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de estilo
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Una mirada a
la indumentaria
tradicional
Entre 1799 y 1800, Francisco de Goya realiza dos retratos de la reina Mª Luisa de Parma,
conservados en el Palacio Real de Madrid, que llaman la atención por la enorme diferencia que hay entre los vestidos que luce la soberana. En Mª Luisa de Parma en traje de corte,
la reina es retratada a la moda francesa, con un vestido de corte imperio; mientras que
en Maria Luisa de Parma con mantilla, la soberana se representa a la española, con una
basquiña y una madroñera, además de una gran mantilla de encaje, todo ello en el color
que ya se asociaba con el modo de vestir español: el negro.
Las dos formas de vestir de Mª Luisa nos muestran la complejidad de la historia de la indumentaria en España que, como en el resto de las manifestaciones culturales de nuestro país, se debate entre la influencia extranjera y la necesidad de encontrar la esencia de
lo español, para usarla como base de una modernidad propia.
La influencia extranjera será innegable durante todo el siglo xix, si bien pequeños elementos decorativos (madroños, caireles…), la omnipresente mantilla o el mantón de manila darán un toque español a las modas europeas. La tradición española persiste en las
zonas rurales, las alejadas de las modas urbanas, en el traje popular y, a finales del siglo
xix y primeras décadas del xx, con el esplendor de los estudios folcloristas, será redescubierta la riqueza, la variedad y la profunda sabiduría que hay detrás de estos trajes, que
comienzan a percibirse como el emblema de las distintas comarcas y regiones españolas.
Y cuando una nueva generación de modistas salten a la escena nacional e internacional en esos años, la influencia de la tradición popular española brillará en sus diseños.
En primer lugar el gran Balenciaga, pero también Ana Pombo, Antonio del Castillo y
otros, incorporarán esa esencia de “lo español” ese gusto por el detalle barroco, por el
color intenso, por la forma geométrica que aprenden de la tradición popular española y
lo trasladarán a diseños que triunfan en la esfera internacional. La contraposición que
se aprecia en los cuadros de Goya se transforma en una inteligente síntesis en las manos
de Balenciaga.
El traje popular español es conocimiento profundo de los materiales y sus posibilidades,
de las técnicas artesanales convertidas en un factor de lujo y distinción, de la concepción geométrica e intelectual del cuerpo frente a visiones biologicistas, del simbolismo y
la trascendencia de la indumentaria frente a la visión económica y comercial. Unas ideas
tan alejadas de las percepciones que hoy en día tenemos de la moda, que las producciones populares no pueden sino intrigarnos, despertar nuestra curiosidad y convertirse,
como ya ocurrió hace unas décadas, en una incansable fuente de inspiración para los
diseñadores del presente y del futuro.
Fernando Benzo Sáinz
Secretario de Estado de Cultura
Presidente de Acción Cultural Española [AC/E]
ISBN
978-84-8181-706-5 [Museo del Traje]
978-84-15272-94-6 [AC/E]
NIPO 030-18-103-3 DL M-13308-2018
© De la presente edición:
Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Secretaría General Técnica
Sociedad Mercantil Estatal de Acción Cultural, S. A.
© De los textos: sus autores
© De las imágenes: Manuel Outumuro
Entre la sombra
y la luz
P. 7
Más allá del tópico
P. 13
Una mirada a la
indumentaria tradicional
P. 17
La herencia del pasado
P. 81
La joyería tradicional
española: historia de
una seducción
P. 91
josé ortiz Echagüe
P. 97
Intención documental
y visión poética
geografía de estilos
P. 103
Entre la sombra
y la luz
Olivier Saillard
Comisario. Palais Galliera
P. 7
Amplios y sobrecogedores corredores protegen los fondos del Museo del Traje, situado
en la periferia de Madrid; estos pasillos fueron hace años el gigantesco telón de fondo
de las obras que hoy posee el Museo Reina Sofía. Los peines metálicos que sujetaban
la ingente cantidad de cuadros han dado paso hoy a armarios deslizantes, elementos de
almacenaje para las prendas de indumentaria. El impresionante silencio de este territorio despoblado es el hogar de vestidos, abrigos, pantalones y camisas a la espera de que
alguien los reclame para una exposición. Es aquí, sobre dos alturas, donde se concentra
la increíble colección de tejidos antiguos de Mariano Fortuny junto con un conjunto
significativo de piezas de su colección, mientras que otros espacios recogen obras de los
siglos xix y xx en una de las colecciones de moda más hermosas que existen, en la que el
maestro Balenciaga está hábilmente representado.
Quien tiene la suerte de perderse en este laberinto, digno de un decorado de película de
ciencia ficción, descubre un horizonte secreto de fronteras oscuras dibujadas por una
estructura de armarios de madera. El mobiliario a medida ocupa estas paredes sin perdonar ni un centímetro.
En este laberinto de pasillos desiertos, oscuros números impresos en papel blanco presiden las puertas cerradas; una centena de armarios mudos conservan aquí la colección
más importante que existe de indumentaria tradicional española. Una cantidad abrumadora de faldas, blusas, chaquetas y accesorios que hace años constituyeron los fondos del Museo del Traje Regional e Histórico. La cantidad de piezas es tan impresionante como su calidad y su frescura.
Con motivo de las exposiciones que se organizan en las salas permanentes del Museo
del Traje, algunas de estas piezas tienen la suerte, durante unos meses, de brillar en las
vitrinas de vidrio en las que dialogan creaciones de alta costura con otras del día a día.
Cada uno de estos armarios de madera modesta y clara está asignado a una zona de
España. Andalucía, Aragón, Ávila, Cantabria, Extremadura, Islas Baleares e Islas Canarias, León, Madrid, Navarra, Salamanca, Toledo, Valencia y Zamora forman un nuevo
mapa geográfico donde los relieves y los paisajes se encarnan en la lana y el algodón.
Colgados de dóciles perchas o tumbados en indulgentes cajones, las piezas de cada región proponen una topografía poco habitual para el descubrimiento de un país. Todas
estas piezas de uso cotidiano o, al contrario, de ceremonia o de uso excepcional, son
el reflejo exacto de un arte del adorno y el vestir tal y como era antes de que la moda
industrializara en exceso todas y cada una de las novedades.
Inmutables son las capas de hombre de Zamora, auténticas esculturas tejidas en lana
cuyos adornos recortados en negro inventan geometrías siempre diferentes.
P. 9
Increíbles son los vestidos de novia de la región de Toledo, donde los encajes rivalizan
con los lazos de colores mientras que los zapatos con bordados de lana serían la envida
de cualquier creador contemporáneo.
Las Islas Canarias y las Islas Baleares proponen prendas ligeras de algodón y lino bordado. Los pantalones bombachos y las alpargatas atadas con lazada llenarían de elegancia
nuestras calles hoy en día.
Inquietante y sin embargo cotidiana es la cobijada de Cádiz, un gran manto negro que
cubre parte del rostro dejando ver apenas un ojo curioso.
Todas estas prendas, confeccionadas con tejidos rústicos y robustos, se distinguen unas
de otras por los delicados adornos que las caracterizan. Si bien hay un respeto por ciertos temas y rituales, y unas convenciones sobre la colocación, siempre idéntica, cada
motivo, obra de la mujer que lo bordó, es único.
Generosos son los sombreros de mimbre de Extremadura, adornados con lana y botones. No hay dos iguales, como sucede con las sayas de vibrantes colores que las mujeres
recogen para sentarse, colocando sus pliegues como si de un pavo real se tratase.
Increíblemente contemporánea es esta falda de Alicante, cuyos pliegues se cosen para
que mantengan su forma durante parte del año, y cuyos colores, del rojo carmín al verde
oscuro, cubren una infinita gama de matices.
Más austera y dramática es la larga basquiña típica de Aragón que Sorolla, un apasionado de la indumentaria tradicional, pintaría una y otra vez.
En la indumentaria madrileña, en los trajes de majo y maja, encontramos al predecesor
del traje de luces en el atuendo masculino, y un conjunto que parece sacado de un cuadro de Goya en el femenino.
La pieza más misteriosa de todas, perfectamente conservada, es un traje de novia de
La Alberca. Procedente de Salamanca, el vestido es en sí una obra de artesanía donde se
mezclan los tonos marrones y rosados con la plata y el oro; por él se derraman sin pudor
relicarios, medallas y amuletos. Su efecto abrumador nos recuerda a las extravagancias
de un desfile de alta costura.
Más austero es el traje de las mujeres de Navarra; también más elegante cuando envuelve con naturalidad las caderas o la cabeza, un efecto que se podría comparar al de los
trajes de noche de Balenciaga.
En la región de León, son los hombres quienes dotan de poesía a sus piernas y sus torsos; sus lazos sirven para sujetar, para adornar y para transmitir sentimientos: sobre
ellos aparecen bordados en letras de distintos colores mensajes de amor y fidelidad.
Los sombreros de mimbre de la región de Ávila rizan o alisan la paja de la que están hechos como hacemos hoy con los peinados; los exquisitos espejos situados en la parte
frontal consiguen el buscado efecto intimidatorio. Sobre las faldas de fieltro y lana de
generosos volúmenes, donde contrastan los tonos rojos y amarillos, se han cosido dobladillos que permitirán a la prenda crecer a lo largo de toda una vida.
P. 10
En este conjunto de trajes que parecen uniformes, no hay un detalle, un color, o una
superficie, que siga un modelo estándar. Allí donde el mundo del lujo contemporáneo
ha unificado y capitalizado el concepto de singularidad, la indumentaria tradicional española proclama alto y claro su diferencia. Aquí, lo precioso constituye lo ordinario, forjado con arte y virtuosismo por bordadoras y costureras.
