Benito Jerónimo Feijoo • Teatro crítico universal • Tomo primero • Discurso XVI Defensa de las mujeres §. I 1. En grave empeño me pongo. No es ya sólo un vulgo ignorante con quien entro en la contienda: defender a todas las mujeres, viene a ser lo mismo que ofender a casi todos los hombres: pues raro hay quien no se interese en la precedencia de su sexo con desestimación del otro. A tanto se ha extendido la opinión común en vilipendio de las mujeres, que apenas admite en ellas cosa buena. En lo moral las llena de defectos, y en lo físico de imperfecciones. Pero donde más fuerza hace, es en la limitación de sus entendimientos. Por esta razón, después de defenderlas con alguna brevedad sobre otros capítulos, discurriré más largamente sobre su aptitud para todo género de ciencias, y conocimientos sublimes. 2. El falso Profeta Mahoma, en aquel mal plantado paraíso, que destinó para sus secuaces, les negó la entrada a las mujeres, limitando su felicidad al deleite de ver desde afuera la gloria, que habían de poseer dentro los hombres. Y cierto que sería muy buena dicha de las casadas, ver en aquella bienaventuranza, compuesta toda de torpezas, a sus maridos en los brazos de otras consortes, que para este efecto fingió fabricadas de nuevo aquel grande Artífice de Quimeras. Bastaba para comprehender cuánto puede errar el hombre, ver admitido este delirio en una gran parte del mundo. 3. Pero parece que no se aleja mucho de quien les niega la bienaventuranza a las mujeres en la otra vida, el que les niega casi todo el mérito en esta. Frecuentísimamente los más torpes del vulgo representan en aquel sexo una horrible sentina de vicios, como si los hombres fueran los únicos depositarios de las virtudes. (…) Contra tan insolente maledicencia, el desprecio, y la detestación son la mejor Apología. No pocos de los que con más frecuencia y fealdad pintan los defectos de aquel sexo, se observa ser los más solícitos en granjear su agrado. Eurípides fue sumamente maldiciente de las mujeres en sus Tragedias; y según Ateneo, y Estobeo era amantísimo de ellas en su particular: las execraba en el teatro, y las idolatraba en el aposento. Benito Jerónimo Feijoo • Teatro crítico universal • Tomo segundo • Discurso sexto Las modas §. I 1. Siempre la moda fue de la moda, quiero decir, que siempre el mundo fue inclinado a los nuevos usos. Esto lo lleva de suyo la misma naturaleza. Todo lo viejo fastidia. El tiempo todo lo destruye. A lo que no quita la vida, quita la gracia. Aún las cosas insensibles tienen, como las mujeres, vinculada su hermosura a la primera edad; y todo el donaire pierden al salir de la juventud; por lo menos así se representa a nuestros sentidos, aún cuando no hay inmutación alguna en los objetos. (…) 2. Piensan algunos que la variación de las modas depende de que sucesivamente se va refinando más el gusto, o la inventiva de los hombres cada día es más delicada. ¡Notable engaño! No agrada la moda nueva por mejor, sino por nueva. Aún dije demasiado. No agrada porque es nueva, sino porque se juzga que lo es, y por lo común se juzga mal. Benito Jerónimo Feijoo • Teatro crítico universal • Tomo segundo • Discurso octavo Sabiduría aparente §. I 1.Tiene la ciencia sus hipócritas no menos que la virtud; y no menos es engañado el vulgo por aquellos, que por estos. Son muchos los indoctos que pasan plaza de sabios. Esta equivocación es un copioso origen de errores, ya particulares, ya comunes. En esta Región que habitamos, tanto imperio tiene la aprehensión, como la verdad. Hay hombres muy diestros en hacer el papel de doctos en el teatro del mundo (…). §. II 6. Por el contrario los sabios verdaderos son modestos, y cándidos; y estas dos virtudes son dos grandes enemigas de su fama. El que más sabe, sabe que es mucho menos lo que sabe, que lo que ignora; y así como su discreción se lo da a conocer, su sinceridad se lo hace confesar; pero en grave perjuicio de su aplauso, porque estas confesiones, como de testigos que deponen contra sí propios, son velozmente creídas; y por otra parte el vulgo no tiene por docto a quien en su profesión ignora algo, siendo imposible que nadie lo sepa todo. §. VI 25. Otro error común es, aunque no tan mal fundado, tener por sabios a todos los que han estudiado mucho. El estudio no hace grandes progresos si no cae en entendimiento claro, y despierto; así como son poco fructuosas las tareas del cultivo, cuando el terreno no tiene jugo. En la especie humana hay tortugas, y hay águilas. Estas de un vuelo se ponen sobre el Olimpo; aquellas en muchos días no montan un pequeño cerro. 