1. Introducción 2. Alteraciones de los procesos cognitivos tras un

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REVISTA ELECTRÓNICA DE PSICOLOGÍA
Vol. 2, No. 2, Julio 1998
ISSN 1137-8492
La intervención neuropsicológica en los niños con TCE.
F. García Vaz*, J. M. Muñoz Céspedes**
* FUENCAP. Centro de Atención Psicológica Infantil. Ayuntamiento de
Fuenlabrada.
** Profesor Departamento de Psicología Básica. Facultad de Psicología.
Universidad Complutense de Madrid.
Correspondencia:
Dr. Juan Manuel Muñoz Céspedes
Dpto. de Psicología Básica (Procesos Cognitivos)
Facultad de Psicología. Universidad Complutense de Madrid
Campus de Somosaguas. 28223 Madrid (España)
E-mail: jmcespedes@correo.cop.es
ARTÍCULO
ESPECIAL
[Resumen] [Abstract]
1. Introducción
2. Alteraciones de los
procesos cognitivos tras
un TCE.
3. Alteraciones
comportamentales y
emocionales tras un
TCE.
4. Incorporación a las
actividades de la vida
cotidiana.
5. Conclusión
El alto grado de incidencia de los TCE durante la etapa escolar y las secuelas que se
producen como consecuencia del impacto, hacen especialmente relevante su estudio
dentro del ámbito de la neuropsicología. Este artículo pretende profundizar en el
conocimiento de las alteraciones cognitivas, del comportamiento y de las secuelas
emocionales tras el daño cerebral traumático, y cómo se produce la readaptación de
estos niños a las actividades de la vida cotidiana.
1. Introducción
Los TCE constituyen la primera causa de muerte y una de las causas más comunes de
discapacidad adquirida durante la infancia (Cattelani, Lombardi, Brianti, y Mazzucchi,
1998). Diferentes autores (Ponsford, 1995; Mateer, Kerns, y Eso, 1996) señalan como su
causa principal los accidentes de tráfico, en los que el niño se ve envuelto en muchas
ocasiones como peatón y no como pasajero. No obstante, durante la etapa preescolar
predominan las caídas dentro del hogar y los abusos por parte de adultos, mientras que
en los niños escolarizados los accidentes suelen producirse fuera de la vivienda y son
causados principalmente por caídas durante la realización de actividades recreativas, y
en menor medida por accidentes de tráfico. Se ha visto que los varones tienen dos veces
más posibilidades de sufrir un TCE y que éstos son más severos, con un índice de
mortalidad de 4:1 respecto a las niñas (Goldstein y Levin, 1987; Kraus, 1995; Papazian
y Alfonso, 1996).
2. Alteraciones de los procesos cognitivos tras un TCE.
El daño cerebral adquirido puede traer consigo un deterioro de las habilidades primarias
y por tanto dificultar o impedir la adquisición de habilidades superiores. En muchos
casos, los niños parecen haberse recuperado inicialmente del impacto, y no sufrir déficit
residuales, sin embargo, con el paso del tiempo se pone de manifiesto la existencia de
dificultades de cognitivas o emocionales. Los problemas aparecen cuando aumentan las
demandas sociales y/o académicas que requieren el funcionamiento de procesos y
sistemas neurales que han sido dañados (Mateer, Kerns, y Eso, 1996). Por tanto, se hace
necesario conocer las funciones cognitivas alteradas tras un TCE, así como los métodos
de valoración más utilizados durante la exploración neuropsicológica.
2.1. Procesos Atencionales
Tras una lesión cerebral, los problemas que persisten son generalmente aquellos en los
que están implicados los niveles más complejos del procesamiento atencional. Podemos
encontrar que se halla afectada la orientación a los estímulos relevantes y que con
frecuencia aumenta la sensibilidad a la fatiga, lo que impide al niño sostener la atención
en una determinada actividad durante un periodo largo de tiempo. A menudo se produce
también un enlentecimiento del procesamiento de la información y de la rapidez de
respuesta. Cuando están implicadas las áreas frontales es posible que se produzca una
diminución de la memoria operativa, que aumente la distractibilidad y que disminuya la
capacidad para inhibir respuestas automáticas. Con frecuencia se produce además una
disminución de la flexibilidad cognitiva y comportamental (Mateer, Kerns, y Eso,
1996).
