilidades contraidas durante su reina­ do, abandonado por quienes hasta entonces habían sido sus instrum entos incondicionales en las intrigas pala­ ciegas, por los generales que se ha­ bían prestado a cam bio de entorcha­ dos — Franco fue un beneficiado apro­ vechadísim o en el liberal reparto de los mismos — a ser los peones en el insensato, hum illante y catastrófico juego de las guerras de Marruecos, y por los políticos que se avinieron a representar el papel de comparsas en el coro de payasos que ponían en es­ cena los reales y chuscos sainetes de don Alfonso de Borbón, menos g ra cio ­ sos que los de don Carlos Arniches, abandonó España y fam ilia después de autodeterm inar su exilio y dando lugar, casi por real decreto, a la precipitada y prem atura proclam ación de la se­ gunda república. Para quienes, influenciados por los falaces leyendas que los reaccionarios y fascistas han te jid o en torno de la república y de los republicanos, tienen de ellos una imagen antipática o un c riterio adverso, es conveniente que abram os una vez mas el libro de „M e­ m orias“ de doña Eulalia. ¡Vaya! — me dijo el Rey Alfonso, riéndose - , te has tornado muy pesi­ mista en este viaje; ¿o es que te has vuelto republicana? . . . ¡Republicana! Siempre que en la Corte española se decía algo que se separara del c ri­ terio predom inante, o se opinara libre­ mente, o se expusieran realidades, surgía la palabra como un mote. No cegarse, no tener en los ojos una ven­ da ni en la boca una mordaza, era ser republicana. ¡Republicana! Para mu­ chos de los nobles españoles, yo lo era. Lo éramos todos los que no está­ bamos empeñados en no ver. Y, en España, ser republicano no era solo profesar un credo político, sino estar excluido del contacto con los servi­ dores del Rey, que se creían tanto mas fieles cuanto mas desdeñaran a los que profesaban un credo político que, aunque equivocado, no deja de ser sincero. Estos señores preferían que los republicanos lo siguieran siendo a sacarlos del e r r o r . . . “ Los juicios de la infanta Eulalia son, indudablemente, honrados. Pero en lo que se refiere al „error“ de los repu­ blicanos son francamente ingénuos y contradictorios. El hecho de que, se­ gún manifiesta, en la corte de Alfon­ so XIII toda persona de buen juicio y conducta honesta fuera motejada de republicana, evidencia por sí mismo que los republicanos encarnaban la razón y la voluntad de España para aspirar a una vida mejor. No están en el error, pues, quienes formulan solu­ ciones positivas para problemas nega­ tivos. „Educada en Francia — continúa Eula­ lia —, había sido acostum brada a res­ petar todos los credos. Pero esa era una actitud casi im posible de adoptar en España. La amistad estrecha con Rafael Altam ira (sabio español muerto en el exilio, en México), por ejemplo, republicano de pura cepa, de convic­ ción, de un tipo que cada vez ha sido mas escaso, me costó muchos sinsa­ bores. Un hombre como Rafael Altamira hubiera tenido un puesto de ho­ nor en la mesa del Kaiser y hubiera conseguido los mas altos honores en EXPRES ESPAÑOL /M A Y O 72