S. E. el Arzobispo Vincenzo Zani Secretario de la Congregación

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Australian Catholic University -­‐ 25ª Asamblea General de la FIUC – 13-­‐17 de julio de 2015 CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA Homilía pronunciada en la Catedral de San Patricio, Melbourne, 13 de julio de 2015 S. E. El Arzobispo Vincenzo Zani, Secretario de la Congregación para la Educación Católica Ex 1,8-­‐14.22; Mt 10,34-­‐11,1 1. Saludo e introducción Excelencia Reverendísima, distinguidas autoridades, estimados participantes en la Vigesimoquinta Asamblea General de la FIUC, queridos fieles de la comunidad de Melbourne, hermanos todos. Estamos reunidos para celebrar la Eucaristía en esta espléndida catedral de arquitectura neogótica, corazón de la Arquidiócesis. Ella fue elevada a la dignidad de basílica menor durante el pontificado del Beato Pablo VI en el año de 1974 (mil novecientos setenta y cuatro) y recibió la visita de San Juan Pablo II en el año 1986 (mil novecientos ochenta y seis). El altar, que simboliza la resurrección de Cristo, es una vigorosa invitación para todos nosotros a renovar nuestra fe y a enraizar en el misterio de Cristo Resucitado nuestro compromiso con el estudio y la reflexión que realizaremos estos días, durante los cuales trataremos temas importantes relacionados con la misión de las universidades católicas de todo el mundo en la formación de las jóvenes generaciones. Nos guían en la meditación y nos orientan en nuestra oración las lecturas de la liturgia del día. 2. Liberación y fidelidad El pasaje de la primera lectura, tomado del libro del Éxodo, describe la gran epopeya de la salvación de Israel, arrancado de la esclavitud de Egipto, y con el que Dios establece una alianza. El éxodo es el canto al Dios que salva, el poema al Dios de Israel que, habiendo escuchado el llanto de su pueblo, ‘baja’ a liberarlo. Este pueblo, una vez liberado, ya no estará destinado al servicio del faraón, sino al del Señor (cf. Dt 4,20). Los versículos que hemos leído hoy presentan la situación de los hebreos en Egipto mientras estaban sometidos a ‘otro rey’, es decir, sometidos a un faraón diferente a aquel que había enaltecido a José como primer ministro del país. Un faraón que no la había conocido (v. 8). Sospechando de ese pueblo extranjero que crecía y se multiplicaba en su país, pensó que un día esos hombres podrían soliviantarse contra el pueblo egipcio o establecer una alianza con sus enemigos (vv. 9s). El faraón decidió, entonces, tomar previsiones contra ellos: decretó que fueran impuestos a los hebreos trabajos forzados muy duros, con la finalidad de extinguir sus fuerzas; los hizo emplear en la construcción de las dos ciudades – depósitos del delta del Nilo (v. 11). Los egipcios hicieron muy amarga la vida de los israelitas, los obligaron a ser esclavos, sometiéndolos con dureza a la fabricación de ladrillos de arcilla. No obstante, mientras más fuertes eran las penurias 2
sufridas, más rápido se multiplicaba el pueblo (v. 12). Observando que este sistema no funcionaba como él quería, el faraón ideó otro modo bastante inhumano y cruel para reducirlos a la impotencia y diezmar a Israel: la supresión de los hijos varones que nacieran (v. 22). En este escenario de injusticia y de sufrimiento se desarrollará la gran acción salvadora de Dios, mucho más excelsa que la tristeza y la desesperación del pueblo israelita. El texto del Evangelio de Mateo es un pasaje muy difícil de comprender por la contradicción aparente que ofrece. Jesús, quien más adelante dirá que debemos aprender de él porque es “manso y humilde corazón” (Mt 11,29), ahora dice que ha venido a “traer la espada, no la paz sobre la tierra” (10,34). ¿Cómo se pueden conciliar estos dos extremos?, ¿En qué sentido debemos interpretar sus palabras? En estos casos, es el contexto literario el que nos ayuda a comprenderlo adecuadamente. En nuestro caso, la expresión de Jesús se encuentra en un contexto de persecución por causa de la fe en Cristo. De hecho, él mismo había dicho: “quien, entonces, me reconocerá ante los hombres, también yo lo reconoceré ante mi Padre que está en los cielos”. Esto nos demuestra que la división entre las personas de la misma familia no surge por cuestiones de temperamento, de desidias o de luchas personales, sino por la fidelidad