Dos imágenes de comunalidad y un texto enfermo Somos comunalidad, lo opuesto a individualidad. Somos territorio comunal, no propiedad privada. Somos compartencia, no competencia. Somos intercambio, no negocio. Diversidad, no igualdad. Somos interdependientes, no libres. Jaime Martínez Luna Imagen #1 (lo visto) Jengibre silvestre, cangrejo y camarón. Y un río que aflora. Casas con techo de paja. Y tierra, mucha tierra. Tierra volcánica. Tamborileo de pies: la danza como instrumento musical. Treinta o cuarenta habitantes, no más. Cuerpos barnizados con polvo volcánico: Lxs Yakel1. Población que no se oxida. Y que es tan grande por ser tan chica: paradoja molecular. Grandeza que nace de la aglomeración. Punto de reunión: la cocina. Pero antes, excursión colectiva: a por jengibre, cangrejo y camarón. Lxs Yakel lo hacen todo juntxs. Para la pesca, entre todos los hombres (niños, jóvenes y adultos mayores), construyen una presa temporal, la cual retiene los crustáceos suficientes para alimentar a toda la población. De vuelta a casa, con el alimento pescado, las mujeres serán las encargadas de preparar la comida. De entre las casas, se distingue una construcción de mayores proporciones. Lxs Yakel lo saben bien: la cocina es comunitaria. Imagen #2 (lo vivido) Día de muertos, dos de noviembre. Dos horas y media de camino. Muchas curvas y el estómago revuelto. Callejones empedrados. Aquí todo el mundo te saluda. No apenas bajas del coche y ya hay alguien recibiéndote. Físicamente hay un apretón de manos, pero el verdadero contacto está en la emotividad de los gestos. Aquí la palabra no parece hueca. La comida, que ha llevado toda la mañana preparar, ya está servida, pero a diferencia de lo que sucede allá, aquí la comida es sólo un pretexto para poder conversar. Larga sobremesa. Aunque utilizar la palabra sobremesa aquí parece inútil, no la hay, existe por sí sola. Luego viene el caminar, el encontrarse con alguien en todos los cuartos. La soledad aquí no es un problema, incluso estando 1 Pueblo que vive en la isla de Tanna, República de Vanuatu. solo, no es un problema. Hay un aroma en todas partes. Huele a madera, a comida, a incienso, a río, abono y cartón de cerveza. Casi es la hora y, pese a que no es la primera vez que estoy aquí, sigo sin saber qué pasa. Quiero decir, sé lo que sucede, pero la expresión siempre es la misma: ¿qué está pasando? Alguien trae dulce de calabaza, mismo que se repondrá más tarde con otro dulce, ya sea de camote o de chayote. Después, los buñuelos, mismos que se repondrán con tamales. Y viceversa. Intercambio, no mercado. Ya es la hora. La avenida principal, la única avenida principal que hay, es caminada por todos. Unos primero, otros más tarde. Las campanas de la iglesia retumban por todos lados. A la entrada, una puerta altísima despide humo. Suena un órgano. Se alza la voz del pueblo entero. Lo que me es desconocido entonces, me es anunciado ahora. El texto Un porqué de esta historia, dice Jaime. Y continúa: “No es fácil decir lo que se hace, las interpretaciones te llevan a evidenciar un ego. Sin embargo, parece importante para explicar un proceso amplio”. Hablaré como un enfermo, antes que como cualquier otra cosa. La identificación es lo primero. Para hablar de la enfermedad, hay que estar dentro de ella y luchar desde ahí… podemos ir más lejos. Carne plural. Hablemos como enfermxs, antes que como cualquier otra cosa. Frente a los porcentajes, la experiencia propia, el número que deviene nombre. Hagamos de este intento de ensayo un ensayo colectivo. Toda escritura es comunal. Hablemos pues. Hablemos de ese 9% que ahora tiene un nombre. Esta es la resistencia enferma, el antivirus que se subleva. Lo marginal de lo marginal. El agregado que no distingue atomizaciones: lo enfermo. Somos la muerte del capital, el cuervo que le sacará los ojos. Somos el delirio del trabajo enajenado. Resurrección insurrecta que desde lo agrio escalda las faldas de la opresión. Lo que sucede es que no nos hemos dado cuenta y si lo hemos hecho, estamos tan débiles para siquiera pensar en algo más que no sea nuestra propia debilidad. Y precisamente ese sea nuestro principal defecto: lo nuestro. Es decir, lo mío. Lo mío que llamamos nuestro con maestra hipocresía. Lo nuestro no es mera complicidad enunciativa. En un principio lo es, claro, pero no debe permanecer ahí o el flujo se corta. Por dar un ejemplo, es como aquel que se regocija leyendo los sinsabores de algún escritor polaco en el sillón de su casa: abres el libro, recorres las páginas, cierras las tapas, si acaso lloras, y tu miseria se consuela al saber que alguien más ha sido miserable en otro tiempo, todo en un círculo infinito de masturbación empática. Eso no es lo nuestro. Lo realmente nuestro se hace nuestro cuando deja de ser sólo nuestro. Lo nuestro, sí, es complicidad enunciativa, pero también es complicidad escuchativa (que no auditiva). Y lo que podría parecer un circunloquio cantinflesco no lo es. Porque ahora podremos decir, bueno, lo que sucede es que cuando leemos, escuchamos. Mentira, no escuchamos, lo que hacemos es enunciar aquello que queremos escuchar. Y es aquí donde nos destruimos. Y en este mismo espacio, nuestro texto se destruye, se aniquila a sí mismo. Porque no quiere hablar, lo que quiere es escuchar. Quiere escuchar lo que ya vamos atinando. Podemos ya decir que nuestra debilidad es potencia en estado puro. Y que es ese nuestro canto. Nuestra forma de hacer política desde lo micro. La micropolítica de lxs enfermxs. Somos deficientes sociales y estamos orgullosxs de serlo. No somos un síntoma. Somos lo que se resiste a seguir viviendo de la misma manera. Al trabajo enajenado, nosotros respondemos: ansiedad generalizada. Al gremio académico: esquizofrenia. Al arte en general: trastornos depresivos. Nuestra inteligencia nos viene del cuerpo. Y esa parálisis es un grito en la pared: ¡no colaboro más! Como diría Spivak, de lo que se trata es de teorizar con las entrañas. Y para poder teorizar con las entrañas hay que pegotearse. Molecularizar la vida toda. Saldremos de esta y de la cama, pues esta es: la rebelión de lxs enfermxs.