EDUCACIÓN GABRIELA DIKER Universidad Nacional General Sarmiento, Argentina Su definición exige superar por lo menos dos obstáculos. El primero es la dificultad para distinguir la educación de otras prácticas sociales, tales como socialización, transmisión, crianza, instrucción, por mencionar sólo algunas de las que más recurrentemente se utilizan, o bien como sinónimos o como categorías vinculadas entre sí por relaciones de inclusión imprecisas. Esta indistinción nos confronta sin cesar con el problema de la especificidad de lo educativo como práctica, relación y acción social y como objeto de estudio. El modo en que históricamente se ha resuelto este problema constituye justamente el segundo obstáculo que debemos superar: la identificación entre educación y escolarización, construida progresivamente a partir de la emergencia, en el siglo XVII, de lo que Vincent (1994) llamó la forma escolar de socialización. Esta identificación obedece no sólo a la descomunal expansión de los sistemas educativos nacionales que ha convertido a la escuela en la experiencia educativa que toda la población tiene en común (Diker, 2008), sino también a la extensión de la forma escolar sobre otras esferas de la vida social. Al respecto, Vincent (1994, p. 40) ha dicho que “la forma escolar ha desbordado largamente las fronteras de la escuela”, al punto que, como afirma Perrenoud (1984, p. 73), “nuestra sociedad escolarizada es incapaz de pensar la educación de otro modo que no sea el escolar, aun en dominios extranjeros al currículo consagrado por las escuelas”. Que la pedagogía, como campo de conocimiento sistemático sobre la educación, se haya configurado en la modernidad en torno y como parte del desarrollo de la tecnología de la escolarización; a su vez ha contribuido a encerrar el campo conceptual de la educación en las coordenadas escolares, invisibilizando toda otra práctica educativa.1 Ahora bien, en tiempos en los que las ciudades se definen como “educadoras”, el acceso al conocimiento se multiplica en infinidad de pantallas, millones de familias en los países desarrollados optan por la homeschoolling, o el futuro del aprendizaje se diseña desde empresas multinacionales;2 no podemos seguir pensando la educación bajo las coordenadas de la escolarización moderna sin el riesgo de diluir o negar el carácter educativo de esos fenómenos, subsumiéndolos en prácticas sociales de otra naturaleza. 1 No se trata, sin embargo, de buscar una definición que capture la “esencia” de la educación por fuera de sus formas históricas, ya que, como bien señala Canciano (2013, p. 22), “la educación en tanto institución de la condición humana y del lazo social se expresa, toda vez, en grupos, organizaciones. Nunca se ve a la institución; se ven universidades, escuelas, organizaciones educativas que tienen la misión de mantener viva la institución de la educación” (Enríquez, 2002).3 De lo que se trata, en todo caso, es de desbordar las coordenadas escolares para avanzar en un trabajo conceptual más capaz de dar cuenta de las formas que adopta la educación hoy. Las herramientas disponibles son las que se encuentran en ese fondo común de diálogos y de disputas por imponer lo que es la educación, lo que constituye la tradición pedagógica. No nos proponemos sumar aquí una definición “nueva” que ingenuamente pretenda romper con ese fondo común, ni tampoco reseñar en estas pocas líneas la infinidad de definiciones existentes.4 Antes bien, intentaremos entrar en diálogo con esa tradición, tratando de rescatar la especificidad de lo educativo respecto de otras prácticas, acciones y relaciones sociales, pero evitando los atajos que durante por lo menos tres siglos nos ofreció la escuela (la intencionalidad, la sistematicidad, la direccionalidad unilineal de una generación a otra, el niño, el maestro, el encierro). Diremos que una acción es educativa cuando involucra por lo menos tres operaciones: 1. 1) Transmitir, distribuir un “fondo cultural común” de conocimientos, saberes, valores, reglas, etc. (Antelo, 2005). Según ha señalado Puiggrós (2001), esta acción está relacionada con “la raíz edo- (en griego, ‘alimentarse’; edoceo, en latín, ‘instruir a fondo’, ‘enseñar puntualmente’, ‘enseñar algo acerca de algo o alguien’)”. Se trata de la acción que remite de manera más directa a la enseñanza y presupone que alguien está “antes”, que dispone de ese fondo cultural y que lleva adelante la tarea de pasarlo a los que llegan “después”. Desde la clásica definición de educación de Durkheim, estas posiciones han sido leídas casi exclusivamente como relaciones intergeneracionales. Sin embargo, no deben reducirse a ellas. En la medida en que ese fondo de conocimientos puede corresponder a esferas particulares de la vida social y cultural, puede ser objeto de pasaje intrageneracional. Tal es