Hace veinte años, nuestra visión de los trajes tradicionales de cualquier país estaba cargada de indiferencia. Hoy, cuando nuestro traje típico contemporáneo se reduce a combinar jerséis, camisetas y pantalones, el traje tradicional nos despierta más curiosidad
que nunca. Su superposición de vestidos o faldas, que antes nos parecía un gesto estrafalario e innecesario para la vida cotidiana, hoy nos fascina. La audacia de sus colores, la
desmesura de sus volúmenes y la abundancia de sus adornos intimidan al más completo
de los armarios modernos.
Muchas camisas de algodón seco, con hilos amarillos y negros meticulosamente cosidos en sus puños, podrían sin duda proceder del taller de un diseñador de moda actual,
si es que no son directamente su fuente inspiración. Es en esta cierta estabilidad del patrón, que la indumentaria tradicional española prohíbe modificar, donde se da la mayor
extravagancia creativa a través del adorno.
Sin duda esta exposición sirve para desmentir cualquier aspiración de renovación que la
moda intenta imponernos desde hace más de un siglo.
Trajes de día, pero también de toda una vida, la indumentaria tradicional produce emoción. No lleva más firma que la de aquellos que se los pusieron. No hay otro logro que el
de las manos que lo fabricaron. Esta dimensión íntima y tierna, sin ninguna intencionalidad con respecto a la moda, es sin duda el lujo definitivo que nunca resulta ostentoso.
Esta práctica cotidiana que sublima el arte de coser y componer, que reivindica sus errores con seguridad, es una respuesta certera y totalmente a la altura del ejercicio parisino
de la alta costura.
P. 11
Las fotografías de José Ortiz Echagüe ofrecen al visitante la ocasión excepcional de contemplar los trajes en su contexto cotidiano, en el blanco y negro de la fotografía de la
época. Muchas de las piezas que se exponen recuperan así la gracia del movimiento. La
inclasificable obra de José Ortiz Echagüe funciona como una auténtica labor de investigación documental y fotográfica sobre una España hoy desaparecida y ha sido una fuente de inspiración para numerosos diseñadores contemporáneos en busca del exotismo
de lugares lejanos.
Más allá
del tópico
Helena López de Hierro
Comisaria adjunta. Museo del Traje
P. 12
P. 13
En 1969, en una de sus fantásticas crónicas sobre la alta costura española de la época, la
periodista María Pilar Comín ensalzaba los rasgos españoles que ella y el modista Elio
Berhanyer —el Courrèges ibérico— veían en la moda internacional. El influjo comenzaba para ellos, claro está, en el magisterio de Cristóbal Balenciaga, cuya austera geometría,
desarrollada después por muchos de sus continuadores, encuentra su raíz en las tradiciones indumentarias españolas.
La periodista achaca en su artículo dos pecados al mundo de la moda a la hora de reconocer esta influencia: el primero, haberla derivado hacia ciertas formas y conceptos
estereotipados, asociados a la imagen romántica, folclórica y castiza de lo español (los
volantes, los mantones, los encajes), omitiendo la parte conceptual y, sobre todo, arquitectónica; y el segundo, pecado propio este, el no haber sabido la propia moda española
leer y poner en valor esa influencia fundamental. Porque no solo se debe mencionar a
Balenciaga: en París triunfaron también Antonio Castillo y Raphäel, demostrando el saber hacer de los sastres en el corte; y más tarde, Paco Rabanne que llevó al paroxismo ese
constructivismo tan hispano.
¿De dónde proceden estos rasgos? ¿Cómo se describe históricamente esa construcción,
que se pretende autóctona y en cierto modo, identitaria? Hay que remontarse a tiempos de los Austrias para encontrar una influencia global española a través de la creación
de una imagen propagandística marcada por la geometría de la silueta, la sencillez y la
decoración mínima y el uso del negro como color de la dignidad más elevada. De todos
estos atributos, quizá sea la geometría la que perdura a lo largo del tiempo y resume, con
excepciones, en que va a consistir la indumentaria tradicional que se codifica en España
en el siglo xviii.
Ya con la dinastía borbónica en el poder y las formas francesas totalmente arraigadas en
la aristocracia y naciente burguesía, eclosionan las indumentarias regionales, llamadas
también tradicionales o populares, en las que confluyen rasgos de modas extranjeras,
cultas y pervivencias de elementos atávicos cuyo origen se pierde en la historia. Sus formas son tan variadas como lo es la geografía española: desde los pesados conjuntos de
lana de las zonas ganaderas de la meseta, a las afrancesadas falleras de Valencia con sus
sedas de color pastel, pasando por los majos madrileños, cuya estampa jovial se ha difundido por todo el mundo gracias a las pinturas de Goya y a la fiesta de los toros.
La codificación de los trajes tradicionales sintetiza la historia de los mismos. La simplifica, en cierta manera. Es obvio que la variedad comporta particularidades que afectan a
casi todas las formas de este vestir. Los que han llegado hasta nosotros como principales
referentes de un determinado lugar, son los trajes que se empleaban en las fiestas, principalmente porque son los que fueron conservados a lo largo del tiempo; pero los hay
vinculados de forma directa a usos y costumbres cotidianas, reflejo de la economía de
P. 15
una determinada región. Hay adaptaciones, híbridos de formas vernáculas con novedades que en su momento fueron más o menos recientes. Pero también los hay de origen
remoto, vinculados a usos antiquísimos y en apariencia, libres de modificaciones ulteriores. Pueden ser, en fin, rústicos en su elaboración, sencillos en sus materiales, pero
abundan los ejemplos de confecciones primorosas, de una laboriosidad y decoración
extrema que puede hacer pensar, salvando las distancias, en las lujosas artesanías del
mundo de la costura.
La colección que podemos ver en esta exposición es el germen mismo de la existencia
del Museo del Traje. A partir de ella, su recorrido se amplió hacia otras formas de cultura
material, hacia una refundación en los últimos años en los que la moda y la indumentaria son las protagonistas. La vuelta a los orígenes que se persigue con manifestaciones
culturales como la que nos ocupa es la que hacemos nosotros, en estos momentos, con
esta exposición. Con ella, no pretendemos hacer un análisis sistemático de todos los
trajes que hay en España ni de todas sus regiones, sino mostrar, a través de la mirada de
Olivier Saillard y de su fascinación ante esta colección del Museo, siquiera una muestra
de la riqueza, complejidad y diversidad de los trajes tradicionales españoles. Buscamos,
a partir de su selección, elementos comunes ante tanta variedad y aprendemos de las
influencias que han tenido a la hora de crear imaginarios colectivos en el mundo de la
moda. Recuperamos, al fin y al cabo, con una nueva mirada, una colección que se configura como fundamental a la hora de plantearnos si existen o no elementos que definen
la moda española y si es así, en qué se basan.
Probablemente, si debemos señalar un rasgo definitorio de esta variada representación
de la cultura española, ese sería el de la creatividad, el ingente caudal de soluciones originales, sorprendentes, audaces e ingeniosas. La austeridad de aquella moda de los Austrias queda difuminada bajo un muy popular gusto por la abundancia y el recargamiento.
Si las estructuras que dotan la forma son, en su mayoría, elementales, pesadas, en línea
con ese constructivismo del que hablábamos más arriba, la decoración que se sobrepone
–la joyería, accesorios, cintas, puntillas y recortes de tejidos– transforma por completo la
idea sobria de la forma en un microcosmos de fantasía que, finalmente, ha resultado ser
mucho más fácil de ser captado y asumido como esencia de lo español.
P. 16
Una mirada
a la indumentaria
tradicional
Manuel Outumuro
Fotógrafo
P. 17
La Alberca (Salamanca)
Traje de vistas, 1880-1925
P. 18
P. 19
Lagartera (Toledo)
Traje de vistas, 1819-1925
P. 20
P. 21
Lagartera (Toledo)
Traje de jamellero, 1900-1925
P. 22
Toledo
1900-1925
P. 23
Maragatería (León)
1900-1925
P. 24
Donación de Mariano Domínguez Berrueta
P. 25
La Armuña (Salamanca)
1900-1930
P. 26
P. 27
Salamanca
Traje de charros, 1880-1920
P. 28
Traje de charra: Donación de S. A. R. Isabel de Borbón y Borbón
Traje de charro: Donación de S. M. Alfonso XII
P. 29
Alfoz de Toro (Zamora)
1820-1925
P. 30
P. 31
Alfoz de Toro (Zamora)
1880-1925
P. 32
P. 33
Toro (Zamora)
1880-1920
P. 34
P. 35
Aliste (Zamora)
1890-1925
P. 36
P. 37
Zamora
Capas pardas, 1880-1925
P. 38
P. 39
Ansó (Huesca)
1900-1935
P. 40
P. 41
Hecho (Huesca)
1900-1925
P. 42
P. 43
El Roncal (Navarra)
1880-1925
P. 44
P. 45
La Serena (Badajoz)
Traje festivo de pastor, 1900-1925
P. 46
P. 47
Montehermoso (Cáceres)
1900-1925
P. 48
P. 49
Madrid
Majos, 1790-1810
P. 50
P. 51
La Palma (Santa Cruz de Tenerife)
1880-1925
P. 52
P. 53
Santa Cruz de Tenerife
1880-1925
P. 54
P. 55
Ibiza (Islas Baleares)
1890-1925
P. 56
Donación de Concepción Loring y Heredia, marquesa de La Rambla
P. 57
Mallorca (Islas Baleares)
Traje de payés, 1900-1925
P. 58
P. 59
Valencia
1740-1925
P. 60
P. 61
Murcia
Traje de huertana, 1795-1900
P. 62
P. 63
Monóvar (Alicante)
1900-1925
P. 64
Donación Familia Bonmatí de Codecido y Montoya
P. 65
Almería
1900-1925
P. 66
P. 67
Alosno (Huelva)
1780-1935
P. 68
P. 69
Vejer de la Frontera (Cádiz)
Cobijada, 1900-1925
P. 70
P. 71
Granada
1880-1925
P. 72
Donación de Concepción Loring y Heredia, Marquesa de La Rambla
P. 73
Zamora
Zapato de orejas, 1890-1920
P. 74
Cantabria
Albarcas, 1880-1940
P. 75
Lagartera (Toledo)
1819
Navalcán (Toledo)
1900-1920
P. 76
Donación Pilar Primo de Rivera y Sáenz de Heredia
P. 77
Segovia
1900-1930
P. 78
Montehermoso (Cáceres)
1950-1960
P. 79
Collares
s. xvii-xix
P. 80
La herencia
del pasado
Concha Herranz
Jefa de colecciones. Museo del Traje
P. 81
«Les grands chapeaux espagnols, les petits pieds, les manolos et manolas,
et los Españoles et las Españolas!»
