SELF SERVICE Iba sola y se servía un steak con papas fritas una fruta quizás pan, y se sentaba junto a la pared o la vidriera porque iba temprano o muy tarde. Una mañana llegó con la multitud; su bandeja tropezaba con gestos actitudes movimientos y tal vez para huir de sí misma se sirvió nada sentándose a contemplar sus árboles de Cluny. Un camarero y la señorita de los tickets la echaron entre las risas contenidas de la gente que come comida sin árboles que bebe sin otoño, que ama sin amor. Hicieron bien. DESTINO DE POETA A lguien tiene que mantener la soledad ardiente que nos quema por dentro, que nos arroja al vacío; alguien tiene que aventurarse a la angustia y dicha de ser el que soporta y celebra el destino exigente de las galaxias en formación, de una célula creciendo. Alguien debe afrontar pasado presente y futuro con la fortaleza de un párpado abierto y devorante que nunca interrumpe su candoroso y sabio desvelo. Alguien debe ser el ojo que escudriña y va inventando imágenes a medida de alegría o grito, risa o llanto que los demás ignoran o menosprecian por gratuitos. Alguien debe sonreír a la tristeza y darle la mano para hacer la ronda igual a aquella del patio de escuela cuando sonaba la campana y nadie se negaba al juego. Alguien tiene que habitar la casa de provincia que demolieron o el conventillo en que crecimos y el progreso hizo barriada; alguien debe mantener en alto y gozosamente lo desaparecido. Y brindemos por este destino de criatura que renace en cada pequeña o gran muerte, en cada claudicación ajena y sin embargo prójima y amada por ser la que renuncia. Y seamos los destinados al olvido aunque sea la memoria de todos la que nos da una misión distinta en esta tierra que se balancea continuamente entre el infierno y el paraíso. (Inédito, Publicado en el Diario La Prensa, 24.09.89) publicado en AUTORES DE CONCORDI ENAMORADOS Ella tenía marcas de antiguo acné él tenía veinticinco años ella diez años más que él él los ojos en ella ella se iba de él triste él la regresaba sonriendo ella le cedía la mano la voz él aprendía a acariciar a ser escuchado ella tenía un viejo acné tenaz él una belleza insolente se amaban se amaban en París creo eran los únicos creo los he inventado creo que existían creo que se amaban. Emma de Cartosio (Concepción del Uruguay, Entre Ríos, Argentina, 1928-2013) POETA/ESCRITORA/ENSAYISTA/DOCENTE CASA NUESTRA Para ti, casa nuestra, y para mí, tu único fantasma vivo, hoy es el día de tus muertos. Hoy casa nuestra, llega una de tus niñas con su recién nacida; te trae los felices llantos del hambre, la sed y la ternura diferente del que silencia la taza, el sillón, la brocha de afeitar que como fieles bestezuelas esperan, en la actitud de siempre, el retorno del amo. Hoy, casa nuestra, la madre plegará las cortinas de tu habitación más humana porque en ella sufrió alguien la fatiga de ser dolor. Sólo dolor que se echará a vivir entre el verde y el azul del viento. La habitación que ha olvidado que en el mundo nacen niños y esperanzas, que la luz tiene más derecho que la llama de alcohol a los espejos encanecidos por el luminoso vaivén de las jeringas y el gris de las palabras. Para mí, casa nuestra, hoy es el día de tus muertos; dos niñas rubias en delantal blanco, la primera campana oliendo a leche y la segunda a pan tostado; enero y sus chicharras; las noches de luciérnagas y ese silencio, lustroso y saltarín, que grillaba tus rincones. Dos niñas rubias cabalgando tus rodillas de césped, tus hombros de zinc hasta el atardecer en que coqueta y melancólica, casa nuestra, lucías tus voiles de muchacha en los balcones provincianos. Dos bocas adolescentes eligiendo rojos y tú, virtuosos grises para tus formas de matrona que indulgentemente recogía, por ahí, un pañuelo, un fervor… íntimas cosas que echábamos de menos demasiado tarde, cuando te amaban más a ti que a nosotros; cuando ya, casa nuestra, el pañuelo, el fervor… pertenecían a fantasmas que un día bajarán con los nuestros y para siempre los párpados que han de abrirse a la tierra, al más allá; tal vez a la auténtica mirada íntima que traemos al nacer y el tiempo y el espacio ciegan. Para ti casa nuestra y para mí, hoy es el día de tus muertos. El día de resignarse a que vivir es un verbo, como todos, con tres tiempos. NIÑA