Subido por Joaquín Páramo

El maltrato infantil por Joaquín Páramo

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¿Maltrato o castigo?
Cada año las estadísticas son más alarmantes. El maltrato a los niños tiene conmovido a
buena parte del país y no digo a todo porque a los abusadores seguramente las
estadísticas, si las conocen, les serán indiferentes.
Ante la gravedad de los casos el gobierno se ha pronunciado y anuncia severos castigos
a quienes maltratan a los niños. Y no es de extrañar porque entre muchas cosas es
función del estado determinar qué cosas son punibles y de la sociedad en general
vigilar y denunciar cuando estas ocurren. Lo que resulta paradójico en todo esto es que
se intenta controlar el uso del castigo castigando; seguimos convencidos de que la
mejor manera de conseguir cambios en la manera en que se comporta la gente es
mediante la aplicación de métodos aversivos. Hoy día, conocemos mejor los
inconvenientes de tales métodos y sabemos también que sería mucho mejor si
pudiéramos implementar políticas que logren educar a individuos, padres de familia, o
instituciones en el uso de alternativas más eficaces y constructivas.
El castigo: muy cerca del maltrato infantil.
Si bien es cierto que el maltrato infantil no tiene justificación alguna puede ocurrir que
el abuso del castigo termine pareciéndosele aun si se aplica con el noble propósito de
educar. Esto parece suponer que la diferencia entre maltrato y castigo solo se
establece por el grado de violencia con la que se actúa frente al niño, lo cual es un
asunto a veces muy difícil de determinar. Pero buscar la diferencia entre maltrato y
castigo en términos de sus propósitos tampoco sirve pues casi siempre el castigo aun si
es leve puede traer consecuencias poco convenientes si no se aplica adecuadamente.
En nuestra cultura al uso del castigo físico ha sido una práctica generalizada por
generaciones y ha sido el método más utilizado como una forma de educación y crianza
de los hijos. El castigo físico ha sido utilizado con la idea de corregir nuestras malas
maneras, por nuestro bajo rendimiento académico, por nuestro comportamiento
irrespetuoso con los mayores, o por el incumplimiento de las normas del hogar etc., etc.
Sin embargo, en los últimos tiempos y como consecuencia del valor que han adquirido
los niños en nuestra sociedad esta práctica ha venido siendo cuestionada de manera
contumaz. Hoy día, los niños tienen un valor social muy diferente, nuestras
expectativas por su desarrollo y la importancia de su cuidado han cambiado las pautas
de crianza y las falsas creencias como la necesidad de una disciplina férrea para hacer
hombres de bien o como la de que los hijos son propiedad de los padres
Pero aun así, los métodos aversivos siguen siendo utilizados por padres de familia y a
veces empleadores y educadores a pesar de las graves consecuencias que este
fenómeno desencadena. Sin embargo, el grueso de la población no comparte estos
métodos en ciertos contextos y esta dispuesto a denunciarlos aun cuando por
paradójico que parezca es proclive a utilizarlos en su propio hogar. Digamos que en
ciertos ambientes, hay algún control que impide el empleo de estos métodos. En los
centros educativos, por ejemplo, los castigos excesivos no son pasados por alto por los
padres de familia quienes probablemente estarán listos a denunciarlos si ocurren.
En el hogar en cambio, donde poco o ninguna vigilancia puede ser ejercida y
particularmente en aquellos hogares sin educación, sin acceso a la información o sin
instrucción alguna acerca de la manera de tratar a sus hijos, los castigos son práctica
cotidiana y en algunos casos pueden llevar al niño al hospital o incluso a la muerte.
En una sociedad como la nuestra, padres alcohólicos, desesperados, con un entorno
familiar incierto, sin esperanza, sin empleo, llenos de prejuicios y miedos pero
principalmente sin formación, son quienes en la mayoría de los casos encuentran en el
castigo severo la forma de resolver sus conflictos familiares. La falta de educación es
común y no necesariamente referida a conocimientos en matemáticas, geografía o
historia. De esto también hace falta pero mucho más en cuanto al desarrollo de otras
cualidades que faciliten a las personas convivir en sociedad con todo lo que eso
signifique. Parte de eso es el aprendizaje de habilidades que permitan sanas
interacciones sociales y familiares.
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Por nuestra experiencia muchas veces podemos determinar qué cosas resultan
desagradables o inconvenientes a nuestros hijos como cuando lo regañamos, le
quitamos o restringimos algo que le gusta, o lo aislamos u obligamos a hacer
nuevamente una tarea mal realizada. Otras, resultan de un franco sentido común,
sabemos por ejemplo que un golpe duele o un berrido o sonido fuerte suele ser muy
molesto.
Cuando castigamos lo hacemos con la idea de que el comportamiento objeto de
corrección disminuya o desaparezca del todo y se hará necesario en muchos casos para
tratar de reducir o eliminar comportamientos que puedan resultar inconvenientes tanto
para el niño mismo como para la sociedad en la que vive. Sin embargo castigar exige
ciertos cuidados aun cuando existen otros métodos mucho más constructivos
especialmente si la alternativa es el uso de castigos físicos o psicológicos severos:
golpizas, pellizcos, gritos muy fuertes o regaños humillantes etc.