Victor Hugo, Fragments d’une comédie, 1840.1
1 – Supuso una feliz circunstancia que esta exposición se mostrara en París, con el título «Costumes espagnols, entre ombre
et lumière», entre los días 21 de junio y 24 de septiembre de 2017, y que tuviese lugar en la Casa de Victor Hugo, el gran
escritor francés que amó España. Y que además él, en sus escritos, para la caracterización de los españoles y de las españolas
tomara como punto de partida su vestimenta.
A pesar de la brevedad de su estancia infantil en Madrid, como hijo del general Joseph Hugo –“general español” al servicio del
rey José, según sus palabras–, Victor Hugo dejó constancia de la estima cobrada a España en sus reiteradas menciones “al
noble pueblo español” y en la asociación que estableció entre su origen, la ciudad de Besançon donde nació y la prolongada
pertenencia de esta a España, en el poema que se inicia con la doble evocación: Besançon, vieille ville espagnole. Sin exageración
puede decirse que Victor Hugo soñó ser español.
Cf. Florence Delay, Victor Hugo et l’Espagne, l’Académie française, Paris, 2002.
P. 83
En España, la historia del vestido en general, y del traje tradicional en particular, se mueve en un marco de falsas transparencias. Por “traje tradicional español” entendemos un
conjunto de formas de vestido que a lo largo de un proceso histórico, en cuyo curso se
da una paulatina integración de sus componentes, prendas fundamentales y complementos, alcanza a construir una imagen definitoria y reconocible de España y sus regiones con sus diferentes iconos. Para empezar, su imagen nos habla de inmutabilidad,
pero según nos recordará Roland Barthes, el equilibrio de las formas es solo un momento dentro de un proceso de continuas transformaciones2. Esto nos lleva a plantear la
necesidad de integrar el vestido en el conjunto de usos y valores de una sociedad en sus
coordenadas espacio-tiempo. Es lo que hizo pensar a Balzac que el estudio del vestido
constituía el mejor cauce para la comprensión de esa sociedad de la cual forma parte, en cuanto medio de protección física, indicador de status y objeto de un “consumo
ostentoso” gracias al cual los grupos provistos de riqueza exhiben su primacía ante el
resto del cuerpo social. También en razón de esta disparidad tiene lugar algo asimismo
relevante: tantas veces atesorados, los vestidos de las élites se conservan mejor por vía
familiar que los utilizados por los estratos populares para su vida y trabajo cotidianos.
Un último apunte afecta a la exigencia de que el observador atienda con cuidado a distinguir entre aquello que es efectivamente producto de la tradición y lo que únicamente
responde a una tradición inventada en un momento histórico determinado, a cuya circunstancia se adscribe y se limita su significación. Un escritor español del pasado siglo,
José María Pemán, habló en este sentido de las falsas tradiciones en España, poniendo
como ejemplo a fines del xix el mantón de Manila, el cual solo venía de Manila, siendo
de factura china3. Además el mantón ha desempeñado siempre una función de encubrimiento de las prendas tradicionales.
El traje en la construcción nacional
En sus Cartas marruecas, ya en la década de 1770, José Cadalso había definido a España
como una de las naciones de Europa, integradora de un abanico de identidades (vascos,
andaluces, gallegos, catalanes). La idea de esa nación de base plural se manifiesta en los
distintos planos de la cultura: el pensamiento político, la literatura, y como no, la iconografía. La historia del traje no falta a la cita, siendo su más destacada expresión la obra del
cartógrafo Juan de la Cruz Cano y Olmedilla, quien a partir de 1776 inicia las entregas de
sus grabados, la Colección de trajes de España, para en la práctica componer, con el rigor
descriptivo del ilustrado, un mosaico amplio de tipos populares, toreros, majos e indumentarias locales. De la Cruz retrata a quienes desde distintos lugares de origen acuden
a Madrid a ganarse la vida con sus trajes de oficios. Al igual que otras obras coetáneas, el
Abecedario de los vendedores de Madrid y Los gritos de Madrid, van forjando estereotipos,
en un puzzle alusivo a un marco común que es España, cuya articulación política ha de
llegar con las Cortes de Cádiz, en la Constitución de 18124.
2 – Olivier Burgelin, Barthes et le vêtement, Communications, nº 63, 1996, pp. 85–87.
3 – José María Pemán, El hecho y la idea de la Unión Patriótica, Madrid, 1929, pp. 139–140.
4 – Manuel Amador González Fuertes, “¿Vistiendo España? Trajes e identidad nacional en el reinado de Carlos III”, Cuadernos
de Historia Moderna, UCM, 2012, anejo xi, La nación antes del nacionalismo en la Monarquía Hispánica (1777–1824), pp. 73–105 ;
Concha Herranz, “Moda y tradición en tiempos de Goya”, Vida cotidiana en tiempos de Goya, Madrid, Lunwerg, 1996, pp. 81 y 85.
P. 85
A lo largo del siglo xix tales imágenes del vestido se sucederán en publicaciones que
atraen al público popular por el bajo precio de los grabados de madera. Desde 1836, el
Semanario pintoresco español, de Mesonero Romanos, sigue el ejemplo del parisino Le Magasin pittoresque, fundado por el sansimoniano Edouard Charton en 1833 para fomentar
la instrucción popular. En ambos semanarios se incorporaron los atractivos grabados
de madera. Entre tanto, los viajeros, atraídos por la España romántica, aportan noticias
y descripciones de gran valor para la materia. Con sus instantáneas, la fotografía vino a
enriquecer el conocimiento, ahora visual de los trajes populares, en particular merced
a la boda real de Alfonso xii en 1878, a la cual la prensa dedicó amplia cobertura gráfica.
Fueron difundidas las precisas imágenes de las parejas de las provincias, obviamente
pertenecientes a las élites locales, que con sus trajes más ricos acudieron a la celebración. De forma minuciosa quedaron recogidas tanto las prendas como los motivos decorativos, el aire, el gesto y la pose que identificaban a cada localidad. Han sido conservados los negativos de cristal de su autor, el borgoñón Jean Baptiste Laurent, instalado
en Madrid a partir de 1843. Las fotografías fueron expuestas en el pabellón español de la
Exposición Universal de París de 1878, como prueba de una diversidad reflejada en sus
ricos trajes tradicionales5. Más tarde su obra fue reproducida y comercializada en tarjetas postales, tanto en blanco y negro como coloreadas.
Cabe mencionar también a Antonio Machado Álvarez, “Demófilo” padre de los poetas
Manuel y Antonio Machado. Fue escritor, antropólogo y folklorista y, en línea con la
creación en Londres de la Primera Sociedad de Folkloristas, trabajó las bases en 1881
de la Sociedad para la recopilación y estudio del saber y de las tradiciones populares.
Después, más tarde, surgirán asociaciones regionales y locales en función de sus peculiaridades lingüísticas, geográficas y culturales.
Del testimonio al cromatismo de integración
P. 86
el rápido proceso de modernización registrado en Europa. El traje y la fiesta de las diferentes regiones convergen aquí en esa unidad que es España. La visión de España por
Sorolla en la Hispanic Society es su mejor expresión.
La Hispanic Society de Nueva York, fundada en 1904, gracias al mecenazgo de Archer
Milton Huntington, encargó al pintor Joaquín Sorolla los catorce paneles que según el
planteamiento de aquel, representan a “las regiones de España”, pero que para su autor
ofrecen “una visión de España”. En cualquier caso, pluralismo que conduce a la unidad,
y donde la fiel reproducción de los trajes tradicionales en las respectivas celebraciones o
episodios de trabajo, transmite una sensación vibrante de dinamismo cromático. Para
lograr esta culminación de la imagen de España a partir de sus regiones, Sorolla recorrió
durante años el país, al igual que hicieran los grandes fotógrafos de los siglos xix y xx, e
invitó incluso a su casa a hombres y mujeres ataviados con las prendas ancestrales, de
tal modo que algunas prendas y algunos cuadros podemos contemplarlos en su casa–
museo de Madrid.
