Pasé el torniquete de la estación con el corazón en la mano, entré corriendo; casi jadeando, al metro, segundos antes que las puertas se cerraran justo detrás de mí. Era el último de la noche, y si lo perdía, me esperaba una caminata de alrededor de una hora hasta mi casa. Ingresé en un vagón totalmente solo y sucio, ruinoso de periódicos y sobras de comida, me senté en la banqueta viendo en dirección hacia la puerta. Miraba como las grisáceas paredes de los túneles subterráneos pasaban ante mis ojos, llenos de cables y tubos negros. Luego de un rato sentado viendo a la nada, las lámparas de mi vagón comenzaron a fallar y distorsionarse, entonces desvié mi mirada, y vi que se acercaba una persona desde el acceso del siguiente vagón, una joven hermosa, traía encima un vestido blanco y una chaqueta negra, de cabello color castaño hasta la cintura, tenía algo pálido su rostro, que lucía y destellaba un par de grandes y brillantes ojos cafés, eso sí, con los labios más rojos y delicadamente delineados que haya visto jamás. Se acercó y lentamente se sentó junto a mí; creí que buscaba algo de conversación, pero no me animé a decirle nada en ese momento, y para cuando por fin reuní coraje para acercarle un saludo ella se dirigió a mi diciendo "que lástima, es un desperdicio" refiriéndose a unas flores de color amarillo pálido, pisadas y maltratadas que se encontraban bajo la banqueta del frente (lo supe por la dirección de su mirada) me aclaré la garganta para decir: "lo sé, ese ramo debería estar en manos de una chica linda como tú" ella sonrió. Pero de inmediato volvió su expresión, el aire se hizo frío, lúgubre y las luces volvieron a fallar, entonces ella dijo "nunca nadie me regalo flores, no viva, y las flores que ese hombre arrojó dentro de mi tumba no me gustaron, eran color blancas, no me gusta el blanco" algo dentro de mí se descompuso, una corriente helada recorrió toda mi espalda hasta mi nuca, todo el cuerpo se me erizó, me hallaba pasmado, invadido por un terror punzante que me calaba los huesos, sin lograr moverme ni pronunciar palabra. Ella continuó en un tono más bajo y grueso "ni siquiera me gustó el lugar donde me enterró". Debí haberme desmayado en ese momento, porque lo siguiente que recuerdo fue a esa chica que antes vi hermosa, con tierra negra ensuciando los jirones de cabello que colgaban de una cráneo necrótico y deforme, su rostro pálido y enfermo, sus labios antes rojos e incitantes, estaban ahora descarnados y morados, tenía un hundimiento en su cráneo (creo que murió de un fuertísimo golpe) su mirada deformada, con unos globos oculares inyectados en sangre, se encontraba fija sobre mí; con un movimiento fantasmagóricamente rápido tomó mi brazo con una mano huesuda y tan fría como el corazón de un témpano en el ártico. Tan intenso fue el terrible hielo de sus ojos y tan fuerte la tenaza que me sujetaba que redujo mi espíritu y, cuando separó sus morados y horripilantes labios, abrió su boca como para hablar, mi estupor y espanto fueron tan inenarrables que perdí el conocimiento. Fue real; real como el reflejo en el espejo de mi baño, o el vaho de mi aliento en una noche muy fría. Sé que no lo soñé, no sé por qué la vi aquella noche, pero sé que no lo imaginé, cada vez que veo la marca que dejó su mano podrida en mi brazo la recuerdo. ¿Y qué si aparece de nuevo? Ya no puedo acercarme demasiado a esquinas oscuras, ni estar en lugares con poca gente, ni siquiera revisar debajo de mi propia cama; cada vez que me encuentro solo, tengo ese fatal sentimiento, esa aterradora sensación de que, desde algún oscuro rincón, o en alguna podrida saliente se levanta ese olor rancio, purulento y descompuesto, desde donde hay algo que me observa, que me sigue, helándome el alma cada vez más, y así, de nuevo siento ese inenarrable terror.