¿Por qué recurrimos al castigo cuando intentamos corregir un problema en nuestros
hijos? Quizás la principal razón sea porque parece que funciona. La inmediatez de los
resultados que observamos cuando castigamos hace que volvamos a hacerlo y a veces
con mayor intensidad. Y esta es una de sus efectos secundarios más dañinos.
Cuando se castiga físicamente a un niño y observamos que la conducta castigada deja
de presentarse seguramente lo seguiremos haciendo y no solo porque ya nos ha dado
resultado con este hijo sino porque tal vez con otro hijo nos funcionó o porque
recordamos que siendo pequeños nosotros mismos fuimos castigados, o simplemente
porque observamos que otros lo hacen con sus hijos.
Pero a pesar de que la aplicación de castigos pueda resultar exitosa en la corrección de
nuestros hijos, hay muchas y muy buenas razones extraídas de la investigación en
psicología que indican que el castigo físico no es el mejor método para enseñar y mucho
menos cuando se abusa de él.
Veamos:
El primer aspecto a destacar es que por la inmediatez de sus resultados, castigar
puede convertirse en una práctica cada vez más frecuente y también más intensa
porque la conducta que se desea eliminar puede aparecer nuevamente. Sus
consecuencias, ya lo dijimos, pueden llegar a ser desastrosas para el niño. Animados
por sus aparentes resultados el padre de familia recurre cada vez más a este método
que arriesga peligrosamente la salud física y psicológica del niño.
Otro inconveniente por el uso del castigo es que quien castiga y las circunstancias y
otros aspectos presentes durante el castigo pueden terminar siendo evitados por quien
recibe el castigo. Es posible que el niño quiera evitar en el futuro a su padre a o a su
madre o a los objetos o lugares donde ha recibido el castigo. Bajo estas circunstancias
el niño quizá pierda la oportunidad de aprender con su padre o su madre nuevas cosas,
de conversar con él o ella, o de confiarles sus asuntos.
Castigar a un niño para que haga correctamente su tarea, aprenda a tocar un
instrumento, a cruzar la calle como debe ser, a comportase de cierta manera en una
reunión social etc. probablemente hará que el niño termine repudiando o evitando a las
personas que lo castigan a los objetos de aprendizaje o las condiciones en donde
esperamos se desempeñe adecuadamente.
En otras palabras, podemos estar creando un niño con miedo a personas o
circunstancia derivado de su asociación con el castigo; un miedo que puede resultar a
largo plazo muy difícil de superar. Y metidos en la espiral, el pronóstico de las
relaciones entre padres e hijo no será el mejor.
Dentro de las consecuencias del uso del castigo también hay que mencionar que dicha
práctica suele provocar comportamientos agresivos en los niños. Experimentos han
demostrado que cuando se aplican estímulos dolorosos a las personas estas suelen
agredir a otros después de ser castigados. (Berkowitz, 1988, 1989). Es probable que
el niño después de ser castigado agreda a su hermanito o a un compañero. Y esto aplica
también para los adultos; son comunes los relatos de quienes muchas veces tienen que
pagar lo mal que a su cónyuge le ha ido en la oficina.
Y como bien sabemos que muchas veces los niños imitan a los adultos no debe
extrañarnos que estos tiendan a castigar a otros ya sea con otros niños o cuando sean
adultos con sus propios hijos. (Bandura, 1965,1969)
Otro efecto secundario por el uso del castigo y sobre el que debemos llamar
especialmente la atención es que cuando se castiga un comportamiento que nos parece
indeseable no estamos dando la oportunidad o creando las condiciones para que la
conducta que debe ocurrir en su lugar se presente y se desarrolle. Si al niño lo
reprendemos por no usar bien los cubiertos, con ello no estamos logrando que los haga
correctamente, en este caso es mucho mejor modelarle la manera de hacerlo, o
guiándole físicamente pero siempre con palabras de aprobación cada vez que se
aproxima a la forma correcta que buscamos.
Por desgracia y con frecuencia muchos de estos actos se guían por sus efectos
inmediatos sin calcular que con el tiempo pueden acumular efectos nocivos. Una acción
que hoy puede resultar buena a largo plazo puede resultar inconveniente o grave.
Se debe tener muy presente que el castigo no enseña un comportamiento nuevo, solo lo
que no se debe hacer. Existen métodos no aversivos y que son eficaces para establecer
las conductas que deseamos en nuestros hijos. Aunque no es el propósito de este
artículo podemos esbozar algunas pautas a partir de ciertos principios básicos de la
psicología experimental
La conducta y sus consecuencias.
