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Derecho Administrativo Tomo III

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MANUEL REBOLLO PUIG
DIEGO J. VERA JURADO
(Directores)
DERECHO ADMINISTRATIVO
TOMO III
MODOS Y MEDIOS DE LA ACTIVIDAD
ADMINISTRATIVA
MARIANO LÓPEZ BENÍTEZ
MANUEL IZQUIERDO CARRASCO
(Coordinadores)
AUTORES:
ANTONIO BUENO ARMIJO
Profesor Titular de Derecho Administrativo. Universidad de
Córdoba
JOSÉ CUESTA REVILLA
Profesor Titular de Derecho Administrativo. Universidad de Jaén
MANUEL IZQUIERDO CARRASCO
Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Córdoba
MARIANO LÓPEZ BENÍTEZ
Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Córdoba
LOURDES YOLANDA MONTAÑÉS CASTILLO
Profesora Contratada Doctora. Universidad de Jaén
MANUEL REBOLLO PUIG
Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Córdoba
LOURDES DE LA TORRE MARTÍNEZ
Profesora Contratada Doctora. Universidad de Jaén
M.ª REMEDIOS ZAMORA ROSELLÓ
Profesora Contratada Doctora. Universidad de Málaga
Índice
ABREVIATURAS
LECCIÓN 1. LA ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE LIMITACIÓN
I. Concepto de actividad administrativa de limitación
II. Principios de la actividad administrativa de limitación
1. Principio de legalidad como vinculación positiva a la ley
2. Principios de igualdad y proporcionalidad
3. Principio de precaución
III. La actividad administrativa de policía
1. Concepto de actividad de policía
2. Concepto de orden público
3. Relevancia y singularidad de la actividad de policía
IV. Panorama general de los instrumentos y contenidos de la
actividad de limitación
1. El establecimiento de los deberes
2. El control del cumplimiento de los deberes
3. La reacción ante los incumplimientos para restablecer la
legalidad
4. Las sanciones administrativas no son medios de la
actividad de limitación
Bibliografía
LECCIÓN 2. LOS MEDIOS JURÍDICOS DE LA ACTIVIDAD
ADMINISTRATIVA DE LIMITACIÓN
I. La autorización administrativa
1. Concepto de autorización en la actividad de limitación;
distinción de figuras próximas
2. Regulación: diversidad de regímenes y hasta de nombre
3. Clases
4. Procedimiento para el otorgamiento de autorizaciones
5. Carácter limitado del control de las autorizaciones.
Autorizaciones y Derecho privado. Concurrencia de
autorizaciones
6. Extinción de la eficacia de las autorizaciones. Su
revocación o modificación
7. Sometimiento a la obtención de autorización. Justificación
y recientes restricciones
II. Alternativas a la autorización. Las comunicaciones y las
declaraciones responsables
1. El ejercicio libre de la actividad modulado con un control
de terceros
2. Comunicaciones y declaraciones responsables
III. La inspección administrativa
1. Concepto y caracteres generales
2. Necesidad de habilitación legal y regulación de la
inspección
3. Actividad de inspección y órganos y personal inspector.
La colaboración de particulares en las tareas de
inspección
4. El desarrollo de la inspección y sus potestades
5. La formalización de la inspección: las actas de inspección
y su valor probatorio
IV. Las órdenes administrativas
2. Clases
3. Necesidad de habilitación legal
4. Diferenciación entre órdenes y las meras advertencias o
intimaciones
V. Ejecución forzosa y coacción directa
Bibliografía
LECCIÓN 3. LA ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE FOMENTO
I. Concepto de actividad administrativa de fomento
1. Concepto amplio o político de actividad de fomento
2. Concepto estricto o jurídico de actividad de fomento
II. Clasificación de las actividades administrativas de fomento
1. Medidas de fomento según su contenido
2. Medidas de fomento según el momento de su concesión
III. Estudio de la subvención
1. Normativa reguladora de la subvención
2. Concepto de subvención
3. Sujetos participantes en la relación jurídica subvencional:
la Administración concedente, el beneficiario, las
entidades colaboradoras
4. Requisitos para el establecimiento de subvenciones: el
plan estratégico de subvenciones, la obligación de
notificación a la Comisión Europea y la aprobación de las
bases reguladoras
5. Los procedimientos de concesión de subvenciones
6. El contenido de la relación jurídica subvencional
7. Control de las subvenciones
8. La recuperación de las subvenciones
9. Infracciones y sanciones en materia de subvenciones
IV. El régimen jurídico de las ayudas de estado en las normas
de defensa de la competencia de la Unión Europea
1. La defensa de la libre competencia en el mercado interior
y la prohibición de ayudas de Estado
2. Concepto de ayudas de Estado
3. Excepciones a la prohibición de ayudas de Estado
4. El control de las ayudas de Estado por la Comisión
Europea
Bibliografía
LECCIÓN 4. ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO
PÚBLICO: CONCEPTO Y CARACTERES GENERALES
I. Concepto de servicio público
1. Definición
2. Servicio público en sentido amplísimo frente al concepto
aquí acogido
3. Servicio público como actividad de la administración.
Servicios públicos con y sin reserva al sector público
4. Servicio público y prestaciones a los ciudadanos
5. Prestaciones para garantizar las necesidades de los
ciudadanos. Diferenciación de la actividad puramente
empresarial y de los monopolios fiscales
II. Servicio público y potestades administrativas. El servicio
público como fundamento de potestades
1. Servicio público, actividad material y potestades
administrativas
2. El servicio público como título de potestades
administrativas
3. Las principales potestades que entraña el servicio público
III. Servicio público y régimen exorbitante: no se respetan las
reglas del mercado y la libre competencia
IV. Los principios de continuidad y de igualdad de los servicios
públicos
V. ¿Por qué se declara una actividad servicio público?
VI. ¿A quién y en qué condiciones corresponde crear un
servicio público?
1. La iniciativa pública económica
2. La reserva al sector público de servicios esenciales
3. Creación de servicios públicos sin reserva al sector
público
4. Deber de crear y mantener servicios públicos
5. Proporcionalidad en la creación de un servicio público
6. Las concreciones de la legislación de régimen local
VII. Situación jurídica de los usuarios de servicios públicos
1. Acceso al servicio
2. Situación legal y reglamentaria jurídico-administrativa
3. Calidad del servicio
4. Disciplina del servicio
5. Participación de los usuarios
6. Aplicación de la legislación general de consumidores y
usuarios
Bibliografía
LECCIÓN 5. FORMAS DE GESTIÓN DE LOS SERVICIOS
PÚBLICOS. LOS SERVICIOS DE INTERÉS GENERAL
I. Las formas de gestión de los servicios públicos
II. Gestión directa del servicio
1. Gestión desde la propia estructura ordinaria de la
administración titular del servicio
2. Gestión por un órgano especial
3. Gestión por un organismo autónomo
4. Gestión por una entidad pública empresarial
5. Gestión por sociedad mercantil de titularidad pública
6. Previsiones en la legislación autonómica
III. Gestión indirecta
1. Caracteres generales
2. Modalidades
3. Situación jurídica del gestor indirecto
4. Duración y causas de extinción. El rescate
IV. Elección y cambio en la forma de gestión
1. La discrecionalidad administrativa como punto de partida
2. Restricciones legales a la discrecionalidad administrativa
3. ¿Restricciones constitucionales a las leyes en cuanto a
formas de gestión?
4. Criterios para ejercer esta discrecionalidad
5. Precisiones sobre los términos publicatio,
municipalización, privatización y próximos
V. La incidencia de la Unión Europea. En especial, servicios
económicos de interés general y actividades reguladas
1. El artículo 106 TFUE
2. Sometimiento pleno de la actividad pública meramente
empresarial a las reglas de la competencia
3. La situación de los servicios de interés general: distinción
entre económicos y no económicos
4. Los servicios no económicos de interés general:
exclusión de las reglas de la competencia
5. Los servicios de interés económico general
6. Las reglas de la LAULA sobre servicios de interés general
Bibliografía
LECCIÓN 6. EL PATRIMONIO DE LAS ADMINISTRACIONES
PÚBLICAS. LOS BIENES PATRIMONIALES
I. Introducción: bienes demaniales y bienes patrimoniales, una
distinción fundamental
II. Normativa aplicable
III. Delimitación del concepto de patrimonio de las
Administraciones Públicas y clases de bienes que lo
integran
IV. Régimen jurídico básico de los bienes públicos (I): la
adquisición
1. Adquisición por atribución de la ley
2. Adquisiciones a título oneroso
3. Adquisiciones a título gratuito
4. Adquisiciones en virtud de procedimientos administrativos
o judiciales
V. Régimen jurídico básico de los bienes públicos (II): la
protección
1. La potestad de deslinde
2. La potestad de recuperación posesoria
3. El desahucio administrativo
4. La potestad de investigación
5. El control judicial de los actos de autotutela
6. La inscripción en el Registro de la Propiedad
7. El inventario patrimonial
8. Responsabilidad por los daños causados por los
particulares a los bienes públicos
VI. Los bienes patrimoniales
1. Concepto y función
2. Explotación de los bienes patrimoniales
3. La enajenación y disposición de los bienes patrimoniales
Bibliografía
LECCIÓN 7. EL RÉGIMEN JURÍDICO DE LOS BIENES DE
DOMINIO PÚBLICO
I. El dominio público: concepto y naturaleza
II. El elemento subjetivo del dominio público
III. El objeto del dominio público
IV. Afectación y desafectación del dominio público
1. La afectación
2. La modificación de la demanialidad. Las mutaciones
demaniales
3. La desafectación
V. La protección del destino de los bienes de dominio público
1. La inalienabilidad
2. La imprescriptibilidad
3. La inembargabilidad
VI. Utilización de los bienes de dominio público
1. Clases de usos
2. Utilización de los bienes demaniales por la Administración
3. El uso del dominio público por parte de los particulares
VII. Patrimonios especiales
1. Patrimonio Nacional
2. Bienes comunales
Bibliografía
LECCIÓN 8. LA EXPROPIACIÓN: CONCEPTO, ELEMENTOS Y
PROCEDIMIENTO
I. Fundamento y evolución de la actividad expropiatoria
II. Concepto de expropiación forzosa. Su significado y
distinción de figuras afines
III. Los sujetos de la expropiación forzosa
1. El expropiante: la titularidad de la potestad expropiatoria y
competencia para su ejercicio
2. El beneficiario
3. El expropiado
IV. El objeto de la expropiación forzosa. Amplitud de su
concepto
V. La legitimación de las expropiaciones: la causa expropiandi
VI. La declaración de necesidad de ocupación de los bienes o
derechos objeto de la expropiación
1. Su significado, funciones y desarrollo procedimental del
trámite
2. El problema de las expropiaciones parciales
VII. La determinación del justiprecio
1. La indemnización o justiprecio. Su significado. Criterios y
normas de valoración
2. Fecha a la que ha de referirse la valoración de los bienes
a efectos expropiatorios
3. Extensión del justiprecio: otros conceptos indemnizables
4. Procedimientos de determinación del justiprecio
VIII. Pago del justiprecio
IX. Ocupación e inscripción de la adquisición expropiatoria
X. El procedimiento de expropiación urgente
Bibliografía
LECCIÓN 9. LAS GARANTÍAS DEL EXPROPIADO Y LAS
EXPROPIACIONES ESPECIALES
I. El cuadro de garantías de la expropiación
II. Garantías jurisdiccionales. En especial, la impugnación del
acuerdo del jurado
III. Garantías por demora
1. Tres medidas correctoras poco operativas
2. La responsabilidad por demora en la determinación de
justiprecio o en el pago
3. La retasación
4. La ejecutividad de las resoluciones de los jurados de
expropiaciones
IV. La reversión del bien expropiado
1. Concepto, fundamento, naturaleza jurídica y regulación
del derecho de reversión
2. Los supuestos de hecho de la reversión y excepciones de
la misma
3. Requisitos de ejercicio del derecho de reversión: régimen
jurídico aplicable, sujetos, objeto, plazo y procedimiento
4. Efectos
V. Protección frente a la vía de hecho
VI. Las expropiaciones especiales
1. Procedimiento de expropiación por zonas o grupos de
bienes
2. Expropiación por incumplimiento de la función social de la
propiedad
3. La expropiación de bienes de valor artístico, histórico y
arqueológico
4. La expropiación por entidades locales
5. La expropiación que da lugar al traslado de poblaciones
6. Expropiaciones por causa de colonización y de fincas
mejorables
7. Expropiaciones por causa de obras públicas
8. La expropiación en materia de propiedad industrial
9. Expropiación por razones de defensa nacional y
seguridad del estado y requisa militar
VII. Especial referencia a las expropiaciones urbanísticas
1. Complejidad del sistema jurídico urbanístico
2. Tendencia expansiva de las expropiaciones urbanísticas
3. Algunas especialidades procedimentales
VIII. La ocupación temporal
Bibliografía
CRÉDITOS
ABREVIATURAS
AN
ap.
art.
as.
ATS
BOE
cas.
CC
CCAA
CE
CEDH
cfr.
CGPJ
CNMC
coord.
CP
DA
dir.
disp. adic.
disp. trans.
DOUE
EAA
EBEP
ed.
ej.
etc.
FJ
JA
LAJ
LAJA
LAULA
Audiencia Nacional
apartado
artículo
Asunto
Auto del Tribunal Supremo
Boletín Oficial del Estado
casación
Código Civil
Comunidades Autónomas
Constitución Española
Convenio Europeo para la Protección de los Derechos
Humanos y de las Libertades Fundamentales (1950)
confróntese
Consejo General del Poder Judicial
Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia
coordinador
Código Penal (Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre)
Documentación Administrativa
director
disposición adicional
disposición transitoria
Diario Oficial de la Unión Europea
Estatuto de Autonomía de Andalucía (Ley Orgánica
2/2007, de 19 de marzo)
Texto Refundido del Estatuto Básico del Empleado Público
(Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre)
edición
ejemplo
etcétera
Fundamento Jurídico
Justicia Administrativa
Letrado de la Administración de Justicia/Secretario Judicial
Ley de la Administración de la Junta de Andalucía (Ley
9/2007, de 22 de octubre)
Ley de Autonomía Local de Andalucía (Ley 5/2010, de 11
de junio)
LBELA
LC
LCSP
LEC
LECR
LEF
LG
LGA
LGP
LGSub
LGT
LGUM
LH
LITSS
LJCA
LM
LO
LOCE
LOE
LOPJ
LOREG
LOSC
LOU
LOUA
LPAC
LPAnd
Ley de Bienes de las Entidades Locales de Andalucía (Ley
7/1999, de 29 de septiembre)
Ley de Costas (Ley 22/1988, de 28 de julio)
Texto Refundido de la Ley de Contratos del Sector Público
(Real Decreto Legislativo 3/2011, de 14 de noviembre)
Ley de Enjuiciamiento Civil (Ley 1/2000, de 7 de enero)
Ley de Enjuiciamiento Criminal (Real Decreto de 14 de
septiembre de 1882)
Ley de Expropiación Forzosa (Ley de 16 de diciembre de
1954)
Ley del Gobierno (Ley 50/1997, de 27 de noviembre)
Ley del Gobierno de la Comunidad Autónoma de
Andalucía (Ley 6/2006, de 24 de octubre)
Ley General Presupuestaria (Ley 47/2003, de 26 de
noviembre)
Ley General de Subvenciones (Ley 38/2003, de 17 de
noviembre)
Ley General Tributaria (Ley 58/2003, de 17 de diciembre)
Ley de Garantía de la Unidad de Mercado (Ley 20/2013,
de 9 de diciembre)
Ley Hipotecaria (Decreto de 8 de febrero de 1946)
Ley Ordenadora del Sistema de Inspección de Trabajo y
Seguridad Social (Ley 23/2015, de 21 de julio)
Ley reguladora de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa (Ley 39/1998, de 13 de julio)
Ley de Montes (Ley 43/2003, de 21 de noviembre)
Ley Orgánica
Ley Orgánica del Consejo de Estado (Ley Orgánica
3/1980, de 22 de abril)
Ley de Ordenación de la Educación (Ley 38/1999, de 5 de
noviembre)
Ley Orgánica del Poder Judicial (Ley Orgánica 6/1985, de
1 de julio)
Ley Orgánica de Régimen Electoral General (Ley Orgánica
5/1985, de 19 de junio)
Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana (Ley Orgánica
4/2015, de 30 de marzo)
Ley Orgánica de Universidades (Ley Orgánica 6/2001, de 4
de diciembre)
Ley de Ordenación Urbanística de Andalucía (Ley 7/2002,
de 17 de diciembre)
Ley del Procedimiento Administrativo Común (Ley 39/2015,
de 1 de octubre)
Ley del Patrimonio de la Comunidad Autónoma de
Andalucía (Ley 4/1986, de 5 de mayo)
LPAP
Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas (Ley
33/2003, de 3 de noviembre)
LPHE
Ley del Patrimonio Histórico español (Ley 16/1985, de 24
de junio)
LRBRL
Ley reguladora de las Bases de Régimen Local (Ley
7/1985, de 2 de abril)
LRJSP
Ley de Régimen Jurídico del Sector Público (Ley 40/2015,
de 1 de octubre)
LRRUVS/1990 Ley sobre Reforma del Régimen Urbanístico y
Valoraciones del Suelo (Ley 8/1990, de 25 de julio)
LRSV/1998
Ley sobre régimen del suelo y valoraciones (Ley 6/1998,
de 13 de abril)
LS/1956
Ley del Suelo (Ley de 12 de mayo de 1956)
n.º
número
PLCSP
Proyecto de Ley de Contratos del Sector Público (BOCG,
Congreso de los Diputados, de 2 de diciembre de 2016)
RAAP
Revista Andaluza de Administración Pública
RAP
Revista de Administración Pública
RBEL
Reglamento de Bienes de las Entidades Locales (Real
Decreto 1.372/1986, de 13 de junio)
RD
Real Decreto
RDPH
Reglamento del Dominio Público Hidráulico (Real Decreto
849/1986, de 11 de abril)
RDUE
Revista de Derecho de la Unión Europea
rec.
recurso
REDA
Revista Española de Derecho Administrativo
REDC
Revista Española de Derecho Constitucional
REF
Reglamento de la Ley de Expropiación Forzosa (Decreto
de 26 de abril de 1957)
REPEPOS
Reglamento del Procedimiento para el Ejercicio de la
Potestad Sancionadora (Real Decreto 1.398/1993, de 4 de
agosto)
RGDA
Revista General de Derecho Administrativo
RGSub
Reglamento de la Ley General de Subvenciones (Real
Decreto 887/2006, de 21 de julio)
RGU/1978
Reglamento de Gestión Urbanística para el desarrollo y
aplicación de la Ley sobre Régimen del Suelo y
Ordenación Urbana (Real Decreto 3.288/1978, de 25 de
agosto)
RH
Reglamento Hipotecario (Decreto de 14 de febrero de
1947)
RSCL
Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales
(Real Decreto de 17 de junio de 1955)
RVAP
SAN
SIEG
ss.
STC
STJUE
STS
TC
TEDH
TFUE
TJUE
TR
TRDCU
TRLAg
TRLHL
TRLS
TRLS/(año)
TRLSRU
TRRL
TS
TSJ
TUE
UE
v. gr.
vid.
Revista Vasca de Administración Pública
Sentencia de la Audiencia Nacional
Servicios de interés económico general
siguientes
Sentencia del Tribunal Constitucional
Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea
Sentencia del Tribunal Supremo
Tribunal Constitucional
Tribunal Europeo de Derechos Humanos
Tribunal de Funcionamiento de la Unión Europea
Tribunal de Justicia de la Unión Europea
Texto Refundido
Texto refundido de la Ley General para la Defensa de los
Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias
(Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre)
Texto refundido Ley de Aguas (Real Decreto Legislativo
1/2001, de 20 de julio)
Texto refundido de la Ley Reguladora de las Haciendas
Locales (Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de marzo)
Texto Refundido de la Ley del Suelo (Real Decreto
Legislativo 7/2015, de 30 de octubre)
Texto refundido Ley del Suelo/año aprobación
Texto refundido Ley del Suelo y Rehabilitación Urbana
(Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre)
Texto refundido de las disposiciones legales vigentes en
materia de Régimen Local (Real Decreto Legislativo
781/1986, de 18 de abril)
Tribunal Supremo
Tribunal Superior de Justicia
Tratado de la Unión Europea
Unión Europea
verbigracia
véase
LECCIÓN 1
LA ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE
LIMITACIÓN *
En el Tomo I, lección 2 (epígrafe IV) expusimos los distintos
modos de la actividad administrativa (en particular, limitación,
fomento, servicio público y actividad puramente empresarial). Los
estudiaremos ahora con más detenimiento en esta y en las
siguientes lecciones. Empecemos por la actividad de limitación.
I. CONCEPTO DE ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA
DE LIMITACIÓN
Entendemos aquí por actividad administrativa de limitación
aquélla en la que la Administración impone restricciones, deberes
o de cualquier otra forma ordena imperativamente las actuaciones
privadas con el fin de garantizar algún interés público. Incluye
también la vigilancia administrativa de esas actividades para
comprobar si cumplen tales restricciones y si, en suma, se
adecuan a lo exigido por el interés público protegido. Y
comprende
finalmente
la
adopción,
ante
eventuales
transgresiones, de medidas administrativas de reacción para
restablecer la legalidad y la situación conforme con el interés
general.
Ya anticipamos este concepto en la aludida lección 2.IV del Tomo I. Los
términos que se utilizan para referirse a este género de actividad
administrativa son variados: actividad administrativa de intervención (que
emplean a veces las leyes), de ordenación, de garantía, etc. Hemos elegido
la denominación de actividad de limitación por considerarla la más reveladora
o gráfica.
Aunque hemos definido la actividad de limitación como la que restringe las
actividades de los particulares, con cierta frecuencia afecta también a
actuaciones de la Administración (p. ej., las reglas de tráfico son exigibles por
igual a los vehículos de las Administraciones Públicas; la legislación turística
vincula también a los Paradores Nacionales…). Como dijimos (Tomo I, lección
7), en ocasiones, la Administración actúa como un administrado más. Bien es
cierto que, en algunos casos, la propia normativa que impone esos deberes
establece algunas reglas específicas —no necesariamente privilegios— para
aquellos supuestos en los que el destinatario sea una Administración.
Para comprender bien el concepto dado, destaquemos tres
ideas:
a) Las actuaciones de los particulares sobre las que se
proyecta esta actividad de limitación son y siguen siendo —aun
con la existencia de dicha actividad administrativa—, puramente
privadas y fruto de su libre iniciativa.
Así excluimos las potestades de la Administración sobre su propio
personal, sobre los que colaboran con ella en la realización de actividades
administrativas (concesionarios de servicios públicos, contratistas de la
Administración, particulares que por cualquier título jurídico ejercen funciones
públicas...), sobre los usuarios de sus servicios públicos (p. ej., las de una
universidad pública sobre sus estudiantes) o sobre los que disfrutan de
cualquier tipo de ayuda pública o de una utilización singular de los bienes
públicos. Todo eso tiene un fundamento distinto y unos principios diferentes.
Pero sí incluimos aquí la actividad de la Administración sobre ciertos
sectores que antes eran servicios públicos y que han dejado de serlo pero
mantienen una profunda y profusa intervención pública. Es lo que ha
sucedido con la electricidad, el gas, las telecomunicaciones, el transporte
aéreo, etc. A la intervención pública que se da en esos sectores se alude con
la denominación —inexpresiva, desconcertante e importada— de
«regulación» o de «regulación económica». Lo que más la caracteriza, como
se verá en la lección 5.V, es que se parte de actividades de sujetos privados
realizadas en ejercicio de su libertad pero a los que se imponen «obligaciones
de servicio público». El dato mismo de que la actividad administrativa se
proyecta sobre actuaciones de sujetos privados fruto de su libertad es lo que
permite incluirla en la actividad de limitación, aun reconociendo que presenta
singularidades notables, que se explicarán en su momento.
b) Lo que caracteriza a toda la actividad administrativa de
limitación es que persigue sus fines imponiendo restricciones,
deberes o de cualquier otra forma ordenando imperativamente las
actuaciones privadas. Así, limita la libertad de los ciudadanos, ya
sea a su simple libertad genérica (la de hacer todo lo no
prohibido) ya sea a la que se presente como contenido de algún
derecho, incluso de derechos fundamentales.
Dicho de otra forma, el contenido primario de esta actuación administrativa
es identificar lo que no pueden hacer los ciudadanos y dentro de lo que
pueden hacer, determinar el cómo o las condiciones, ya se trate de conducir
un vehículo, regentar un bar, hacer publicidad o el comportamiento en la vía
pública. Complementariamente, vigila las actividades privadas para
comprobar que cumplen con los límites o deberes o, en último término, no
ponen en riesgo ni lesionan los intereses públicos en juego; y reacciona
cuando se conculcan. Vigilancia y reacción que, a fin de cuentas, suponen
nuevos límites y deberes.
c) En cambio, no caracteriza a esta actividad su finalidad:
puede ser la protección de cualquier interés general.
Hay actividad de limitación para garantizar, proteger, defender o preservar
la salud pública, la accesibilidad de las personas con discapacidad, los
derechos de la infancia, el medio ambiente, el patrimonio histórico, los
consumidores, el bienestar de los animales, la seguridad de las personas y
cosas (contra accidentes de tráfico o laborales, o incendios, o plagas...), la
estabilidad del sistema financiero, la calidad de los edificios o los alimentos, la
existencia de un sistema uniforme y fiable de pesas y medidas, la leal
competencia en el mercado, etc. También para hacer efectivos los derechos
fundamentales frente a sujetos privados (así, para proteger la privacidad de
los individuos y sus datos personales frente a intromisiones de otros sujetos o
para impedir discriminaciones entre particulares). Además, esos mismos
intereses generales pueden protegerse con otras formas de actividad pública.
P. ej., la seguridad de las personas se puede proteger aprobando reglamentos
administrativos que impongan deberes a los constructores para que los
edificios resistan un terremoto (actividad de limitación), pero también
mejorando el servicio de bomberos o subvencionando a las comunidades de
propietarios para que sustituyan sus ascensores por otros más seguros. En el
mismo sentido, se puede garantizar la salubridad pública imponiendo ciertos
requisitos higiénicos a los restaurantes (actividad de limitación), prestando la
Administración gratuitamente un servicio de vacunación, limpiando las calles,
haciendo campañas informativas sobre comportamientos saludables, etc. Por
tanto, lo definitorio de la actividad de limitación no son los fines de interés
público que persigue, sino que lo hace imponiendo la conducta que deben
observar los particulares.
II. PRINCIPIOS DE LA ACTIVIDAD
ADMINISTRATIVA DE LIMITACIÓN
1. PRINCIPIO DE LEGALIDAD COMO VINCULACIÓN POSITIVA A LA LEY
Como, por definición, esta actividad administrativa restringe la
libertad de los ciudadanos, rige para ella el principio de legalidad
en su máxima expresión e intensidad. Mucho más de lo que rige
para actividades administrativas prestacionales o de fomento o de
imposición de límites en virtud de relaciones de sujeción especial.
Aquí no sólo hay vinculación negativa a todo el ordenamiento, ni
sólo vinculación positiva al ordenamiento, sino vinculación
positiva precisamente a la ley (Tomo I, lección 5.IV.1). Es decir,
que la Administración tendrá sólo las potestades limitativas que le
confieran las leyes; no cabe la simple y pura autoatribución de
potestades por reglamento ni las deducidas directamente de
principios generales del Derecho o de los preceptos
constitucionales que imponen mandatos a los poderes públicos o
concretamente a la Administración para garantizar ciertos
intereses generales.
Por tanto, si la Administración quiere, p. ej., imponer restricciones a la
tenencia o convivencia con animales; o al comercio, en lo que se refiere a los
horarios o a los precios; o desea imponer deberes a los ciudadanos de
colaboración con la función estadística pública; o imponer a las salas de cine
que proyecten cierto porcentaje de películas europeas o determinadas
condiciones de confort a los hoteles, etc., sólo podrá hacerlo en la medida en
que una norma con rango de ley se lo permita. Esto es, sólo se puede limitar
la libertad de los ciudadanos por ley o en virtud de ley. Lo mismo hay que
afirmar si la Administración quiere imponer límites o deberes para promover el
pleno empleo, la investigación científica, para preservar el medio ambiente o
el patrimonio histórico o una vivienda digna o los intereses económicos de los
consumidores, sin que el hecho de que los arts. 40, 44, 45.2, 46, 47 y 51 CE
den un mandato a todos los poderes públicos para garantizar esos valores
comporte una habilitación directa a la Administración para imponer las
limitaciones enderezadas a esos fines. Si acaso, esos preceptos
constitucionales permitirán a la Administración, sin necesidad de ley
específica habilitante, realizar actividades de servicio público o de fomento,
pero no de limitación.
Ahora bien, la vinculación positiva de la que hablamos se
satisface con que una norma con rango de ley dé a la
Administración la potestad limitativa correspondiente sin que exija
que la ley concrete con detalle ni el supuesto de hecho en que
podrá ejercer tal potestad ni la medida exacta que pueda adoptar
en cada caso (p. ej., el art. 24 Ley General de Sanidad). Tampoco
está reñida con que esas potestades limitativas se configuren con
ciertas dosis de discrecionalidad.
Distinta de la vinculación positiva a la ley es la reserva de ley (Tomo I,
lección 5.IV.4), aunque es frecuente que la actividad administrativa de
limitación se proyecte sobre materias reservadas por la Constitución a la ley.
P. ej., sobre la base de lo previsto en el art. 53.1 CE, cuando esa actividad
comporte límites a derechos fundamentales como la libertad de manifestación
o de expresión, o a la libertad de empresa. En tal hipótesis, a los efectos de la
vinculación positiva a la ley se sumarán los de las reservas de ley y quedará
más constreñida la actividad administrativa de limitación en lo que se refiere a
la aprobación de reglamentos.
2. PRINCIPIOS DE IGUALDAD Y PROPORCIONALIDAD
Aunque las leyes no acotan siempre con precisión las medidas
limitativas que puede adoptar la Administración en cada caso, esa
aparente libertad administrativa queda muy condicionada por los
principios de igualdad y de proporcionalidad. Aunque estos dos
principios generales del Derecho siempre han regido la actividad
administrativa de limitación, ahora, además, están expresamente
consagrados en el art. 4.1 LRJSP bajo el rubro: «Principios de
intervención de las Administraciones Públicas para el desarrollo
de una actividad»:
«Las Administraciones Públicas que en el ejercicio de sus
respectivas competencias establezcan medidas que limiten el ejercicio
de derechos individuales o colectivos o exijan el cumplimiento de
requisitos para el desarrollo de una actividad, deberán aplicar el
principio de proporcionalidad y elegir la medida menos restrictiva,
motivar su necesidad para la protección del interés público, así como
justificar su adecuación para lograr los fines que se persiguen, sin que
en ningún caso se produzcan diferencias de trato discriminatorias.
Asimismo, deberán evaluar periódicamente los efectos y resultados
obtenidos».
Asimismo, el art. 84.2 LRBRL dispone: «La actividad de intervención (o
sea, lo que aquí llamamos actividad de limitación) de las Entidades locales se
ajustará, en todo caso, a los principios de igualdad, necesidad y
proporcionalidad con el objetivo que se persigue».
El principio de igualdad simplemente se ensalza aquí por el
peligro de que, al permitir a la Administración tomar medidas
variadas, lo haga de forma discriminatoria. Y lo que se prohíbe no
es cualquier desigualdad sino sólo la que carezca de justificación
por razones admisibles.
P. ej., puede que se establezcan límites a la tenencia de animales de
compañía pero que se exceptúe el caso de los perros guías para invidentes;
que se impongan límites al ruido que pueden producir los vehículos pero que
se permita superarlos a las ambulancias... Además, por cierto, en estos casos
y otros muchos podría decirse que la limitación impuesta en general para la
tenencia de animales de compañía o para la producción de ruido resultan
desproporcionadas para los perros de invidentes o para las ambulancias.
Más interés tiene el principio de proporcionalidad al que
debemos dedicar una atención especial. No sólo esta proclamado
en el art. 4.1 LRJSP sino también en muchas normas. Muy
expresivo es el art. 6 RSCL:
«1. El contenido de los actos de intervención será congruente con
los motivos y fines que los justifiquen.
2. Si fueren varios los admisibles, se elegirá el menos restrictivo de
la libertad individual».
También muchas leyes sectoriales que confieren potestades limitativas a la
Administración hacen proclamaciones expresas del principio de
proporcionalidad o recogen reglas que no son sino trasunto del mismo. Y, con
independencia de su proclamación en las normas, es un principio general del
Derecho que adquiere destacada relevancia para la actividad de limitación.
El principio de proporcionalidad comprende tres reglas distintas
a las que se alude habitualmente como juicio de idoneidad, juicio
de necesidad y juicio de proporcionalidad en sentido estricto.
A) Idoneidad: exigencia de adecuación al fin y congruencia con
los motivos
El principio de proporcionalidad prohíbe primeramente las
medidas limitativas que sean inadecuadas al fin que persiguen o
incongruentes con el problema que pretenden resolver. No se
trata de que la Administración persiga con el establecimiento de
límites el fin permitido e invocado y no otro (eso sería una
desviación de poder prohibida), sino de que la concreta medida
limitativa que se adopte sea realmente idónea para conseguir
aquel fin atendiendo a la situación que se presenta y que se
pretende superar. Es decir, que sea útil para tal fin. Por tanto, no
superarán esta exigencia las medidas que, aunque lo pretendan,
no pueden conseguir el fin lícito o no son apropiadas para su
logro porque no contribuyen a evitar el daño o lesión al interés
público que quieren conjurar. Lo que sobre todo significa esto es
que quedan desterradas las medidas limitativas absurdas,
irracionales, arbitrarias o inútiles. No parece gran cosa. Pero si se
procede a un análisis serio y meticuloso de la congruencia y
adecuación, si el juzgador no se satisface con cualquier
argumentación, no serán pocos los límites condenados por no
superar este test.
P. ej., si se quiere combatir una situación de extrema contaminación debida
al tráfico, será inidónea e ilegal (aunque aparentemente la ley permita
adoptarla) la prohibición de uso de vehículos eléctricos; aunque una norma
permita imponer a la Administración los materiales que pueden usarse en las
discotecas para evitar el peligro de incendio, será incongruente la prohibición
de un tipo de tapicería que no sea combustible; una prohibición de publicidad
puede pretender proteger a los menores pero podría no superar el test de
idoneidad si sólo se impone a la radio y prensa pero no a las televisiones en
horario infantil; una norma que impusiera llevar bombillas de recambio en los
automóviles para garantizar la seguridad en el tráfico ante la eventualidad de
que se fundan puede ser inidónea si resulta que en los vehículos actuales su
instalación es compleja y requiere aparatos o conocimientos especializados,
etc.
B) Necesidad: elección de la medida menos restrictiva
Además, se impone que se escoja, de entre las idóneas, la
medida que sea necesaria, lo que quiere decir la menos
restrictiva (o, lo que aproximadamente sería lo mismo, la menos
gravosa o perjudicial o severa u onerosa); o, dicho de otra forma,
la más suave. El exceso es ilícito.
P. ej., si una epizootia se puede combatir limitando el tráfico de ganado en
ciertas zonas, será ilegal por innecesaria o excesiva la que acuerde el
sacrificio masivo de animales, aunque la ley dé potestad para ello y aunque
tal sacrificio consiga controlar el brote; si basta para garantizar la seguridad
de los consumidores ordenar ciertas modificaciones en unas mercancías,
será ilegal la que ordene su destrucción, etc. Por esto mismo se suele afirmar
que no son lícitas las prohibiciones absolutas de una actividad: pero más
exacto es sostener que tal prohibición sólo será lícita si ninguna otra menos
radical garantiza el interés general.
Como generalmente se entiende que la medida limitativa menos restrictiva
es la que afecta menos a la libertad, tradicionalmente se aludía a esta misma
idea como principio del favor libertatis. Sin embargo, también se habla en
ocasiones de principio del favor libertatis en un sentido más amplio como
criterio que obliga a elegir la norma más beneficiosa para la libertad y a
interpretar todas en ese mismo sentido.
C) Proporcionalidad en sentido estricto: el beneficio debe
compensar el perjuicio
Impone este tercer juicio un cierto equilibrio entre el beneficio
que la medida limitativa produce para el interés público que se
pretende proteger y los perjuicios que comporta para otros
intereses. Parte de que hay intereses en tensión o conflicto y
exige identificarlos, valorarlos y sopesarlos. Entraña, por tanto,
una ponderación. Este juicio de proporcionalidad en sentido
estricto o de ponderación es distinto y se añade a los anteriores:
la medida limitativa puede ser idónea y necesaria (es decir,
realmente adecuada para proteger el interés general en cuestión
y la menos restrictiva de las que consigue el fin) pero, incluso así,
ser ilícita porque produce perjuicios que no quedan de ninguna
forma compensados por las ventajas que reporta. Veda, pues, los
remedios (aunque sean efectivamente remedios y aunque sean
los menos restrictivos) peores que la enfermedad que combaten;
aquellos cuyos efectos secundarios adversos no estén en
consonancia con los positivos.
P. ej., sería ilícita por desproporcionada una medida que acordara el cierre
de colegios o el internamiento forzoso de enfermos para evitar una epidemia
de gripe, incluso aunque se probase que es la única medida que
efectivamente asegurará que no se propague la enfermedad; la que para
evitar un problema ambiental nimio prohibiera el uso de un producto
fitosanitario necesario para evitar plagas catastróficas peligrosas para el
suministro de alimentos; la que impusiera limitaciones severísimas y muy
costosas para proteger a ultranza bienes de interés histórico escaso; la que
prohibiera ciertos productos por suponer riesgos mínimos para la salud de los
consumidores o incluso la que prohibiera productos más peligrosos si resultan
indispensables (detergentes, raticidas); la que prohibiera máquinas que
facilitan enormemente ciertos trabajos por producir ruidos escasamente
molestos, etc.
El principio de proporcionalidad debe presidir todas las
potestades de limitación de la Administración: las que le permiten
prohibir y ordenar acciones, sea por acto o por reglamento; pero
también las de vigilancia (así, las potestades de inspección) y las
de reacción ante incumplimientos o situaciones de riesgo o lesión
del interés público.
