Ricitos de oro y los tres osos Érase una vez una familia de osos: Mamá Osa, Papá Oso y Osito. Los tres osos vivían en una pequeña y hermosa casita en el corazón de un bosque. Papá Oso era muy grande; Mamá Osa le seguía en tamaño y el más pequeñín era Osito. Un día, la familia de osos se sentó a la mesa para disfrutar juntos de la comida, una rica sopa que humeaba en los platos. Pero como todavía estaba demasiado caliente para tomarla, Papá Oso propuso: «Vamos a dar un paseo mientras la sopa se enfría». Los tres osos salieron de casa dispuestos a pasear por el bosque disfrutando del buen día. Una niña muy traviesa Apenas los osos cerraron la puerta de casa y se alejaron por el bosque, apareció por allí una bonita niña, con una preciosa melena de rizos dorados como el oro. Justamente por su cabello, que parecía brillar bajo el sol, todos le llamaban Ricitos de oro. La pequeña era muy pero muy traviesa, y se había escapado de su casa para ir a pasear sola por el bosque. Apenas vio la casita, corrió hacia una de las ventanas y se asomó para espiar hacia el interior. Al ver que no había nadie, se animó a abrir la puerta y entrar. Enseguida vio sobre la mesa los tres platos de sopa, y como tenía hambre después de haber andado un buen rato, quiso probarlas. Se acercó primero al plato más grande, el que pertenecía a Papá Oso, y probó un poco con la cuchara, pero enseguida gritó: -¡Ay! ¡Está demasiado caliente! Entonces probó la sopa de Mamá Osa, y haciendo morisquetas exclamó: -¡Demasiado fría! Solo le quedaba probar un plato, el de Osito. A esta sopa la encontró deliciosa, ni caliente ni fría; y la devoró en un instante. La hora del descanso Con la panza llena, a Ricitos de oro le entraron ganas de descansar un rato. Cerca de la mesa había tres sillas que parecían muy cómodas: la niña se sentó primero en la silla más grande, que era de Papá Oso. Pero enseguida se levantó exclamando: -¡Ay! ¡Es demasiado dura! Entonces probó la silla mediana de Mamá Osa, pero tampoco le gustó: -¡Demasiado blanda! Se sentó entonces en la silla más pequeñita, pero Ricitos de oro era demasiado pesada para esa sillita, ¡y la rompió en pedazos! Lejos de apenarse por haber roto algo que no le pertenecía, la niña se enfadó y se fue hacia el dormitorio de la casita buscando una cama cómoda para descansar a sus anchas.