ETICA, PROFESIÓN Y VIRTUD1 Miguel Angel Pelaez Antes de nada, deseo agradecer al responsable de este Grupo de Estudios Jurídicos, don José Antonio Díez, la amable invitación que me ha dirigido para pronunciar, por segundo año consecutivo, la primera de las intervenciones en este ciclo de conferencias sobre Deontología Jurídica. El tema que me ha propuesto en esta ocasión incluye tres términos Ética, Profesión, Virtud- que para muchos resultan inconciliables, no sólo en la práctica sino también conceptualmente. Señalaré siquiera algunas vías de análisis sobre la cuestión, indicando ya desde ahora que, al igual que todos Vdes., Magistrados, Jueces, Fiscales, Abogados..., aquí presentes, soy un oteador de la verdad. No ofrezco, pues, más que apuntes de lo que podríamos definir estudios y reflexiones personales de los últimos años sobre las cuestiones enunciadas. Agradeceré muy de veras las precisiones que tengan a bien realizarme, pues en esta permanente búsqueda, tan propia del hombre, la aportación de cada uno es relevante para los demás. Una puntualización. Estas conferencias van dirigidas esencialmente a juristas. Sin embargo, voy a autoconcederme la licencia de hablar desde una perspectiva algo más amplia, pues considero que una apertura a otras realidades no estrictamente legales puede contribuir a comprender mejor la inmensa profundidad antropológica de los tres términos que dan título a esta intervención. Definición de términos: Ética. Como es bien sabido, este vocablo procede del griego êthos (o, según Aristóteles, también éthos): carácter, hábito, costumbre... Pero además puede decirse que es el lugar en el que se habita y el modo de vivir en ese 1 Conferencia pronunciada el 20 de noviembre de 1997, en el hotel Agumar, de Madrid, dentro del ciclo de Deontología Jurídica organizado por el Grupo de Estudios Jurídicos. Otros ponentes fueron: don Antonio del Moral García, Fiscal de la Fiscalía General del Estado; don José Luis Requero Ibáñez, Magistrado de la Audiencia Nacional; don Andrés de la Oliva Santos, Catedrático de Derecho Procesal de la UCM; y don Rafael Navarro Valls, Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la UCM. Fue publicada en Madrid por GEJ en 1998. -1- ámbito, valorada la persona de forma global, en todos sus sentidos, no fragmentariamente. A semejanza de como Aristóteles explica en la Metafísica que el ser se dice de muchas maneras, también el estar se dice de muchas maneras. Una persona puede estar moribunda o pletórica de salud; es posible estar trabajando o en paro. Un modo de estar es precisamente no estar, y entonces se percibe especialmente qué persona contribuye y quién no a la convivencia, porque es en la ausencia -en su no estar- cuando destaca de manera muy particular la figura del líder, es decir, de quien tiene algo que decir, que aportar... Pues bien, el estar del que hablamos ahora, es decir, el estar del ethos, hace referencia, al estar en plenitud, al estar feliz, que acaba por confundirse con el ser feliz. La ética apunta en muy buena medida a ese arte de la vida que, adecuadamente ejercida, proporciona las condiciones de posibilidad de una existencia honorable, de una biografía dichosa. El segundo término, profesión, señala al lugar en el que se vive desde el punto de vista laboral: es ahí donde la mayor parte de las personas obtienen el sustento preciso para sí mismos y para sus familias, y es donde, con una consideración más profunda y acertada, los hombres pueden llegar a convertirse en co-laboradores con el Creador, laborando-con Él en sus planes sobre el mundo, participando en la administración de la realidad, no como accionistas -no nos ha sido dado el planeta en propiedad- sino como gerentes. De algún modo, el Creador ha dejado incompleta la creación, contando con que el hombre la vaya consumando, a la vez que se perfecciona a sí mismo. Llegamos al tercer elemento constitutivo del título: la virtud. Este término apunta a los hábitos, es decir, a la facilidad mayor o menor que una persona puede alcanzar para realizar un determinado acto, a base de haberlo ejercido en muchas ocasiones previas. Es un lugar común recordar que si esos hábitos operativos se encuentran orientados al bien son denominados virtudes y si lo están hacia el mal quedan calificados como vicios. Los hábitos componen -según Aristóteles- una segunda naturaleza, que nos facilita o nos dificulta el camino de la vida en plenitud. -2- Otros autores -Spinoza, Ortega y Gasset, etc.