No fue el único pintor; recordemos la obra de Ignacio Zuloaga, Francisco Iturrino o Valentín de Zubiaurre…
Renovación y tradición no estuvieron reñidas. En la Institución libre de Enseñanza, el
más notable intento por lograr “un nuevo florecer de España”, Francisco Giner de los
Ríos puso su acento principal en la educación y su más alta sensibilidad en el descubrimiento del paisaje español7. Del paisaje “y de las viejas cosas”, corrigió Azorín. En el
interior del pueblo descansan las posibilidades de esa transformación, una vez activada
ésta por una minoría reformadora. El pueblo es el vivero de la nueva España. De ahí los
esfuerzos institucionistas por recuperar la estética popular. Su mejor ejemplo fue la Escuela Madrileña de Cerámica de la Moncloa, fundada en 1911 por Jacinto Alcántara, viejo
amigo de Sorolla y próximo a la Institución. Integraba a pintores, profesores y estudiantes de dibujo, quienes para completar su formación, recorrían España en excursiones
veraniegas con el fin de recoger y salvar los materiales de la tradición y sus valores, al
pintarlos en sus acuarelas. Visitan hasta l936 los más diversos lugares, ofreciendo un
insuperable registro documental de trajes, formas de peinados y técnicas de bordado8.
El desastre del 98, la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas puso en tela de juicio la
supervivencia de España en tanto que nación, catalogada por el primer ministro británico, lord Salisbury, como un país moribundo. La reacción consistirá en la afirmación de
los valores españoles, con el Quijote por emblema. Tiene lugar una intensa búsqueda
de la autenticidad hispana, y a este fin la indumentaria tradicional, las fiestas, la memoria, atestiguan una continuidad innegable y positiva. En su Psicología del pueblo español,
de 1902, Rafael Altamira, muy influyente entonces, confía en el porvenir venturoso de
España, sustentado en los valores de su “espíritu”, “el alma española”, siempre que sea
superado “el peligro de extranjerizarse”6. Al año siguiente los noventa y ochos más renovadores: Azorín, Baroja y Maeztu se reúnen en la revista El alma española, apadrinada
por Pérez Galdós. Una recuperación que en el orden estético representa un regreso a
las formas tradicionales, contrastando en la indumentaria, a modo de una foto fija, con
Tras la guerra civil tocó a la Sección Femenina de Falange la tarea de revitalizar desde
muy pronto, en 1939–40, formas estéticas y costumbres en trance de desaparición.
La concepción de la mujer en la Sección Femenina propugnaba al mismo tiempo su
orientación hacia la esfera doméstica, y más allá de eso, su calidad de portadora de
valores tradicionales. Algunos festejos significativos, como los carnavales, habían sido
5 – Jean Laurent en el Museo Municipal de Madrid, t. I, Madrid, 2005, p. 48.
7 – Antonio Machado “a don Francisco Giner de los Ríos” en Poesías completas, Espasa Calpe, Madrid, 1973. p. 167
6 – Rafael Altamira, Psicología del pueblo español, Madrid, 1902, p. 260.
8 – Francisco R. Pascual, Antonio Cea, Concha Casado, Tipos y trajes de Zamora, Salamanca y León. Acuarelas de la Escuela
Madrileña de Cerámica, Zamora, 1986.
Durante la Segunda República el traje siguió siendo escaparate de esa dinámica, a través
del Museo del Pueblo Español, origen de nuestras colecciones.
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prohibidos, si bien sobrevivieron danzas, música y trajes, a veces con curiosas modificaciones, tales como el recorte en el largo de faldas para su adaptación a la escena.
Ese paso al espectáculo sirvió para que siguieran en uso dichos trajes, convertidos en
productos culturales.
Fuera de instancias oficiales, también colaboraron los empresarios y singularmente
las compañías de baile. Buena muestra fue la bailarina Elvira Lucena, quien adquirió
para su compañía varios trajes tradicionales españoles, como el aquí exhibido de La
Alberca, con el fin de encargar réplicas muy cuidadas para con ellas vestir a sus bailarines. Y no cabe olvidar la labor positiva desempeñada a lo largo del siglo y en la actualidad por los coleccionistas particulares, verdaderos rescatadores de nuestro pasado,
de nuestra tradición.
En el presente, el traje tradicional forma parte de nuestro patrimonio cultural, material
e inmaterial, y es competencia directa tanto del Estado como de las comunidades autónomas, en virtud de las transferencias cedidas, sin olvidar los acuerdos firmados con la
UNESCO en el año 2003 respecto a Salvaguarda del Patrimonio Inmaterial. Pero serán
las asociaciones españolas de defensa del folclore las que de forma activa acojan a los
diferentes grupos y asociaciones, en parte vinculados a las dos grandes federaciones,
Federación Española de Agrupaciones de Folklore (FEAF) y la Federación de las Asociaciones de Coros y Danzas (FACYDE).
Para finalizar, solo me resta decir que la presente exposición enlaza con una prolongada trayectoria de coleccionismo institucional, investigación y exposiciones, que en la
actualidad confluyen en el Museo del Traje, Centro de Investigación de Patrimonio Etnológico, (CIPE), cuya denominación data de 2004. Admitamos de entrada que ante
un corpus tan extenso como el conservado en nuestro museo, la selección ofrecida en
esta muestra adolecerá inevitablemente de arbitrariedad. Hemos intentado conjugar la
dimensión generalista, en piezas de muy diferente procedencia pero de rasgos compartidos, con la singularidad de otras. Tales serían los casos en cuanto a forma de los trajes
del valle de Ansó e Ibiza, de la capa parda de Carbajales de Alba y de Aliste (Zamora), o
del espléndido traje de vistas (de boda) de La Alberca (Salamanca) y el de Lagartera (Toledo). No olvidemos, por su procedencia, la donación regia de los trajes tradicionales
charros de Salamanca pertenecientes a Alfonso xiii y a su tía la infanta Isabel.
El origen de nuestras colecciones se sitúa en la Exposición del Traje Regional de 1925,
preparada por Juan Comba, catedrático de Indumentaria en el Conservatorio, donde
explicaba la Historia del Traje. La iniciativa correspondió a la duquesa de Parcent y expresaba, respecto del pueblo, una curiosa variante de la ideología del buen salvaje al “reunir ejemplares de estos pintorescos trajes regionales, de tan extrañas hechuras”, pero
9 – Exposición del Traje Regional, 2ª edición, Madrid, 1925, pp. 7 a 11 y 26. Véase la crítica de Jesusa Vega, “El traje del pueblo.
Ortiz Echagüe y el simulacro de España”, en José Ortiz Echagüe en las colecciones del Museo Nacional de Antropología, Madrid,
Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Museo Nacional de Antropología, 2002, pp. 29–37.
que “han conservado con cierta pureza el sentimiento de sus tradiciones9”. Fue también
un llamamiento al envío sumamente cuidadoso de estos “objetos”. La iluminación de
los salones de exposición corrió a cargo de Mariano Fortuny con procedimientos y aparatos inventados por él10. Artista polifacético y renovador, de quien nuestro museo custodia sus singulares e irrepetibles creaciones de moda, Delphos y Knossos, además de su
colección de tejidos antiguos. Fortuny hubo de desplazarse para ello desde su residencia
del Palacio Orfei de Venecia. Esta labor conjunta e interdisciplinar desarrollada en 1925
trataba de forjar una memoria colectiva en torno a la indumentaria y al mundo tradicional. Tras su clausura, alguno de estos materiales, junto a otros, habían de constituir
el Museo del Traje Regional e Histórico de 1927. Posteriormente en 1934, dicho museo
se integró con otros para crear el Museo del Pueblo Español, sobre una idea de Luis de
Hoyos Sainz11. Destacado investigador vinculado desde 1914 al Seminario de Etnografía
y Artes Populares de la Escuela Superior de Magisterio de Madrid, donde desarrolló un
programa de sensibilización hacia la indumentaria tradicional y planteó su urgente rescate, además de llevar a cabo la sistematización de los trabajos de etnografía. Parte de su
labor ha quedado plasmada en las memorias sobre indumentaria española que realizaron alumnos de la Escuela Superior de Magisterio entre 1917 y 1930 a partir de un trabajo
de campo efectuado sobre este tema, tal y como podemos comprobar al manejar estos
documentos que hoy forman parte del archivo documental del museo.
En 1937, en el Pabellón de la República de la Exposición Internacional de París, junto al
Guernica de Picasso figuró una escueta selección de esos trajes tradicionales acompañados por imágenes fotográficas de José Ortiz Echagüe, fotos que hoy también forman
parte de los fondos de nuestro museo y que igualmente son exhibidas en la presente
exposición. Usos y vestidos populares, en las fotografías al carbón de Ortiz Echagüe,
encarnan una pureza representada ahora por la República. En su prólogo de 1933 a la
obra del gran fotógrafo, José Ortega y Gasset veía en los mismos un pueblo en trance
de extinción que “ya no existe o casi no existe12”, aun cuando siguieran actuando como
soporte de la identidad nacional.
La vida del Museo del Pueblo Español, que fue calificado por Julio Caro Baroja como
“museo crisálida”, fue precaria, y resurgió de 1971 a 197313. A pesar de su letargo y cambios
de denominación, su existencia ha permitido conservar un abundante y rico patrimonio,
según mostró la exposición temporal “Moda en sombras” de 1991. Acerca de su importancia, hice notar entonces: “El vestido siempre es testigo de la Historia. La tradición
es heredera de la moda y queda vinculada a ella a través de las prendas ancladas en el
pasado14”. Lo recíproco es también cierto, y por múltiples vías. De la geometría de los
antiguos patrones de los siglos xv y xvi, a las formas de vestido del Antiguo Régimen
o las modas extraeuropeas, sin olvidar los aspectos técnicos y ornamentales (tejeduría
manual, bordados a la aguja, encajes, aplicaciones…). La simbología y el léxico reflejan
la entidad de ese legado, lo cual nada tiene de extraño si tenemos en cuenta que más
10 – Exposición del Traje Regional , 1925, cit.pág. 26.
11 – carretero, Andrés: “El Museo del Traje, Centro de Investigación del Patrimonio Etnológico”, Revista de Museología, nº 29,
2004, p. 89.