Pero ello sólo en tanto que la ley haya dejado margen a la
Administración. Si la ley ha determinado con exactitud que ante
tal supuesto la Administración debe tomar cierta medida, no cabrá
cuestionar la pertinencia de ésta por desproporcionada.
Si, p. ej., la ley ha decidido que frente a las construcciones ilegales
procede su demolición, la que concretamente acuerde la Administración ante
determinado edificio ilegal no puede ponerse en cuestión conforme a este
principio de proporcionalidad. Cosa distinta, es que también ciertas
determinaciones de las leyes están sometidas a la proporcionalidad y, caso
de vulnerarla, puedan ser consideradas inconstitucionales o, en su caso,
contrarias al Derecho de la Unión Europea. P. ej., merecerá ese juicio
descalificador la ley que restrinja desproporcionadamente derechos
fundamentales o la que perjudique con igual desproporción la unidad de
mercado y la libre circulación de personas, mercancías, servicios o capitales.
Pero no es eso lo que analizamos aquí, donde sólo nos incumbe la
proporcionalidad en el ejercicio de las potestades administrativas de
limitación.
El principio de proporcionalidad reduce la discrecionalidad
administrativa pero no la elimina ni convierte la elección de la
medida limitativa en algo reglado.
Una visión desorbitada podría llevar a esta conclusión puesto que, a fin de
cuentas, sólo una será la medida menos restrictiva. No es así. Entre otras
cosas porque queda en manos de la Administración la apreciación de las
circunstancias, la ponderación de las ventajas e inconvenientes de cada
medida o de no tomar ninguna… y sobre todo el grado en que quiere proteger
cada interés general. Se comprende que el principio de proporcionalidad no
resuelve como si de una ecuación matemática se tratara en qué casos, cada
cuánto tiempo y con qué contenido pueden imponerse las inspecciones
técnicas de vehículos o de edificios; o si se puede obligar al uso del casco en
las bicicletas o cuántos socorristas pueden exigirse a las piscinas de uso
público. Así, el juez contencioso-administrativo, sin abdicar del control de
proporcionalidad, debe respetar un cierto margen discrecional a la
Administración.
En algunos ámbitos de la actividad administrativa de limitación,
para aplicar el principio de proporcionalidad son necesarios
conocimientos científicos y técnicos especializados: sólo con ellos
se podrá saber qué riesgos se presentan para la salud o el medio
ambiente o la seguridad, qué medidas caben para combatirlos,
cuáles son proporcionadas…
Algunas leyes lo reflejan expresamente. P. ej., dice el art. 4 de la Ley de
Sanidad Animal: «Las medidas que adopten las Administraciones Públicas en
el ámbito de esta ley, para la protección y defensa sanitarias de los animales,
serán proporcionales al resultado que se pretenda obtener, previa evaluación
del riesgo sanitario, de acuerdo con los conocimientos técnicos y científicos
en cada momento…». Pero lo plasmen o no las leyes, esa toma en
consideración de los conocimientos técnicos y científicos es imprescindible en
muchos terrenos.
Además, en algunos sectores se han establecido sistemas
pautados para elegir las medidas pertinentes en cada caso. Ése
es el sentido de lo que se ha dado en llamar «análisis de
riesgos».
P. ej., se lee en el art. 28.1 de la Ley General de Salud Pública: «La
protección de la salud comprenderá el análisis de los riesgos para la salud,
que incluirá su evaluación, gestión y comunicación...». La evaluación del
riesgo es un proceso en el que se recopilan los datos y se identifican los
riesgos. La gestión del riesgo consiste en «sopesar las alternativas políticas».
La comunicación del riesgo se define como «el intercambio interactivo, a lo
largo de todo el proceso de análisis del riesgo, de informaciones y opiniones
en relación con los factores de peligro y los riesgos, los factores relacionados
con el riesgo y las percepciones del riesgo, que se establecen entre los
responsables de la determinación y los responsables de la gestión del riesgo,
los consumidores, las empresas»... En el fondo, este llamado análisis del
riesgo no es más que una forma moderna de aplicar más precisa y
rigurosamente el principio de proporcionalidad y motivar más ampliamente las
decisiones administrativas.
Téngase en cuenta, por último, que la aplicación del principio
de proporcionalidad puede depender en gran parte de las
soluciones que ofrezca la técnica en cada momento: los avances
técnicos pueden hacer que hipotéticas limitaciones inicialmente
excesivas se conviertan en proporcionadas.
Eso es lo que ha llevado, sobre todo en relación con la protección del
medio ambiente, a considerar que las medidas limitativas que se impongan a
los sujetos que contaminan deban adaptarse «a la mejor tecnología
disponible en cada momento» y que, por tanto, puedan ir cambiando. A
grandes rasgos, la mejor tecnología disponible en cada momento y que se
puede imponer a las actividades contaminantes es la que, pudiendo
implantarse sin costes excesivos y fácilmente, produzca una reducción
significativa de las emisiones. Es decir, las que han devenido proporcionadas.
Es, pues, una muestra del carácter dinámico del principio de
proporcionalidad. La idea está plasmada con carácter general en el art. 6.b)
TRLS: «Todos los ciudadanos tienen el deber de (…) cumplir los requisitos y
condiciones a que la legislación sujete las actividades molestas, insalubres,
nocivas y peligrosas, así como emplear en ellas en cada momento las
mejores técnicas disponibles conforme a la normativa aplicable…». Muchas
leyes concretan más exactamente esta noción y sus funciones.
También puede suceder, al revés, que una medida inicialmente
proporcionada devenga desproporcionada porque los avances
técnicos permitan conseguir el mismo fin con otra menos gravosa.
3. PRINCIPIO DE PRECAUCIÓN
Se dan supuestos en los que los conocimientos científicos
disponibles no ofrecen conclusiones definitivas sobre la nocividad
de ciertas actividades. Para tales supuestos de incertidumbre
científica la proporcionalidad se completa con el que se ha
denominado principio de precaución o de cautela, en cuya virtud
se permite adoptar medidas limitativas con fundamento en
indicios de riesgo no probados absolutamente y para reducir ese
hipotético riesgo.
Tal principio tiene su origen en textos de Derecho Internacional para la
protección del medio ambiente. Pero se ha convertido en un principio del
Derecho de la Unión Europea y del Derecho español y para campos distintos
del medio ambiente. Como ejemplo, baste aquí citar su proclamación en el
art. 7 de la Ley de Seguridad Alimentaria y Nutrición bajo el rubro «Principio
de cautela»:
«1. … cuando tras haber evaluado la información disponible, se
observe la posibilidad de que haya efectos nocivos para la salud, pero
siga existiendo incertidumbre científica, podrán adoptarse medidas
provisionales de gestión del riesgo para asegurar la protección de la
salud, todo ello en espera de una información científica adicional que
permita una evaluación del riesgo más exhaustiva.
2. Las medidas adoptadas con arreglo al apartado anterior serán
proporcionadas y no interferirán la actividad económica más de lo
necesario para conseguir el nivel de protección de la salud deseado.
Dichas medidas tendrán que ser revisadas en un tiempo razonable, a
la luz del riesgo contemplado y de la información científica adicional
para aclarar la incertidumbre y llevar a cabo una evaluación del riego
más exhaustiva.
3. Igualmente, cuando se observe la posibilidad de que haya efectos
nocivos para la salud de carácter crónico o acumulativo, y siga
existiendo incertidumbre científica, podrán adoptarse medidas
provisionales para asegurar la protección de la salud, que serán
proporcionadas y revisadas en un tiempo razonable a la luz del riesgo
contemplado y de la información científica adicional que resulte
pertinente».
III. LA ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE POLICÍA
1. CONCEPTO DE ACTIVIDAD DE POLICÍA
Llamamos aquí actividad de policía sólo a aquella parte de la
actividad administrativa de limitación que tiene por fin evitar
perturbaciones del orden público o, si éstas ya se han producido,
evitar que continúen. Esto es, combate los riesgos para el orden
público y sus alteraciones con la finalidad de mantenerlo o
restaurarlo. Convienen estas aclaraciones:
a) Se comprende con lo dicho que no hablamos aquí de policía
para referirnos a ciertos funcionarios (los «policías») ni a los
cuerpos o servicios policiales.
Tampoco identificamos la actividad de policía con la actividad de esos
funcionarios. Existe alguna relación entre los dos conceptos porque los
policías realizan frecuentemente actividad administrativa de policía. Pero ni
siempre es así ni son ellos los únicos que realizan actividad administrativa de
policía que, por el contrario, también despliegan otros empleados públicos y
autoridades.
b) Nos ocupamos aquí de la actividad administrativa de policía,
no de la llamada policía judicial.
Ésta se encarga de la averiguación de los delitos cometidos, del
descubrimiento y aseguramiento de los sospechosos y de ponerlos a
disposición de la justicia para la represión penal. Está, pues, al servicio del
sistema represivo penal. En contraste, la policía administrativa no tiene esa
finalidad represiva sino predominantemente preventiva. Policía judicial y
policía administrativa tienen relación: se complementan porque la policía
administrativa conseguirá entre otras cosas que haya menos delitos y la
policía judicial, al asegurar la represión de los delincuentes, conseguirá que
haya menos riesgo para el orden público; además, tienen personal en parte
común. Pero la distinción subsiste y tiene gran importancia jurídica: la policía
judicial no actúa bajo la dirección de autoridades administrativas, sino de los
jueces o fiscales, ni se rige por el Derecho Administrativo sino por el Derecho
Procesal Penal con principios muy diferentes.
c) No es actividad administrativa de policía toda la que realiza
la Administración para garantizar el orden público. Sólo lo es la
que persigue ese fin mediante la imposición de limitaciones a los
particulares.
P. ej. no es actividad de policía la realización de obras públicas, como las
que eviten puntos negros en las carreteras; ni la prestación de servicios,
como el alumbrado público; ni el otorgamiento de subvenciones para ayudar a
la compra de coches más seguros; ni la realización de publicidad para llamar
a la prudencia de los conductores… aunque todo ello pretenda aumentar la
seguridad y, por tanto, el orden público.
d) Las perturbaciones del orden público pueden provenir de
comportamientos humanos o de la acción de la naturaleza
(terremotos, epidemias, inundaciones…). La actividad de
limitación policial se ocupa de los comportamientos humanos.
Pero valora tales comportamientos teniendo en cuenta los
factores peligrosos de la naturaleza.
Lo hace tanto para prevenir esas catástrofes en la medida de lo posible o
para evitar que produzcan sus efectos más lesivos como para que, caso de
ya haberse producido, no los agraven y pueda restablecerse el orden. Así,
impone determinadas formas de construcción tomando en consideración el
peligro de terremotos; exige ciertos comportamientos para evitar que se
produzcan o propaguen las epidemias; prohíbe edificar en lugares inundables
o donde se dificulte la salida de aguas en casos de lluvias torrenciales… y,
caso de estar ya ante la catástrofe, obliga a los particulares a realizar
conductas encaminadas a su superación. En la llamada «protección civil»
(regulada por Ley 17/2015) se ven muestras claras de ello; pero en absoluto
se agota allí la relación entre el orden público y los peligros de la naturaleza.
2. CONCEPTO DE ORDEN PÚBLICO
En este contexto, por orden público entendemos un «orden
material y exterior, un estado de hecho contrario al desorden»
(Hauriou) en el que se dan las condiciones mínimas
imprescindibles para la convivencia colectiva y para que los
individuos, como miembros de la comunidad, puedan desarrollar
su vida sin peligros, sin miedo, sin intranquilidad por los daños o
molestias que les puedan causar los demás y las circunstancias
sociales.
Tratando de concretar el orden público, se le ha descompuesto
en una tríada de elementos: seguridad, salubridad y tranquilidad
públicas.
La seguridad pública (que es más amplia que la seguridad ciudadana) es
el estado de hecho en el que no hay, o los hay en medida reducida, peligros
para la integridad física, la vida o la libertad de las personas o de sus bienes
provenientes de la violencia, la negligencia, los accidentes o la naturaleza. La
salubridad pública es el estado de higiene en el que es posible la salud
individual sin peligro o reduciendo al mínimo la probabilidad de contraer
enfermedades contagiosas o derivadas de las condiciones sociales, sufrir
intoxicaciones y similares. La tranquilidad pública es la situación en la que no
existen molestias que sobrepasen los inconvenientes normales de la vida en
sociedad, como los ruidos excesivos, los malos olores, los obstáculos a los
desplazamientos, la suciedad (cuando no afecta a la salubridad), etc. Aunque
en principio podrían no ser expresiones sinónimas, tranquilidad y comodidad
públicas tienden a estos efectos a identificarse.
A veces se añade un cuarto elemento del orden público: la
moralidad pública.
Este componente es especialmente problemático. Pero hay razones para
admitirlo. Lo hace el Tribunal de Justicia de la Unión Europea que
frecuentemente se enfrenta con el concepto de orden público como posible
título legitimador de las restricciones estatales a la libre circulación de
mercancías, servicios, personas y capitales. Lo refleja paladinamente el
considerando 41 de la Directiva de Servicios:
«El concepto de orden público, según lo interpreta el Tribunal de
Justicia, abarca la protección ante una amenaza auténtica y
suficientemente importante que afecte a uno de los intereses
fundamentales de la sociedad y podrá incluir, en particular, temas
relacionados con la dignidad humana, la protección de los menores y
adultos vulnerables y el bienestar animal».
Dignidad humana, protección de menores y bienestar animal son
componentes de la moralidad pública que no pueden tener otro asidero en el
concepto de orden público. Con todo, la inclusión de la moralidad en el orden
público debe manejarse con extremada prudencia y moderación.
Esta descomposición del concepto de orden público en esos
tres o cuatro elementos (seguridad, salubridad, tranquilidad y, en
su caso, moralidad pública), aparece en algunas normas
españolas.
P. ej., art. 3.1 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, con la base del art.
16.1 CE, dice: «El ejercicio de los derechos dimanantes de la libertad
religiosa y de culto tiene como único límite la protección de los derechos de
los demás al ejercicio de sus libertades públicas y derechos fundamentales,
así como la salvaguarda de la seguridad, de la salud y de la moralidad
pública, elementos constitutivos del orden público protegido por la Ley en el
ámbito de una sociedad democrática».
Otro ejemplo muy relevante y revelador suministra el art. 1 RSCL: «Los
Ayuntamientos podrán intervenir la actividad de sus administrados en los
siguientes casos: 1.º En el ejercicio de la función de policía, cuando existiere
perturbación o peligro de perturbación grave de la tranquilidad, seguridad,
salubridad o moralidad ciudadanas, con el fin de restablecerlas o
conservarlas».
Con todo, estos elementos del orden público son sólo
orientativos porque el orden público no se deja encasillar; de
modo que a veces hay aspectos que pueden considerarse
incluidos en él, porque forman parte del mínimo de condiciones
imprescindibles para la convivencia, aunque no encajen bien en
ninguno de esos tres o cuatro elementos. P. ej., en algunos casos
perjudicar el mínimo de las condiciones de ornato de los espacios
públicos puede considerarse perturbación del orden público; lo
mismo si se dificulta el uso común general que corresponde a
todos los ciudadanos de los bienes demaniales afectados al uso
público. Sobre todo, es contrario al orden público amenazar la
existencia misma del Estado o impedir el funcionamiento de sus
instituciones o de los servicios públicos esenciales.
Esta última idea se refleja en el art. 3 LOSC cuando, al enumerar los fines
de la actuación administrativa para la aplicación de esta ley, señala: «b) La
garantía del normal funcionamiento de las instituciones…; g) La garantía de
las condiciones de normalidad en la prestación de los servicios básicos para
la comunidad…». También late en el art. 13.1 de la Ley Orgánica de los
Estados de Alarma, Excepción y Sitio que permite declarar el estado de
excepción «cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los
ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de
los servicios públicos esenciales para la comunidad o cualquier otro aspecto
del orden público, resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las
potestades ordinarias fuera insuficiente para restablecerlo o mantenerlo». Por
tanto, el orden público también es un estado de hecho en el que los
ciudadanos pueden ejercer y disfrutar libre y realmente sus derechos y
libertades, en el que pueden funcionar las instituciones democráticas y los
servicios públicos esenciales.
3. RELEVANCIA Y SINGULARIDAD DE LA ACTIVIDAD DE POLICÍA
A) Tesis clásicas sobre la peculiaridad de la policía y su general
negación en la actualidad
La teoría del Estado liberal atribuía a la Administración como
su misión esencial la conservación del orden público. Para ello no
sólo se le permitía realizar servicios y obras públicas, sino limitar
la libertad de los ciudadanos. Además, incluso partiendo como
regla general del sometimiento de la Administración al Derecho y
del principio de legalidad administrativa (incluida la vinculación
positiva a las leyes para limitar la libertad de los ciudadanos), se
sostuvo que la actividad administrativa de policía constituía una
excepción al mismo.
En el Tomo I ya dimos cuenta de ello. En la lección 2.V.1, explicamos que
en el Estado liberal la misión que sobre todo se atribuía a la Administración
era la protección del orden público, lo que incluía imponer límites a la libertad
de los ciudadanos. En la lección 5.VII.1 y 2, adelantamos que, incluso
partiendo del principio de legalidad administrativa, se señaló a veces como
excepción la actividad de policía en general y, en especial, más radicalmente,
en situaciones de necesidad.
En sus versiones más extremas, se afirmaba que la
Administración tenía, sin necesidad de ninguna habilitación legal,
todas las potestades necesarias para limitar la actividad de los
particulares con la finalidad de mantener el orden público.
Esto comporta la negación radical del principio de legalidad como
vinculación positiva a la ley. Se consideraba que contaba con una habilitación
general por directa atribución constitucional, que las Constituciones (explícita
o implícitamente) ya habían conferido a la Administración la función de,
además de ejecutar las leyes, preservar el orden público y que ello
comprendía la potestad para limitar la actividad de los particulares. Incluso,
en situaciones de necesidad, podría actuar contra legem si ello era
imprescindible para restaurar el orden público.
En otras versiones más moderadas, se admitía al menos que
la actividad de policía suponía una consustancial flexibilización o
relajación del principio de legalidad como vinculación positiva a la
ley y de las reservas de ley en cuanto fuese necesario para
conservar el orden público.
No se piense que estas doctrinas tenían sólo arraigo y vigencia en Estados
no democráticos o en aquellos que conservaban restos del Antiguo Régimen.
En Francia misma, que era el arquetipo de Estado constitucional y de
Derecho, ha estado extendida esta construcción. La prueba más notable era
la admisión de los reglamentos de policía (es decir, de los que imponen
límites a los ciudadanos para preservar el orden público) como reglamentos
independientes (es decir, dictados sin habilitación legal y sin desarrollar los
preceptos de una ley).
Algunos autores (Otto Mayer) ofrecían como fundamento
teórico de tales singularidades de la policía la existencia de un
deber general de todos de no perturbar el orden público, un deber
natural que existiría al margen de lo que dispusieran las leyes.
Ese deber general sería el que concretaría, exigiría y haría
efectivo la actividad administrativa de policía.
La mayoría de la doctrina actual (al menos, en España)
rechaza por completo todas esas tesis. Para la doctrina hoy
dominante, aquellas teorías de la policía son arcaicas
(reminiscencia de las concepciones políticas y jurídicas de otras
épocas), peligrosas (ponen en peligro el Estado de Derecho y los
derechos de los ciudadanos) y carentes de fundamento: ni hay
nada en el Derecho Constitucional que las justifique ni desde
luego existe un deber natural y general de preservar el orden
público. Afirma, en suma, que la actividad de policía no es más
que una parte de la actividad administrativa de limitación que no
presenta singularidades jurídicas esenciales y que, en cualquier
caso, no supone ninguna excepción ni matización del principio de
legalidad ni de las reservas constitucionales de ley.
B) Pervivencia de la importancia y de cierta singularidad de la
policía
Pese a esa doctrina mayoritaria, conviene todavía hoy
reconocer un lugar específico a la actividad de policía por
diversas razones. Señalemos las más sobresalientes y de fondo.
Primera razón, por su destacada importancia. Mantener el
orden público no es ya, desde luego, la única finalidad de la
actividad administrativa. Pero sigue siendo una finalidad pública
capital e indeclinable del Estado que, sobre todo, recae sobre su
Administración. No es un interés general más sino el
indispensable y vital, el que ante todo debe asegurar el Estado a
través de la Administración: sin orden público los demás intereses
generales son de imposible realización efectiva y los ciudadanos
no disfrutarán realmente ni siquiera de sus derechos
fundamentales, que se convierten en una falacia. En absoluto ha
perdido importancia el mantenimiento del orden público ni han
desaparecido o disminuido los factores que lo ponen en peligro.
Más bien, al contrario, han aparecido nuevos riesgos; además,
viejos riesgos contra los que antes no se podía hacer nada
(terremotos, inundaciones, epidemias, etc.) pueden ser ahora
objeto de eficaz acción preventiva y policial. Y tampoco ha
disminuido un ápice la estimación social del orden público (sigue
siendo una aspiración ciudadana arraigada y hasta exacerbada)
ni, en consecuencia, su valoración por el propio ordenamiento
jurídico que lo sigue colocando en la cúspide, al nivel de los
mismos derechos fundamentales.
Segunda razón, por la intensidad de las potestades limitativas
que se dan en este ámbito. En perfecta concordancia con lo
anterior, las potestades que se confieren a la Administración para
que cumpla su misión de preservar el orden público son
especialmente extensas e intensas, capaces de imponer los más
severos límites a las actuaciones privadas. Además, se trata de
límites que con más frecuencia y más vigor que en otros ámbitos
de la actuación administrativa son capaces de afectar a los
derechos fundamentales. De hecho, el orden público aparece en
la Constitución como la única justificación posible de los límites a
ciertos derechos fundamentales (así, arts. 16 y 21.2 para la
libertad religiosa y la de manifestación). Y si es capaz de justificar
límites incluso a esos derechos fundamentales, con más razón
hay que aceptar que justifica límites a otros (la libertad de
investigación, de empresa, etc.) y, desde luego, a los derechos
ordinarios y a la simple libertad genérica de los ciudadanos. Lo
mismo se deduce de los tratados internacionales de derechos
humanos que siempre reconocen el orden público como posible
justificación de límites. Y si amplias y severas son las potestades
de la policía en situaciones normales, muchos más lo son en
situaciones de necesidad; no sólo en las declaradas formalmente
(como los estados de alarma, excepción y sitio) sino también en
otras de crisis especial (ante catástrofes, epidemias y similares) o
ante desórdenes más concretos pero graves que no cabe atajar
con los medios ordinarios.
Y, tercera razón, por la forma amplia que con frecuencia
adoptan los apoderamientos legales. Claro está que ya no se
parte de admitir que la Administración tenga por directa atribución
constitucional todas las potestades necesarias para mantener el
orden público y que, por el contrario, se considera que es
necesaria una ley que las atribuya. Pero no puede dejar de
reconocerse que en este ámbito sí que se admite con facilidad
que las leyes confieran con gran amplitud e imprecisión
potestades limitativas para asegurar el orden público. Se suele
aludir a tales habilitaciones legales como «cláusulas de orden
público» o «cláusulas de policía»: se trata de preceptos legales
que describiendo con gran amplitud el supuesto de hecho
(supuesto en el fondo identificable con alteración del orden
público) establecen con similar imprecisión la medida limitativa
que podrá adoptar la Administración (la necesaria para combatir
la alteración de que en cada caso se trate).
P. ej., art. 14 LOSC: «Órdenes y prohibiciones.—Las autoridades
competentes, de conformidad con las Leyes y reglamentos, podrán dictar las
órdenes y prohibiciones y disponer las actuaciones policiales estrictamente
necesarias para asegurar la consecución de los fines previstos en esta Ley (o
sea, para el mantenimiento de la seguridad ciudadana), mediante resolución
debidamente motivada». Otro ejemplo suministra el art. 15.1 del TR de
defensa de los consumidores: «Ante las situaciones de riesgo para la salud y
seguridad de los consumidores y usuarios, las Administraciones Públicas
competentes podrán adoptar las medidas que resulten necesarias y
proporcionadas para la desaparición del riesgo, incluida la intervención
directa sobre las cosas y la compulsión directa sobre las personas». O el art.
24 de la Ley General de Sanidad.
Y cuando se parte de situaciones de necesidad con graves alteraciones del
orden público, las habilitaciones son aun más amplias. Véanse, p. ej., para el
estado de alarma, los arts. 11 y 12 LOEAES, así como el art. 26.1 de la Ley
General de Sanidad y el art. 7.2 LOSC.
También se puede detectar una especial propensión a aceptar
con generosidad potestades implícitas en materia de policía y
hasta potestades inherentes (sobre la distinción entre potestades
implícitas e inherentes, vid. Tomo I, lección 5.V). En suma,
tendencia a deducir potestades administrativas para limitar la
libertad de los ciudadanos con el fin de preservar el orden público
aunque no se encuentre una expresa habilitación legal, ni siquiera
de esas amplias tan típicas de la policía.
Ni los amplios apoderamientos legales ni la aceptación de
potestades implícitas y hasta inherentes son frontalmente
contrarios al principio de legalidad como vinculación positiva a la
ley, según explicamos en el Tomo I, lección 5.V. Pero la profusión
con que todo ello se da en materia de policía y con capacidad de
afectar a los derechos fundamentales sí que pone de relieve a la
postre que, en conjunto, la actividad de policía se adapta con
matizaciones y relajación al principio de legalidad.
La doctrina resta importancia a la imprecisión de los apoderamientos
legales en favor de la policía. De una parte, se dice que ello no es más que
una lógica opción del legislador que, además, no entraña nada más que una
diferencia cuantitativa, no cualitativa, con otros ámbitos de la actividad
administrativa de limitación. De otra parte, se resalta que cada vez son menos
frecuentes esas cláusulas generales de orden público, que paulatinamente
las leyes van ocupándose de riesgos concretos y especificando para ellos la
medida administrativa pertinente. Frente a todo ello, a nuestro juicio, esa
diferencia cuantitativa no es intrascendente y, aunque es verdad que las
regulaciones legales tratan de ser más concretas y de abordar
específicamente los riesgos que se presentan con más frecuencia, se acude
a los amplios apoderamientos y a las potestades implícitas e inherentes cada
vez que surgen situaciones no previstas contrarias al orden público. Eso
demuestra que, en el fondo, las cosas no han cambiado del todo. Incluso que,
como dijera Mayer, existe una contradicción irreductible entre la actividad de
policía y el formalismo severo del Estado de Derecho.
C) El deber general de no perturbar el orden público
Sostengo que hay una razón más profunda para hacer un lugar
específico a la actividad de policía: existe realmente un deber
general de no perturbar el orden público; y ese deber es el que da
singularidad a parte de la actividad administrativa de policía. Da
singularidad a la actividad de policía pero sólo en tanto que
imponga limitaciones a los sujetos para que cumplan ese deber.
En virtud de ese deber, es ilícita cualquier conducta que
perturbe o ponga en peligro directo el orden público, aunque no
esté prohibida por ninguna norma; incluso aunque esté
aparentemente permitida y aunque pudiera presentarse como
ejercicio de un derecho fundamental.
Si no se quiere hablar de un deber de Derecho Natural, dígase entonces
que se trata de un principio que fluye y se deduce del ordenamiento, o sea,
de un principio general del Derecho. Si se prefiere, afírmese que ese principio
general del Derecho, en vez de establecer un deber general, consagra una
prohibición general; o un límite igualmente general a todos los derechos de
manera que ninguno, como tampoco la libertad genérica, incluye la facultad
de perturbar el orden público. Se diga de una u otra forma, el resultado es el
mismo: está prohibido perturbar el orden público. Se trata de un principio
similar al alterum non laedere que en Derecho privado prohíbe causar daño a
otro con independencia de que la conducta que lo produzca esté o no
contemplada por una norma. El Derecho público prohíbe perturbar el orden
público antes y con independencia de que una norma se haya ocupado de la
concreta conducta perturbadora: si se provoca un peligro de incendio con una
conducta no prohibida por ninguna norma, se actúa ilícitamente; y lo mismo
hay que decir si se conduce una moto acuática o un dron de forma que se
ponga en riesgo la integridad de las personas, si se pone en riesgo la salud o
la seguridad de las personas comercializando un producto o un servicio
dañino o peligroso... En todos estos casos y otros muchísimos más se actúa
contra el Derecho, aunque ninguna norma haya prohibido antes esa concreta
conducta. Es verdad que los ciudadanos tienen libertad y que la libertad
genérica permite hacer todo lo no prohibido por la ley o de acuerdo con la ley.
Pero ello con una excepción: de antemano está prohibido, al margen de que
lo diga cualquier norma, perturbar o poner en peligro el orden público.
Correlativamente, y esto es lo importante, hay que entender
como regla general que las potestades limitativas de la policía
basadas en sus cláusulas generales sólo sirven y sólo pueden
ejercerse para hacer valer ese deber. Por eso, sólo pueden
dirigirse contra el perturbador y sólo para que no perturbe.
Igualmente, sólo se pueden aceptar potestades policiales
implícitas o inherentes con ese mismo destinatario (el
perturbador) y con ese contenido y sentido puramente negativo
(conseguir que no perturbe).
Esta afirmación merece las siguientes aclaraciones:
— Perturbador es, a estos efectos, cualquiera de cuya
existencia deriva la perturbación o el peligro concreto e inmediato
para el orden público, aunque no sea culpable.
Como explicaba Otto Mayer, para la policía «la cuestión de saber quién es
(el perturbador) no puede resolverse... por medio de la causalidad, tal como
se realiza en el juicio penal o moral... La perturbación emana de aquél cuya
esfera de existencia la produce. No se le imputa solamente su conducta
personal. Se le reprocha también el estado peligroso de sus bienes, los daños
que amenazan el buen orden a causa de su vida doméstica, de su industria...;
en fin, por todas las cosas de las cuales él es el centro social, y socialmente
responsable...». Es perturbador, p. ej., quien tiene y puede transmitir una
enfermedad contagiosa, aunque nada se le pueda reprochar; quien sufre una
plaga en sus cultivos que se puede propagar a otros; quien vende un
producto peligroso para la salud aunque no lo haya fabricado y aunque hasta
ese momento nadie pudiera conocer su toxicidad... Contra ellos, se podrán
dirigir las potestades limitativas de policía: se podrá acordar el tratamiento y
hasta el internamiento forzoso del enfermo; la destrucción del cultivo o su
fumigación obligatoria; la retirada del mercado o hasta la destrucción del
producto, etc. Nada importa aquí la culpabilidad; ni siquiera la voluntariedad.
Por eso, perturbador puede ser quien aparentemente ejerce
sus derechos; incluso quien actúa obedeciendo todas las normas
escritas obligatorias y aunque cuente con autorización
administrativa.
Ofrece una prueba el RD 1.801/2003 sobre seguridad de los productos, art.
3.4:
«La conformidad de un producto con las disposiciones normativas
que les sean aplicables (…) habiendo incluso, en su caso, superado
los correspondientes controles administrativos obligatorios (o sea,
contando con autorización), no impedirá a los órganos administrativos
competentes adoptar alguna de las medidas previstas en esta
disposición (prohibición de suministro, retirada del mercado,
destrucción, etc.) si, pese a todo, resultaran inseguros».
Hay declaraciones similares en otras normas. Y, aunque no las haya,
siempre hay que aceptar que cabrá combatir la conducta que perturba el
orden público aunque cumpla aparentemente los requisitos establecidos.
— Lo que la Administración puede imponer en virtud de las
potestades basadas en cláusulas generales o apoderamientos
implícitos tiene un sentido puramente negativo (que no se
perturbe) y constreñido a lo imprescindible para que no se
perturbe.
Ir más allá de eso sería imponer algo más que el deber general y, por
tanto, ilícito. Se comprende que con esto se da un fundamento adicional y un
refuerzo al principio de proporcionalidad. No es de extrañar, pues, que el
principio de proporcionalidad se proclamara inicialmente para la policía y que
todavía presente aquí su máxima importancia y rigor ante potestades tan
ampliamente otorgadas.
— Con nada de lo anterior negamos que la Administración
pueda imponer límites para asegurar el orden público a quien no
perturba o que pueda imponer a cualquier sujeto más de aquello
a lo que obliga el deber general. Claro que puede. Claro que la
actividad de policía puede tener esas potestades y las tiene con
normalidad. Pero para ello le harán falta habilitaciones legales
específicas; o sea, que el principio de legalidad recupera todo su
vigor. Sólo cabe añadir que en situaciones de necesidad esto
cambia: es aun más frecuente que la Administración cuente con
potestades limitativas frente a quien no es el perturbador y
potestades para exigir, no ya que no se perturbe, sino que se
colabore positivamente al restablecimiento del orden público.
Además, en tales situaciones de necesidad las habilitaciones
legales son especialmente amplias. Pero en las situaciones
ordinarias la posibilidad de ir contra quien no es el perturbador o
de imponer más de lo que se deriva del deber general de no
perturbar requiere concretos y específicos apoderamientos
legales. Por tanto, la peculiar adaptación de la policía al principio
de legalidad la ceñimos, además de a las situaciones de
necesidad, en situaciones ordinarias a su lucha contra las
conductas que perturban el orden o que directamente lo ponen en
peligro.
Se comprende con todo lo expuesto que la idea de un deber general de no
perturbar el orden público no cumple la función de dar a la Administración
más potestades sino, al contrario, sirve para encorsetar sus potestades
señalándoles la dirección (contra el perturbador), el sentido (el puramente
negativo de que no se perturbe) y el contenido (lo imprescindible para que no
se perturbe). Además, este deber general da sentido y coherencia a multitud
de regulaciones una vez que se comprende que, pese a su diversidad y
complejidad, no hacen otra cosa que concretar el deber general de no
perturbar respecto a las más diversas actividades humanas (conducir
vehículos, fabricar alimentos, tener animales, etc.).
— En tanto que las limitaciones se impongan sólo al
perturbador y sólo para que no perturbe tienen que ser costeadas
por éste y no dan derecho a indemnización.
No son indemnizables porque, aunque prohíban algo que aparentemente
estaba antes permitido y causen perjuicios económicos individualizados al
particular, la Administración no estará imponiendo nada a lo que no se
estuviera ya obligado con anterioridad sino sólo concretando y exigiendo un
deber previo. Por ello, diciéndolo en los términos de los arts. 32.1 y 34.1
LRJSP, el destinatario de la medida policial tendrá el deber jurídico de
soportarla y de sufrir el perjuicio económico que le irrogue. Con ello no
estamos afirmando que todos las demás límites sí sean indemnizables.
Normalmente no lo son por su carácter general, por ser cargas ordinarias de
la vida social, etc. Pero sí afirmamos que incluso cuando tengan un carácter
individual que suponga un perjuicio concreto para un sujeto determinado
(demolición de la casa ruinosa peligrosa para el público, sacrifico de animales
que pueden contagiar enfermedades, retirada del mercado de productos
cuando se descubre que son peligros, etc.) no serán indemnizables si recaen
sobre el perturbador y son las imprescindibles para que no perturbe. En otro
caso, o sea, cuando la policía actúa contra quien no es el perturbador, los
límites impuestos sí podrán dar derecho a indemnización. Es ilustrativo el art.
3 RSCL:
«1. La intervención defensiva del orden, en cualquiera de sus
aspectos, se ejercerá frente a los sujetos que lo perturbaren.
2. Excepcionalmente y cuando por no existir otro medio de
mantener o restaurar el orden hubiese de dirigirse la intervención
frente a quienes legítimamente ejercieren sus derechos, procederá la
justa indemnización».
Ínsito está en el precepto que cuando la policía impone límites a los
perturbadores (que es lo que normalmente debe hacer) no son
indemnizables, pero que cuando va contra otros sí lo son. La misma idea se
refleja en diversos preceptos para situaciones de necesidad que son las que
más fácilmente permiten imponer límites a los no perturbadores (arts. 120
LEF, 7.2 LOSC, 7 bis.3 Ley Protección Civil).
IV. PANORAMA GENERAL DE LOS
INSTRUMENTOS Y CONTENIDOS DE LA
ACTIVIDAD DE LIMITACIÓN
1. EL ESTABLECIMIENTO DE LOS DEBERES
Ya dijimos que la actividad administrativa de limitación primera
y fundamentalmente impone restricciones, deberes o de cualquier
otra forma ordena coactivamente las actuaciones privadas.
Hablamos genéricamente de deberes en el sentido que le dimos
en la lección 7.III del Tomo I. Ocupémonos someramente de dos
cuestiones: A) Del contenido de esos deberes o restricciones; B)
De los medios para establecer esos deberes.
A) Del contenido de esos deberes o restricciones
El posible contenido de los deberes es de lo más variado. Ni
siquiera cabe una clasificación con pretensiones exhaustivas o
sistemáticas sobre su diversidad. Aun así, conviene ofrecer un
bosquejo para dar una idea sobre su posible contenido y sentido.
A veces se trata de prohibiciones absolutas de determinadas
actividades (p. ej., está prohibida la venta a domicilio de bebidas y
alimentos). Pero lo más normal, es que consistan en señalar
cómo pueden realizarse las actividades privadas para que no
perjudiquen los intereses generales lo que, a su vez, tiene
variedades casi infinitas.
En esa línea, puede llegarse incluso a imponer a las empresas
una determinada organización o a contar con cierto personal
especializado.
P. ej., el Reglamento de artículos pirotécnicos y cartuchería (RD 989/2015),
art. 57.1: «El empresario titular del taller, como responsable de la seguridad
de las instalaciones, designará la dirección técnica del taller que
corresponderá a un encargado con capacitación profesional que le faculte
para ello, a cuyo nombramiento deberá dar conformidad expresa el Delegado
del Gobierno en la Comunidad Autónoma...».
Asimismo, a veces se establece el deber se someter ciertos
objetos a controles periódicos (realizados por la Administración o
por sujetos privados especialmente habilitados para ello) en los
que se comprueba que siguen cumpliendo las condiciones
mínimas para su uso sin riesgos inadmisibles.