- se refieren a este mismo tema, afirmando que el hombre es causa sui. Sin duda, no desde un punto de vista ontológico, pero sí operativamente. No ontológicamente, insisto, ya que la persona no puede darse el ser a sí misma, porque lo más no procede de lo menos, y por tanto del no-ser-persona no procede el serlo, por mucho que se acuda a la casualidad (aunque se recurra al expediente de períodos inmensamente largos de tiempo). Por el contrario, repito, el hombre, de algún modo, sí puede hacerse a sí mismo operativamente. De hecho, hoy somos, en buena medida, lo que ayer quisimos ser. Mañana seremos en cierto modo lo que hoy estemos procurando. Los hábitos van encuadrando nuestro camino y aunque no actúan de un modo determinista, sí hacen más fácil o más difícil la marcha hacia adelante. Sucede así que determinados hábitos, como la pereza o la diligencia, marcan la capacidad de enfrentarse o no a los sucesivos retos que la existencia va planteando. Cervantes resume lúcidamente esta realidad en los comienzos de El Quijote: somos hijos de nuestras obras. Parafraseando al pensador polaco Tadeusz Styczen, realizarse o no realizarse depende de cada uno. Con las sucesivas decisiones, cada persona va aprovechando o no las sucesivas oportunidades de autorrealización. Literalmente afirma: de ti mismo-dependes, a ti mismo-te sitúas, a ti mismo-te dominas, a ti mismo-te posees (...). Nadie te robará a ti mismo, pero tú mismo puedes robarte. Triste resulta que uno se birle a sí mismo las posibilidades de autorrealización. Desafortunadamente, por falta de formación, de esfuerzo, o de atención al verdadero sentido de la realidad..., demasiadas veces sucede. La búsqueda de la felicidad Hay, al menos, una realidad en la que las personas de todos los tiempos y de cualquier latitud estamos esencialmente de acuerdo: anhelamos la felicidad. La pretendemos de forma más o menos explícita, en manera más o menos ansiosa, pero siempre la perseguimos, tanto en lo profesional, como en lo familiar y, principalmente, en lo vital: la necesitamos en el acontecer diario. Aunque alguien obtenga todo -dinero, reconocimiento público, -3- éxitos profesionales, aplauso por la labor intelectual y/o artística, etc.-, si no alcanza la felicidad, nada tiene. De la armónica composición de nuestra vida física, profesional y familiar, surgirá, como de una fuente, la felicidad. Dicho de otro modo, la felicidad es, en cierta medida, llevarse bien con los otros, con el mundo y con nosotros mismos. De esas tres relaciones, probablemente es la tercera la más ardua. Por eso, cuando se logra, las otras dos brotan sin particulares dificultades. Quien se acepta a sí mismo, no espera más de lo que es razonable anhelar, ni columbra expectativas desproporcionadas: su ilusión no se ve defraudada porque procura apuntar a realidades que no escamotean las promesas realizadas. Para el hombre, la verdadera felicidad -y también la felicidad verdaderano es un bien dado, sino una meta que se presenta a la vez como dificultosa y deseable. En ocasiones parece acercarse; otras, se difumina en medio de las nieblas de la dificultad. Es, en cualquier caso, reto que se plantea necesariamente, y ha de procurarse alcanzarla con iniciativa y sabiduría siempre renovadas. Tiene mucho más que ver con una permanente conquista de cierto sabor pacífico que con un fruto plenamente poseído. Felicidad es tarea y también, de algún modo, el don que surge de ese esfuerzo. La felicidad es una especie de respuesta semejante a la que recibe el amado de su amada, que no se impone, sino que se espera. Por eso, nunca da resultado la búsqueda en directo de la felicidad, pues si así se pretende, la persona acaba cargándose de un fardo de egoísmo que dificulta -o más bien impide- el mismo objetivo al que se aspira. Dicho de otro modo, el cumplimiento de normas y obligaciones -incluidas las morales- es condición necesaria, pero no suficiente, en la búsqueda de la felicidad. La felicidad poco o nada tiene que ver con la mera posesión de bienes o de reconocimiento externo, y tampoco con su contrario. Afirmar que la felicidad está en la pobreza material, supondría olvidar que las posesiones, en sentido estricto, son buenas: por eso son denominadas bienes. Tampoco procede del pasar totalmente inadvertido, porque una persona no llega a ser plenamente persona hasta que no se establece un reconocimiento dialógico, en el que alguien reconoce y explicita la bondad de la existencia del otro. -4- Pero no se encuentra la felicidad en la acumulación de propiedades, como la experiencia sociológica muestra. Los reconocimientos externos no hacen tampoco saborear la plenitud en que la felicidad consiste, sea por su transitoriedad -antes de que los aplausos se apaguen, esas mismas personas están pensando ya en otras cosas...