12 – ortega y gasset, José: “Prólogo” a José Ortiz Echagüe, España. Tipos y trajes, Madrid, 1933.
13 – caro baroja, Julio: “Instituciones corpore insepulto”, El País, 13 diciembre 1977.
14 – herranz, Concha: “La selección de piezas en ‘Moda en sombras’”, Anales del Museo del Pueblo Español, 1993, VI, p. 158.
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allá de las formas, la significación del vestido se adentra en la profundidad de las creencias. Valga como ilustración la obra del maestro Cristóbal Balenciaga, cuya creatividad
encuentra raíces en la España tradicional, incluso en la sombrerería, caso del buruko zapi,
paño de cabeza usado antaño por la mujer vasca. No es una excepción, sino una prueba
más de que nuestra tradición sirve de fuente de inspiración para los grandes exponentes
de la moda internacional: Yves Saint Laurent, Lacroix, John Galliano, Givenchy, Valentino o Karl Lagerfeld.
El Museo del Traje realiza una actuación constante de acopio de material, con el fin
de cubrir los vacíos apreciables en sus colecciones, entre las cuales destaca la referida
indumentaria tradicional. Sus fondos son únicos en España, al contar con piezas testigo con huellas de uso, que en su mayoría están contextualizadas y datadas. Además,
el Museo lleva a cabo una sistemática labor de investigación y difusión, convergiendo
ambas trayectorias en la organización periódica de exposiciones temporales, tanto sobre fondos propios como en colaboración con instituciones similares españolas y de
otros países.
La joyería
tradicional
española:
historia de
una seducción
María Antonia Herradón
Conservadora. Museo del Traje
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Fue hace justamente un siglo cuando se pusieron las bases de la estrecha, intensa y
apasionada relación que la sociedad española ha venido manteniendo con el amplio
y espléndido repertorio de su indumentaria tradicional. Se trata además de un vínculo
que, aunque siempre ha estado rodeado de cierta polémica, no ha hecho sino intensificarse con el paso del tiempo hasta llegar a alcanzar, en este comienzo de milenio, uno
de sus momentos culminantes. Recordemos, sin embargo, que bajo tan singular interés
por esos trajes teñidos con nuestros venerados, pero imprecisos y, a veces, incluso inventados usos y costumbres, subyace mucho más que una corriente idealizada de espontaneidad colectiva. De hecho, las cuestiones realmente determinantes a la hora de
perfilar y aquilatar esta unión han sido y son aún las de carácter político, sociocultural
y económico. Por otro lado, estos aspectos se han visto reforzados por ese deseo tan
humano de subrayar, mediante la vestimenta, la identidad personal y la pertenencia a
un determinado colectivo. Como no podía ser de otra manera, la joyería que ornamenta nuestra indumentaria tradicional ha seguido idéntico camino con propósito similar.
Gracias a tan sugerente combinación de factores, esos trajes y joyas han acabado consagrados como iconos ideales no sólo de la(s) identidad(es) local(es), sino también de
la idiosincrasia nacional.
El modelo estético que desarrolla la joyería tradicional española es muy rico y complejo. Está basado en tipologías muy diversas relacionadas, de una u otra manera, con una
notable pluralidad de períodos históricos que van desde la protohistoria de los pueblos
mediterráneos hasta los inicios mismos del siglo xx europeo. De ahí que las joyas que
lo conforman presenten una gran diversidad de estilos artísticos y cualidades técnicas,
cuestiones estas que, aunque siempre son evidentes al observar individualmente cualquiera de ellas, suelen pasar desapercibidas cuando se contemplan en conjunto, esto es,
acompañando a la indumentaria. Si tenemos en cuenta esta variedad formal, la mayor
de sus virtudes radica, pues, en haber sabido cohesionar modelos y estéticas a priori dispares, dando siempre además la impresión de presentar una notable antigüedad aunque,
como observó Ortega y Gasset a propósito de la indumentaria, “sean de anteayer”. Recordamos aquí, no obstante, que en este exitoso desenlace fueron decisivos tanto el tiempo
histórico en el que tuvo lugar el proceso como los agentes que intervinieron en él.
Ese momento nos lleva a las primeras décadas del siglo xx cuando España necesitaba
reconstruir su identidad nacional, un discurso que las artes plásticas en general –el caso
de Sorolla es paradigmático– y el arte popular en particular recondujeron con éxito, y
que derivó en la fundación en 1934 del Museo del Pueblo Español, germen del actual
Museo del Traje, Centro de Investigación del Patrimonio Etnológico. La indumentaria y
la joyería tradicionales pasaron así a formar parte del patrimonio, si bien la condición de
esta última entraba en franca contradicción con otros testimonios de nuestra vida rural.
La joyería popular, todavía sin definir en España, se vio obligada entonces a establecer
sus rasgos específicos, desde los tipos de piezas que incluía hasta la propia composición
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de los aderezos. Y los fue delimitando al mismo tiempo que la colección se formó, no
mediante trabajo de campo ni investigación alguna, sino a través de las piezas adquiridas en el mercado. En este sentido fue especialmente significativa la inspiración proporcionada por las extraordinarias fotografías que José Ortiz Echagüe comenzó a realizar a
partir de la segunda mitad de la década de 1920, muchas de las cuales podemos ver en
esta exposición. La repercusión de la propuesta, unas imágenes de indiscutible fuerza
y belleza, que mostraban las joyas tradicionales como nunca antes se habían visto, fue
enorme. Tanto que esas instantáneas se consideraron el mejor y más fiel de los documentos sobre nuestra joyería popular, el modelo ideal a reproducir primero por el museo y, a partir de él, por todos los que, de una u otra forma entraron en contacto con
ellas, desde los marchantes hasta los coleccionistas, pasando por quienes las usaron.
De esta manera se fueron conformando unas guarniciones descritas como barrocas,
rurales, atemporales, anónimas y de escaso valor, unas cualidades poco atractivas que,
sin embargo, quedaron compensadas mediante el progresivo aumento del número de
piezas que componían los conjuntos.
Por su parte, el aderezo de la mujer charra, que recubre la parte visible del peinado y todo
el torso, nos lleva ya hasta el siglo xix a través de cuentas y joyas realizadas con filigrana
de plata dorada, acompañada en ocasiones de diamantes, perlas y aljófar. Formalmente
son piezas más modernas, de manera que a pesar de su abundancia provocan un efecto
visual más ligero y luminoso que en el caso antes citado. Algo similar cabría señalar de
los aderezos de otras provincias periféricas, situados al margen de la influencia castellana, en los que va a predominar el color dorado. Es el caso, por ejemplo, de las delicadas
joyas realizadas por los plateros catalanes. También de las piezas valencianas, entre las
que destaca la singular peineta y las otras joyas dispuestas sobre el peinado, y de la emprendada de Ibiza (Islas Baleares), cuyas cuentas bicónicas de oro laminado son únicas
en el conjunto de nuestra joyería. Por último, si hablamos de color hay que mencionar
las sartas de cuentas de vidrio de Murano, cuyos diseños, aún repetidos desde los inicios de la Edad Moderna y a pesar de su extrema sencillez, siempre se caracterizan por
aportar frescura y colorido a las prendas castellanas. De todas estas piezas podemos ver
ejemplos excelentes en esta exposición.
Puesto que a juicio de los intelectuales Castilla era la región española que mejor encarnaba nuestra esencia nacional, estos parámetros se pusieron en práctica con especial
interés en los aderezos castellanos. Salamanca fue en este sentido la provincia que puso
mayor énfasis en el adorno de sus mujeres, seguida de León y, en menor medida, Segovia. Por eso, tanto el traje de charra salmantina como el traje de vistas de La Alberca, se
convirtieron, especialmente este último, en verdaderos iconos de la joyería tradicional
española. Cuando Ruth Matilda Anderson, fotógrafa de la Hispanic Society de Nueva
York, visitó La Alberca en la década de 1920, quedó impresionada por la cantidad y la calidad de joyas que guardaba esa pequeña localidad. Por eso escribió: «for jewelry display
no girl in the Peninsula can surpass the albercana […] weighted with a dozen pounds of
metal». El aderezo expuesto ilustra este despliegue de adornos, así como lo señalado a
propósito de las fotos de Ortiz Echagüe. Está formado por nueve collares de cuentas de
plata dorada, que siguen modelos árabes, y coral. Como en la joyería castellana en general, de estas sartas penden medallas, medallones y relicarios de plata, así como amuletos de azabache, coral y cristal de roca, conformando una especie de pesado escudo
frontal que actúa tanto como protección simbólica de la portadora como anuncio de la
riqueza familiar. Este efecto se subraya con la presencia de dos largas cadenas verticales,
llamadas brazaleras, que cuelgan de la sisa del jubón, y de las que se suspenden colgantes
como los descritos, además de, en ocasiones, piezas de orfebrería de carácter utilitario,
como el mondadientes o la taza. Completan el adorno un rosario de coral y plata, que
se cuelga del cuello como un collar más, y un broche denominado corazón de novia. Las
joyas que componen este conjunto, así como las de carácter religioso que acompañan
a las sartas de coral, azabache, plata y plata dorada que se usan en amplias zonas peninsulares, desde Andalucía a los Pirineos, pasando por Lagartera (Toledo) están fechadas
entre finales del siglo xvi y el xviii.
