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02 Pérez Guilhou La opinión pública española y las Cortes de Cádiz frente a la emancipación hispa

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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS  UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO
Dardo PÉREZ GUILHOU.
La opinión pública española y las Cortes de Cádiz frente a la
emancipación hispanoamericana, 1808-1814.
A. N. H., Buenos Aires, 1981, Tesis doctoral, pp. 17-70; 148151; 189-192.
Introducción
El estudio de la emancipación hispanoamericana, ya sea como parte de la historia
de América o como un capítulo de la más vasta historia de España, sigue siendo
norte de investigadores en un afán de lograr una mejor explicación del proceso y
sus consecuencias. Sin perjuicio de la gran bibliografía existente, es notable que
la mayor parte de los trabajos efectuados descansan sobre los pilares de una
visión dirigida desde el Nuevo Mundo (...) Son muy pocos los intentos realizados
para enfocar el acontecimiento con una perspectiva estrictamente metropolitana.
(...) Por ejemplo, en la historia del constitucionalismo español se señala
comúnmente la presencia de un partido americano en las Cortes de Cádiz cuyos
integrantes eran los diputados de ultramar, pero no se destaca lo suficiente que
este partido es minoritario y que en lo que se refiere a América y la política a
seguir frente a su proceso revolucionario las decisiones corren por parte de los
diputados peninsulares, que son mayoría. También se olvida que esta mayoría
está integrada por los mismos que se dividen irreconciliablemente frente a la
discusión de otros temas, tales como la naturaleza de la soberanía, o la abolición
del Santo Oficio, etc. (...) Los debates públicos de las Cortes [de Cádiz] son la
expresión... de las distintas posturas en juego y, antes que ellos, la prensa, los
folletos y los informes escritos de las múltiples instituciones han roto el mutismo
de la España tradicional.
La libertad de expresión vigente desde mayo de 1808, la política de puertas
abiertas por parte de los gobiernos que se suceden en la conducción de la guerra
y el afán y necesidad de las instituciones de peso de hacerse presentes mediante
la instrumentación publicitaria que ha impuesto el orden revolucionario, brindan
la posibilidad a la opinión pública de manifestarse frente a los elementos del
movimiento emancipador americano. Nos interesa el estudio de la opinión pública
de la época porque ella, con carácter de tribunal, extiende su jurisdicción a
través de la historia sobre los hechos más notables y al dar su fallo, si el juicio
fue correcto, éste puede denunciar claudicaciones e inculpar a todo un
estamento social de negligencia o abandono (...) En el caso de la emancipación
americana podemos decir, sin temor a equivocamos, que la opinión española halla
en esos acontecimientos fuerza suficiente para excitar su atención. La situación
creada por la revolución de ultramar encuentra un terreno abonado, pues el tema
americano, en las reformas que se pretende realizar, por sí solo ya constituye una
preocupación que ha llegado al sentimiento colectivo y es asumida por los grupos
calificados (...).
Es indudable que la prensa no está necesariamente identificada con la opinión
pública, a pesar de que se las confunda con mucha frecuencia, pero sí es verdad
que como expresión de dicha opinión e instrumento de acción sobre la misma
adquiere a principios del siglo XIX muchísima importancia, paralelamente al
desarrollo de las nuevas ideas. Al levantarse la censura, la más genuina expresión
del liberalismo político y económico es el periodismo. Su función relevante se
puso en evidencia con el acceso de la burguesía poder; de él se hace la principal
tribuna para la educación pública en el nuevo credo, fundado en el poder
absoluto de la razón y la libertad, mejor dicho, de la razón en libertad. Se confía
en que el mejor medio para arribar a la verdad en el orden político, como en
otros órdenes, consiste en el libre debate público entre los que están capacitados
para razonar. Además, el nuevo ordenamiento económico exige la publicidad para
conocer el estado de la producción, consumo y circulación de bienes en el
interior del país y en el extranjero (...).
Por último, la debilidad del gobierno español hace que someta a cada paso su
quehacer al juicio de los espectadores y, justamente, el tema americano, dada su
importancia, es de los que soportan el examen de los notables del país, como
sucede con ocasión de la consulta de la Junta Central en 1809, y también de los
intereses sustancialmente ligados a él, como acontece con los reclamos del
comercio gaditano.
