Texto de la homilía pronunciada en el Funeral por Fernando Prieto Miembro del Aula política del Instituto de Estudios de la Democracia Universidad San Pablo-CEU 20 de junio de 2006 Un grito inexpresado 1. ¿Sabéis lo que le pasó a Churchil durante su viaje triunfante a EE. UU después de la guerra? Aclamado como salvador de la civilización por haber derrotado a Hitler, hizo una visita al Instituto Tecnológico de Boston. El Rector alabó la civilización salvada y situada en ese momento en el umbral de “un dominio técnico –según palabras suyas-, un dominio técnico completo de la actividad humana”. Pensaba él que hasta los sentimientos y pensamientos quedarían englobados dentro de este dominio total, es decir, la sociedad como una gran fábrica perfecta, una ingeniería social sofisticada. Churchil, al escuchar este mensaje se levantó y dijo: “Me alegraré mucho de estar muerto antes que eso suceda”. Aleteaba en él un anhelo profundo de libertad. También algunos escritores clandestinos soviéticos dejaron textos del tipo parecido al siguiente: «El Estado contemporáneo ha impuesto un dominio total que jamás se había visto en la historia, subordinando a sí mismo todas las esferas de la vida humana que antes tenían existencia autónoma, incluso el amor». Sí, la distinción contemporánea de vida privada y pública, de particular y universal, es una dialéctica determinada por el poder: Y el poder mismo determina los límites del pensamiento y censura los valores “ no convenientes”…. Bastaría tener en cuenta la propia experiencia a partir de una observación atenta, completa, insistente y apasionada de lo que vivimos, para darnos cuenta que las censuras y los límites que impone el poder no son los que corresponden a la propia naturaleza humana. Uno de estos textos clandestinos dice: «A nuestro lado viven generaciones mudas, atraviesan en silencio la vida llevándose consigo a la tumba un grito inexpresado». Generaciones mudas que pueden ser calladas violentamente o subyugadas pacíficamente; generaciones a las que no se les deja decir nada, o que ya no tienen nada que decir: al vivir en ruptura con el pasado, están carentes de riqueza interior para afrontar el presente. Todo lo que mueve la vida y lo que la hace digna de ser vivida, aunque sean cinco minutos nada más, es que ese grito inexpresado salga a la luz, se canalice y encuentre respuesta. Toda la historia de la humanidad, toda la creatividad, en sus múltiples formas sociales, culturales, económicas, políticas, artísticas, anhela expresar ese grito y que sea respondido, no censurado, no reducido (que no nos den una perra gorda por una peseta). Es un grito global y tiene que ver con la totalidad de la existencia en cuanto tal; es un grito por el significado; es un deseo irrefrenable e inextinguible de satisfacción total, de descanso, de cumplimiento. ¡Qué bien lo expresa Dante en un famosísimo terceto!: «Cada cual confusamente un bien aprende en que se aquieta el ánimo, y lo desea, pues cada cual para alcanzarlo lucha». Es en esta noble dirección en la que se entiende todo el trabajo y dedicación a la investigación, a la docencia y al servicio del bien de un pueblo; es en esta noble dirección en la que tenemos que entender el conjunto de la vida y de la dedicación de Fernando Prieto. Cada uno confusamente un bien desea, porque el corazón está hecho para él. Un corazón entendido, no individualistamente como propiedad privada, sino que se concibe con otros perteneciendo a un pueblo. Un bien desea, y desea su satisfacción más allá de las contradicciones y errores de los hombres; y la mayor contradicción de la existencia es la muerte, que a todos nos somete y subyuga violenta o silenciosamente. Es ahí, en ese momento existencial tan decisivo, donde aparece más vehemente y urgente la necesidad de respuesta a ese grito inexpresado. 