Piénsese en las inspecciones técnicas de vehículos o de edificios. Pero
hay otros muchos supuestos. P. ej., el Reglamento sobre aparatos de rayos X
con fines de diagnóstico médico (RD 1.085/2009) impone contar con
«certificado de conformidad» periódicos (anuales, bienales o quinquenales,
según el tipo de instalación de rayos X) expedido por un servicio propio o por
una unidad técnica de protección radiológica que contraten [art. 18.e)],
Servicio o Unidad que en cualquier caso requiere una autorización del
Consejo de Seguridad Nuclear (arts. 24 y 25).
Igualmente se establecen deberes para facilitar a la
Administración el control de cumplimiento de otros deberes (p. ej.,
el de instalar tacógrafos para vigilar que se respetan los tiempos
máximos de conducción de autobuses y sus límites de velocidad)
o deberes de información a la Administración para facilitar la
actuación de ésta (p. ej., los deberes estadísticos). No sólo
deberes de información sobre la propia actividad (que son los
más normales), sino sobre la actividad de otros sujetos (p. ej., las
informaciones que la normativa sobre prevención del blanqueo de
capitales establece que los bancos deben facilitar a la
Administración sobre ciertas operaciones bancarias realizadas
por particulares) o sobre hechos.
A veces se establecen deberes de contribución positiva a las
tareas de la Administración.
Ejemplo de ambas cosas (de información y de ayuda a la Administración)
ofrece la Ley de Montes: «Toda persona que advierta la existencia o iniciación
de un incendio forestal estará obligada a avisar a la autoridad competente o a
los servicios de emergencia y, en su caso, a colaborar, dentro de sus
posibilidades, en la extinción del incendio» (art. 45). Asimismo, las
denominadas «obligaciones de servicio público», que se dan en la
«regulación económica» de que antes hablamos, son de contribución positiva
al logro de los intereses generales.
Estos deberes de contribución positiva a la realización de ciertos intereses
públicos son más amplios en casos de situaciones de necesidad. A ellos
alude el art. 30.4 CE. Pero en todo caso han de diferenciarse de lo que son
más bien prestaciones personales o patrimoniales en favor de la
Administración. De ellas se ocupa la Constitución en el mismo artículo que de
los tributos, el art. 31: en su apartado 1.º, se refiere a los tributos, y en el 3.º,
a esas prestaciones personales o patrimoniales. En ambos casos, suponen
una contribución al sostenimiento de los gastos públicos (aunque no se haga
en dinero sino en especie o en trabajo, como era el caso del servicio militar) y
no a la realización de comportamientos puramente privados que suponen un
beneficio para los intereses públicos, no para la Administración. Esas
prestaciones personales y patrimoniales del art. 31.3 CE, como también las
tributarias del art. 31.3 CE, quedan al margen de la actividad administrativa
de limitación y responden a ideas y principio distintos. Sin embargo, la
frontera no siempre es clara.
Todos los deberes relativos a actividades peligrosas y
encaminados a eliminar o reducir sus riesgos comprenden
implícita pero inequívocamente un especial deber de cuidado o
de diligencia que incluye el deber de autocontrol y de
autoevaluación de la propia actividad. Pero sucede, además, que
para determinadas actividades que se consideran especialmente
peligrosas ese deber genérico de autocontrol y autoevaluación se
impone concretamente por las normas que señalan también una
determinada forma en que ha de realizarse y plasmarse.
Buenos ejemplos ofrece la Ley 31/1995 de Prevención de Riesgos
Laborales que, entre otras cosas, impone a los empresarios no sólo un deber
genérico de evitar los riesgos para sus trabajadores sino más en concreto
contar con un «plan de prevención de riesgos laborales, evaluación de los
riesgos y planificación de la actividad preventiva» (art. 16). Lo mismo puede
verse en la Ley 28/2015 de Defensa de la Calidad Alimentaria según la cual
«los operadores (…) deberán establecer un sistema de autocontrol de las
operaciones del proceso productivo bajo su responsabilidad (…) El sistema
de autocontrol dispondrá, al menos, de los siguientes elementos: a)
Procedimientos documentados de los procesos que se lleven a cabo en la
empresa; b) Un plan de muestreo y análisis; c) Un procedimiento de
trazabilidad…» (art. 10).
Con relativa frecuencia se impone a quienes realizan
actividades generadoras de riesgos que cuenten con seguros u
otro tipo de garantías para garantizar las indemnizaciones por los
daños que lleguen a causar.
El ejemplo más conocido es el del seguro obligatorio del automóvil. Otro
ejemplo destacado suministra la Ley de Responsabilidad Ambiental que
impone contratar un seguro a quienes realicen determinadas actividades allí
enumeradas para cubrir los daños que causen al medio ambiente. Entre otros
muchos ejemplos, pone de manifiesto la extensión de este tipo de deberes la
Ley de Auditoría de Cuentas que impone a los auditores prestar garantía
financiera para responder de los daños y perjuicios que pudieran causar en el
ejercicio de su actividad (art. 27).
Los deberes impuestos pueden tener por finalidad proteger a
un individuo contra sí mismo.
No se piense sólo en el suicida. Fleiner hablaba de la protección del
«artista temerario» y ahora podríamos hablar del «deportista temerario» o del
gamberro borracho que práctica el «balconing». O piénsese en las
prohibiciones de baños en lugares peligrosos o en la obligación de los
cinturones de seguridad o de los cascos impuesta a los usuarios de
vehículos; o en una eventual prohibición de fumar cuando sólo perjudique al
fumador; o en el refugio obligado de vagabundos ante olas de frío, etc. Hay
que aceptar esos deberes o prohibiciones cuando están en la ley o cuentan
con una explícita habilitación legal. Cosa distinta, y es lo discutible y discutido,
es si bastan las cláusulas generales de la policía para que la Administración
imponga esta clase de deberes.
B) De los medios para establecer esos deberes
a) Mediante reglamentos administrativos. La colaboración de la
autorregulación
La imposición de límites y deberes a los particulares para cada
tipo de actividad la realiza la Administración sobre todo mediante
reglamentos.
Los reglamentos, dentro de la actividad administrativa de limitación,
cumplen sobre todo la función de concretar la ordenación material de las
distintas actividades privadas estableciendo lo que se puede y no se puede
hacer o cómo se puede hacer. P. ej., reglamentan los requisitos de los
establecimientos de comercio minorista o de producción o venta de productos
fitosanitarios o de sacrificio de animales o de las autoescuelas o de los
bares... imponiendo con carácter general los deberes, prohibiciones y
limitaciones que incumben a quienes realicen esas actividades.
Complementariamente cumplen otra función, la de concretar la forma en que
ha de proceder la Administración: cómo debe tramitar y resolver las
peticiones de autorización, cómo debe inspeccionar, qué debe hacer ante
tales o cuales incumplimientos... P. ej., regulan la forma en que la
Administración habrá de medir el ruido de los vehículos, qué y quién deberá
decidir si se supera en pocos o muchos decibelios el límite máximo; o
establecen la forma en que la Administración vigilará si los animales padecen
la enfermedad de la lengua azul o la medida administrativa concreta que
procederá si se detecta en unas reses, etc.
Naturalmente, eso mismo puede hacerlo directamente la ley.
Incluso debe ser así en lo esencial en materias reservadas a la
ley. De hecho, varios de los ejemplos utilizados más arriba son
deberes establecidos por Ley. Hasta ahí no hay actividad
administrativa ninguna (sólo la habrá para vigilar el cumplimiento
de esos deberes legales y para reaccionar en caso de
incumplimiento). Pero lo normal es que las leyes confíen en
buena parte a los reglamentos esa ordenación de las actividades
privadas. Lo hacen especialmente y con más intensidad, como
sabemos, en materia de policía.
Tampoco hay una imposición administrativa de deberes cuando estos se
incluyen en Reglamentos legislativos europeos. Además, debe destacarse
que en los últimos tiempos, en determinados sectores (p. ej., la seguridad
alimentaria), se han aprobado Reglamentos legislativos europeos que
contienen con gran detalle los deberes que se imponen a los administrados y
que han originado una progresiva derogación de las disposiciones
administrativas españolas que antes regulaban tales actividades. Esto es, en
tales sectores, ha tenido lugar una amplia reducción de la actividad
administrativa de imposición de límites y deberes.
Hemos dicho que lo habitual es que los reglamentos
administrativos concreten los deberes que las leyes se limitan a
recoger normalmente de manera amplia y genérica. Pero, en
muchas ocasiones, esos reglamentos administrativos, aunque
incluyen un primer desarrollo de esos deberes legales, tampoco
descienden a todos los detalles o se limitan a definir una serie de
objetivos pero sin establecer los medios o procedimientos que
permiten su consecución.
P. ej., el Real Decreto por el que se aprueba el Código Técnico de la
Edificación impone que los elementos estructurales de los edificios o las
puertas deben resistir al fuego 30, 60, 90 o 120 minutos, según proceda, pero
no se precisa cómo o con qué materiales deben ser fabricados dichos
elementos o puertas; o el Reglamento europeo de higiene de los alimentos
dispone que «los operadores de empresas alimentarias deberán
asegurarse… de que los productos primarios estén protegidos contra
cualquier foco de contaminación», pero no precisa cómo debe garantizarse o
materializarse dicho objetivo. Esta forma de proceder tiene diversas
justificaciones: la complejidad técnica de la materia en cuestión, los
constantes cambios tecnológicos, la voluntad de la Administración de implicar
activamente al sector destinatario de esos deberes en su concreción…
En estos casos, es habitual que esa mayor concreción deba
buscarse en manifestaciones de un fenómeno que se ha dado en
denominar «autorregulación». La autorregulación es la actividad
mediante la que determinados sujetos privados llegan a un
acuerdo para el establecimiento y, en su caso, aplicación, de
reglas comunes en su ámbito de actuación.
P. ej., las grandes empresas europeas de distribución de alimentos se
ponen de acuerdo en los requisitos de seguridad alimentaria que van a exigir
a sus proveedores; las empresas vinculadas con la publicidad acuerdan un
código de conducta donde se recogen principios de actuación, deberes
generales, conductas prohibidas, etc.; o los abogados aprueban un código de
ética profesional.
Especialmente
relevante
es
aquella
actividad
de
autorregulación que tiene algún tipo de respaldo por parte de los
poderes públicos o incluso se encuentra regulada por tales
poderes. Así, p. ej., la Ley de Industria regula la normalización —
que es una manifestación de la autorregulación—; la legislación
sobre colegios profesionales establece un marco para los códigos
profesionales y otras manifestaciones de la autorregulación
profesional; la Ley de Comunicación Audiovisual da respaldo a
los códigos de autorregulación en dicho sector; la legislación
alimentaria regula las denominadas guías de prácticas correctas
de higiene; la Ley de Competencia Desleal contiene una
regulación específica de los códigos de conducta «relativos a las
prácticas comerciales con los consumidores». Habrá que estar a
cada una de estas legislaciones sectoriales para conocer quién y
cómo deben aprobarse las mencionadas manifestaciones de la
autorregulación (normas técnicas, códigos de conducta, códigos
éticos, códigos de buenas prácticas, guías de prácticas correctas
de higiene…); si las asociaciones de consumidores o hasta la
Administración deben participar en dicho proceso (en tal caso, a
veces se habla de co-regulación); su valor jurídico…
Expongamos como muestra y dada su trascendencia, el
régimen de las denominadas «normas técnicas» o «normas» —
expresión esta última que genera cierta confusión con las normas
jurídicas—. La Ley de Industria define la «Norma» como «la
especificación técnica de aplicación repetitiva o continuada cuya
observancia no es obligatoria, establecida con participación de
todas las partes interesadas, que aprueba un Organismo
reconocido, a nivel nacional o internacional, por su actividad
normativa.» Por tanto, sus características esenciales son las
siguientes:
— Su contenido son especificaciones técnicas.
Esas especificaciones técnicas pueden tener un objeto muy variado y
referirse a características tales como las dimensiones, la durabilidad, la
resistencia al fuego, la resistencia a la tracción, la estanqueidad, la pureza del
material, las condiciones de ensayos, los símbolos, etc. Piénsese, p. ej., en el
contenido de la norma UNE-EN ISO 216, sobre papel de escritura y ciertos
tipos de impresos, donde se definen formatos de papel tan conocidos como el
A4 o el A3; o en el de la UNE 53539, donde se recogen las características
que deben cumplir los tubos flexibles que se emplean en instalaciones y
aparatos de gas.
— En principio, su cumplimiento es voluntario.
Ello es lógico por cuanto, como veremos inmediatamente, no son
documentos aprobados por ningún poder público. No obstante, puede ocurrir
que una verdadera norma jurídica remita expresamente algún elemento de su
contenido a una norma técnica (p. ej., el Real Decreto 140/2003, por el que se
establecen los criterios sanitarios de la calidad del agua de consumo humano,
dispone que «cualquier sustancia o preparado que se añada al agua de
consumo humano deberá cumplir con la norma UNE-EN correspondiente
para cada producto y vigente en cada momento»). En estos supuestos, esa
norma técnica pasa a ser de obligado cumplimiento en los términos que la
norma jurídica prevea. En otros casos, la norma jurídica no impone su
cumplimiento pero lo fomenta o impulsa (p. ej., estableciendo presunciones
tales como que el producto que cumpla ciertas normas técnicas se
considerará conforme a la normativa y se podrá comercializar libremente).
— Deben aprobarse por un organismo reconocido.
En el caso de España, ese organismo reconocido por el poder público es la
Asociación Española de Normalización, UNE. Se trata de una asociación
constituida conforme a la Ley de Asociaciones en la que se integran todos
aquellos sujetos (fundamentalmente, empresas) que desean participar en la
actividad de normalización —la consistente en elaborar normas técnicas—.
Las normas elaboradas por la Asociación Española de Normalización se
denominan UNE. Es habitual que cada Estado tenga su propio organismo de
normalización (Francia, AFNOR; Alemania, DIN; …). En el ámbito europeo,
destaca el CEN/CENELEC (Comité Europeo de Normalización), que aprueba
las normas EN. Y en el ámbito internacional, ISO (Organización Internacional
de Normalización) que aprueba las normas del mismo nombre.
b) Mediante actos administrativos
Pero también se imponen nuevos límites y deberes mediante
actos administrativos. Sobre todo con las órdenes, en especial,
con las llamadas «órdenes preventivas», a las que después nos
referiremos. Y a veces se hace mediante otros actos
administrativos, como las autorizaciones cuando pueden
establecer condiciones específicas a las actividades autorizadas.
c) Mediante convenios y figuras próximas
En esa línea mencionada de involucrar al destinatario del deber en su
cumplimiento, alguna normativa incluso prevé la firma de un convenio o
instrumentos próximos con la Administración donde se concretarán esos
deberes. Así, la Ley de residuos y suelos contaminados (Ley 22/2011), tras
establecer que «estarán obligados a realizar las operaciones de
descontaminación y recuperación (de suelos contaminados)…, previo
requerimiento de las Comunidades Autónomas, los causantes de la
contaminación», añade en el art. 37 que estas actuaciones de limpieza y
recuperación podrán llevarse a cabo mediante convenios de colaboración
entre los sujetos obligados y las Administraciones Públicas competentes. Sin
llegar a la firma de un convenio, alguna legislación sectorial (p. ej., la de
entidades de crédito) prevé supuestos en los que los sujetos obligados deben
presentar a la aprobación de la Administración un plan o similar donde se
detallen sus compromisos —que se transforman en deberes tras esa
aprobación— para la consecución del interés público de que se trate.
2. EL CONTROL DEL CUMPLIMIENTO DE LOS DEBERES
Dijimos que, en segundo lugar, la Administración en este
género de actividad vigila el cumplimiento de los límites y
deberes, o sea, de la ordenación de la actividad privada y, en
último término, que no se lesionan o ponen en riesgo los
intereses públicos en juego. Son variadas las actuaciones
administrativas que tienen esta finalidad de vigilancia y control. P.
ej., el sometimiento de ciertas actividades privadas a la necesidad
de obtener previamente una autorización administrativa tiene en
muchos casos la función de ejercer una vigilancia de esas
actividades antes de que se realicen. Y también la imposición a
los particulares de presentar declaraciones responsables o
comunicaciones a la Administración sobre las actividades que se
proponen acometer o que ya realizan tiene una finalidad de
vigilancia. Pero en esta función de control ocupa un papel
fundamental la inspección administrativa. De todo esto nos
ocuparemos en la lección siguiente.
3. LA REACCIÓN ANTE LOS INCUMPLIMIENTOS PARA RESTABLECER LA
LEGALIDAD
Finalmente, como un instrumento más de la actividad de
limitación, la Administración ha de reaccionar ante los
incumplimientos de los deberes y límites impuestos o ante
lesiones o riesgos para el interés público para restablecer la
situación conforme a la legalidad y al interés público en riesgo o
lesionado. La forma de reacción administrativa es muy variada.
La prototípica y ordinaria es la de ordenar al particular que
acomode su comportamiento a lo que era obligatorio, o sea, que
cese en su conducta ilícita y que, en su caso, restaure la situación
ilegalmente alterada. Esto es, mediante lo que llamaremos
órdenes represivas que, a su vez, posteriormente, permitirán
pasar —como cualquier otro acto administrativo que imponga un
deber— a la ejecución forzosa. Pero hay otras formas de reacción
administrativa admitidas a veces por el ordenamiento. Entre las
más suaves está la de la intimación y entre las más severas la de
la coacción directa. De todo ello nos ocuparemos después.
Aludamos a algunas otras formas de reacción sólo para dar
una idea de su diversidad.
— En ocasiones, el ordenamiento prevé como forma de
reacción ante ciertos incumplimientos o ante la comprobación de
que la actividad resulta peligrosa la revocación de las
autorizaciones previamente otorgadas.
En realidad, estas revocaciones, de las que hablaremos después, cumplen
la misma función material que una orden represiva: en vez de prohibir
simplemente que se haga algo, se retira el título que permitía hacerlo.
— A veces, la reacción administrativa incluye la información al
público en general de la existencia de un riesgo, información que
no se hace en estos casos con una simple finalidad de
transparencia sino precisamente para luchar contra ese riesgo.
P. ej., dice el art. 15. 2 del TR de Defensa de los Consumidores: «Las
Administraciones Públicas, atendiendo a la naturaleza y gravedad de los
riesgos detectados, podrán informar a los consumidores y usuarios afectados
por los medios más apropiados en cada caso sobre los riesgos o
irregularidades existentes, el bien o servicio afectado y, en su caso, las
medidas adoptadas, así como de las precauciones procedentes, tanto para
protegerse del riesgo, como para conseguir su colaboración en la eliminación
de sus causas». Previsiones similares hay en normas sobre salud pública o
medio ambiente. Con frecuencia, esta información causa perjuicios notables a
los sujetos cuya actividad se anuncia como peligrosa y, sin embargo, hay que
darla aunque aún no haya completa certeza sobre los riesgos. Cuando a la
postre se comprueba que la información dada por la Administración no se
correspondía con la realidad, puede surgir a veces la responsabilidad
patrimonial de la Administración.
— En algunos sectores, las leyes, con base en lo dispuesto en
el art. 128.2 in fine CE, han previsto que la Administración pueda
intervenir empresas incursas en generalizados y extremos
incumplimientos que supongan grave riesgo a los intereses
generales a los que no se puede hacer frente de otra forma.
Tal intervención comporta una drástica limitación de las facultades de
gestión de esas empresas que se ven condicionadas por los interventores
designados por la Administración. Véanse, p. ej., el art. 163 de la Ley
20/2015, de entidades aseguradoras; y los arts. 70 y ss. de la Ley 10/2014,
de entidades de crédito.
Para todas estas reacciones administrativas tendentes a
restablecer la legalidad y asegurar el interés público lesionado es
por completo indiferente que el sujeto haya actuado
culpablemente o no.
4. LAS SANCIONES ADMINISTRATIVAS NO SON MEDIOS DE LA ACTIVIDAD DE
LIMITACIÓN
Las formas de reacción que se incluyen en la actividad
administrativa de limitación son, según hemos dicho, las que
persiguen restablecer la legalidad y la situación conforme al
interés general lesionado. En contraste, las sanciones (como las
penas) son castigos que expresan el reproche por un
comportamiento ilícito y tienen una naturaleza y función punitiva
(Tomo II, lección 7.I.3), no de restablecimiento de la legalidad ni
de la situación conforme al interés general. Por eso obedecen a
principios por completo distintos de los de las medidas ahora
estudiadas.
Es verdad que muchas veces las sanciones administrativas (como también
algunas penas) se prevén para acciones que consisten precisamente en el
incumplimiento de los deberes y límites que son objeto de la actividad
administrativa de limitación. P. ej., un reglamento establece cómo debe ser el
etiquetado de los alimentos y, ante su transgresión, cabrá, de un lado, una
medida de limitación para restablecer la legalidad (p. ej., prohibición de venta
mientras no se modifique el etiquetado) y, de otro, una sanción (p. ej., una
multa). Pero:
— Son muy distintas. De hecho, en algunos casos cabrá medida de
reacción para restablecer la legalidad y no sanción (v. gr., si la conducta se
realizó sin culpabilidad) o, al revés (p. ej., si ya no se mantiene la ilegalidad;
así, en el caso expuesto, si ya se han vendido todos los productos mal
etiquetados).
— Hay sanciones administrativas totalmente al margen de la actividad
administrativa de limitación (p. ej., para quien no paga sus impuestos, para
quien recibe una subvención y no cumple sus obligaciones, para quien
disfruta de prestaciones públicas ilegalmente, para el usuario de un servicio
público que incumple sus deberes, etc.). Así que de ninguna forma cabe
pensar que las sanciones siempre y simplemente respaldan la actividad
administrativa de limitación.
Ahora bien, en ocasiones las sanciones y las medidas de reacción que nos
ocupan presentan íntimas relaciones. Destaquemos al menos dos causas. La
primera es que a veces esas medidas de reacción se acuerdan como
medidas provisionales en procedimientos sancionadores (art. 56 LPAC). La
segunda es que en la misma resolución del procedimiento sancionador cabe
acordar una medida de restablecimiento de la situación alterada por la
infracción (art. 28.2 LRJSP). Pero esta eventual coincidencia procedimental,
aunque crea confusión, no desmiente su distinta naturaleza y régimen.
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* Por Manuel REBOLLO PUIG. Grupo de Investigación de la Junta de
Andalucía SEJ-196. PGC-2018-093760 (M.º Ciencia, Innovación y
Universidades/FEDER, UE).
LECCIÓN 2
LOS MEDIOS JURÍDICOS DE LA ACTIVIDAD
ADMINISTRATIVA DE LIMITACIÓN *
En el último epígrafe de la lección anterior se realizó una
exposición general de los instrumentos de la actividad
administrativa de limitación. En esta lección, procederemos al
estudio detenido de los más relevantes.
I. LA AUTORIZACIÓN ADMINISTRATIVA
1. CONCEPTO DE AUTORIZACIÓN EN LA ACTIVIDAD DE LIMITACIÓN;
DISTINCIÓN DE FIGURAS PRÓXIMAS
De autorización se habla para referirse a realidades muy diferentes. Así,
hay autorizaciones en cuya virtud un órgano administrativo permite alguna
actuación a otro órgano de la misma o de otra Administración; autorizaciones
demaniales; autorizaciones a funcionarios o contratistas para alguna
actuación, etc. Estas variadas autorizaciones y otras que aún podríamos
encontrar espigando en multitud de normas obedecen a funciones por
completo diversas y están inspiradas por principios generales diferentes. De
todas ellas en su conjunto poco puede decirse de interés. Aquí sólo nos
incumben las autorizaciones que se producen en el seno de la actividad de
limitación. Éstas, aun dentro de su diversidad, tienen un mismo sentido y
algunos caracteres comunes que permiten ensayar una construcción general.
En el contexto de la actividad de limitación, podemos definir a
la autorización como el acto administrativo por el que, como
consecuencia de la superación de un control previo sobre la
conformidad de una actividad puramente privada con
determinadas normas y con un interés público, se permite su
realización. Esta definición requiere las siguientes precisiones:
a) La obtención previa de la autorización es necesaria para la
realización de la actividad. Acometer esa actividad sin haber
solicitado y obtenido la autorización es ilícito.
Por eso, además de que normalmente está tipificado como infracción
administrativa la realización de una actividad sin la preceptiva autorización, se
reconocen potestades a la Administración para hacer cesar esa actividad
hasta que, en su caso, se obtenga tal autorización.
Por otro lado, debe advertirse que el término actividad se emplea en un
sentido muy amplio, más como realidad jurídica que fáctica. Así, p. ej., las
instalaciones nucleares están sometidas a una autorización previa o de
emplazamiento, en la que la Administración reconoce el objetivo propuesto y
la idoneidad del emplazamiento, pero que sólo habilita para solicitar otra
autorización, la de construcción.
b) La autorización es arquetipo de acto administrativo favorable
porque lo es para su destinatario directo, aunque eventualmente
puede perjudicar a otros sujetos.
c) La actividad que se permite realizar es puramente privada y
fruto de la iniciativa del sujeto particular.
O sea, no es una actividad de servicio público ni de colaboración con la
Administración ni de ejercicio de funciones públicas ni de uso de bienes
públicos. En esto se diferencia de la categoría dogmática de las concesiones
que pueden considerarse títulos habilitantes por los que la Administración da
a un particular una facultad de la que es titular la propia Administración.
Aunque diversas normas han hecho borrosas las fronteras entre
autorizaciones y concesiones y han aproximado a veces sus regímenes
jurídicos, las diferencias subsisten y no pueden eliminarse porque en la
autorización se parte de una situación de libertad del solicitante que
simplemente aspira a su desarrollo personal, a acometer sus iniciativas y a
ejercer su autonomía privada con sus propios medios, mientras que con la
concesión el particular pasará a tener facultades que en principio son de la
Administración. Esta distinta base hace que los principios de legalidad y de
proporcionalidad operen de diferente forma y con más intensidad para las
autorizaciones que para las concesiones en las que se parte de una
titularidad administrativa. Con todo, no afirmamos que, frente a las
concesiones que otorgan un derecho, las autorizaciones no lo hagan nunca:
sólo afirmamos que éstas no dan un derecho sobre titularidades
administrativas.
d) La autorización se otorga porque se comprueba que la
actividad proyectada es conforme con la legalidad —con cierta
parte de la legalidad— y debe ser denegada en caso contrario.
En esto se diferencia de otra institución jurídica que son las dispensas.
Éstas comportan una exención para un caso concreto del cumplimiento de
una norma general. Así, algunas dispensas —que incluso pueden recibir la
denominación de autorización— también permiten realizar cierta actividad,
igual que las autorizaciones; pero lo hacen no porque esa actividad cumpla la
legalidad sino porque se admite en ese caso una excepción al cumplimiento
estricto de las normas.
e) Aunque la autorización se otorga al comprobar que la
actividad proyectada es conforme a la legalidad, no se limita a
declarar eso. No es una mera declaración de conocimiento o de
juicio sobre el cumplimiento de unos requisitos sino una
declaración de voluntad que, en principio y desde cierto punto de
vista, permite realizar una actividad.
En esto se distingue la autorización de otros actos administrativos que,
aunque también cumplen una función de control previo, sólo declaran hechos
o a lo sumo juicios sobre el cumplimiento de la legalidad. En concreto, se
exigen a veces certificados administrativos o similares para realizar ciertas
actividades, pero no son propiamente autorizaciones. Sólo son expresión de
una comprobación sin incorporar una auténtica declaración de voluntad. Con
todo, la diferenciación es a veces difícil y, en parte, quizá, irrelevante porque
esos otros actos administrativos, aunque teóricamente distintos, cumplen una
función semejante cuando las normas han impuesto contar con una de esas
comprobaciones o certificaciones para poder realizar una actividad. Por ello
serán también actos administrativos favorables con un régimen parecido al de
las más genuinas autorizaciones. Un ejemplo de ello ofrecen las
homologaciones reguladas en la Ley de Industria: por un lado, las define
como «certificación por parte de una Administración Pública de que el
prototipo de un producto cumple los requisitos técnicos reglamentarios» (art.
8); y, por otro, prevé que esa homologación del prototipo se establezca como
requisito previo para la fabricación o comercialización de productos (art. 12).
Aunque formalmente sea sólo una «certificación» y, por tanto, no incorpore
propiamente una declaración de voluntad como sí hacen las autorizaciones
en sentido más estricto, se comprende que su significado material es muy
similar y que la diferenciación es sutil y acaso intrascendente.
2. REGULACIÓN: DIVERSIDAD DE REGÍMENES Y HASTA DE NOMBRE
Incluso dentro de la actividad de limitación, hay autorizaciones
muy diversas y con regímenes diferentes establecidos por
múltiples normas sin atenerse a patrones comunes y ni siquiera a
la misma denominación (autorización, licencia, permiso…). Hay
un régimen de las licencias de obras, otro del permiso de
conducir, otro de las licencias de armas o de la autorización para
la creación de bancos, o para la celebración de espectáculos, etc.
En cada caso las normas reguladoras establecen con gran
libertad y diversidad la situación del solicitante, del autorizado, de
la Administración y de los terceros; las condiciones que deben
cumplirse o el propio procedimiento que debe llevar a la
resolución autorizatoria o a su denegación.
Sólo ha habido mínimos intentos de regulaciones con
pretensión de alguna generalidad. Clásico es el de los arts. 8 y
ss. RSCL que, aunque circunscrito a las autorizaciones locales,
suministra una referencia valiosa. Más modesto aun fue el
propósito del RD 1.778/1994, que pretendió establecer unas
normas mínimas sobre el procedimiento para otorgar
autorizaciones estatales. Recientemente, cuando se ha
emprendido la tarea de reducir el número de autorizaciones y de
simplificar las que subsistan, se han aprobado algunas leyes que
también ofrecen un marco general: primero, la Ley 17/2009 sobre
Libre Acceso a las Actividades de Servicio y su Ejercicio
(conocida como «Ley Paraguas» y que, en adelante, será citada
con ese sobrenombre), que traspuso la célebre Directiva de
Servicios de 2006; y segundo, la Ley 20/2013 de Garantía de la
Unidad de Mercado (en lo sucesivo, LGUM). Pero ni siquiera
estas dos leyes son aplicables a todas las autorizaciones sino
sólo a las de muchas actividades económicas. Por lo demás, la
LPAC sólo ofrece alguna referencia general para las
autorizaciones. Salvo ello, todo está en leyes sectoriales que
regulan, cada una a su manera, las autorizaciones que prevén.
Como se ha dicho, hay diversidad hasta en el nombre. Ya
hemos visto que muchas leyes hablan de autorizaciones para
referirse a conceptos distintos (autorizaciones entre órganos
administrativos, autorizaciones demaniales, etc.). Añadimos
ahora que, cuando sí se refieren a actos administrativos que
encajan en el concepto de autorización propio de la actividad de
limitación que hemos acogido, no siempre usan esa
denominación. Junto con el término de autorización, emplean
otros: sobre todo los de licencia o permiso; pero también
ocasionalmente diversas expresiones como visado, habilitación,
acreditación, aprobación, verificación u otras.
Consciente de esta diversidad terminológica, el ya aludido RD 1.778/1994
decía ocuparse de las autorizaciones «cualquiera que sea su denominación
específica». Incluso, en ocasiones, la autorización se presenta camuflada
como inscripción en un registro administrativo. En la mayoría de los casos la
inscripción en registros no es una autorización, sino que tiene otra naturaleza
y función; es más, muchas veces lo que ha de inscribirse en los registros son
las verdaderas autorizaciones ya otorgadas. Pero hay casos en que las
normas canalizan ese mismo control previo que es la autorización como
inscripción en un registro: es la inscripción la que directamente revela la
superación del control y la declaración de que la actividad está permitida. Es
ilustrativo el art. 17.1 in fine LGUM: «Las inscripciones en registros de
carácter habilitante tendrán a todos los efectos el carácter de autorización».
Partiendo de la gran diversidad de autorizaciones y de sus
regímenes —y hasta de su denominación— aquí, en parte
sirviéndonos de las pocas normas que han pretendido
regulaciones más generales sobre las autorizaciones y, en otra
parte, por abstracción de múltiples regulaciones sectoriales,
trataremos de inducir una serie de rasgos comunes. Pero a la
construcción general que se ofrece sólo cabe dar un valor relativo
que no puede suplir el análisis de cada una de las concretas
regulaciones sobre las diversas autorizaciones que presentan
rasgos originales.
3. CLASES
a) Hay autorizaciones en las que se atiende para otorgarlas o
denegarlas sólo a las condiciones subjetivas del peticionario (v.
gr., permiso de conducir) y otras en las que lo importante son las
condiciones materiales del objeto o de la actividad (v. gr., permiso
de circulación de vehículos, licencia de obras). En ese sentido se
habla de autorizaciones subjetivas y objetivas. Pero también las
hay mixtas, es decir, que barajan elementos de ambos tipos:
autorizaciones de autoescuelas; de farmacias; de bancos, en las
que se controla las condiciones de idoneidad de los miembros del
Consejo de Administración e incluso de los accionistas y
condiciones objetivas como el capital mínimo o contar con una
buena organización administrativa y contable; de apertura de
centros docentes privados que controlan los requisitos mínimos
de titulación del profesorado, la relación numérica profesoralumno, las instalaciones, etc.
b) Se distingue entre autorizaciones transmisibles e
intransmisibles (o sólo transmisibles con otra autorización, o sólo
gratuitamente o sólo mortis causa...). Lo habitual es que las
autorizaciones objetivas sean más fácilmente transmisibles que
las subjetivas y mixtas.
c) Hay autorizaciones que permiten realizar una concreta
operación (celebrar una fiesta o un transporte especial por
carretera —p. ej., un aerogenerador—) de modo que se agotan
con ella, y otras que, por el contrario, permiten realizar una
actividad a lo largo del tiempo, es decir, que son de tracto
sucesivo (prestación de servicios de seguridad privada o de
entidad de crédito). En el primer caso se habla de autorizaciones
de operación; en el segundo de autorizaciones de
funcionamiento.
Estas últimas, según lo que establezca cada legislación sectorial, pueden
tener una vigencia indefinida o un determinado plazo (cinco años, p. ej.) tras
el cual hay que pedir su renovación o una nueva autorización, más o menos
complicada. Comoquiera que esto supone una carga adicional, el art. 7.1 de
la Ley Paraguas (igual que el art. 11 de la Directiva de Servicios) establece
como regla general el carácter indefinido de las autorizaciones que afectan a
las actividades económicas pero acepta amplias excepciones y lo cierto es
que muchas autorizaciones tienen una vigencia temporal concreta.
Las autorizaciones de funcionamiento presentan importantes problemas
jurídicos en los supuestos de que se produzcan cambios en la normativa
reguladora de la actividad (p. ej., restaurante autorizado y cambio normativo
que obliga a tener un espacio especialmente habilitado para no fumadores) o
en las circunstancias existentes y que se tuvieron en cuenta en el momento
de su otorgamiento (p. ej., industria molesta e insalubre que cuando se
autorizó estaba aislada y que con el paso de los años se ve rodeada de
ciudad). Estas situaciones plantean problemas jurídicos diversos (si se puede
exigir el cumplimiento de la nueva normativa, si se puede revocar la
autorización por cambio en las circunstancias, si hay que indemnizar, si hay
derechos adquiridos…). De ellos nos ocuparemos en el epígrafe 6.
d) Lo que resulta más adecuado al concepto y función de las
autorizaciones que venimos analizando es que sean regladas; es
decir, que la Administración debe concederlas si la actividad
privada proyectada cumple los requisitos predeterminados por las
normas y denegarla sólo en caso contrario.
Así tiene que ser por lo general conforme al art. 6 de la Ley Paraguas
(«Los procedimientos… para la obtención de autorizaciones… deberán tener
carácter reglado…») que está en la misma línea de la Directiva de Servicios:
«La autorización deberá concederse una vez se haya determinado, a la vista
de un examen adecuado, que se cumplen las condiciones para obtenerla»
(art. 10.5). Ello no está reñido con que las normas establezcan los requisitos
mediante conceptos jurídicos indeterminados que exigen valoraciones más
subjetivas (p. ej., la valoración de la conducta o de la existencia de un riesgo
especial y de necesidad para la licencia de armas; valoración de la
honorabilidad, conocimientos y experiencia de las personas que vayan a
dirigir una entidad aseguradora para autorizarla) o el manejo de criterios
técnicos complejos (p. ej., el binomio beneficio-riesgo en la autorización de
medicamentos).
Pero hay también algunas autorizaciones con elementos
discrecionales: puede suceder que las normas confíen a la
Administración que haga una valoración sobre la conveniencia
para el interés público de la actividad proyectada, de manera que
la autorización se convierta, al menos en parte, en discrecional.
En este tipo de autorizaciones es frecuente que se permita a la
Administración otorgarla con condiciones que puede introducir con cierta
libertad. Se dio sobre todo en los ámbitos de actividad de limitación al servicio
de políticas económicas. Y todavía en esos terrenos tiene sus principales
muestras; p. ej., autorización de concentración de empresas (arts. 10 y 57 a
60 de la Ley de Defensa de la Competencia). Pero también se presenta en
los sectores más clásicos de la policía. P. ej., el art. 28.3 del Reglamento de
Seguridad Privada (RD 2.364/1994) establece que «los servicios de
protección
personal
habrán
de
ser
autorizados,
expresa
e
individualizadamente y con carácter excepcional, cuando, a la vista de las
circunstancias expresadas resulten imprescindibles, y no puedan cubrirse por
otros medios». O el art. 117 del Reglamento de Armas que prevé que se
podrá «conceder con carácter discrecional, licencia de armas a los militares
profesionales de los Ejércitos y Cuerpos comunes de las Fuerzas Armadas
que se encuentren en las situaciones administrativas de servicios
especiales…». Asimismo, algunas licencias de juego tienen un cierto
componente discrecional. En cualquier caso, estas autorizaciones
discrecionales en el ámbito de la actividad administrativa de limitación
(distinto es el caso de las otras autorizaciones, como las interadministrativas,
las demaniales, etc.) deben verse con prevención y admitirse hoy sólo
excepcionalmente, máxime si afectan al ejercicio de derechos fundamentales
(incluida la libertad de empresa), pues entrañan una grave restricción para los
particulares.
e) Suelen diferenciarse las autorizaciones cuya función es
realizar un control previo y aquéllas que cumplen una función de
ordenación o programación. Las prototípicas autorizaciones de la
actividad de limitación sólo cumplen una función de control. Pero
en algunos casos son también instrumento por el que la
Administración conforma y planifica la realidad social.