el caso cuando el que lleva adelante la acción de educar está “antes”, exclusivamente en relación con un campo determinado de actividad o con un conjunto de conocimientos y saberes, resultando irrelevante 2 allí la relación intergeneracional, a menos que se le tome en un sentido metafórico (Meirieu, 2001, p. 98).5 El carácter intergeneracional, o más bien transgeneracional, debe aplicarse al fondo cultural que se transmite, no necesariamente a las posiciones. Finalmente, interesa destacar la lucha política que se da en la selección de la herencia (y en las disputas por imponer el valor universal y por tanto común de esa selección) (Diker, 2008), y en la designación de los herederos. Dos posiciones salen al ruedo de estas disputas: 1) el carácter universal de aquello que se transmite no es anterior, sino que se pone a prueba en el acto mismo de transmitirlo (Meirieu, 2001), y 2) la educación es acción política sólo cuando el que se designa como heredero es “el colectivo” (Frigerio, 2005, p. 17). 2. 2) Orientar o ayudar a sacar algo que alguien ya tiene. Esta acepción combina dos sentidos que provienen del latín: educere (‘hacer salir’, ‘extraer’, ‘dar a luz’) y educare (‘conducir’, ‘guiar’, ‘orientar’). En la pedagogía moderna encuentra su principal punto de anclaje en la categoría naturaleza infantil, cuyo desarrollo debe ser orientado y no interferido por la acción educativa. En la clásica formulación de Rousseau, “si el hombre es bueno por naturaleza […] seguirá siéndolo mientras nada ajeno a él lo altere”. Ya se ha aclarado suficientemente que el desarrollo no interferido de la naturaleza del niño no significa ninguna clase de abstencionismo pedagógico; por el contrario, requiere el despliegue de un conjunto de operaciones muy precisas a las que llamamos, a partir de Rousseau, acciones educativas. Esta acción pone el acento en el aprendizaje más que en la enseñanza, y ha dado lugar, entre otras corrientes, al despliegue de las llamadas pedagogías activas, centradas en el desarrollo psicológico infantil y en la actividad del niño. Aunque hoy están definitivamente en discusión la pretensión de universalidad de la noción de naturaleza infantil y la idea misma de la educación como desarrollo de esa naturaleza, pervive sin embargo esa dimensión de la acción educativa en el reconocimiento de que la educación se realiza cuando el que se educa “hace algo” con lo recibido (lo rechaza, lo transforma, lo incorpora; en fin, despliega sobre aquello que se le transmite una actividad). Así, desde una perspectiva muy distinta, la acción educativa reaparece en la concepción de educación emancipadora desarrollada por Rancière (2003), que consiste no en enseñar ni explicar, sino en forzar a otro a utilizar su propia inteligencia. También destacando el carácter político de la acción de educar, la pedagogía de la liberación de cuño 3 freiriano y las pedagogías críticas en general pondrán el acento en la actividad del individuo que se educa, en este caso, en dirección hacia su concientización. 3. 3) Hacer algo con alguien, de alguien o, en términos de Antelo (2005), intervenir, “meterse” con el otro. Meirieu (2001) ha explorado largamente la desmesura de las metáforas que se asocian con esta acción: la fabricación, el modelado, la creación, la producción y el gobierno de individuos y de poblaciones. En su origen, es posible reconocer la impronta del empirismo del siglo XVII, que en la imagen de la tabula rasa de Locke, o en la de los “cerebros blandos sobre los que es posible imprimir una huella” de Comenio, abre la posibilidad de reconocer en el sujeto la educabilidad y en la acción educativa el poder de modelarlo. Esta pretensión encuentra su punto más desmesurado en la famosa frase de Watson: “Dadme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger” (Watson, 1913). No es éste el lugar para tratar los aciertos o desaciertos del conductismo. Lo que interesa retener es que, más allá de los enfoques, modelos, instituciones o momentos históricos, la acción de educar contiene siempre cierta fantasía demiúrgica; “el educador moderno, dice Meirieu, quiere hacer del hombre una obra, su obra”. El punto es que la acción educativa entendida como una operación sobre el otro es, por definición, fallida. En efecto, “una característica singular de la intervención educativa es su inadecuación o, quizá sea más exacto decir, su carácter desmedido, desmesurado, inapropiado, no correspondido […]; se trata de una intervención que está siempre en falta con el resultado […], que precisa omitir en algún punto la determinación plena del resultado” (Antelo, 2005, p. 174). Y no se trata de una inadecuación que un mejor conocimiento psicológico o didáctico podría resolver; se trata más bien de una inadecuación constitutiva de la acción. En palabras de Cerletti (2008, p. 182), “cuando la educación en alguna medida falla, es cuando puede haber realmente educación”. Y es en ese mismo gesto fallido de querer hacer algo con alguien o de alguien que la acción educativa contribuye a formar “un otro […] reconocido a la vez como semejante y como sujeto diferenciado” (Frigerio, 2005, p. 30), al tiempo que habilita que la novedad se introduzca en la cultura. 