La invención de E. Alexánder Giraldo E Alegoría y argumento persuasivo n 1941, Adolfo Bioy Casares publicó en Buenos Aires La invención de Morel. Elogiada por Jorge Luis Borges a causa de su estudiada concepción y admirada poco después por los lectores europeos, su argumento pasó a ser conocido como uno de los más brillantes del siglo XX. La anécdota, en sí, es ingeniosa. Un perseguido escapa a una isla donde, según rumores, una peste mantiene alejados a viajeros y exploradores. Luego de varios días de fiebre y delirio, el prófugo nota que unas personas se divierten frívolamente por la playa y los edificios de la isla. Entre estos seres, que parecen no advertir su presencia, el protagonista descubre a una mujer de la cual se enamora. El intruso intenta acercarse, tocarla, solicitarla, pero todo es en vano. Para ella, él parece ser un fantasma. Finalmente, luego de hallar unos aparatos que funcionan con las mareas, el hombre nota una acalorada discusión entre los veraneantes y descubre la causa de las alucinaciones. Todo no es más que el resultado de un pequeño mundo paralelo creado por Morel, un científico. Este hombre había logrado una imagen absoluta de las cosas sometiéndolas a la acción de una máquina accionada por mareas. El científico había expuesto a su máquina una semana completa de la vida de sus compañeros de viaje, semana que seguía proyectándose eternamente en la isla por obra del flujo y reflujo de las mareas. El prófugo comprueba que, luego de ser expuestas al mecanismo, las cosas vivas se deterioran en una especie de corrupción lenta y dolorosa que las condena a la desaparición, como si esa muerte fuera el tributo pagado por la semana de eternidad así conseguida. A decir de Blanchot, si el relato concluyera aquí sólo tendría ingenio.1 Sin embargo, la novela propone una vuelta de tuerca, un salto filosófico y metafísico que le otorga una dimensión especial a la anécdota: al descubrir la vanidad de sus acercamientos a la mujer y aceptar su existencia relativa, el protagonista reflexiona sobre el convencionalismo de toda realidad representada y se “filma” él mismo, uniéndose al destino de la imagen amada. Razonando que nunca la vería porque ella ya había muerto, decide quedar también confinado a esa pequeña eternidad en que vivirá con la otra imagen. Una forma de predestinación, inherente a la mudez y muerte por la imagen, se cierne sobre el argumento. El curso del mundo no puede cambiarse, pues su propia realidad está en entredicho. El lector se siente impulsado a hacer una lectura en clave de la historia e intentar interpretaciones alegóricas similares a las dadas por algunos de los primeros analistas de Bioy. Así, por ejemplo, Octavio Paz daría un juicio ya hoy proverbial sobre el novelista argentino. El tema de Adolfo Bioy Casares no es cósmico sino metafísico: el cuerpo es imaginario y obedecemos a la tiranía de un fantasma. El amor es una percepción privilegiada, la más total y lúcida, no sólo de la irrealidad del mundo, sino también de la nuestra: corremos tras de sombras, pero nosotros también somos sombras.2 Morel una fábula sobre el mito fotográfico El mérito de Bioy, según lo anterior, residiría en la pregunta por la dinámica amorosa, siempre transida de duda y descalificación y asaltada por una paradoja: sólo podemos amar imágenes. El mundo de los vivos (y de los vivos amados) revela su contingencia cuando descubrimos que es una imagen creada por nosotros mismos. Como lo propusiera Borges en el prólogo a La invención de Morel, y lo dejara saber el propio Bioy Casares, la novela se hilvanó al margen de tales implicaciones y el autor se dejó llevar por un único impulso de fabulación. Los hechos habrían ejercido una especie de tiranía sobre el discurso novelesco, dejando en un segundo plano algunos de sus alcances filosóficos. Y es que, para ser exactos, las inclinaciones metafísicas y gnoseológicas de la obra de Bioy Casares no se limitan a esta obra de 1941. También en otras obras, hallamos esta preocupación por los argumentos ingeniosos y el planteamiento de problemas cognitivos. Las historias se ven acompañadas por temáticas de claro trasfondo metafísico. ¿Qué es la realidad? ¿De qué está hecho lo que vemos y sentimos? En esta nota, se pretende mostrar cómo la novela de Bioy Casares desarrolla una