En definitiva, para entender la joyería tradicional española es necesario tener presente
ciertos factores históricos. Porque, como dijo en una ocasión Claudette Joannis, conservateur en chef du patrimoine, no se trata de narrar la historia lineal de la joyería, sino de
contar la historia a través de las joyas. Esa historia es la que está presente en los amuletos,
testigos privilegiados de la pervivencia de unas costumbres que pretendían proteger de
los males y problemas no solucionables por la medicina y que, aunque cueste creerlo,
acabaron igualando a los infantes de la Casa de Austria con generaciones de anónimos
niños españoles nada menos que hasta la década de 1930. Pero también hay que tener
en cuenta la influencia de la moda, especialmente significativa en el caso de los pendientes, la joya femenina por excelencia, que en España además presenta un repertorio
particularmente amplio de prototipos: desde medias lunas de inspiración oriental hasta
ejemplares naturalistas decimonónicos, pasando por modelos renacentistas esmaltados, girandoles dieciochescas o sutiles tipos neoclásicos.
Profanas o religiosas, humildes u opulentas, sencillas o recargadas, caras o baratas, antiguas o modernas, hoy igual que hace cien años las joyas tradicionales españolas condensan nuestras tradiciones como muy pocos bienes patrimoniales pueden hacerlo.
Proclaman orgullosas su condición a lo largo de nuestro calendario festivo anual y a lo
ancho de todo el territorio nacional, proyectando esta honda emoción hacia el futuro,
a veces incluso hacia contextos no relacionados con las indumentarias locales propiamente dichas. Es una cuestión de seducción, y nuestra joyería ha seducido y sigue seduciendo a propios, pero también a extraños. Por ejemplo, la fotografía de una muchacha
albercana firmada por Ortiz Echagüe inspiró el fastuoso, opulento, primitivo, barroco y
mediterráneo aderezo que en 1969 Nino Lembo diseñó para la Medea de Pasolini interpretada por Maria Callas. Y ya en el siglo xxi es muy estimulante comprobar la naturali-
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dad con la que Dolce & Gabbana ha incorporado en varios de sus desfiles unos elegantes
y exquisitos pendientes que copian las cruces de oro de las muchachas de Ibiza. Así
pues, el futuro se abre luminoso ante estos singulares aderezos que ahora escriben en
el Museo del Traje, Centro de Investigación del Patrimonio Etnológico, un capítulo más
de su brillante trayectoria.
josé ortiz
Echagüe
Intención
documental
y visión poética
Lorena Delgado y Sylvie Lécallier
Conservadora del Museo Sorolla
Conservadora de la colección de fotografía del Palais Galliera.
Musée de la Mode de la Ville de Paris
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Un recorrido atípico
Nacido en Guadalajara en 1886, José Ortiz Echagüe pasa su infancia en Logroño. En
1903, entra en la Academia Militar de Valladolid donde cursa sus estudios mientras se
aficiona a la fotografía, una pasión que le llevará a documentar la vida en la Academia.
En 1907, la institución le encarga que realice las fotos de la visita de Alfonso XIII. Cuando
termina su formación, le envían al Norte de África, una región que en aquel entonces era
una de las principales prioridades de la política exterior española. Desde el Servicio de
Aerostación al que estaba destinado, se encarga de la fotografía aérea. En 1911, obtiene el
título de piloto de aviación. Durante su etapa africana, Echagüe comienza a realizar una
serie de retratos de personas con trajes tradicionales que a partir de este momento se
convertirían en uno de los principales motivos de su producción artística. De vuelta en
España, decide dedicarse al sector de la aviación y del automóvil: en 1923 funda CASA
(Construcciones Aeronáuticas S. A.) y en 1950, SEAT, la primera empresa española de
automoción con fábricas de montaje en cadena, de la que fue presidente hasta 1976.
Su gusto por la fotografía contrasta con sus actividades profesionales, marcadas por el
progreso y la modernidad. José Ortiz Echagüe tenía tan solo dieciséis años cuando en
1903 realiza su primera fotografía de género: Sermón en la aldea. Con esta obra inaugura
lo que sería una producción de escenas costumbristas que se caracteriza por un gusto
por la puesta en escena y la anécdota, el cuidado de la composición y una exigente precisión en su representación de las tipologías populares.
Su estancia en África transforma su mirada sobre los modelos; los elementos típicos
están a pie de calle. Tras esta experiencia y como viajero infatigable, recorrerá el territorio español con la sensación de ser uno de los últimos testigos de un mundo a punto
de desaparecer.
En sus viajes, Ortiz Echagüe selecciona decorados naturales —iglesias, plazas, colinas,
prados o interiores domésticos— que servirán de telón de fondo para sus composiciones. Escoge encuadres y entabla relación con los habitantes de cada pueblo para descubrir aquellos más característicos y cuyos rasgos encajan mejor con los trajes tradicionales que les hace ponerse y con el estilo de vida que pretende documentar. Después,
los modelos posan durante sesiones minuciosamente preparadas para fotografías que
carecen de toda espontaneidad. Es su forma intencionada de recrear la realidad. En ocasiones, los modelos se niegan a ponerse los trajes de sus antepasados, que reservan para
los días de fiesta. De hecho, varios expertos se han dado cuenta de que algunas de las
piezas no encajan con el momento de la foto o con el lugar, y que su excelente estado de
conservación podría ser prueba de que nunca las llevó nadie. Por lo tanto la puesta en
escena queda descontextualizada y resulta anacrónica.
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Las imágenes de Ortiz Echagüe están acompañadas de leyendas poéticas que enriquecen la visión de “Arcadia rural” recreada por el autor; una visión eterna y atemporal de
España. La técnica que utiliza el fotógrafo es completamente manual y necesita de una
gran precisión. Su máquina fotográfica, de gran tamaño —una cámara Photosphere
montada sobre un trípode— contaba con un voluminoso objetivo llamado Eidoscope.
Gracias a su trabajo con película Kodak, obtiene negativos nítidos y de gran formato.
En 1898, el año en el que Ortiz Echagüe recibe su primera cámara, España pierde sus
últimas colonias. Este nuevo contexto conlleva profundos cambios en la forma de ver el
mundo que marcarán a toda una generación de artistas y escritores. Esta crisis de identidad colectiva se acompaña de una toma de conciencia sobre el carácter propio de cada
región. Ajeno al progreso, el pueblo conserva el respeto por las tradiciones. Como el paisaje, es inmutable.
Su procedimiento de impresión es pigmentario. Las piezas adquieren tintes poéticos
gracias a los matices tonales, el aspecto granuloso y la riqueza de las texturas. La imagen
aparece sobre un papel todavía húmedo que se puede retocar con pincel o con tampón
de algodón, o incluso grabar. Ortiz Echagüe aplica él mismo esta técnica similar a la impresión al carbono directamente sobre papel Fresson, un papel fotográfico de fabricación artesanal que diseñó Théodore-Henri Fresson en Francia y que solo funciona con
papel recién fabricado. Cuando Fresson cierra su empresa, Ortiz Echagüe empieza a
fabricar su propio papel, al que bautizaría como “Carbondir”. El proceso enriquece sobremanera la plasticidad de la obra final, aunque su autor siempre rechazó que se le considerara un pictorialista. Decía: “siempre he intentado evitar la huella de la intervención
manual en mis obras; es cierto que a menudo es necesario realizar retoques y arreglos,
pero siempre con el máximo respeto que el objeto fotografiado se merece”.1
Los intelectuales de la generación del 98 quieren reencontrar esta identidad nacional a
través del regeneracionismo, una corriente que se traduce en una estética regionalista
llamada a restituir lo auténtico y a reproducir las tipologías y las costumbres populares
para captar su esencia y su alma, que recorrerá las artes plásticas, la literatura y la música.
La construcción de una iconografía
En el s. xix los fotógrafos empezaron a documentar la modernización de España. Se erigieron en cronistas de las grandes obras y del progreso y, como tales, inmortalizaron canales, puentes y demás obras de ingeniería. Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo, esta modernización hizo temer por la desaparición de la cultura tradicional. Surgen
entonces las fotografías de viaje, que reflejan el interés de los fotógrafos por los habitantes de las regiones que recorren. En su serie de retratos, trajes y tradiciones españolas, el
francés Jean Laurent, que se instaló en Madrid en 1843, aborda los temas populares bajo
un ángulo diferente, con fotografías realizadas en estudio, sin puesta en escena ni decorado. Al igual que sucede con la pintura de género y de paisaje que perdura en la pintura
regionalista de finales del s. xix y principios del s. xx, los fotógrafos recorren la península
para crear una memoria fotográfica de los trajes regionales antes de que desaparezcan.
El costumbrismo popular bebe directamente del romanticismo.
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Para Ortiz Echagüe, la fotografía debe ante todo captar el carácter y la personalidad que
expresan la actitud, la postura y la forma de vestir. El fotógrafo participa así en la construcción ideológica de la identidad a través de la expresión y la mirada de sus modelos.
Este trabajo de documentación de una sociedad rural en vías de desaparición fija una
determinada tipología y crea estereotipos al igual que hacen otros artistas contemporáneos. De hecho, pintores y fotógrafos comparten el mismo espacio y una iconografía
festiva, anterior a la modernización y que el mundo urbano atribuye al mundo rural, así
como motivos favoritos y opciones estéticas. Las mujeres de Sepúlveda, las murallas
de Ávila o los campesinos de Castilla son presencias habituales en los cuadros de Zuloaga y en las fotografías de Ortiz Echagüe. En ambos casos, las poses estudiadas y el
movimiento contenido crean la sensación de un momento fijado para la eternidad. Y en
ambos, los personajes, los paisajes, los rasgos y las particularidades del lugar mantienen
una relación casi mística. El vínculo entre el hombre y su entorno es indisoluble. La tierra
condiciona la forma de vida, las costumbres, la personalidad, e incluso la fisionomía de
sus habitantes. La cercanía entre Ortiz Echagüe y la generación del 98 se pone de manifiesto gracias a los textos de Azorín que acompañaron las ediciones sucesivas de las imágenes del fotógrafo. Además, el fotógrafo comparte temática con sus contemporáneos,
tanto con la España blanca de Sorolla como con la España negra de Zuloaga y Regoyos.