Lo singular del problema americano, como veremos en el desarrollo, es que las
respuestas que logra de las “variadas opiniones públicas”, ya fueren el clero, las
audiencias, universidades, nobles, personalidades destacadas, comerciantes,
periodistas y políticos en pugna, tienen en principio un común denominador y un
mismo trasfondo que nos permiten hablar de “una opinión pública”. Existe una
opinión como quiera que hay una toma de posición frente al controvertido
problema americano, que se torna de interés general y accesible al público que la
siente de manera uniforme aunque su respuesta no sea siempre racional.
En fin, el estudio de esta opinión pública, de sus distintas manifestaciones, del
programa que persigue y que se concreta en las Cortes de Cádiz y en su
constitución, todo ello en lo que se refiere al proceso revolucionario americano,
es lo que nos parece de fundamental interés conocer para que, como decíamos al
principio, comprendamos mejor esta etapa tan discutida de la historia
institucional y política del Mundo Hispánico.
Hemos iniciado nuestra investigación a partir del año 1808 porque el camino que
toma la revolución española desde mayo de ese año señala también una nueva
visión sobre las provincias de ultramar, visión que antes de que éstas inicien su
emancipación tiene ya tales aristas que podemos anticipar que la política
posterior va a estar determinada por ella en sus líneas generales. Y termina
nuestro trabajo en 1814, con el retorno de Fernando VII, por entender que éste
inicia un nuevo ciclo en la política que, si bien en lo que respecta al tema
americano no está divorciado del anterior, tiene importancia bastante como para,
de por si, justificar la acometida de un estudio independiente en la llamada
empresa de pacificación. El lapso que comprende nuestro trabajo es muy rico en
vicisitudes políticas, como quiera que se suceden en breve tiempo la Junta
Central, el Consejo de Regencia y las Cortes en la conducción del Estado. Por otra
parte, la tónica publicitaria de la vida política de la época, más la libertad en la
edición de periódicos y folletos, nos permite tener una visión bastante completa
de la opinión sobre los hechos (...) Comenzamos el estudio, luego de ver
ligeramente los antecedentes históricos, con un análisis de la política de la Junta
Central y del Consejo de Regencia; calibraremos luego qué importan sus actos
como expresión de la opinión pública, analizando el extraordinario valor que
tiene la consulta al país en el año 1809 y fijando el estado del problema en el
momento en que llegan al Viejo Mundo las primeras noticias de la rebelión de los
dominios. Después conoceremos la primera legislación americana de las Cortes,
fruto del intento de éstas para solucionar pacíficamente el litigio accediendo en
lo posible a las peticiones de los diputados de ultramar pero calculada en forma
que no permita a éstos obtener mayoría en el Congreso.
...Se estudia la Constitución de 1812 como intento fracasado de llevar la paz a
América, y la lógica consecuencia de la imposición definitiva del camino de las
armas para sofocar el proceso que cada día se desarrolla más, todo ello
complementado por las opiniones que se insertan en los impresos anteriores (...).
Este libro está redactado sobre la base de la tesis doctoral que defendimos en la
Universidad de Sevilla en 1960 (...) El largo ovillo de la vida intelectual que rodea
a este libro tiene dos puntas estimulantes. Una, las primeras lecciones sobre la
Revolución de Mayo que dictara Roberto Marfany en su seminario de Historia
Argentina en 1945 en la Universidad de La Plata, en donde percibimos la
importancia de nuestra revolución; y la otra, la Escuela de Estudios
Hispanoamericanos de Sevilla que nos dio la perspectiva del imperio en crisis
azotado por la gran Revolución política contemporánea (...).
Se aprecia, en principio, que... los presupuestos de una política española para
con América eran: lazos no muy fuertes entre España y sus colonias; riesgo de que
un cambio de dinastía provocara un movimiento independizante porque los
americanos, preferían el viejo amo o ninguno, (demostrado ya por el fracaso de
las invasiones inglesas en el Río de la Plata en 1806 y 1807); necesidad del
acercamiento pacífico con ultramar con concesiones políticas administrativas y
hasta comerciales para compensar el deficiente e inseguro tráfico marítimo (el
desastre de Trafalgar era reciente); las pretensiones de la pujante industria
inglesa sin mercados (la independencia de los Estados Unidos y el bloqueo
continental tornaban crítica la situación económica británica); las aspiraciones de
expansión norteamericana (el avance sobre la Florida lo demostraba); y las
persistentes y atrevidas gestiones de Francisco Miranda en Europa, acompañados
en el campo intelectual por la aguda exposición del abate de Pradt. Por lo tanto,
no cabe sorprenderse de que los hermanos Bonaparte y los gobiernos nacionales
se dedicaran al problema (...).