4 De allí que afirmemos que los efectos de la acción de educar son, a la vez, subjetivos y políticos. Entre los primeros, desde el mito de Prometeo hasta el psicoanálisis, pasando por la tradición filosófica y pedagógica de la modernidad, se destaca el efecto de suplementar, completar una falta constitutiva, operar sobre la indeterminación que es propia de lo humano. La tradición moderna colocó este efecto en términos de humanización, de producción de lo humano: “la educación es la empresa de formar un hombre” (Rousseau); “únicamente por la educación el hombre puede llegar a ser hombre” (Kant); “conviene formar al hombre si debe ser tal” (Comenio). No es éste el lugar para abrir la discusión sobre el carácter unívoco y universal que los filósofos del siglo XVIII asignaban a lo que llamaban “humano”. La pluralización de esta definición no cambia el efecto de completamiento, de estructuración psíquica, de constitución identitaria que produce la acción educativa, efecto que puede interpretarse en toda su literalidad cuando se trata de la acción desplegada sobre la cría humana, y que persiste, aunque metaforizado, en toda relación educativa (aun las que se despliegan sobre sujetos adultos). Este efecto subjetivo es al mismo tiempo político, toda vez que se produce mediante la incorporación de los “nuevos” a una cultura común y de su inscripción en una genealogía, en una historia que es a la vez individual, familiar y social; de allí que, aun en el registro de la constitución psíquica de los sujetos, la educación constituye un problema de naturaleza política. Para decirlo en los términos de la sociología, en el mismo movimiento la educación produce sujetos sociales y socializa, aunque no en los viejos términos durkheimianos, que llamaban a hacer del niño lo que “la sociedad política en su conjunto y el medio ambiente específico al que está especialmente destinado” exigen de él, ya que los efectos de la educación se erigen justamente contra el destino. Basculan siempre entre conservación y cambio, entre lo nuevo y lo viejo, o, en palabras de Cerletti (2008), entre repetición y novedad. Es con la cultura acumulada transgeneracionalmente que puede producirse algo nuevo; gracias a esa falla constitutiva de lo educativo tiene lugar la emergencia del sujeto, ese otro diferenciado por el cual el mundo se renueva. Finalmente, digamos que este movimiento entre conservación y cambio que es efecto de la acción educativa exige la puesta en juego de tres condiciones. En primer lugar, el ejercicio de lo que Laurance Cornu (2002) llamó la “responsabilidad educativa”. Siguiendo el ya clásico desarrollo propuesto por Hannah Arendt, se trataría de una doble responsabilidad: debe proteger la novedad y la promesa de renovación que la infancia trae 5 consigo (lo único que impide —nos dice Arendt— el retorno de lo mismo, lo que renueva sin cesar a la sociedad, salva al mundo de la ruina y lo preserva “de la mortalidad de sus creadores y de sus habitantes”), y al mismo tiempo debe presentarles el mundo a los “recién llegados”, hacerles allí un lugar, inscribirlos en la cadena de las generaciones, para así también proteger ese mundo, para impedir que “sea devastado y destruido por la ola de recién llegados que arriban a él con cada nueva generación” (Arendt, 1991), para que los niños encuentren el modo de realizar lo nuevo sin atentar contra él. En segundo lugar, la acción y el efecto de educar y el ejercicio de la responsabilidad educativa sólo son posibles en el marco de relaciones asimétricas. Al respecto conviene despejar algunos equívocos: 1) aunque para Arendt y, como ya hemos señalado, en general para la pedagogía, esta asimetría es básicamente intergeneracional, está presente en toda relación educativa en la que alguien dispone y lleva adelante la acción de pasaje de un fondo cultural a otros seres “nuevos” o “extranjeros” de ese sector de la cultura, sean éstos niños o adultos; 2) aun en la perspectiva intergeneracional, la asimetría no puede tomarse ya como constitutiva de las relaciones entre adultos y niños, ya que lo propio de estos tiempos es la movilidad y la variabilidad de los atributos que corresponden a una y otra posición. En efecto, saber y no saber, autonomía y heteronomía, debilidad y cuidado, son rasgos que ya no definen dicotómicamente la adultez y la niñez, sino que pueden desplazarse y combinarse de maneras diferentes en distintas situaciones y condiciones. En