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“LA HISTORIA DE MILY: UNA NIÑA ABANDONADA, SOLITARIA,
FRUSTRADA Y TRISTE”
Jaime Fernando ORTEGA ORTEGA
Mily era una mujer de 51 años, tratada con psicoterapia psicoanalítica durante dos
años y medio, dos veces por semana. Se contactó conmigo dejando un mensaje en mi
celular indicando que había sido derivada del Centro de Psicoterapia Psicoanalítica de
Lima y solicitó una entrevista. Me llamó la atención que dijese el nombre completo del
Centro. Su voz me causó extrañeza, angustia y me pregunté si era una psicótica. Al
devolverle la llamada telefónica, me enteraría que aún vivía con sus padres,
fantaseándola como una mujer dependiente y desvalida. Percibí su voz, apagada,
distorsionada, impostada, tipo locutor, metálica, “artificial, sin vida”; impresiones que
corroboraría en la primera entrevista. Consultó por su depresión, escuchar voces, no
lograrse establecer como persona, sentir que su casa era un caos, sentirse en soledad
los fines de semana, tener cosas contenidas y darse cuenta que necesitaba un
tratamiento individual ya que el grupal del hospital le era insuficiente. Y en sus
palabras: “Revivir las cosas y con dolor no es bonito. Amanecí deprimida. Quiero
mejorar y vivir bien. Tomo Carbonato de Litio, Akineton, Rohipnol y Alpaz (…) He
tenido cuatro internamientos (…) Ya no quiero sufrir. Me he enamorado de hombres
casados que no me han comprendido. En el hospital exteriorizaba ante los demás pero
me avergonzaba. Salí convencida que tenía que seguir un proceso individual. Me sentí
muy atraída por el psicólogo (…) Dejé de tomar las medicinas y me internaron porque
escuchaba las voces que me insultaban, ‘zorra asquerosa, nadie se casa contigo
porque no sabes cocinar’ (…)”.
En nuestro primer encuentro yo intentaba mantener la neutralidad sin conseguirlo.
Korman dice: “(...) el analista no es jamás un observador neutro, sino que forma parte
de la situación analítica (...)”. Mi angustia era tal que me protegía del impacto
emocional causado por sus palabras, registrando mecánica y textualmente su
discurso, y no escuchándola ni escuchándome. Para Etchegoyen: “El paciente
psicótico nos hace vivir y sentir lo que nunca pudo poner en palabras o en conceptos.
El analista debe estar preparado para recibir esos mensajes, sentirlos y decodificarlos,
y sólo luego de haberlos pensado con tranquilidad habrá llegado el momento de
interpretarlos”. Si bien motivado no estaba preparado para recibir, sentir, decodificar y
menos aún interpretar sus mensajes desbordados y que me desbordaban.
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En las siguientes entrevistas, más allá de proporcionarme datos de su historia
personal y familiar, me dijo: “Yo espero que usted me ayude a mejorar, a perdonarme
cosas que no me perdono. Aclarar cosas. Quiero seguir en la vida y hacerlo bien. Vivir
con alegría y optimismo. Que me ayude a aceptar algunas cosas. Quiero disfrutar y
quiero ser feliz con lo que hago. Sentirme bien”.
Mujer alta y gruesa. De mirada directa y “provocativa e insinuadora”. Sencilla y
ordenada en su arreglo personal. De postura y marcha erguida, demostraba su
presencia y fortaleza muscular. Era la mayor de ocho hermanos y la única profesional
con estudios universitarios, profesora de educación con especialidad en biología y
química. Los demás eran secretarias, auxiliares de educación y trabajadores de
limpieza en el sector educativo. Sus padres eran provincianos, con estudios primarios
incompletos y laboraron en comercio ambulatorio, limpieza y servicio doméstico.
