BENITO PEREZ GALDOS Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843 – Madrid, 4 de enero de 1920). Escritor español, representante de la novela realista española del siglo XIX. Académico de la Real Academia desde 1897 y nominado al Premio Nobel en 1912. Estudia en el Colegio de San Agustín de su ciudad y colabora en el periódico local El Ómnibus. Al terminar sus estudios en 1862, se traslada a Tenerife para estudiar el Bachiller en Artes, y posteriormente se marcha a Madrid para estudiar Derecho. Allí acude a las tertulias del Ateneo y los cafés Fornos y Suizo, donde frecuenta a intelectuales y artistas de la época. Escribe en los diarios La Nación y El Debate. En 1873 inicia la publicación de la primera serie de los Episodios Nacionales con Trafalgar. Su popularidad ante los lectores durante la decada de los 90 va creciendo con su segunda serie de los Episodios nacionales. Aparte de Madrid, Galdós pasa largas estancias en su casa de Santander, conocida como “San Quintín”. Viaja por Europa como corresponsal de prensa, conociendo así corrientes literarias del momento como el realismo y el naturalismo. Su obra tiene influencias de los franceses Honoré de Balzac, Émile Zola, Gustave Flaubert y el inglés Charles Dickens, entre otros. Aficionado a la política, se afilia al Partido Progresista de Sagasta y en 1886 es diputado por Guayama (Puerto Rico) en las Cortes. En los inicios del siglo XX ingresa en el Partido Republicano y en las legislaturas de 1907 y 1910 es diputado a Cortes por Madrid por la Conjunción Republicano Socialista; en 1914 es elegido diputado por Las Palmas. Galdós es uno de los autores más prolíficos de su generación, tanto en novela como en teatro. FORTUNATA Y JACINTA Juanito, hijo único nacido en 1845, es un chico guapo y culto. Sus padres, Baldomero y Bárbara Arnáiz, casados en 1835 (1ªp., I-III) habían sido comerciantes de telas, ya retirados; ambos procedían de familias de comerciantes de telas y de productos de Filipinas (1ªp., II). Juan, joven de clase alta y nivel económico desahogado, tiene una infancia y adolescencia feliz, acabando su bachiller por artes (1ªp., I-IV). Se casa con Jacinta, prima lejana y de menos posibles, pero también hija –con dieciséis hermanas— de comerciantes (1ª p., I-V). Antes y después de ese matrimonio mantiene una relación sentimental con Fortunata, una bella mujer de condición social muy humilde. Tienen un primer hijo, que fallece. Alguien trata de vender ese muchacho a Jacinta, pero Juanito, logra detener a tiempo a su mujer a cambio de confesar su adulterio continuado con Fortunata. Juanito y Jacinta no tienen hijos en su matrimonio, lo que aumenta la frustración de esta, en cierto modo presionada por su entorno social burgués, conservador y bastante hipócrita. Jacinta se involucra en acciones de caridad de la mano de Guillermina Pacheco, una mujer soltera, con la juventud dejada atrás hacía décadas, pero determinada y con el desparpajo suficiente para solicitar a todo el mundo ayuda económica para su centro de acogida de niños pobres. Fortunata, tras una estancia en el convento de las Madres Micaelas, de varios meses para ordenar y limpiar su alma y su conciencia, por imposición de Lupe, tía y autoridad tutelar de Maxi, se casa con el farmacéutico Maximiliano Rubín. Este es muy feo y enfermizo, pero está enamorado de Fortunata hasta la obsesión; es incapaz de darle la felicidad conyugal que Fortunata busca. En su estancia en el convento, Fortunata conoce a Mauricia la Dura, mujer enérgica y muy pobre que lleva una vida atípica. De este modo, Juanito y Fortunata, ya casados, restablecen su relación, pues en el fondo se aman. Pero pronto vuelven a interrumpir su relación. Fortunata busca el cobijo del ya casi anciano farmacéutico Evaristo Feijoo, quien la acoge con generosidad porque, en el fondo, también la ama. A través de la intermediación de este, Fortunata se reconcilia con Rubín, dándose una segunda