Las Cortes dictan, el 10 de noviembre de 1810, el decreto de libertad de
imprenta que rige hasta el retorno de Fernando VII en 1814. Es decir, desde el día
del levantamiento nacional hasta la disolución de las Cortes, prácticamente no
existe censura para la palabra escrita. Esto facilita la proliferación de los
periódicos y folletos, de lo que nos dan una idea aproximada la obra de Gómez
Imaz y la Colección Documental del Fraile. (24) Por otra parte, a medida que se
afianza el equipo reformista, está en la naturaleza del ordenamiento dado por la
revolución que se efectúe la mayor publicidad de la gestión para lograr el aval de
los actos realizados.
Aparece así un nuevo sujeto en el escenario político: la opinión pública. Es el juez
supremo de la bondad y eficacia de los actos de gobierno. A ella se recurre
mediante los periódicos y se espera que éstos sean su reflejo. Toreno, hombre
representativo del nuevo régimen, señala que “la opinión es la que dirige y guía a
los que mandan en estados así constituidos”. Dos son los únicos y verdaderos
medios de conseguir que la voz pública suba con rapidez a los representantes de
una gran nación, y que la de éstos descienda y cunda a todas las clases del
pueblo. Son, pues, la libertad de imprenta y la publicidad en las discusiones del
cuerpo o cuerpos que deliberan.
Si se analizan los periódicos se comprueba que los primeros comienzan a salir
publicando declamaciones patrióticas y registrando noticias (...) Nosotros, sin
sobrevalorar el juicio de la prensa, entendemos que ésta es uno de los
instrumentos de expresión de la opinión pública de la época y también es
generadora de la misma, y como tal nos servimos de ella. Es interesante la
actitud del periodismo y su complemento, los folletos, frente a las provincias de
América. Lo que más ponderan es la fidelidad de éstas hacia Fernando VII y la
Junta Central, y destacan hasta el cansancio el extraordinario valor que tiene la
ayuda económica de ultramar. Se insiste en el magnífico complemento que ofrece
frente al invasor la ofrenda de sangre hecha por los peninsulares y el sacrificio
económico realizado por los coloniales. La “Gazeta del Gobierno”, en su número
5 del 12 de agosto de 1809, dice:
“De nuestras posesiones de América, presa rica, que más que nada codicia
Bonaparte; de allí, donde los habitantes han dado desde el principio de los
acontecimientos de España tales y tan acrisoladas pruebas de lealtad y
patriotismo, vienen ahora en la época más oportuna, los recursos que en gran
parte han de contribuir a dar nueva vida y nueva acción al ejército nacional:
¡gratitud tierna a nuestros hermanos de América! ¡Gloria y alabanza a los reynos
de aquel vasto continente, que aun en las circunstancias más desgraciadas serán
seguro asilo y refugio de la libertad española”.
Las ponderaciones tomarán mayor calor cuando se tengan noticias del fracaso de
los agentes de José y Napoleón Bonaparte en su gestión de captar la voluntad de
los americanos. Y es así como los espíritus reformistas que claman por la
organización de un nuevo gobierno o por la convocatoria a Cortes entenderán que
la mejor forma de hacer justicia a los sacrificios de los “hermanos de ultramar”
será llamándolos a participar en el futuro régimen. La “Gazeta de Valencia”,
número 38 del 30 de septiembre de 1808, publica una carta dirigida al redactor
donde se habla de la necesidad de que se dicte una constitución y se subraya que
este “árbol magnífico debe cubrir con su sombra desde la Metrópoli hasta el
último Pueblo de nuestras Colonias” (...).
El resultado que se puede deducir es que América está presente en la prensa
patriótica de la Península y que la opinión española, no obstante los graves
problemas que la acucian, tiene conciencia de los deberes que la unen a ella (...)
Por otro lado, la “Gazeta de Madrid” órgano oficial del gobierno intruso, se limita
a ponderar la medida del nombramiento de Azanza como ministro de Indias 
número 85 del 13 de julio de 1808 y a alabar las magníficas ventajas que pueden
obtener las Indias si se someten a la corona de José Bonaparte.
