TRASTORNOS DE CONDUCTA EN LA INFANCIA Y LA

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TRASTORNOS DE CONDUCTA EN LA INFANCIA Y LA ADOLESCENCIA.
UN DESAFÍO A NUESTRA CAPACIDAD DE ADAPTACIÓN COMO
TERAPEUTAS.
Lourdes Sipos Gálvez.
CSM Puente de Vallecas. Madrid
E-mail: lourdesipos@hotmail.com
PALABRAS CLAVE: Agresividad-violencia, Trastorno de conducta, Trastorno disocial, Niños,
Adolescentes.
KEYWORDS: Agressivity-violence, Conduct disorder, Disocial disorder, Children, Adolescents.
RESUMEN:
La agresividad es una característica inherente a la naturaleza humana y en muchos aspectos ha
sido fundamental para la supervivencia de la especie. Sin embargo, en los últimos años asistimos
con creciente alarma al incremento de las conductas agresivas y antisociales en los adolescentes y
en los jóvenes de las sociedades occidentales, y a la tendencia al descenso en la edad de los
jóvenes que cometen actos delictivos.
Por otra parte, las alteraciones del comportamiento sin uno de los motivos de consulta más
habituales en Salud Mental de niños y adolescentes y están presentes en la gran mayoría de los
trastornos psicopatológicos de la infancia. Entre estas alteraciones, los trastornos de conducta
destacan por el carácter profundamente perturbador de sus síntomas y por la distorsión que
introducen en la vida emocional y relacional de quienes los sufren.
Las dificultades en el abordaje de este tipo de situaciones son múltiples: desde las diferencias
conceptuales a la necesidad de análisis e intervenciones desde diversos ámbitos (sanitario, social,
educativo, legal...) pasando por los interrogantes psiquiátricos, psicológicos, familiares y sociales,
así como las cuestiones de tipo ético y laegal que suscitan.
Este trabajo pretende ser una reflexión sobre estas dificultades, que desafían nuestra capacidad de
pensar y responder de una forma multidisciplinaria a un trastorno para el que no existen
tratamientos más o menos estandarizados y requiere la elección de distintas modalidades de
intervención según las características individuales, familiares y sociales del paciente.
5º Congreso Virtual de Psiquiatría. Interpsiquis Febrero 2004. Psiquiatria.com
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Introducción
Los profesionales que trabajamos en el ámbito de la Salud Mental de niños y adolescentes
sabemos cuán a menudo las alteraciones del comportamiento aparecen como motivo de consulta
en la clínica. La preocupación de padres, profesores y otros adultos que rodean al niño por ciertas
conductas que resultan perturbadoras en las relaciones o en el desarrollo de actividades
académicas, familiares... es con frecuencia el origen de una demanda de valoración diagnóstica y
asistencia, no siempre justificada. En ocasiones esta preocupación se relaciona con el
desconocimiento de las características evolutivas del comportamiento infantil o con la existencia de
expectativas inadecuadas y habitualmente "adultomórficas" respecto a este comportamiento. Por
otra parte, las alteraciones de conducta están presentes en la gran mayoría de los trastornos
psicopatológicos de la infancia y son por tanto un síntoma del cuadro primario y no un diagnóstico
en sí mismas. Pero también nos encontramos con situaciones en las que el trastorno de conducta
destaca por el carácter profundamente perturbador de sus síntomas y por la distorsión que
introduce en la vida emocional y relacional del niño o adolescente.
En la evaluación de la conducta del niño, el resultado dependerá en gran medida del criterio de
normalidad utilizado. Entre los diversos criterios posibles, la normalidad como ajuste se refiere a la
capacidad de adaptación del individuo al medio, de forma que todas aquellas conductas que
produjesen dificultades a nivel de las relaciones interpersonales, laborales o en el rendimiento
escolar, desde un punto de vista subjetivo o de acuerdo con un juicio externo, supondrían una
patología (1).
Desde esta perspectiva, la variedad de comportamientos anómalos que pueden presentarse es
enorme, pero cuando los adultos hablamos de conductas problemáticas o perturbadoras nos
referimos habitualmente a aquellas relacionadas con la transgresión de la norma, la desobediencia
o la agresividad y la violencia. Pero si bien estos comportamientos resultan molestos para la familia
y el entorno no son necesariamente más patológicos que una excesiva obediencia del niño. La
obediencia patológica también puede comprometer significativamente el desarrollo y justificar el
tratamiento, pero no se considera como entidad psicopatológica en una cultura que da un gran
valor social a la conformidad (2).