Lo normal era que esa programación (en realidad, una planificación
económica formal o informal) tuviera por fin restringir la oferta para adecuarla
a la demanda. Si no se quería que hubiera excesivos hoteles o centros
comerciales o gasolineras, para racionalizar la oferta, adecuarla a las
necesidades sociales y permitir la subsistencia de los existentes (y de sus
puestos de trabajo), se establecía que sólo se otorgaría nueva autorización
cuando quedase acreditada la conveniencia del aumento de la oferta.
En general, esta forma de proceder está proscrita en la actualidad. Sobre
todo, por obra de la Directiva de Servicios. Y lo refleja el art. 10.e) de la Ley
Paraguas: «En ningún caso se supeditará el acceso a una actividad de
servicios en España o su ejercicio a […] requisitos de naturaleza económica
que supediten la concesión de la autorización a la prueba de la existencia de
una necesidad económica o de una demanda en el mercado, a que se
evalúen los efectos económicos, posibles o reales, de la actividad o a que se
haga una apreciación de si la actividad se ajusta a los objetivos de
programación económica fijados por la autoridad…». En similar dirección se
reduce la posibilidad, aunque con alguna matización, de que se someta la
autorización de nuevos establecimientos de servicios «en función de la
población o de una distancia mínima entre prestadores», lo que en ningún
caso se permitirá con fines económicos o con el de «garantizar la viabilidad
económica de determinados prestadores» (art. 11). Exclusiones semejantes, y
con un ámbito de aplicación más amplio (no sólo para algunos servicios sino
para todos y para la producción de mercancías), contiene la LGUM [art.
18.2.g)]. Pese a todo, subsisten autorizaciones de este género en algunos
ámbitos
Un buen ejemplo encontramos en aquellos en los que todavía se admite
una cierta planificación económica. Creemos que ahí se puede incluir el
espinoso caso de los taxis (que parecen quedar al margen de la Directiva de
Servicios, de la Ley Paraguas y de la LGUM.) Y sobre todo subsisten
autorizaciones en función de programación económica porque así lo
establece la Unión Europea, que no queda vinculada por la Directiva de
Servicios ni por las leyes españolas. Se da particularmente en ejecución de la
Política Agrícola Común y su organización de los mercados agrarios. Es
ilustrativo el caso de las autorizaciones de plantación de viñedos para
producción de vino que regulan el Reglamento (UE) 1308/2013 y el RD
1.338/2018 sobre el potencial de la producción vitivinícola. Allí se parte de
que sólo se puede aumentar la superficie de viñedo en el porcentaje (máximo
un 1% anual) que, atendiendo primeramente a las perspectivas del mercado,
fijen las autoridades. Y para hacer efectiva esa determinación se somete la
plantación de nuevos viñedos a la obtención de autorización. Se trata,
evidentemente, de una de esas autorizaciones en función de ordenación o
programación y, además, claro está, económica, pues lo que se persigue es
que no se produzca más vino del que sea capaz de absorber el mercado.
También subsisten este tipo de autorizaciones cuando se otorgan en
función de una programación cuya finalidad no es económica. P. ej., es el
caso de las autorizaciones de farmacias que se otorgan en función de una
programación sanitaria tendente a garantizar que se preste el servicio hasta
en las zonas más remotas y que no se concentren en las más rentables. Lo
cierto es que, partiendo de declararlas «establecimientos sanitarios privados
de interés público», quedan sujetas a «la planificación sanitaria que
establezcan las Comunidades Autónomas», dentro del marco que establece
la legislación estatal básica (en principio, sólo una por cada 2.800 habitantes
con distancia mínima de 250 metros, según Ley 16/1997). Evidentemente, las
autorizaciones de apertura de farmacias no se ciñen a comprobar que se
cumplen ciertos requisitos del titular o del establecimiento físico, sino que
sirven para hacer efectiva la planificación sanitaria autonómica. Y parece ser
el caso también de las autorizaciones para la emisión de gases de efecto
invernadero a cuyos titulares se asignan después concretos derechos de
emisión en función de lo establecido en un Plan Nacional quinquenal
aprobado por el Gobierno que fija el número total de derechos de emisión que
se prevé asignar atendiendo a varios criterios, empezando por los
compromisos internacionales asumidos por España. Sin entrar en los
intríngulis de esta regulación (Ley 1/2005), sírvanos para comprobar que hay
autorizaciones cuya función es canalizar una planificación general y no un
simple control de cumplimiento de requisitos.
f) Cabe diferenciar entre autorizaciones que permiten el
ejercicio de un derecho preexistente y autorizaciones que
confieren un derecho. Ha sido habitual decir que la autorización
supone un control cuya superación permite el ejercicio de un
derecho que ya tenía antes el solicitante, de suerte que, por tanto,
no crea un nuevo derecho, no enriquece al autorizado a
diferencia de lo que sucede con las concesiones. A esa idea
responden la mayoría de las autorizaciones, las que obedecen
más fielmente a los cánones de la clásica actividad de limitación.
Pero no siempre es así: hay autorizaciones que confieren un
derecho ex novo.
El hecho de que las autorizaciones de la actividad de limitación no
supongan la transferencia a un particular de un derecho del que antes fuese
titular la Administración (como sucede en las concesiones) sino la posibilidad
de desarrollar una actividad privada no significa necesariamente que el
particular autorizado tuviera antes de conseguirla un verdadero derecho
subjetivo y pleno a realizar esa actividad. En ocasiones no puede decirse que
preexista a la autorización un verdadero y pleno derecho a realizar la
actividad y entonces es la autorización la que confiere el derecho. Estas
autorizaciones se aproximan más a las concesiones, pero mantienen la
diferencia esencial de que lo que se permite realizar es una actividad privada
y no se transfiere ninguna facultad de la que fuera titular la Administración.
Ejemplo revelador es el ya citado de las autorizaciones para la emisión de
gases de efecto invernadero con su posterior asignación de derechos de
emisión. La Ley misma dice que se trata de un «derecho subjetivo a emitir
una tonelada equivalente de dióxido de carbono» y que es transmisible, de
ordinario, por precio. También en el caso de la autorización de plantación de
viñedo se confiere un derecho que el particular no tenía. No hay transmisión
de una titularidad de la Administración (ni ésta tenía derecho a emitir gases ni
a plantar viñas) pero el acto administrativo crea el derecho en el particular. En
estos casos, sí que se enriquece al autorizado. De hecho hay autorizaciones
(como las de taxis o las de farmacia) que se pueden transmitir y reportar
notables beneficios.
g) Autorizaciones sin y con número limitado. Como regla
general, se pueden otorgar tantas autorizaciones como
solicitudes que cumplan las exigencias legales haya. Así, no se
plantea que el número de autorizaciones de conducir o de armas
o de zapaterías o bancos… esté limitado. Pero han existido
autorizaciones cuyo número, por diversas causas, estaba
limitado. Esa limitación, sobre todo si afecta a actividades
económicas, se ve ahora con especial recelo y se restringe, pero
no se excluye radicalmente.
Se plasma esto en la Ley Paraguas (en línea con lo que ya preveía la
Directiva de Servicios). Sólo consiente esta restricción cuantitativa «por la
escasez de recursos naturales o inequívocos impedimentos técnicos» (art. 8).
Por otro lado, no se admite que las normas establezcan «restricciones
cuantitativas» como los «límites fijados en función de la población o de una
distancia mínima entre prestadores» salvo que sea una medida
proporcionada para salvaguardar alguna razón imperiosa de interés general
(art. 11). Pero, como se ve, pese a esto, también esta norma admite algunos
supuestos de limitación del número de autorizaciones. Y, al margen de ello,
hay otros casos, como los ya vistos en que subsisten autorizaciones en
función de programación (las plantaciones de vides, taxis, farmacias o
emisión de gases de efecto invernadero). Otras veces, estará justificado por
el peligro que presentan los efectos aditivos de un número excesivo de
particulares realizando la misma actividad en el mismo lugar (p. ej.,
actividades aisladamente productoras de un nivel de contaminación
soportable pero que acumuladas causan un perjuicio ambiental intolerable). Y
hay otros casos muy lejanos que son sugerentes, como el del art. 10.1 Ley
del Juego (Ley 13/2011): «La limitación del número de operadores se fundará
exclusivamente en razones de protección del interés público, de protección de
menores y de prevención de fenómenos de adicción al juego».
Sintetizando estas clasificaciones, cabe decir que el arquetipo
de autorización de la actividad administrativa de limitación es la
reglada, con función exclusiva de control, que permite el ejercicio
de un derecho preexistente y de número ilimitado. Pero como se
ha ido viendo también las hay con ciertas dosis de
discrecionalidad, en función de programación, sin derecho
preexistente y con número limitado. Aunque estas otras cuatro
posibilidades más extrañas no vienen siempre juntas, sí que
puede detectarse una cierta relación entre todas ellas.
4. PROCEDIMIENTO PARA EL OTORGAMIENTO DE AUTORIZACIONES
Las autorizaciones se otorgan o deniegan tras seguir un procedimiento.
Las distintas regulaciones de cada una de las autorizaciones establecen
procedimientos específicos: a veces relativamente simples y otras veces
complejos (así, la autorización ambiental integrada, la autorización de
medicamentos, etc.). Pese a que ha habido algún intento de regulaciones
comunes sobre procedimientos autorizatorios (así, para las autorizaciones
estatales, RD 1.778/1994; y para las locales, art. 9 RSCL), es la legislación
sectorial la que establece los trámites pertinentes para cada tipo de
autorización. Con carácter general sólo pueden ofrecerse algunos caracteres
mínimos.
Se trata generalmente de procedimientos iniciados a solicitud
del interesado. No obstante, cuando el número de autorizaciones
para realizar una actividad está limitado, deben respetarse los
principios de publicidad y concurrencia (art. 8.2 Ley Paraguas) y
ello supone de ordinario que el procedimiento se inicia de oficio
con una convocatoria pública.
Ejemplo de ello hay en el art. 10 de la Ley del Juego para las licencias
generales para cada modalidad de juego y también en las leyes autonómicas
sobre apertura de farmacias, que incluso prevén concursos en los que se
otorgan las autorizaciones en función de los principios de mérito y capacidad.
Pero, tras ello, deberá haber solicitud de los interesados y no es imaginable
siquiera que la Administración otorgue una autorización a quien no la pide.
A la solicitud de autorización deberán acompañarse diversos documentos,
con frecuencia complejos (proyectos, memorias, etc.) y necesitados de la
intervención y firma de profesionales cualificados (arquitectos, ingenieros,
farmacéuticos, etc.). Con normalidad, además, deben pagarse tasas, incluso
como requisito previo para su tramitación.
Especial mención, que va más allá de esa intervención de profesionales
cualificados en su ámbito técnico, merecen aquellos supuestos en los que la
normativa (p. ej., la legislación urbanística de algunas Comunidades
Autónomas) ha previsto la intervención de un tercero privado que debe
verificar la adecuación de la futura solicitud con el ordenamiento jurídico
aplicable. Una vez obtenida esa certificación de conformidad es cuando se
podrá presentar la solicitud de licencia a la Administración. Se trata de un
supuesto más de colaboración de los particulares en las funciones
administrativas, que pretende descargar o simplificar el trabajo los órganos
administrativos encargados de la tramitación de esos procedimientos.
Tras ello, la instrucción del procedimiento comprenderá unos u
otros trámites según esté previsto en la normativa reguladora de
la específica autorización: además de la participación de diversos
órganos administrativos para la emisión de informes, puede estar
prevista la información pública o la audiencia de determinados
terceros o hasta la práctica de algunas pruebas, exámenes,
controles in situ, etc. Lo único que cabe afirmar con carácter
general es que, ahora, frente a lo que antes no era inusual, está
prohibido introducir trámites de «intervención directa o indirecta
de competidores» [art. 10.f) de la Ley Paraguas].
Finalmente, la Administración dicta resolución otorgando o
denegando la autorización u otorgándola con modificaciones o
condiciones en el plazo máximo que esté establecido que, pese a
la regla general de los tres meses (art. 21.3 LPAC), es con
frecuencia más largo. La regla general del silencio positivo (art.
24.1 LPAC) está incluso reforzada para las autorizaciones.
Así, dice el art. 6 de la Ley Paraguas que los procedimientos de
autorización deberán «garantizar la aplicación general del silencio
administrativo positivo y que los supuestos de silencio administrativo negativo
constituyan excepciones previstas en una norma con rango de ley justificadas
por razones imperiosas de interés general».
Además, dado que la misma exigencia de autorización es ya una carga
notable para los administrados, se ha pretendido, sobre todo en los últimos
años, que los procedimientos autorizatorios se simplifiquen en lo posible y no
sean más gravosos de lo imprescindible. Pese a tan buenos propósitos de
simplificación administrativa —que tienen carácter general pero que se
potencian especialmente para las autorizaciones—, a la postre no es extraño
que, por una mezcla de las normas reguladoras de cada una de ellas y de su
aplicación administrativa práctica, los procedimientos autorizatorios acaben
por ser más largos y complejos de lo razonable y conveniente. Además, son
numerosas las leyes que, exceptuando la regla general, consagran el silencio
negativo. En suma, no es raro que los procedimientos autorizatorios se
perciban por los administrados como una larga y tortuosa carrera de
obstáculos que, de hecho, agrava la carga burocrática que de por sí entraña
el sometimiento a autorización administrativa.
5. CARÁCTER LIMITADO DEL CONTROL DE LAS AUTORIZACIONES.
AUTORIZACIONES Y DERECHO PRIVADO. CONCURRENCIA DE
AUTORIZACIONES
Las autorizaciones se otorgan como consecuencia de la
superación de un control previo de la actividad privada
proyectada sobre su conformidad con determinadas normas y con
un interés público. Pero sólo con determinadas normas y sólo con
algún interés público; no con todo el ordenamiento, no con todos
los intereses implicados. Lo que deba ser objeto de control lo
determinan las normas reguladoras de cada autorización.
Consecuentemente, la declaración de voluntad que contiene la
autorización no significa realmente que la Administración entienda
que la actividad proyectada es plenamente lícita sino sólo que,
desde cierto punto de vista jurídico-público, no hay inconveniente
a su realización.
El hecho de que cada autorización administrativa no lo controle todo no
significa, como alguna vez se ha dicho, un «abandonismo irresponsable» de
la Administración ni «pereza administrativa» sino una regla lógica y
perfectamente acorde con el sentido de las autorizaciones. Lo contrario sería
muy inconveniente para todos.
En concreto, no se controlan los aspectos propios de Derecho
privado, esto es, los de relaciones con otros sujetos particulares y
sus derechos privados. Por eso mismo, las autorizaciones no
afectan a los derechos privados de terceros. Dice en ese sentido
el art. 10 RSCL que «los actos de las Corporaciones locales por
los que se intervenga la acción de los administrados (actos entre
los que están las autorizaciones) producirán efectos entre la
Corporación y el sujeto a cuya actividad se refieran, pero no
alterarán las situaciones jurídico-privadas entre éste y las demás
personas». Con más exactitud, pero en igual dirección, dice el art.
12.1 RSCL que «las autorizaciones y licencias se entenderán
otorgadas salvo el derecho de propiedad y sin perjuicio de
terceros». Es la conocida cláusula «sin perjuicio de terceros» o
«salvo iure tertii» que debe predicarse de todas las autorizaciones
propias de la actividad administrativa de limitación.
El hecho de que cada autorización no lo controle todo explica
que sea posible que la misma actividad privada necesite varias
autorizaciones, incluso de distintas autoridades y hasta de
diversas Administraciones: una autorización urbanística, otra
ambiental, otra de sanidad o de industria o de instalación de
oficinas de farmacia, etc.
Cosa distinta es que, comprendiendo la carga que conlleva esa
acumulación de autorizaciones, se hayan establecido mecanismos para paliar
los inconvenientes. Mecanismos que van desde el más elemental de la
ventanilla única (solución plasmada en el art. 18 de le Ley Paraguas) hasta el
de integrar en un solo procedimiento y una única resolución los controles que
en principio serían propios de distintas autorizaciones otorgadas por
diferentes órganos (p. ej., la llamada autorización ambiental integrada).
6. EXTINCIÓN DE LA EFICACIA DE LAS AUTORIZACIONES. SU REVOCACIÓN
O MODIFICACIÓN
La extinción de la eficacia de una autorización entraña que la
actividad que permitió no debe seguir realizándose. Ello puede
ocurrir por diversas causas y con variados efectos. La regulación
con mayores pretensiones de generalidad es la del art. 16 RSCL.
Aunque es un precepto meritorio y muchas veces invocado por
los tribunales, no soluciona por sí mismo todos los problemas.
Intentemos ofrecer un panorama general.
Primero, están los casos de extinción por declaración de
nulidad o anulación de la autorización originariamente ilegal e
inválida. Ello cabe por todas las vías que ya conocemos (recursos
administrativos, revisión de oficio, contencioso-administrativo) y
con los efectos que corresponden a tales declaraciones.
En sí mismas, estas declaraciones de invalidez no dan derecho a
indemnización del autorizado ilegalmente pues no procede indemnizar a
quien se le prohíbe lo que nunca se le debió permitir. No obstante, puede
surgir el derecho a indemnización, no porque se impida ahora realizar la
actividad, sino porque la Administración, al dar la autorización ilegal, llevó a
realizar gastos e inversiones que ahora resultan inútiles; o sea, lo que puede
comprometer la responsabilidad de la Administración no es tanto la anulación
de la autorización como el hecho de su otorgamiento ilegal. Por eso, la
indemnización no deberá cubrir todos los daños y perjuicios que entrañe el
cese de la actividad y la imposibilidad de realizarla en el futuro sino sólo
aquellos gastos en que incurrió el solicitante por habérsele dado la
autorización y que ahora devienen inútiles. Un caso específico de
autorización inválida es la obtenida merced a que el solicitante hizo en su
solicitud declaraciones falsas: en este caso, se niega cualquier derecho a
indemnización y, además, algunas leyes establecen la posibilidad de dejar sin
efectos tales autorizaciones por procedimientos más expeditivos, sin
necesidad de revisión de oficio.
En segundo lugar, se pueden extinguir los efectos de una
autorización como sanción (o pena) por la comisión de una
infracción administrativa (o delito). Ello será posible en la medida
en que, como sucede con frecuencia, alguna ley haya previsto
esa sanción (o pena).
En tercer lugar, las autorizaciones pueden extinguirse por su
propio contenido o naturaleza. Así cuando se otorgan por tiempo
determinado o para un acto concreto una vez superado aquel
plazo o realizado este acto.
En cuarto lugar, puede cesar la eficacia pese a reconocer que
la autorización era y es perfectamente legal y válida, así como
ajustada a los intereses generales, por el hecho de que el
autorizado haya dejado de cumplir los requisitos necesarios para
contar con ella o incumplido las condiciones a que estaba
sometida. No se trata de prohibir lo que se permitió con la
autorización sino sólo de no dar cobertura a que se realice una
actividad que ya no es propiamente la autorizada.
Así, se revoca el permiso de conducir a quien después de obtenerlo ha
perdido las condiciones psicofísicas imprescindibles; se revoca la autorización
al establecimiento que ha dejado de cumplir las condiciones de insonorización
que tenía; o a la compañía de seguros que ya no cuenta con el capital mínimo
que sí tenía originariamente, etc. Será necesario un acto administrativo que
declare esta extinción de la autorización, pero, en realidad, no se trata de que
la Administración se arrepienta de la autorización que otorgó: no la considera
ilegal ni inconveniente para el interés público en los términos en los que fue
concedida. Más bien éste cese de su eficacia es el resultado mismo de la
autorización que, precisamente para hacerla efectiva en su plenitud, se
declara extinguida. No habrá derecho a indemnización del autorizado.
Numerosas normas prevén específicamente esta revocación. Además, está
aceptada con carácter general. P. ej., la Directiva de Servicios (considerando
55 y art. 11.4). Y la Ley Paraguas lo refleja en su art. 7.2 cuando admite
ampliamente «la posibilidad de las autoridades competentes de revocar la
autorización… cuando dejen de cumplirse las condiciones para la concesión
de la autorización». Son los casos a los que puede aludirse como de
caducidad de la autorización. A algunos de ellos se les llama equívocamente
revocación-sanción o sanción rescisoria. Pero, en principio, no son
verdaderas sanciones; por eso, entre otras diferencias, no exigen
culpabilidad.
Pero hay un quinto tipo de supuesto que es el más
problemático: aquél en el que la Administración, pese a partir de
que la autorización se otorgó originariamente conforme al
ordenamiento y de que el autorizado sigue cumpliendo las
condiciones, entiende que ya no es conveniente. Eso puede
suceder por muy diversas razones y no sólo por un simple cambio
de criterio administrativo: se descubre que lo que se creía inocuo
es nocivo o se producen avances técnicos que permiten realizar
lo mismo con menos perjuicios para el interés público (p. ej., con
menos contaminación), o cambian las circunstancias que rodean
la actividad (fábrica de explosivos aislada que, por la expansión
de la ciudad, queda rodeada de viviendas)… Estas diversas
razones pueden haber determinado incluso que haya cambiado la
normativa (p. ej., se modifica la norma para prohibir un aditivo
antes permitido) o que, incluso sin tal cambio normativo, si se
pidiera ahora la autorización, sería denegada o, al menos,
quedaría sometida a condiciones muy distintas. Así que la
actividad autorizada ya no será sólo considerada inconveniente
para los intereses generales sino incluso ilegal, con una ilegalidad
sobrevenida. Las cuestiones que se plantean son éstas: ¿La
autorización permite ya siempre realizar la actividad autorizada y
la deja al abrigo de cualquier cambio? ¿También aunque después
la actividad se considere contraria a los intereses públicos?
¿Incluso aunque cambien las normas reguladoras de la
actividad? O, por el contrario, ¿cabe revocar o modificar en estas
circunstancias la autorización o, lo que es lo mismo, prohibir la
actividad autorizada? ¿Sin o con derecho a indemnización?
Por decepcionante que resulte, no hay en nuestro Derecho —y
probablemente no pueda haber— una respuesta general y
terminante. Depende de lo que cada legislación sectorial haya
establecido, de que dé o no a la Administración —y de que se la
dé en unas u otras condiciones— potestad para prohibir la
actividad autorizada o para imponer su realización de forma
distinta a la que inicialmente permitió. Y con toda lógica cada
legislación sectorial resuelve de manera distinta este problema y
el conflicto de intereses y valores que subyace.
En pro de la seguridad jurídica, cabe partir, como hacen muchos autores,
de la regla general de la irrevocabilidad o «intangibilidad» de los actos
administrativos favorables. Incluso, si medió un cambio normativo, el principio
general de la irretroactividad de las normas restrictivas de derechos abunda
en esa dirección. Con ese planteamiento, se llega a la conclusión de que sólo
cabrá revocar o modificar la autorización concedida cuando lo prevea una ley
y, de ordinario, con indemnización.
En sentido contrario, cabe argumentar que no puede consentirse la lesión
de los intereses públicos por el hecho de que haya una autorización
concedida hace tiempo en función de otras circunstancias, otros
conocimientos y otra normativa. Y, conforme a ello, se dice que el autorizado
no tiene una patente de corso petrificada —un derecho adquirido— sino que
queda en una situación objetiva dependiente, por tanto, de la normativa en
cada momento vigente, de modo que puede alterarse su situación o incluso
prohibir su actividad sin indemnización.
Ambos planteamientos tienen parte de razón. A la postre se trata de
ponderar circunstanciadamente los intereses en juego y de aplicar el principio
de proporcionalidad. Y, así visto, se comprende, de una parte, que no son de
igual valor todos los intereses en juego ni todas las lesiones a esos intereses
y que no todos los cambios ni todas las modificaciones normativas tienen el
mismo alcance y significado; y, de otra parte, se comprende que no todas las
situaciones de los autorizados ni todos los perjuicios que puedan sufrir por los
cambios que se les impongan le causan iguales perjuicios. P. ej., no es lo
mismo cerrar una fábrica autorizada para evitar pequeñas molestias a los
vecinos que prohibir que se siga produciendo un producto autorizado para
evitar graves daños a la salud pública. Por eso, las leyes sectoriales, ya
apegadas a las circunstancias de cada rama de actuación y a los intereses
implicados, ofrecen distintas respuestas.
P. ej., la Ley del Medicamento permite revocar definitivamente o suspender
o modificar las autorizaciones cuando el fármaco «suponga un riesgo
previsible para la salud o seguridad de las personas» o cuando medien
«razones de interés público o defensa de la salud o seguridad de las
personas» [arts. 22.1.e) y 23]. Más moderadamente las actividades sujetas a
autorizaciones ambientales están normalmente obligadas a su adaptación a
«las mejores técnicas disponibles» en cada momento, lo que permite
modificar los términos iniciales de la autorización. Ejemplo de esto y de otras
posibles modificaciones suministra la Ley de Prevención y Control Integrado
de la Contaminación (Texto Refundido aprobado por Real Decreto Legislativo
1/2016) que permite la modificación de la autorización ambiental integrada sin
derecho a indemnización cuando resulte posible reducir significativamente las
emisiones sin imponer costes excesivos a consecuencia de importantes
cambios en las mejoras técnicas disponibles. En parecidos términos también
el art. 18.3 de la Ley del Ruido. En el extremo opuesto, otras leyes e infinidad
de normas reguladoras de concretas actividades o productos dejan incólumes
las autorizaciones anteriores o, al menos, prevén amplios periodos de
adaptación que normalmente permiten amortizar las inversiones realizadas,
agotar las existencias u otras formas de suavizar los perjuicios sobre los
sujetos autorizados.
7. SOMETIMIENTO A LA OBTENCIÓN DE AUTORIZACIÓN. JUSTIFICACIÓN Y
RECIENTES RESTRICCIONES
Las autorizaciones son actos administrativos favorables, pero
se insertan en una técnica restrictiva para los particulares. Es así
porque la norma que somete un tipo de actividad privada a
autorización entraña que toda esa actividad está prohibida hasta
que la Administración, caso por caso, la permita. Además,
aunque se consiga la autorización, su obtención supone retrasos,
cargas burocráticas y costes. Entonces, ¿por qué se impone esta
restricción tan gravosa? En primer lugar y sobre todo, en interés
de la vigilancia: se establece porque para ciertas actividades
privadas se considera preferible contar con un control previo de
todas las que se proyecten y no confiarse a un eventual y
esporádico control posterior. En segundo lugar, se impone en
aplicación del principio de prevención; o sea, porque «más vale
prevenir que curar», porque muchas actividades ilegales, aunque
luego se prohíban, causan daños al interés general (p. ej., daños
al medio ambiente irreversibles). Además, hay otras razones que
eventualmente justifican el sometimiento a autorización como es
la seguridad jurídica de los particulares que pueden preferir la
carga que supone obtener una autorización a tener que soportar
el riesgo de que finalmente su actividad, una vez realizada con
esfuerzo y dinero, sea considerada ilegal. Por todo ello, puede
estar justificada una regla tan restrictiva como la de someter todo
un género de actividades a autorización.
Pero lo cierto es que se ha abusado de esta técnica tan
restrictiva que, ahora, además, se percibe como perjudicial para
el desarrollo económico por los límites que supone a la iniciativa
empresarial. Por eso, en los últimos años, se ha emprendido un
proceso de supresión de muchas de las autorizaciones
existentes, sobre todo de las que afectan a las actividades
económicas. Sus grandes hitos son las ya aludidas Directiva de
Servicios, Ley Paraguas y LGUM que, simultáneamente, como
hemos visto, también aspiran a hacer más livianas las
autorizaciones que subsistan. Por otro lado, los llamados
«principios de buena regulación», que ahora proclama el art. 129
LPAC, obligan en general a eliminar requisitos y cargas no
justificados o desproporcionados, y, entre ellos, a suprimir o a
aligerar autorizaciones. En lo que ahora nos interesa, los
aspectos capitales de este proceso de criba de las autorizaciones
son estos cuatro:
a) Se ha establecido claramente que sólo una ley puede
someter una actividad a autorización o, si acaso, un reglamento
con una expresa habilitación legal.
b) Se ha impuesto que, incluso por ley, sólo para la protección
de determinados intereses generales cabe este sometimiento a
autorización. En concreto, para actividades económicas, se
estableció que sólo cabía sujetarlas a autorizaciones por alguna
de las «razones imperiosas de interés general». Esta expresión,
procedente de la Unión Europea, se concretó y redujo en las
leyes españolas. Pero en la actualidad ni siquiera todas esas
razones imperiosas son capaces de justificar el sometimiento a
autorización sino sólo algunas. Ahora sólo cabe por razones de
orden público, seguridad pública, salud pública, protección del
medio ambiente, o cuando la escasez de recursos naturales o la
existencia de inequívocos impedimentos técnicos limiten el
número de operadores económicos del mercado.
c) Aun tratándose de una ley y de proteger esos concretos
intereses, se exige escrupulosamente la proporcionalidad de
modo que sólo se someta una actividad a autorización si es
necesario, esto es, si no bastan otras formas más suaves. En la
Directiva de Servicios se explicaba que sólo procedía imponer
una autorización si «el objetivo perseguido no se puede conseguir
mediante una medida menos gravosa, en concreto porque un
control a posteriori se produciría demasiado tarde para ser
realmente eficaz». En las leyes españolas se ha añadido más en
concreto, que esa condición se da «si no bastan las
comunicaciones o las declaraciones responsables».
d) Se restringe aún más la posibilidad de que una ley imponga
la autorización de una Administración territorial a actividades que
ya se venían desarrollando lícitamente en el territorio de otra
Administración.
A esto se suele aludir como «prohibición de doble autorización». No
obstante, estos intentos del legislador estatal por proclamar la eficacia
extraterritorial de las autorizaciones se han encontrado con el freno de la STC
79/2017, que los ha considerado inconstitucionales por considerar que alteran
el régimen constitucional de distribución de competencias si no existe un
marco normativo armonizado o si el nivel de protección de los existentes no
es equivalente.
Seguramente es sana esta purga de autorizaciones, siempre
que no se exagere, como en parte se ha hecho. Pero este
proceso debe venir acompañado de otras medidas que cubran el
hueco que deja su supresión. Fundamentalmente, habrá que
suplir la falta de control previo reforzando el control posterior
(mediante inspecciones) y las potestades para reaccionar frente a
las actividades privadas ilegales, y ese es un camino que todavía
no se ha recorrido adecuadamente.
II. ALTERNATIVAS A LA AUTORIZACIÓN. LAS
COMUNICACIONES Y LAS DECLARACIONES
RESPONSABLES
Comoquiera que el sometimiento a autorización debe
restringirse, importa explicar qué alternativas más suaves existen.
1. EL EJERCICIO LIBRE DE LA ACTIVIDAD MODULADO CON UN CONTROL DE
TERCEROS
Por lo pronto, cabe que una actividad privada, aunque
sometida a la observancia de ciertos requisitos, se pueda ejercer
sin necesidad de ningún trámite burocrático previo. Sucede así en
infinidad de supuestos (p. ej., la elaboración y comercialización de
la mayoría de los productos o la realización de publicidad salvo
raras excepciones): simplemente el particular acomete su
actividad tras analizar por su cuenta la legalidad de lo que se
propone. Después, según lo previsto en cada legislación sectorial,
la Administración podrá inspeccionar esa actuación privada y, si
detecta ilegalidades, reaccionar contra ellas. No cambian mucho
las cosas si el ordenamiento impone expresamente a ese
particular un proceso de autoevaluación y autocontrol de esas
actuaciones e incluso le exige hacerlo con cierta formalidad y
documentación (hasta una autocertificación).
Un paso más se da cuando se exige al particular someterse a
exámenes y controles externos de otros sujetos privados que han
de comprobar o evaluar la conformidad de instalaciones,
actividades y productos; de la capacitación profesional; o de los
sistemas de autocontrol. Lo habitual es que esos terceros sean
entidades constituidas precisamente con esa finalidad de control
—los denominados «organismos de control» o entidades
colaboradoras de la Administración (p. ej., los que verifican las
condiciones de los ascensores o de los surtidores de gasolina)—;
ciertos profesionales, como electricistas o fontaneros; o ciertos
profesionales titulados, como arquitectos o ingenieros. En el
primer supuesto, necesitarán estar habilitados por la propia
Administración para verificar el cumplimiento de cierta normativa
y para expedir documentos que lo prueben ante terceros y ante
las mismas Administraciones (certificados, declaraciones de
conformidad, informes…); en el segundo, esa necesidad de
habilitación se ha sustituido en los últimos años por otros
mecanismos más suaves; y en el tercero, bastará su inscripción
en el colegio profesional.
Es habitual que para obtener esa habilitación administrativa esos sujetos
—en particular, los organismos de control— deben conseguir previamente lo
que se denomina una «acreditación». La acreditación es una declaración por
un organismo nacional de acreditación de que ese sujeto cumple los
requisitos fijados, esto es, en esencia, tiene la capacidad técnica necesaria,
para ejercer esas actividades de evaluación de la conformidad. La normativa
europea impone que sólo haya un organismo de acreditación por Estado. En
el caso de España, ese organismo es la Entidad Nacional de Acreditación
(ENAC).
También es habitual que se les exija un seguro de responsabilidad civil,
que cubra las responsabilidades que deriven de su actividad.
Estos sistemas de control privado son cada vez más
frecuentes y cuentan con regulaciones específicas y complejas en
diversos sectores (seguridad industrial, medio ambiente, calidad
alimentaria…). El fenómeno es de gran interés teórico y práctico
pues entraña que determinadas entidades o sujetos privados, en
virtud de variados títulos, ejercen lo que tradicionalmente eran
funciones administrativas. Pero, para lo que aquí nos interesa, lo
cierto es que la actuación privada proyectada se realizará sin
necesidad de ninguna actuación ante la Administración.
2. COMUNICACIONES Y DECLARACIONES RESPONSABLES
Algo distinto y más próximo a lo que aquí nos ocupa se da
cuando se impone al particular que se propone realizar una
actividad que haga una comunicación o una declaración
responsable a la Administración. La misma legislación que ha
restringido el sometimiento a autorización lo ha puesto en relación
con la utilización de estas otras figuras.
Lo hizo con claridad la Ley Paraguas en su art. 5.c): «... en ningún caso, el
acceso a una actividad de servicios o su ejercicio se sujetarán a un régimen
de autorización cuando sea suficiente una comunicación o una declaración
responsable…». Así quedó establecido formalmente y con carácter general
que las meras comunicaciones y las declaraciones responsables son técnicas
que, aunque por sí mismas no entrañan un control sino que sólo facilitan
información a la Administración, se pueden establecer con finalidad de
control, como alternativas a la autorización pero menos restrictivas que ésta.
Por supuesto que esto no es una novedad: siempre ha habido
comunicaciones y declaraciones de este género, e incluso algunas
establecidas también con función de control administrativo. Pero ahora
nuestro Derecho, al mismo tiempo que ha ido suprimiendo autorizaciones, se
ha ido poblando de normas que someten la realización de actividades
privadas al requisito de realizar ante la Administración una comunicación o
una declaración responsable.
Además de algunas alusiones generales a estas figuras en la
Ley Paraguas y en LGUM, la LPAC alude a ellas en varios
preceptos [arts. 5.3, 11.2.b) y 21.1] y les dedica su art. 69.
También hay que estar a las específicas previsiones sobre
distintas comunicaciones y declaraciones responsables en las
diversas leyes sectoriales.
Las dos figuras son similares. Según el art. 69.1 LPAC, «se
entenderá por declaración responsable el documento suscrito por
un interesado en el que manifiesta, bajo su responsabilidad, que
cumple con los requisitos establecidos en la normativa vigente
para obtener el reconocimiento de un derecho o facultad o para
su ejercicio, que dispone de la documentación que así lo acredita,
que la pondrá a disposición de la Administración cuando le sea
requerida y que se compromete a mantener el cumplimiento de
las anteriores obligaciones durante el periodo de tiempo inherente
a dicho reconocimiento o ejercicio». Y según el art. 69.2, «se
entenderá por comunicación aquel documento mediante el que
los interesados ponen en conocimiento de la Administración
Pública competente sus datos identificativos o cualquier otro dato
relevante para el inicio de una actividad o el ejercicio de un
derecho». Sobre la base de estas definiciones da la sensación de
que la declaración responsable supone un instrumento algo más
restrictivo que la mera comunicación, aunque habrá que estar a lo
que establezca la normativa sectorial. En puridad, las diferencias
son más bien insustanciales y, en cualquier caso, no afectan a lo
importante que son sus funciones y efectos. Estos son iguales.
Tanto las comunicaciones como las declaraciones
responsables son meras exposiciones de hechos y propósitos de
un administrado. Algo más completa y comprometida en el
segundo caso, pero nada más.
Especial mención merece esa referencia que se incluye en la declaración
responsable a que se dispone de la documentación que acredita ese
cumplimiento normativo. En numerosos supuestos, esa documentación
consistirá en esos certificados, informes o similares emitidos por terceros a
los que nos hemos referido más arriba.
En ninguna de ellas el particular pide nada a la Administración,
a diferencia de una solicitud de autorización. Lo que las hace
diferentes de las autorizaciones y más suaves que ellas, es que
no pretenden ni necesitan ninguna resolución de la
Administración. Por ello tampoco habrá lugar a un silencio
administrativo, ni positivo ni negativo. Por lo mismo hay que
afirmar que ni la comunicación ni la declaración responsable
inician de por sí un procedimiento administrativo en sentido
estricto.
Si acaso habrá una actuación material o técnica de examen y estudio de la
comunicación o de la declaración responsable para valorar prima facie si
procede inspeccionar o iniciar de oficio un procedimiento para prohibir la
actividad o imponerle modificaciones. Pero, en cualquier caso, seguirá siendo
cierto que ni la comunicación ni la declaración responsable dan origen a un
procedimiento administrativo y que el particular realizará la actividad sin
necesidad de ningún acto administrativo, ni expreso ni presunto. Por eso, el
art. 21.1 LPAC, cuando consagra la obligación administrativa de resolver,
señala esta excepción en su párrafo tercero: «Se exceptúan de la
obligación… (de resolver)… los procedimientos relativos al ejercicio de
derechos sometidos únicamente al deber de declaración responsable o
comunicación a la Administración». O sea, presentada una comunicación o
una declaración responsable, la Administración no tiene que producir ninguna
resolución y sólo con esa presentación se cumplirá el requisito formal
necesario para afrontar la actividad privada de que se trate. A fuer de
exactos, no es que no haya que resolver esos procedimientos sino que, pese
al tenor literal del precepto transcrito, la presentación de una de estas
comunicaciones o declaraciones responsables no inicia por sí misma ningún
procedimiento. Por tanto, cuando una actividad se somete a comunicación o
declaración responsable, aunque se haya cumplido con este requisito, la
actividad se desarrollará sin un acto administrativo habilitante.