clara concepción mítica de la imagen. Siguiendo a otros comentaristas que advierten en la novela de Bioy una hábil metaforización de las relaciones amorosas y humanas, nos atrevemos a proponer que, en La invención de Morel, hay una aguda reflexión sobre la memoria y la captura de la imagen. La tradición de un problema, los antecedentes de una icción perdurable En La rama dorada, su obra precursora de 1922, el antropólogo James George Frazer expuso una de las más iluminadoras teorías sobre la concepción mágica de la imagen. Una afirmación suya ilumina el mito de la reproducción de las imágenes tal como aparece en la novela de Bioy: […] lo semejante produce lo semejante, o que los efectos semejan sus causas, y […] que las cosas que una vez estuvieron en contacto se actúan recíprocamente a distancia, aun después de haber sido cortado todo contacto físico. El primer principio puede llamarse ley de semejanza y el segundo ley de contacto o contagio.3 El libro de Frazer permite inferir que la lógica de la concepción mágica reviste plena actualidad 62 revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA cuando se trata de analizar la respuesta del hombre contemporáneo a fenómenos que se creerían bajo el dominio del pensamiento científico. Magia por contagio y magia simpatética están en el origen de los espectros que pueblan la isla de Morel. Los cuerpos se deterioran al exponerse a un mecanismo que osa violar su intimidad material. La imagen capturada, al infamar la realidad con su duplicidad, logra vivir en un ámbito de eternidad indiferente, pero a un alto precio: la disolución y degradación orgánica. Se es simulacro, pero esta naturaleza se paga con la muerte. Como lo expresó rotundamente Edgar Morin, pese a que nuestra sociedad ha encontrado refugio en la ciencia para controlar algunos de sus más atávicos temores, es evidente que el hombre común aún signa con el aura de lo mágico artefactos, aparatos y procedimientos aparentemente tutelados por la razón: En nuestra vida cotidiana, coexisten, se suceden, se mezclan creencias, supersticiones, racionalidades, técnicas, magias, y los más técnicos de nuestros objetos […] se hallan ellos mismos embebidos en la mitología. Muchos trabajos de muy diversa inspiración […] convergen para subrayar la presencia oculta del mito en el corazón de nuestro mundo contemporáneo […]. Aunque los dos pensamientos se hayan vuelto antagonistas, vivimos no sólo su oposición, sino también su cohabitación, sus interacciones y sus intercambios clandestinos y cotidianos.4 En Bioy Casares, la descripción de los artefactos y mecanismos que capturan, reproducen y conservan las imágenes viene siempre acompañada de una alusión a la irrealidad de la realidad. Si el narrador se toma tiempo en describir el artefacto creado por Morel en términos de la eficacia de las mareas para generar energía motriz o de la certeza con que el proyector reproduce las imágenes, no lo hace para desentrañar una operación misteriosa; ocurre para hacer aceptable su modo de ser fantasmagoría y maravilla. El problema de la imagen mágica - mítica y religiosa en fábulas como La invención de Morel permite inferir que la técnica está lejos de conjurar el temor a los vínculos simpatéticos y a los poderes de daño asociados a la reproducción de la imagen. La descripción científica del funcionamiento de una cámara fotográfica en cualquier manual no hace a la captura de la imagen un hecho menos milagroso. La explicación del funcionamiento de los artefactos contribuye a fortalecer la presencia e influencia de mitos como la apropiación del alma del retratado. Si en La invención de Morel la explicación del científico intenta reparar el asombro y el horror que provoca la verificación de los resultados de la invención, ésta no restituye en nada el orden perdido que alarma a la razón: una vez conocida la naturaleza de las imágenes, el protagonista elige hacer parte de esa nueva temporalidad artificialmente provocada y abandonar su pertenencia al mundo-referente. Aquí encuentra lugar el giro complementario que da la trama al final de la novela y que propone la celebrada solución del argumento. El narrador pedirá al lector en las últimas líneas un acto final de misericordia. Al hombre que, basándose en este informe, invente una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas, haré una súplica. Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine.5 Este pasaje, una especie de conjuro o invocación al futuro, revela la forma en que mito y técnica están imbricados cuando se habla de la captación de las imágenes de personas, en una obra escrita bajo los parámetros de la ciencia ficción. Además de aludir a la probabilidad de continuar los experimentos, el narrador reafirma el problema de la identidad y la vida psíquica de las imágenes y pide ser reunido en “el cielo de la conciencia de Faustine”. El protagonista desea que ambas conciencias se fundan y que, de alguna manera, él pueda asistir a esa semana eternamente repetida donde Faustine vive, ignorándolo. Aquí, el mito responde a la tarea de superar una contradicción: la realidad de uno frente a la irrealidad del otro. Tal imbricación del factor racional (la probabilidad de que la máquina funcione y pueda hacer nuevas operaciones) y del factor mítico (la probabilidad de que las imágenes sean restituidas al orden primario del que emanaron) es la que permite a Bioy construir la sugestiva alegoría reconocida por Paz y Blanchot. Con un reconocido procedimiento barroco los límites entre realidad e irrealidad, entre naturaleza y artificio, son radicalmente cuestionados. Sólo que, a diferencia de sus predecesores, Bioy Casares acaba por involucrar al lector en la trama de simulacros y ocultamientos. Parece declarar que autor y lector pueden ser también ficciones creadas por otro. Si el lector puede eventualmente descubrir el funcionamiento de la máquina y reunir al protagonista con Faustine, su propia realidad queda cuestionada. En un ensayo intitulado “Magias parciales del Quijote”, la argumentación de Borges sobre los límites entre ficción y metaficción llega a una conclusión semejante cuando señala la posibilidad de vincular los procedimientos descritos por Cervantes con la duda por la realidad personal. El hecho de que Don Quijote lea su propia aventura, Hamlet represente su drama dentro del teatro y Scherezade cuente una historia sobre su mismo arte de contar historias, acaba por interrogar la propia realidad del lector: Tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios.6 Es importante recalcar la semejanza que tales observaciones —sobre el carácter ficticio y convencional de autor y lector— tienen con las teorías sobre lo mágico que explican la respuesta al registro de la imagen. Como cuenta Frazer, Es frecuente que [el salvaje] considere a su sombra en el suelo y a su reflejo o imagen en el agua o en un espejo, como su alma, o en último caso, como parte vital de sí mismo y por tanto, necesariamente, como una fuente de peligros para él, pues si fuese maltratada, golpeada o herida, sentiría el daño como si le hubiera sido hecho en su persona.7 El tabú subsiste pese a que la indagación racional describa los mecanismos y procedimientos y los presente en un orden comprensible. Estamos en las imágenes que de nosotros se han captado, y ninguna explicación podría disuadirnos de esta apremiante evidencia. Ficción en clave Hemos expresado que el texto de Bioy Casares se vincula con los mitos que asaltan y asaltaron a la imaginación moderna cuando rediscutió el problema de reproducir imágenes. Al autor de La invención de Morel tales problemas le han inquietado desde siempre y los temas del doble, la repetición y la diferencia, el viaje en el tiempo y el logro de la inmortalidad, le resultan del todo atractivos. Borges, en el relato “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” le hace decir a Bioy que “los espejos y la cópula son abominables porque multiplican revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA 63 a los hombres”.8 El mismo Bioy reconoció la impresión que de niño ejercieron en él los espejos, las fotografías y todos los mecanismos que facilitaran atesorar el recuerdo de las personas muertas y las cosas idas.9 La invención de Morel retoma la vieja inquietud de artistas y científicos sobre la fijación de la imagen de las cosas. La lleva a un ámbito metafísico donde sucede una intensa indagación por la conciencia. ¿Qué ocurriría si una máquina pudiera servirse del tacto, el olfato y el gusto para coadyuvar simultáneamente a oído y vista en la conservación de las imágenes? Tendríamos, entonces, una