La agresividad y la violencia no están contempladas en los manuales clasificatorios de Psiquiatría
como un trastorno específico. La agresividad es una característica inherente a la naturaleza
humana que en muchos aspectos ha sido fundamental para la supervivencia de la especie y no es
fácil definir los límites entre agresividad normal y patológica. Díaz Atienza (3) considera que son
muchos los cuadros psicopatológicos que hacen especialmente vulnerables a los niños y jóvenes al
desarrollo de conductas agresivas o violentas. Estos trastornos (que incluyen desde reacciones de
adaptación hasta las psicosis de la infancia) pueden favorecer la aparición de acting agresivos pero
en modo alguno conllevan la agresividad como repertorio conductual intrínseco al padecimiento. La
condición psicopatológica actúa como sustrato facilitador pero es necesaria la confluencia de otras
circunstancias para que la agresividad aparezca. Sin embargo en los trastornos de conducta el
aspecto clínico más llamativo es precisamente la agresividad, la violencia, que puede manifestarse
de diversas formas y suele ser el motivo de demanda de asistencia.
Consideraciones generales
Las clasificaciones más habitualmente utilizadas en clínica e investigación psiquiátrica
( la Clasificación de los Trastornos Mentales y del Comportamiento de la OMS de 1993: CIE 10 y la
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cuarta edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación
Americana de Psiquiatría: DSM IV) establecen categorías específicas para los trastornos de
conducta, con criterios diagnósticos casi idénticos pero con algunas diferencias en su
conceptualización:
-la CIE 10 describe una categoría principal de trastornos de comportamiento de comienzo habitual
en la infancia y la adolescencia en la que destacan el trastorno hipercinético y el disocial (de la
conducta). Este último se subdivide en subtipos socializado y no socializado según el niño tenga o
no amistades estables y relaciones normales con los compañeros, e incluye el trastorno limitado al
ámbito familiar y el trastorno oposicionista desafiante.
-el DSM IV engloba los trastornos de conducta dentro de los llamados trastornos por conductas
perturbadoras, junto con el trastorno por déficit de atención con hiperactividad y el negativismo
desafiante, y los clasifica únicamente en función de la edad de comienzo: de inicio en la infancia
(antes de los 10 años) y de inicio en la adolescencia (después de los 10 años).
Los trastornos del comportamiento implican la transgresión de las normas sociales y de relación
interpersonal que han sido aceptadas por un grupo y regulan las relaciones entre sus miembros.
Suponen la violación de un código determinado de conducta y tienen un efecto perturbador sobre
otras personas. Se caracterizan porque perturban y preocupan mucho más a las personas que
rodean al niño o al adolescente que a él mismo, tienen una dimensión claramente agresiva y
responden mal, en términos generales, tanto a los premios como a los castigos. Estos últimos sólo
consiguen reforzar las conductas inadecuadas del niño o adolescente que se siente cada vez más
incomprendido, rechazado y aislado socialmente.
El trastorno disocial consiste en un patrón persistente de comportamiento en el que se violan los
derechos básicos de los demás y las normas sociales apropiadas a la edad. Tiene un carácter
agresivo, antisocial y retador y se da de forma reiterada en el hogar, el colegio, con los compañeros
y en la comunidad. Da lugar a una conducta social desadaptada, con agresividad, osadía,
manipulación de las relaciones interpersonales, desacato a los valores establecidos, reacciones
negativas a los convencionalismos y actos impulsivos e impremeditados, suscitando una elevada
conflictividad social.
Incluye una amplia gama de conductas que van desde la desobediencia, las mentiras, el
absentismo escolar, las fugas de casa, las amenazas y agresiones físicas... hasta el vandalismo, la
violencia sexual y el homicidio, pasando por la provocación de fuegos, la crueldad con los
animales, el abuso de drogas, asaltos, robos... Pese a la actitud provocadora y el carácter
arrogante y egocentrista que suelen adoptar estos niños o adolescentes, con una imagen de
dureza, frialdad, desconfianza y distanciamiento, es frecuente encontrar síntomas depresivos y de
ansiedad, con una imagen personal deficiente, baja autoestima, inseguridad, humor deprimido,
tristeza y sentimientos de soledad. La incapacidad para querer y sentirse querido distancia a estos
niños y adolescentes del mundo emocional que nos es común y nos hace sentir parte de la
comunidad. La ideación suicida, las tentativas de suicidio y los suicidios consumados se dan con
una frecuencia superior a la esperable.