Los instrumentos de evaluación neuropsicológica más utilizados que permiten la
exploración de los mecanismos atencionales en la infancia son: El Test de Ejecución
Continua (CPT), el Test de Stroop, el Trail Making Test (forma B), y el Tercer Factor
del WISC-R.
2.2. Procesos Mnésicos.
Las alteraciones mnésicas son las secuelas neuropsicológicas más persistentes y
devastadoras y aparecen con frecuencia tras un TCE en niños. En la revisión realizada
por Ponsford (1995), esta autora señala que seis meses después de haber sufrido el
accidente, los niños con traumatismos moderados y severos seguían teniendo problemas
para recuperar la información verbal a largo plazo, y en menor medida, la información
visual. Los déficit mnésicos estaban frecuentemente asociados a las limitaciones
atencionales, y no constituían en la mayoría de los casos, un problema aislado. En este
sentido, Jaffe et al. (1992), encontraron una disminución de la capacidad de aprendizaje
verbal a medida que aumentaba la severidad del TCE. A la luz de estas investigaciones
podemos se hace necesario señalar que las alteraciones mnésicas afectan a la capacidad
de acceder a la información previamente aprendida, al recuerdo de acontecimientos
recientes y a las posibilidades de establecer nuevos aprendizajes. Influyen tanto en la
vida académica como en las relaciones sociales del niño, y aunque a menudo los
problemas se ven después del accidente, el verdadero alcance de la lesión no se conoce
hasta algunos años después.
Los instrumentos utilizados para la evaluación del aprendizaje y la memoria son: La
Figura Compleja de Rey, Wechsler Memory Scale-R, Test of Memory and Learning
(TOMAL), California Learning Test-Children´s version (CVLT-ch).
2.3. Ejecución Motora
Los problemas en la coordinación motora, espasticidad y alteraciones de la articulación
del habla son comunes en los niños tras un TCE, sin embargo, la función motora suele
ser la primera y más rápida en recuperarse, lo que en ocasiones trae consigo que la
familia forme expectativas poco realistas con respecto a la recuperación de las otras
funciones en los niños (Clark, 1996). Sin embargo, la habilidad para realizar
movimientos voluntarios con éxito y conseguir el objetivo planteado queda a menudo
afectada, y algunos niños tienen dificultades para iniciar los movimientos. La
disminución de la velocidad y coordinación motrices, pueden afectar tanto a tareas de
motricidad gruesa como a la destreza grafomotora, lo cual tiene fuertes implicaciones
educacionales, ya que puede ser necesaria la realización de actividades de aprendizaje
asistidas por ordenador en sustitución del trabajo clásico en lápiz y papel. Los niños que
tienen problemas de coordinación pueden encontrar de forma añadida dificultades en la
realización de tareas sencillas, como son las orientadas al propio cuidado personal. Est
revela una falta de autonomía que se acompaña con frecuencia de una mayor dificultad
para la participación en juegos y deportes. Las consecuencias de este problema no se
limitan exclusivamente a la actividad motora, sino que afectan al tipo de relaciones que
el niño mantiene con sus compañeros, pues dificulta el establecimiento de nuevos
contactos, e incluso en ocasiones la posibilidad de mantener aquellos que tenía antes del
sufrir el traumatismo. (Jaffe et al., 1992; Chaplin, Deitz, y Jaffe, 1993; Farmer,
Clippard, Luehr-Wiemann, Wright, y Owings, 1996; Denkla, 1997).
Entre los instrumentos de evaluación de la ejecución motora señalaremos, entre otros, el
Finger Tapping Test, los Test de Destreza Manual (Purdue, Pegboard...), y el Trail
Making Test (Forma A).
2.4. Lenguaje y Comunicación.
El daño cerebral traumático es la principal causa de afasia adquirida durante la infancia.