2. Declaración de la Junta Central del 22 de enero de 1809
A la actitud de solidaridad de América para con España, ésta corresponde, por
medio de la Junta Central, dictando el decreto de 22 de enero de 1809. Previo
dictamen del Consejo de Indias e interpretando el consenso general se decide que
los vastos y preciosos dominios que España posee en las Indias no son propiamente
colonias o factorías, como los de otras naciones, sino una parte esencial e
integrante de la monarquía española; y deseando estrechar de un modo
indisoluble los sagrados vínculos que unen unos y otros dominios, como asimismo
corresponder a la heroica lealtad y patriotismo de que acaban de dar tan decisiva
prueba a la España en la coyuntura más crítica en que se ha visto hasta ahora
nación alguna, se ha servido S. M. declarar, que los reinos, provincias e islas que
forman los referidos dominios deben tener representación nacional e inmediata a
su real persona, y constituir parte de la Junta Central Gubernativa del reino, por
medio de sus correspondientes diputados (...).
La desigualdad de representación que se sanciona para América es el primer
peldaño de la política que, en esa misma línea, siguen los que se suceden en el
mando y que, a través del tiempo, sirve para fundar su descrédito ante los ojos
coloniales. Mientras la Junta Central está integrada por treinta y cinco miembros,
uno por Canarias y dos por cada provincia peninsular, la representación
americana la forman un diputado-vocal por cada virreinato, capitanía general o
provincia. Florez Estrada comenta esta decisión de la Junta:
“No conociendo dice la plenitud de los derechos de los pueblos, y que ejercer
las funciones de la soberanía sin tratar de nivelar los poderes de todos ellos con
una perfecta igualdad, era una verdadera usurpación; como si fuese un negocio
puramente de gracia, que dependiese de su voluntad, acordó que cada virreinato
de América nombrase un solo diputado para ser individuo del cuerpo soberano,
sin hacerse cargo que era una injusticia no acordar dos por cada virreinato,
cuando cada provincia de la metrópoli había comisionado este número”.
No debe olvidarse que este decreto es el cimiento sobre el que se levantan todos
los que después se promulgan sobre la materia y, conforme van apareciendo, se
va desarrollando el debate de las pretensiones americanas. Sin embargo, en este
momento, si bien es justa la protesta por la desigualdad de representación de las
provincias americanas, todavía no cabe una queja sobre la base de la
representación proporcional a la población, pues en España también se ha
asignado igual número de vocales a cada distrito prescindiendo de la cuantía de
sus habitantes.
Por otra parte, de acuerdo con el trámite de la revolución y guerra española que
otorgaba al gobierno una base popular, la lógica imponía dar también
participación al pueblo de ultramar en la eventualidad histórica. El sistema de
elección indirecta que se estableció, montado sobre los ayuntamientos, sirvió
para que la burguesa ultramarina, que dominaba estos cuerpos, entreviera la
posibilidad de expresar sus inquietudes, pero, sobre todo, creó un germen de
gobierno representativo que tuvo más importancia de lo previsto. En realidad no
se midieron las últimas consecuencias que podía traer la disposición. Si bien es
cierto que el trámite electoral copiaba el patrón del seguido en las viejas
convocatorias a Cortes, también es cierto, y esto es lo importante, que se
llamaba a América, dándole una nueva jerarquía, para integrarla en una nueva
organización institucional que ensayaba la nación española.
No se recapacita en ese momento que, además, se están avalando las
pretensiones que eventualmente puedan tener los americanos de constituir juntas
propias y que, en rigor, resultan discutibles las medidas que se toman para
frustrar los intentos que se producen en tal sentido. En descargo de los que dictan
el decreto podemos decir que en enero de 1809 todavía la Junta está presidida
por Floridablanca y tiene gran preponderancia en ella Jovellanos quien, aun
siendo reformista en lo que se refiere al antiguo régimen, no participa del
planteamiento revolucionario avanzado del que es exponente Calvo de Rozas (...)
Los futuros acontecimientos harán que, por múltiples inconvenientes, no se
incorporen los vocales americanos a la Junta, pero, insistimos, se ha puesto en
marcha ya una nueva política con respecto a América.
Finalmente, como nota destacada de la repercusión y consideración de estos
decretos en Indias, cabe señalar que la circular remitida por la Junta
Revolucionaria de Buenos Aires el 18 de julio de 1810 a las provincias del interior,
donde se les fijan las normas para la elección de los diputados que integrarán la
Junta Grande, manda que los requisitos a cumplirse sean determinados por la real
orden del 6 de octubre de 1809.