Sentía que su padre fue callado, cariñoso y que no la cuidó lo suficiente. El “no haber
sido cuidada lo suficiente”, marcaría su vida futura, en especial con los varones. Su
madre fue trabajadora, amable, sociable, rígida, seca y poco amorosa. Desde pequeña
escuchaba: “los niñitos separados de las niñitas”, mito que reforzado por su entorno
familiar femenino, abuela, madre y hermanas. Mito que la mantenía “alejada” pero
deseante y temerosa del contacto masculino, atinando sólo a mirarlos de lejos sin
hablarles. Las “mujeres por aquí” y los “hombres por allá” resultaría el patrón cotidiano
de su comportamiento.
Durante su tratamiento hospitalario y atenciones en la clínica de día, el Psicólogo R.
resultó un personaje erotizado para luego devenir en un recuerdo intenso y erótico por
mucho tiempo. Ella no quería ser un “historial desechable”, una paciente más, sino
alguien diferente. Esto explicaría su empeño de mantenerse vinculada al hospital
donde él laboraba y al cual ella ya no pertenecía según su jurisdicción domiciliaria, sin
embargo hacia todo esfuerzo por verlo.
Inicialmente reveló una conflictiva psicótica con componente paranoide y elementos
depresivos. Sus alucinaciones eran recriminadoras y culpógenas: “zorra… puta…
mala… no sabes hacer nada por eso nadie se casa contigo… lárgate… todo lo haces
mal… tengo mis partes excitadas… me quieren hacer daño… ¿qué haces?... seguro
que tú lo has hecho… tu papá está así por haberlo descuidado”. Voces que ubicaba
fuera de sí misma, distante de su cuerpo, en objetos concretos y externos.
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El abandono y la inseguridad fueron los pilares en sus relaciones objetales, frágilmente
consolidadas, aunado a las “seducciones” hacia y desde los hombres. “Una madre
intrusiva impide la apertura del espacio potencial, una madre abandonante también”
(Abadi). Mily fue “abandonada” a su suerte, sin los cuidados femeninos de protección
hacia un varón y con la “maldición” paterna de “Todos los hombres son una mierda”, la
misma que la paciente corroboraría como un mandato. Ese núcleo abandónico lo
vivenciábamos
contratransferencialmente,
“rechazando,
abandonando”
mis
intervenciones terapéuticas; como si me dijese “no sirves para nada”, como se lo
decían las “voces”, lo cual constituía una presentación invertida de su condición
patológica, actuando activamente lo que ella sentía pasivamente. Me convertí en una
gran “decepción, frustración” y la paciente intentaba minimizar, “minimizando” nuestro
encuentro, llegando “retrasada”. Se evidenciaba esa constante petición y se frustraba
por no recibir “lo concreto” de sus demandas y que “el otro” psicólogo siempre le
concedía y la gratificaba con abrazos, caricias, palabras bonitas, miradas, sonrisas,
besos. Como que lo que yo le brindaba, la interpretación, no era lo deseado. Deseo
incesante y repetido con los hombres que conocía, yo incluido. Como una forma de
aplacar su soledad, su dolor, se “ligaba” con hombres casados y comprometidos,
como para re – confirmar y re – asegurarse que “la abandonaban, la dejaban sola”.
Las mujeres de su familia, su abuela, su madre y sus hermanas “casadas o
convivientes” habían logrado lo que ella no, “estar al lado de un hombre”. Mily había
“introyectado” el mito familiar femenino como parte suya, “aceptando y dándoles la
razón” sumisamente por temor a perderlas y quedarse más sola aún. Lo “bueno” era lo
conseguido por “las otras”, un hombre; lo malo era “lo suyo”, estar sola. Aún no se
atrevía a satisfacer sus necesidades personales, familiares, afectivas, sexuales; sin
embargo, de ser una profesora sumisa y temerosa, para mi grata sorpresa, tomó la
iniciativa de postular a un concurso docente, y ganó una plaza de sub – directora pero
‘sin darse cuenta” realmente a lo que se enfrentaba.
