Subido por Ursula Gardié

Emma de Cartosio 2

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SELF SERVICE
Iba sola y se servía un steak con papas fritas
una fruta quizás pan, y se sentaba junto a la pared
o la vidriera porque iba temprano o muy tarde.
Una mañana llegó con la multitud; su bandeja
tropezaba con gestos actitudes movimientos
y tal vez para huir de sí misma se sirvió nada
sentándose a contemplar sus árboles de Cluny.
Un camarero y la señorita de los tickets
la echaron entre las risas contenidas
de la gente que come comida sin árboles
que bebe sin otoño, que ama sin amor.
Hicieron bien.
DESTINO DE POETA
A
lguien tiene que mantener la soledad ardiente
que nos quema por dentro, que nos arroja al vacío;
alguien tiene que aventurarse a la angustia y dicha
de ser el que soporta y celebra el destino exigente
de las galaxias en formación, de una célula creciendo.
Alguien debe afrontar pasado presente y futuro
con la fortaleza de un párpado abierto y devorante
que nunca interrumpe su candoroso y sabio desvelo.
Alguien debe ser el ojo que escudriña y va inventando
imágenes a medida de alegría o grito, risa o llanto
que los demás ignoran o menosprecian por gratuitos.
Alguien debe sonreír a la tristeza y darle la mano
para hacer la ronda igual a aquella del patio de escuela
cuando sonaba la campana y nadie se negaba al juego.
Alguien tiene que habitar la casa de provincia que demolieron
o el conventillo en que crecimos y el progreso hizo barriada;
alguien debe mantener en alto y gozosamente lo desaparecido.
Y brindemos por este destino de criatura que renace
en cada pequeña o gran muerte, en cada claudicación ajena
y sin embargo prójima y amada por ser la que renuncia.
Y seamos los destinados al olvido aunque sea la memoria
de todos la que nos da una misión distinta en esta tierra
que se balancea continuamente entre el infierno y el paraíso.
(Inédito, Publicado en el Diario La Prensa, 24.09.89)
publicado en AUTORES DE CONCORDI
ENAMORADOS
Ella tenía marcas de antiguo acné
él tenía veinticinco años
ella diez años más que él
él los ojos en ella
ella se iba de él
triste
él la regresaba sonriendo
ella le cedía la mano
la voz
él aprendía a acariciar
a ser escuchado
ella tenía un viejo acné tenaz
él una belleza insolente
se amaban
se amaban en París
creo eran los únicos
creo los he inventado
creo que existían
creo que se amaban.
Emma de Cartosio
(Concepción del Uruguay, Entre Ríos,
Argentina, 1928-2013)
POETA/ESCRITORA/ENSAYISTA/DOCENTE
CASA NUESTRA
Para ti, casa nuestra, y para mí, tu único fantasma vivo,
hoy es el día de tus muertos.
Hoy casa nuestra, llega una de tus niñas con su recién nacida;
te trae los felices llantos del hambre, la sed y la ternura
diferente del
que silencia la taza, el sillón, la brocha de afeitar que como
fieles
bestezuelas esperan, en la actitud de siempre, el retorno del
amo.
Hoy, casa nuestra, la madre plegará las cortinas de tu
habitación
más humana porque en ella sufrió alguien la fatiga de ser
dolor.
Sólo dolor que se echará a vivir entre el verde y el azul del
viento.
La habitación que ha olvidado que en el mundo nacen niños y
esperanzas,
que la luz tiene más derecho que la llama de alcohol a los
espejos
encanecidos por el luminoso vaivén de las jeringas y el gris de
las palabras.
Para mí, casa nuestra, hoy es el día de tus muertos;
dos niñas rubias en delantal blanco,
la primera campana oliendo a leche y la segunda
a pan tostado; enero y sus chicharras; las noches de
luciérnagas
y ese silencio, lustroso y saltarín, que grillaba tus rincones.
Dos niñas rubias cabalgando tus rodillas de césped,
tus hombros de zinc hasta el atardecer en que coqueta y
melancólica,
casa nuestra, lucías tus voiles de muchacha en los balcones
provincianos.
Dos bocas adolescentes eligiendo rojos y tú, virtuosos grises
para
tus formas de matrona que indulgentemente recogía, por ahí,
un pañuelo, un fervor… íntimas cosas que echábamos de
menos
demasiado tarde, cuando te amaban más a ti que a nosotros;
cuando ya, casa nuestra, el pañuelo, el fervor… pertenecían a
fantasmas que un día bajarán con los nuestros y para siempre
los
párpados que han de abrirse a la tierra, al más allá;
tal vez a la auténtica mirada íntima que traemos al nacer
y el tiempo y el espacio ciegan.
Para ti casa nuestra y para mí, hoy es el día de tus muertos.
El día de resignarse a que vivir es un verbo,
como todos, con tres tiempos.
