Leyenda del maíz Cuenta la leyenda de origen azteca que el maíz tiene un origen divino. Hubo un tiempo en que los aztecas solo podían alimentarse de algunas plantas y unos pocos animales que cazaban. Por desgracia, el maíz se encontraba detrás de unas altas montañas, un lugar al que no podían llegar. Un día, decidieron recurrir a Quetzalcóatl, y este les prometió que les llevaría maíz. Para esto, Quetzalcóatl se convirtió en una hormiga negra y, acompañado de una hormiga roja, emprendió el largo viaje. Atravesaron los más diversos obstáculos, pero lograron obtener un grano de maíz y llevarlo a la civilización azteca. Solo hubo que sembrarlo para obtener grandes cosechas, lo que también resultó en un aumento de las riquezas y un crecimiento del imperio. Desde entonces, el pueblo azteca adora al dios Quetzalcóatl. El origen del sol y la luna (mito azteca) En un momento no existían ni el sol ni la luna y los dioses se reunieron para decidir quién iba a iluminar el universo. Tecuciztécatl dijo que él tenía que hacerlo, los dioses aceptaron esta propuesta y dijeron que Nanahuatzin se convertiría en la luna. Los dioses decidieron que para convertirse en Sol, Tecuciztécatl tenía que arrojarse al fuego, pero el dios tuvo miedo y no lo pudo hacer. En su lugar, Nanahuatzin se tiró al fuego y, por su acto valiente, se transformó en el sol. Tecuciztécatl se avergonzó por su actitud y decidió tirarse al fuego y, entonces, se transformó en la luna. Cuento de Ricitos de Oro Érase una vez, en un bosque lejano y apacible, una casa en la que vivía una familia de osos de distinto tamaño: papá oso era el más grande, mamá osa era mediana y el osito era el más pequeño de los tres. Cada uno tenía en su casa una cama adecuada para su tamaño, así como un plato adecuado para su tamaño y una silla también, para sentarse a la mesa, adecuada para el tamaño de cada uno. Una mañana, luego de levantarse, mamá osa hizo un delicioso desayuno que sirvió en los tres platos y llamó a su familia a la mesa. Pero en cuanto estuvieron sentados, se dieron cuenta de que la comida estaba demasiado caliente, ¡se quemarían los hocicos si trataban de comerla! — Es mejor que la dejemos enfriar. —anunció papá oso. — ¿Y si damos un paseo mientras tanto? —dijo mamá osa. — ¡Un paseo, sí! —exclamó enseguida el osito. Y sin mediar otra palabra, los osos dejaron su desayuno en la mesa y salieron a dar una vuelta por el bosque. Mientras la familia paseaba, una niña tropezó con su casa: una niña de cabellos tan amarillos que era conocida como “Ricitos de oro”. Provenía del pueblo del otro lado del bosque, pues su madre le había pedido que recogiera unos frutos para la cena. Y como era una niña inquieta, había caminado más de la cuenta, de modo que estaba hambrienta y cansada cuando decidió entrar en la casa de los osos. Lo primero que hizo Ricitos de oro fue mirar si había alguien en la casa, pero la encontró totalmente vacía. Caminó entre las camas directo hacia la cocina, y allí se encontró con el desayuno servido en tres recipientes de diferente tamaño: uno grande, otro mediano y uno pequeño. Guiada por su estómago, trepó a la silla grande que había frente al plato más grande y sumergió la cuchara en la comida. — ¡Ay! —exclamó— ¡Esta comida está muy caliente! De un salto volvió al piso y subió con menos esfuerzo a la silla mediana que había justo al lado. De nuevo sumergió la cuchara en la comida y se llevó una porción a la boca. — ¡Ay! —exclamó— ¡Esta comida está demasiado fría! Volvió a bajarse y esta vez optó por la sillita pequeña y el tercer plato de comida, que resultó estar a la temperatura correcta. Así que, sin más, se comió el contenido del plato sin dejar ni un poco. Justo después de comer, la silla pequeña cedió bajo su peso y una pata se rompió, tirándola al suelo de espaldas. Después de aquella comida, Ricitos de oro sintió mucho sueño, así que dejó la cocina y volvió hacia las camas. Primero subió a la cama más grande, pero la encontró muy dura. — ¡Qué cama tan dura! —exclamó— ¡Será mejor que pruebe la cama mediana! Y así lo hizo enseguida, pero la encontró en este caso muy blanda, tanto que parecía que iba a hundirse en ella y que nunca podría volver a salir. — ¡Qué cama tan blanda! —dijo de nuevo— ¡Espero que la cama pequeña sea mejor! Cambió nuevamente de cama y esta vez la encontró tan perfecta que no tardó en quedarse profundamente dormida. Poco después, la familia de osos volvió de su paseo. Estaban tan hambrientos que fueron directo a la cocina, y al llegar se percataron de que había ocurrido algo extraño en su casa. — ¿Qué es esto? —gruñó papá oso— ¡Alguien ha estado revolviendo mi comida! — ¡La mía también! —exclamó mamá osa— ¡Y se han sentado en mi silla! — ¡Pues a la mía se la comieron toda! —chilló el osito, a punto de ponerse a llorar— ¡Y encima rompieron mi silla en pedazos! Entonces los osos salieron de la cocina, decididos a dar con el intruso en donde estuviera. — ¿Qué es esto? —rugió de nuevo papá oso— ¡Alguien ha estado en mi cama! — ¡La mía también! —añadió mamá osa— ¿Quién habrá sido y dónde podrá estar? Entonces escucharon la vocecita del osito, que los llamaba disimuladamente. En su cama encontraron a Ricitos de oro, profundamente dormida. La niña, sintiéndose observada, despertó en un sobresalto y se encontró bajo la mirada de los tres osos furiosos. — ¡Perdonen, señores osos, por meterme en su casa! —intentó explicar la pequeña— Pero es que estaba tan hambrienta y tan cansada, que no me podía aguantar. Pero los osos, desde luego, no lograban comprenderla. Así que, temiendo por su suerte, Ricitos de oro se puso a llorar y fue tanto su llanto que los osos se compadecieron de ella, la acompañaron de nuevo al bosque y la pusieron en camino hacia el pueblo. Esa tarde Ricitos de oro volvió con su madre, bañada en llanto y sin los frutos que le habían encargado, pero con una lección aprendida: las cosas ajenas se respetan, pues sus dueños podrían no ser tan comprensivos como lo fue esta familia de osos.