3. La consulta al país: Punto 8º: Parte que deben tener las Américas en las Juntas
de Cortes. Luego de un largo y difícil proceso, la Junta Central, reunida en pleno
el 22 de mayo de1809, dicta el decreto de convocatoria a Cortes. En él se dice
que se deben reunir en el año próximo o antes, si las circunstancias lo permiten,
pero no se fija fecha exacta (...) El artículo tercero determina... sobre la “Parte
que deben tener las Américas en las Juntas Cortes” (...) De los decretos dictados
y de las medidas tomadas resulta que: en primer lugar, se procede al llamamiento
a Cortes; esta convocatoria, aunque todavía lleva el interrogante de cuándo se
realiza la asamblea y cómo se va a formar, respira un ambiente de reformismo
cargado de posibilidades; en segundo lugar, América entra en el marco de estas
posibilidades y ya se reconoce que algún papel puede o debe jugar; y,
finalmente, se dispone consultar a las “personas ilustradas” e instituciones
importantes del reino sobre los problemas en cuestión. La consideración del tema
americano está en la línea de conducta de la Junta, consecuente con su anterior
declaración, pero lo que creemos valioso para nuestro estudio es el hecho de la
consulta al país. Del resultado de este requerimiento se resolverá qué papel va a
desempeñar América, qué representación obtendrá; problema no fácil como
quiera que según la participación que se le dé podrá controlar las decisiones de
las futuras cortes (...).
La inmensa mayoría, expresando eterno agradecimiento al gesto generoso de
ayuda de la América, se manifiesta en el sentido de que hay que admitir en el
congreso a los hermanos de ultramar. No obstante la respetable opinión de
Jiménez de Gregorio, entendemos que son los menos los que quieren dar a
ultramar la “más amplia representación” (...) Pero la mayor parte de las
respuestas se inclinan por la desigualdad de representación. Por un lado está el
decreto de enero de 1809 como antecedente y en derecho, en materia poco
legislada, los antecedentes son muy importantes, y por el otro está la
fundamental razón de que la Península no puede correr el riesgo de perder la
conducción del gobierno dando mayor representación a ultramar. Por más
declaraciones de igualdad y hermandad que se hayan hecho todavía vive con
fuerza la conciencia de metrópoli (...).
Esta junta Suprema es la que hace la consulta al país (...) (56-64) En síntesis, que
las opiniones que buscaron la solución al margen de la cantidad de habitantes,
dieron respuesta de tal manera que los americanos fuesen minoría (...) En gran
número de ellos se reconocen los “graves errores y abusos” cometidos en América
por las administraciones anteriores y se manifiesta un arrepentimiento que se
traduce en la proposición de reformas en cuanto al régimen de empleos. Se trata
de entusiasmar a la Junta para que las incluya en esta nueva posibilidad futura de
regeneración que la Península espera. (66) Es notable que esta creencia sea
rubricada por personas de distinto pensamiento y no se medita que se está dando
a los americanos un precioso argumento para su próxima revolución, al par que
los peninsulares se van cerrando los caminos para replicar en su defensa cuando
llegue el momento.
En respuesta a los que sostienen como ya vimos que conceder la representación
es peligroso porque se entrena a los americanos en hábitos que pueden llevarlos a
la independencia, la Audiencia de Galicia, por el contrario, aconseja para las
provincias de ultramar “no conservarlas en estado precario y de pupilaje porque
sería excitarlas a la independencia y a seguir el ejemplo de las colonias
inglesas”. En términos similares se expresa Fray José de Jesús Muñoz. Y en 1810,
una vez producido el levantamiento de las Indias, es de acuerdo con este criterio
de tratarlas como hermanas como las Cortes, al principio, van a intentar aplacar
las quejas (...) Para terminar el somero análisis efectuado falta señalar que sólo
Capmany hace un planteamiento tradicional en lo que se refiere al vínculo entre
España y América. Luego de criticar a los que hablan de una perfecta igualdad,
tentando así a los americanos a emanciparse, dice:
“Aquellas vastas regiones son dominio de la corona de España, no colonias de la
Nación: en nombre del Rey se gobiernan y se dejan de gobernar: en nombre del
Rey rigen los Virreyes, Gobernadores, Tribunales y Magistrados; a la persona del
Rey tienen jurada la obediencia y fidelidad como vasallos y de la autoridad Real
recibieron sus leyes peculiares, que las conservan y defienden de toda tentativa,
e invasión extranjera. Este nombre de Rey o de autoridad soberana bajo de una
forma monárquica se debe hacer respetar y venerar ahora más que nunca [...]”;
y más adelante, refiriéndose a los vínculos de los americanos con España, agrega:
“[...] y no es posible que se desunan mientras subsiste en Europa, el nombre, la
cuna y el trono de la Monarquía. Toda innovación es peligrosa, y ésta podrá
sernos funesta en uno y otro hemisferio”.