Frente a lo que sucede en los adultos, es frecuente que los niños que han sufrido un TCE
muestren una gran variedad de síntomas afásicos, apareciendo a menudo mutismo y una
disminución de la emisión verbal durante la etapa aguda de recuperación. Las
consecuencias a largo plazo, son tanto académicas como sociales, ya que aunque
muchos de los síntomas afásicos desaparecen con el paso del tiempo, las habilidades
lingüísticas que se recuperan tras un TCE son aquellas que están sobreaprendidas y
automatizadas como son los aspectos fonológicos, morfológicos y sintácticos. Sin
embargo las habilidades comunicativas a menudo quedan afectadas. Entre los problemas
que persisten tras el daño cerebral adquirido destacan la anomia, la falta de fluidez
verbal, las dificultades en la comprensión de frases complejas debido a la disminución
de la atención y a un enlentecimiento del procesamiento de la información, las
dificultades para la adquisición de habilidades lingüísticas adecuadas para su edad
debido en parte a las alteraciones mnésicas, las dificultades para expresar información
compleja y organizar la información verbal y escrita, un discurso caracterizado por la
presencia de confabulaciones, dificultades para utilizar el lenguaje como un medio de
comunicación social, los problemas para usar y comprender el lenguaje ambiguo o el
sarcasmo, las limitaciones para iniciar una conversación adecuada para el contexto
social en que se encuentra o los problemas para comprender la comunicación no verbal
implícita en los procesos de interacción entre las personas. (Michaud, Duhaime, y
Batshaw, 1993; Farmer et al., 1996; Dennis, 1997).
Algunas pruebas específicas que permiten valorar los procesos implicados en el lenguaje
infantil son: El Test de Vocabulario de Boston, El Test de Boston para el Diagnóstico de
la Afasia, El Token Test de Comprensión Verbal, El Test Illinois de Aptitudes
Lingüísticas (ITPA), las tareas de fluidez verbal con consigna fonética y semántica y el
TALE para la evaluación del lenguaje escrito.
2.5. Solución de problemas
La capacidad de organizar y secuenciar la realización de tareas, la habilidad para generar
alternativas diferentes de respuesta, el razonamiento abstracto, la capacidad de solución
de problemas y facilidad para adaptarse a nuevas situaciones, pueden verse afectadas
tras un impacto traumático. La gravedad del traumatismo y la localización frontal de la
lesión, están estrechamente relacionadas con estas alteraciones (Muñoz Céspedes, J.M.,
y García Vaz, F. , 1997).
En la práctica clínica las pruebas utilizadas para evaluar estas funciones son: el
Wisconsin Card Sorting Test (WCST), el Test de Formación de Conceptos de Vigotsky,
el Test de las Torres y el Test de Categorías.
2.6. Funcionamiento Intelectual
En la mayoría de los casos, la evaluación intelectual es un elemento central en el
diagnóstico de las dificultades de aprendizaje. Sin embargo, en el caso de las personas
con TCE, la medida a través del CI no siempre constituye un buen indicador diagnóstico
del daño cerebral, como ya ha sido señalado en otro lugar (Muñoz Céspedes, y García
Vaz, 1998). Muchos de los tests utilizados como pruebas de inteligencia valoran en gran
parte el conocimiento ya adquirido y el desarrollo de las habilidades lingüísticas. Por el
contrario, los estudios realizados con niños con daño cerebral adquirido, muestran que
las puntuaciones más afectadas son las relativas a habilidades perceptivo-motoras,
espaciales y mnésicas. A pesar de lo anterior, las habilidades verbales son posiblemente
las más relevantes en el proceso de educación, y las que mejor van a predecir el éxito
académico cuando el niño se incorpore de nuevo a sus actividades escolares (Jaffe et al.,
1992).
Es necesario señalar que los tests y pruebas estandarizados están diseñados para
optimizar el rendimiento del alumno, ya que se realizan durante situaciones controladas,
y en situaciones de uno a uno junto al evaluador. Este hecho puede enmascarar las
verdaderas consecuencias del traumatismo, como son la incapacidad para seleccionar los
aspectos más relevantes de la información, planificar un método de respuesta, o integrar
la información nueva en los conocimientos ya adquiridos. En una situación menos
controlada como es una clase escolar, estos alumnos se muestran a menudo incapaces de
asimilar la nueva información recibida, y sin la capacidad para escoger alternativas de
forma espontánea que les permita remediar esa situación (D'Amato, y Rothlisberg,
1996). Por lo tanto, es necesario la realización de una evaluación más ecológica que
ponga de manifiesto el verdadero alcance de la lesión y permita conocer la evolución de
los procesos cognitivos implicados en situaciones de la vida real (Ponsford, 1995;
Muñoz Céspedes, y García Vaz, 1997). Desde una aproximación neuropsicológica, se
hace necesaria la utilización de pruebas que permitan clarificar los puntos fuertes y
débiles del desarrollo cognitivo de los niños, e integrar esos resultados con los obtenidos
en la evaluación de los procesos intelectuales (Farmer, Clippard, Luehr-Wiemann,
Wright, y Owings, 1996).