-, sea porque la gloria vana que provoca se encuentra muy alejada de esa situación de don, en apariencia inmerecido, en el que la felicidad consiste. Algunos señalan que la felicidad es un imposible. Entonces, responde Julián Marías, deberíamos cambiar el referente del término felicidad para denominar algo que fuese alcanzable. En cierto modo, y en esto estoy totalmente de acuerdo con Leibniz, la felicidad es a las personas lo que la perfección es a los entes. Sin ella, falta algo esencial a la vida. Por decirlo con palabras de Julián Marías, la felicidad es una realidad planeada: a eso precisamente corresponde la felicidad como imposible necesario. Nuestra vida consiste en el esfuerzo por lograr parcelas, islas de felicidad, anticipaciones de la felicidad plena. Y ese intento de buscar la felicidad se nutre de ilusión, la cual, a su vez, es ya una forma de felicidad. La felicidad, en fin, surge de alcanzar una meta, un objetivo, un deseo, cuya obtención era improbable. De todas formas, y a pesar de su carácter proyectivo, la felicidad no se encuentra en el pasado ni tampoco sólo en el futuro. El tiempo propio de la felicidad es el presente. Pero no una actualidad cualquiera, sino una llena de ilusiones, de proyectos y esperanzas. La reducción de la felicidad a placer es un engaño o, cuanto menos, un error de cálculo. Como señaló Joubert, el placer viene a ser la felicidad de un punto del cuerpo. Y la verdadera felicidad, la única felicidad, toda la felicidad estriba en el bienestar de toda el alma. Sin embargo, para muchos, la felicidad del hombre se encontraría -de forma semejante a lo que sucede en los animales- en la mera placidez. De ese modo, nada habría más preciado que una vida placentera. Frente a esas consideraciones, fruto de una sociedad anestesiada por una mala o incompleta asimilación de la información percibida por los sentidos (el hombre-animal es el que permanece a nivel epidérmico, en los placeres sensibles, sin situar éstos -5- en su lugar adecuado y aspirar a otros más acordes con su naturaleza), coincido con los clásicos en la afirmación de que ideales por los que no merezca la pena morir tampoco justifican el vivir. O, dicho de otro modo, la felicidad no se encuentra en una existencia sin inquietudes, sino en un corazón enamorado... La felicidad se encuentra necesariamente en relación con las potencias más altas del hombre: su inteligencia y su voluntad. Por eso, ha de consistir en buena medida en conocer la verdad y amar el bien. Y dice también referencia necesaria a estar junto a lo que -y a los que- uno ama, quienes, de manera también altruista, manifiestan esa benevolencia (bene-volere: querer bien), que no es impuesta, sino liberal: podría o no darse. Como ha señalado Karol Wojtyla, el hombre se revela a sí mismo, como deseo de autoposesión y de autocumplimiento. Y es este último acto manifestación de la permanente búsqueda de la felicidad. Tal vez por eso la felicidad consista en ese proceso permanente y continuado de autoconquista del hombre mismo. Resulta tan importante el objetivo -fin último de la personaque estamos dispuestos a renunciar a satisfacciones parciales con tal de alcanzarlo. La angustia en la que se debaten muchos contemporáneos no es sino una muestra más de la urgente necesidad de volver a indicar cuáles son los caminos por los que es posible felicidad. A decir de Bernanos, tantos que se juzgan prácticos, materialistas, conquistadores de los bienes terrenos, en realidad padecen una desazón profunda. Como señalaba con aguda precisión no exenta de ironía: dan la impresión de correr en pos de la fortuna, pero lo que hacen no es correr en pos de la fortuna, sino huir de sí mismos. Una última e importante precisión: la felicidad guía las acciones de las personas, pero no tiene, en sí misma, capacidad normativa. O, por decirlo de otra manera: el ansia