DEL RETRATO Hay horas de sillones y zaguanes curiosos en los pueblos; hay diarios que anuncian el nombre de los niños nacientes; hay mujeres de balcón y misas recostadas sobre el ayer; hay una casa con malvones, nietos de los que tú plantarás; hay espacio y tiempo para ti, niña rubia del retrato que busco en mi sangre, en la tierra litoral y la nostalgia. Tienes un oso maltrecho junto a tu corazón de hilo celeste, en el que abejas invisibles anidan y elaboran salvaje miel de antiguos veranos luminosos. El flequillo oro sobre las pupilas absortas en el mediodía de un perdido arenal parpadeante que te miró de frente y fijo una vez, sólo una vez, cuando a través de ti posó virgen y desnuda la vida ante el siempre insomne ojo de su dorada eternidad. Pero aunque inhallable el arenal fue creciendo dentro de ti hasta el grito azul que en mirada, inocente pero inflexible como la de Aquel a cuya memoria tu olvido la confiara, nombra a la niña que en mi sangre. Resbala por el corredor de las arterias, curioseando los sombríos rincones de nervios a los que no teme, bebiendo de vasos capilares y directamente del corazón el zumo, ya dulce, ya amargo, de la soledad en primavera. Pero la niña que infatigablemente renueva mi sangre busca entre las cosas y los fantasmas la respuesta, que a la otra, a la pequeña criatura sabia del retrato, le llegaba como un sueño plácido entre pesadillas. Recorro descalza el verano litoral y me concentro en piel bajo el sol de la costra mientras mis párpados aguardan el santo y seña del reverbero que anuncie, niña rubia del retrato, tu retorno en bienvenida. Pasa el ayer con inmóvil rostro de muñeca; pasan la dicha, el dolor, la verdad y el río; aprieto más y más los párpados. Pasan el amor, la angustia y las horas; aprieto más y más los párpados. A lágrimas conjura la ceguera que le impongo, la habitual niña que bebe en mi sangre. A lágrimas te recupero en nostalgia, criatura, absorta criatura celeste del retrato. MADRE A veces te quedas así. La cabeza al sesgo y la gracia inmóvil, concentrada en sí misma, como si Dios se demorase en mirar desde tu rostro a esta hija tuya. Detenida en tu ayer de muchacha aunque ya no se cierre la mano del compañero sobre las tuyas y hayas olvidado la luz de los tilos en noviembre y aquella ciudad que abría diagonales para ti, estudiante enamorada para siempre de mi padre. A TI, PADRE Tu natural respeto ante lo cósmico establecido te reintegró en la estación exacta. Cuando los árboles devuelven sus hojas a la tierra, la primera luz se demora y la postrer se anticipa, y el aire se herrumbra como un objeto cualquiera olvidado a la intemperie. Partiste en otoño. ¿Qué otro verde que el adormecido? ¿Qué otro cielo que el azul lila? ¿Qué otra luz que la esbozada? ¿Qué otro dolor que este mío, diferente de todo otro dolor? Este dolor parco y profundo como un aljibe, brocal discreto, hondura prolongada. Un dolor que se va a la infancia a buscar palotes que dibujen tu recuerdo y se inventa rodillas que fijan la Cruz del Sur que las otras le enseñaron. ¿Qué otro dolor que éste, ojos secos y llanto en palabras, por ti, tan amante de lo matemáticamente justo y de lo matemáticamente verdadero? ¿Qué más numeral dolor puedo ofrecerte, padre? Un dolor sensato como tú, sin desmesura y sin hendija. Un dolor que responde a tu sentido de la vida y no al mío, apasionado. Pero mi dolor adulto entrecasa, se aniña cuando sale; y por un relámpago de lentes, el parpadear de una sonrisa, el perfil de una voz dispersos por esquinas y calzadas, recupera tu rostro y mi esperanza. Cuando mi dolor traspone el común umbral ya es adolescente y exige tu presencia en la casa. Y el breve timbre no suena, el cancel no anuncia, el perro gime, la sirvienta calla. ¿Qué mantel para el almuerzo si todos añoran tus manos? ¿Qué voz para la madre si todos gritan tu sangre? ¿Qué sillón? ¿Qué puerta? ¿Qué libro? ¿Qué árbol…? Desde el día de tu ausencia tengo pasado. Ya la infancia es un ayer en mi hoy encanecido; un ayer que tu muerte eterniza. ALMUERZO Almorzar juntos, hermano, es mirar de nuevo aquel paraíso con que tú y yo en nietos bendijimos la tierra de una casa desaparecida. Después de innúmeros solitarios juegos, he aquí el compartido de un mirarse a los antiguos ojos claros, azules cornisas vencedoras