En cuanto a los efectos de la comunicación o declaración
responsable, el art. 69.3.1.º LPAC establece que las mismas
«permitirán el reconocimiento o ejercicio de un derecho o bien el
inicio de una actividad desde el día de su presentación...». No
obstante, aunque resulta un tanto extraño, también cabe que la
comunicación sea posterior al comienzo de la actividad. Lo
admite el art. 69.3.2.º LPAC: «No obstante lo dispuesto en el
párrafo anterior, la comunicación podrá presentarse dentro de un
plazo posterior al inicio de la actividad cuando la legislación
correspondiente lo prevea expresamente». Esta posibilidad pone
especialmente de manifiesto la inoperancia de la mera
comunicación como un instrumento de control previo, debiendo
ser calificada más bien como un medio que facilita el control a
posteriori.
Más allá de este marco legal general que la LPAC contiene de
las comunicaciones y declaraciones responsables, también cabe
que éstas deban presentarse con una cierta antelación al inicio de
la actividad privada o reconocimiento o ejercicio de un derecho,
de tal manera que tales efectos solo se producirán, en su caso,
una vez transcurrido ese plazo. Aunque el art. 69 LPAC no se
refiere a esta posibilidad, es la más lógica y, en cualquier caso,
sigue siendo posible si así lo prevé la normativa aplicable.
Durante el plazo de preaviso, la Administración tendrá tiempo de
tomar medidas, incluso prohibitivas, antes de que se comience la
actividad evitando, por tanto, una actuación ilegal. En este
supuesto, estas comunicaciones y declaraciones responsables sí
se convierten en un verdadero instrumento de control previo.
A veces las normas prevén expresamente que la
Administración podrá durante determinado período de tiempo
contado desde la presentación de la comunicación o declaración
responsable prohibir la actividad u ordenar ciertas modificaciones.
Ante ello —y en aquellos supuestos en los que la comunicación
debe presentarse con un plazo de antelación— se habla de
comunicaciones con posibilidad de veto. Pero esté o no así
previsto, lo importante es que, al margen de ello, la
Administración cuente con potestad para prohibir la actividad
ilícita u ordenar correcciones para su adecuación a la legalidad. Y
lo normal es que esa potestad no esté sometida a plazo y se
pueda ejercer en cualquier momento una vez que se compruebe
la ilicitud de la actividad privada. Precisamente porque no hay en
estos casos ningún acto administrativo habilitante, esta
prohibición administrativa no comporta de ninguna de las
maneras una revocación, como sí sucede cuando hay una
autorización administrativa. Ahora bien, las diversas leyes
sectoriales pueden a este respecto dar mayores o menores
posibilidades de reacción a la Administración frente a actividades
ilegales aunque hayan sido comunicadas o declaradas
perfectamente o someterlas a unas u otras condiciones según el
tiempo que haya transcurrido desde que el administrado las
presentó; así, también darán mayor o menor seguridad a ese
administrado frente a las reacciones administrativas.
Es sugerente y merece ser citada la solución acogida en el art. 11.5 TRLS:
«Cuando la legislación… sujete la primera ocupación o utilización de las
edificaciones a un régimen de comunicación previa o de declaración
responsable, y de dichos procedimientos no resulte que la edificación cumple
los requisitos necesarios para el destino al uso previsto, la Administración…
deberá adoptar las medidas necesarias para el cese de la ocupación o
utilización comunicada. Si no adopta dichas medidas en el plazo de seis
meses, será responsable de los perjuicios que puedan ocasionarse a terceros
de buena fe por la omisión de tales medidas. La Administración podrá
repercutir en el sujeto obligado a la presentación de la comunicación previa o
declaración responsable el importe de tales perjuicios».
Aunque comunicaciones y declaraciones responsables son
alternativas más livianas que las autorizaciones, también son una
carga para el administrado y el legislador reciente, en su afán por
la simplificación administrativa y, sobre todo, por facilitar el
establecimiento y funcionamiento de las empresas, también ha
impuesto algunas restricciones a su exigencia, que sólo procede
cuando sea necesario y proporcionado.
Lo hace sobre todo el art. 17 LGUM. Después de establecer restricciones
al uso de la técnica autorizatoria en su apartado 1, impone también frenos a
estas otras técnicas en sus apartados 2 y 3:
«2. Se considerará que concurren los principios de necesidad y
proporcionalidad para exigir la presentación de una declaración
responsable para el acceso a una actividad económica o su ejercicio, o
para las instalaciones o infraestructuras físicas para el ejercicio de
actividades económicas, cuando en la normativa se exija el
cumplimiento de requisitos justificados por alguna razón imperiosa de
interés general y sean proporcionados.
3. Las autoridades competentes podrán exigir la presentación de
una comunicación cuando, por alguna razón imperiosa de interés
general, tales autoridades precisen conocer el número de operadores
económicos, las instalaciones o las infraestructuras físicas en el
mercado».
III. LA INSPECCIÓN ADMINISTRATIVA
1. CONCEPTO Y CARACTERES GENERALES
La inspección administrativa es la actividad de la
Administración en la que, de manera directa, sin necesidad de
procedimentalización alguna, examina o comprueba la actividad
realizada por los administrados para verificar el cumplimiento de
los deberes, prohibiciones y limitaciones a que están sometidos.
Analicemos algunos de los elementos de esta definición:
No incluimos en este concepto la inspección administrativa sobre los
propios servicios (esto es, la que realiza la Administración sobre sus órganos
para controlar su funcionamiento) ni la inspección de unas administraciones
sobre otras —salvo que estas últimas actúen como verdaderos administrados
—. Estas inspecciones tienen un fundamento, una finalidad, unas potestades
y un contenido distintos.
Tampoco se incluye en este concepto la actividad administrativa tendente a
conocer hechos o la realidad social, pero que no tiene como objetivo la
verificación del cumplimiento de sus deberes por parte de los administrados
(p. ej., la función pública estadística, la colocación por la ciudad de estaciones
de medida de la calidad del aire, la colocación en las carreteras de
dispositivos para medir la intensidad del tráfico…).
En ocasiones, las normas utilizan expresiones próximas como vigilancia o
supervisión. Lo más habitual es que bajo esas expresiones se incluyan
actuaciones administrativas que encajan en el concepto de inspección
expuesto, pero junto a otras que claramente lo exceden o se refieren a otra
realidad jurídica.
a) La finalidad de la inspección es verificar el cumplimiento de
los deberes, prohibiciones y limitaciones a que están sometidos
los administrados. Esto es, se trata fundamentalmente de una
inspección de legalidad, aunque, en ocasiones, esos deberes
impuestos normativamente o por la Administración obligan a
verificar elementos (la solvencia o la oportunidad de un reparto de
dividendos de una entidad de crédito, la calidad del servicio de
telefonía prestado por un operador de telecomunicaciones o la
eficacia de un sistema de autocontrol de una industria láctea) que
generalmente se contraponen a lo que habitualmente se
considera un control de legalidad, pero que en todos esos casos
conforman esa legalidad que es objeto de inspección.
Esos deberes cuya verificación realiza la inspección son cualesquiera que
correspondan a los administrados, ya se incluyan dentro de la actividad
administrativa de limitación o se sitúen fuera de la misma (deberes tributarios,
deberes de los beneficiarios de subvenciones, deberes de los contratistas,
deberes de los usuarios de los bienes públicos…). Esto es, aunque este
instrumento de la inspección se está analizando dentro de la actividad
administrativa de limitación, lo que aquí se dirá excede ese ámbito y se
extiende igualmente a esos otros sectores que se acaban de mencionar —sin
perjuicio de las singularidades que deriven de su distinto fundamento—, por lo
que su regulación también se utilizará como referencia en esta lección.
Esta potestad de verificación en manos de la Administración
cumple por sí misma una función de prevención general que
refuerza el cumplimiento espontáneo de los deberes y también es
una fuente de conocimiento de la realidad por parte de la
Administración. Además, como tal fuente de conocimiento, la
inspección es una actividad administrativa auxiliar de otras
porque identifica o pone de manifiesto hechos que son el
presupuesto para el ejercicio de esas otras actuaciones o
potestades administrativas: potestad sancionadora, potestad de
restablecimiento de la legalidad, potestad de adopción de
órdenes o medidas correctivas, potestad de reintegro de
subvenciones…
Pero lo que no desempeña la inspección es una función habilitadora de la
actividad objeto de la misma. En esto se diferencia, en cuanto a su naturaleza
jurídica, de la autorización administrativa que, como se ha expuesto, también
es un instrumento cuya finalidad es verificar el cumplimiento de los deberes,
mandatos y prohibiciones a que está sometida una actividad.
b) La inspección es en esencia una actividad material que
consiste en la observación, examen o comprobación de la
actividad de los administrados, entendida en sentido amplio.
Hay inspección cuando inspectores de consumo comprueban las
condiciones de salubridad o la indicación de precios de una máquina de
vending situada en la vía pública; cuando un policía local observa desde la
calle que se ha instalado en el exterior de una fachada una máquina de aire
acondicionado —téngase en cuenta que, en ocasiones, la normativa
urbanística prohíbe tal colocación—; cuando un inspector de Hacienda,
sentado en su despacho y delante de su ordenador, cruza datos fiscales de
un contribuyente para verificar su autodeclaración; o cuando un inspector
medioambiental, prismático en mano, observa la formación de una grieta en
una balsa de contención de fluidos contaminantes. Todo ello son puras
actividades materiales.
Por tanto, se comprenderá que la inspección en sí misma no
sea o no forme parte de un procedimiento administrativo (aunque
así se haya defendido por algunos autores). Y esta afirmación no
queda desvirtuada por el hecho de que, en ocasiones, en la
actuación inspectora se realicen ciertas actuaciones jurídicas.
Así, ese inspector de Hacienda puede requerir a un tercero información
sobre ese contribuyente inspeccionado; o un guardia civil puede detener un
autobús en la vía pública y solicitar a su conductor los discos del tacógrafo
para comprobar si ha cumplido con el tiempo de descanso y límites de
velocidad; o un inspector de consumo realizar una toma de muestras en un
supermercado… Todas estas actuaciones jurídicas, que implican el ejercicio
de verdaderas potestades, tampoco exigen necesariamente la existencia de
un procedimiento ni llevan a una resolución administrativa. A lo sumo,
deberán dotarse de alguna formalización —la que establezca la normativa
sectorial (p. ej., su reflejo en un acta)—, pero no más. Bien es cierto que, en
ocasiones, la normativa sectorial ha configurado la inspección como un
verdadero procedimiento administrativo (p. ej., de manera destacada, en el
ámbito fiscal) o ha introducido algunos elementos en esa línea.
Por este motivo, la inspección administrativa no está sometida
necesariamente a las reglas y principios del procedimiento
administrativo (derecho de audiencia, derecho a proponer
prueba…) ni mucho menos a los del procedimiento administrativo
sancionador, aunque sea posible que esas actuaciones originen
más adelante la incoación de un procedimiento de este tipo.
Además, la regla general es que la actividad inspectora se realiza sin
previo aviso al sujeto inspeccionado. Eso es lo razonable si se quiere que
esta cumpla su finalidad e incluso inevitable si se atiende a las exigencias de
la práctica administrativa o a la amplitud y diversidad del objeto de la
inspección (p. ej., realidades en las que no haya presencia humana). Yendo
un paso más allá, alguna normativa incluso prevé que la inspección se pueda
realizar sin que el inspector se tenga que identificar previamente. Por tanto,
es evidente que se pueden realizar inspecciones sin la presencia de quien
pudiera ser después hipotéticamente interesado —y es posible que ni siquiera
se pueda prever en la fase de inspección la identidad de dicho sujeto o si de
la actuación inspectora se va a derivar alguna actuación posterior—, por lo
que mucho menos se puede hablar en la inspección de unos derechos
procedimentales del interesado.
Cosa distinta es que, en ocasiones, dentro de ciertos procedimientos
administrativos (p. ej., un procedimiento de concesión de una autorización, un
procedimiento sancionador o un procedimiento de reintegro de una
subvención), se realicen trámites materialmente idénticos a la actividad de
inspección que venimos analizando. Pero esa inserción en esos
procedimientos lo transforma todo y ahí sí rigen las reglas y principios propios
de los mismos. Esas actuaciones quedan fuera del concepto de inspección
que venimos desarrollando pues haría perder unidad jurídica a la institución.
Pero esto no significa que la inspección no esté sometida a
ninguna regla. Las actuaciones inspectoras deberán ajustarse a
las condiciones y formalidades que en cada caso establezca la
normativa sectorial y que son muy variadas incluso para la misma
actuación.
P. ej., se regula cómo debe realizarse la toma de muestras; cómo debe
formalizarse, en su caso, la actuación inspectora; si es necesario o no
recabar la firma del sujeto que atienda, en su caso, a la inspección; si es
preciso contar con un acuerdo inicial del órgano competente que determine el
objeto y alcance de la inspección; en qué supuestos el personal inspector
puede no identificarse…
c) La actuación administrativa en que consiste la inspección
debe tener una conexión directa con la mencionada finalidad de
verificación y no simplemente un carácter instrumental de la
misma.
Esto es, no basta que se trate de una actividad administrativa que tenga
conexión con esa verificación del cumplimiento de los deberes, sino que tal
actividad debe suponer directamente tal verificación. Por tanto, no es
inspección la mera recepción, verificación formal y toma en consideración de
la documentación e información que en numerosos supuestos los
administrados deben remitir a la Administración en el desarrollo de sus
actividades (p. ej., presentar una autodeclaración fiscal del IRPF; aportar la
certificación de haber superado una determinada revisión periódica de las
instalaciones; o, como entidad de crédito, enviar periódicamente al Banco de
España cierta información contable o sobre créditos dudosos). No hay en la
recepción y verificación formal de esa documentación e información actividad
de inspección, sin perjuicio de que la misma vaya generalmente dirigida a los
órganos con competencias inspectoras y de que, más adelante, pueda ser de
gran importancia en el seno de verdaderas actuaciones inspectoras.
2. NECESIDAD DE HABILITACIÓN LEGAL Y REGULACIÓN DE LA INSPECCIÓN
Como se ha expuesto, en ocasiones, la inspección
administrativa es una actividad material que no implica el ejercicio
de potestades exorbitantes y que no supone tampoco restricción
alguna en la libertad genérica del ciudadano. Por tanto, en esos
supuestos su ejercicio no requeriría una expresa previsión por
Ley. No obstante, en otras muchas ocasiones, sí implica el
ejercicio de esas potestades y la consiguiente afección a la esfera
de libertad, dados los correspondientes deberes que esas
potestades generan con respecto a la inspección.
P. ej., la potestad de entrada de un inspector de sanidad en un matadero o
la de requerir documentación o la de tomar muestras; y los correspondientes
deberes del inspeccionado de facilitar esa entrada, entregar dicha
documentación o permitir la toma de muestras.
Potestades y deberes que requieren la correspondiente
previsión legal. Pero aquellas actuaciones que no implican el
ejercicio de potestades y estas otras se presentan habitualmente
de manera conjunta en el desarrollo de la actividad de inspección.
Por ello, la necesidad de una expresa previsión con rango de ley.
Con un alcance general, deben citarse el art. 4 LRJSP (desde
una perspectiva de la potestad administrativa) y el art. 18.1 LPAC
(desde una perspectiva del deber del administrado).
Art. 4.2 LRJSP: «Las Administraciones Públicas velarán por el
cumplimiento de los requisitos previstos en la legislación que resulte
aplicable, para lo cual podrán, en el ámbito de sus respectivas
competencias y con los límites establecidos en la legislación de
protección de datos de carácter personal, comprobar, verificar,
investigar e inspeccionar los hechos, actos, elementos, actividades,
estimaciones y demás circunstancias que fueran necesarias».
Art. 8.1 LPAC: «Las personas colaborarán con la Administración en
los términos previstos en la Ley que en cada caso resulte aplicable, y a
falta de previsión expresa, facilitarán a la Administración los informes,
inspecciones y otros actos de investigación que requieran para el
ejercicio de sus competencias, salvo que la revelación de la
información solicitada por la Administración atentara contra el honor, la
intimidad personal o familiar o supusieran la comunicación de datos
confidenciales de terceros…».
Ambos preceptos, aunque contienen una remisión a la
legislación sectorial, realizan directamente una habilitación de
carácter general para que la Administración pueda llevar a cabo
actuaciones de inspección. Sin embargo, más allá de esta
habilitación genérica y de una previsión sobre los efectos jurídicos
de la formalización de la inspección —sobre la que volveremos—,
la legislación administrativa básica no acomete una regulación
general de la inspección. Por tanto, es la legislación sectorial la
que debe regular las concretas potestades de la inspección —y
los correspondientes deberes de sus destinatarios— en cada uno
de los ámbitos de la actuación administrativa y el resto de las
reglas que configuren su marco normativo. A este respecto cabe
hacer una serie de observaciones:
— La necesidad y detalle de esas regulaciones por Ley serán
especialmente intensas en aquellas potestades y actuaciones
inspectoras que afecten a derechos fundamentales (el derecho a
la inviolabilidad del domicilio, el derecho a la intimidad, el derecho
a la protección de datos de carácter personal, el derecho al
secreto de las comunicaciones…).
— Las diferencias entre unas legislaciones sectoriales y otras
son relevantes. En ocasiones, justificadas por las distintas
realidades sobre las que actúan, que requieren potestades
distintas y reglas específicas (p. ej., no es lo mismo inspeccionar
una central nuclear, que un banco o que la situación fiscal de un
ciudadano). En otras, por mera tradición o puro capricho
normativo. En cualquier caso, se pueden deducir algunos
aspectos comunes, que serán los que expongamos a
continuación.
— Es habitual que sobre una misma realidad (p. ej., un
restaurante) recaigan diversas leyes sectoriales: legislación de
espectáculos públicos y actividades recreativas; legislación
sanitaria; legislación de protección al consumidor; legislación de
seguridad en las instalaciones eléctricas, de gas o climatización;
legislación medioambiental (ruido, residuos…); legislación fiscal;
legislación laboral... Cada una de estas leyes persigue sus
propios fines de interés público —en ocasiones, parcialmente
coincidentes—; impone los deberes que estime adecuados para
su consecución; y regula la inspección administrativa para su
vigilancia —que corresponderá generalmente a órganos distintos
—. Esto es, sobre esa misma realidad confluirán una pluralidad
de inspecciones administrativas, que verificarán deberes distintos
—aunque, en ocasiones, coincidentes—, con una sujeción a una
normativa también más o menos diferente y donde no siempre
estarán claras las fronteras entre lo que corresponde a una
inspección y lo que es propio de otra. Todo ello obliga a que deba
fortalecerse la cooperación y colaboración entre todas esas
actuaciones administrativas de inspección.
3. ACTIVIDAD DE INSPECCIÓN Y ÓRGANOS Y PERSONAL INSPECTOR. LA
COLABORACIÓN DE PARTICULARES EN LAS TAREAS DE INSPECCIÓN
Lo que venimos desarrollando es la inspección administrativa
como un instrumento de la actividad administrativa y como
actividad administrativa ella misma. Pero, en ocasiones, con una
concepción orgánica, también se habla de inspección para
referirse a los órganos o servicios administrativos encargados
predominantemente de las actuaciones inspectoras.
Así, dentro del organigrama de la Agencia Estatal de Administración
Tributaria se encuentra el Departamento de Inspección Financiera y
Tributaria; o en el Ministerio de Empleo y Seguridad Social, la Dirección
General de la Inspección de Trabajo y Seguridad Social; o dentro una
Dirección General de una Consejería, el Servicio de Inspección de Consumo;
o en el Ministerio de Fomento, la Subdirección General de Inspección del
Transporte Terrestre, etc.
E incluso se denomina inspectores al personal adscrito a tales
servicios y que realiza dicha actividad (inspectores de Hacienda,
inspectores de Trabajo, inspectores de Consumo, inspectores de
turismo…). Además, puesto que, como se ha dicho, la inspección
conlleva habitualmente el ejercicio de potestades administrativas,
este personal debe tener la condición de funcionario (ex art. 9.2
EBEP).
En ocasiones, este personal constituye un cuerpo de funcionarios
específico (p. ej., el Cuerpo Superior de Inspectores de Hacienda del Estado
o el Cuerpo de Inspección de Ordenación del Territorio, Urbanismo y Vivienda
de la Junta de Andalucía) o una escala específica dentro de Cuerpos
generales. En otras muchas ocasiones, la adscripción es indistinta (al
funcionario que ocupe el puesto de trabajo así clasificado). Incluso, en
algunos supuestos (p. ej., los inspectores del Banco de España o los
inspectores de consumo en algunas Comunidades Autónomas), con una más
que discutible legalidad, este personal tiene la condición de personal laboral.
Esta otra concepción orgánica debe distinguirse de la que
venimos desarrollando fundamentalmente por dos motivos: en
primer lugar, porque no todo lo que hacen esos servicios de
inspección y sus inspectores es propiamente inspección
administrativa (p. ej., en ocasiones, también son instructores de
procedimientos sancionadores o de otro tipo); y, en segundo
lugar, porque, en muchos ámbitos y fundamentalmente en la
Administración local, la inspección no cuenta ni con un personal
específico ni con órganos especialmente dedicados a ello (p. ej.,
en los municipios, lo habitual es que la inspección de
espectáculos públicos sea realizada por la Policía Local, que
también puede realizar la urbanística, la del comercio ambulante
o la de ruido).
Al igual que ya hemos expuesto en otros instrumentos de la
actividad administrativa, también en la inspección administrativa
se manifiesta el fenómeno de la intervención de sujetos privados.
Las vías son varias:
— En unos supuestos, la normativa ha sustituido lo que antes
eran inspecciones administrativas (p. ej., la inspección periódica
de ascensores o de otras instalaciones) por el establecimiento de
un deber del interesado de acudir a un sujeto privado (los
organismos de control o las entidades colaboradoras a los que
nos referimos más atrás) para que sea éste quien realice la
correspondiente actividad de comprobación o verificación. Por
tanto, en puridad, no es que ese sujeto privado intervenga en una
actividad administrativa de inspección, sino que ya no hay una
inspección administrativa, pues ha sido reemplazada por un
deber de hacer, por un deber de autocontrol aunque con
intervención de terceros.
— En otras ocasiones, sí se trata propiamente de una
intervención o participación en la actividad administrativa de
inspección. En esta línea, p. ej., el art. 14 de la Ley de Industria,
que lleva por título «Control administrativo», establece que «las
Administraciones (…) podrán comprobar en cualquier momento
por sí mismas, contando con los medios y requisitos
reglamentariamente exigidos, o a través de Organismos de
Control, el cumplimiento de las disposiciones y requisitos de
seguridad, de oficio o a instancia de parte interesada en casos de
riesgo significativo para las personas, animales, bienes o medio
ambiente».
O el art. 263 del Texto Refundido de la Ley de Puertos del Estado y de la
Marina Mercante (Real Decreto Legislativo 2/2011) que prevé que: «La
realización efectiva de las inspecciones y los controles antes señalados podrá
efectuarse, bien directamente por el Ministerio de Fomento o bien a través de
Entidades Colaboradoras, en los términos que reglamentariamente se
establezcan, que, en todo caso, actuarán bajo los criterios y directrices
emanados de la Administración titular…».
Esto es, la Administración podrá realizar la actividad de
inspección a través de su propio personal o encargando la misma
a esos Organismos de control o entidades colaboradoras. En este
segundo supuesto, habrá que estar a lo que prevea la normativa
sectorial en cuanto al alcance de esta intervención, que puede ir
desde unas actuaciones puramente materiales hasta tener
atribuido el ejercicio de verdaderas funciones públicas.
La intervención de estos sujetos privados plantea problemas tales como el
régimen de impugnación contra sus decisiones o su responsabilidad, que no
siempre están regulados por la normativa sectorial.
4. EL DESARROLLO DE LA INSPECCIÓN Y SUS POTESTADES
Es la normativa sectorial la que regula el desarrollo, esto es, la
forma de llevar a cabo la actividad inspectora. La diversidad es
notable. Hay supuestos en los que las prescripciones son
mínimas o se limitan a recordar algunos principios generales
como el de proporcionalidad. En otras ocasiones, la regulación es
de mayor densidad: se regula con detalle el objeto de la
inspección; cómo se debe efectuar (p. ej. el Reglamento (UE)
2017/625 relativo a los controles y otras actividades oficiales
realizados para garantizar la aplicación de la legislación sobre
alimentos y piensos, en lo referente a la inspección ante mortem y
post mortem; o los arts. 16 y 20 de la Ley Orgánica de Seguridad
Ciudadana sobre la identificación de personas o de los registros
corporales externos); o los deberes del inspector (deber de
identificación previa y cuándo puede exceptuarse, deber de
sigilo…), etc.
Es habitual, como una forma de garantizar una homogeneidad e incluso
calidad en la actuación administrativa, y también como una garantía para el
administrado, que la Administración apruebe protocolos, guías u otros
documentos similares (que, salvo que sean instrucciones de servicio, entran
en lo que se ha dado en denominar softlaw) que el personal inspector seguirá
en sus actuaciones.
En esa regulación del desarrollo de la inspección ocupa un
papel esencial lo relativo a las potestades de las que goza la
Administración. Estas potestades varían de una legislación a otra,
aunque expondremos a continuación algunas de las más
habituales.
Además de las que expondremos como más habituales hay otras: la toma
de muestras para realizar análisis y ensayos; los controles de alcoholemia o
drogas; el requerimiento de información o documentación a terceros sobre el
sujeto inspeccionado o de interés para la inspección; la colocación de
instrumentos de control en instalaciones del inspeccionado; la de requerir la
comparecencia de ciertas personas bien en el lugar de la inspección o en las
oficinas públicas, etc.
A) La potestad de acceso a lugares cerrados al público
Frecuentemente, las actividades sometidas a control
administrativo se ejercen en concretos espacios físicos (un
restaurante, un coto de caza, un supermercado, un hotel, una
fábrica, un almacén, un camión, un barco, una peluquería, etc.) o
en esos espacios pueden existir pruebas de hechos relevantes
para la inspección. Cuando estos espacios son de acceso
público, la actuación del personal inspector no plantea ningún
problema y ni siquiera implica el ejercicio de una verdadera
potestad pública. Pero cuando están cerrados a ese acceso
público sí es necesario el reconocimiento de una potestad
administrativa que lo permita y ello es habitual en casi toda la
legislación sectorial. Esa potestad conlleva el correspondiente
deber de los administrados de permitir ese acceso al personal
inspector.
Una mención especial merecen aquellos supuestos en los que la
legislación aplicable prevé no sólo esta potestad de acceso sino la de poder
destacar personal inspector de manera permanente a los establecimientos o
entidades inspeccionadas (así ocurre, p. ej., en la legislación sobre entidades
de crédito o sobre centrales nucleares).
El límite fundamental a esta potestad es la inviolabilidad del
domicilio que consagra el art. 18.2 CE. Por tanto, cuando ese
espacio pueda tener la consideración de domicilio, el personal
inspector sólo puede acceder al mismo con arreglo a lo previsto
en dicho precepto constitucional, esto es, previo consentimiento
del titular o resolución judicial.
P. ej., un médico o peluquero que ejerce su profesión en su domicilio; un
comerciante minorista que tiene el congelador donde guarda los alimentos
congelados que vende situado en su vivienda; una persona que alquila
algunas habitaciones de su domicilio; una persona que fríe en la cochera de
su vivienda unas patatas que después comercializa…
En estos supuestos, si el administrado se niega a consentir la entrada del
personal inspector, tal conducta no podrá ser sancionada como obstrucción a
la labor inspectora —conducta tipificada habitualmente en la legislación
sectorial—, por cuanto está en el ejercicio de un derecho constitucional.
El Tribunal Constitucional ha reconocido «que el núcleo
esencial del domicilio constitucionalmente protegido es el
domicilio en cuanto morada de las personas físicas y reducto
último de su intimidad personal y familiar» (STC 69/1999, de 26
de abril), pero también ha extendido esa protección constitucional
al domicilio de las personas jurídicas. Por ello, resulta
imprescindible exponer al menos sintéticamente el ámbito
material de la protección constitucional del domicilio de las
personas jurídicas. Al respecto, la misma sentencia afirma que
este «sólo se extiende a los espacios físicos que son
indispensables para que puedan desarrollar su actividad sin
intromisiones ajenas, por constituir el centro de dirección de la
sociedad o de un establecimiento dependiente de la misma o
servir a la custodia de los documentos u otros soportes de la vida
diaria de la sociedad o de su establecimiento que quedan
reservados al conocimiento de terceros» (FJ 2.º). Por tanto, de
esta delimitación podemos extraer dos conclusiones: la primera,
que esa protección constitucional no coincide con el domicilio
social que pueda tener la empresa —así lo afirma expresamente
el Tribunal Constitucional—; la segunda, que lo determinante es
la concurrencia en el establecimiento de una serie de
circunstancias tales como ser el centro de dirección o servir de
custodia de documentos u otros soportes reservados.
También debe advertirse que el Tribunal Constitucional ha considerado que
el art. 18.2 CE no sólo condiciona la entrada física en el domicilio, sino
también la que tiene lugar, sin esa penetración material, por medio de
aparatos mecánicos, electrónicos o análogos (STC 22/1984, de 17 de
febrero).
Por otra parte, es posible que más allá de lo exigido por el art.
18.2 CE, el legislador decida trasladar esta misma garantía a
lugares que no tienen la consideración de domicilio. A nuestro
juicio, estas previsiones legales deben tener un carácter
excepcional por el grave obstáculo que ello podría suponer para
la eficacia y celeridad de las actuaciones inspectoras. No
obstante, aunque en términos un tanto confusos, esta traslación
es la que parecen haber asumido con un criticable alcance
general los arts. 18.3 y 100.3 LPAC.
Art. 18. 3 LPAC: «Cuando las inspecciones requieran la entrada en
el domicilio del afectado o en los restantes lugares que requieran
autorización del titular, se estará a lo dispuesto en el art. 100».
Art. 100.3 LPAC: «Si fuese necesario entrar en el domicilio del
afectado o en los restantes lugares que requieran la autorización de su
titular, las Administraciones Públicas deberán obtener el
consentimiento del mismo o, en su defecto, la oportuna autorización
judicial».
Esto es, lo que la literalidad de esos preceptos parece imponer
—con las consecuencias que tiene su naturaleza de legislación
sobre procedimiento administrativo común— es que la entrada a
lugares que requieran la autorización de su titular, esto es, de
lugares cerrados al público, aunque no tengan la condición
constitucional de domicilio (p. ej., una cámara frigorífica, una
fábrica, un invernadero, un matadero, un almacén…), requieren el
consentimiento de su titular o autorización judicial.
A nuestro juicio, se trata de una previsión manifiestamente desafortunada,
cuyas consecuencias no se han calibrado bien —especialmente graves en
aquellas legislaciones sectoriales sobre las que prevalece esta legislación
estatal—, y es imprescindible una modificación normativa o una interpretación
judicial correctora.
Finalmente, debe recordarse que el art. 203.1 del Código Penal castiga
con penas de prisión y multa «el que entrare contra la voluntad de su titular
en el domicilio de una persona jurídica pública o privada, despacho
profesional u oficina, o en establecimiento mercantil o local abierto al público
fuera de las horas de apertura». A renglón seguido, el art. 204 CE prevé
penas mayores para las autoridades o funcionarios públicos que incurran en
esa conducta «fuera de los casos permitidos por la Ley y sin mediar causa
legal por delito».
Lo que ocurre es que parece que la Ley ya no permite ningún supuesto o
los únicos que permite son aquellos a los que no sea aplicable la LPAC.
B) La potestad de examinar la documentación del inspeccionado
Esta potestad se extiende a toda aquella documentación que la
normativa obliga al sujeto a disponer de ella y conservar durante
determinados plazos (p. ej., los documentos comerciales que
sirvan para garantizar la trazabilidad en la comercialización de un
alimento; los documentos acreditativos de ciertas revisiones
periódicas de instalaciones o vehículos; las facturas que acrediten
los gastos incluidos en una autodeclaración fiscal…). El término
documentación debe interpretarse en sentido amplio, incluyendo
los programas informáticos y ficheros y bases de datos, y
cualquiera que sea el soporte físico o virtual de los mismos.
Se trata de una potestad frecuentemente reconocida por la
legislación.
Así, el art. 27.2.b) de la Ley 3/2013, de 4 de junio, de creación de la
Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia atribuye al personal
inspector la potestad de «verificar los libros, registros y otros documentos
relativos a la actividad de que se trate, cualquiera que sea su soporte
material, incluidos los programas informáticos y los archivos magnéticos,
ópticos o de cualquier otra clase». El art. 50.2 de la Ley 10/2014, de 26 de
junio, de ordenación, supervisión y solvencia de entidades de crédito,
establece que las entidades de crédito «quedan obligadas a poner a
disposición del Banco de España cuantos libros, registros y documentos
considere precisos, incluidos los programas informáticos, ficheros y bases de
datos, sea cuál sea su soporte físico o virtual. A tales efectos, el acceso a las
informaciones y datos requeridos por el Banco de España se encuentra
amparado por el art. 11.2.a) de la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre,
de protección de datos de carácter personal.» O el art. 13.3.c) de la Ley
23/2015, de 21 de julio, Ordenadora del Sistema de Inspección de Trabajo y
Seguridad Social, prevé que los inspectores de Trabajo y Seguridad Social
podrán «examinar en el centro o lugar de trabajo todo tipo de documentación
con trascendencia en la verificación del cumplimiento de la legislación del
orden social, tales como: libros, registros, incluidos los programas
informáticos y archivos en soporte magnético, declaraciones oficiales y
contabilidad; documentos de inscripción, afiliación, alta, baja, justificantes del
abono de cuotas o prestaciones de Seguridad Social; documentos
justificativos de retribuciones; documentos exigidos en la normativa de
prevención de riesgos laborales y cualesquiera otros relacionados con las
materias sujetas a inspección.»
Frente a esta potestad, el inspeccionado queda en una
situación de deber meramente pasivo de dejar actuar o, en su
caso, de facilitar esa actuación inspectora, identificando, p. ej., los
lugares donde se encuentra esa documentación o su forma de
ordenación.
En otras ocasiones, esta potestad se formula como una
facultad para poder ordenar la remisión o presentación de
documentación al personal inspector. En ese caso, consiste en la
posibilidad que tiene el personal inspector o los órganos
encargados de la inspección de acordar un acto administrativo en
el que se requiere al administrado la aportación de cierta
documentación, lo que genera en su destinatario un deber de
hacer.
P. ej., el requerimiento que la inspección de Hacienda dirige a un
administrado para que aporte ciertas facturas o de un contrato de
compraventa; o que un inspector de sanidad o de espectáculos públicos
requiera el correspondiente certificado de desratización o desinsectación; o
un inspector de turismo que requiera documentación acreditativa de que se
han utilizado textiles ignífugos en la moqueta de un hotel; que la Guardia Civil
solicite a un conductor el carnet de conducir, etc.
Estos requerimientos no deben confundirse con los deberes normativos de
remitir cierta documentación a la Administración con determinada frecuencia
que alguna legislación impone a los administrados que ejercen algunas
actividades (p. ej., a las entidades de crédito o a las entidades aseguradoras).
Y eso aunque esa documentación se remita a los servicios administrativos
encargados de la inspección y pueda ser utilizada en su momento en la
actividad inspectora.
Esta potestad conlleva, y así se reconoce explícitamente en
muchos supuestos, la de obtener copias de dichos documentos.
En alguna ocasión incluso se prevé la posibilidad de retener tal
documentación (p. ej., art. 27 Ley de la Comisión Nacional de los
Mercados y de la Competencia).
También parece que debe admitirse que esta potestad implica otra que
alguna legislación ha recogido expresamente: «Adoptar, en cualquier
momento del desarrollo de las actuaciones, las medidas cautelares que
estimen oportunas y sean proporcionadas a su fin, para impedir la
destrucción, desaparición o alteración de la documentación mencionada en el
apartado anterior, siempre que no cause perjuicio de difícil o imposible
reparación a los sujetos responsables o implique violación de derechos» (art.
13.4 Ley Ordenadora del Sistema de Inspección de Trabajo y Seguridad
Social).
Esta potestad puede afectar a derechos constitucionales como
el de intimidad, la protección de datos de carácter personal de
terceros (art. 18 CE) y, quizá, el derecho a no declarar contra uno
mismo (art. 24.2 CE). Sin embargo, esos derechos no constituyen
límites infranqueables a su ejercicio (pues, en ese caso, la
actividad de verificación sería en muchos supuestos simplemente
imposible), aunque la potestad deberá ejercerse conforme a las
previsiones legales y con una especial intensidad en la aplicación
del principio de proporcionalidad. Además, como contrapartida a
esa injerencia en la intimidad y en esos datos de carácter
personal, la legislación impone intensos deberes de secreto o
sigilo y confidencialidad para el personal inspector y cualquier
otro que tenga acceso a dicha documentación.
En cuanto a la protección de datos de carácter personal de
terceros, téngase en cuenta que en esa documentación a la que
accede frecuentemente habrá datos de este tipo —p. ej., el
contrato de trabajo que se puede requerir a una empresa
contiene datos de carácter personal como el nombre de la
persona trabajadora, su DNI, su domicilio, el importe de la
nómina, el número de cuenta bancaria donde la recibe…—. Sin
embargo, conforme a lo previsto en el art. 6.1 Reglamento (UE)
2016/679, se trata de un tratamiento de datos lícito pues «es
necesario para el cumplimiento de una obligación legal aplicable
al responsable del tratamiento» o «para el cumplimiento de una
misión realizada en interés público o en el ejercicio de poderes
públicos conferidos al responsable del tratamiento» (la potestad
de comprobación y verificación de los deberes exigibles al
inspeccionado) (vid. también el art. 8 Ley Orgánica 3/2018, de
Protección de Datos Personales y garantía de los derechos
digitales, que exige que esas misiones o poderes públicos deriven
de una competencia atribuida por una ley).