de felicidad no es, por sí solo, criterio de actuación. Las coordenadas para la vida no se encuentran en la búsqueda de la dicha, sino que son ajenas -por más que se encuentren anexas- a ella. Valga como excusa para esta larga -y sólo aparente- digresión, el hecho de que todo en la vida del hombre acaba por orientarse hacia la búsqueda de la -6- felicidad: la profesión por supuesto, pero también el modo en que se perciben la ética y las virtudes. Felicidad y Ética Para muchas personas, los términos felicidad y ética aparecen como opuestos. Esto se produce porque, desafortunadamente, el concepto al que nos referimos resulta ser en ocasiones un pseudo, ya que padece del mal de la des-armonía. Me explicaré. La ética, como he tenido ocasión de explicitar en otros trabajos (por ejemplo, Ética de los negocios: El pago de los impuestos, en Cuadernos de Estudios Empresariales, 4, 1994, pp. 273-285), es ciencia y arte, y su Belleza intrínseca exige un delicado equilibrio de todos los aspectos que la componen. Añado ahora que si alguno de ellos adquiere preponderancia demeritando a los otros, surge un proceso de desvirtuamiento, con consecuencias graves. Quizá las mentiras más dañinas para el hombre sean precisamente los problemas mal planteados, porque en nada estimulan para buscar la verdad. Aceptar una postura errada en el comienzo supone, en buena medida, despilfarrar el pensamiento, ya que las conclusiones no serán válidas. La ética, en sentido pleno, es, en mi opinión, la armónica composición de tres elementos. Los enuncio y esbozo a continuación: 1.- Las normas nos indican qué es lo que debemos hacer, nos orientan sobre los caminos que hemos de recorrer en nuestro comportamiento personal y respecto a los demás a lo largo de la vida. Las normas son fundamentales, porque, sin ellas, de igual modo que sin señales de tráfico en una carretera, se hace prácticamente inviable llegar al destino. Además, se tratará de referentes objetivos, porque si son meramente subjetivos o producto de un pacto temporal, podrán ser cambiados sin más, dejando a todos en una situación de perplejidad. Sin embargo, la defensa de esas normas morales ha de hacerse de forma armónica, pues si reducimos la ética al cumplimiento riguroso de unas normas, la cosificamos, la objetivamos de manera impropia. Las normas éticas, sin más, se agotan en sí mismas: les falta la sabia de la vida. Por eso, su sublimación acaba en uno de estos dos callejones sin salida: -7- a) Una rigidez tremenda, inhumana, que forja gente sin corazón, envarada, tiesa, acorchada y, por tanto, nada atractiva. Se convierte así la ética en una larga enumeración de obligaciones, muchas veces pesadas e incomprensibles, que es preciso seguir para no encontrarse condenado por los condicionantes de un ambiente en el que no se respira vida, y en el que la libertad no encuentra acomodo. b) El paso inmediatamente siguiente tiende a ser el rechazo de esa normativa agarrotada y su sustitución por unos preceptos cuyo objetivo último suele ser el comportamiento no agresivo con los cercanos, pero de carácter subjetivo. Las coordenadas espaciotemporales pasan a convertirse en radicalmente importantes para definir la normativa. Y como sin reglas no es posible vivir, se definen unas en las que la convivencia sea el empeño deseable y preponderante. El control y dominio de la ira acaba por ser, en la práctica, el único fundamento sólido. El kantismo, en su apresurado intento por huir de lo que interpretaba una ética de lo placentero (por equivocar los tres posibles sentidos del bonum, reduciéndolos únicamente al delectabile), se centró en una teoría formal de deberes. La consecuencia fue una parcialización de la persona. Kant olvidó que difícilmente alguien se mueve únicamente y toda la vida por referentes vacíos. El imperativo categórico es demasiado poco para el hombre. Obra de tal manera que la máxima de tu voluntad pueda siempre valer como principio de una legislación universal, ya es algo, pero resulta insuficiente: falta armonía: no considera globalmente a la persona. Sólo con señales externas (ajenas), no es posible vivir mucho tiempo. La persona reclama más, mucho más... El pensador alemán arrancó la esencia misma de la vida ética del ámbito de la experiencia de la persona, y lo trasladó al extraempírico del noúmeno. A continuación, hizo que toda la experiencia ética de la