Entre las pruebas que permiten la evaluación del funcionamiento intelectual podemos
citar las Escalas de McCarthy y las de Standford-Binet. Sin embargo, en la práctica
clínica y educativa el WISC-R constituye, sin duda, el principal instrumento de
evaluación de la capacidad intelectual en la infancia. Se trata de una prueba que ha sido
diseñada como una medición de la inteligencia general, si se utiliza dentro de la
evaluación neuropsicológica conviene interpretar las puntuaciones desde la propuesta de
Kaufman, quien puso de manifiesto la existencia de tres factores: Competencia Verbal,
Organización Perceptiva e Independencia a la Distracción; que añaden una información
de mayor interés neuropsicológico a los resultados del WISC-R (Muñoz-Céspedes, y
García Vaz, 1998). Esta estructura de tres factores aparece en la tabla anexa (ver Tabla
1).
Tabla 1
Estructura de tres factores del WISC
PRIMER
FACTOR
Competencia
Verbal
SEGUNDO
FACTOR
Organización
Perceptiva
TERCER
FACTOR
Independencia a
la Distracción
Semejanzas
Figuras
Incompletas
Aritmética
Comprensión
Cubos
Dígitos
Vocabulario
Rompecabezas
Claves
3. Alteraciones comportamentales y emocionales tras un TCE.
El daño cerebral traumático no afecta exclusivamente a los procesos cognitivos y al
funcionamiento intelectual, sino que también puede originar problemas emocionales y
comportamentales que afectan tanto a la vida académica como a las actividades sociales
del individuo. En la revisión realizada por Clark (1996), este autor encuentra que para
las familias resultan más problemáticas las alteraciones del comportamiento y los
problemas de personalidad que las dificultades intelectuales. La investigación muestra
que tras un TCE los niños, tienen tres veces más posibilidades que la población general
de desarrollar serios problemas del comportamiento (Michaud, Rivara, Jaffe, Fay, y
Dailey, 1993). Las secuelas más comunes son la agresividad, el pobre control de
impulsos, la baja tolerancia a la frustración, la desinhibición y la hiperactividad.
También podemos encontrar síntomas de ansiedad, depresión, labilidad emocional,
somatizaciones y aislamiento social (Filley, Cranberg, Alexander, y Hart, 1987;
Prigatano, O'Brien, y Klonoff, 1993; Clark, 1996; Muñoz Céspedes, y García Vaz,
1998).
Son varias las variables estudiadas en pacientes pediátricos con daño cerebral traumático
en relación con las secuelas emocionales y comportamentales, como se recoje en la tabla
anexa (ver Tabla 2), y se explica a continuación.
