¿Maltrato o castigo? Cada año las estadísticas son más alarmantes. El maltrato a los niños tiene conmovido a buena parte del país y no digo a todo porque a los abusadores seguramente las estadísticas, si las conocen, les serán indiferentes. Ante la gravedad de los casos el gobierno se ha pronunciado y anuncia severos castigos a quienes maltratan a los niños. Y no es de extrañar porque entre muchas cosas es función del estado determinar qué cosas son punibles y de la sociedad en general vigilar y denunciar cuando estas ocurren. Lo que resulta paradójico en todo esto es que se intenta controlar el uso del castigo castigando; seguimos convencidos de que la mejor manera de conseguir cambios en la manera en que se comporta la gente es mediante la aplicación de métodos aversivos. Hoy día, conocemos mejor los inconvenientes de tales métodos y sabemos también que sería mucho mejor si pudiéramos implementar políticas que logren educar a individuos, padres de familia, o instituciones en el uso de alternativas más eficaces y constructivas. El castigo: muy cerca del maltrato infantil. Si bien es cierto que el maltrato infantil no tiene justificación alguna puede ocurrir que el abuso del castigo termine pareciéndosele aun si se aplica con el noble propósito de educar. Esto parece suponer que la diferencia entre maltrato y castigo solo se establece por el grado de violencia con la que se actúa frente al niño, lo cual es un asunto a veces muy difícil de determinar. Pero buscar la diferencia entre maltrato y castigo en términos de sus propósitos tampoco sirve pues casi siempre el castigo aun si es leve puede traer consecuencias poco convenientes si no se aplica adecuadamente. En nuestra cultura al uso del castigo físico ha sido una práctica generalizada por generaciones y ha sido el método más utilizado como una forma de educación y crianza de los hijos. El castigo físico ha sido utilizado con la idea de corregir nuestras malas maneras, por nuestro bajo rendimiento académico, por nuestro comportamiento irrespetuoso con los mayores, o por el incumplimiento de las normas del hogar etc., etc. Sin embargo, en los últimos tiempos y como consecuencia del valor que han adquirido los niños en nuestra sociedad esta práctica ha venido siendo cuestionada de manera contumaz. Hoy día, los niños tienen un valor social muy diferente, nuestras expectativas por su desarrollo y la importancia de su cuidado han cambiado las pautas de crianza y las falsas creencias como la necesidad de una disciplina férrea para hacer hombres de bien o como la de que los hijos son propiedad de los padres Pero aun así, los métodos aversivos siguen siendo utilizados por padres de familia y a veces empleadores y educadores a pesar de las graves consecuencias que este fenómeno desencadena. Sin embargo, el grueso de la población no comparte estos métodos en ciertos contextos y esta dispuesto a denunciarlos aun cuando por paradójico que parezca es proclive a utilizarlos en su propio hogar. Digamos que en ciertos ambientes, hay algún control que impide el empleo de estos métodos. En los centros educativos, por ejemplo, los castigos excesivos no son pasados por alto por los padres de familia quienes probablemente estarán listos a denunciarlos si ocurren. En el hogar en cambio, donde poco o ninguna vigilancia puede ser ejercida y particularmente en aquellos hogares sin educación, sin acceso a la información o sin instrucción alguna acerca de la manera de tratar a sus hijos, los castigos son práctica cotidiana y en algunos casos pueden llevar al niño al hospital o incluso a la muerte. En una sociedad como la nuestra, padres alcohólicos, desesperados, con un entorno familiar incierto, sin esperanza, sin empleo, llenos de prejuicios y miedos pero principalmente sin formación, son quienes en la mayoría de los casos encuentran en el castigo severo la forma de resolver sus conflictos familiares. La falta de educación es común y no necesariamente referida a conocimientos en matemáticas, geografía o historia. De esto también hace falta pero mucho más en cuanto al desarrollo de otras cualidades que faciliten a las personas convivir en sociedad con todo lo que eso signifique. Parte de eso es el aprendizaje de habilidades que permitan sanas interacciones sociales y familiares. **** Por nuestra experiencia muchas veces podemos determinar qué cosas resultan desagradables o inconvenientes a nuestros hijos como cuando lo regañamos, le quitamos o restringimos algo que le gusta, o lo aislamos u obligamos a hacer nuevamente una tarea mal realizada. Otras, resultan de un franco sentido común, sabemos por ejemplo que un golpe duele o un berrido o sonido fuerte suele ser muy molesto. Cuando castigamos lo hacemos con la idea de que el comportamiento objeto de corrección disminuya o desaparezca del todo y se hará necesario en muchos casos para tratar de reducir o eliminar comportamientos que puedan resultar inconvenientes tanto para el niño mismo como para la sociedad en la que vive. Sin embargo castigar exige ciertos cuidados aun cuando existen otros métodos mucho más constructivos especialmente