oportunidad. Fortunata y Jacinta se conocen en el funeral de Mauricia la Dura; la rivalidad entre ambas es evidente y potencialmente destructiva. Fortunata vuelve con Juanito y pronto se descubre que está embarazada. Definitivamente abandona a Maxi, que pierde el juicio muy deprisa; protegida por Segismundo Ballester, Fortunata trata de ordenar su vida. Al descubrir que Juan ha iniciado una relación con Aurora Fenelón, se siente engañada; ahora, le toca probar a ellas las hieles de la infidelidad. Quizá por eso establece una amistad cada más comprensiva con Jacinta, que la visita en su humilde casa. Ahora ambas se respetan y se conduelen en su infortunio. Fortunata, a punto de dar a luz, cae gravemente enferma. Cuando nace el niño, muy debilitada, se lo entrega a Jacinta, pues nadie mejor que ella para cuidarlo en su adiós definitivo, cosa que ocurre poco después. La acción discurre básicamente en Madrid, en concreto en el Madrid histórico (calle Toledo, Plaza Mayor, etc.; la misma familia Santa Cruz vive en un gran piso de la calle de Pontejos, del Madrid más castizo, no el campo, como era el barrio de Salamanca (1º. p., i_VI-III)). El tiempo en el que transcurre la acción está muy delimitado: final de año de 1869 y primavera de 1876. Fue un momento de fuertes convulsiones políticas y sociales en España: desde las consecuencias de la revolución de La Gloriosa (1868), por sus páginas pasan la monarquía de Amadeo I de Saboya, la Primera República con sus cuatro presidentes en algo más de un año, el golpe de estado del general Pavía y el siguiente de Martínez Campos, a finales de 1874, que dio paso a la restauración borbónica en la persona de Alfonso XII y el bipartidismo de Cánovas (Partido Conservador) y Sagasta (Partido Liberal), con una nueva constitución en 1876. Los personajes son variados, complejos, muy originales y verosímiles. Juanito Santa Cruz, niño mimado, de buena familia, fue un estudiante universitario de derecho crápula (hasta llegaron a freír unos huevos en plena clase, emboscados en las gradas altas); luego se hizo estudioso, lector voraz, polemista y amigo de la oratoria filosófica. Finalmente, hacia los veinticuatro años, con los estudios terminados, cae en una vida licenciosa de disfrute, placeres, viajes y ninguna actividad económica productiva. Su caprichismo sentimental y su inmadurez emocional provoca mucho sufrimiento, pero no le importa. Jacinta es una mujer bonita, con buena educación y, a su modo, sufrida y paciente; el narrador le llama «mona», «modestita, delicada, cariñosa» (1ª p., IV-I). La falta de hijos y las infidelidades continuadas de su marido le hacen sufrir; lo palía con una religiosidad encaminada a la caridad con los pobres; finalmente, al conocer a Fortunata, robustece su carácter y encuentra más sentido a su atribulada vida. Fortunata es una mujer muy bella y muy pobre que Juanito conoció al visitar en su casa a don Gumersindo Estupiñá, meses antes de formalizar su noviazgo con su prima. Su enamoramiento de Juanito le dará la felicidad en un primer momento y el sufrimiento después. Se casa sin amor, lo que pagará muy caro. Muere prematuramente, al menos con el consuelo de saber que su hijo quedará en buenas manos. Maximiliano Rubín encuentra el sentido de su vida en el amor que le profesa a Fortunata; pronto pasa a ser obsesivo; su fealdad externa se agrava con sus desequilibrios mentales, hasta el punto de perder el juicio. Los personajes secundarios están trazados con mano maestra, como el sirviente Plácido Estupiñá, a quien el narrador caracteriza con cariño y acierto (1ª p., III). Encarnan, a veces, tipos populares bien reconocibles: comerciantes de todo tipo, sirvientas, oficios bien arraigados como farmacéuticos, abogados, médicos, etc. Guillermina Pacheco es otro secundario de gran hondura y verosimilitud; su relevancia, al fundar su hospicio de niños y al ser nexo de unión entre Fortunata y Jacinta, es alta. MISERICORDIA La novela