o infidelidad a Cristo. Algunos creerán en él, otros no. Por ello, Jesús ha venido a traer división, es decir, Él mismo se hace motivo de discordia entre los hombres, entre aquellos que creerán y aquellos que rechazarán la fe. El texto de la Escritura habla claro. El Evangelio que predica la paz y la concordia, cuando trata el tema de la verdadera fe en Cristo o de nuestra adhesión a él, prefiere la división, el contraste, diríamos hasta la intolerancia a favor de quienes lo han seguido o han creído en él. Por esto, y siempre en la misma línea, Jesús se colocará por encima de todos los valores, inclusive, los valores más sagrados de la familia. Agrego que, para seguirlo, tenemos necesidad de la cruz, de la renuncia, se debe estar dispuesto a dar la propia vida. Estas exigencias pueden parecer excesivas, si no fuera por la verdad que contienen y por la excelencia de Aquel que las ha pronunciado y las ha requerido, signo de su autoridad y de su supremacía sobre todas las cosas. 3. El Éxodo hoy Al inicio de la vigesimoquinta Asamblea General de la FIUC el texto de la liturgia de hoy ofrece una preciosa orientación para nuestro trabajo y nos da algunas claves de lectura para los temas que deberemos afrontar. El pasaje del Éxodo describe la situación dramática en la que se encontraban los hebreos ante los cambios sociopolíticos provocados después de la sucesión del faraón: un cambio que ha puesto en crisis la identidad y el destino de un pueblo entero. Los hebreos eran inmigrantes, obligados a trasladarse a Egipto para sobrevivir a causa del hambre y de la pobreza, fruto de los años de sequía. Son extranjeros que, después de haberse instalados en otro país, donde padecen la opresión, conservan un sentido fuerte de pertenencia étnica y religiosa, que les da a ellos una identidad precisa. Es el drama que se 3
repite y atraviesa todos los siglos de la historia hasta nuestros días. Un emigrante que se traslada a otro país lleva consigo el propio idioma, usos, costumbres, cultura, sistema de valores, que no quiere perder porque constituyen la raíz de la propia identidad personal y social; es justamente la identidad la que confiere el sentido de pertenencia y ayuda a superar dificultades y conflictos. El Éxodo es el relato de la liberación de un pueblo inmigrante, víctima de la opresión y de la esclavitud. El Dios del éxodo se revela así como un Dios que libera a los oprimidos, que combate el mal bajo cualquier forma y libera a los hombres. Este libro de la Sagrada Escritura explica la intervención divina movida por la compasión; sobre todo, indica que la salvación ofrecida por el Dios de la Biblia precede a cualquier iniciativa humana y goza de independencia ante cualquier mérito particular. Nos encontramos en Australia, una tierra que ha sido marcada por las migraciones y esto, junto al texto del éxodo, nos hace pensar en el hecho que hoy en día en muchas zonas del planeta se registran nuevas mareas migratorias, como los boat people de Birmania, o cuantos huyen de la miseria en Bangladesh, vagando sobre barcas perdidas e impulsadas por tantos países, o también, el fenómeno de los numerosos grupos de norteafricanos que atraviesan el Mediterráneo hacia Europa arriesgando todo en búsqueda de una vida nueva. Sobre esos mismos mares repletos de inmigrantes, muchos se mueven por turismo, para complacerse de las bellezas que ofrece la naturaleza. Estas contradicciones y estos dramas de los fenómenos migratorios, con todas las problemáticas interconectadas, plantean enormes desafíos, sea a nuestra conciencia de creyentes, sea – como bien sabemos – a la sociedad, a la política, a las instituciones nacionales e internacionales. La historia de la salvación se hizo acción concreta a partir del drama de la esclavitud de un pueblo en tierra extranjera. Un cristiano debe dejarse interpelar siempre por la Palabra de Dios y, en particular, por la misma palabra de Jesús: “Era forastero y me habéis acogido” (Mt 25,35). Es una palabra que no ofrece soluciones prácticas a todos los problemas, pero que no puede ser olvidada puesto que resume el misterio de Jesús. Él se ha presentado definitivamente como “extranjero”, como alguien que vive tanto la experiencia del rechazo como de la acogida, experimentándola en su vida concreta histórica (cf. Lc 9,53; 10,38) y en todo su misterio. No podemos olvidar la