invención como la de Morel, que agrediría a la realidad con su capacidad alarmante de retrotraer la presencia de las cosas y las personas tal como vivieron en un momento irrecuperable. En este orden de ideas, vale la pena aclarar que, como se ha anotado, el linaje de este mito es tan antiguo como recurrido.10 A las historias populares sobre la representación, debemos sumar autores como Mary Shelley, R. L. Stevenson, Gustav Meyrink, Jules Verne o Villiers de L’ Isle Adams, quienes explotaron poéticamente los temores y perplejidades más antiguos al ámbito del mundo industrial del siglo XIX. Frankenstein, Jekyll y Hyde, Dorian Gray o el Golem serían en tal sentido ficciones concebidas por un capitalismo de producción necesitado de mitos, de oscuridad, de irracionalidad y de miedo. Una vez obtenida la seguridad que daba el dominio sobre la naturaleza, la cultura visual y poética del mundo industrial iba a la caza de los terrores más primarios. De ahí la inquietante simbología espiritual de estos argumentos. Quizás, en una paráfrasis a Goya, podríamos decir que comprender el sueño de la razón requiere de monstruos que lo expliquen. Obras como La Eva futura de Villiers de L’ Isle Adams y El castillo de los cárpatos de Jules Verne suponen, con El retrato oval de Poe y El retrato de Dorian Gray, los antecedentes más inmediatos de la fábula de Bioy, pues en todos los casos se habla de una especie de inmortalidad lograda por la captación de la imagen personal. El gran logro de Bioy no es sólo recrear una fábula a la luz de los mitos omnipresentes de la creación y la mimesis, sino añadir a las implicaciones filosóficas del argumento un realismo de presentación insólito. Si en Villiers sorprende 64 revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA la forma en que la intensidad de la evocación da vida a una mujer muerta y en Verne el hecho de que el mecanismo de reproducción sea expuesto con profética verosimilitud, en Bioy resulta llamativa la forma en que se presentan los acontecimientos. El lector, como el protagonista, piensa que las personas y los fenómenos de la isla son reales y que la duplicación de los astros o el carácter fantasmal de los habitantes obedecen a un desequilibrio psicológico. Por ello, descubrir que las presencias son artificiales precipita a ambos en vértigo metafísico, en una dolorosa verificación de que lo visto, palpado y amado no existe. Como en la máxima platónica, los libros-relatos se parecen a efigies, pues cuando los interrogamos no responden. El mito dominado Al revisar los acontecimientos previos a la invención de la fotografía y el cine, o los debates alrededor del nuevo papel del arte justo cuando la ciencia había resuelto el logro del parecido, se hallan interesantes paralelos con el argumento de Bioy. La historia de las técnicas fotográficas y cinematográficas revela cómo los problemas de científicos y artistas fueron llamativamente afines a los que menciona Frazer como rasgo distintivo del comportamiento primitivo y a los fabulados por Bioy en su novela. Vale la pena recordar que, antes de la era de la fotografía, se habían ideado ya varios métodos para reproducir objetos. Hasta el siglo XIX, quienes utilizaban la cámara oscura empezaron a especular con la posibilidad de obtener imágenes sin necesidad del lápiz, lo que fue posible con el descubrimiento del ennegrecimiento del cloruro y el nitrato de plata al contacto con la luz. Desde su invención a principios del siglo XIX, la fotografía tuvo un éxito inmediato, convirtiéndose en animadora del mito y en nuevo paradigma de la memoria y la imaginación. Cuando las cámaras redujeron su peso y cientos de fotógrafos aficionados poblaron las calles, poder fotografiar se convirtió en símbolo de la nueva facultad de obtener un fragmento de realidad. Al acceder un número cada vez más grande de personas a la cámara, la memoria y el pasado lograron democratizar sus mecanismos de captura y conservación. Poco después, cuando se creó un procedimiento que disminuía el tiempo de exposición a pocos minutos y permitía obtener varias copias de una toma, esa democratización se vio acompañada de una conservación múltiple de los datos, una variedad subjetiva y un anonimato del registro antes impensados. Cuando las mejoras en los métodos de sensibilización