consecuencia, el carácter de las relaciones entre adultos y niños tampoco puede ser fijado: podrán ser a veces asimétricas en favor del adulto, a veces asimétricas en favor del niño; otras veces podrán ser relaciones de “igual a igual”, y otras, de simple indiferencia (Diker, 2009); 3) asimetría no equivale a desigualdad; se trata de una relación siempre temporal (Tavoillot, 2003) que no se estructura sobre la asignación y fijación de posiciones “superiores e inferiores” (Rancière, 2003), sino sobre el reconocimiento de la autoridad. La autoridad constituye, entonces, la tercera condición que hace posible la acción y el efecto de educar. Sostiene la asimetría que es propia de toda relación educativa sobre la base del reconocimiento de la capacidad y la legitimidad de quien la ejerce para orientar la propia conducta (hacer crecer, desarrollar, etc.). Como señala Herfray, “la autoridad es acordada a alguien por quienes otorgan confianza a su palabra. Se trata de una palabra otra, que puede enseñarnos, hacernos aprender cosas, guiarnos; una palabra que 6 representa a alguien a quien se quisiera parecer, que quisiera ser y que posee eso que se quiere tener” (Herfray, 2005, p. 50). Ahora bien, para que la autoridad se realice tiene que tener lugar un reconocimiento mutuo. No sólo tiene que registrarse un reconocimiento de aquel sobre el que se ejerce, sino que también es necesario que el que pronuncia las “palabras de autoridad” ponga en juego el reconocimiento hacia aquellos a quienes se dirige. Según Foessel, lo que se reconoce (lo que mutuamente se reconoce) es que la autoridad misma podría ser transmitida en un futuro a aquel sobre el que se ejerce. “Para que la autoridad pueda ser aceptada serenamente, es necesario que el sujeto que la reconoce pueda al menos imaginar que un día la reivindica” (Foessel, 2005, p. 12).6 De allí que la educación siempre sea, en algún sentido, una forma de autorización: para ocupar un lugar en el mundo y hacer de él otra cosa. BIBLIOGRAFÍA Antelo, E., “Notas sobre la (incalculable) experiencia de educar”, en G. Diker y G. Frigerio, Educar: ese acto político, Del Estante, Buenos Aires, 2005. —, “La pedagogía y la época”, en S. Serra (comp.), La pedagogía y los imperativos de la época, Noveduc, Buenos Aires, 2005 (Ensayos y Experiencias). Arendt, H., La crise de la culture, Gallimard, París, 1991. Canciano, E., Lo escolar fuera de la escuela. Un estudio acerca de los modos de organización de la acción educativa destinada a niñas, niños y adolescentes en ámbitos situados fuera del sistema educativo, tesis de maestría, FLACSO-Argentina, 2013. Cerletti, A., Repetición, novedad y sujeto en la educación. Un enfoque filosófico y político, Del Estante, Buenos Aires, 2008. Comenio, J. A., Didáctica Magna, Porrúa, México, 1976. Cornu, Laurance, “Responsabilidad, experiencia, confianza”, en G. Frigerio (comp.), Educar: rasgos filosóficos para una identidad, Santillana, Buenos Aires, 2002. 7 Diker, G., “¿Por qué hablar de transmisión?”, en G. Frigerio y G. Diker (comps.), La transmisión en las sociedades, las instituciones y los sujetos. Un concepto de la educación en acción, Noveduc/Fundación CEM, Buenos Aires, 2004. —, “Cómo se establece qué es lo común?”, en G. Frigerio y G. 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Watson, J., “La psicología tal como la ve el conductista”, Psychological Review, núm. 20, Los Ángeles, 1913, pp. 158-177. 1 Los esfuerzos que se registran desde la década de 1960 para visibilizar y dar cuenta de los fenómenos, experiencias e instituciones educativas que tienen lugar por fuera de las escuelas ilustran este encierro conceptual de la pedagogía en torno de las coordenadas escolares: no escolar, no formal, no sistemática, asistemática, no reglada, etc. Véase al respecto, Canciano, 2013. 2 Véanse por ejemplo los estudios sobre “el futuro del aprendizaje” elaborados por Pearson Education, corporación que se presenta como “empresa líder en educación en todo el mundo”. 3 La autora parte aquí de la distinción entre institución y organización. 4 Véase para ello el erudito y extraordinario recorrido por los distintos modos de entender la educación que realizó Adriana Puiggrós en la entrada “Educación”, en el Diccionario de ciencias sociales y políticas, en 2001. 5 En contraposición con lo que decimos aquí, Meirieu, retomando el pensamiento de Arendt, afirma que un adulto no puede ni debe ser educado, ya que, a diferencia de un niño, “él mismo elige qué aprender”. Si reemplazamos la preeminencia de la cuestión intergeneracional por la figura de la extranjeridad (educar es ingresar en un territorio desconocido, extranjero), los adultos entonces podemos seguir siendo educados. 6 Véase el interesante estudio sobre el concepto de autoridad elaborado por Estanislao Antelo en este diccionario. 9 10