Tabla 2
Variables estudiadas en niños con daño cerebral traumático en relación
con las alteraciones emocionales y del comportamiento
FACTORES PREVIOS AL TCE
GRAVEDAD DEL
TRAUMATISMO
LOCALIZACIÓN DE LA LESIÓN
EFECTO DE LOS DÉFICIT
COGNITIVOS
Existencia Previa de Problemas
Emocionales y de Conducta
Inestabilidad Familiar
Otros Problemas de Carácter
Psicosocial
TCE Leve
TCE Moderado
TCE Grave
Lesión Difusa
Áreas Frontales
Áreas Temporales
Limitaciones de los Procesos
Atencionales
Alteraciones de las Funciones
Ejecutivas
Déficit en la Adquisición de
Nuevos Aprendizajes
3.1. Factores previos al TCE
Diversos estudios señalan la existencia de alteraciones emocionales y del
comportamiento previas al accidente, así como la mayor frecuencia de TCE en niños
que proceden de familias con alteraciones de carácter psicosocial. Distintos autores
(Rivara, Fay, Jaffe, Polissar, Shurtleff, y Martin, 1992, 1993; Ponsford, 1995) sugieren
que las alteraciones del comportamiento tras la lesión cerebral, frecuentemente
magnifican dificultades ya existentes con anterioridad. Para estos autores, los problemas
acaecidos después del daño cerebral traumático constituyen un buen indicador del nivel
de competencia social, y reflejan en gran medida el funcionamiento previo del niño y de
la familia, y no sólo la gravedad de la lesión. Así por ejemplo, un reciente estudio de
Cattelani, et al. (1998), encuentra en el 40% de los casos con alteraciones del
comportamiento, problemas anteriores de carácter social. Mientras que, otras variables
como el rendimiento académico o la existencia de problemas médicos no resultaron
significativos. Sin embargo, aunque la mayoría de los trabajos señalan la existencia de
una historia previa de bajo ajuste social, otros autores (Donders, 1992; Kehle, Clark, y
Jenson, 1996), cuestionan que el número de niños con una historia previa de desórdenes
del comportamiento sea tan significativo. Esta discrepancia de la información refleja la
necesidad de un mayor número de investigaciones en esta área. En cualquiera de los
casos, lo que sí podemos afirmar es que cuando existen problemas previos, ya sea a
nivel del desarrollo evolutivo del niño, ya sea en el ámbito social, el pronóstico tiende a
ser peor que en los casos en los que no existe historia previa de alteraciones
psicosociales.
3.2. Gravedad de la lesión
Los principales índices de severidad de la lesión son la presencia o ausencia de estado
de coma, la duración del mismo y el periodo de amnesia post-traumática (Muñoz
Céspedes, y García Vaz; 1998). Sin embargo, en la clínica diaria es la valoración del
índice de conciencia inicial a través de la Escala de Coma de Glasgow (GCS), el que nos
va a permitir conocer la severidad inicial del TCE. Una puntuación en el GCS entre 1315 puntos refleja la existencia de un traumatismo leve; una puntuación entre 9-12,
moderado; e inferior a 8 indica que se trata de un traumatismo grave.
Parece obvio señalar que cuánto mayor sea la gravedad de la lesión, mayores
posibilidades tiene el niño de sufrir secuelas comportamentales, y que una vez que
aparecen este tipo de problemas tienden a mantenerse en el tiempo (Jaffe et al. 1993;
Papero, Prigatano, Snyder, y Johnson, 1993; Fay et al., 1994; Clark, 1996; Kehle, et
al.,1996). Los estudios realizados por Fay et al. (1994), mostraron que los niños con
TCE moderado y severo continuaban teniendo secuelas comportamentales después de
tres años. Papero et al. (1993), realizaron un seguimiento de 1 a 3 años después de
haberse producido un traumatismo moderado o grave, encontrando resultados similares
y destacando mayores dificultades en la competencia social y en la adaptación al
entorno en varones que en niñas. En relación con los TCE leves no parece existir una
evidencia clara de alteraciones comportamentales como consecuencia del impacto.
Ponsford (1995), afirma que no existe una relación estricta entre la severidad de la
lesión y las alteraciones del comportamiento, apuntando a la influencia de otros factores
como son el comportamiento previo, el nivel cognitivo y las circunstancias psicosociales
en la situación definitiva. En la misma línea, se encuentran los hallazgos del estudio
realizado por Andrews, Roset, y Johnson (1998), quienes no encuentran diferencias
significativas entre los tres grados de severidad del traumatismo, respecto a conductas
desadaptativas o comportamiento disruptivo. Para estos autores, los problemas
comportamentales y de ajuste social se mantienen cuando: los niños se tornan más
conscientes de lo que ha sucedido, y se rebelan ante las consecuencias del accidente;
cuando el comportamiento de la familia interfiere en la rehabilitación del menor; y
cuando se generan en el ambiente familiar expectativas poco realistas en relación con la
conducta de sus hijos tras el TCE.
3.3. Localización de la lesión cerebral
Parece lógico asumir que la existencia de daño cerebral, ya sea focal o difuso, afectará a
los sistemas reguladores de la emoción y del comportamiento y puede originar
alteraciones en la conducta del individuo (McAllister, 1992).