sorpresa que generan en Jesús los encuentros, vividos durante su vida pública con los extranjeros no hebreos, en los cuales ha descubierto una fe inesperada y con una sincera necesidad de salvación. Jesús, que se ha dejado provocar por el encuentro con los extranjeros, se hace ejemplo que nos estimula también a nosotros a no temer al extranjero, ni al nivel del encuentro personal, ni al nivel de la acogida en nuestras instituciones académicas, las cuales están abiertas a todos; prontas a ofrecer a cada uno (quien) un proyecto educativo incrustado en la cultura del encuentro que abra hacia la esperanza, que dé los instrumentos para construir una nueva sociedad. 4. Fidelidad al fuego de Jesús “Fuego he venido a traer…”, dice el Evangelio de Jesús, hebreo marginal, pobre, depuesto de la cruz y misericordiosamente acogido por las mujeres, por José de Arimatea, por Nicodemo. Jesús había dicho que traía el fuego y la espada; es el tema de la misericordia divina que convulsiona las lógicas humanas e introduce en el mundo un 4
nuevo paradigma de valores, fruto del proyecto de amor del Dios Padre. El Cardenal Roger Etchegaray dijo recientemente: “La misericordia es un beso que quema. La misericordia divina es el rostro que toma el amor de Dios cuando él se une a la miseria de los hombres, al sufrimiento, al pecado […] Y la misericordia produce su fruto cuando el hombre, amado hasta el perdón, se hace él mismo misericordia”. En los trabajos de nuestra asamblea debemos reflexionar con profundidad sobre los cambios que caracterizan la cultura y el tiempo presente y sobre los desafíos que ellos provocan en los procesos formativos. No podemos, en este sentido, olvidar como escribía San Juan Pablo II, veinticinco años atrás, en la Ex corde Ecclesiæ, sobre la tarea de las Universidades Católicas. Decía: “con la investigación y la enseñanza, ayudan a la Iglesia a encontrar de un modo adecuado a los tiempos modernos los tesoros antiguos y nuevos de la cultura, «nova et vetera», según la palabra de Jesús” (n. 10). La transformación de nuestro tiempo, que parece crear incertidumbres y desorientaciones, ¿preguntan? aún más sobre la misión de las universidades católicas llamadas a establecerse como lugares de enseñanza y de investigación, no de saberes ‘neutros’ e indistintos, sino como comunidad de docentes y estudiantes que comparten los valores vitales y que promueven caminos intelectuales y experiencias inspiradas en un contexto de pluralismo cultural y religioso. Ante los egoísmos nacionales, el déficit de la democracia, los conflictos que desestabilizan enteras áreas geográficas, el terrorismo despiadado y sanguinario, se hace necesario con urgencia dar a conocer a través de las universidades el pensamiento social de la Iglesia, madurado y asentado durante siglos como patrimonio que puede regenerar la humanidad. El fuego que Jesús ha traído sobre la tierra es el corazón del mensaje cristiano que el Papa Francisco nos pide en el Motu proprio Misericordiae vultus y que nos invita a vivir en el próximo año jubilar. La misericordia es la justicia propia de Dios, diferente de aquella del mundo. Es palabra clave con la cual nos viene sintetizado y entregado el mensaje del Concilio para que con la confianza y el coraje sirvamos al hombre, en cualquier condición. Hacer concreta la caridad, según el Papa, no corresponde solo al nivel del comportamiento individual, sino que también, incluye todas las expresiones de la comunidad cristiana puesto que la misericordia es el arquitrabe que sostiene la vida de la Iglesia. Para nuestras comunidades académicas esto constituye un vigoroso estímulo para profundizar en la dimensión social y cultural de la misericordia, para educar a las jóvenes generaciones en combatir la corrupción (n. 19) y las nuevas formas de esclavitud (n. 16); para promover una nueva cultura de la misericordia y una nueva cultura del perdón (n. 10) que se oponga a la globalización de la indiferencia y que rompa cualquier autoconciencia centrada en sí misma y cerrada con narcisismo de modo que se abra al tú y al nosotros. En esta Eucaristía confiemos al Señor nuestras intenciones y nuestros buenos propósitos de bien, invocando la plenitud del Espíritu Santo de modo que nuestro trabajo sea fuego de amor que haga resplandecer la verdad. 
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