de placas permitieron la instantaneidad, se consumó el anhelo por la captura del instante. La fotografía cuestionó la eficacia mimética de la pintura, y de este proceso se derivaron las ideas que darían lugar al arte de nuestro tiempo y sus preguntas más cruciales. Recuérdese el ya conocido e intenso debate entre quienes defendían el carácter artístico de la fotografía (como Delacroix) y quienes le atribuían sólo una función documentalista, ajena a cualquier pretensión estética (como Baudelaire). Vale la pena, asimismo, considerar el trastocamiento que llevó a la pintura a imitar las virtudes de la fotografía, y a la fotografía los logros expresivos de la pintura.11 De hecho, una prueba de esta simbiosis se halla en que la apariencia volátil y evanescente de las obras maestras del impresionismo (cuyo apogeo coincide con las más revolucionarias investigaciones fotográficas) provenga del abocetamiento y borrosidad de las primeras imágenes conseguidas por medios fotomecánicos; imágenes que mostraban, luego de los largos tiempos de exposición, figuras abocetadas y rastros fantasmales del movimiento. Este reducir los transeúntes a unos manchones esquemáticos estaría sin duda en el origen de los grandes frescos de la vida social que vemos en las playas de Monet, los bulevares de Renoir o los espectáculos de Degas y Toulouse-Lautrec. Las primeras fotografías resultan interesantes a la hora de establecer el vínculo entre fotografía, magia, literatura y filosofía que se evidencia en La invención de Morel. Es ese momento de la cultura visual el que vincula el problema de la imagen con su fabulación. Sabido es que, en los primeros intentos fotográficos de Niepce, el mecanismo no alcanzaba a registrar correctamente la apariencia de las cosas en movimiento. De ahí, entonces, que en las vistas de construcciones tomadas por Daguerre y el mismo Niepce aparecieran fuentes de luz simultáneas y, poco después, en otros experimentos, anomalías y deformaciones: cuerpos sin miembros, manchones donde habían circulado personas, sombras múltiples, contornos vacíos, reflejos en dos o más direcciones… Al enumerar el resultado de estos ensayos es inevitable pensar en Morel y sus tímidos intentos preliminares, en el prófugo y sus accidentes cuando está aprendiendo a manejar la invención del científico y expone una de sus manos a la máquina, lo cual la hace “vivir” con independencia del cuerpo que fue tomada. La misma descripción a distancia de los veraneantes encuentra un paralelo obligado en las excursiones al mar y las salidas campestres pintadas por Manet, Monet o Seurat. Al pensar en los mundos paralelos e irreconciliables en que viven Faustine y el narrador es fácil recordar El desayuno sobre la hierba y su juego paradójico de ámbitos incomunicados, o también el aire ausente y frívolo de los personajes del Domingo por la tarde en la isla del Grande Jatte, de Seurat. Imagen y palabra, en ambos casos, captan lo efímero, pero también el inquietante hecho de que las imágenes viven una lógica y un tiempo distintos del que las mira. Y es que las escuelas pictóricas y literarias de fin de siglo en Francia testimonian esta aspiración a capturar el fluir del tiempo, propia de la fotografía. De un lado, Monet y su poética del instante y la mutabilidad de las cosas; del otro, Proust y su apuesta por igualar la vida y la memoria. De un lado, apresar la efímera y cambiante condición del agua, las hojas o la luz sobre un vestido. Del otro, la alarmante conciencia de que el recuerdo anula la presencia objetiva de los hechos. Por ello, el enclaustramiento obligado de Marcel; por ello, la reclusión de Monet en Giverny. La realidad presente, siempre exterior a nosotros, es una sombra frente al recuerdo, un transcurrir que cede a la nitidez del pasado y su inexorable fluir en la conciencia. Luego de detenerse por años en los efectos de la luz sobre la naturaleza, Monet estudia la apariencia adquirida por la piedra a distintas horas del día. Como en la primera fotografía de Niepce, la solidez del objeto, la dura piedra trabajada por el cincel y por el agua, intenta convocar lo que permanece, pero una vez más la falibilidad e incertidumbre de la representación anulan la captación objetiva. En ambas situaciones, el intento de ser fiel al objeto lo desvanece en la