26. La prolija lectura de los libros da muchas especies; pero la penetración de ellas es don de la naturaleza, más que parto del trabajo. Hay unos sabios no de entendimiento, sino de memoria, en quienes están estampadas las letras, como las inscripciones en los mármoles, que las ostentan, y no las perciben. Son unos libros mentales, donde están escritos muchos textos; pero propiamente libros; esto es, llenos de doctrina, y desnudos de inteligencia. Observa cómo usan de las especies que han adquirido, y verás cómo no forman un razonamiento ajustado, que vaya derecho al blanco del intento. Con unas mismas especies [221] se forman discursos buenos, y malos: como con unos mismos materiales se fabrican elegantes Palacios, y rústicos albergues. 27. Así puede suceder, que uno sepa de memoria todas las Obras de Santo Tomás, y sea corto Teólogo: que sepa del mismo modo los Derechos Civil, y Canónico, y sea muy mal Jurista. Y aunque se dice que la Jurisprudencia consiste casi únicamente en memoria, o por lo menos, más en memoria que en entendimiento, este es otro error común. Con muchos textos del Derecho se puede hacer un mal Alegato, como con muchos textos de Escritura un mal Sermón. La elección de los más oportunos al asunto toca al entendimiento, y buen juicio. Si en los Tribunales se hubiese de orar de repente, y sin premeditación, sería absolutamente inexcusable una feliz memoria, donde estuviesen fielmente depositados textos, y citas para los casos ocurrentes. Mas como esto regularmente no suceda, el que ha manejado medianamente los libros de esta profesión, y tiene buena inteligencia de ella, fácilmente se previene, buscando leyes, autoridades, y razones; y por otra parte la elección de las más conducentes no es, como he dicho, obra de la memoria, sino del ingenio. 28. He visto entre profesores de todas facultades muy vulgarizada la queja de falta de memoria, y en todos noté un aprecio excesivo de la potencia memorativa sobre la discursiva: de modo, que a mi parecer, si hubiese dos tiendas, de las cuales en la una se vendiese memoria, y en la otra entendimiento, el dueño de la primera presto se haría riquísimo, y el segundo moriría de hambre. Siempre fuí de opuesta opinión; y por mí puedo decir, que mas precio daría por un adarme de entendimiento, que por una onza de memoria. Suelen decirme que apetezco poco la memoria porque tengo la que he menester. Acaso los que me lo dicen hacen este juicio por la reflexión que hacen sobre sí mismos, de que ansían poco algún acrecentamiento en el ingenio, por parecerles que están abundantemente surtidos de discurso. Yo no negaré que aunque no soy dotado de mucha memoria, algo menos pobre me hallo de esta facultad, que de la discursiva. Benito Jerónimo Feijoo • Teatro crítico universal • Tomo tercero • Discurso cuarto Duendes y Espíritus familiares §. II 5. Ni obsta en contrario la vulgar prueba de la existencia de los Duendes, tomada de los innumerables testigos que deponen haberlos visto, u oído, lo cual parece funda certeza moral, siendo increíble que mientan todos estos testigos, siendo tantos. Este argumento, aunque en la apariencia fuerte, sólo es fuerte en la apariencia. [74] 6. Lo primero, porque apenas son la centésima parte de los hombres los que deponen haber visto Duendes ¿Y qué inconveniente tiene el afirmar, que la centésima parte de los hombres son poco veraces? ¡Ojalá no fuera mucho mayor el número de los contadores de patrañas! En cada Lugar de cinco, o seis mil individuos de población (tomando uno con otro) habrá doce, catorce, o veinte, que digan haber visto Duendes. Ruego a los que tienen práctica del Mundo me digan con ingenuidad si hacen juicio que en Pueblos de este tamaño no haya más de veinte embusteros. 