del pertinaz hollín que agobia al júbilo de la carne. Crecido por temblores, dudas, bocas y elementos el doliente granito de nuestros labios recuerda la ternura que subía con el humo de la sopa en un comedor sin ayer y con mañana. En tu mano izquierda: una alianza de oro. En mi mano izquierda: una alianza de oro. Cuánto tiempo viéndonos sin vernos, hermano; cuánto azul medianero, ojos a ojos, derruido a diario por prójimas miradas; que de amor en sal de marino viento, oxidante e invisible. Tú y yo sabemos que Dios no yerra pero a veces, en nosotros, en el hombre fracasa. ¿Por qué el por qué a la muerte? ¿A la prematura caída de un fruto? ¿Por qué el por qué? La ternura tras la puerta de una compartida infancia, envejece de pronto si el hoy la sorprende. Haciendo pininos, con un dedo en los labios, la adultez abre un resquicio entre el olvido y las sombras. Una mano de aldabón, exacta y sonora, golpea sobre el pecho de la audaz que retrocede; la celeste luz antigua a puño de bronce exige follajeras sombras enventadas sobre el nocturno patio crucificado por la del Sur que aprendimos a amar desde las hoy ausentes rodillas. Meticuloso y previsor, el padre iba cerrando puertas. La adultez es un domingo zaguán afuera de casona cerrada y vacía, cuyas llaves perdimos. Hermano; ¿cómo decirnos mutua y resignadamente: gracias? Tienes los ojos más azules, ¿reverbero o llanto? Tengo los ojos más azules, ¿neón o lágrimas? A USTED, ABUELO HERRERO Hablo al padre de mi padre, al abuelo que se portó conmigo mal como yo con él. Hablo al abuelo que eligiera el canto rojo y azul de los hierros. De chica nunca comprendí por qué se había ido del mundo antes de yo llegar a él. De chica (y de grande) no se entiende ese no esperarnos mutuamente en algún lugar sin fechas, al margen de bautismos y funerales. En el sitio donde crecen los días diferentes a los sacrificados al almanaque y los recuerdos. En esa zona luminosa que usted llevaba entre sus brazos, traída quizás de su rubia tierra. Sí, abuelo, usted tenía que alzarme al cielo de las provincianas tardecitas y yo tenía que aprender a amar el sol americano desde sus brazos extranjeros. Y ya ve, por no esperarnos estamos así, a distancia de desconocidos, nosotros tan predestinados al encuentro azul, desde sus ojos y los míos. Usted debía haberse demorado no sólo en la sonrisa de mi padre y en sus manos huesosas, trabajadoras entre probetas y ácidos. como las suyas, abuelo herrero, entre fragua y cánticos heridos. Yo no sé qué tarea vegetal o mineral pude estar cumpliendo en el orden antes de llegar a criatura, que me impidiera alcanzarlo en el mundo así fuera en los últimos instantes silíceos en que sus ojos espejarían como los de mi padre una reverberante eternidad. Pero hay un lugar, créame abuelo, para los que amontonamos cantos inútiles y misteriosos. Usted guardaba restos de hierros retorcidos y una pureza de fuego fragua. Y yo junto piedras, silencios, espinas de peces litorales y quizá tristeza. Hay sí, un lugar abuelo para el encuentro mutuo que se nos ordenó perder aquí, en el mundo. ¿Allá bajo el sol, en el azul del Como cuando era un chico rubio igual a su biznieto? ¿Cuándo la argentina era una palabra sin mapa ni viaje, plateándose en su dialecto dulce? ¿Cuándo yo aún no lo esperaba, abuelo, y era savia o elemento girando vida y muerte? Nos portamos mal al no esperarnos, usted demorándose, yo adelantándome al tiempo fijo. Una vez vi una verja hecha por usted y nos quedamos ella y yo mirándonos absortas. Ella era recia y huesosa como usted, y yo una chica preguntando su ausencia. Una vez vi un retrato suyo; una sonrisa a alguien dentro de su ternura. Tuve rabia al intruso invisible que se atrevía a desviar mi sonrisa suya. Una vez vi una tarde para andarla juntos, de la mano hasta el puerto que usted amaba. Una vez lo vi en mi hermano, y otra en el hijo de mi hermano y en mí misma. Y cuando voy con ellos, quiero que sepa abuelo, voy con usted a solas. Que nos vamos juntos y encontrados hasta el lugar que perdimos por suprema ley. Usted es un chico rubio en su Cómo y yo piso descalza mi arenal perdido. Y el lugar es el mínimo espacio entre su mano y mi mano entrelazadas. Es lindo, abuelo, recuperarlo chico, recuperarme. Casi tan lindo que podríamos perdonarnos el desencuentro.