En cuanto al derecho a no declarar contra uno mismo, téngase
en cuenta que esos datos o documentos requeridos o a los que
se accede pueden convertirse en prueba en contra del sujeto
inspeccionado en un hipotético procedimiento sancionador. A este
respecto, la STC 76/1990, ante la tipificación por la Ley General
Tributaria como infracción administrativa de «la falta de
aportación de pruebas y documentos contables o la negativa a su
exhibición», concluye que esta previsión no es contraria al art. 24
CE pues «los documentos contables son elementos acreditativos
de la situación económica y financiera del contribuyente; situación
que es preciso exhibir para hacer posible el cumplimiento de la
obligación tributaria y su posterior inspección, sin que pueda
considerarse la aportación o exhibición de esos documentos
contables como una colaboración equiparable a la «declaración»
comprendida en el ámbito de los derechos proclamados en los
arts. 17.3 y 24.2 de la Constitución,… (pues) cuando el
contribuyente aporta o exhibe los documentos contables
pertinentes no está haciendo una manifestación de voluntad ni
emite una declaración que exteriorice un contenido admitiendo su
culpabilidad». Este razonamiento es plenamente trasladable a
otras inspecciones administrativas.
C) La potestad de requerir información al inspeccionado
Se trata de una potestad de la que surge un deber de hacer en
el inspeccionado, que exige su colaboración activa y positiva. El
inspeccionado deberá facilitar esa información. En ocasiones,
este requerimiento de información puede dirigirse no sólo al
inspeccionado, sino también a sus trabajadores.
No obstante, debe distinguirse esta potestad de otra distinta que debe
estar, en su caso, expresamente prevista: la de requerir a terceros
información sobre el sujeto inspeccionado. P. ej., requerimiento de Hacienda a
un colegio privado para que facilite los datos del coste que tiene para un
determinado contribuyente —el sujeto inspeccionado— la asistencia de sus
hijos a dicho colegio, incluida la participación en actividades extraescolares.
En unos supuestos, esa información se deberá facilitar
oralmente, respondiendo a las preguntas del personal inspector.
En otros, esa información se deberá facilitar por escrito e incluso
podrá requerir la elaboración de documentos, pero aun así se
puede distinguir de la potestad anterior pues en este caso no se
trata de documentos previamente existentes que deban ponerse
a disposición de la inspección sino de documentación que se
tiene que preparar específicamente para atender a ese
requerimiento de información.
Al igual que en las anteriores, son muy frecuentes las
proclamaciones legales de esta potestad.
P. ej., el art. 13.3.a) Ley Ordenadora del Sistema de Inspección de Trabajo
y Seguridad Social prevé que los inspectores de Trabajo y Seguridad Social
podrán «requerir información, sólo o ante testigos, al empresario o al personal
de la empresa sobre cualquier asunto relativo a la aplicación de las
disposiciones legales, así como a exigir la identificación, o razón de su
presencia, de las personas que se encuentren en el centro de trabajo
inspeccionado». El art. 27.2.f) Ley creación de la Comisión Nacional de los
Mercados y la Competencia atribuye al personal inspector la potestad de
«solicitar a cualquier representante o miembro del personal de la empresa o
de la asociación de empresas explicaciones sobre hechos o documentos
relacionados con el objeto y la finalidad de la inspección y guardar constancia
de sus respuestas». Y el art. 28.1 insiste: «Toda persona física o jurídica y los
órganos y organismos de cualquier Administración Pública quedan sujetos al
deber de colaboración con la Comisión Nacional de los Mercados y la
Competencia en el ejercicio de la protección de la libre competencia y están
obligados a proporcionar, a requerimiento de ésta y en plazo, toda clase de
datos e informaciones de que dispongan y que puedan resultar necesarias
para el desarrollo de las funciones de dicha Comisión. Los requerimientos de
información habrán de estar motivados y ser proporcionados al fin
perseguido. En los requerimientos que dicte al efecto, se expondrá de forma
detallada y concreta el contenido de la información que se vaya a solicitar,
especificando de manera justificada la función para cuyo desarrollo es precisa
tal información y el uso que pretende hacerse de la misma». O el art. 50.2 Ley
de ordenación, supervisión y solvencia de entidades de crédito, que prevé
que el Banco de España podrá «recabar de las entidades y personas sujetas
a su función supervisora, y a terceros a los que dichas entidades hayan
subcontratado actividades o funciones operativas, la información necesaria
para comprobar el cumplimiento de la normativa de ordenación y disciplina» y
también añade expresamente la potestad de «solicitar y obtener
explicaciones escritas o verbales de cualquier otra persona diferente de las
previstas en la letra a) a fin de recabar información relacionada con el objeto
de una investigación».
Además de lo dicho en la anterior potestad sobre otros
derechos constitucionales, particular relevancia tiene en el
presente supuesto lo relativo al derecho a no declarar contra sí
mismo. A este respecto, resulta de gran interés la Sentencia del
Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, de 18 de
octubre de 1989, Solvay & Cie/Comisión, As. 27/88, que afirma
que «ciertos derechos de defensa… deben ser respetados en la
inspección previa. La Comisión no puede imponer a la empresa la
obligación de suministrar las respuestas en aquellos casos en
que ello supondría admitir la existencia de la infracción, pues
corresponde a la Comisión establecer la prueba».
Se estaría ante la figura del «imputado inminente» y las consecuencias
que la misma origina con respecto a cierta aplicación excepcional del derecho
a no declarar contra sí mismo en la inspección administrativa.
Finalmente, cabe señalar que los requerimientos por los que
se solicita esta información son recurribles (SSTS de 13 de
febrero de 2008, rec. 11414/2004; y más reciente, la 4580/2015,
de 2 de noviembre).
5. LA FORMALIZACIÓN DE LA INSPECCIÓN: LAS ACTAS DE INSPECCIÓN Y SU
VALOR PROBATORIO
No todas las actuaciones inspectoras deben tener una expresa
formalización por escrito. Habrá que estar a lo que establezca la
normativa reguladora. Así, en ocasiones, esa normativa exige la
formalización de cualquier actuación inspectora. Pero lo más
habitual es que la formalización sólo sea necesaria cuando se
descubran irregularidades, o se ejerzan potestades tales como el
requerimiento de documentación o información, o la toma de
muestras.
Esa formalización por escrito puede adoptar diversas
modalidades: anotaciones en sistemas informáticos, elaboración
de informes o similares, o el levantamiento de un acta de
inspección. Este último supuesto es uno de las más habituales. El
acta es un documento público que redacta el inspector y en el
que se reflejan las circunstancias de la inspección (lugar, fecha,
intervinientes…), las actuaciones realizadas, los hechos
observados o resultados obtenidos y cualesquiera otros datos
que pudieran resultar relevantes. Como tal documento público, su
valor jurídico deriva de haber sido elaborado y firmado por el
inspector, aunque, en ocasiones, la normativa prevé también que
deba intentarse obtener la firma de la persona que ha atendido a
la inspección —no como reconocimiento de responsabilidades,
sino más bien como testimonio de su presencia—.
Una de las cuestiones más debatidas que se plantea en torno
a las actas de inspección es su valor probatorio. A este respecto,
el art. 77.5 LPAC —modificando la redacción de su antecesor en
la Ley 30/1992— establece con carácter general que «los
documentos formalizados por los funcionarios a los que se
reconoce la condición de autoridad y en los que, observándose
los requisitos legales correspondientes se recojan los hechos
constatados por aquéllos harán prueba de éstos salvo que se
acredite lo contrario.» Esto es, los hechos constatados por los
inspectores que se reflejen en el acta, con arreglo a los requisitos
que la normativa sectorial establezca, tendrán valor probatorio.
Se trata de un valor jurídico relevante que va mucho más allá de
su consideración como una mera puesta en conocimiento a la
Administración de unos hechos por parte de su personal o de una
denuncia. Las actas por sí mismas se podrán utilizar como
prueba de cargo suficiente en un procedimiento administrativo
sancionador, esto es, sin necesidad de ser ratificadas en el seno
del procedimiento sancionador y sin que incluso se practiquen
otras pruebas en el mismo. Algunas leyes van un paso más allá y
les atribuyen no ya un valor probatorio sino una más que
discutible presunción de veracidad o certeza, que en puridad
implicaría una limitación en la libertad de apreciación del conjunto
probatorio conforme a las reglas de la lógica y la sana crítica.
Debe tenerse en cuenta que ese valor probatorio y más aún, en su caso,
esa presunción de certeza entran en tensión con el derecho constitucional a
la presunción de inocencia cuando dichas actas se pretendan utilizar como
prueba de cargo en un procedimiento administrativo sancionador. Menos
dificultades se plantean cuando lo constatado en dichas actas se pretende
hacer valer en otro tipo de procedimientos no sancionadores (p. ej.,
procedimientos de restablecimiento de la legalidad). En todo caso, es
necesario que, en el seno de todos esos hipotéticos procedimientos, el
interesado tenga la posibilidad de contradecir el contenido del acta y de
proponer las pruebas que estime oportunas.
IV. LAS ÓRDENES ADMINISTRATIVAS
1. CONCEPTO
Algunas normas se refieren a las órdenes con ese nombre, pero en otros
casos hablan de requerimientos, de medidas cautelares o de medidas
provisionales —aunque debe advertirse que en otras ocasiones bajo estas
denominaciones se recogen otras realidades jurídicas distintas— o
simplemente no utilizan ninguna denominación. Por otra parte, se habla
también de órdenes en las relaciones de jerarquía entre distintos órganos o
entre el personal de la Administración o entre la Administración y quienes se
encuentran en una relación especial con la Administración (contratistas,
usuarios de un servicio público...). Pero no es eso lo que nos ocupa aquí,
pues, como vimos, no concurre ahí una actividad puramente privada fruto de
su libre iniciativa.
En el contexto de la actividad de limitación, órdenes son los
actos administrativos que imponen en un caso concreto un deber
de realizar una conducta o una prohibición de realizarla con la
finalidad de preservar algún interés general. Son prototípicos
actos desfavorables y ejecutivos.
Aquí la conducta impuesta es el contenido de un deber en sentido estricto
(no de una obligación) y se hace para garantizar la protección de un interés
general (no para castigar un comportamiento ilícito). Frente a ese deber —a
diferencia de lo que sucede con las obligaciones— no hay un derecho
subjetivo sino potestades administrativas para imponerlo y para hacerlo
cumplir en pro del interés general.
Por otra parte, obsérvese que se ha dicho que se impone el deber en un
caso concreto. En eso se diferencia de lo que hacen los reglamentos de la
actividad de limitación.
2. CLASES
a) Hay órdenes singulares, si se dirigen a uno o varios sujetos
determinados; y generales, si se dirigen a una pluralidad
indeterminada de sujetos.
Se trata de una aplicación a las órdenes de la clasificación que hicimos de
todos los actos administrativos (Tomo II, lección 2). Normalmente se trata de
órdenes singulares que afectan a un único sujeto determinado, sin que
cambien su naturaleza por el hecho de que tengan una eficacia que se
prolongue en el tiempo (orden a determinado sujeto para que no ponga
música en ciertas horas). Ejemplos de órdenes generales son los de
disolución de una manifestación o, incluso, más ampliamente, orden
prohibiendo de antemano una manifestación que afecta a todos; orden
prohibiendo ante un problema sanitario la venta de pepinos o de aceite de
orujo; orden de fumigar las plantaciones de una zona ante una concreta
plaga, etc. La distinción tiene trascendencia porque, aunque ambas son
ejecutivas, como regla general sólo las singulares permiten pasar, ante su
inobservancia, a la ejecución forzosa, mientras que las generales
habitualmente necesitan convertirse en una orden singular para poder abrir
después la ejecución forzosa.
En cualquier caso, las órdenes generales no son reglamentos. Para
diferenciarlas hay que seguir los criterios que también expusimos (Tomo I,
lección 8: integración o no en el ordenamiento jurídico, agotamiento o no con
su cumplimiento...), aunque, como sucede igualmente respecto a otro género
de actuaciones administrativas, la distinción no siempre es nítida ni pacífica.
Particularmente problemática ha resultado la calificación de las señales de
tráfico o, mejor dicho, la decisión de ordenación vial que estas reflejan. En
principio, parece que esa decisión en la que, p. ej., se acuerda que una calle
sea de dirección prohibida —y que después se materializa con la colocación
de la correspondiente señal— es una orden general y no un reglamento,
aunque hay que reconocer que no sólo tiene destinatarios indeterminados
sino vigencia indefinida, lo que permite dudar de su verdadera naturaleza
jurídica.
b) Órdenes que imponen un hacer y que imponen un no hacer
(prohibiciones).
c) Órdenes personales y reales. En realidad, todas las órdenes
imponen deberes a personas, no a cosas. Pero la distinción alude
a si la orden incumbe a una concreta persona o a todos los que
tengan una determinada relación con una cosa. Y cobra interés
sobre todo en cuanto a la posible sucesión en la posición del que
inicialmente era destinatario de la orden.
Buen ejemplo de este segundo tipo suministra el art. 16 del Reglamento de
Inspección, Control y Régimen Sancionador de Espectáculos Públicas y
Actividades recreativas de Andalucía que, bajo el rubro «subrogación por
transmisión del establecimiento», dice: «… incumbirán al nuevo titular todos
los deberes relativos al estado del establecimiento y, en particular, el de
cumplir las medidas correctoras acordadas…». Una muestra de ello, aunque
con consecuencias más amplias que la de la sucesión en los deberes
impuestos por órdenes, se refleja en el art. 27.1 TRLS: «La transmisión de
fincas no modifica la situación del titular respecto de los deberes del
propietario (…) El nuevo titular queda subrogado en los (…) deberes del
anterior propietario…».
d) Se distingue entre órdenes preventivas y órdenes
represivas. La distinción es capital, aunque presenta aspectos
oscuros y cuestionables y pese a que la denominación que se da
a unas y otras órdenes es poco expresiva y hasta equívoca.
Órdenes preventivas son aquéllas que no tienen como
presupuesto de hecho ningún incumplimiento previo e imponen
un deber nuevo. Determinan, igual que los reglamentos pero sin
carácter general y abstracto, cómo han de comportarse los
particulares. Por ello, en el cuadro general de los medios de la
actividad de limitación que se expuso al final de la lección anterior
se incluyeron en el apartado correspondiente a la determinación
de los deberes.
En principio, el Estado de Derecho prefiere imponer los deberes con
carácter general mediante normas, ya sean leyes o reglamentos. No
obstante, la potestad para dictar estas órdenes preventivas no es excepcional
cuando las normas entienden que hay que valorar las circunstancias
concretas de cada caso. Las hay en los más distintos sectores. También en
los policiales. Ejemplos: los arts. 12 y 13 de la Ley 19/2007 contra la
violencia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia en el deporte permiten
imponer a los organizadores de acontecimientos de especial riesgo disponer
de un mayor número de efectivos de seguridad, instalar cámaras en los
aledaños, realizar registros personales en los accesos…; el art. 28 de la Ley
Orgánica de Derechos y Libertades de los Extranjeros, después de establecer
como regla general que la salida de España es libre, dice que
«excepcionalmente, el Ministro del Interior podrá prohibir la salida del territorio
español por razones de seguridad nacional o de salud pública. La instrucción
o resolución de los expedientes de prohibición tendrá siempre carácter
individual»; el Reglamento de Armas (RD 137/1993, de 29 de enero),
después de determinar en el art. 80 los establecimientos que con carácter
general deben contar con un servicio de vigilancia de seguridad, dispone en
su art. 81 que «el Ministerio del Interior podrá acordar, previa audiencia del
interesado, la implantación del servicio de vigilantes de seguridad en aquellos
otros establecimientos en que, por sus especiales características, se
considere necesario», etc.
Por completo distintas son las llamadas órdenes represivas:
parten del incumplimiento de un deber previo y, ante ello,
imponen al transgresor, con la finalidad de eliminar esa situación,
la conducta necesaria para restablecer la legalidad.
Estas órdenes son la forma ordinaria de reacción administrativa ante las
transgresiones de los deberes y limitaciones para restablecer la legalidad y
evitar la lesión, o la continuidad de la lesión, del interés público. Así que, pese
a esa denominación equívoca de «represivas», no tienen carácter punitivo ni
cabe asimilarlas a las sanciones. Incluso muchas de estas órdenes represivas
tienen una finalidad preventiva en el sentido de que su objeto es evitar que
llegue a consumarse una lesión del interés público.
Son un medio normal de la actividad de limitación para
restablecer la legalidad. Generalmente, estas órdenes no crean
ningún nuevo deber sino que parten del que ya existía (porque lo
establecía una norma o un acto administrativo) y, ante su
transgresión, lo imponen y exigen más específicamente:
concretan el sujeto obligado, el contenido del deber en el caso
dado y el momento máximo en que debe cumplirse.
No obstante, en otras ocasiones, la orden comporta una
transformación del deber preexistente, pudiendo discutirse en ese
supuesto si tienen una naturaleza constitutiva de un deber nuevo
o no. En esta última línea, es habitual que la orden en vez de
imponer lo necesario para que la conducta privada se realice
conforme a la legalidad, prohíba sin más que se continúe
realizando.
Así, ante el vehículo que no tiene el seguro obligatorio, lo que la
Administración ordenará será que no se utilice el vehículo y, ante un matadero
que ejerce su actividad de manera clandestina y sin autorización sanitaria,
ordenará y procederá a su clausura. No ordenará que se contrate el seguro o
que se solicite la correspondiente autorización administrativa. Y es así, no
sólo porque esas medidas son las más congruentes para la protección de los
intereses públicos en juego, sino también porque lo que importa
prioritariamente al interés general y lo que incumbe a la Administración es
que no se realicen esas actividades ilícitas, no tanto que se realicen
lícitamente.
Sobre todo, cuando lo que se incumple es un deber general y
abstracto de no perturbar el orden público, la orden represiva
transforma éste en un deber mucho más concreto.
Normalmente las órdenes represivas son requisito necesario
para poder pasar a la ejecución forzosa.
La transgresión de un deber impuesto en una norma no permite pasar a la
ejecución forzosa. Tampoco, como regla general, el establecido en una orden
general o en una autorización. Será necesaria, tras detectar su inobservancia
en un supuesto determinado, la orden represiva individualizada para, caso de
que continúe, se pueda comenzar la ejecución forzosa.
Las leyes, con razón, las prevén con normalidad y por ello hay muchos
preceptos legales que, con independencia del nombre que les den o de que
no les den ninguno, lo que en realidad establecen es la potestad de dictar
estas órdenes represivas. P. ej., para ordenar la demolición del edifico
construido ilegalmente o el cierre del establecimiento abierto sin autorización
preceptiva o la disolución de una manifestación ilegal o el arranque de
cultivos no autorizados…; o, por irnos a un ámbito muy diferente, es lo que
prevé el art. 49.d) Ley de Auditoría de Cuentas: el Instituto de Contabilidad y
Auditoría de Cuentas podrá «requerir que se ponga fin a toda práctica que
sea contraria a la normativa reguladora de la actividad de auditoría de
cuentas. Estas medidas podrán adoptarse como medida cautelar en el
transcurso de un expediente sancionador o como medida al margen del
ejercicio de la potestad sancionadora, siempre que sea necesario para la
eficaz protección de terceros o el correcto funcionamiento de los
mercados…».
3. NECESIDAD DE HABILITACIÓN LEGAL
La Administración sólo puede dictar órdenes cuando la ley le
haya dado potestad para hacerlo. No puede ser de otra forma
porque las órdenes suponen claramente un límite para la libertad
de los ciudadanos.
La exigencia de habilitación legal es estricta para las órdenes
preventivas puesto que imponen un deber completamente nuevo.
Así que hay que partir de la necesidad de habilitaciones legales
expresas y relativamente concretas, salvo en situaciones de
necesidad.
También debe partirse de la necesidad de habilitación legal
para emanar órdenes represivas. La intensidad de esa exigencia
ha de ponerse en conexión con la relación de la orden con el
deber preexistente, esto es, si se limita a concretarlo o lo
transforma con más o menos amplitud. Por ello, en numerosos
supuestos, bastan habilitaciones legales amplias y cabe aceptar
con más facilidad habilitaciones legales implícitas. Esto se
refuerza, incluso, en materia de policía. Conforme a lo que ya
explicamos, en ese ámbito bastan cláusulas de habilitación
amplias para dictar órdenes represivas frente a quien incumpla su
deber general de no perturbar el orden público e incluso se podrá
acudir fácilmente a la idea de las potestades implícitas e
inherentes.
Cuando las leyes establecen claramente esa potestad, como hemos visto
en el ejemplo de la Ley de Auditoría de Cuentas y en otros muchos que
podrían citarse, ningún problema se plantea.
Por otra parte, cuando las leyes confieren potestad para dictar
órdenes sin más precisión hay que entender como regla general
que lo que permiten realmente es dictar estas órdenes represivas.
Así, p. ej., ante el art. 14 LOSC que permite a las autoridades
dictar «las órdenes y prohibiciones (…) estrictamente necesarias
para asegurar la consecución de los fines previstos en esta
Ley…», hay que entender que sólo permite dictar órdenes
represivas.
Asimismo puede sostenerse como regla general (aunque con excepciones)
que la Administración puede ordenar al sujeto que sanciona (p. ej., con una
multa) el cese de la conducta infractora y la restitución de la realidad alterada
con ella. Cabe deducirlo del art. 28.2 LRJSP cuando afirma que las sanciones
«serán compatibles con la exigencia al infractor de la reposición de la
situación alterada por el mismo a su estado originario» pese a que no llega a
decir que la misma resolución sancionadora ordenará esa reposición y pese a
que tampoco se refiere expresamente a la orden cese de la conducta
infractora. Pero si la conducta no puede ser sancionada (por falta de
culpabilidad, prescripción de la infracción, muerte del infractor, etc.) es
discutible que la Administración pueda incorporar a la resolución absolutoria
del procedimiento sancionador la orden represiva. Algunas leyes sectoriales
ofrecen una respuesta expresa a estas cuestiones.
También parece que la posibilidad de órdenes represivas está prevista en
el art. 69.4 LPAC para los casos en que, siendo necesaria una comunicación
o declaración responsable, la actividad privada se esté desarrollando sin tal
requisito. Y sería absurdo que, si eso se admite, no quepan también las
órdenes represivas para las actividades privadas realizadas sin contar con
una autorización preceptiva.
Pero, aun aceptado todo lo anterior, hay casos que no resuelven las leyes
e incluso es habitual que nuestras leyes no hagan ninguna mención de la
potestad de dictar órdenes represivas. Ante ello, ¿puede la Administración
dictarlas? Ya hemos dicho que cabe aceptar esta potestad como implícita o
inherente a la misión confiada a la Administración en ciertos sectores.
Pensemos, p. ej., en la Ley 50/1999 sobre animales potencialmente
peligrosos: somete la tenencia o adiestramiento de estos a autorización,
prevé potestades de inspección, establece sanciones… Además, entre otras,
tipifica como infracción muy grave la celebración de espectáculos con esos
animales. Ante ello, y aunque en ninguna parte prevé órdenes represivas,
parece lógico entender implícita la potestad de ordenar que no se celebre tal
espectáculo o que no continúe y hacer lo necesario para impedir su
celebración. Pero si en este caso esa conclusión resulta lógica, no lo es tanto
en otros supuestos. P. ej., las leyes reguladoras del comercio minorista
establecen restricciones sobre horarios y calendarios comerciales: la
Administración puede inspeccionar su cumplimiento y puede sancionar a
quien lo conculque. Pero ya no resulta tan claro que pueda ordenar el cierre
del establecimiento abierto un día prohibido y que ello permita pasar a la
ejecución forzosa o a la coacción directa.
Para colmo, muchas leyes no sólo no reconocen de ninguna forma esta
potestad sino que contemplan lo que sería lógico acordar mediante orden
represiva como contenido de una sanción o de una medida provisional dentro
del procedimiento sancionador. P. ej., en la Ley 37/2003 del Ruido, se prevé el
precintado de aparatos, equipos y máquinas como sanción (art. 29) y como
medida provisional del procedimiento administrativo sancionador (art. 31),
pero nada dice sobre la posibilidad de, al margen de eso, ordenar el cese en
el uso de aparatos, equipos y máquinas que superen los umbrales de ruido
permitidos. ¿Cabe acordarlo al margen de las sanciones y del procedimiento
sancionador? Probablemente sí, pero todo es demasiado oscuro y
complicado.
Y por otra parte hay leyes que prevén lo que podría acordarse por orden
represiva como el contenido de una pretensión que la Administración debe
ejercer ante la jurisdicción civil. Así sucede incluso en casos en que la
Administración puede sancionar esa misma conducta. P. ej., ante muchos
casos de publicidad ilícita, la Administración puede sancionarla pero, al
mismo tiempo, se ha establecido que para conseguir su cese o rectificación
debe ejercer la correspondiente acción ante la jurisdicción civil, de donde se
deduce que no puede dictar una orden represiva. Algún supuesto similar se
encuentra en la legislación sobre servicios de la sociedad de la información
para poder interrumpir la prestación de servicios de la sociedad de la
información o para que se retiren ciertos contenidos. Es esto concreción de lo
que se explicó con carácter más general en la lección 6 del Tomo I sobre la
posibilidad o no de dictar actos administrativos.
4. DIFERENCIACIÓN ENTRE ÓRDENES Y LAS MERAS ADVERTENCIAS O
INTIMACIONES
Llamamos aquí intimaciones a los actos de la Administración
que simplemente recuerdan un deber o una prohibición que se
está incumpliendo y hacen constar al transgresor la situación
ilegal en la que se encuentra. Eso es lo esencial en las
intimaciones: la advertencia de la ilegalidad detectada. Si acaso
se completan con otra advertencia: la de las consecuencias que
puede acarrearle al administrado su comportamiento ilícito (p. ej.,
las sanciones previstas). Implícitamente «invitan» al particular a
modificar su situación y a acomodarse a la legalidad; y es posible
incluso que aludan expresamente a ello. Pero esto no es lo
esencial sino la advertencia de la ilegalidad. No crean, desde
luego, un deber nuevo; y ni siquiera transforman ni concretan ni
exigen el deber que ya existía y que se está conculcando. Más
aún: tampoco declaran ejecutivamente ni el deber ni el
incumplimiento. Por ello ni pueden ser objeto de ejecución
forzosa ni la desatención de la intimación puede constituir una
infracción autónoma porque no supone ninguna nueva ilicitud.
Son, por tanto, actuaciones de valor modesto sobre las que puede incluso
plantearse que no contienen los caracteres de un acto administrativo. Cabe
reconocer una amplia posibilidad de producir estas intimaciones, aunque las
normas no las prevean: basta que la Administración tenga reconocida por el
ordenamiento una genérica función de vigilancia de ciertos deberes para
reconocer implícita esta posibilidad. Más todavía: pueden formularlas, no ya
los órganos y autoridades, sino los funcionarios y meros agentes de la
autoridad (p. ej., los encargados de la inspección). Y ello sin seguir
previamente ningún procedimiento y sin ninguna formalidad especial (así,
podrían plasmarse simplemente en un acta de inspección; no necesitan una
notificación formal ni indicación de los recursos pertinentes). Quede claro,
pues, que, aunque se asemejen remotamente a las órdenes represivas, son
de naturaleza, significado y valor por completo distintos. En este sentido
Mayer hablaba de «falsas órdenes» que, según los casos, contienen, decía,
una «advertencia» o una «simple invitación».
En algunos casos, las normas se refieren a esta posibilidad. P. ej.:
— TR de la Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social (RD
Legislativo 5/2000): «Art. 49. Actuaciones de advertencia y recomendación.—
(...) la inspección de Trabajo y Seguridad Social..., cuando las circunstancias
del caso así lo aconsejen y siempre que no se deriven daños ni perjuicios
directos a los trabajadores, podrá advertir y aconsejar, en vez de iniciar un
procedimiento sancionador». Igualmente el art. 22.1 LITSS de 2015 dice que
el personal inspector puede «advertir y requerir al sujeto responsable, en vez
de iniciar un procedimiento sancionador, cuando las circunstancias del caso
así lo aconsejen, y siempre que no se deriven perjuicios directos a los
trabajadores o sus representantes».
— RD 1.801/2003 de seguridad de los productos: «Art. 9. Advertencias y
requerimientos. 1. Los órganos administrativos competentes podrán advertir a
los productores y distribuidores que incumplan alguno de los deberes
regulados por este Real Decreto de su situación ilegal y, en su caso,
requerirles su cumplimiento...». Después, el apartado 3 del mismo artículo
dispone que, caso de que el productor o distribuidor no actúe
satisfactoriamente, podrán dictarse verdaderas órdenes que también podrían
haberse acordado directamente sin estas advertencias.
Pese a su escaso valor jurídico pueden ser útiles y ofrecer una
primera vía de reacción administrativa para solucionar los
problemas.
Son especialmente útiles cuando otra reacción administrativa necesitará
mayores formalidades y tiempo; y, sobre todo, ante deberes impuestos por
normas cuya transgresión no tiene previsto nada más que sanciones y no
formas de restablecimiento de la legalidad. Por otra parte, el hecho de que la
desatención de la intimación no constituya un nuevo ilícito autónomo no
significa que sea irrelevante: además de que si el particular continúa
incumpliendo no podrá invocar su desconocimiento (ni, por tanto, su falta de
culpabilidad), también pone de relieve una mayor antijuridicidad lo que
permitirá imponer la sanción en mayor extensión. De hecho, algunas leyes
expresamente prevén esta desatención de las intimaciones como agravante.
De lo expuesto se deduce también que estas intimaciones no pueden
identificarse con el «apercibimiento» al que se refiere el art. 90 LPAC como
requisito para pasar a la ejecución forzosa.
V. EJECUCIÓN FORZOSA Y COACCIÓN DIRECTA
Como regla general, para adoptar una orden, la Administración
debe seguir previamente un procedimiento con la intervención del
interesado y lo que ello comporta (audiencia, prueba…). Una vez
tramitado ese procedimiento declarativo y dictada la orden, habrá
de darse un periodo de cumplimiento voluntario y después, sólo si
tras éste el obligado no ha hecho lo que se le impuso, procederá
—como con cualquier otro acto administrativo que imponga un
deber— la ejecución forzosa conforme a las reglas de los arts. 97
y ss. LPAC (vid. Tomo II, lección 4). Pero todo ello requiere un
tiempo que a veces resultará fatal porque entretanto continuará o
se agravará la lesión de los intereses generales o se consumará
el peligro que se pretende conjurar. La solución general que
ofrece el ordenamiento, además de la muy modesta del
procedimiento de urgencia (art. 33 LPAC), es la de la adopción de
medidas provisionales o incluso provisionalísimas prevista en el
art. 56 LPAC, como estudiamos ya (Tomo II, lección 1).
Pero estos remedios no son siempre suficientes y en algunos
casos se admiten otras soluciones más drásticas. En general, la
doctrina española alude a ellas bajo el nombre de coacción
directa. Tienen en común que permiten la coacción administrativa
sin un procedimiento declarativo previo y de manera más fácil y
rápida que de ordinario para imponer la legalidad. Pero bajo esa
denominación hay en realidad figuras algo diferentes. Al menos,
pueden distinguirse dos tipos:
— Órdenes (normalmente verbales) adoptadas sin
procedimiento previo y de ejecución forzosa casi inmediata, tras
un brevísimo plazo de posible cumplimiento voluntario.
Así sucede, p. ej., cuando los inspectores de trabajo ordenan la
paralización de tareas o el cierre de los centros de trabajo si observan peligro
inminente para la seguridad de los trabajadores (art. 9.1 de la Ley de
Prevención de Riesgos Laborales). Como hay una orden que ha impuesto el
deber, la situación puede resolverse con el cumplimiento inmediato del
empresario. Pero si no lo hace, la Administración pasa casi instantáneamente
a la ejecución forzosa. O la orden de desvío realizada por un agente de
tráfico. A diferencia de las medidas provisionalísimas a las que nos hemos
referido, estas órdenes no necesitan ser confirmadas en un subsiguiente
procedimiento administrativo, aunque puede ocurrir que una de esas medidas
provisionalísimas requiera de una ejecución forzosa inmediata: p. ej., el
personal inspector en sanidad podrá ordenar, para evitar perjuicios para la
salud y en caso de urgente necesidad, el cierre de una carnicería —medida
provisionalísima que ha de ser necesariamente ratificada en el seno de un
procedimiento administrativo posterior porque así lo prevé expresamente la
normativa sectorial aplicable—, pero ello no impide que en caso de
incumplimiento de esa orden se deban adoptar las medidas necesarias para
garantizar su inmediata ejecución (p. ej., la solicitud del auxilio a las Fuerzas y
Cuerpos de Seguridad para proceder al cierre efectivo del establecimiento).
— Potestades de la Administración para actuar directamente y
modificar el estado de cosas creado por el particular que ha
incumplido los deberes que le imponen las normas o de cuya
conducta dependa la superación de la situación de
incumplimiento o de riesgo al interés público protegido.
En esta hipótesis ni tan siquiera se produce una orden de cumplimiento
inmediato. El particular ya no tiene que hacer nada; si acaso, soportar la
actuación administrativa. Si se resiste, la Administración puede usar la fuerza
sobre él. Pero no siempre es así. De hecho, puede que no se sepa todavía
exactamente quién es el sujeto que debería actuar o puede que nadie se
resista a la actuación material de la Administración, incluso que la acepte de
buen grado. Lo importante es que la Administración cambia por sí misma, y
sin esperar a que lo haga un particular, el estado de cosas. Habitualmente, la
Administración está haciendo lo que debía haber hecho un particular o
superando la situación que ha creado un particular con su conducta ilegal.
Por eso, a la postre, de ordinario se le hará pagar los costes en que incurra la
Administración. Así, p. ej., se retira el vehículo estacionado que pone en
peligro la seguridad o impide la circulación [art. 105.1.a) del TR de la Ley de
Tráfico] o se retiran del mercado productos peligrosos para la salud o la
seguridad de los consumidores. Pero también hay ocasiones en las que la
actuación administrativa trata de superar la situación creada por hechos de la
naturaleza (una tormenta, un terremoto, una plaga…) y en estos supuestos la
imputación de costes e incluso la responsabilidad administrativa será distinta
(p. ej., arrancar una plantación de olivos plenamente lícita si es la única forma
de detener un incendio).
No es extraño que en estos casos de coacción inmediata y
directa, además de esfumarse las reglas normales de
procedimiento, se alteren también las reglas de competencia y se
permita decidir, en vez de a los órganos ordinarios, a los agentes
de la autoridad (inspectores, policías…).
En principio, la coacción directa sólo es admisible en los casos
en los que una norma con rango de ley la prevea.
Incluso cabe sostener que las leyes no son libres para prever cualquier
supuesto de coacción directa sino sólo aquellos en los que esté
razonablemente justificado por graves razones y por la urgencia, pues de la
Constitución y de los principios generales del Derecho se desprende que,
salvo excepciones, la Administración debe decidir tras un procedimiento que
dé posibilidades de defensa al ciudadano y sólo debe pasar a usar de la
coacción conforme a un pautado procedimiento de ejecución tras dar la
oportunidad de cumplimiento voluntario.
Así, a nuestro juicio y aun reconociendo la dificultad del control
constitucional de la proporcionalidad del legislador, podría discutirse la
constitucionalidad de la legislación vigente que permite la retirada de
vehículos simplemente por estar mal aparcados, aunque no perjudiquen la
seguridad ni obstaculicen el uso de la vía pública. En el fondo, los supuestos
en que las leyes prevén casos de coacción directa deberían ser reconducibles
a alteraciones del orden público que necesitan respuesta inmediata. Así
ocurre en la mayoría de los casos. Hasta las leyes que los reconocen para
supuestos que parecen alejados del orden público son explicables, en
realidad, porque éste está en peligro. Así, se permite la coacción directa para
proteger el medio ambiente o para restablecer el uso o la integridad de los
bienes de dominio público (así, en las Leyes de Carreteras). Pero es así
porque ciertas lesiones del medio ambiente ponen en peligro inminente la
seguridad, la salubridad o la tranquilidad públicas; o porque el uso y la
integridad de algunos bienes públicos es imprescindible para la convivencia
ciudadana o para la seguridad o para el funcionamiento mínimo de servicios
públicos vitales.
Pero, además, se pueden aceptar algunos casos de coacción
directa sin expresa habilitación de una ley. Por ello, los pueden
establecer los reglamentos sin base legal o proceder incluso sin
previsión reglamentaria de ningún género cuando se trata de
preservar el orden público contra perturbaciones graves y reales
o inminentes.
Los intentó sistematizar Otto Mayer. Los casos más claros y relevantes son
los encaminados a impedir la comisión de delitos contra la seguridad, la salud
o la libertad de las personas. Pero suelen admitirse otros supuestos: cuando
se pone en peligro el funcionamiento imprescindible de los servicios públicos
o las instituciones fundamentales del Estado; cuando se trata de asegurar el
uso común por los ciudadanos de los bienes públicos; y, quizá, cuando se
trata de proteger al mismo sujeto que sufre la coacción administrativa, ya sea
para defenderlo de los daños que quiere causarse a sí mismo o de los que le
puede causar la naturaleza u otros sujetos (linchamiento) si es que, en este
último caso, no hay forma de contener a estos otros que son los verdaderos
perturbadores. Pero es difícil hacer una enumeración cerrada de los
supuestos. Seguramente todos estemos dispuestos a admitir el uso de la
coacción directa frente a quien, p. ej., esté fumando junto a un polvorín o una
gasolinera aunque no haya ninguna norma que lo establezca y aunque el
hecho no estuviera tipificado penalmente. En cualquier caso, como fácilmente
se comprende, las posibilidades de coacción directa aumentan en las
situaciones de necesidad formalmente declaradas como tales.