persona surgiese del sentimiento de respeto a la ley moral por él mismo propuesta (sorprendentemente, y tal como ha apuntado con agudeza el pensador polaco Karol Wojtyla, es este sentimiento de respeto por la ley el único que, para Kant, no tiene contacto con la realidad empírica, sino sólo con la razón y con una forma a priori de la ley moral). -8- Sin embargo, el deber sin más no es perseguible durante un largo período, porque el hombre busca siempre la felicidad. Uno de los más infaustos errores del kantismo, insisto, fue identificar felicidad con placer. Su formación puritana hizo el resto: había que rechazar el placer, y, por tanto, la felicidad. Kant presupone que, independientemente de la ética formal y racional, el hombre es un absoluto egoísta y un radical hedonista del placer sensible, y que lo es en todas sus emociones, sin distinción entre ellas. Las consecuencias de la sublimación formal de las normas las seguimos pagando. Plantear la ética, como Kant hace, en nombre exclusivamente de la autonomía de la razón es demasiado poco, principalmente, porque afirmar que la ley moral es una mera creación a priori de la razón, que no encuentra su fundamento en el orden existente en la naturaleza, supone desconocer la realidad. 2.- La virtud es el segundo elemento radicalmente constitutivo de la ética. Como hemos señalado al comienzo de estas reflexiones, los hábitos van conformando esa segunda naturaleza, que facilita o dificulta determinadas actuaciones. Pero la virtud, siendo primordialmente importante, como tal, a secas, conduce a comportamientos puritanos, propios de gente inflexible, porque olvida que lo específico de la virtud no es lo arduo, sino el bien (bonum honestum). Es más, a veces, el bien no es lo más difícil. De nuevo se verifica una desarmonía de los elementos y eso provoca fallas existencialmente onerosas. La primera de ellas, no saber siquiera cuáles son los hábitos precisos para una vida ética procedente. Las virtudes no alcanzan su pleno discernimiento en sí mismas. Precisan de indicadores externos, sin los cuales quedan privadas de sentido. Un ulterior estado de decadencia de las virtudes provoca la aparición de la teoría de los valores. 3.- El amor es el tercer factor consistente de la vida ética. El amor del que aquí hablamos lo es en sentido pleno. No nos referimos a una mera apreciación afectiva, sino que incluye en sí elementos de razón y de voluntad. La importancia del amor es básica, pues no es posible crear sin amar, y si esto sirve para todas las artes, de manera más plena para esa gran catarsis -9- en la que consiste precisamente el desarrollo de la persona, es decir, su crecimiento ético. Si, por el contrario, como algunos propugnan, el amor se limita a mero sentimentalismo, vacío de contenido, conduce a tipos diversos de hedonismo. Eso no significa de ningún modo que el amor sea plenamente racional. De hecho, el enamorado es una especie de loco. No es posible ser plenamente lógico (en el sentido de cartesiano) en el amor. Pocos han calado como lo logró Pedro Salinas en La voz a ti debida: Que alegría vivir / sintiéndose vivido. Y también: Como quisiera ser / lo que te doy / no quien te lo da. En ambos casos se apunta a lo esencial: la entrega total y, paralelamente, la necesidad de conocer que se es correspondido. No se dice Qué alegría vivir / sintiéndose pensado (o recordado). ¡No! El amor necesita plenitud de donación y de recepción, de la que no existe nunca certeza previa plena, y que, si no se cuida primorosamente, se diluye o incluso se arrumba con el paso del tiempo. A ese sabor agridulce del amor se refiere Vicente Alexaindre: Hermoso es el reino del amor / pero triste también. / Porque el corazón del amante / triste es en las horas de soledad / cuando a su lado mira los ojos queridos / que inaccesibles se posan en las nubes ligeras. / Todo conspira contra la perduración / sin descanso de la llama imposible. Por decirlo con palabras de otro gran literato: Los invisibles átomos del aire / en derredor palpitan y se inflaman; / el cielo se deshace en rayos de oro; / la tierra se estremece alborozada. / Oigo flotando en ondas de armonía / rumor de besos y latir de alas; / mis párpados se cierran… ¿Qué sucede? / ¡Es el amor que pasa! (Bécquer, Rimas) La impaciencia es contraria al amor, porque no respeta el ritmo de los corazones, introduce modificaciones importantes