Empecemos diciendo que todo lo que sigue inmediatamente después de un
comportamiento tiene un efecto sobre la probabilidad de ocurrencia futura de dicho
comportamiento. Si por ejemplo le pedimos a alguien que …
Muchas investigaciones experimentales y aplicadas han permitido derivar el siguiente
principio: La conducta es una función de sus consecuencias. Luego, si queremos cambiar
un comportamiento debemos cambiar sus consecuencias. El castigo es una consecuencia
que debilita la probabilidad de que un comportamiento vuelva a presentarse; sin
embargo, este procedimiento produce los efectos secundarios que ya enumeramos. Por
otro lado, está el manejo de las consecuencias positivas. Si suministramos una
consecuencia que le resulte agradable a la persona sobre una conducta deseable la
probabilidad de que esta se incremente o se mantenga será mayor. En este caso los
resultados quizá no sean tan inmediatos como cuando aplicamos castigo para debilitar
un comportamiento, pero serán más duraderos, emocionalmente positivos y lo que es
muy importante, serán conductas que tendrán la forma, la frecuencia o la fuerza
deseada. Sobra decir que con el manejo de consecuencias positivas con toda seguridad
los efectos secundarios redundaran positivamente en las relaciones padres e hijos.
Y como conclusión. Siempre es mejor estimular, aprobar o recompensar los
comportamientos apropiados o los que se aproximan a las metas que buscamos en los
niños; mostrarles o modelándoles la ejecución correcta, instruirlos sobre las
consecuencias desagradables de hacer algo poco conveniente o de las beneficiosas o
agradables si se ejecutan las conductas correctas. ….Lamentablemente, con frecuencia,
y a medida que crecen nuestros hijos, el medio en donde esperamos se continúe su
educación más allá del hogar no está directamente bajo nuestro control. Ese entorno
que puede favorecer ciertas conductas y no otras, dependerá de instancias sociales y
políticas fuera de nuestra jurisdicción inmediata.
Pegarles a los niños
El espectador no 27 2011
Por: Armando Montenegro
Quienes estudian este tema distinguen dos tipos de comportamientos: por una parte, la
violencia brutal, los golpes que resultan en fracturas, moretones y heridas, y los gritos y
amenazas que los aterrorizan y causan daños sicológicos perdurables.
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Por otra, una versión más leve, que consiste en “disciplinarlos”, en forma de correazos,
cachetadas y nalgadas.
Mientras que la violencia brutal contra los niños está claramente reprobada y penalizada en
casi todas las legislaciones del planeta, la “disciplina” que imponen los padres en sus hogares
sigue siendo frecuente y todavía es aceptada o, al menos, tolerada en muchas latitudes.
Muchas familias consideran que ésta es su prerrogativa, la forma de educar a sus hijos. Pocos
países han dado el paso de prohibir de manera explícita y terminante cualquier forma de
castigo físico, así sea relativamente leve, contra los niños.
Los castigos físicos para disciplinar a los niños tienen una larguísima historia. Para no ir lejos,
en la Biblia aparecen numerosas recomendaciones para imponerlos. Por ejemplo, “El que evita
la vara odia a su hijo, pero el que lo ama lo disciplina con diligencia” (Proverbios, 13:24). Y la
literatura universal está llena de testimonios de adultos que golpean y aterrorizan a los niños.
Asimismo, la historia de la vida privada de los distintos países habla, a lo largo de los siglos, de
dolorosos y complicados sistemas de golpear y castigar a los niños, algunos crueles,
semejantes a métodos de tortura. Y las biografías y las memorias de decenas de personajes
nos cuentan cómo sus padres los golpearon con frecuencia, rigor y esmero.
A partir de las enseñanzas del famoso doctor Spock, prácticamente todos los sicólogos han
estado en contra de disciplinar a los niños. Las razones son numerosas: se arguye que sus
efectos negativos pueden inducir la depresión o la agresión, incitar a la violencia y
desencadenar comportamientos delictivos; no evitan las conductas que se quieren corregir (con
ese propósito, dicen, es mejor explicarles a los niños sus errores y, si fuera necesario, utilizar
castigos no físicos); y, finalmente, los correazos y los golpes van en contra del ideal de la
sociedad y las familias sin violencia.
Al leer el libro de Steven Pinker, The better angels of our nature —el mismo que recomendó
hace unas semanas Héctor Abad, de donde se tomaron algunas de las ideas anteriores—,
sobre la marcada disminución de la violencia en el mundo, es imposible no pensar en
Colombia. Además del fortalecimiento del Estado, el avance de las prácticas humanitarias, la
expansión del comercio y la educación, la mayor influencia de las mujeres, Pinker sugiere,
entre tantas cosas, que el progresivo reconocimiento de los derechos de las mujeres, niños,
gays y animales (la revolución de los derechos) ha inducido la reducción de la violencia hacia
ellos y, en general, hacia sus semejantes y todos los seres vivos.
A pesar de que la violencia contra los niños está prohibida en Colombia, existe evidencia de
que las palizas bíblicas siguen siendo frecuentes en el país (las denuncias por maltrato de
menores al ICBF, aunque son relativamente reducidas, van en aumento). Las campañas del
Estado, las escuelas y las ONG deberían enfatizar y buscar la meta de que no haya tolerancia
alguna, incluso en formas leves, con los castigos físicos a los menores.
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