Como se ve, tanto los casos que prevén las Leyes como los que pudieran
admitirse sin ley tienen siempre el trasfondo de la protección del orden
público: incluso cuando parezca que lo que se defiende es la posesión o la
integridad de los bienes públicos o a los servicios públicos o a los agentes
públicos…, lo que realmente se protege es el orden público porque el mínimo
de convivencia que entraña se daña con la lesión a esas cosas, actividades o
personas. En suma, entendemos que todos los casos en que es admisible la
coacción directa se resumen en uno: la perturbación del orden público; ni las
leyes deben prever otros casos de coacción directa ni el hecho de que no los
prevean impiden su uso cuando el orden público esté realmente dañado o en
peligro inminente. Por eso es tradicional incluir su estudio en la teoría de la
policía y por eso nosotros lo hemos abordado aquí.
La coacción directa pueda adoptar formas variadas, actuando
sobre las cosas y las personas. En la elección y aplicación de los
medios es particularmente relevante el principio de
proporcionalidad. No debe identificarse la coacción directa con el
uso de las armas pues muy frecuentemente supone únicamente
actividad material de la Administración o el empleo de la fuerza, o
su sola amenaza, sobre cosas. Incluso cuando se proyecta sobre
personas puede tener formas suaves. Sólo en casos extremos
cabe el uso de armas, incluso de las armas de fuego o hasta la
violencia mortal o potencialmente mortal. Eventualmente, cuando
sea absolutamente necesario, cabe hasta causar la muerte para
defender la vida de otras personas o preservar el orden frente a
ataques muy graves. Pero siempre es preferible cualquier otro
medio que fuera idóneo.
El art. 5.2.d) de la Ley Orgánica de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del
Estado dice que sus miembros «solamente deberán utilizar las armas en las
situaciones en que exista un riesgo racionalmente grave para su vida, su
integridad física o la de terceras personas, o en aquellas circunstancias que
puedan suponer un grave riesgo para la seguridad ciudadana y de
conformidad con los principios a que se refiere el apartado anterior», esto es,
«los principios de congruencia, oportunidad y proporcionalidad en la
utilización de los medios a su alcance». Por eso, para posibilitar la
proporcionalidad y graduar el uso de la fuerza, puede considerarse obligatorio
dotar a la policía de medios no letales como los gases lacrimógenos o armas
simplemente «incapacitantes» o «neutralizantes» o que lanzan pelotas de
goma o cañones de agua para disolver manifestaciones, etc. Además, la
Administración debe servirse para todo ello de agentes preparados para tal
misión y no, salvo circunstancias extremas, del Ejército, cuyos integrantes
tienen otra formación y finalidad y al que es difícil moderar su fuerza.
Respecto a todo esto es muy interesante la jurisprudencia del TEDH recaída
sobre el art. 2 CEDH.
Nótese que el art. 5 de la Ley Orgánica de Fuerzas y Cuerpos de
Seguridad del Estado alude también al principio de oportunidad. Y, en efecto,
criterios de oportunidad pueden llevar a no actuar frente a la actuación ilegal,
incluso aunque presente riesgos (p. ej., quizás ante un macroconcierto que se
prolonga más de lo permitido o en el que se supera el aforo sea preferible
dejarlo terminar aunque perturbe el orden público en vez de ordenar el
desalojo y usar la fuerza para conseguirlo; y lo mismo ante una manifestación
ilegal o ante un mitin en el que se incita a cometer delitos). Ello, claro está, sin
perjuicio de imponer después las sanciones que procedan. Es ilustrativo el
Reglamento de Inspección, Control y Régimen Sancionador de los
Espectáculos Públicos y Actividades Recreativas de Andalucía (Decreto
165/2003). Tras otorgar potestad para acordar con coacción directa o
inmediata la suspensión de espectáculos que se estén celebrando ilegal y
peligrosamente, dice: «Para la adopción de esta medida se valorará su
oportunidad y, en particular, que la suspensión y consecuente desalojo no
ocasione mayores peligros que los que tratan de evitarse» (art. 18.3). En
cualquier caso, ese principio de oportunidad será en muchos casos otra forma
de expresar esa exigencia de proporcionalidad en sentido estricto que
analizamos en la lección anterior (ap. II.2).
Las actuaciones de coacción directa son controlables por los
Tribunales sin que el hecho de que no existan prototípicos actos
administrativos formalizados lo impida.
Aunque normalmente el control se producirá cuando ya estén consumados
los efectos de la coacción directa, la declaración de su ilegalidad tendrá
consecuencias y los Tribunales podrán acordar el cese de la actuación
administrativa, el restablecimiento de la situación que alteraron, la invalidez
de los actos subsiguientes… y, por lo menos, la responsabilidad patrimonial
de la Administración por los daños causados. Así, p. ej., hay una abundante
jurisprudencia sobre la responsabilidad por daños derivados del uso policial
de armas que se centra en el análisis de la licitud del uso de esta forma de
coacción. Todo ello sin perjuicio de que eventualmente también los jueces
penales pueden enjuiciar actuaciones ilícitas de coacción directa cuando
revistan los caracteres de delito.
La doctrina, y particularmente en España T. R. Fernández, para facilitar la
impugnación contencioso-administrativa de la coacción directa, explicó que
también en ella hay un acto administrativo, aunque sea tácito y no declarativo,
que decide sin más pasar a la ejecución y a la aplicación de la fuerza. En la
actualidad, esta explicación, al existir un recurso contencioso-administrativo
contra la vía de hecho, aunque sigue siendo correcta, ha perdido parte de su
utilidad práctica.
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* Por Manuel REBOLLO PUIG Y Manuel IZQUIERDO CARRASCO. Grupo de
Investigación de la Junta de Andalucía SEJ-196. PGC-2018-093760 (M.º
Ciencia, Innovación y Universidades/FEDER, UE).
LECCIÓN 3
LA ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE
FOMENTO *
I. CONCEPTO DE ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA
DE FOMENTO
El concepto de actividad administrativa de fomento es una
creación peculiar de la doctrina española, que sitúa esta forma de
actividad al mismo nivel que la actividad administrativa de
limitación o la actividad administrativa de servicio público.
En la doctrina europea no es habitual distinguir una forma de actividad
administrativa equiparable a nuestra actividad de fomento. Y en la doctrina de
otros países, como Colombia o Perú, en los que sí se conoce, ello se debe a
una influencia directa de la doctrina española.
Esta peculiar construcción española tiene un origen muy
antiguo y un fuerte arraigo en nuestro ordenamiento jurídico y en
la doctrina. Quizá por ello mismo, por ser un término tan antiguo y
por haber ido evolucionando con el tiempo, el término «fomento»
puede utilizarse en dos sentidos diferentes que conviene
distinguir: uno amplio o político y otro estricto o jurídico.
1. CONCEPTO AMPLIO O POLÍTICO DE ACTIVIDAD DE FOMENTO
En primer lugar, existe un concepto amplio o político de
actividad de fomento, que se identifica con toda actividad de los
poderes públicos encaminada a mejorar un ámbito o un sector de
la realidad, con independencia de los medios que se utilicen para
ello.
Ese es el sentido en que se utiliza el término, p. ej., cuando en la
Constitución se hace referencia al «fomento de la cultura» (art. 148.1.17 CE)
o al «fomento de la investigación» (art. 149.1.15.ª CE). El mandato de
fomento de la cultura es un objetivo político que no prejuzga las actividades
administrativas con las que se alcance, que podrían consistir en la creación
de un servicio público de bibliotecas (preámbulo de la Ley 1/2015, de 24 de
marzo, reguladora de la Biblioteca Nacional de España), en imponer a
operadoras de televisión la obligación de que destinen forzosamente una
parte de sus ingresos a la financiación de producciones cinematográficas
europeas (art. 5.3 Ley 7/2010, de 31 de marzo, General de la Comunicación
Audiovisual), en la concesión de ayudas a la publicación de revistas culturales
(Resolución de 27 de marzo de 2018, de la Secretaría de Estado de Cultura,
por la que se convocan subvenciones en régimen de concurrencia
competitiva para la edición de revistas culturales), etc.
Dada la amplitud de esta primera acepción del término, no
cabe extraer muchas consecuencias jurídicas de él. Como
mucho, cabría hablar de un «principio de intercambiabilidad o
sustituibilidad» de las técnicas administrativas (Villar Palasí,
Martín-Retortillo), en el sentido, ya indicado, de que el objetivo
general de fomento o mejora puede alcanzarse a través de
técnicas muy diversas e incluso opuestas.
En su origen histórico, la actividad de fomento hacía referencia a toda
actividad pública orientada a la mejora del reino, de modo que el concepto se
vinculó a la idea misma de Estado Administrativo. De ahí que en época tan
temprana como 1832 se creara mediante Real Decreto de 9 de noviembre un
Ministerio de Fomento, bajo el nombre de «Secretaría de Estado y de
Despacho de Fomento General del Reino», al que se encargó desde la
construcción de caminos, canales, puertos y todas las obras públicas, hasta
la mejora de la agricultura, el comercio, la industria, la caza, la pesca, la
instrucción pública, las universidades, los conservatorios de música, los
correos, la sanidad, la seguridad pública, las cárceles «y finalmente, todos los
demás objetos que, aunque no se hallen expresados, correspondan o sean
análogos a las clases indicadas». La intervención administrativa en la mayor
parte de estas materias fue adquiriendo un desarrollo tan amplio que
acabaron teniendo sus propios Ministerios y abandonando el Ministerio de
Fomento, en el que finalmente sólo quedarían las obras públicas y las
comunicaciones, contenido con el que ha acabado identificándose en la
actualidad.
2. CONCEPTO ESTRICTO O JURÍDICO DE ACTIVIDAD DE FOMENTO
Existe, en segundo lugar, un concepto estricto o jurídico de
actividad administrativa de fomento, que se identifica con aquella
actividad administrativa que, a través de la concesión de ventajas
a personas concretas, intenta convencerlas para que realicen
actividades privadas que satisfacen intereses públicos. De
conformidad con esta definición, los elementos esenciales de esta
forma de actividad son:
a) Se trata de una verdadera actividad administrativa, es decir,
actividad de la Administración, por lo que no pueden incluirse
dentro de esta categoría ciertas actividades de contenido muy
parecido, pero realizadas íntegramente por sujetos privados.
Se trata de un requisito evidente, pero resulta útil recordarlo dada la
existencia de un amplísimo conjunto de actividades desarrolladas por sujetos
privados con una finalidad muy parecida a la actividad administrativa de
fomento y que son habitualmente conocidas como actividades de mecenazgo
o filantrópicas: entrega de premios, financiación de proyectos de investigación
científica o concesión de ayudas o becas al estudio por parte de
asociaciones, empresas o fundaciones privadas, etc.
Desde una perspectiva jurídica, lo que importa destacar es que
estas actividades filantrópicas o de mecenazgo, en tanto que
realizadas por sujetos privados, no se rigen por el Derecho
Administrativo, sino por el Derecho Civil y el resto de normas
propias del Derecho privado.
En la práctica, sin embargo, la determinación del régimen jurídico aplicable
no siempre resulta fácil. Por un lado, los entes que integran el Sector público
(fundaciones públicas, sociedades mercantiles de capital público) que
realicen actividades de este tipo deben regirse, en principio, por el Derecho
privado. No obstante, pueden resultarles de aplicación ciertas normas o
principios propios del Derecho Administrativo. Especialmente aquellos
vinculados con el principio de igualdad y no discriminación, lo que tiene una
especial trascendencia en el ámbito de las normas de defensa de la
competencia (cfr. art. 3.2.2.º y Disposición Adicional 16.ª LGSub).
Por otro lado, no es raro que una institución privada acuerde con una
Administración Pública la ejecución conjunta de proyectos de interés social
financiados con fondos aportados por la institución privada. Es el caso, p. ej.,
de las becas concedidas a estudiantes de universidades españolas para
realizar estudios en Universidades iberoamericanas, que son financiadas
íntegramente por la Fundación Santander, pero que son tramitadas y
concedidas por las Universidades públicas. La fundación privada podría
gestionar por sí misma estas ayudas, que se regirían íntegramente por el
Derecho privado. Sin embargo, y salvo que expresamente se acuerde lo
contrario, la participación de las Universidades públicas en la gestión de las
ayudas determina que estas deban regirse por las normas propias del
Derecho Administrativo.
b) El contenido de la actividad administrativa se identifica con
la concesión de ventajas. Es decir, la actividad de fomento
consiste, en todo caso, en el otorgamiento de medidas favorables
para un sujeto. Esto permite que la persona a la que se dirige la
actividad de fomento ostente, siempre, el estatus de beneficiaria y
que la propia actividad sea considerada una medida favorable o
declarativa de derechos.
Ello explica que la actividad administrativa de fomento sea un ámbito
especialmente propicio para la autoatribución de potestades administrativas
mediante la adopción de simples normas reglamentarias y sin necesidad de
acudir a normas con rango de ley. P. ej., la Resolución de 27 de marzo de
2018, de la Secretaría de Estado de Cultura, por la que se convocan
subvenciones en régimen de concurrencia competitiva para la edición de
revistas culturales (anuncio en BOE 07/04/2018), identifica como su base
normativa directa el art. 44.1 CE, en el que simplemente se afirma que «los
poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura». Eso resulta
posible por tratarse de una medida favorable para los administrados. Sin
embargo, este artículo de la Constitución no sería suficiente, por sí mismo y
sin más desarrollo legal, para que la Administración pudiera adoptar medidas
de limitación en materia de revistas culturales (p. ej., para establecer una
calificación administrativa previa para determinar los públicos a los que
pudieran dirigirse y prohibir su venta a personas comprendidas en grupos de
edad considerados no aptos para su lectura).
c) Las ventajas que la Administración concede se otorgan a
personas concretas, individualmente consideradas, por lo que
siempre cabe hablar de medidas uti singuli y de un beneficiario
individualizado e identificado tras la tramitación de un
procedimiento administrativo.
No entra dentro del concepto de actividad administrativa de fomento, por lo
tanto, la actividad administrativa de obras públicas (p. ej., una carretera, un
carril bici), a pesar de que hoy día constituya, paradójicamente, el contenido
típico del Ministerio de Fomento.
Por otra parte, nada obsta a que una Administración Pública
pueda ser también destinataria de las medidas de fomento
adoptadas por otra Administración (p. ej., un Ayuntamiento de un
municipio costero que recibe ayudas para el mejor equipamiento
de sus playas concedidas por la Administración de la Comunidad
Autónoma: Orden de 3 de agosto de 2018, de la Consejería de
Turismo y Deporte de la Junta de Andalucía, por la que se
aprueban las bases reguladoras para la concesión de
subvenciones, en régimen de concurrencia competitiva, dirigidas
a la recuperación medioambiental y uso sostenible de las playas
del litoral andaluz, BOJA 31/08/2018).
d) La concesión de la ventaja por parte de la Administración
persigue mover la voluntad del beneficiario, convencerle,
persuadirle para que adopte (o abandone) un determinado
comportamiento privado, pero sin llegar a imponérselo. Nada
obliga al administrado a realizar la actividad que la Administración
quiere que realice, ni siquiera la concesión de la ventaja, a la que
podrá renunciar en cualquier momento.
Ahora bien, si acepta la ventaja concedida por la
Administración, y aunque no esté obligado a adoptar
comportamiento alguno, el beneficiario se situará frecuentemente
en una cierta posición de subordinación respecto a ella. De este
modo, la actividad administrativa de fomento puede conllevar la
aparición de nuevos títulos de intervención de la Administración
sobre las actividades privadas y muy especialmente la potestad
de inspección o control sobre tales actividades, a fin de
comprobar que realmente se han realizado. Asimismo, cuando la
ventaja concedida por la Administración está vinculada a la
adopción de un comportamiento por parte del beneficiario, la
Administración concedente podrá retirar dicha ventaja, incluso
recuperarla coactivamente, si el beneficiario no adopta dicho
comportamiento (v. gr., el reintegro de subvenciones).
En ocasiones, las Administraciones públicas también conceden medidas
favorables para facilitar que las personas realicen comportamientos a los que
sí qué están obligadas. Este tipo de medidas se conocen como «ayudas para
el cumplimiento de un deber». P. ej., la legislación urbanística hace recaer
sobre quienes ostentan la propiedad de inmuebles el deber de mantener
adecuadamente sus fachadas, de acuerdo con unos criterios mínimos de
seguridad y de ornato públicos. Sin embargo, no es infrecuente que la
Administración conceda ayudas para la rehabilitación de las fachadas (p. ej.,
Orden de la Consejería de Fomento y Vivienda de la Junta de Andalucía de
29 de junio de 2017, por la que se convocan para el ejercicio 2017
subvenciones, en régimen de concurrencia competitiva, destinadas al
fomento de la rehabilitación edificatoria en la Comunidad Autónoma de
Andalucía, BOJA 06/07/2017). En este caso, sí que existe un deber (el
adecuado mantenimiento de las fachadas), pero no viene impuesto por la
actividad administrativa de fomento, sino por una norma (con rango de ley)
previa y distinta. La Administración sólo pretende poner medios para facilitar
que las personas que ya están obligadas por la legislación urbanística
cumplan ese deber. Pero, aunque no pusiera tales medios, el deber seguiría
existiendo y su cumplimiento sería igualmente exigible.
Por otro lado, las Administraciones Públicas pueden desarrollar otras
actividades de persuasión al margen de la actividad administrativa de
fomento. Así ocurre con la llamada actividad de promoción o publicidad, con
la que los poderes públicos dan a conocer las ventajas de consumir ciertos
productos o adoptar ciertos comportamientos, pero sin que se conceda
ventaja o beneficio directo alguno a personas concretas (p. ej., campañas de
sensibilización en materia de seguridad vial o de prevención de incendios, o
campañas de promoción turística). Esta actividad se regula por la Ley
29/2005, de 29 de diciembre, de Publicidad y Comunicación Institucional y por
distintas leyes autonómicas (v. gr., Ley 6/2005, de 8 de abril, de la Actividad
Publicitaria de las Administraciones Públicas de Andalucía).
Finalmente, existen también supuestos en que los poderes públicos
pretenden persuadir o disuadir mediante los llamados «tributos con fines no
fiscales». Se alude a ellos en el art. 2.1 LGT: «Los tributos, además de ser
medios para obtener los recursos necesarios para el sostenimiento de los
gastos públicos, podrán servir como instrumentos de la política económica
general y atender a la realización de los principios y fines contenidos en la
Constitución». Así, existen tributos que deben pagar quienes incurren en un
determinado comportamiento que se considera indeseable para los intereses
generales (p. ej., ciertos tributos que gravan actividades especialmente
contaminantes o los impuestos sobre el alcohol o el tabaco). No obstante,
más allá de una superficial semejanza, estos tributos con fines extrafiscales
no pueden considerarse medios de la actividad de fomento y su régimen
jurídico es por completo distinto. Entre otras cosas porque para ellos rige la
vinculación positiva a la ley en sentido estricto, lo que, como ya hemos visto,
no sucede con la actividad de fomento.
e) Finalmente, la actividad privada que se espera conseguir del
beneficiario y en atención a la cual se le concede la ventaja debe
servir para satisfacer intereses generales y no solamente los
intereses privados del beneficiario. Se trata de una exigencia
constitucional derivada del carácter de la Administración Pública
como servidora de los intereses públicos y de la obligación de
que toda su actividad se oriente a satisfacer intereses generales
(art. 103 CE). Lo peculiar de la actividad administrativa de
fomento es que es una forma de satisfacer los intereses
generales a través de terceras personas. Es decir, los intereses
generales son satisfechos a través de particulares a quienes se
convence para que actúen de un determinado modo, en lugar de
ser directamente satisfechos por la Administración.
Con frecuencia, el beneficiario de la medida de fomento actuará movido
estrictamente por su propio interés privado. Sin embargo, su conducta tiene la
virtud de satisfacer tanto su interés privado como un interés público. Así, una
empresaria que recibe una ayuda económica para sustituir la maquinaria de
su industria por otra más moderna y menos contaminante actúa
probablemente persiguiendo su propio interés. Sin embargo, al mismo tiempo
se satisface un interés general vinculado a la protección y mejora del medio
ambiente. Es este último interés el que permite y justifica que la
Administración despliegue su actividad en este ámbito, concediendo una
ventaja que incentive dicho comportamiento.
II. CLASIFICACIÓN DE LAS ACTIVIDADES
ADMINISTRATIVAS DE FOMENTO
Cabe hacer dos clasificaciones distintas para ordenar las
medidas de fomento, según se tome como criterio clasificador el
contenido de las medidas (medidas honoríficas, jurídicas o
económicas) o el momento de su concesión (medidas previas o
posteriores a la realización de la actividad por parte del
administrado).
1. MEDIDAS DE FOMENTO SEGÚN SU CONTENIDO
Existe una tradicional clasificación de las actividades
administrativas de fomento, de fuerte arraigo en la doctrina
española, que atiende al contenido material de la ventaja
concedida (Jordana de Pozas). De este modo, se distingue entre
medidas de carácter honorífico, jurídico y económico.
a) Las medidas de carácter honorífico implican un
reconocimiento público de un sujeto, por parte de la
Administración, en atención a sus méritos o a un comportamiento
que se considera especialmente meritorio, digno de elogio,
encomio y emulación. De este modo, son medidas de carácter
honorífico los numerosos premios, condecoraciones y
distinciones concedidos por la Administración, muchos de ellos
anualmente (premios nacionales de fin de carrera, cruz de San
Raimundo de Peñafort).
b) Las medidas de carácter jurídico implican la concesión de
un estatuto jurídico especial a su beneficiario, bien porque le
permiten realizar algo prohibido o fuera del alcance del resto de
individuos (privilegio del beneficiario de la expropiación forzosa,
art. 2.3 LEF), bien porque le eximen de realizar una obligación
que sí es exigible a todos los demás. Las ventajas de contenido
jurídico, muy importantes en siglos anteriores, se encuentran hoy
en franco retroceso porque pueden suponer violaciones
especialmente graves al principio constitucional de igualdad.
c) Las medidas de carácter económico, finalmente, conllevan
un enriquecimiento del beneficiario que puede adoptar muy
diversas formas. Puede tratarse de medidas económicas de
carácter real o en especie (entrega de bienes, prestación gratuita
de servicios). Puede tratarse de medidas económicas de carácter
crediticio (avales públicos, acceso a crédito oficial en condiciones
más ventajosas que el crédito ofertado por las entidades
privadas). Puede tratarse de medidas económicas fiscales, en las
que el enriquecimiento se produce por la ausencia de
desembolso
dinerario
(desgravaciones,
bonificaciones,
exoneraciones). O puede tratarse, finalmente, de medidas
económicas en sentido estricto, en las que se produce una
entrega de dinero con carácter no devolutivo a favor de un
beneficiario (subvenciones, primas).
Esta clasificación tradicional tiene un importante valor
descriptivo, pero no resulta posible extraer de ella consecuencias
jurídicas de relevancia. Asimismo, no está exenta de problemas,
como los que genera la existencia de medidas que encajan en
más de una categoría a la vez (p. ej., la concesión de premios
literarios, como el Cervantes, que llevan aparejados la entrega de
una cantidad de dinero, suponen una distinción honorífica y una
recompensa económica al mismo tiempo).
2. MEDIDAS DE FOMENTO SEGÚN EL MOMENTO DE SU CONCESIÓN
La segunda clasificación de las actividades administrativas de
fomento, esta sí con importantes consecuencias en el régimen
jurídico aplicable, atiende a si el comportamiento privado del
beneficiario se ha realizado o no antes de la concesión de la
ventaja. Consecuentemente, permite clasificar la actividad de la
Administración bien como «ayuda» o bien como «recompensa»
respecto a dicho comportamiento (Martínez López-Muñiz):
a) Las «ayudas» son las ventajas concedidas por la
Administración para colaborar en la realización de una actividad
privada que aún no se ha desarrollado. La Administración espera
y desea que dicha actividad se desarrolle, pero no hay certeza de
que vaya a ser así, dado que depende de la voluntad del
administrado. Eso es lo que justifica la concesión de la ayuda:
intentar convencerle para que, finalmente, actúe como más
beneficia al interés general. La actividad para la que se entrega la
ventaja es un hecho que acontecerá, en su caso, en el futuro, no
un requisito previo a la concesión. De ahí que se hable de
«ventajas afectadas» o «vinculadas», en el sentido de que el
beneficiario sólo podrá disfrutar de ellas en tanto realice la
actividad o adopte el comportamiento al que se vinculan. Es decir,
si la actividad finalmente no se realizara, el beneficiario perdería
todo derecho a recibir la ayuda o tendría la obligación de
devolverla, si es que se la hubiesen adelantado. Pero no porque
faltase algún elemento en la resolución de concesión que la
convirtiese en inválida, sino porque la entrega efectiva de la
ventaja habría quedado sin justificación.
La subvención y su posible reintegro constituyen el ejemplo por
antonomasia de devolución de ayudas por incumplimiento de la actividad,
pero existen otros muchos ejemplos más. P. ej., la reversión de los bienes
cedidos gratuitamente por la Administración a personas privadas cuando
estas no los destinaran al fin o uso previstos (art. 150.1 LPAP). Nos
encontramos aquí con un supuesto de «extinción de la eficacia del acto sin
desaparición del acto», del que ya nos ocupamos en la lección 4 del Tomo II
de esta obra y a los que no es infrecuente que la doctrina se refiera con los
equívocos nombres de «sanción rescisoria», «revocación de sanción» o con
el más acertado de «caducidad de los efectos del acto».
b) Las «recompensas» son ventajas concedidas por la
Administración en atención a comportamientos privados ya
realizados y con los que el beneficiario ha ayudado a satisfacer
algún interés general. Sería la expectativa de recibir esta
recompensa de la Administración lo que ayudaría a mover la
voluntad del administrado y lo que terminaría de convencerlo para
desarrollar el comportamiento beneficioso para el interés general.
Cuando se conceden las recompensas ya no hay incertidumbre
alguna sobre si la actividad se ejecutará o no, dado que su
desarrollo constituye, justamente, el presupuesto de hecho que
permite su concesión. En este caso no cabe hablar, por tanto, de
ventajas afectadas, sino más sencillamente de requisitos. Es
decir, la no realización de la actividad y, por tanto, la falta de
concurrencia de este requisito determinará que la ventaja no
pueda concederse. Y si se concedió, la resolución de concesión
habrá incurrido en un supuesto de invalidez, dado que nunca
debió haberse adoptado [incluso podría tratarse de un supuesto
de nulidad conforme al art. 47.1.f) LPAC].
La mayor parte de premios honoríficos constituyen ejemplos de
recompensas, pero también algunas medidas económicas, como las primas,
se conceden en atención a actividades o comportamientos ya desarrollados.
Se ha argumentado que las recompensas solo pueden ser consideradas
como auténticas medidas de fomento en la medida en que el beneficiario
fuera consciente de que podría acabar recibiéndola por la realización de su
actividad (Santamaría Pastor). De otro modo, si el beneficiario hubiera
actuado sin tener expectativa de recibir ventaja alguna por parte de la
Administración, aunque finalmente acabara recibiéndola, difícilmente podría
encontrarse el elemento de persuasión o incentivo propio de la actividad
administrativa de fomento.
Las dos clasificaciones expuestas (medidas de fomento según
su contenido y medidas de fomento según su momento de
concesión), lejos de ser incompatibles, se cruzan y superponen,
de modo que una misma medida puede calificarse de
conformidad con ambas clasificaciones. P. ej., el reconocimiento a
la mejor explotación agraria del año constituye una medida de
carácter honorífico y, al mismo tiempo, una recompensa; una
beca general al estudio constituye una medida de carácter
económico y, al mismo tiempo, una ayuda, etc.
III. ESTUDIO DE LA SUBVENCIÓN
A pesar de la gran variedad de medidas de fomento utilizadas
por las Administraciones Públicas, entre todas ellas destaca muy
especialmente, por su importancia económica y su habitualidad,
la figura de la subvención. Esta preeminencia sobre las demás
medidas de fomento hace necesario el estudio pormenorizado de
esta institución.
1. NORMATIVA REGULADORA DE LA SUBVENCIÓN
La subvención presenta la peculiaridad de ser una de las pocas técnicas
de actuación administrativa que cuenta con su propia normativa reguladora.
Normativa que además resulta aplicable, en buena medida, a todas las
Administraciones Públicas al tener carácter parcialmente básico. Otras
técnicas administrativas, como la autorización, la concesión, las
comunicaciones previas o las declaraciones responsables solo cuentan, en el
mejor de los casos, con algunos artículos en normas administrativas
generales, pero no con una regulación tan acabada. La competencia del
Estado para aprobar esta norma fue confirmada por las SSTC 130/2013 y
135/2013, de 4 y 6 de junio de 2013, que acuñaron a tal efecto el interesante
concepto de «procedimiento administrativo común singular».
Existen dos normas fundamentales en materia de
subvenciones públicas en el ordenamiento español. En primer
lugar, la Ley 38/2003, de 17 de noviembre, General de
Subvenciones (en adelante, LGSub). En segundo lugar, el
reglamento que desarrolla esta ley, aprobado por Real Decreto
887/2006, de 21 de julio (en adelante, RGSub). Ambas normas
tienen carácter parcialmente básico e indican expresamente
cuáles de sus preceptos tienen este carácter (Disposición Final
1.ª LGSub; Disposición Final 1.ª RGSub).
Lo anterior implica, como se expuso en la lección 4 del primer tomo de esta
obra, que la aplicación de la LGSub y el RGSub a las subvenciones
concedidas por cada Administración será total o parcial dependiendo de la
Administración de que se trate: a la Administración General del Estado le
resultan de aplicación todos los preceptos de ambas normas; a las
Comunidades Autónomas les resultan de aplicación, como mínimo, los
preceptos de carácter básico, mientras que los preceptos que no tengan
carácter básico sólo les resultarán aplicables, con carácter supletorio, cuando
no hayan aprobado su propia normativa de desarrollo de estos preceptos
básicos (art. 3.3 LGSub). Esta última situación se repite, también, con las
entidades que integran la Administración local (Disposición Final 1.ª2.2.º
LGSub; Disposición Final 1.ª2.2.º RGSub).
Un buen número de Comunidades Autónomas han aprobado sus propias
leyes de subvenciones, desarrollando los apartados no básicos de la LGSub y
el RGSub. P. ej., entre las más recientes, la Ley 5/2015, de 25 de marzo, de
subvenciones de Aragón. Sin embargo, han sido también muchas las
Comunidades Autónomas que, en lugar de aprobar una ley específica, han
establecido un régimen legal propio para sus subvenciones como parte de
sus respectivas leyes de Hacienda pública. Es el caso, p. ej., del Decreto
Legislativo 1/2010, de 2 de marzo, por el que se aprueba el Texto Refundido
de la Ley General de la Hacienda pública de Andalucía, cuyo Título VI se
consagra a la regulación de las subvenciones otorgadas por la Administración
de la Junta de Andalucía y sus agencias.
Finalmente, junto con esta normativa general, cada subvención
concreta cuenta con una normativa reguladora propia que se
encarga de establecer sus peculiaridades. Estas normas
específicas de cada subvención reciben el nombre de bases
reguladoras. Sobre ellas volveremos más adelante.
Pese a que, como se acaba de decir, la LGSub es una ley en
gran medida básica, ella misma se declara supletoria respecto a
«las subvenciones financiadas con cargo a fondos de la Unión
Europea» (art. 6.2 LGSub). Tales subvenciones, aunque sean
gestionadas por las Administraciones españolas, se regulan
primeramente por las normas europeas y por las nacionales de
desarrollo o trasposición (art. 6.1 LGSub).
Se trata de uno de esos casos, a los que nos referimos en el
Tomo I, lección 1, (epígrafe V), en los que las Administraciones
nacionales actúan como Administraciones indirectas de la Unión y
en los que, decíamos, lo que les resulta aplicable ante todo es el
Derecho de la Unión, no el Derecho Administrativo nacional, que
sólo juega supletoriamente.
2. CONCEPTO DE SUBVENCIÓN
La LGSub y el resto de su normativa de desarrollo se aplican,
exclusivamente, a las subvenciones otorgadas por las
Administraciones Públicas (art. 1 LGSub). Esto ha dado lugar, por
un lado, a que el legislador haya tenido que aclarar qué debe
entenderse exactamente por subvención (art. 2 LGSub), con el fin
de saber cuándo resultan de aplicación estas normas. Por otro
lado, implica que el resto de la medidas de fomento de carácter
económico (préstamos, avales, cesión gratuita de bienes,
exenciones fiscales, etc.) se regirán por su propia normativa, pero
no por la normativa de subvenciones.
En alguna ocasión, y siguiendo en este punto a la doctrina alemana, se ha
pretendido englobar a todas las medidas de fomento de carácter económico
en la categoría de subvención (Díaz Lema), pero no ha sido esa la opción
elegida por el legislador español. Para el ordenamiento jurídico español la
subvención es un tipo concreto de medida de fomento de contenido
económico que cuenta con un régimen jurídico propio y distinto del aplicable a
otras medidas de contenido económico (como el crédito oficial, los avales
públicos, la cesión de bienes, las exenciones fiscales, etc.). Sin perjuicio de
esto, es posible encontrar muchos principios generales del Derecho
desarrollados en la LGSub que resultan de aplicación a otras medidas de
fomento, no porque sean subvenciones, sino porque comparten con ellas
algunas características comunes (principios de publicidad, transparencia,
concurrencia, objetividad, igualdad, eficiencia en la asignación y utilización de
los recursos públicos, etc.).
El art. 2 LGSub no ofrece una verdadera definición de
subvención, sino que, más bien, enumera las características que
debe reunir una medida administrativa para poder ser
considerada una subvención:
a) Debe tratarse de una «disposición dineraria»: la subvención
es una medida de fomento de contenido económico, que implica
un desplazamiento patrimonial procedente de la Administración
concedente y destinado al beneficiario, y que debe realizarse en
dinero.
Desde luego, cabe la posibilidad de que la Administración ceda la
propiedad o el uso de bienes a un beneficiario, lo que se conoce con el
nombre de ayudas en especie o in natura. Pero estas entregas a título
gratuito de bienes y derechos caen fuera del concepto de subvención y no les
resulta de aplicación la LGSub, sino la legislación patrimonial (Disposición
Adicional 5.ª LGSub). Ahora bien, cuando la ayuda consista en la entrega de
bienes, derechos o servicios cuya adquisición se realice con la finalidad
exclusiva de entregarlos a otra persona, y esta entrega cumpla con el resto
de las características de la subvención previstas en el art. 2 LGSub, sí
resultará de aplicación la normativa de subvenciones, con las debidas
adaptaciones (Disposición Adicional 5.ª LGSub, art. 3 RGSub). P. ej., si el
Ministerio de Cultura adquiere lotes de libros con la única finalidad de
entregarlos luego a aquellas bibliotecas que se comprometan a desarrollar
proyectos de animación a la lectura infantil y juvenil (Resolución de 30 de
marzo de 2016 de la Secretaría de Estado de Cultura por la que se convoca
el concurso de proyectos de animación a la lectura María Moliner y se
convocan las ayudas en concurrencia competitiva consistentes en lotes de
libros).
A pesar de que la LGSub no lo dice expresamente, se trata de
una disposición dineraria que se realiza a título no devolutivo. Es
decir, el beneficiario no recibe el dinero únicamente durante un
periodo predeterminado de tiempo con el compromiso de
devolverlo posteriormente, sino con la intención de quedárselo de
manera definitiva. Cuestión distinta será que, por distintas causas
indeseadas, el beneficiario deba acabar devolviendo el dinero.
Sobre esto último volveremos más adelante al tratar el reintegro.
b) La disposición dineraria debe realizarse por alguno de los
sujetos contemplados en el art. 3 LGSub, que analizaremos más
adelante al estudiar los sujetos que forman parte de la relación
jurídica subvencional.
c)
La
disposición
dineraria
debe
entregarse
sin
contraprestación directa por parte del beneficiario [art. 2.1.a)
LGSub]: en la subvención no hay intercambio de prestaciones ni
existe elemento sinalagmático alguno, lo que sería propio de los
contratos, porque la subvención no es un contrato. La
Administración entrega una cantidad de dinero sin recibir ningún
bien ni ningún servicio a cambio dirigidos a satisfacer sus
necesidades. La actividad que realiza el administrado y que
justifica la entrega del dinero no satisface un interés propio de la
Administración, sino un interés general (y el interés del propio
beneficiario). De este modo, la subvención genera, siempre, un
empobrecimiento de la Administración concedente, que da sin
recibir nada a cambio, y un correlativo enriquecimiento del
beneficiario.
Por tal motivo, resultan en ocasiones censurables la concesión de
subvenciones a sujetos privados (muy especialmente, entidades englobadas
en el «tercer sector», como asociaciones u ONGs) para que presten servicios
que, muy seguramente, deberían ser asumidos como auténticos servicios
públicos por parte de la Administración concedente.
d) La disposición dineraria debe estar sujeta al cumplimiento
de un determinado objetivo, la ejecución de un proyecto, la
realización de una actividad, la adopción de un comportamiento
singular, ya realizados o por desarrollar por el beneficiario, o a la
concurrencia de una situación en la que se encuentre, también, el
beneficiario [art. 2.1.b) LGSub].
Debe distinguirse entre la concesión de la subvención y el pago de la
subvención. En principio, y generalmente, la concesión de la subvención se
configura como una entrega de dinero afectada a un comportamiento futuro
del beneficiario, que decidirá voluntariamente si lo realiza o no. Este
comportamiento, en caso de producirse, es lo que justificará la entrega del
dinero, el pago. Es decir, primero se concederá la subvención y,
posteriormente, si se realiza una determinada actividad, surgirá el derecho al
cobro. Esto explicaría que recaiga sobre el beneficiario la obligación de
justificar la realización de la actividad de que se trate, como regla general,
antes de que se produzca el cobro, así como la obligación de proceder al
reintegro de la subvención cuando, habiéndola cobrado por adelantado,
finalmente no realice la actividad. Así, al menos, ocurre con las subvenciones
en sentido estricto o ex ante.