en la cadencia comunicativa. El ansia rompe la contemplación. El amor -al igual que la felicidad- no es algo ya conseguido pacíficamente. Más bien, el amor va siendo. El amor verdadero exige el compromiso de la libertad: es un don de sí mismo, y entregar solicita -y evidencia- apreciar la propia capacidad en beneficio de otro. El amor necesita contar con las normas, y también con las virtudes, para dar consistencia a la vida: ¿desearía alguien, incluso quien pone como mayor -10- aspiración una existencia placentera, ser conectado a una máquina y vivir disfrutando un arrobamiento sensual sin límites, y morir sin conciencia y sin sufrimiento? El dolor también tiene una función importante en la ética -y en la vida en general-, al igual que la muerte. Porque si no hubiera fin, no se viviría plenamente, por carencia, entre otras cosas, de retos. De ahí que el verdadero amor no excluye -sino que asume- la presencia de las penas. A grandes rasgos, la actual discusión moral tiende a librar a los hombres de la culpa, forzando que no se den nunca las condiciones de posibilidad para su presencia. Recuérdese la mordaz frase que Pascal dirigía a esos moralistas, profetas de un planeta sin infracciones: Ecce patres, qui tollunt peccata mundi! He aquí a los padres que quitan el pecado del mundo. Se ha ironizado sobre el hecho de que Sigmund Freud ha superado con mucho a aquel poco iluminado Rabbi denominado Jesús. Frente a la búsqueda del perdón, el psicoanálisis freudiano fue más allá: ha eliminado la culpa del horizonte espiritual. El daño ha sido, aquí sí, sobresaliente, porque el hombre sin arrepentimiento se paraliza o, al menos, limita sus posibilidades de manera significativa. Sin reconocimiento de la culpa, no hay perdón, y, sin perdón, se desnaturaliza el amor. ¿Por qué se intenta recuperar la ética profesional? Leibniz afirmaba que si la geometría tocara nuestra vida, la rechazaríamos al igual que la moral. Así ha sucedido en las últimas décadas: la ética fue puesta bajo el foco de la sospecha y posteriormente bajo el de la acusación: hablar de estas cuestiones era incluso reputado ofensivo para el hombre liberado. Sartre, por ejemplo, clamaba en contra de la normativa moral afirmando que, de darse, estaría negándose la libertad. Presenciamos, sin embargo, más recientemente, una rápida carrera por la recuperación de la ética. Muestra de ello es, entre otras muchas realidades, los sucesivos ciclos organizados por este Grupo de Estudios Jurídicos y los módulos que sobre Ética empresarial se incluyen cada vez con mayor frecuencia en las Escuelas de Negocios e incluso en las Facultades de Ciencias Económicas y Empresariales de muchos países del mundo. -11- Apunto tres motivos que justificarían estos regostos éticos: 1.- Uno tiene un estricto carácter económico: si consigo que las personas incorporen determinadas virtudes -lealtad, sinceridad, puntualidad, laboriosidad, etc.-, será razonable, piensa el empresario, ganar más. Es mejor contar con gente que viva la reciedumbre, la prudencia, el saber estar, el buen gusto, la responsabilidad, la alegría, la naturalidad, la sencillez, la generosidad, la magnanimidad, la justicia, la comprensión, la paciencia, la audacia, la amistad, la valentía... Inspirándose en Voltaire, no pocos empresarios y/o ejecutivos, parecen afirmar: no creo realmente en la Ética ni como ciencia ni como arte, pero prefiero que mis empleados sí le presten crédito, porque así me robarán menos e incluso se esforzarán más. Se convierte así a la ética en un mero -y no es poco- elemento de motivación (de movilización) de las energías de los trabajadores. Nos encontramos en un nivel epidérmico, de tintes estrictamente mercantilistas. La virtud es contemplada más como capacidad de repetir actos rentables para la empresa, que como aquella segunda naturaleza apta para ayudar a la primera a proporcionar pleno sentido a la existencia de cada persona y, más adelante, a la sociedad en su conjunto. 2.