Frente a la interpretación, aprobada o rechazada, me sentía “incorporado o
expulsado”. Yo era el “duro y malo” al forzarla a recordar; “permisivo” concediéndole
minutos al término de las sesiones; así como “sostenedor” como una identificación y/o
diferenciación de sus figuras parentales ambivalentes. Con el tiempo se percibió
mayor apertura mental consigo misma al escuchar “otras voces” dentro de ella, en su
cabeza, su cuerpo, sus brazos, su pecho, su corazón. Se evidenciaban sus progresos
en la terapia, en lo laboral y en su vida personal. En terapia, su comunicación era más
fluida y había mayor control de emociones y pensamientos. En lo laboral empezaba a
comunicarse como sub – directora con los colegas a su cargo. En lo personal estaba
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pudiendo escuchar a otros y escucharse a sí misma. Iba “ganando espacio” a todo lo
que le sucedía.
Las separaciones, los abandonos no eran diferenciados ni discriminados y eran vividos
intensamente como cuando niña; sin embargo, dos años después ya mostraba sus
progresos y se la apreciaba, parafraseando a Abadi, con una “dependencia relativa”
capaz de reconocer el objeto y percibir los fallos ambientales. Asimismo, yo intentaba
que Mily “se abandone” en la terapia, que piense con libertad. De alguna forma se
lograba e iba “camino a la independencia”, y en ese camino tendría que lograr “tres
hitos: la integración, la personalización y los comienzos de la relación de objeto”. De
cierta forma se hallaba “en camino”, con ciertas limitaciones, propias de ella misma y
que el proceso psicoterapéutico le brindaba. Mily estaba siendo capaz de reconocer
que el tiempo no pasaba en vano, que la había favorecido a ella y a nuestra relación
terapéutica.
En uno de mis viajes, me llamaría la atención su “pedido” de besarme. En un principio
pensé “rígidamente” que se “propasaba, que me seducía”, que traspasaba los límites
terapéuticos entre “paciente” y “terapeuta” cual mandato “las mujeres por aquí y los
hombres por allá”. La percibí cual niña pidiendo autorización para no transgredir las
“normas, reglas” que su censura le instaba. Su beso me sorprendió gratamente pues
ambos nos sentíamos más integrados, más cercanos, menos perseguidos. Percibí su
agradecimiento y afecto. Sentí que siendo “permisivo” la ayudaba a que su censura
sea menos rígida y que acceda a cumplir algún deseo, por lo menos conmigo y en
sesión. Si bien solía “actuar”, de alguna manera el beso dejaría de serlo para
convertirse en una expresión afectuosa y de agradecimiento. A partir de esa fecha el
beso y dar la mano se constituirían en su saludo habitual conmigo. Después pensaría
que su beso era como para que “no la olvide” durante mi viaje, que la tenga presente y
para diferenciarme de los “otros” a quienes ella besaba pero era abandonada y
olvidada. Estaba pudiendo verbalizar sus “buenos deseos” hacia mí, lo cual no ocurría
hacia un año atrás. Mily estaba pudiendo expresar sus sentimientos, podía despedirse
con libertad. Al decirme “Nos volvemos a ver el martes 20, ¿no es así?”, deseo de
reasegurarse y era como: “Dime que no te vas, que volverás”. Y lo más resaltante era
que estaba pudiendo expresar sus afectos sin desbordarse.
Otro “avance” era verbalizar lo pensado, lo sentido, lo molesto, y ya no callar sus
pensamientos contenidos, reprimidos, dentro de sí, “rumiándolos”. Si bien le daba
alguna “pataleta” cual niña frustrada, podía continuar hablando. Ya no se tiraba al piso
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a llorar sino que toleraba ser confrontada, lo cual me revelaba una mayor capacidad y
fortaleza yoica, las mismas que se reflejaban en “pensar, reflexionar y hacer el
esfuerzo” frente a la realidad externa. Comenzó a decir “mi sesión”, como si estuviera
reconociendo la terapia como su propio espacio y no el de otros. Como si en su
fantasía fuese “dueña” de algo. Como si en su mente “me poseyera”. Como si “lo suyo”
fuese valioso y algo construido por ella misma, como un producto de “su” esfuerzo.