Quiere mantener vivo el vínculo de vasallaje de América con respecto a la corona
poniendo esta relación jurídica por encima de toda concesión que, más o menos
amplia, busque acercar a las Indias integrándolas en la Nación española como
hermanas iguales. Muy poco se va a oír esta postura en el futuro. Con el retorno
de Fernando VII recién vuelve a vitalizarse. La consideración de esta relación de
vasallaje es la que ha hecho que, en nuestros días, un autor interprete en función
de su ruptura el fundamento de la independencia americana. Francisco Eduardo
Trusso elabora su tesis explicando que se produce la ruptura de un “pacto de
vasallaje” así lo llama, pacto libremente formalizado entre los pueblos de
Indias y la corona de Castilla. Si bien admite que en la formulación de la idea del
pacto puede advertirse ya sea el tono populista suareziano o el de El contrato
social de Rousseau, la idea misma del pacto como fundamento jurídico-político
del derecho de independencia no pertenece a ninguno de los dos. Se trata de un
pacto histórico concreto, específico, cuya disolución da la base jurídica de la
independencia de las juntas peninsulares primero, y de la corona después.
El estudio de la consulta al país deja un resultado positivo. Ilustra sobre el juicio
que merece el problema americano a una parte importante de la opinión pública.
Arzobispos, obispos, cabildos, audiencias, ayuntamientos, universidades, juntas,
eclesiásticos, catedráticos, juristas y personajes no identificados, pero que
presumimos representativos, constituyen el heterogéneo y disperso conjunto de
opinantes. Están en él los dirigentes del momento en toda la Península, pues los
escritos vienen desde los cuatro puntos cardinales no ocupados por el invasor.
Pero lo más valioso es que las respuestas dadas configuran un anticipo de la
orientación que va a tener la política de las Cortes de Cádiz para con América. La
bibliografía que ha estudiado la encuesta del año 1809 con respecto a América, al
no proyectar su visión sobre la gestión posterior española no percibe el grado en
que aquélla tiende los carriles por donde se va a marchar en los años venideros.
Cosa similar acontece con el examen del debate gaditano sobre las pretensiones
de ultramar. No se ve que, prácticamente, todo está dicho en 1809. Y lo que cabe
subrayar especialmente es que en la época de la consulta todavía no se ha
producido el levantamiento de las Indias, significando esto que los conceptos de
los opinantes carecen de prevenciones, y no están intelectualizados, como para
defenderse de un ataque que todavía no existe. Las conclusiones que se extraen
en 1809 son fruto de un diálogo entre peninsulares pues los americanos no hacen
oír su voz. Adviértase, por último, que las opiniones generales de que debe
convocarse a las Américas a Cortes pero con representación menor, que no deben
descuidarse las relaciones comerciales y económicas con ellas, y que hay que
enmendar los errores y abusos de las administraciones anteriores, son vertidas
por encima de toda división ideológica (...).
Florez Estrada y su libro Examen imparcial de las disensiones de América con
España (pp. 148-151). El libro de Álvaro Florez Estrada es el estudio de mayor
envergadura que se hace en la época para penetrar en las causas de las
disensiones de la metrópoli con sus colonias americanas, y también el mayor
esfuerzo dialéctico, siguiendo la línea liberal, para encontrar una solución
conciliatoria a la guerra. Se edita primeramente en Londres en 1811, después en
Cádiz en 1812 y, por tercera vez, en Madrid en 1814. El número de sus ediciones
en tan breve lapso habla de su éxito. La obra es conocida inmediatamente por el
público. El Diario de Sesiones de las Cortes señala que, en la sesión 333 del 31 de
agosto de 1811, es presentada a la asamblea por su autor (...) El libro... expresa
que lo ha escrito movido por el deseo de contribuir a la reconciliación de
americanos y españoles (...) Comienza por manifestar que “España y sus
Américas, regidas por un gobierno arbitrario y corrompido, acababan de sufrir la
época lastimosa que ofrece su historia cuando se verificó el levantamiento de la
Península” contra Napoleón. Que la situación de corrupción en que se vivía había
que superarla unidos y no iniciando la separación, que era justamente lo que
querían los enemigos franceses.
