La revisión del concepto de archivo: problemas previos en la práctica historiográfica Sin duda, existe un antes y un después de Foucault y Derrida en lo concerniente a nuestra comprensión del archivo. Ambos llevaron su concepción del archivo mucho más allá de la simple materialidad del contenedor de datos, informaciones, secretos y verdades guardadas. Para el primero, el archivo es el conjunto de diversos a priori históricos, el de las condiciones históricas de posibilidad de un espacio, unos individuos y sus tránsitos. Entonces, el archivo no es un cajón que guarda información de forma más o menos ordenada, sino la totalidad de las condiciones históricas de posibilidad de los dispositivos de control, de los movimientos de individuos convertidos en cuerpos sujetos a disciplinas y a regulaciones políticas, y de los deseos capturados en dispositivos de verdad. Por su parte, en Mal de archivo, Derrida se plantea la necesidad de cambiar nuestra percepción del archivo porque, con demasiada frecuencia, hemos operado un reduccionismo ingenuo. Esta percepción consiste en entender el archivo como la experiencia de la memoria y el retorno al origen, el recuerdo o la excavación o, en palabras de Proust, la búsqueda del tiempo perdido. Desde esta perspectiva ingenua, se lo entiende y consagra como lugar donde los hechos duermen plácidamente; lugar de las verdades del pasado que ya no podemos ver, pero que esperan ansiosas volver a la vida mediante el descubrimiento del historiador, porque el archivo nos dice siempre lo que pasó. En suma, para ambos autores, el problema del archivo remite aún más allá del archivo, a su exterioridad, a las condiciones de la orden de archivar y el orden del archivo. Porque el archivo es ante todo una práctica de consignación (el orden del archivo), de elección (lo que cabe o sobra en el archivo) y de ejercicio de la autoridad (la orden de archivar) que da cuenta de una falta original: la imposibilidad de recordarlo todo, el desfallecimiento estructural de la memoria. He aquí dos problemas preeliminares a la práctica de la historiografía, pero que generalmente se han olvidado o silenciado: la necesidad del archivo y la/el orden del archivo. ¿Quién ejerce el poder de consignación y ordenación?, ¿qué se archiva?, ¿qué se omite?, ¿qué se reprime?, ¿qué topología se privilegia en la clasificación?; en definitiva, ¿qué leyes se juegan en la constitución del archivo y en el acto de archivar?, ¿dónde comienza el afuera del archivo? Preguntas radicales que el propio Derrida (1997:19) intenta responder desde el establecimiento de una hipótesis con decidida voluntad de tesis: “No hay archivo sin lugar de consignación, sin una técnica de repetición y sin una cierta exterioridad. Ningún archivo sin afuera”. Esa misma exterioridad que consigna el archivo es la que lo expone constantemente a la destrucción, introduciendo a priori el olvido; ella misma es el mal de archivo. Conclusión: el archivo es un lugar de consignación y repetición; lugar que remite a la memoria, el cuerpo, la carpeta, el directorio raíz, el libro, etc. El archivo es el intento de acumulación y capitalización, mediante cualquier soporte, de la memoria que se resiste, sin dejar de invocarlo, al olvido. Es el persistente intento de registro del signo que se consigna, la marca del cuerpo, la escritura del libro, la voz en el magnetófono, etc. No hay neutralidad posible en el relato o el olvido de lo que se cuenta, como no la hay en la marca (el estigma) del cuerpo. Algo se consigna y algo se reprime porque en él no cabe todo. Pero la pregunta que hace girar otros interrogantes es la pregunta nietzscheana por el quién: ¿a quién compete en última instancia la autoridad sobre la institución del archivo?, ¿quién responde por las relaciones entre el memorando, el indicio, la prueba y el testimonio?, ¿puede la historia hacerse cargo de esa exterioridad que acompaña a la interioridad del archivo?