Si bien los hombres la frustraban y atormentaban como las voces, intentaba
“coordinar” con otro hombre, el director, más allá de mí, a quién si se enfrentaba como
si fuera “ese hombre” que la fastidiaba. El reconocimiento y elogio de ese director
aludiendo a su desempeño laboral la sorprendió gratamente y la paralizó, a tal punto
que “nunca se imaginó que un hombre le podía decir algo bonito”. Como si los
hombres no pudieran decir cosas gratas. Nunca lo escuchó. Su padre era “cariñoso”
pero silencioso, su afecto a través del acto y del cuerpo, no puesto en palabras. Su
madre, por el contrario, “decía” mucho, imponía su dureza y frialdad en sus palabras, y
no era una persona que “tocase” a su hija. Aún poseía un superyó rígido y punitivo, y
no su contraparte, cálida y sostenedora, que la anime y reconforte. Lo “masculino” era
sinónimo de “pérdida, frustración, desencuentro, abandono”, vivencias suscitadas por
sus experiencias personales y yo no era la excepción. Me decía “Estoy molesta con
usted”, amparándose en su confianza y seguridad. Me confrontaba en la fantasía, al
hombre que tenía al frente y al que podía expresar su rabia. Si bien la vida de Mily
estaba “nublada” por la ansiedad persecutoria con los hombres, podía manejarse
mejor en lo laboral, en su propia salud y en lo familiar. Continuaba su trabajo, velaba
por sus padres y sobrino, asistía a sus citas médicas, continuaba en psicoterapia.
Se la apreciaba más activa, más dinámica, más despejada, más sólida. Si bien estaba
siempre al pendiente de sus propios asuntos, estaba pudiendo “oír” pero no “escuchar”
a los varones de su entorno más cercano. “Voces” que ella pensaba que provenían del
mundo externo y no de dentro de ella. Empezaba a “disfrutar” de pequeños detalles y
de nimiedades que antes no, reuniones sociales con compañeras del trabajo, cercanía
de su sobrino, televisión, lectura, conversaciones con su padre enfermo. De alguna
forma, lo bueno iba apareciendo ante sus ojos. No todo era tan malo como antes. Pero
aún seguía “sola y triste”. El setting y el terapeuta devenían en el lugar y la persona
que “la frustraban, la molestaban, la enfurecían”. Todavía no reconocía su propia
cólera puesta en el otro. Si bien la “tristeza” o la “depresión” aparecían, no la
abrumaban ni la incapacitaban para su vida cotidiana.
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La muerte anunciada de su padre enfermo cambió sus planes de continuar su
tratamiento. Si bien me lo dijo por teléfono también lo conversamos personalmente.
Pidió que la espere sin saber hasta cuándo. Fueron muy elocuentes sus palabras de
agradecimiento en la última sesión: “Las terapias, las conversaciones que hemos
tenido han sido pertinentes. Todo a través de la palabra, como usted muy bien me lo
decía. Las palabras fueron como mágicas en esta terapia. Como si los psicoanalistas
fueran magos con sus palabras. Tienen las palabras precisas para todo. He aprendido
a comunicarme y a hablar cosas que nunca me imaginaba”.
Fue sorprendentemente grato apreciar a una Mily “fortalecida” psíquicamente, lo cual
iba concordando con su contraparte física. Pudo tolerar el “peso” de la muerte de su
padre, figura a la que se sentía vinculada afectivamente pero frustrada por la demanda
permanente e insatisfecha de presencia y cuidado. Mily decidió “hacerse cargo” de su
familia. Asumió el rol que su padre le dejaría como primogénita. Me llamó
poderosamente la atención que la muerte de su padre no la haya amilanado, por el
contrario, Mily se constituyó en el “soporte familiar” de su madre y de sus hermanos
“menores”. De alguna forma, devino en ese momento en la “hermana mayor” que
nunca fue y que no le permitieron ser. Mily pudo pensar y planificar los detalles del
sepelio y de su vida futura. Se le apreciaba “fuerte, sólida”. De alguna manera, siendo
el “soporte – pilar”, podría intentar adquirir la aceptación, el cariño y la admiración de
su familia.
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