NIÑA DEL RETRATO
Hay horas de sillones y zaguanes curiosos en los pueblos;
hay diarios que anuncian el nombre de los niños nacientes;
hay mujeres de balcón y misas recostadas sobre el ayer;
hay una casa con malvones, nietos de los que tú plantarás;
hay espacio y tiempo para ti, niña rubia del retrato
que busco en mi sangre, en la tierra litoral y la nostalgia.
Tienes un oso maltrecho junto a tu corazón de hilo
celeste, en el que abejas invisibles anidan y elaboran
salvaje miel de antiguos veranos luminosos.
El flequillo oro sobre las pupilas absortas
en el mediodía de un perdido arenal parpadeante
que te miró de frente y fijo una vez, sólo una vez,
cuando a través de ti posó virgen y desnuda la vida
ante el siempre insomne ojo de su dorada eternidad.
Pero aunque inhallable el arenal fue creciendo
dentro de ti hasta el grito azul que en mirada, inocente
pero inflexible como la de Aquel a cuya memoria
tu olvido la confiara, nombra a la niña que en mi sangre.
Resbala por el corredor de las arterias, curioseando
los sombríos rincones de nervios a los que no teme,
bebiendo de vasos capilares y directamente del corazón
el zumo, ya dulce, ya amargo, de la soledad en primavera.
Pero la niña que infatigablemente renueva mi sangre
busca entre las cosas y los fantasmas la respuesta,
que a la otra, a la pequeña criatura sabia del retrato,
le llegaba como un sueño plácido entre pesadillas.
Recorro descalza el verano litoral y me concentro
en piel bajo el sol de la costra mientras mis párpados
aguardan el santo y seña del reverbero que anuncie,
niña rubia del retrato, tu retorno en bienvenida.
Pasa el ayer con inmóvil rostro de muñeca;
pasan la dicha, el dolor, la verdad y el río;
aprieto más y más los párpados.
Pasan el amor, la angustia y las horas;
aprieto más y más los párpados.
A lágrimas conjura la ceguera que le impongo,
la habitual niña que bebe en mi sangre.
A lágrimas te recupero en nostalgia, criatura,
absorta criatura celeste del retrato.
MADRE
A veces
te quedas así.
La cabeza al sesgo
y la gracia inmóvil,
concentrada en sí misma,
como si Dios se demorase en
mirar desde tu rostro a esta hija tuya.
Detenida
en tu ayer de muchacha
aunque ya no se cierre la mano
del compañero sobre las tuyas y hayas
olvidado la luz de los tilos en noviembre
y aquella ciudad que abría diagonales para
ti, estudiante enamorada para siempre de mi padre.
A TI, PADRE
Tu natural respeto ante lo cósmico establecido
te reintegró en la estación exacta.
Cuando los árboles devuelven sus hojas a la tierra,
la primera luz se demora y la postrer se anticipa,
y el aire se herrumbra como un objeto
cualquiera olvidado a la intemperie.
Partiste en otoño.
¿Qué otro verde que el adormecido?
¿Qué otro cielo que el azul lila?
¿Qué otra luz que la esbozada?
¿Qué otro dolor que este mío, diferente
de todo otro dolor?
Este dolor parco y profundo como un aljibe,
brocal discreto, hondura prolongada.
Un dolor que se va a la infancia a buscar
palotes que dibujen tu recuerdo
y se inventa rodillas que fijan
la Cruz del Sur que las otras le enseñaron.
¿Qué otro dolor que éste,
ojos secos y llanto en palabras,
por ti, tan amante
de lo matemáticamente justo y
de lo matemáticamente verdadero?
¿Qué más numeral dolor puedo ofrecerte, padre?
Un dolor sensato como tú,
sin desmesura y sin hendija.
Un dolor que responde a tu sentido de la vida
y no al mío, apasionado.
Pero mi dolor adulto entrecasa,
se aniña cuando sale;
y por un relámpago de lentes,
el parpadear de una sonrisa,
el perfil de una voz
dispersos por esquinas y calzadas,
recupera tu rostro y mi esperanza.
Cuando mi dolor traspone el común umbral
ya es adolescente y exige
tu presencia en la casa.
Y el breve timbre no suena,
el cancel no anuncia,
el perro gime,
la sirvienta calla.
¿Qué mantel para el almuerzo
si todos añoran tus manos?
¿Qué voz para la madre
si todos gritan tu sangre?
¿Qué sillón?
¿Qué puerta?
¿Qué libro?
¿Qué árbol…?
Desde el día de tu ausencia
tengo pasado.
Ya la infancia es un ayer
en mi hoy encanecido;
un ayer
que tu muerte eterniza.
ALMUERZO
Almorzar juntos, hermano, es mirar de nuevo
aquel paraíso con que tú y yo en nietos
bendijimos la tierra de una casa desaparecida.
Después de innúmeros solitarios juegos, he aquí
el compartido de un mirarse a los antiguos ojos
claros, azules cornisas vencedoras del pertinaz
hollín que agobia al júbilo de la carne.