Galski, Plasz, Bruno, y Walker (1994), encontraron que los pacientes que muestran
mayor grado de conductas agresivas, son aquellos que presentan un deterioro
neurológico de naturaleza más difusa. Al examinar la naturaleza del comportamiento de
individuos con lesión cerebral hay que hacer referencia al denominado síndrome frontal,
caracterizado por impulsividad, hiperactividad, comportamiento hiperquinético,
labilidad emocional y desinhibición social. En estos casos aparecen con frecuencia
conductas agresivas caracterizadas por reacciones desmesuradas ante algún
acontecimiento externo que provoca irritación en el sujeto. La fuerte respuesta de enfado
es consecuencia de los déficit en el control emocional. Por contra, el tipo de agresividad
que caracteriza el daño en el lóbulo temporal se diferencia de la anterior en que es
impulsiva y no provocada, debida a un episodio de descontrol y que se manifiesta por
una explosión de violencia más destructiva (Mapou, 1992; Kehle et al., 1996).
3.4. Funciones cognitivas alteradas
Los problemas atencionales reducen la capacidad del individuo para comprender lo que
ocurre en su entorno, y traen consigo importantes dificultades de aprendizaje, que
pueden originar la aparición de conductas disruptivas. Las dificultades en el
procesamiento de la información que se presenta en situaciones sociales, origina
dificultades para comprender y cumplir con las reglas sociales, y por tanto impide una
adecuada integración del sujeto en su entorno.
Los déficit cognitivos que afectan el funcionamiento de las funciones ejecutivas, no
permiten un adecuado control del propio comportamiento, y alteran la capacidad de
planificación, iniciativa, y realización de conductas orientadas a un fin. La capacidad de
juicio y de asimilación de nuevas experiencias se ve afectada, y con ello la aparición de
respuestas conductuales inapropiadas a la situación, como olvidar pedir las cosas por
favor, guardar secretos, no realizar preguntas embarazosas -conductas todas ellas
relacionadas con la impulsividad y falta de autocontrol-.
Las dificultades para el aprendizaje de nueva información cuando los compañeros
avanzan a un ritmo más rápido, y la disminución de la capacidad para aprender de las
propias experiencias, pueden traer consigo problemas en la autoestima y conducir al
niño a la larga a la depresión.
3.5. Instrumentos de Evaluación
Algunos instrumentos más utilizados en la evaluación de los trastornos de conducta son:
The Vineland Adaptative Behavior Scales, que evalúan la capacidad de comunicación; la
socialización y habilidades sociales; la coordinación motora y la realización de
actividades de la vida cotidiana a través de una entrevista para padres. La Child
Behavior Checklist (CBCL) por su parte, tiene la ventaja adicional de recoger
información tanto de los padres como de los profesores de niños y adolescentes de
edades comprendidas entre los 4 y 18 años.
4. Incorporación a las actividades de la vida cotidiana.
Para facilitar y apoyar la vuelta del niño a su ritmo de vida, es necesario planificar una
intervención desde el mismo hospital, que incluya el trabajo con la familia, y la
reeducación de las habilidades cognitivo-conductuales que se han visto afectadas tras el
TCE. En este sentido, ver la propuesta de Clark en la tabla anexa (ver Tabla 3).
Tabla 3
Función del colegio después de haber sufrido un TCE
(adaptado de Clark, 1996)
Inmediatamente después del TCE
Obtener información de los
padres y del hospital sobre el
estado del niño.
Informar a los responsables de
la recuperación de la situación
escolar del niño previa al TCE.
Informar a todos los profesores
del menor sobre el estado de
éste.
Obtener información de los
Tras la estabilidad médica
Inmediatamente después del alta
Cuando se incorpora al colegio
Después de algún tiempo de clases
padres y del hospital sobre la
evolución del niño.
Hablar con el personal médico
y neuropsicológico y obtener
copias de las evaluaciones
realizadas.
Informarse sobre las
consecuencias del TCE en la
conducta del menor.
Conocer el tipo de
rehabilitación que seguirá el
niño y cuando volverá al centro
escolar.
Informarse de las condiciones
especiales que puede necesitar
(ambulatorias...)