7. Lo segundo, porque los testigos que se citan no son examinados legítimamente: era menester, para hacer fe, ser preguntados debajo de juramento, de orden del Magistrado, o Superior. Las especies que se sueltan en una conversación son fiadores muy fallidos de la verdad. ¡Cuántas cosas se dicen en los corrillos, que después se desdicen en los Tribunales! En las confabulaciones ordinarias se atiende mucho menos a la instrucción que al deleite, y nada embelesa más a los circunstantes que la narración de extraordinarias apariciones; pero aún más deleita al recitante que a los oyentes. Recibe aquel una satisfacción muy dulce de la cuidadosa atención conque le escuchan estos: mucho más, si, como comúnmente sucede, se interesa su aplauso en la narrativa. ¡Oh qué cosa tan grata es para un hombre el que le crean que tuvo valor para hacer frente a un Espectro formidable en el silencio de la noche! La tentación, que por esta parte hace la vanidad, es tan ocasionada, que no hay que extrañar que tal vez haga caer a hombres bastantemente veraces. Ciertamente es menester un amor heroico a la verdad para no violarla jamás con una mentira leve, cuando en esto se atraviesa el interés propio, sin riesgo del perjuicio ajeno. Por lo común no se necesita tanto motivo para mentir en materia de apariciones; basta aquella complacencia transcendente que experimenta en referir cosas extraordinarias el mismo que se acredita ocular testigo de ellas. [75] 8. A esto se debe añadir, que muchas veces no se cuentan estas cosas con ánimo serio de persuadirlas, sí sólo para hacer burla de alguno, o algunos espíritus crédulos que intervienen en la conversación; y estos habiéndolo creído, lo hacen creer después a otros. 9. Lo tercero, que frecuentemente las relaciones que se oyen en esta materia dependen de error del que las hace. Los espíritus tímidos, y supersticiosos (calidades que suelen andar juntas) cualquiera ruido nocturno, cuya causa ignoran, atribuyen al Duende. La imaginación de los pusilánimes en la escasez de luz, de las sombras hace bultos; y también a veces, con no menor riesgo, de los bultos hace sombras. Si algún ruido de noche los despierta, el pavor les desordena el movimiento de los espíritus, de suerte, que en aquel tropel se les representan imágenes extrañas: a que ayuda mucho que en aquellos primeros momentos de la vigilia aún no ha sacudido la razón todas las nieblas del sueño. Entonces es cuando, aunque la cámara donde reposan esté totalmente obscura, juzgan divisar como errantes, y divididas, en medio de tenue luz, algunas sombras: si el miedo es excesivo, se perturba la fantasía de modo que participan el error de los ojos los oídos, o la imaginación por ellos, aprehendiendo que oye articuladas voces. 10. Es verdad que hay pocos sujetos capaces de tanto desorden; pero en otros suple su embuste aquellos extremos adonde no llega su error. Voy a dar un aviso importantísimo, descubriendo un origen, poco advertido, de innumerables patrañas bien creídas, porque se citan por ellas Autores acreditados de veraces. Un hombre nada mentiroso, pero pusilánime, y poco reflexivo, oyó algún estrépito nocturno, con tales circunstancias que se persuadió a que era Duende: refiere después el caso debajo de la misma persuasión: alguno de los que le oyen halla que aquel estrépito con aquellas circunstancias pudo provenir de otra causa más connatural, y procura desengañarle, proponiendo que pudo hacer aquel ruido, o el viento, [o un gato , o un ratón, o un doméstico que quiso hacerle aquella burla, para tener después de que reírse. ¿Qué sucede en este caso? Que el mismo que con buena fe refirió al principio que le había inquietado el Duende, porque así lo había creído, ya empieza a defender su error con mala fe, por no retractarse, y por no sujetarse a la nota de poco reflexivo, o de muy pusilánime, y para este efecto va añadiendo al suceso circunstancias fingidas, que acrediten que no pudo ser otro que el Duende quien ocasionó aquel ruido.