Crecido por temblores, dudas, bocas y elementos
el doliente granito de nuestros labios recuerda
la ternura que subía con el humo de la sopa
en un comedor sin ayer y con mañana.
En tu mano izquierda: una alianza de oro.
En mi mano izquierda: una alianza de oro.
Cuánto tiempo viéndonos sin vernos, hermano;
cuánto azul medianero, ojos a ojos, derruido
a diario por prójimas miradas; que de amor
en sal de marino viento, oxidante e invisible.
Tú y yo sabemos que Dios no yerra pero
a veces, en nosotros, en el hombre fracasa.
¿Por qué el por qué a la muerte?
¿A la prematura caída de un fruto?
¿Por qué el por qué?
La ternura tras la puerta de una compartida
infancia, envejece de pronto si el hoy la sorprende.
Haciendo pininos, con un dedo en los labios, la adultez
abre un resquicio entre el olvido y las sombras.
Una mano de aldabón, exacta y sonora,
golpea sobre el pecho de la audaz que retrocede;
la celeste luz antigua a puño de bronce exige
follajeras sombras enventadas sobre el nocturno
patio crucificado por la del Sur que aprendimos
a amar desde las hoy ausentes rodillas.
Meticuloso y previsor, el padre iba cerrando puertas.
La adultez es un domingo zaguán afuera de casona
cerrada y vacía, cuyas llaves perdimos.
Hermano; ¿cómo decirnos mutua y resignadamente: gracias?
Tienes los ojos más azules, ¿reverbero o llanto?
Tengo los ojos más azules, ¿neón o lágrimas?
A USTED, ABUELO HERRERO
Hablo al padre de mi padre, al abuelo
que se portó conmigo mal como yo con él.
Hablo al abuelo que eligiera
el canto rojo y azul de los hierros.
De chica nunca comprendí por qué
se había ido del mundo antes
de yo llegar a él.
De chica (y de grande) no se entiende
ese no esperarnos mutuamente en algún
lugar sin fechas, al margen de bautismos y funerales.
En el sitio donde crecen los días diferentes
a los sacrificados al almanaque y los recuerdos.
En esa zona luminosa que usted llevaba entre
sus brazos, traída quizás de su rubia tierra.
Sí, abuelo, usted tenía que alzarme
al cielo de las provincianas tardecitas
y yo tenía que aprender a amar el sol
americano desde sus brazos extranjeros.
Y ya ve, por no esperarnos estamos
así, a distancia de desconocidos,
nosotros tan predestinados al encuentro azul,
desde sus ojos y los míos.
Usted debía haberse demorado no sólo
en la sonrisa de mi padre y en sus manos
huesosas, trabajadoras entre probetas y ácidos.
como las suyas, abuelo herrero, entre fragua y
cánticos heridos.
Yo no sé qué tarea vegetal o mineral
pude estar cumpliendo en el orden antes
de llegar a criatura,
que me impidiera alcanzarlo en el mundo
así fuera en los últimos instantes silíceos
en que sus ojos espejarían como los de mi padre
una reverberante eternidad.
Pero hay un lugar, créame abuelo,
para los que amontonamos cantos inútiles y misteriosos.
Usted guardaba restos de hierros
retorcidos y una pureza de fuego fragua.
Y yo junto piedras, silencios, espinas
de peces litorales y quizá tristeza.
Hay sí, un lugar abuelo para el encuentro
mutuo que se nos ordenó perder
aquí, en el mundo.
¿Allá bajo el sol,
en el azul del Como cuando era un chico rubio
igual a su biznieto?
¿Cuándo la argentina era una palabra sin mapa ni viaje,
plateándose en su dialecto dulce?
¿Cuándo yo aún no lo esperaba, abuelo,
y era savia o elemento girando
vida y muerte?
Nos portamos mal al no esperarnos,
usted demorándose, yo adelantándome
al tiempo fijo.
Una vez vi una verja hecha por usted
y nos quedamos ella y yo mirándonos absortas.
Ella era recia y huesosa como usted,
y yo una chica preguntando
su ausencia.
Una vez vi un retrato suyo;
una sonrisa a alguien dentro
de su ternura.
Tuve rabia al intruso invisible
que se atrevía a desviar
mi sonrisa suya.
Una vez vi una tarde para andarla
juntos, de la mano hasta el puerto
que usted amaba.
Una vez lo vi en mi hermano, y otra
en el hijo de mi hermano y en mí misma.
Y cuando voy con ellos, quiero que sepa
abuelo, voy con usted a solas.
Que nos vamos juntos y encontrados
hasta el lugar que perdimos
por suprema ley.
Usted es un chico rubio en su Cómo
y yo piso descalza mi arenal perdido.
Y el lugar es el mínimo espacio
entre su mano y mi mano entrelazadas.
Es lindo, abuelo,
recuperarlo chico,
recuperarme.
Casi tan lindo
que podríamos perdonarnos
el desencuentro.
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