Aproximadamente una tercera parte de los casos sufre en algún momento una depresión mayor y
un elevado número de estos adolescentes consumen alcohol y/o otras drogas(4).
En estos trastornos, la interacción de factores individuales, familiares y sociales en el desarrollo del
comportamiento y sus alteraciones confirma una vez más el paradigma de la etiología
biopsicosocial de los trastornos psiquiátricos.
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Entre los primeros se incluyen factores genéticos, neuroquímicos, neuroendocrinos,
neuroanatómicos y otros factores de vulnerabilidad neurobiológica como la torpeza motriz, las
alteraciones inespecíficas del EEG, los déficits cognitivos y las dificultades en el aprendizaje,
particularmente en habilidades verbales. La asociación de signos neurológicos menores con
dificultades en el lenguaje, tanto en la esfera expresiva como en la comprensiva es uno de los
datos más característicos de los adolescentes con conductas delictivas (5). Los déficits en el
aprendizaje son muy prevalentes en los jóvenes con trastornos de conducta y el grado de dificultad,
particularmente en habilidades verbales, a menudo se corresponde con el grado de desadaptación
de los chicos(1).
Las características del medio familiar que predisponen al desarrollo de un trastorno disocial
incluyen el rechazo y abandono por parte de los padres, las prácticas educativas incoherentes con
disciplina dura, los abusos físicos y/o sexuales, la carencia de supervisión, la institucionalización
desde o durante los primeros años de vida, los cambios frecuentes de cuidadores o figuras de
referencia y las familias numerosas y/o desorganizadas.
La asociación de déficits cognitivos, síntomas neurológicos o episodios psicóticos con un ambiente
familiar violento y agresivo es tal vez uno de los factores de riesgo más significativos para la
instauración de un trastorno de la conducta(4): el niño o adolescente con estas características
tiende a reaccionar con impulsividad e hiperactividad ante los factores ambientales estresantes y
esta impulsividad e hiperactividad del niño favorecen el maltrato y las conductas agresivas por
parte de los padres. Este modelo de aprendizaje, unido a las dificultades de comprensión del
lenguaje y de expresión verbal, favorecerá la instauración de conductas agresivas como modo
habitual de relación con los demás. Por añadidura(1), el abuso físico a menudo conduce a la lesión
cerebral, la cual a su vez es asociada con impulsividad y fluctuaciones en el afecto y el
temperamento.
Los factores sociales cumplen un papel en la génesis de las conductas delictivas. Existen ciertos
correlatos de clase social que son probablemente más importantes que el estatus socioeconómico
per se en la etiología de la conducta antisocial(1): el tamaño excesivo y la desorganización del
medio familiar, la pobre supervisión y una elevada prevalencia de enfermedad mental y física,
están con frecuencia asociados al bajo nivel socioeconómico. La ausencia de acceso a servicios
médicos, psiquiátricos y sociales debe ser también considerada.
De acuerdo con el modelo sociológico(5) las conductas violentas son la expresión de los valores
que rigen en ese mundo segregado y aparte que es el mundo de la delincuencia. La discriminación
social, la falta de recursos económicos y educativos... contribuye a que muchos jóvenes consideren
que no es posible acceder al mundo de los ricos y privilegiados por medios legítimos y opten por la
vía delictiva. La asociación con otros adolescentes violentos tiene un valor fundamental, ya que son
un modelo a imitar y una vía de transmisión de convicciones morales. La conducta delictiva sería
además un medio eficaz para alcanzar la aceptación por parte del grupo. Sin embargo, las
conductas antisociales preceden muchas veces al hecho de pasar a formar parte de una banda de
delincuentes y para muchos jóvenes con conductas antisociales de carácter grave pertenecer o no
a un grupo de compañeros y la opiniones que éstos puedan tener tiene poca importancia y
repercusión en sus decisiones personales. Es esencial por tanto no concluir que robos
reincidentes, mentiras reiteradas, asaltos o posesión de armas peligrosas son conductas
adaptativas normales en minorías de jóvenes en condiciones de pobreza.