Después pondera a la Junta Central por incorporar a las provincias ultramarinas a
la nación, pero la critica porque al darles una representación menor ejerce una
verdadera usurpación al disminuir el ejercicio de su soberanía. Agrega que la
forma desordenada en que se comunica la disolución de la Junta Central, la
desastrosa novedad de la derrota de Ocaña y la imprudencia de los que
remitieron cartas alarmantes a los dominios, tienen la culpa de las funestas
consecuencias que se produjeron inmediatamente en Caracas y Buenos Aires. Que
los americanos entonces, “sin consideración al estado afligido y de desolación en
que se hallaba la madre patria se entregaron sólo a ideas de rencor y de
venganza”. Y termina esta parte reconociendo que estas ideas de rencor y
venganza tenían su germen en “los males producidos por la estupidez y
arbitrariedad de los reyes y la iniquidad e ineptitud de los empleados” (...)
Critica a la Regencia por haberse opuesto a las juntas revolucionarias americanas
formadas por el pueblo, por no convocar a ultramar inmediatamente a las Cortes,
por exasperar a los rebeldes al ordenar reducirlos por la fuerza, y finalmente, por
su contradictoria política comercial, que concede la libertad en un primer
momento para luego derogarla a instancias de la Junta de Cádiz (...).
En cuanto al motivo invocado con posterioridad, de no habérseles concedido la
representación proporcional que correspondía, observa Florez Estrada que
“América, cuya población se regula en quince millones escasos, tiene ocho
millones de indios, cuatro de negros y el resto de criollos y europeos”, que con
respecto a los negros e indios era “muy dudoso si se les debiera conceder desde
luego la facultad de tener representación nacional, que no podría servir sino
para que todo el beneficio recayese en los criollos y europeos, pues seguramente
ni ellos harían la elección de representantes de individuos de su clase, ni aun
cuando los eligiesen podría sus luces utilizar la nación” (...) [criticar] el sistema
económico que ha regido a España y sus relaciones con América. Atribuye a él la
decadencia y pobreza españolas. En lo que respecta a ultramar dice que ha
producido el debilitamiento de la metrópoli, por una parte al volcarse esta en él
con todos sus bienes morales y materiales, y después porque su abundante oro y
plata arruinaron la industria y agricultura del Viejo Mundo, que no redituaban lo
mismo que los metales preciosos. Que el sistema del monopolio comercial agravó
el mal. Que el Nuevo Mundo es inoportuno en sublevarse en el momento en que
va a cambiar el régimen económico y además porque es cuando tiene la ocasión
de ayudar a la Península en su lucha contra Napoleón devolviéndole los sacrificios
que ésta ha hecho por él.
Termina el libro haciendo a los americanos una llamada a la concordia como
único camino para que consigan la libertad: “Sabed que, para adquirir y
conservar la libertad, es necesaria una fuerza y que la división, en vez de
producir esta fuerza, la destruye y aniquila”. La mayor novedad de la obra está
en que, usando argumentos liberales, trata de invalidar la razón de la revolución
americana. Es la primera vez que en forma clara se niega derecho a los rebeldes
para invocar la soberanía de sus provincias por entenderse que son una minoría
impopular. Y este argumento se lo refuerza, subsidiariamente, con la
descalificación de los negros e indios para ser representados en las Cortes.
Lamentablemente, en desmérito del autor, no podemos olvidar que en 1809,
antes del levantamiento americano, apoya, en su proyecto de constitución, la
representación proporcional de ultramar incluyendo a todos sus habitantes (...).
Epílogo (pp. 189-192)
(...) El espíritu de emancipación y de rebelión existió en América desde fines del
siglo XVIII y España no ignoró esta circunstancia. Los planes de Abalos, Aranda y
Godoy, entre otros, demuestran que los funcionarios de la corona habían
percibido en los americanos un desarrollado sentimiento de autonomía. Asimismo
se habían impuesto de las quejas que provenían del Nuevo Mundo y habían
tomado conciencia clara de que había que salir al encuentro de la situación con
soluciones que podrían, eventualmente, propiciar la emancipación propia de los
pueblos que han alcanzado madurez política, pero evitando, a toda costa, la
independencia. La metrópoli sabe que América le ha prestado un fuerte apoyo
económico y la ha enriquecido con el aporte de sus bienes, pero también sabe
que, como contrapartida, no siempre los españoles han retribuido con
generosidad. Más aun, campea un sentimiento de culpa por los agravios inferidos,
que han sido más graves con la dinastía borbónica y, en especial, durante el
despotismo ilustrado del favorito Godoy.