propia superficie de la imagen. Y no es otra la paradoja de En busca del tiempo perdido: las palabras se anteponen a las cosas. revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA 65 En todos los capítulos de esta novela, el intento por otorgar a lo recordado una realidad tanto o mayor que a lo vivido deriva en una anulación de la objetividad. A fuerza de evocar las lejanas y complejas sensaciones asociadas a la magdalena deshecha en el paladar, a fuerza de pensar en la Albertine, la Odette o la madre ya perdidas, la evidencia de lo próximo desaparece. Como en La Eva futura de Villiers, la mujer malograda vuelve a vivir por obra del recuerdo, y hace falta el llamado la realidad tangible, para hacer que se pierda en el vórtice de su disolución. La investigación filosófica y temática de Proust comporta una alteración de la técnica, una mutación del sistema de expresión y representación. Así como en Monet la apariencia de las cosas se descompone en una serie de toques de color que recrea las impresiones de la luz en la retina y destruyen las convenciones de la mimesis renacentista, en Proust hallamos una forma de presentar los fenómenos y los hechos en el discurso novelesco que anula la concepción unívoca del tiempo realista. A la convención establecida por el naturalismo, según la cual la duración del acto de narrar debía coincidir con la duración física de los acontecimientos narrados, le sustituye un desequilibrio entre la realidad y la representación verbal. Durante largos pasajes de En busca del tiempo perdido, el lector piensa que el tiempo físico (si es que tal cosa puede experimentarse en la literatura) es absorbido por el tiempo del discurso: la palabra se opone al mundo, la creación secundaria devora a la creación primaria. Palabras y pinceladas, a fuerza de intentar desentrañar la esencia de las cosas y captar su desgaste, se unen a ellas y las enrarecen hasta hacerlas una sola con la mirada. Si pintura, arquitectura y escultura son artes del espacio, y literatura y música artes del tiempo, con la fotografía (o, por lo menos, con los incipientes recursos fotomecánicos de representación poetizados por Proust y Monet) estamos frente a una ambigüedad radical que compromete la tradición occidental de la representación. Como bien lo expone Hauser, la estética de finales del siglo XIX en Francia detenta la mirada urbana, acostumbrada a percibir las cosas a la velocidad de las máquinas, que vive la evanescencia y fruición de los objetos en un sistema industrial de reproducción de mercancías.12 De este modo, 66 revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA el impresionismo, las primeras fotografías y la literatura de la belle époque, están cerca de la más clara conjugación de tiempo y espacio permitida por un medio de reproducción de la imagen: el cine. La novela de Bioy está unida a esta tradición filosófica, literaria e iconográfica de Bergson, el impresionismo y la literatura francesa fin-de-siècle que hacen de la memoria su gran tema y su recurso técnico más revolucionario. En Bioy Casares, la alegoría sabiamente construida y la reflexión sobre los patrones míticos que determinan nuestra relación con las imágenes, están acompañadas de una técnica narrativa que rebasa las formas del relato clásico. La implicación narrativa presente en todas las novelas de Bioy se manifiesta en La invención de Morel con una carga que compromete la misma cooperación del lector en la solución de la trama y de la enigmática condición de las imágenes. El protagonista, al descubrir la irrealidad de lo contemplado y convencerse de la necesidad de hacer una nueva toma, donde él habite junto a la imagen de la amada, ataca la autonomía de lo real. La relación entre el narrador y Faustine, inicialmente garantizada por el provisional grado de realidad de la imagen femenina, sólo puede perpetuarse con el ingreso de una nueva imagen referente (la de él) en el ámbito de las imágenes ficticias. Al grabarse en la interminable semana de Faustine e incluirse en un guión ya escrito y representado, hace una nueva violencia a la realidad, pues en la conciencia de un nuevo observador ella y él harán parte del mismo ámbito primario. Epílogo. Dos imágenes sobre la imagen La primera, una pintura, fue concebida y ejecutada por Caravaggio en 1599; la