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Las sociedades occidentales han experimentado en los últimos años un aumento de las conductas
agresivas y antisociales en los adolescentes y en los jóvenes, con una mayor frecuencia en el
medio urbano (8%) que en el rural (4%) y con tendencia al descenso en la edad de los jóvenes que
cometen actos delictivos(4). Aunque no todas las conductas delictivas son consecuencia de un
trastorno de conducta, este diagnóstico explica el 50% de las condenas por delincuencia juvenil y la
proporción es todavía mayor entre los jóvenes encarcelados(2) y las consultas por problemas de
conducta en niños y adolescentes de ambos sexos se han multiplicado en los servicios de
psiquiatría y salud mental(5). Estos datos nos obligan a plantearnos qué características de nuestro
estilo de vida actual contribuyen a esta situación que constituye un motivo de alarma creciente
entre todos aquellos que se sienten involucrados en la atención y el cuidado a la infancia.
Mardomingo (4)señala a este respecto el papel esencial que los medios de comunicación cumplen
en nuestra sociedad en la transmisión de valores y mensajes de toda índole a los niños y a los
jóvenes. La televisión ofrece modelos de identificación e imitarlos implica estar al día, formar parte
de un grupo y compartir un mundo de intereses y opiniones comunes. Pero con excesiva
frecuencia la televisión presenta las agresiones gratuitas, la prepotencia y la imposición por la
fuerza como símbolos de poder e importancia personal, de tal forma que quien lo practica debe ser
respetado y hasta admirado. También son cada vez más los niños que pasan horas y horas solos
delante del televisor, sin tener a su lado un adulto que critique en voz alta y de forma fundada las
imágenes y los contenidos que está viendo.
Los modelos agresivos que la televisión propone y la ausencia de pautas educativas en casa y en
el ambiente social, favorece la aparición de trastornos de conducta y los más vulnerables son los
niños que pertenecen a una clase social desfavorecida con pocos medios económicos y un bajo
nivel cultural(4.)
Por otra parte, la falta de implicación de los padres en el cuidado y la educación de los hijos,
delegada en familiares u otros cuidadores, o la excesiva permisividad de los estilos educativos
hacen que, en opinión de Mardomingo(4), muchos niños lleguen a la adolescencia sin que los
padres les hayan transmitido unas pautas elementales de educación, sin saber lo que se espera de
ellos y sin que les hayan puesto límites a su comportamiento.
El aumento en la prevalencia de los trastornos de comportamiento infantil es especialmente
preocupante cuando consideramos que en un porcentaje elevado de casos el pronóstico a largo
plazo se presenta sombrío. Las formas leves tienden a mejorar a lo largo del tiempo, en especial en
aquellos casos sin psicopatología coexistente y con un funcionamiento intelectual normal. Las
formas graves siguen en su mayoría un curso crónico que desemboca en un trastorno de
personalidad antisocial en la edad adulta. El número y variedad de los síntomas, su persistencia en
el tiempo y el tipo de situaciones en las que el individuo se ve enfrentado con la ley influirán en la
aparición de este trastorno en el adulto. Además un número no desdeñable padecerán otras
patologías psiquiátricas más o menos severas, como trastornos de ansiedad, abuso de
sustancias...(1).
Para determinar el pronóstico, la gravedad, cuantificada por el número de síntomas es un indicador
más adecuado que el tipo específico de sintomatología. El comienzo precoz y la gravedad de las
conductas agresivas es un dato de mal pronóstico, así como la asociación de un trastorno por
déficit de atención con hiperactividad.
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Aspectos diagnósticos y terapéuticos
Desde el punto de vista teórico el trastorno de conducta no presenta una gran complejidad, pero en
la práctica el manejo de estas situaciones se revela como un reto a la capacidad diagnóstica y
terapéutica de los profesionales implicados.
Para realizar una evaluación adecuada es necesario obtener información de diversas fuentes: el
niño, la familia, el colegio, los servicios sociales... y no es raro que los datos y las opiniones sobre
la situación difieran notablemente entre ellos. En el caso de niños o adolescentes acogidos en
instituciones, encontramos con frecuencia múltiples cambios en el lugar de residencia y
escolarización, los cuidadores y figuras de referencia... que limitan notablemente las posibilidades
de información y también de apoyo en la intervención terapéutica.
La escasa, y a veces nula, colaboración del paciente y la familia es una dificultad añadida para
definir el cuadro clínico, la frecuencia y gravedad de los problemas de conducta, el contexto en el
que aparecen y los factores desencadenantes, el momento de inicio y su coincidencia o no con
acontecimientos vitales estresantes...así como la evolución a lo largo del tiempo y las
repercusiones en el desarrollo cognitivo, emocional y social del niño. Es fundamental conocer
también las características de la estructura y la interacción familiar, la situación social, económica y
laboral de los padres así como la posible existencia de problemas de salud en éstos.