si la alternativa es el uso de castigos físicos o psicológicos severos: golpizas, pellizcos, gritos muy fuertes o regaños humillantes etc. ¿Por qué recurrimos al castigo cuando intentamos corregir un problema en nuestros hijos? Quizás la principal razón sea porque parece que funciona. La inmediatez de los resultados que observamos cuando castigamos hace que volvamos a hacerlo y a veces con mayor intensidad. Y esta es una de sus efectos secundarios más dañinos. Cuando se castiga físicamente a un niño y observamos que la conducta castigada deja de presentarse seguramente lo seguiremos haciendo y no solo porque ya nos ha dado resultado con este hijo sino porque tal vez con otro hijo nos funcionó o porque recordamos que siendo pequeños nosotros mismos fuimos castigados, o simplemente porque observamos que otros lo hacen con sus hijos. Pero a pesar de que la aplicación de castigos pueda resultar exitosa en la corrección de nuestros hijos, hay muchas y muy buenas razones extraídas de la investigación en psicología que indican que el castigo físico no es el mejor método para enseñar y mucho menos cuando se abusa de él. Veamos: El primer aspecto a destacar es que por la inmediatez de sus resultados, castigar puede convertirse en una práctica cada vez más frecuente y también más intensa porque la conducta que se desea eliminar puede aparecer nuevamente. Sus consecuencias, ya lo dijimos, pueden llegar a ser desastrosas para el niño. Animados por sus aparentes resultados el padre de familia recurre cada vez más a este método que arriesga peligrosamente la salud física y psicológica del niño. Otro inconveniente por el uso del castigo es que quien castiga y las circunstancias y otros aspectos presentes durante el castigo pueden terminar siendo evitados por quien recibe el castigo. Es posible que el niño quiera evitar en el futuro a su padre a o a su madre o a los objetos o lugares donde ha recibido el castigo. Bajo estas circunstancias el niño quizá pierda la oportunidad de aprender con su padre o su madre nuevas cosas, de conversar con él o ella, o de confiarles sus asuntos. Castigar a un niño para que haga correctamente su tarea, aprenda a tocar un instrumento, a cruzar la calle como debe ser, a comportase de cierta manera en una reunión social etc. probablemente hará que el niño termine repudiando o evitando a las personas que lo castigan a los objetos de aprendizaje o las condiciones en donde esperamos se desempeñe adecuadamente. En otras palabras, podemos estar creando un niño con miedo a personas o circunstancia derivado de su asociación con el castigo; un miedo que puede resultar a largo plazo muy difícil de superar. Y metidos en la espiral, el pronóstico de las relaciones entre padres e hijo no será el mejor. Dentro de las consecuencias del uso del castigo también hay que mencionar que dicha práctica suele provocar comportamientos agresivos en los niños. Experimentos han demostrado que cuando se aplican estímulos dolorosos a las personas estas suelen agredir a otros después de ser castigados. (Berkowitz, 1988, 1989). Es probable que el niño después de ser castigado agreda a su hermanito o a un compañero. Y esto aplica también para los adultos; son comunes los relatos de quienes muchas veces tienen que pagar lo mal que a su cónyuge le ha ido en la oficina. Y como bien sabemos que muchas veces los niños imitan a los adultos no debe extrañarnos que estos tiendan a castigar a otros ya sea con otros niños o cuando sean adultos con sus propios hijos. (Bandura, 1965,1969) Otro efecto secundario por el uso del castigo y sobre el que debemos llamar especialmente la atención es que cuando se castiga un comportamiento que nos parece indeseable no estamos dando la oportunidad o creando las condiciones para que la conducta que debe ocurrir en su lugar se presente y se desarrolle. Si al niño lo reprendemos por no usar bien los cubiertos, con ello no estamos logrando que los haga correctamente, en este caso es mucho mejor modelarle la manera de hacerlo, o guiándole físicamente pero siempre con palabras de aprobación cada vez que se aproxima a la forma correcta que buscamos. Por desgracia y con frecuencia muchos de estos actos se guían por sus efectos inmediatos sin calcular que con el tiempo pueden acumular efectos nocivos. Una acción que hoy puede resultar buena a largo plazo puede resultar inconveniente o grave. Se debe tener muy presente que el castigo no enseña un comportamiento nuevo, solo lo que no se debe hacer. Existen métodos no aversivos y que son eficaces para establecer las conductas que deseamos en nuestros hijos. Aunque no es el propósito de este artículo podemos esbozar algunas pautas a partir de ciertos principios básicos de la psicología experimental La conducta y sus consecuencias. Empecemos diciendo que todo lo que sigue inmediatamente después de un comportamiento tiene un efecto sobre la probabilidad de ocurrencia futura de dicho comportamiento. Si por ejemplo le pedimos a alguien que … Muchas investigaciones experimentales y aplicadas han permitido derivar el siguiente principio: La conducta es una función de