segunda, una fotografía, recoge una instalación realizada por el artista conceptual Joseph Kosuth en 1965. Narciso nos revela la aspiración barroca a concebir la vida y la realidad en términos representativos, escénicos. Qué es realidad y qué es ficción aparecen como las preguntas fundamentales al actualizar un mito que trata de la identidad, la repetición y la diferencia. Una y tres sillas nos habla de la aspiración del arte conceptual a desmaterializar el objeto estético y crear una situación donde la misma condición del arte queda interrogada y expandida. En ambas, el tema son las imágenes; de nosotros mismos, en la primera; de las cosas, en la segunda. En las dos, el artificio de captura es apenas aludido: en Narciso, que un muchacho se vea reflejado en el agua; en Una y tres sillas, las convenciones de lenguaje, lógica y representación. Caravaggio muestra cómo la imagen de uno mismo se vuelve autónoma, hasta anular la presencia de la realidad externa. Prisionero de sí, atrapado en el círculo que tienden sus brazos a los brazos de la imagen, Narciso perece por confundir el mundo de las imágenes referente con el mundo de las imágenes copia. El hecho de que la imagen sea la de sí mismo es del todo incidental. ¿Muere Narciso ahogado por intentar unirse a su propia imagen? ¿O muere de hambre al no poder apartarse de la mirada que lo acecha desde el espejo? Kosuth también alude a un círculo, sólo que, como en todo el arte conceptual, este artificio no es visible como en la figura trazada por los brazos de Narciso: de hecho, en One and three chairs el objeto, la imagen y la palabra están uno al lado del otro, conservando el patrón de la rigidez museística. Sin embargo, en la conciencia del espectador, el carácter circular se abate sobre la obra como una trampa: palabra, objeto e imagen arman un entramado de ámbitos que se llaman y se responden de manera interminable. Sabemos que de la cosa a la representación hay algo que se ha perdido, una corrupción y violencia de la que no podemos desprendernos. Nos resistimos a aceptar la naturaleza convencional e incidental de las imágenes. Se vive y se muere por ellas, pese a que la ciencia crea su enigma descifrado. Tal designio, desde luego, es el que revela la actualidad de la novela de Bioy. Captar la realidad en una imagen o una palabra es hacerle una violencia de la que no puede reponerse y no podemos reponernos, por más que la ciencia se esfuerce en descartar esta perplejidad. Si sabemos cómo y de dónde vienen las imágenes, ¿por qué aún nos conmueven, estimulan e interrogan? ¿Por qué, una vez descubierta y comprobada su verdadera naturaleza, pueden cuestionar nuestra realidad y nuestra conciencia? u E. Alexánder Giraldo (Colombia) Nació en Medellín en 1975. Estudios de lingüística, literatura, pedagogía e historia del arte. Publicó el libro de ensayos “Proyecto para una revolución narrativa y otros ensayos críticos”. Recibió una beca de creación con la que prepara el libro de ensayos “La crítica moderna en Colombia: Teoría y formación de públicos para el arte nacional y regional”. Bibliografía BIOY CASARES, Adolfo. Novelas completas. Bogotá: Norma, 1997. —Palabra de Bioy. Conversaciones con Sergio López. Buenos Aires: Emecé, 2000. BORGES, Jorge Luis. Otras inquisiciones. Bogotá: Casa Editorial El Tiempo, 2001. —Nueva antología personal. Barcelona: Bruguera. 1980. FRAzER, James George. La rama dorada. Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 1993. GIRALDO, E. 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La rama dorada, pp. 33 - 34. 4 MORIN, Edgar. “El doble pensamiento”. En: MORIN, Edgar. El método III, pp. 168- 169. 5 BIOY CASARES, Adolfo. Novelas completas I, p. 96. 6 BORGES, Jorge Luis. “Magias parciales del Quijote.” En: Otras inquisiciones, p. 49. 7 Ibíd, p. 230. 8 BORGES, Jorge Luis. Nueva antología personal, pp. 95 - 96. 9 BIOY CASARES, Adolfo. Palabra de Boy. Conversaciones con Sergio López. Pág. 20 - 21. 10 MORENO -DURáN, Rafael Humberto. “El amor, ese perenne antídoto contra la muerte”. En: BIOY CASARES, Adolfo. La invención de Morel, pp. 50 - 53. 11 SCHARF, Aaron. Arte y fotografía. 12 HAUSER, Arnold. “El impresionismo”. En: Historia social de la literatura y el arte. Tomo 3, pp. 196 - 197. revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA 67