El objetivo de esta evaluación es tanto la delimitación del cuadro clínico como la determinación de
los factores de riesgo individuales, familiares y sociales que actúan como factores causales,
mantenedores y/o desencadenantes de las alteraciones conductuales.
La actitud arrogante y oposicionista de estos pacientes provoca con frecuencia un sentimiento de
rechazo en los profesionales que dificulta la detección de otros trastornos psicopatológicos que
pueden estar en el origen de las conductas antisociales, o de situaciones concomitantes
(alteraciones orgánicas, déficits específicos de aprendizaje, situaciones de abuso físico y/o sexual,
psicopatología de los padres...) cuya ignorancia o infravaloración ensombrece el pronóstico al
privar a estos niños de intervenciones terapéuticas, educativas y/o sociales que precisan.
La actitud tranquila y firme, pero carente de rechazo y prejuicios es fundamental en la relación con
estos chicos y sus familias, habituados a ser objeto de juicios de valor, reprimendas o sanciones de
diverso tipo pero generalmente con escasa experiencia en ser escuchados por alguien cuyo
objetivo es la comprensión de la situación para contribuir a su resolución.
Pero es necesario evitar cuidadosamente las actitudes ingenuas y la identificación emocional con el
paciente. No debemos nunca olvidar la tendencia de estos niños y adolescentes (y lo que decimos
para ellos es con frecuencia igualmente válido en relación a sus familias) a la manipulación, y su
dificultad para asumir la responsabilidad de sus conductas, tergiversando o malinterpretando a
menudo los hechos y las intenciones de los que les rodean.
La realización de un diagnóstico correcto, excluyendo la existencia de otros trastornos que
justifiquen las alteraciones del comportamiento, es importante no sólo desde el punto de vista
clínico sino que puede tener consecuencias muy significativas a nivel legal. En este sentido no es
raro que nos encontremos en situaciones comprometidas que nos colocan entre el deber de
confidencialidad y lealtad hacia el paciente y la necesidad de transmitir, bien a la familia, bien a
otros profesionales o instituciones, información obtenida o inferida en el marco de la consulta, a fin
de prevenir situaciones de riesgo para el paciente o los que le rodean. La actitud honesta y sincera
con el paciente, en especial si ya ha tenido ocasión de comprobar nuestro compromiso con su
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situación, es esencial para que las tensiones generadas no comprometan de forma irreparable la
relación terapéutica. La cooperación, a veces inevitable, con el sistema judicial suele ser
especialmente conflictiva no sólo desde la perspectiva ya mencionada de la relación
terapeuta-paciente, sino también a nivel ético para muchos profesionales.
La diversidad de cuadros clínicos y situaciones involucradas en este trastorno así como la variedad
de posibilidades etiológicas y factores de riesgo condicionan la imposibilidad de definir un abordaje
único y eficaz en los trastornos de conducta. Ningún tratamiento en concreto se ha mostrado
especialmente útil en la mejora del pronóstico a largo plazo. Para una elección terapéutica
adecuada es fundamental considerar el cuadro como un proceso crónico de la infancia cuyo
tratamiento deberá mantenerse, en la gran mayoría de los casos, a lo largo de los años. Además
tiene que adaptarse a las características individuales, familiares y sociales del paciente. En
consecuencia, el tratamiento debe tener un carácter multidisciplinar y exige la colaboración de
profesores, psicólogos, trabajadores sociales... además de la intervención clínica.
Las intervenciones posibles incluyen la integración del niño en programas educativos y/o
recreativos comunitarios, el refuerzo del aprendizaje escolar, el entrenamiento en habilidades
sociales y resolución de problemas, la terapia cognitivo-conductual y la administración de fármacos.
Sin embargo el tratamiento individual suele ser insuficiente y la atención a la familia resulta
imprescindible: el entrenamiento de los padres en estilos educativos adecuados y la terapia familiar
cuando se detectan problemas significativos en la interacción y comunicación entre los miembros
de la familia son las modalidades más habituales. Los padres tienen que aprender a adaptar sus
expectativas a las posibilidades de su hijo y establecer con ellos compromisos realistas que deben
mantenerse y cumplirse(4). No es infrecuente la necesidad de un tratamiento individualizado para
alguno de los padres que pueden presentar trastornos psicopatológicos, adicciones...