Con la información recogida
elaborar un plan para su vuelta
al colegio.
Asignar una persona que
oriente a padres y profesores.
Modificar las condiciones del
aula en caso de que sea
necesario.
Facilitar la integración con los
compañeros.
Valorar el plan de estudios
elaborado y modificarlo en caso
de que sea necesario.
Mantener informados a los
padres y al claustro de
profesores.
Sugerir el tipo de intervención
necesaria fuera del centro
escolar en caso de necesidad.
Diversos estudios han señalado las beneficiosas consecuencias a largo plazo que trae
consigo empezar a trabajar de forma precoz con el paciente (Mackay, Bernstein,
Chapman, Morgan, y Milazzo, 1992; Malec, y Basford, 1996). Es necesario ser muy
realista con los objetivos a plantearse, ya que el pronóstico de recuperación de un TCE
grave con un periodo largo de coma no siempre es bueno, y generar expectativas irreales
puede ser negativo a largo plazo.
La atención al paciente hospitalario debe realizarse por un equipo de rehabilitación
multidisciplinar de forma que se pueda asegurar una estabilidad médica, enfatizar la
rehabilitación física e iniciar la reeducación cognitvo-conductual. Una vez que el
paciente tenga el alta hospitalaria, y reinicie su ritmo de vida normal, el papel de la
familia cobrará aún una mayor importancia, y será necesario el planteamiento de una
escolaridad alternativa en muchos de los casos.
4.1. La vuelta al colegio
Aunque no todos los alumnos requieren una escolarización especial tras un TCE, la
mayoría de los niños con traumatismos moderados a severos, requerirán una asistencia
educativa especial (Clark, 1996). Dependiendo del grado y la naturaleza de los déficit,
será necesario que el niño se incorpore a un tipo de escolaridad de acuerdo con sus
capacidades, o bien que reciba apoyos extras al horario escolar. Cuando el niño llega al
colegio, inicialmente tiende a verse a sí mismo como era y no como es en la actualidad.
La llegada a las clases le enfrenta con sus déficit, lo que en ocasiones causa un grado
considerable de frustración. En ese momento el papel del educador es ayudarle a
marcarse objetivos a corto y medio plazo, en concordancia con los resultados de la
evaluación neuropsicológica que pone de manifiesto cuáles son las habilidades
preservadas y alteradas, y por tanto, contribuye a definir mejor las necesidades
educativas del alumno.
Los resultados obtenidos en estudios realizados con adultos que habían sufrido un TCE
durante su infancia, demuestran que el desarrollo intelectual vio negativamente afectado
tras la ocurrencia del traumatismo. Las puntuaciones de la Escala de Inteligencia
Wechsler para Adultos (WAIS), eran inferiores a los límites normales, y presentaban
además desviaciones típicas más altas que la población que no ha sufrido un impacto
traumático. (Cattelani et al., 1998). Sin embargo, y como se ha puesto de manifiesto con
anterioridad, la afectación cognitiva del niño tras un TCE no repercute de modo
exclusivo sobre el funcionamiento intelectual. Dentro del aula, los déficit de atención,
de organización de la información y de planificación de estrategias de resolución de
problemas entre otros, pueden dificultar el seguimiento del ritmo escolar. La
organización de la clase por parte del profesor, su grado de control y tolerancia, y el
conocimiento de las consecuencias del TCE, son factores fundamentales para permitir
una adaptación adecuada del niño al aula (D'Amato, y Rothlisberg, 1996). La falta de
estudios de seguimiento de estos niños hasta hace relativamente poco tiempo explica la
ausencia de programas educativos especiales que tengan en cuenta las dificultades y
necesidades de estos niños. En la actualidad, el Ministerio de Educación y Ciencia tiene
funcionando un plan para integrar a los alumnos con necesidades educativas especiales
con alumnos que siguen una escolaridad ordinaria. La integración de estos niños, se ve
como algo dinámico cuyo objetivo central es la combinación de circunstancias para que
el estudiante desarrolle al máximo su potencial. Los profesionales (psicólogos,
pedagogos y logopedas), trabajan dentro del centro escolar apoyando a los profesores en
sus tareas educativas. La realización de este trabajo en colaboración con los padres y los
profesionales médicos que atienden al niño, crearía una situación muy favorable de
atención al niño en sus necesidades.