- Puede apuntarse en segundo término un motivo que cabe calificar de puritano. En toda civilización se han establecido determinados límites para algún comportamiento. Por ejemplo, hoy en día, en muchas de las civilizaciones más desarrolladas se permite cualquier tipo de conducta sexual, sea homo o hetero, pero no se admite que sea con niños, o se exige que se realice mediante pago de una cantidad acordada, etc. Es un modo de acotar, de defender al hombre de sí mismo, porque es comúnmente aceptado que algunos usos deben ser controlados, pues no es bueno que la persona quede completamente desatada. El problema se encuentra ahora en que con esta apreciación de una normativa subjetiva y/o pactada, si no hay otro límite que lo concertado, todo puede ir variando de un momento a otro: no hay quicios claros. El derecho se convierte en el máximo punto de referencia, se difumina la frontera que separa eticidad de legalidad, y los nuevos sacerdotes del bien y del mal son ahora los -12- juristas, ayudados por los dueños de los medios de comunicación y sus oportunamente adiestrados periodistas... (¿Dónde queda aquí, por ejemplo, la libertad del profesional de la información, su derecho-deber de desbrozar las trochas que conducen a la verdad, si se encuentra permanentemente amenazado-mediatizado por una determinada línea editorial?). 3.- Existe un tercer motivo para la recuperación de la deontología profesional: el más serio y riguroso: el redescubrimiento de que la persona es un unum. Recuerdan quienes esto propugnan, que la moral no es un punto de llegada, sino de partida. Al asumir vitalmente una mínima normativa objetiva, sobran piolets y cuerdas para volar hacia la dignidad plena de la persona. El lenguaje viene en nuestra ayuda: des-moralizar es quitar la moral, es arrancar el ánimo, es, pues, des-animar. Eliminar las coordenadas éticas o sustituirlas por pseudos, supondría ser un des-almado que busca des-almar a otros. Moralizar supone animar a otros a seguir el camino adecuado, para ejercer una libertad plena que sea camino de una felicidad colmada. Para señalar la función de la ética y la virtud en relación con lo profesional, lo esencial es definir el fin, porque sin meta es imposible decir qué es bueno y qué es malo. Una máquina, una mesa, una silla, por ejemplo, sólo podemos juzgarlas si sabemos para qué sirven, cuál es su propósito. En la búsqueda de mí mismo en que la vida consiste, debe haber una naturaleza; si no, me ligo a una mera capacidad que, al ser mera potencia, se convierte en vacío, en náusea sartriana. Definir cuál sea el objeto de la profesión se convierte, por tanto, en una necesidad urgente e imperiosa. Y el trabajo sólo alcanza pleno sentido mediante el análisis global de lo que la persona sea: no es aceptable limitar el juicio a los elementos técnicos precisos para desarrollar una labor productiva. Reducir la tarea profesional a una compra-venta de esfuerzos es insuficiente para el hombre. Entender el término mercado laboral en su sentido más prosaico es producir un grave daño a la persona. Trabajar -repito- es mucho más que lograr medios para sustentarse uno mismo y la propia familia. La vida profesional es un ámbito muy superior al de la mera obediencia sumisa a unas órdenes más o menos competentes impartidas por personas más o -13- menos ilustradas. Trabajar, desarrollar una labor profesional, es -debería de ser- uno de los principales ámbitos de desarrollo de la persona. Precisamente aquél en el que se hace colaborador de la creación y en el que las obras de sus manos son públicamente reconocidas por los demás, se trate de montar elementos de un coche en una cadena de producción, de dictar sentencias, o de escribir libros de poesía. En la amistad y en la familia, los otros dos grandes ámbitos de la existencia, la persona ayuda a dar sentido a otros, y recibirlo ella misma en plenitud. En el trabajo se añade el factor de que al final se contempla un producto: lo que algunos pensadores centroeuropeos han denominado trabajo objetivo. Complementaria e inseparablemente unido se encuentra el trabajo subjetivo: es decir, lo que en la persona acaece cuando faena. Al igual que en las relaciones interpersonales, en el trabajo cada uno se hace o se des-hace. Y esto sucede así, en gran medida, dependiendo de las actitudes que para el ejercicio de esa labor se adopten. Un trabajo sin coordenadas éticas será, con toda seguridad, una labor des-motivadora a largo y medio plazo. Porque, a corto, en ocasiones, lo material -un buen sueldo, la parafernalia propia de muchos ámbitos profesionales, los desmedidos afanes de autoafirmación...