Sin embargo, en muchas ocasiones las posibilidades de intervención se ven limitadas, cuando no
imposibilitadas, por la actitud de los pacientes y las familias. La falta reiterada en la asistencia o el
abandono de las consultas de Salud Mental, la falta de sentimientos de culpa o remordimiento, la
tendencia a responsabilizar a otros de sus conductas alteradas, la escasa tolerancia a la frustración
y los estilos comportamentales impulsivos, la falta de comprensión de las normas básicas de
relación interpersonal y social, y la dificultad en la expresión verbal de los conflictos representan
escollos importantes que favorecen el desánimo y la inhibición terapéutica. Frente a esto no hay
que olvidar que muchos de estos niños pueden lograr la normalización de su conducta y una
adaptación vital que compensa las dificultades y el esfuerzo que exige el tratamiento.
Otro de los aspectos que a menudo ensombrece el pronóstico es la limitación en el tiempo de los
recursos disponibles mientras que por lo general los factores de mantenimiento actúan de forma
crónica. Las dificultades en el establecimiento de una relación de confianza con el paciente y la
familia; las demandas, con frecuencia poco realistas por parte del entorno, respecto a la evolución;
la necesidad de coordinación con otros profesionales implicados en el caso... conlleva un gran
consumo de tiempo y energía. El trabajo con estos niños y adolescentes es además un proyecto a
largo plazo, con fases diversas en cada una de las cuales es preciso establecer prioridades entre
las diversas intervenciones.
La necesidad de colaboración y coordinación estrecha entre profesionales e instituciones plantea
también dificultades en el manejo de estos casos en la medida que implica diferentes criterios en la
conceptualización de estas situaciones, en la filosofía respecto a la forma de intervención más
adecuada e incluso en los objetivos de estas intervenciones.
Las dificultades en el abordaje de los trastornos de conducta dotan de especial importancia a los
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aspectos preventivos.
De las consideraciones previas sobre el origen de estos trastornos se desprende la idea de que la
prevención no es tan sólo una cuestión que afecte a los profesionales clínicos o educadores. Toda
la sociedad es responsable del clima ético en que se desarrollan nuestros niños y de los valores y
normas que les transmitimos en nuestra relación cotidiana. Y también de las actitudes y medidas
sociales frente al fenómeno de la violencia, que pueden limitarse a la mera represión de estas
conductas y al rechazo y la marginación social de sus autores o buscar el medio de crear un
ambiente que minimice los riesgos para este tipo de conductas.
Parafraseando un artículo periodístico aparecido recientemente (Educación. EL PAÍS, 1 de
diciembre de 2003) " se necesita todo un pueblo para educar a un niño y los vientos soplan muy
fuertes. Pero hay dos formas de hacerles frente. En el viejo proverbio unos optaron por frenarlos
levantando un muro. Otros construyeron molinos de viento."
Bibliografía
1. Ortuño Sánchez-Pedreño, F.; Llorens Rodríguez, P.; y otros. "Trastornos de conducta en la
infancia y la adolescencia." En "Manual del Residente de Psiquiatría" Tomo II, págs. 1527-1550.
Editado por Cervera Enguix, S.; Conde López, V. Y otros. Madrid, 1997.
2. Popper, Ch. W. y Steingard, R.J. "Trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia.
Trastorno disocial y Trastorno negativista desafiante" En: "Tratado de Psiquiatría" capítulo 23,
págs. 791-802. Directores: Hales, R.E.; Yudofsky, S.C. y Talbott, J.A. American Psychiatric Press.
Washington, 1995. Edición española: Áncora, S.A. Barcelona, 1996.
3. Díaz Atienza, J. "La violencia escolar: diagnóstico y prevención".
usuarios.discapnet.es/border/TLPAtnz.htm
4. Mardomingo Sanz, M.J. "Trastornos de conducta. Agresividad y violencia" En: "Psiquiatría para
padres y educadores". Capítulo 3, págs. 85-121. Narcea, S.A. de Ediciones. Madrid, 2002.
5. Mardomingo Sanz, M.J. "Trastorno de la conducta" En: "Psiquiatría del niño y del adolescente"
capítulo 16, págs 451-476. Ed. Díaz de Santos, S.A. Madrid, 1994.
5º Congreso Virtual de Psiquiatría. Interpsiquis Febrero 2004. Psiquiatria.com
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