4.2. La importancia de la familia
La mayoría de los niños con daño cerebral traumático e historia de situaciones
familiares difíciles en el ámbito psicológico y social, tienen muchas más posibilidades
de recibir tratamiento psiquiátrico que aquellos niños con familias sin este tipo de
problemas. Los factores familiares y la severidad del daño explican hasta el 39% de la
variabilidad en relación con el funcionamiento del niño, su competencia social y la
adaptación al medio un año después de haber sufrido el TCE (Rivara et al., 1994a,
1994b). Tompkins, Holland, Ratcliff, Costello, Leahy, y Cowell (1990), realizaron un
estudio longitudinal con niños y adolescentes con daño cerebral adquirido, concluyendo
que en traumatismos moderados el predictor de recuperación fundamental en los niños
más pequeños era la situación conyugal. Los niños con una situación familiar estable se
recuperaban significativamente mejor que aquellos cuyos padres estaban separados,
viudos o divorciados.
Junto a la importancia de la situación familiar para la recuperación del niño, hay que
tomar en consideración el impacto que supone el TCE de un hijo en el ambiente
familiar. Wade, Taylor, Drotar, Stancin, y Yeates (1996), realizaron un estudio con
familias de los niños con daño cerebral adquirido, y encontraron que los padres de estos
niños experimentaban de forma significativa un nivel mayor de estrés que las de otros
grupos hospitalizados. Las mayores necesidades económicas a raíz del TCE, y el cambio
de rol en las actividades cotidianas provoca el deterioro de las relaciones con otros
miembros de la familia y la ruptura de los hábitos adquiridos en el medio familiar. El
estudio de Conoley, y Sheridan (1996), puso de manifiesto la importancia del trabajo
con los familiares con el objetivo de preservar la propia salud mental, y beneficiar así al
niño que ha sufrido el traumatismo. La intervención con las familias ha de tener en
cuenta la necesidad de ayudarles a asumir el dolor y la frustración, reacciones normales
en los miembros de la familia tras una experiencia de daño cerebral; fomentar el
mantenimiento de un estilo de vida saludable y la atención al resto de los miembros de
la familia; informales de las expectativas reales de recuperación del niño, y de la
colaboración que se espera de ellos; orientarles a tomar decisiones sobre los cambios
necesarios en el ritmo de vida; e informarles de las necesidades y ayudas legales
existentes para la educación y atención del niño con TCE. Todo ellos sin olvidar la
importancia que tienen los grupos de autoayuda formados por personas que están
pasando por las mismas circunstancias y que se apoyan en la resolución de conflictos y
superación de problemas.
5. Conclusión.
Sin duda, la necesidad más evidente para el paciente pediátrico con daño cerebral
adquirido es la adaptación a su medio. El nivel de ajuste se fundamente de forma
significativa en el apoyo familiar y en el desarrollo de habilidades sociales adecuadas.
Los pacientes con déficit residuales ven reducidas sus habilidades de comunicación y
socialización, y en los casos con problemas motores, no pueden recurrir a la
participación en equipos deportivos como medio de relacionarse. Por estos motivos, los
pacientes se aíslan, haciéndose aún más dependientes del medio familiar. De ahí
concluimos la importancia de que en los programas de intervención neuropsicológica
con niños con daño cerebral, se preste una especial atención no sólo a la intervención
sobre los déficit cognitivos, sino también al tratamiento de los problemas de conducta, a
la reeducación de las habilidades sociales, y muy especialmente, al apoyo a las familias
de los niños afectados.
Referencias
Andrews, T. K., Rose, F. D., y Johnson, D. A. (1998). Social and behavioral
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Cattelani, R., Lombardi, F., Brianti, R., y Mazzucchi, A. (1998). Traumatic
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Clark, E. (1996). Children and adolescents with traumatic brain injury:
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Referencia a este artículo según el estilo de la APA:
García Vaz, F., Muñoz Céspedes, J. M. (1998). La intervención neuropsicológica en los niños con TCE.
Psicologia.COM [Online], 2 (2), 36 párrafos. Disponible en:
http://www.psiquiatria.com/psicologia/vol2num2/art_6.htm [1 Agosto 1998]
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