gira en torno a una ciudad, Madrid, y a un personaje, Benigna, Benina o la Nina. Doña Paca, viuda de vida acomodada, ha caído en una lacerante pobreza por ser manirrota y casquivana. Su criada o sirvienta, Benigna, hace equilibrios para dar de comer a su señora vanidosa y sus dos hijos, Obdulia y Antoñito. El paso de los días muestra la cruda realidad: Benigna mendiga (en dura pugna con otros pedigüeños profesionales) en la puerta de la iglesia de San Sebastián, en la plaza del Ángel, en la capital de España; allí recoge algunas monedas, con las que compra alimentos para doña Francisca. A esta le cuenta la historia de un sacerdote, don Romualdo, para quien trabaja, y la gratifica generosamente. Benigna conoce a un mendicante singular, el ciego Almudena, de origen africano, acaso judío, o musulmán, o sefardí; la cuestión queda borrosa. El ciego dejó su país persiguiendo el sueño de una mujer perfecta que le había revelado un dios de las profundidades; vive de la mendicidad y lleva una vida muy miserable; se enamora perdidamente de Benigna, de modo que siente celos y hasta llega a golpear a la buena sirvienta con su bastón para recriminarle su mala conducta. Don Paco, un señorito andaluz sumido en la pobreza también es alimentado por doña Benigna, que a duras penas puede alimentar a tantas bocas. Don Carlos, burgués propietario de casas, escatima la ayuda a doña Francisca y se contenta con recomendarle mejor administración, para lo que le regala una libreta de apuntes. Benigna comprueba la maldad humana cuando compartía una comida campestre con Almudena; otros harapientos violentos los apedrean y les roban sus escasos víveres. La policía municipal los detiene y los deposita en el asilo de la beneficiencia. A todo esto, aparece un cura, llamado don Romualdo, portador de una gran noticia: trae una herencia de Andalucía para doña Francisca, su familia y Paquito Ponte. La situación cambia para bien y para todos, menos para Benigna y el ciego Almudena. Juliana, la mujer de Antonio, el hijo de doña Francisca, toma las riendas de la nueva casa, tras mudarse, y prescinde de Benigna. Doña Paca, incapaz de reaccionar, deja hacer y no opone resistencia a la expulsión por Juliana de la vieja sirvienta. Ha de ser Frasquito Ponte quien rescate a Benigna del asilo, junto con el ciego Almudena. El viejo señorito, con el juicio algo trastocado, afea a su prima su comportamiento mezquino e injusto. Poco después muere por la caída de un caballo. Algún tiempo después, Juliana, con mala conciencia y bastantes remordimientos, se obsesiona con que sus hijos morirán por una terrible enfermedad, lo que le obliga a visitar a Benigna para buscar consuelo. La vieja sirvienta, tratada como una santa, que ahora vive con Almudena, la consuela, la perdona y le asegura que sus hijos tendrán buena salud. De este modo se cierra la novela: la bondad vence al egoísmo, con un nuevo acto de grandeza espiritual basado en la generosidad y el perdón. Esta novela ofrece un recorrido por los bajos fondos del Madrid más miserable y sórdido. El mismo Galdós dejó constancia de su documentación exhaustiva sobre estos lugares, personajes y modos de vida sumidos en la pobreza extrema y la ignorancia más supina. Fundamentàl es la atención a las clases bajas, los grupos sociales más pobres y desfavorecidos de la sociedad española de su tiempo. Galdós desea poner el foco en los ambientes más sórdidos y canallescos del Madrid de 1900. Y no lo hace con intenciones espurias, sino para mostrarnos que también ahí existen personas nobles, íntegras, fuertes y firmes. Que a pesar de las desgracias materiales, mantienen un ideal de vida digno y ético; esto se puede afirmar de Benigna, pero también de Mordejai y otros pobres de puerta de iglesia. En contraste, los miembros de la pequeña burguesía venida a menos, aparecen como flojos, holgazanes, frívolos y bastante reprobables. El relato de Galdós suena a verdad, y ello por una razón muy