2. Existen grandes encrucijadas de la historia colectiva y personal donde la vida y cada particular llegan a un umbral en el que se juega todo su sentido. O cada cosa, cada persona es relación con el Infinito, o somos 1 parte anónima de una “caída universal en la nada”, en expresión de Jean Paul Sartre. En ese caso seríamos una derrota total, un sinsentido último. En el primer caso habría, siguiendo la lectura del Libro de Job, un rescate: la certeza de un defensor que sale en nuestra ayuda, que justifica toda la existencia. Ya el salmista lo había intuido como ley última de la historia y de cada persona: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles»; fatuos y vacíos son todos los intentos constructivos de los hombres. En el mejor de los casos esos intentos son grandes y nobles; pero siempre son tristes por, últimamente, impotentes. Llegan momentos en la vida en los que el grito inexpresado busca saber: ¿El instante es efímero sin más o es un momento presente lleno de valor porque está en relación con lo eterno? Ha habido una respuesta en la historia. Se ha introducido una nueva luz, una nueva voz, un Hecho irreductible en la historia. Por Cristo podemos afirmar lo eterno como aquello que da un nuevo valor al tiempo. El cristianismo no sólo afirma la permanencia de lo eterno después del tiempo, sino que da valor al tiempo porque lo eterno es su dimensión más profunda. Afirmar la morada eterna hecha presente en la carne de Cristo, afirmar la morada celeste, destino de cada hombre y de la historia, es poner los fundamentos sólidos de la morada temporal. ¡Qué bien lo habían intuido y expresado dos genios proféticos del siglo XX convertidos al cristinismo!: Eliot nos insiste en Los coros de la roca: «No puede haber casas si no hay templos». Y Péguy en la misma dirección enfatiza: «Para construir la casa hay que construir primero la catedral» La catedral, expresión de un pueblo, lugar donde el tiempo y lo eterno colaboran, se abrazan, se besan. 3. Estamos viviendo momentos de grandes cambios y desafíos – algunos llegan a hablar de estrategias radicalmente subversivas-, estamos en una encrucijada que nos remite en el fondo a un umbral. Lo ha expresado muy bien Zapatero; podemos estar más o menos de acuerdo con él, pero pedagógica y sintéticamente lo ha expresado con claridad: “¡Más gimnasia y menos religión!” ( por cierto ¿qué diría un gran gimnasta de esta expresión?). Cuando se reunió una de las últimas veces con las Juventudes Socialistas les decía: “No es la verdad la que nos hace libres, es la libertad la que nos hace verdaderos”. Éste es el cruce de caminos, la encrucijada en la que nos encontramos. ¿Es la verdad la que nos hace libres o es la libertad la que nos hacer verdaderos? Si no existe verdad que coincide con el amor, ¿existe respuesta, entonces, al grito inexpresado? No existe respuesta, sólo queda el poder o el mero quehacer. Pero ¿puede el poder o el Estado concederme una respuesta que aquiete el ánimo? Si no existe verdad, que coincide con el amor, entonces, por mucho discurso de valores que planteemos, que hagamos, éstos serán incapaces de movilizar real, existencialmente, la vida. Sólo un acontecimiento, es decir, el encuentro con una persona en la que la verdad y el amor coinciden, sólo el encuentro con una presencia que es respuesta al grito inexpresado, sólo de ahí puede nacer un pueblo de hombres que esperan y que se sacrifican por lo que han encontrado para construir una morada, signo y preanuncio de la eterna. Sólo un acontecimiento, la irrupción de lo eterno en el tiempo, renueva la vida; sólo lo eterno hecho histórico, hecho visible, puede ser un nuevo factor constructivo. Sólo lo eterno en el tiempo nos muestra la verdad de nuestra libertad: es que no somos un mero fruto de factores antecedentes biológicos o de sofisticada ingeniería tecnológica y sociopolítica. La Iglesia es el lugar desde el que poder hacer una contribución decisiva para la construcción de la morada terrenal, anticipo de la eterna. La Iglesia –cada vez lo tengo más claro- es la gran alternativa, es la gran luz de las gentes: aclara el drama, responde a esa pregunta, a ese grito inexpresado. Como Job, pero con mayor claridad en la Muerte y Resurrección de Cristo, podemos testimoniar de palabra y de obra en cada uno de los gestos y de las responsabilidades personales, familiares y sociales: «Sé que mi valedor, mi defensor, vive». Él justifica, da valor infinito a la existencia, a cada una de las cosas y las personas; hasta al último cabello de la cabeza que cae, no cae sin Su consentimiento amoroso. 2