La Institución Libre de Enseñanza y la mirada de la generación del 98 explican la visión
iconográfica de Ortiz Echagüe. Bajo la influencia del positivismo científico, la Institución Libre de Enseñanza fomenta los viajes para descubrir in situ el medio rural y el paisaje. Francisco Giner de los Ríos defiende que son las características del paisaje las que
definen la personalidad de los habitantes de un determinado lugar.
Desde su aparición, las fotografías de Ortiz Echagüe tienen una intención que va más
allá de la estética. Antes de la Guerra Civil, la prioridad del artista era documentar los
rasgos regionales y su atemporalidad, con el fin de conservar testimonios de los usos y
costumbres y de tipologías en vías de desaparición. Durante la guerra, entre 1936 y 1939,
sus imágenes sirvieron para ensalzar las virtudes del pueblo en la prensa. En la Exposición Universal de París de 1937, compartieron el espacio del pabellón de la República
Española con el Guernica de Picasso. “El Museo del Pueblo Español envió cuatro álbumes fotográficos de Ortiz Echagüe que se montaron sobre rieles para cuadros ya que se
consideraban auténticas obras de arte de la fotografía de la época2”. Los fotomontajes
realizados a partir de estas fotografías mostraban la identidad regional de una España
1 – José Ortiz-Echagüe. Photographies, Paris, éditions du Chêne, 1979, p. 11 (edición original José Ortiz Echagüe. Sus fotografías,
Madrid, INCAFO, 1978, p. 12).
2 – Pabellón Español. Exposición Internacional de París 1937, cat. exp., Madrid, Centro de Arte Reina Sofía, 25 junio – 15
septiembre 1987, p. 129.
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esencialmente rural y la enfrentaban a la modernización y a la transformación social
emprendidas por la República. El franquismo recuperaría estas representaciones con
fines ideológicos ya que veía en ellas un modelo de tradición, realismo, espiritualismo,
austeridad e identidad nacional3.
La serie “Tipos y costumbres de España”, que data de 1930, se publicó doce veces entre
1930 y 1971; las últimas ediciones cuentan con más de 300 planchas. El Museo del Traje
conserva una colección de 217 copias en papel de esta serie, la mayoría de ellas firmadas
y con leyenda del autor. En 1933, el museo que entonces se llamaba “Museo del Traje Regional e Histórico” y que había sido creado en 1927, adquirió fotografías para ilustrar su
colección de trajes populares, una función que perdura hoy en el Museo del Traje.
geografía
de estilos
Las fotografías de Ortiz Echagüe, al igual que otras producciones artísticas contemporáneas, reflejan una cierta visión de la hispanidad. La “tradición” es la palabra clave que
explica el motivo por el cual el fotógrafo recurre a una técnica personal que muchos de
sus contemporáneos consideraban arcaica. La sensación de ser uno de los últimos testigos de una realidad que la modernización y el progreso se disponen a destruir guiará
toda su obra.
3 – José Ortiz Echagüe en las colecciones del Museo Nacional de Antropología, Madrid, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte
/ Museo Nacional de Antropología, 2002.
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La Alberca (Salamanca)
Lagartera (Toledo)
El traje de vistas era en su origen un traje de boda. De
silueta cónica y realizado en paño de lana, destaca la
gran cantidad de joyería que lo cubre, cargada de simbologías religiosas y de elementos de protección frente
al mal o las enfermedades. Relicarios, crucifijos, patenas,
medallas y todo tipo de colgantes, en plata y en coral,
que llegan a alcanzar un peso de cerca de 10 kilos. La
acumulación de conjuntos de joyas es una de las formas
de manifestar, en la indumentaria tradicional, la riqueza
y el estatus de la familia.
Este traje de ceremonia de boda se confecciona con tejidos de lana y seda, ornamentados con cintas de seda
de Talavera y Valencia y bandas de encaje de bolillos en
hilos metálicos (los conocidos como “puntos de España”). Las cinco fases que se presentan en la exposición
muestran cómo se viste el traje, el gran número de prendas que lo componen y su enorme complejidad a la hora
de superponer unas sobre otras. Al igual que en el caso
de las joyas de La Alberca, la acumulación de tejidos ricos es una clara muestra de exhibición del patrimonio
familiar. En este caso, la joyería que acompaña al traje
está formada por pendientes de media luna, rosarios y
relicarios. Destaca, sobre todo, el ramo de flores colocado sobre el pecho que identifica a la novia.
Las técnicas del bordado de Lagartera se pueden apreciar en especial sobre la ropa blanca y sobre las cintas y
pañuelos, donde las complejas composiciones de geometrías y temas florales, como el clavel o el tulipán, ponen de relieve esta antigua industria local artesana.
Maragatería (León)
Salamanca
Al oeste de la provincia de León se encuentra la comarca de la Maragatería. Sus pobladores se dedicaban al
comercio de mercancías y al transporte de viajeros a lo
largo de la Vía de la Plata. La indumentaria masculina es
un icono del oficio de la zona y se vestía a diario como
signo identitario. Es una de las más particulares del panorama nacional por el uso del calzón o braga negro de
tipo bombacho, que se acompaña de la chaqueta o almilla, con cinto de cuero bordado y el amplio sombrero, y
por el uso de ligas con textos de temática amorosa.
La provincia de Salamanca tiene una gran variedad de
trajes en sus diferentes comarcas. El traje charro destaca por el barroquismo de su decoración bordada y por
sus aplicaciones de lentejuelas y mostacillas de pasta
vítrea de colores, a lo que se suma una gran cantidad de
joyas de oro y plata sobredorada. El hombre charro es,
sin embargo, más sobrio. Destaca la camisa y el chaleco
bordados y las botonaduras de filigrana de la chaqueta o
las monedas de plata del chaleco. En la comarca de La
Armuña, el traje de la mujer se caracteriza por las aplicaciones de bandas de tafetán de seda fucsia deshiladas en
el jubón, el mandil y la mantilla, a la que se llama sobina,
que es rectangular, en paño de lana, bordada en negro.
El hombre destaca por el chaleco y la chaqueta, blancos
de piqué, y por la gran faja bordada a la cintura.
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Zamora
Huesca y Navarra
Islas Baleares
Islas Canarias
Aliste se encuentra en una comarca ganadera que ha determinado el uso de trajes de lana de oveja, de color pardo,
y de sus zapatos de oreja, de piel de becerro. Los patrones
son arcaicos y con poca decoración, pervivencia de modas de los siglos xvi y xvii, tales como el sayín femenino. La
riqueza de Toro y su Alfoz se refleja en el derroche cromático y decorativo de los bordados y picados. De tipo popular
en la saya roja y el zagalejo amarillo, y erudito, a base de
chapería dorada, en el traje denominado de “viuda rica”,
con el que se busca un claro contraste sobre el terciopelo
negro de seda.
En la cordillera de los Pirineos cada valle ha desarrollado
un traje propio y característico. En el valle de El Roncal
(Navarra), el traje femenino se compone de un jubón
negro de lana con bordados y varias faldas, también de
lana, de color azul violáceo con un amplio bajo o haldar
de color rojo. Destaca la forma de colocar la saya superior, vuelta hacia la cintura y recogida en la espalda, recreando una forma de mariposa o de abanico, gracias a
un broche de plata llamado bitxi.
Las Islas Baleares muestran una enorme variedad en sus
trajes tradicionales. El traje masculino de Mallorca se
caracteriza por un amplio pantalón bombacho de inspiración oriental, que se acompaña de un chaleco de seda
de diversos colores. En Ibiza, el vestido femenino se caracteriza por la gonella, un vestido largo de lana negra sin
mangas, con un mandil de mostra bordado con sedas de
colores y manguitos con botones de plata. Destaca en
este conjunto la joyería de oro, la dote de la novia, formada por collares de cuentas bicónicas y cadenas que se
fijan al pecho con agujas del mismo material.
La lejanía de la península y el relativo aislamiento entre
las distintas islas hacen que la indumentaria canaria sea
muy variada y fiel reflejo de su economía. Desde faldas
de lana negra a faldas de rayas multicolor, chalecos y
pañuelos de seda local, sombreros de paja de palmera
sobre pañuelo de seda y monteras que se llevan sobre
tocas de lino crudo. Existe una potente industria del
bordado y deshilado que se refleja en cómo se adornan
las enaguas, las camisas y otras prendas.
Las capas pardas son el icono del triángulo que forman
Aliste, Carbajales y Miranda de Douro (Portugal). Imponentes y pesadas, son fiel reflejo del comercio ganadero de
la región. Tuvo un uso múltiple, de diario, de trabajo, de
ceremonia y de procesión. Realizada en lana de oveja de
la zona, se adorna la esclavina, capa corta bajo el cuello,
y el capillo, con aplicaciones de paño negro de motivos
geométrico picados a tijera y pespunteados.
En el valle de Ansó (Huesca) pervive uno de los trajes
con influencias más antiguas de la Península: realizado
en una sola pieza con lana gruesa y pesada, la basquiña,
si es verde, o el saigüelo, si es negro, recuerda en su forma a los modelos hispanoflamencos del siglo xv. Su camisa bordada y de cuello encañonado y levantado evoca
los antiguos cuellos Medici de la moda italiana. El que
exponemos es el traje de saigüelo que se empleaba para
ir a misa.
Del traje de hombre del valle de Hecho destacamos dos
particularidades: el elástico de lana cruda —la chaqueta—
se viste debajo del chaleco y la enorme faja amoratada
que cubre medio cuerpo. Al igual que en otras zonas
de España el calzón interior asoma por debajo del calzón exterior.