Iniciada la guerra contra Napoleón, se percibe con más claridad la importancia de
la ayuda económica de ultramar y se la requiere angustiosamente, al par que se
demanda un apoyo espiritual y moral que aliente a los peninsulares en la “justa
causa” contra el invasor. No vacilan en acudir al halago de los americanos y se
recurre al expediente de invitarlos a participar en el nuevo orden político que
instaurarán las Cortes de Cádiz. Pero está claro que, no obstante estas
manifestaciones de reconocimientos de derechos, no se piensa poner en peligro la
conducción del imperio concediendo una representación igualitaria o proporcional
a la población. En particular, en el campo económico, se sabe que los
comerciantes de Cádiz son los privilegiados que usufructuarán la relación
comercial con América y que su monopolio crea irritantes diferencias que excitan
los ánimos de protesta.
El lenguaje de los dirigentes peninsulares está impregnado de la prédica sobre los
derechos naturales, libertad e igualdad de los americanos. Pero esto mismo se
convierte en una pródiga fuente de pensamientos que alimenta y exalta las
pretensiones de los hombres de ultramar, al margen de las diferencias entre los
afrancesados, liberales exaltados, moderados y reformistas, toda la polémica
sobre los principios que deben manejarse en el trato con los americanos no hace
otra cosa que exacerbar los ánimos de éstos y suministrarles fuertes argumentos a
sus quejas. Se transforma así la Península en una de las principales generadoras
de las nuevas ideas. La invasión napoleónica y la guerra consiguiente provocan
una grave crisis institucional, social, económica y moral que hace tomar a los
peninsulares la conciencia clara de los sentimientos e ideas que deben alentar
hacia los americanos, cuya solidaridad necesitan. Esta crisis y la nueva actitud
permitirán a los hombres del Nuevo Mundo incorporarse al proceso revolucionario
que culminará con la independencia. Por eso, frente a los primeros conatos de
rebelión en América de 1810, vendrán las quejas alegando su inoportunidad y el
peligro en que ponen al imperio debilitándolo y se sorprenderán por la ingratitud
puesta de manifiesto por esos hombres hacia quienes habían comenzado a
reconocer sus derechos. Los matices o diferencias que podrían fundamentar otras
explicaciones no son suficientes para negar las verdaderas intenciones de los
insurrectos. La epopeya de la lucha por la independencia no merece otra
interpretación que la que dan con clara visión los propios perjudicados. Esta
visión es la que justifica el envío de expediciones militares cada vez más
poderosas para sofocar la rebelión.
Desde España se observan con inusitada claridad los propósitos de Napoleón, el
que, habiendo fracasado en su intento de incorporar a América a su imperio a
través de la monarquía de José Bonaparte, la inunda de emisarios franceses que
llevan la misión de favorecer el proceso independizante con el fin de debilitar a
España y a su aliada Inglaterra. Y también están impuestos en la metrópoli de la
dual política desarrollada por esta última, que comercia indistintamente con
americanos y españoles y que, lejos, de sofocar los movimientos revolucionarios,
como correspondería a su carácter de aliada de España en la lucha contra
Napoleón, se dedica a alentarlos.
También advierten los peninsulares que los que usufructúan la invocación a
Fernando VII pretendiendo dar a la lucha el carácter de guerra civil, son los
ingleses, que usan el nombre del rey como una máscara que permite a los
insurgentes contar con el apoyo británico, mientras ellos se benefician con el
comercio marítimo. Con respecto a quienes dirigen la revolución y cuántos son sus
promotores, la opinión descuenta, como es lógico suponer, que existe una
minoría integrada por los más diversos componentes: comerciantes disconformes,
juventud libertina, intelectuales afrancesados, eclesiásticos poco ortodoxos,
todos alentando a las castas indígenas y a los criollos postergados. Sin embargo,
el funcionamiento de esa vanguardia tiene una objetiva coherencia frente a las
exigencias metropolitanas.
La última esperanza de solucionar la rebelión por vía pacífica estuvo cifrada en la
Constitución de 1812, pero a poco de andar hubo de comprobarse que a los
americanos no se los podía manejar con una carta y que, dada la fiereza del
movimiento, las promesas eran inocuas y no quedaba otro camino que el de las
armas. Como conclusión de este balance, la opinión expresada en el lapso
estudiado (1808-1814) demuestra, no obstante las declamaciones peninsulares de
las diferentes corrientes políticas, que subyace en los peninsulares una vocación
imperial que no les permite aceptar ni la igualdad ni la emancipación y, menos
aun, la independencia de los americanos. Vocación que obnubila la percepción
política, no permite aceptar la naturaleza independizante e indomable del
proceso y, en definitiva, agrava aun más la crisis española. Cuando Fernando VII
retorne al poder tampoco acertará con la política adecuada y continuará la serie
de errores que culminarán en América independiente, enfrentada con España por
muchos años.
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