sencilla: él lo observó y lo transcribió con fidelidad artística a su novela. Aparte de la ambientación veraz de toda la novela, comenzando por la iglesia de San Sebastián y terminando por El Abroñigal, en la capital de España. Es un texto verdadero por su contextualización y porque los personajes son «tipos» (como diría Galdós) que responden a la vida. Asimismo, la minuciosidad de las descripciones (de paisajes, urbanos o semiurbanos, de edificios, de personajes, etc.) contribuyen poderosamente a la verosimilitud del relato. Se cita como tópico la documentación del escritor realista para elaborar su novela. He aquí un ejemplo diáfano en Misericordia. Las pesquisas de Galdós en las «casas de dormir» y «de corredor», disfrazado de sanitario, nos da una idea de la seriedad y profundidad del compromiso de nuestro novelista con su novela. Las alusiones a los excesos repugnantes de todo tipo, pero también a las familias que dignamente sobrevivían en un cuartucho de mala muerte nos dejan entrever un inframundo terrible donde no todos eran bestias desalmadas. El narrador se expresa en primera y segunda persona del plural («Habréis notado en ambos rostros…», afirma en el primer párrafo de la novela; ahí mismo, algo más adelante: «Es un rinconcito de Madrid que debemos conservar…»). Es un modo de hacernos cómplices de su relato y de una percepción compasiva y cervantina de una realidad sórdida. También, cómo no, sirve para que el narrador adquiera relevancia narrativa, para bien y para mal: vemos por sus ojos, nos incita a valorar según su tabla de medir, etc. Los personajes son típicamente galdosianos: para comprenderlos bien, no vale la clasificación de «redondos» o «planos»; son las dos cosas a la vez. Por ejemplo, Benigna es todo bondad y compasión y no cambia sustancialmente en su comportamiento. Doña Paca es frívola y algo estúpida y se mantiene fiel a su línea. Y no pierden verosimilitud porque están dotados de vida real y autenticidad artística: en la calle son así; se pueden encontrar a patadas en cualquier lado de Madrid o de otra ciudad. La intriga se crea cuando, casi desde los primeros capítulos, el lector se plantea: ¿serán capaces estos personajes, algo extravagantes y al límite de sus posibilidades, de seguir así hasta el final? Se crea una paradoja muy interesante sobre estos personajes: cambian sutilmente, pero para no modificar su conducta. He aquí el meollo de por qué las novelas de Galdós nos siguen cautivando un siglo después de haber sido escritas. Muchas veces se ha insistido en el valor simbólico de los nombres de personas –antropónimos– en las novelas de Galdós. Este caso no es distinto: Benigna recoge toda la actitud ante la vida, bondadosa y desprendida, de esta admirable mujer que se guía por principios más evangélicos que de ética común y ramplona. El ciego Almudena, con su exotismo, nos remite al Madrid más castizo y doliente. Juliana, en el extremo opuesto, parece que en la dureza fónica del nombre ya nos prepara para recibir su comportamiento duro y egoísta, etc. La imitación del lenguaje real, de la calle, propio de los estratos humildes e incultos, también es otro rasgo compositivo de la narrativa realista. Como el propio Galdós lo aclara en su prólogo, no hay por qué insistir más. Dotado de fino oído y armado con su libreta, nuestro novelista utiliza palabras y expresiones del hampa y de personajes suburbiales con gran propiedad; él mismo confiesa que a veces ignora lo que significan. El lenguaje popular en su nivel coloquial y, a veces, vulgar, ocupa una parte importante de los diálogos porque la novela se ocupa de esos ambientes y esos personajes. En consecuencia, todo resulta natural y coherente. En esta misma línea, el uso de ese bello recurso que es el estilo indirecto libre, adquiere una enorme maestría en Galdós. Aporta matización, riqueza, complicidad personaje-narrador-lector, etc. Un ejemplo lo aclara muy bien (párrafo inicial del capítulo IV):