sus consecuencias. Luego, si queremos cambiar un comportamiento debemos cambiar sus consecuencias. El castigo es una consecuencia que debilita la probabilidad de que un comportamiento vuelva a presentarse; sin embargo, este procedimiento produce los efectos secundarios que ya enumeramos. Por otro lado, está el manejo de las consecuencias positivas. Si suministramos una consecuencia que le resulte agradable a la persona sobre una conducta deseable la probabilidad de que esta se incremente o se mantenga será mayor. En este caso los resultados quizá no sean tan inmediatos como cuando aplicamos castigo para debilitar un comportamiento, pero serán más duraderos, emocionalmente positivos y lo que es muy importante, serán conductas que tendrán la forma, la frecuencia o la fuerza deseada. Sobra decir que con el manejo de consecuencias positivas con toda seguridad los efectos secundarios redundaran positivamente en las relaciones padres e hijos. Y como conclusión. Siempre es mejor estimular, aprobar o recompensar los comportamientos apropiados o los que se aproximan a las metas que buscamos en los niños; mostrarles o modelándoles la ejecución correcta, instruirlos sobre las consecuencias desagradables de hacer algo poco conveniente o de las beneficiosas o agradables si se ejecutan las conductas correctas. ….Lamentablemente, con frecuencia, y a medida que crecen nuestros hijos, el medio en donde esperamos se continúe su educación más allá del hogar no está directamente bajo nuestro control. Ese entorno que puede favorecer ciertas conductas y no otras, dependerá de instancias sociales y políticas fuera de nuestra jurisdicción inmediata. Pegarles a los niños El espectador no 27 2011 Por: Armando Montenegro Quienes estudian este tema distinguen dos tipos de comportamientos: por una parte, la violencia brutal, los golpes que resultan en fracturas, moretones y heridas, y los gritos y amenazas que los aterrorizan y causan daños sicológicos perdurables. Enlaces patrocinados - PauteFacil.com Por otra, una versión más leve, que consiste en “disciplinarlos”, en forma de correazos, cachetadas y nalgadas. Mientras que la violencia brutal contra los niños está claramente reprobada y penalizada en casi todas las legislaciones del planeta, la “disciplina” que imponen los padres en sus hogares sigue siendo frecuente y todavía es aceptada o, al menos, tolerada en muchas latitudes. Muchas familias consideran que ésta es su prerrogativa, la forma de educar a sus hijos. Pocos países han dado el paso de prohibir de manera explícita y terminante cualquier forma de castigo físico, así sea relativamente leve, contra los niños. Los castigos físicos para disciplinar a los niños tienen una larguísima historia. Para no ir lejos, en la Biblia aparecen numerosas recomendaciones para imponerlos. Por ejemplo, “El que evita la vara odia a su hijo, pero el que lo ama lo disciplina con diligencia” (Proverbios, 13:24). Y la literatura universal está llena de testimonios de adultos que golpean y aterrorizan a los niños. Asimismo, la historia de la vida privada de los distintos países habla, a lo largo de los siglos, de dolorosos y complicados sistemas de golpear y castigar a los niños, algunos crueles, semejantes a métodos de tortura. Y las biografías y las memorias de decenas de personajes nos cuentan cómo sus padres los golpearon con frecuencia, rigor y esmero. A partir de las enseñanzas del famoso doctor Spock, prácticamente todos los sicólogos han estado en contra de disciplinar a los niños. Las razones son numerosas: se arguye que sus efectos negativos pueden inducir la depresión o la agresión, incitar a la violencia y desencadenar comportamientos delictivos; no evitan las conductas que se quieren corregir (con ese propósito, dicen, es mejor explicarles a los niños sus errores y, si fuera necesario, utilizar castigos no físicos); y, finalmente, los correazos y los golpes van en contra del ideal de la sociedad y las familias sin violencia. Al leer el libro de Steven Pinker, The better angels of our nature —el mismo que recomendó hace unas semanas Héctor Abad, de donde se tomaron algunas de las ideas anteriores—, sobre la marcada disminución de la violencia en el mundo, es imposible no pensar en Colombia. Además del fortalecimiento del Estado, el avance de las prácticas humanitarias, la expansión del comercio y la educación, la mayor influencia de las mujeres, Pinker sugiere, entre tantas cosas, que el progresivo reconocimiento de los derechos de las mujeres, niños, gays y animales (la revolución de los derechos) ha inducido la reducción de la violencia hacia ellos y, en general, hacia sus semejantes y todos los seres vivos. A pesar de que la violencia contra los niños está prohibida en Colombia, existe evidencia de que las palizas bíblicas siguen siendo frecuentes en el país (las denuncias por maltrato de menores al ICBF, aunque son relativamente reducidas, van en aumento). Las campañas del Estado, las escuelas y las ONG deberían enfatizar y buscar la meta de que no haya tolerancia alguna, incluso en formas leves, con los castigos físicos a los menores.