- acalla necesidades más profundas. Conclusiones Nos acercamos ya al término de estas sucintas reflexiones sobre una posibilidad de análisis de las relaciones existentes entre la Ética, la Profesión y la Virtud. Tal vez es el momento de apuntar itinerarios de trabajo, tanto intelectual como antropológico. La ética es más que el mero cumplimiento de unos deberes. Es, sobre todo, la búsqueda de la felicidad, que sólo se alcanza en esa plenitud del ser humano que va lográndose mediante el ejercicio de las virtudes. Frente a quienes se han empeñado en entender y explicar la ética bajo la pregunta: ¿qué debo hacer?, ¿qué se espera de mí?, ¿cuáles son mis obligaciones?, estimo que más bien debería preguntarse por ¿cómo puedo vivir?, ¿cuáles son los caminos que conducen a la plenitud de autorrealización de mi ser? Y, por -14- tanto, pero sólo como consecuencia, ¿cuáles son los comportamientos que debo evitar, porque me distraen del camino que conduce a la felicidad? Por todo esto, pienso que no es viable parchear. La virtud, y la ética en general, no son un emplasto, cuando lo que está en juego es la recuperación del sentido global del mundo y de la persona dentro de él. En ocasiones, parece como si algunos proporcionasen placebos -valga la comparación- a un enfermo de cáncer, pues prometen alcanzar el sentido de la vida sin esfuerzo, con recetas de moralina, que sólo parcialmente tranquilizan las ansias de perfección del ser humano. La reivindicación de la ética en general, y de la profesional en particular, no soslaya la presencia del sacrificio y la renuncia. Al igual que la escultura o la pintura, la ética, en cuanto ciencia artística o arte científico, exige, para descubrir su verdad, el ir realizándose. La ética sólo la entenderá quien esté dispuesta a vivirla. A esta realidad apunta Simone Weil con particular clarividencia: el conocimiento del bien sólo se tiene mientras se hace… Cuando uno hace el mal, no lo reconoce, porque el mal huye de la luz. O lo que es lo mismo, el bien se reconoce -y se disfruta, y en él se profundiza- sólo, si se hace; el mal, sólo si no se realiza. En palabras de Goethe: no podemos reconocer un error hasta que no nos hemos librado de él. La ética no puede ser un mero objeto de análisis aséptico: por exigir respuestas, produce adhesiones o rechazos. Ya describió la situación Platón al explicitar el mito de la caverna: el que se libra de la caverna y ve la realidad vuelve atrás a decir a los otros que la realidad no son las sombras. Sin embargo, lo matan, porque dice la verdad. Cuando la ética responde plenamente a las necesidades del hombre, es hondamente exigente, pero, a la vez, profundamente colmante para la persona. Por el contrario, huir de toda moral -o, más frecuentemente, fabricarse una aguada, a medida- no es sólo algo inmoral; es, más bien, asegurarse la mediocridad. En realidad, el difundido temor a no realizarse -y su consiguiente decisión de evitar el compromiso, para no cerrar ninguna vía alternativa de comportamiento- conduce a una generación de adocenados. Por el contrario, el profundo sentido de una ética de virtudes, que coordine los deberes y el amor, dará personas plenamente libres, porque serán -15- dueñas de sí mismas. Y quien se autoposee -o, mejor dicho, quien cada día pone empeño por conseguirlo-, estará en condiciones de autodarse. Es obvio que la verdad -cuando no es falsificada- no tranquiliza, sino que responsabiliza. Pero es en ese compromiso donde nos liberamos de nosotros mismos, es decir, de lo más bajo de nuestras tendencias. Surgen entonces las condiciones de posibilidad de llegar a ser lo que debemos ser, y de ayudar a los demás a conquistar ese objetivo en sus vidas. Con esa exigencia amable, se hace viable una civilización vivible, ya que una sociedad inhumana es aquella que se basa en una definición incompleta o falsa de lo que una persona es: muchas veces por carencia de conocimientos adecuados sobre los diversos requerimientos que pueden ser solicitados a una criatura. Las tergiversadas y cómodas concesiones a lo hacedero y liviano no satisfacen las necesidades de autorrealización de las personas. Bernanos apuntaba a este peligro cuando afirma que la peor amenaza para la libertad no es que uno se la deje quitar -porque quien se la ha dejado quitar puede reconquistarla siempre-, es que uno haya perdido el aprecio por ella, que ya no se la comprenda. Pelaez, M.A. (1997). Ética, profesión y virtud. Tomado de: http://www.profesionalesetica.com/index.php?SEC=descargas&aid=INVESTIG A.FUNDAMENTOS -16-