Extremadura
Madrid
Andalucía
Valencia, Alicante y Murcia
Destacamos el dengue del traje de Montehermoso, prenda que se cruza sobre el pecho y que es común a muchos
trajes peninsulares y que, en este caso, está decorado
con cintas ondulantes de color rojo. Las faldas negras,
granates, naranjas y marrones, se superponen hasta llegar, en los trajes más sofisticados, a agrupar cuatro, unas
sobre otras. La evolución de la forma de cubrirse la cabeza es muy curiosa: en 1878 Jean Laurent fotografía a
una mujer montehermoseña con un pañuelo de seda
multicolor. Sin embargo, ya a principios del siglo xx, las
fotografías de Ortiz Echagüe recogen la incorporación
de una gorra de paja muy decorada sobre el pañuelo,
adaptación artesanal de un modelo de capota romántica,
que rápidamente pasó a ser el icono del conjunto.
Punto y aparte dentro del mundo tradicional, el majismo
fue un fenómeno social que destaca por el uso político
que se hizo de su forma de vestir. Con origen en el xviii,
fue usado en el xix por la aristocracia como oposición a
lo francés y difundido, entre otros, por la obra de Goya.
Destacan sus llamativos adornos: pasamanerías, flecos,
borlas y redes de madroños. El traje masculino de majo
está en el origen del “traje de luces” y ha quedado vinculado en el imaginario colectivo al mundo taurino.
La variedad de trajes tradicionales andaluces va mucho
más allá del traje de volantes. Pervive el traje castellano
de “manto y saya” de la cobijada de Vejer (Cádiz), que,
atado a la cintura, se eleva para cubrir el torso, la cabeza y parte de la cara. En Alosno (Huelva), el bordado en
negativo de la camisa conecta con el marroquí de Fez,
mientras que en Níjar (Almería), el mantoncillo de Manila documenta el uso de esta pieza icónica cuyo uso
ha llegado a nuestros días. El traje de Granada revive la
moda romántica en sus patrones y adornos de cordoncillo, por el uso del catite y de las polainas de cuero.
Los orígenes de este traje tradicional se remontan al
traje erudito de influencia francesa del siglo xviii y a su
evolución a lo largo del siglo xix. De ahí el empleo de la
seda en tejidos espolinados, cuya tradición de sederías
se remonta a época árabe. Los justillos rígidos, mandiles
y pañuelos bordados y la profusión de joyas completan
la silueta. Las formas son parecidas en Murcia, donde el
traje de mujer destaca por su decoración a base de aplicaciones de lentejuelas doradas, mientras que en Monóvar (Alicante) las faldas son de lana, con un interesante
y marcado plisado vertical, en diferentes colores que se
distribuyen en franjas horizontales. El uso del zaragüel
es la prenda que mejor define el traje de huertano: un
pantalón corto de algodón blanco, que en su origen se
utilizaba para las labores del campo.
El traje del pastor del valle de la Serena es el fiel reflejo de
la importante cultura ganadera extremeña. Los diseños
funcionales se adaptan a la necesidad del trabajo como
en los zajones, especie de mandil de cuero que, en este
caso conserva el pelo, con perneras abiertas, para trabajar con el ganado y proteger el calzón.
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Joyería tradicional
La indumentaria tradicional española no puede entenderse sin las joyas. Entre las piezas que la acompañan
destacan los pendientes, en ocasiones el único aderezo
que ornamenta el conjunto. De oro, plata o plata dorada, a veces guarnecidos de perlas y piedras preciosas, en
ellos pueden rastrearse influencias de distintos momentos históricos. Los que más abundan son los modelos de
inspiración dieciochesca, así como los naturalistas del
siglo xix que derrochan fantasía. También los collares
adquieren un singular protagonismo, sobre todo porque ocupan un lugar central, el más visible, en la figura
femenina. Con sus cuentas, elaboradas con una gran
variedad de materiales, desde oro y plata hasta coral y
azabache pasando por madera, hueso o pasta vítrea, se
organizan vueltas a veces guardando simetría, a veces
formando combinaciones cromáticas aleatorias, aunque siempre con la intención de poner de manifiesto la
posición económica familiar.
En el área castellana sobresalen en este sentido los de
cuentas de pasta vítrea procedente de los talleres de
Murano, que cada propietaria ordena componiendo infinitas combinaciones cromáticas. También los de azabache, cuyas cuentas de los siglos xvii y xviii, delicadamente talladas, se combinan bien con algunas de coral,
más sencillas, bien con otras de plata más grandes, inspiradas en modelos de tradición oriental. El resultado
son adornos sobrios y elegantes, pero también luminosos porque suelen incluir colgantes diversos de metal y
esmalte. Sin olvidar las sartas de cuentas de filigrana de
oro y plata, que todavía hoy siguen elaborando los plateros salmantinos.
Una de las características de los collares es que sirven
de soporte a un repertorio ilimitado de colgantes, desde monedas romanas hasta fragmentos de otros joyeles.
Pero de acuerdo con la tradición cultural española, entre las joyas de colgar predominan las de carácter devocional ligadas al catolicismo. Es el caso de relicarios,
medallas, medallones y cruces, los cuales conviven con
otras de carácter profano como los amuletos. Los amuletos eran utilizados para evitar el mal de ojo y, en último
término, la muerte de los niños. Entre ellos figuran higas,
cuernos, medias lunas, ramas de coral o castañas de Indias. La condición de simbólicos protectores de estos
objetos deriva tanto de su forma puntiaguda, a modo
de defensa, como de sus materiales, caso del coral, el
azabache o el cristal de roca, adornados desde la antigüedad con poderosas virtudes profilácticas. Mención
especial en este sentido merecen los sonajeros de plata,
cuyo tintineo se consideraba muy beneficioso para preservar la salud de los infantes.
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Dos últimas joyas completan este breve recorrido por
el repertorio de alhajas utilizadas para embellecer nuestros trajes. Una es el rosario, objeto de devoción y verdadera alhaja debido a los materiales con que se fabricó y
a su frecuente disposición en el cuello, como si fuera un
collar más. La segunda es la única joya relacionada con
la indumentaria masculina, el botón, que se incorpora
a chaquetas, chalecos y calzones de todas las regiones
españolas formando extraordinarias botonaduras.
Gorras
Cintas
El uso de sombreros como protección en los trabajos
agrícolas y ganaderos forma parte de la tradición de todos los pueblos. Destacamos las gorras de Ávila y Segovia,
realizadas de forma artesanal con paja de centeno, empleando técnicas trenzadas de cestería con aplicaciones
de elementos decorativos diversos: telas, hilos metálicos
y, raramente, espejos. Su forma refleja el peinado con el
que se llevan, ya que la escotadura deja hueco al moño.
Una de las costumbres de los sistemas económicos basados en la ausencia temporal de uno de los cónyuges
es el dejar mensajes de amor que recuerden a la pareja
sobre distintos soportes. En el caso de los maragatos se
utilizan las ligas para este fin, en el caso de los hombres,
y las caídas de talle y los ceñidores, en los trajes de mujeres. Cintas realizadas en telares, con lana y lino, en los
que también se ensalzan los valores de la mujer maragata ideal.
Zapatos
Medias
La extraordinaria variedad tipológica y ornamental que
vemos en los trajes tradicionales podemos apreciarla
también en los zapatos. Desde los elegantes y refinados
zapatos valencianos, que al igual que su traje, siguen patrones aristocráticos del siglo xviii, hasta los toscos zapatos de orejas de la comarca de Aliste ornamentados con
motivos calados en la lengüeta, pasando por los zapatos
llenos de cintas y encajes de Lagartera, que se completan también con grandes hebillas metálicas. Destacan
también los zuecos, albarcas o madreñas, fabricados en
una única pieza de madera a la que se aplican varios tarugos o pies para aislar el pie de la humedad y el barro,
y las alpargatas de esparto, utilizadas sobre todo, en las
regiones mediterráneas.
Las medias se realizan con agujas y forman un universo diferente de colores crudos, azules, rojos o rayados,
muchas veces adornadas con bordados que reproducen
motivos simbólicos que se repiten en otras prendas de
vestir, como corazones, pájaros o ramos.
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Exposición
Catálogo
Organizan
Museo del Traje
Acción Cultural Española [AC/E]
Editan
Secretaría General Técnica del Ministerio
de Educación, Cultura y Deporte
Sociedad Mercantil Estatal de Acción Cultural, S. A.
Colabora
Palais Galliera. Musée de la Mode
de la Ville de Paris
Comisario general
Olivier Saillard
Comisaria adjunta
Helena López de Hierro
Equipo de comisariado
Indumentaria
Concha Herranz
Joyería
María Antonia Herradón
Fotografía
Concha García-Hoz
Coordinación
Museo del Traje
Rodrigo de la Fuente
Ana Muñoz
Dirección científica
Helena López de Hierro
Textos
Lorena Delgado
María Antonia Herradón
Concha Herranz
Sylvie Lécallier
Helena López de Hierro
Olivier Saillard
Coordinación
Museo del Traje
Rodrigo de la Fuente
Ana Muñoz
Acción Cultural Española [AC/E]
Susana Urraca
Diseño
José Duarte
Acción Cultural Española [AC/E]
Susana Urraca
Fotografía
Manuel Outumuro
Agradecimientos
Émilie Augier
Bénédicte Breton
Corinne Dom
Mario González
Elena Gusano
Antonio Martín
Aurélie Martin
Gaël Mamine
Ricarda Lozano
Carlos del Peso
José Luis Sánchez
Traducción
Gabriela Díaz
Fotomecánica e impresión
Brizzolis, arte en gráficas
Encuadernación
Ramos
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