No obstante, y atendiendo a la literalidad del art. 2.1.b) LGSub, puede
haber subvenciones que se concedan en atención a comportamientos «ya
realizados» o situaciones ya finalizadas. En este caso, no hay elemento de
afectación posible, sino simples requisitos o presupuestos de hecho, porque
no hay incertidumbre alguna: cuando la Administración concede la
subvención ya puede tener todos los elementos de juicio necesarios para
saber si la entrega está o no justificada. Este segundo tipo de subvenciones
tradicionalmente se han denominado «primas» (especialmente en el ámbito
económico) o «subvenciones ex post» y su régimen jurídico presenta
diferencias respecto al de las demás subvenciones (Fernández Farreres). P.
ej., el derecho al cobro del beneficiario (y la correlativa obligación de pago de
la Administración) existe desde el mismo momento en que se concede la
subvención; el beneficiario no tiene que presentar justificación alguna, dado
que la correcta realización de la actividad debió quedar acreditada antes de
que se concediera la subvención (art. 30.7 LGSub); el plazo de prescripción
del reintegro comienza en el momento mismo de la concesión de la
subvención [art. 39.2.b) LGSub], etc.
La afectación de la subvención a una actividad determinada
justifica el llamado «principio de no rentabilidad», que prohíbe que
el importe de las subvenciones, aisladamente o en concurrencia
con otras subvenciones o ingresos, supere el coste de la
actividad subvencionada (art. 19.3 LGSub). De lo contrario, el
beneficiario estaría recibiendo dinero público que no se estaría
destinando a la realización de la actividad que se supone que
justifica su otorgamiento.
e) El proyecto, la acción, conducta o situación a los que se
vincula la subvención deben satisfacer un interés general [art.
2.1.c) LGSub]. Como ya se indicó al analizar el concepto jurídico
o estricto de actividad de fomento, la actividad financiada no debe
servir solo para satisfacer los intereses particulares del
beneficiario, sino que, al mismo tiempo, y por mandato del art.
103 CE debe orientarse a satisfacer intereses generales. Sólo así
estará justificada la actividad administrativa de concesión de la
subvención.
La conjunción de estas cinco características derivadas del art. 2 LGSub da
como resultado un concepto de subvención que resulta excesivamente
amplio, sobre todo como resultado de haber incluido dentro de él a las
«primas» o «subvenciones ex post» antes mencionadas. En consecuencia,
una vez definido lo que debe entenderse por subvención, la LGSub procede a
excluir expresamente algunas ayudas que, aun pudiendo entenderse
incluidas en dicho concepto, ya cuentan con su propia normativa reguladora.
Entre otras:
— prestaciones contributivas y no contributivas del sistema de la
Seguridad Social y otras pensiones y prestaciones similares (p. ej., pensiones
de guerra, prestaciones a víctimas de actos de terrorismo) o prestaciones a
personas que sufran ciertas afecciones (p. ej., síndrome tóxico, hemofilia,
VIH) o presenten minusvalías;
— subvenciones por diversas actividades de carácter político, previstas
fundamentalmente en la Ley Orgánica 5/1985, de Régimen Electoral General,
la Ley Orgánica 3/1987, de Financiación de Partidos Políticos y los
Reglamentos del Congreso, el Senado y las Asambleas autonómicas.
Asimismo, la LGSub identifica otras ayudas que claramente no entran en el
concepto de subvención consagrado en el art. 2 LGSub y a las que, por tanto,
tampoco les resultará de aplicación esta Ley. Entre ellas:
— aportaciones dinerarias entre Administraciones para financiar
globalmente la actividad de cada una en el ámbito propio de sus
competencias (subvenciones incondicionadas; subvención-dotación), que no
cuentan con el elemento de la afectación;
— beneficios fiscales y beneficios en la cotización a la Seguridad Social,
en los que ni siquiera existe disposición dineraria;
— medidas de crédito oficial, siempre que no sean partidas con carácter no
devolutivo.
3. SUJETOS PARTICIPANTES EN LA RELACIÓN JURÍDICA SUBVENCIONAL: LA
ADMINISTRACIÓN CONCEDENTE, EL BENEFICIARIO, LAS ENTIDADES
COLABORADORAS
A) La Administración Pública concedente
De acuerdo con los arts. 2.1 y 3 LGSub, la disposición
dineraria en que consiste la subvención debe ser concedida por
alguno de los siguientes sujetos:
— Administraciones Públicas, que, a los efectos de la LGSub,
son la Administración General del Estado, la Administración de
las Comunidades Autónomas y las entidades que integran la
Administración local;
— los organismos y demás entidades de Derecho público con
personalidad jurídica propia vinculadas o dependientes de las
Administraciones públicas y que se rijan por el Derecho público,
dentro de los que deben incluirse los organismos autónomos
estatales, autonómicos o locales, así como las Universidades
públicas.
Asimismo, pueden conceder también subvenciones:
— los consorcios, mancomunidades u otras personificaciones
creadas por varias Administraciones Públicas, de acuerdo con su
respectivo instrumento de creación, que en todo caso debe
respetar lo establecido en la LGSub (art. 5.2 LGSub);
— las Fundaciones del sector público, en los términos y con
las limitaciones establecidas en la Disposición Adicional 16.ª
LGSub.
B) Las entidades colaboradoras
La LGSub admite, pero no impone, la existencia de las
llamadas «entidades colaboradoras» para asistir a la
Administración concedente en la gestión de la subvención. Estas
entidades, que pueden ser tanto públicas como privadas, se
regulan en el art. 12 LGSub, actúan en nombre y por cuenta del
órgano concedente a todos los efectos y se encargan de distintas
tareas meramente materiales o técnicas, según se establezca en
el convenio de colaboración que firmen con la respectiva
Administración concedente, de acuerdo con lo previsto en el art.
16 LGSub.
Las entidades colaboradoras pueden encargarse, p. ej., de
verificar que quienes presentan una solicitud reúnen los requisitos
determinantes del otorgamiento de la subvención o que los
beneficiarios han cumplido con sus obligaciones, o de entregarles
el importe de la subvención, de recibir la documentación que
estos presenten a efectos de justificación, de recaudar (en
período voluntario) el posible reintegro, etc. No obstante, no
podrán realizar actividades que conlleven decisiones de
contenido jurídico, como conceder o denegar la subvención,
acordar el reintegro, sancionar, etc.
P. ej., el art. 10 de la Orden de 29 de junio de 2016, de la Consejería de
Fomento y Vivienda de la Junta de Andalucía, que aprueba las bases
reguladoras para la concesión, en régimen de concurrencia competitiva, de
ayudas para el alquiler de viviendas a personas en situación de vulnerabilidad
o con ingresos limitados, prevé que podrán actuar como entidades
colaboradoras, «las Administraciones Públicas, los entes instrumentales de
ellas dependientes, las sociedades mercantiles con capital mayoritario de las
Administraciones Públicas y las demás personas jurídicas públicas, con
competencias en materia de vivienda» que reúnan ciertos requisitos y
establece que sus funciones serán, entre otras, las de recibir las solicitudes
en cuya gestión participen, verificarlas, certificar el cumplimiento de requisitos
e incorporar a una plataforma telemática específica los datos necesarios para
su tramitación.
C) El beneficiario
Finalmente, la otra parte necesaria de toda relación
subvencional la constituye el beneficiario de la subvención, que,
según el art. 11.1 LGSub es «la persona que haya de realizar la
actividad que fundamentó su otorgamiento o que se encuentre en
la situación que legitima su concesión».
De esta definición deben destacarse dos elementos. Por un lado, y frente a
lo que podría creerse intuitivamente, el beneficiario no se define como la
persona que recibe el dinero de la subvención, por lo que nada impide que el
pago pueda hacerse a una tercera persona en nombre del beneficiario. P. ej.,
el conocido como Programa MOVES para la adquisición de vehículos de
energías alternativas concede las subvenciones a los adquirentes del nuevo
vehículo, pero las abona directamente a los puntos de venta o
concesionarios, quienes previamente deben haber deducido del precio de
venta el importe de la subvención en concepto de anticipo (cfr. Real Decreto
72/2019, de 15 de febrero, por el que se regula el programa de incentivos a la
movilidad eficiente y sostenible–Programa MOVES). Por otro lado, aunque la
Ley no impide que, en ocasiones, el beneficiario pueda «subcontratar» con
terceras personas la actividad que fundamenta el otorgamiento, sí deja claro
que el responsable de velar por que se dé cumplimiento a todas las
obligaciones, formales y materiales, es el beneficiario. Consiguientemente, en
caso de incumplimiento, el responsable del reintegro frente a la
Administración será en todo caso el beneficiario, y no las terceras personas
con las que haya «subcontratado» la realización de la actividad, sin perjuicio
de que luego, en su caso, pudiera repetir contra ellas (STS de 3 de noviembre
de 2016, recurso n.º 1865/2015).
Pueden ser beneficiarios tanto las personas físicas como las
personas jurídicas y, dentro de estas, tanto las personas públicas
como las privadas. Cabe incluso la posibilidad, si así está
expresamente previsto en las bases reguladoras, de que sean
beneficiarios de subvenciones los entes sin personalidad jurídica,
tanto de base personal (p. ej., agrupaciones de personas físicas,
como un grupo de investigación o un grupo de estudiantes que
desean realizar un viaje de fin de curso) como de base
patrimonial (p. ej., una herencia yacente o una comunidad de
propietarios), si bien sometidos a ciertas obligaciones adicionales
(art. 11.3 LGSub).
Para convertirse en beneficiario de una subvención deben
cumplirse dos tipos de requisitos. El art. 13 LGSub distingue entre
lo que podría denominarse «requisitos positivos» y «requisitos
negativos». Los «requisitos positivos» son aquellos que deben
concurrir necesariamente en la persona solicitante para
convertirse en beneficiaria de la ayuda y son establecidos en las
bases reguladoras de cada subvención (p. ej., si las bases
reguladoras crean subvenciones para la adquisición de
ordenadores por parte de estudiantes menores de 18 años, será
necesario cumplir obligatoriamente con los requisitos de ser
estudiante y ser menor de 18 años para ser beneficiario de la
subvención). Por su parte, los llamados «requisitos negativos» o
impedimentos se configuran como una serie de supuestos de
hecho que, en caso de concurrir en quien presenta una solicitud,
le excluyen de la posibilidad de ser beneficiario de la subvención.
Las bases reguladoras de cada subvención pueden prever sus
propios «requisitos negativos» (p. ej., las bases reguladoras de
becas de movilidad internacional de una Universidad podrían
prever la imposibilidad de ser beneficiario de esas becas cuando
ya se hubiera recibido en cursos anteriores). Sin perjuicio de ello,
los arts. 13.2 y 13.3 LGSub establecen un listado de «requisitos
negativos» aplicables a todas las subvenciones públicas, sin
excepción, aunque sus bases reguladoras no prevean nada.
Entre otros, algunos de estos requisitos negativos consisten en haber sido
condenado mediante sentencia firme a la pena de pérdida de la posibilidad de
obtener subvenciones o ayudas públicas o en haber sido sancionado
mediante resolución firme con la pérdida de la posibilidad de obtener
subvenciones; estar inmerso en un procedimiento concursal; no hallarse al
corriente en el cumplimiento de las obligaciones tributarias o con la Seguridad
Social; tener la residencia en un paraíso fiscal; no hallarse al corriente del
pago de obligaciones de reintegro de subvenciones, etc.
4. REQUISITOS PARA EL ESTABLECIMIENTO DE SUBVENCIONES: EL PLAN
ESTRATÉGICO DE SUBVENCIONES, LA OBLIGACIÓN DE NOTIFICACIÓN A LA
COMISIÓN EUROPEA Y LA APROBACIÓN DE LAS BASES REGULADORAS
Históricamente, fue frecuente que no existiese una separación
real entre el establecimiento de la subvención y la concesión de la
subvención. Los sujetos privados tomaban la iniciativa de dirigirse
a la Administración para solicitarle la concesión de subvenciones
que no estaban ni previstas ni creadas y, si la Administración lo
estimaba oportuno, procedía a la concesión de estas
subvenciones ad hoc, creadas expresamente para la ocasión y
que con la ocasión morían (Santamaría Pastor). El resultado de
esta dinámica era una política de subvenciones construida «de
abajo a arriba» con la que se corría el riesgo de caer en la
improvisación o en prácticas aún más peligrosas, como el
clientelismo o la corrupción.
Como reacción, la LGSub reguló minuciosamente el
establecimiento de subvenciones, como paso previo y distinto a
su concesión, distinguiendo tres trámites bien diferenciados: la
aprobación del plan estratégico de subvenciones, la notificación
previa a la Comisión Europea y la aprobación de las bases
reguladoras.
Asimismo, y con carácter previo a cualquier actuación, debe recordarse la
necesidad de que la Administración actuante tenga competencias sobre el
ámbito en el que desea establecer las subvenciones. En caso de no tener
atribuidas tales competencias, las subvenciones que establezca y, en su
caso, conceda, serán inválidas (STSJ del País Vasco de 4 de marzo de 2005,
recurso n.º 2856/2003, en relación con las ayudas creadas por la Comunidad
Autónoma del País Vasco para los desplazamientos para visitar a personas
presas en centros penitenciarios de otras Comunidades). En el caso del
Estado, sin embargo, el TC admite que este puede establecer subvenciones
en ámbitos en los que únicamente tiene un título competencial genérico que
se superpone a la competencia de las Comunidades Autónomas sobre una
materia, incluso si esta se califica de exclusiva (v. gr., la ordenación general
de la economía) o en los que sólo tiene competencia sobre las bases o la
coordinación general de un sector o materia. Ahora bien, en estos casos, el
Estado sólo podrá aprobar una parte de las bases reguladoras (hasta donde
lo permita su competencia genérica, básica o de coordinación),
correspondiendo a las Comunidades Autónomas completar el resto de las
bases reguladoras y la ejecución de la subvención [STC 13/1992, FJ 8.b)].
A) El plan estratégico de subvenciones
Con carácter previo al establecimiento de subvenciones es
necesario aprobar un «plan estratégico de subvenciones» en el
que se concreten los objetivos y efectos que se pretenden con la
aplicación de las subvenciones, el plazo necesario para su
consecución, los costes previsibles y sus fuentes de financiación
(art. 8.1 LGSub). El legislador ha impuesto así a cada
Administración Pública la obligación de reflexionar sobre qué
objetivos quiere alcanzar, por qué la mejor forma de alcanzarlos
es a través de subvenciones y cuáles deberían ser las
características de tales subvenciones antes, incluso, no ya de
concederlas, sino de crearlas. Estos planes tienen un carácter
meramente programático y su contenido no crea derechos ni
obligaciones. Es decir, su efectividad queda condicionada a la
puesta en práctica de las diferentes líneas de subvención que
puedan preverse en ellos.
Los arts. 10 a 15 RGSub, que no gozan de carácter básico, desarrollan la
regulación de los planes estratégicos de subvenciones indicando cuáles
deben ser sus principios rectores, su ámbito, su duración, su contenido y el
modo en que debe producirse su seguimiento.
No obstante, ni la LGSub ni el RGSub indican cuáles son las
consecuencias de que se establezcan subvenciones que no estaban
previstas en el correspondiente plan estratégico, lo que ha tenido que ser
resuelto por la jurisprudencia: el Tribunal Supremo ha interpretado que la
creación de una determinada subvención sin que estuviera prevista en un
plan estratégico de subvenciones es inválida (STS de 26 de junio de 2012,
recurso n.º 4271/2011, también en relación con ayudas para desplazamientos
concedidas por Ayuntamientos vascos a familiares de personas presas en
otras Comunidades).
B) La notificación previa a la Comisión Europea y las normas de
defensa de la competencia
El art. 9.1 LGSub regula la obligada comunicación de los
proyectos de subvenciones a la Comisión Europea. Se trata de
una obligación impuesta por el Derecho de la Unión Europea para
todas las ayudas de Estado y a ella nos referiremos en el epígrafe
IV de esta misma lección.
C) La aprobación y publicación de las bases reguladoras de
subvenciones
No puede otorgarse ninguna subvención que, previamente, no
cuente con su regulación propia aprobada por la Administración
competente. Esta regulación propia de cada subvención recibe el
nombre de «bases reguladoras» y tiene carácter de norma
reglamentaria, por lo que debe ser objeto de publicación en el
Diario Oficial correspondiente (art. 9.2 y 3 LGSub). Las bases
reguladoras son el instrumento por el que la Administración
establece o crea las subvenciones, que posteriormente serán
objeto de concesión de acuerdo con el procedimiento previsto,
precisamente, en tales bases.
El establecimiento de subvenciones es una decisión discrecional de la
Administración. Es decir, la Administración puede decidir libremente (dentro
de su ámbito de competencias) si establece o no las subvenciones, cuál será
su objeto exacto, los requisitos que deberán reunir las personas solicitantes,
etc. Eso sí, una vez aprobadas estas bases reguladoras y convocadas las
subvenciones, su actuación deja de ser discrecional y pasa a ser reglada.
El art. 17.3 LGSub establece el contenido mínimo que deben
contener las bases reguladoras, en el que se incluyen, entre otras
cuestiones: el objeto de la subvención; los requisitos que deben
reunir quienes las soliciten para obtenerla; el procedimiento de
concesión que se seguirá para su otorgamiento; los criterios
objetivos que se tendrán en cuenta para seleccionar a los
beneficiarios y, en su caso, el modo en que se ponderarán; la
cuantía individualizada de la subvención o los criterios para su
determinación; los órganos competentes para la ordenación,
instrucción y resolución del procedimiento de concesión; el plazo
y la forma de justificación por parte del beneficiario de la
realización de la actividad por la que se concedió la subvención y
de la aplicación de los fondos percibidos; la posibilidad de
efectuar pagos anticipados y el régimen de garantías que, en su
caso, deberán aportar los beneficiarios; la compatibilidad o
incompatibilidad de la subvención con otras subvenciones,
ayudas, ingresos o recursos para la misma finalidad; los criterios
de graduación de los posibles incumplimientos de condiciones
impuestas al beneficiario para determinar la cantidad que,
finalmente, haya de percibir o deba reintegrar, etc.
Junto con este contenido mínimo y obligatorio, a lo largo del texto de la
LGSub y del RGSub se hace también referencia a otras muchas previsiones
que deberán también incluirse en las bases reguladoras: la posibilidad de que
el beneficiario sea un ente sin personalidad jurídica (art. 11.3 LGSub), la
posibilidad de prorratear el importe máximo de la subvención entre los
beneficiarios (art. 22.1 LGSub), la posibilidad de «subcontratar» total o
parcialmente la actividad subvencionada y los términos de dicha
«subcontratación» (art. 29.2 LGSub), etc.
5. LOS PROCEDIMIENTOS DE CONCESIÓN DE SUBVENCIONES
El art. 22.1 LGSub establece que, con carácter ordinario, el
procedimiento de concesión de subvenciones será un
procedimiento en concurrencia competitiva. Esto es, la concesión
de las subvenciones se realizará mediante la comparación de las
solicitudes presentadas, estableciendo una prelación entre las
mismas de acuerdo con los criterios fijados en las bases
reguladoras y adjudicando la subvención a las solicitudes que
obtengan una mayor valoración.
El art. 22.2 LGSub prevé también, con carácter extraordinario,
la posibilidad de otorgar subvenciones a través de procedimientos
de concesión directa, pero únicamente en los supuestos
establecidos en el mismo precepto.
A) El procedimiento de concesión ordinaria o en concurrencia
competitiva
El procedimiento de concesión en concurrencia competitiva
consta de las tres fases habituales en todo procedimiento
administrativo: iniciación, tramitación y resolución.
La iniciación siempre se produce de oficio. El acto
administrativo por el que se inicia el procedimiento recibe el
nombre de convocatoria, la cual debe ser aprobada por el órgano
competente. La convocatoria, por tanto, es un mero acto
administrativo de trámite, por lo que no debe confundirse con las
bases reguladoras, que tienen naturaleza reglamentaria. El art. 23
LGSub establece minuciosamente el contenido de las
convocatorias de subvenciones, conformado, en esencia, por los
datos básicos de la subvención, lo que explica que muchos de
ellos ya deban estar establecidos en las bases reguladoras.
Entre otras cuestiones, la convocatoria deberá incluir: una indicación de la
disposición mediante la que se aprobaron las bases y del Diario Oficial en que
estén publicadas, a menos que se reproduzcan en la propia convocatoria; el
crédito presupuestario al que se imputa y la cuantía total máxima de las
subvenciones, así como la posibilidad de ampliar la financiación (art. 58.2
RGSub); el objeto, las condiciones y la finalidad de la concesión de la
subvención; los requisitos para solicitar la subvención y la forma de
acreditarlos; los órganos competentes para la tramitación y resolución; el
plazo de presentación de solicitudes; el plazo de resolución y notificación; los
documentos e informaciones que deben acompañarse a la solicitud; la
indicación de si la resolución pone fin a la vía administrativa y, en caso
contrario, el órgano ante el que haya de interponerse el recurso de alzada; los
criterios de valoración de las solicitudes, etc.
Se admite, asimismo, la existencia de «convocatorias abiertas» (art. 59
RGSub), en las que se prevé la realización de varios procedimientos de
selección sucesivos en el mismo ejercicio presupuestario para la misma línea
de subvención, sin necesidad de aprobar convocatorias específicas para cada
uno. Estas convocatorias deben indicar, además de los elementos anteriores,
cuántos llamamientos habrá, el plazo máximo de presentación de solicitudes
en cada uno de ellos, el importe máximo que se podrá otorgar en cada uno y
el plazo máximo para resolver cada procedimiento. En cada resolución se
compararán las solicitudes presentadas durante ese periodo y se concederán
las cuantías correspondientes. Si se ha previsto en las bases, las cantidades
no consumidas en un llamamiento podrán pasarse a los siguientes.
La convocatoria debe publicarse en la Base de Datos Nacional
de
Subvenciones
(BDNShttp://www.pap.minhap.gob.es/bdnstrans/GE/es/index),
de
acuerdo con el art. 20.8 LGSub, a riesgo de originar la
anulabilidad de la convocatoria. En los Diarios Oficiales
correspondientes únicamente se publicará un extracto de la
convocatoria.
Dentro de esta fase de iniciación, las personas interesadas
deberán presentar su solicitud en tiempo y forma, conforme a la
regulación general contenida en la LPAC. Así, p. ej., la
Administración deberá requerirles para que subsanen, en un
plazo de diez días, en caso de que sus solicitudes presenten
defectos o de que falten documentos (art. 68 LPAC) y, en el caso
de que no subsanen en el plazo indicado, se les tendrá por
desistidas en su solicitud.
La fase de instrucción incluye, a su vez, varios trámites. En
primer lugar, las solicitudes serán objeto de evaluación y
calificación por el órgano instructor. A continuación, se prevé que
un órgano colegiado emita un informe en el que se concrete el
resultado de la evaluación, a la vista del cual el órgano instructor
emitirá una propuesta provisional de resolución. De dicha
propuesta provisional se dará traslado a las personas solicitantes,
que podrán presentar las alegaciones que estimen oportunas en
un plazo de diez días. Terminado el trámite de audiencia, el
órgano instructor elaborará una propuesta definitiva de
resolución, que será notificada a las personas solicitantes que
hayan sido seleccionadas para que comuniquen si la aceptan,
tras lo cual se elevará al órgano encargado de resolver.
La terminación del procedimiento tendrá lugar mediante
resolución motivada de conformidad con lo que establezcan las
bases reguladoras de la subvención. El art. 22.3 LGSub establece
que no se podrá conceder una cuantía superior a la prevista en la
convocatoria. La resolución deberá incluir de manera expresa
tanto a quienes se ha concedido la subvención como la
desestimación del resto de solicitudes. El plazo máximo para
resolver y notificar la resolución del procedimiento no podrá
exceder de seis meses, entendiéndose las solicitudes
desestimadas por silencio administrativo en caso de vencimiento
del plazo máximo sin haberse notificado la resolución.
B) El procedimiento de concesión directa
El procedimiento de concesión directa, previsto con carácter
extraordinario en el art. 22.2 LGSub, implica que la subvención se
concede sin que la Administración tenga que comparar entre sí
las solicitudes presentadas ni establecer una prelación entre
ellas. En principio, unicamente puede darse en relación con tres
tipos de subvenciones:
a) Subvenciones previstas nominativamente en los
Presupuestos Generales del Estado, de las Comunidades
Autónomas o de las Entidades Locales.
P. ej., el art. 121 de la Ley 6/2018, de 3 de julio, de Presupuestos
Generales del Estado para el año 2018, estableció una subvención
nominativa por valor de 8 millones de euros destinada a plantas
desalinizadoras para el abastecimiento de agua en las ciudades de Ceuta y
Melilla. Por su parte, la Disposición Adicional 113.ª de la misma Ley previó la
concesión de subvenciones nominativas para la financiación del transporte
público regular de viajeros de Madrid (126 millones €), Barcelona (109
millones €), Valencia (10 millones €) y las Islas Canarias (47,5 millones €).
El art. 65 RGSub admite que estas subvenciones pueden concederse de
manera efectiva a través de resolución o convenio, aunque lo habitual será
que se emplee este último. En ambos casos deben tener un contenido
mínimo, debiendo indicarse el objeto de la subvención, el crédito al que se
imputa y la cuantía, la compatibilidad con otras ayudas, los modos de pago de
la ayuda y las posibles cauciones que deban constituirse y el plazo y la forma
de justificación de la finalidad.
b) Subvenciones cuyo otorgamiento o cuantía vengan
impuestos a la Administración por una norma de rango legal.
P. ej., las becas y ayudas al estudio convocadas por el Ministerio de
Educación para seguir estudios reglados en los distintos niveles del sistema
educativo (universitario y no universitario), cuyos requisitos son desarrollados
reglamentariamente (Disposición Adicional 9.ª de la Ley 24/2005, de 18 de
noviembre, de reformas para el impulso de la productividad).
Las subvenciones concedidas al amparo de esta letra también podrán
concederse mediante convenio o mediante acto (art. 66 RGSub), si bien lo
más habitual será que se utilice este último. Asimismo, también será habitual
que deba mediar una solicitud previa del beneficiario.
c) Aquellas otras subvenciones en que se acrediten razones de
interés público, social, económico o humanitario, u otras
debidamente justificadas que dificulten su convocatoria pública.
Se trata de dos requisitos que deben darse cumulativamente, es decir,
deben concurrir razones de cierto tipo («de interés público, social, económico
o humanitario») que, al mismo tiempo, dificulten la convocatoria pública de la
subvención. Sin embargo, las Administraciones vienen realizando una
interpretación bastante laxa de ambos requisitos y son frecuentes las bases
reguladoras de subvenciones que prevén que su otorgamiento se realizará
mediante un procedimiento de concesión directa, simplemente por concurrir
razones de interés público, social o económico (que, por definición, están
presentes en todas las subvenciones).
La LGSub prevé otros dos supuestos en los que cabe también la
concesión directa de subvenciones: en el caso de subvenciones financiadas
con cargo a fondos de la Unión Europea, cuando así lo establezca su propia
normativa (art. 6.2 LGSub) y en el caso de subvenciones en el ámbito de la
cooperación internacional, en la medida en que estas «sean desarrollo de la
política exterior del Gobierno y resulten incompatibles con la naturaleza o los
destinatarios de las mismas» (Disposición Adicional 18.ª LGSub) lo que, en
alguna ocasión, podría ser una manifestación de actos políticos del Gobierno
de los que nos ocupamos en la lección 2 del Tomo II de esta obra.
6. EL CONTENIDO DE LA RELACIÓN JURÍDICA SUBVENCIONAL
Concedida la subvención, se crea una relación jurídica entre el
beneficiario y la Administración concedente (y, en su caso, la
entidad colaboradora) con unos contenidos típicos.
Por un lado, el beneficiario tendrá derecho, esencialmente, a
percibir el montante económico en que la subvención consista. La
resolución de concesión crea un verdadero derecho subjetivo, de
modo que la Administración no puede revocarlo libremente. Sin
embargo, para hacerlo efectivo será necesario, previamente, que
el beneficiario realice la actividad a la que se encuentra afecta la
entrega de la subvención, en el plazo y del modo en que se
hubiera establecido, y que así lo justifique ante la Administración
concedente.
La realización de dicha actividad es, en todo caso, voluntaria
para el beneficiario. Pero sólo mediante esa realización (y su
justificación) se obtendrá el derecho al cobro (que, por tanto, no
debe confundirse con la resolución de concesión de la
subvención). El art. 34 LGSub establece como regla general el
pago previa justificación, pero también admite que puedan
preverse otras formas distintas de pago, como los pagos a cuenta
o fraccionados (que se van abonando a medida que se va
realizando la actividad) y los pagos anticipados.
Como excepción a lo anterior, cuando la concesión de la subvención no se
encuentre afecta a una actividad aún pendiente de realizar, sino que se
produce en atención a una situación o a una actividad ya realizada (primas o
subvenciones ex post), el derecho al cobro se perfecciona con la simple
concesión de la subvención, sin que pueda existir tampoco obligación de
justificar (art. 30.7 LGSub).
Junto con este derecho, el art. 14.1 LGSub también establece
ciertas obligaciones que recaen sobre el beneficiario y cuyo
incumplimiento dará lugar, igualmente, a la pérdida del derecho al
cobro o, si este ya se produjo, al reintegro de las cantidades
percibidas.
Entre tales obligaciones están la de comunicar la obtención de otros
recursos que financien la misma actividad; la de adoptar las medidas de
difusión y publicidad del carácter público de la subvención, en los términos
que se establezcan… Y especialmente está la obligación de sometimiento a
las actuaciones de control, actuaciones a las que inmediatamente nos
referiremos.
Por su parte, la Administración concedente está obligada, en
primer lugar, a abonar la subvención en la medida en que el
beneficiario realice y acredite haber realizado, en el plazo y en los
términos que se hubieran establecido, la actividad a la que se
encuentra afecta. Correlativamente, tiene importantes potestades
de inspección y control que le permiten conocer si se ha
producido o no el cumplimiento efectivo de la actividad. Entre
estas potestades destacan los amplios poderes concedidos a los
órganos de control financiero de las subvenciones en el Título III
LGSub.
Ahora bien, la Administración concedente no tiene derecho a
exigir al beneficiario que realice la actividad a la que se encuentra
afecta la subvención ni, menos aún, proceder a su ejecución
forzosa. Los posibles incumplimientos únicamente darán lugar a
que el beneficiario no llegue a adquirir el derecho al cobro y, por
tanto, no reciba nunca la disposición dineraria en que consiste la
subvención. O, si esta fue pagada por adelantado, a que deba
proceder a su reintegro.
7. CONTROL DE LAS SUBVENCIONES
El art. 32.1 LGSub establece que «el órgano concedente
comprobará la adecuada justificación de la subvención, así como
la realización de la actividad y el cumplimiento de la finalidad que
determine la concesión o disfrute de la subvención».
Por tanto, el primero que debe controlar el cumplimiento es el
mismo órgano concedente, aunque para ello puede contar en
parte con las entidades colaboradoras [arts. 15.1.b) y 32.2
LGSub]. Pero no es el único control. Hay otros controles,
normalmente posteriores. Por un lado, el llamado control externo,
que realizan el Tribunal de Cuentas y los órganos de control
externo autonómicos, como la Cámara de Cuentas de Andalucía.
Por otro lado, el llamado control interno, que realiza la
Intervención de cada Administración y que la LGSub regula en su
Título III bajo el nombre de «control financiero de subvenciones».
Para las subvenciones estatales, el control financiero corresponde a la
Intervención General de la Administración del Estado. Es un control muy
amplio en cuanto a su objeto (art. 44.2 LGSub), a sus instrumentos (art. 44.4
LGSub), a las personas a las que se extiende (art. 44.5 LGSub) y a las
potestades y deberes que entraña (arts. 46 y 47 LGSub). Aunque puede
considerarse un tipo de actividad de inspección (de las que nos ocupamos en
la lección 2 de este Tomo), presenta peculiaridades. Por lo pronto, está
procedimentalizado con un acto formal de iniciación y de finalización. En
concreto, termina con un informe, que debe producirse en un plazo máximo
de un año, y que puede imponer al órgano concedente el deber de iniciar el
procedimiento de reintegro en un mes, salvo que formule discrepancia
motivada que tendrá que resolver el Ministro o el Consejo de Ministros (art.
51.2 LGSub). Además, en estos casos en los que el procedimiento de
reintegro se inicie a propuesta de la Intervención, esta tendrá una
participación activa y determinante en ese procedimiento (art. 51.3, 4 y 5
LGSub). Debe destacarse, por último, que el hecho de que el órgano
concedente haya declarado en algún momento que el beneficiario ha
cumplido, no vincula a la Intervención, que podrá declarar lo contrario en su
control financiero.
8. LA RECUPERACIÓN DE LAS SUBVENCIONES
El Título II LGSub se consagra al llamado reintegro de
subvenciones. El término reintegro, sin embargo, es utilizado por
el legislador en dos sentidos distintos. En sentido amplio, hace
referencia a cualquiera de las situaciones patológicas en que
puede incurrir la subvención, indicando que esta no ha llegado a
buen puerto. Las causas que pueden dar lugar a la frustración de
la subvención pueden ser, entre otras, el cumplimiento de una
condición o un término resolutorios, la muerte o extinción (en
caso de ser persona jurídica) del beneficiario, su renuncia, la
invalidez del acto de concesión o la concurrencia de ciertas
circunstancias enumeradas en el art. 37 LGSub. El reintegro en
sentido estricto únicamente iría referido a estas circunstancias
enumeradas en el art. 37 LGSub y conocidas como «causas de
reintegro».
Con independencia de cuál sea el motivo que dé lugar a la
frustración de la subvención, sólo caben dos posibles
consecuencias: si la situación patológica se produjo antes de que
se realizara el pago de cualquier cantidad de dinero, simplemente
no se generará el derecho al cobro; si la situación patológica se
produjo después de que se realizara el pago de alguna cantidad
de dinero, procederá la devolución de la cantidad percibida y la
pérdida del derecho al cobro de la cantidad restante.
Lo refleja en parte el art. 34.3.2.º LGSub: «Se producirá la pérdida del
derecho al cobro (…) en el supuesto de concurrencia de alguna de las causas
del art. 37 (…)». O sea, que si se dan los supuestos enumerados en el art. 37
LGSub cuando ya se ha cobrado la subvención, procederá su recuperación; y
si se dan cuando todavía no se ha cobrado, procederá declarar la pérdida del
derecho al cobro.
A) Cumplimiento de una condición o un término resolutorios
La concesión de una subvención puede vincularse a una condición
resolutoria, entendida como un hecho futuro, incierto y aleatorio, es decir, del
que no es posible saber si se producirá o no y que no depende de la voluntad
de ninguna de las partes. En este caso, si se produjera el hecho constitutivo
de la condición, la subvención quedaría sin efectos.
Es muy poco habitual, pero hay algunos casos. Un ejemplo prototípico son
las llamadas «subvenciones reintegrables», frecuentes en el ámbito científico.
Tales subvenciones implican la concesión de una cantidad de dinero a fondo
perdido para realizar una investigación. Si los resultados de la investigación
son técnicamente viables (p. ej., pueden patentarse y explotarse), la
condición se entiende cumplida y debe devolverse la ayuda. Si no lo son, el
beneficiario puede quedarse la ayuda.
Asimismo, las subvenciones pueden estar también vinculadas a un término
resolutorio. A diferencia de la condición, el término hace referencia a un
momento futuro que se sabe con certeza que llegará (p. ej., el 31 de
diciembre de 2050), aunque no siempre se sepa la fecha exacta (p. ej., el
primer día que llueva). Los términos resolutorios son frecuentes en las
subvenciones de devengo periódico. Una vez se cumple el término, la
subvención deja de recibirse, aunque no tienen que devolverse las cantidades
percibidas hasta ese momento. P. ej., las becas para la Formación del
Profesorado Universitario se conceden para la realización de una tesis
doctoral por un plazo máximo de 48 meses, transcurridos los cuales dejan
automáticamente de percibirse.
B) Muerte o extinción del beneficiario
La muerte del beneficiario (cuando se trate de una persona
física) o su extinción (cuando se trate de persona jurídica) tendrán
también distintas consecuencias dependiendo del grado de
realización de la actividad a la que se encontrara afecta la
subvención. Si la actividad ya hubiera sido correctamente
realizada antes del momento de la muerte, el derecho al cobro se
encontraría perfeccionado y sería, por tanto, un derecho de
crédito
integrado
en
el
patrimonio
del
beneficiario
fallecido/extinguido que se transmitiría a sus sucesores. Si la
actividad aún no se hubiera realizado en el momento de la
muerte, el derecho al cobro no se habría perfeccionado, por lo
que se extinguiría la relación jurídica subvencional sin que
hubiera derecho a cobrar nada. Ahora bien, en este último caso,
si se hubieran producido pagos adelantados, la Administración
concedente deberá reclamar a los sucesores la devolución del
dinero entregado junto con los intereses calculados de acuerdo
con el interés legal del dinero.
Excepcionalmente, podría darse el caso de que los sucesores de la
persona física fallecida o de la persona jurídica extinguida ocupasen el lugar
del beneficiario, comprometiéndose a realizar la actividad que justifica la
concesión de la subvención y recibiendo, en consecuencia, la disposición
dineraria. No obstante, esta posibilidad debe ser expresamente aprobada por
la Administración concedente en cada caso, de acuerdo con lo que prevean
las bases reguladoras.
C) Renuncia del beneficiario
La realización de la actividad que justifica la entrega de la
subvención es siempre voluntaria para el beneficiario. En
consecuencia, nada obsta a que este pueda renunciar a la
subvención en cualquier momento, lo que deberá hacerse de
forma expresa, por cualquier medio que permita su constancia
(art. 94.3 LPAC).
Si aún no se hubiera recibido pago alguno, la renuncia
simplemente dará lugar a la extinción de la relación jurídica
subvencional sin que llegue a perfeccionarse el derecho al cobro.
Si, por el contrario, ya se hubiera recibido algún pago, el
beneficiario tendrá que devolver toda la cantidad percibida junto
con los intereses de demora correspondientes, calculados de
acuerdo con el tipo legal del dinero incrementado en un 25% (art.
90 RGSub y art. 38 LGSub). La renuncia parcial (y la correlativa
devolución parcial) sólo sería aceptable en los mismos términos
que el reintegro parcial previsto en el art. 37.2 LGSub del que nos
ocuparemos después.
D) Revisión de oficio, rectificación de errores y recuperación del
pago de lo indebido
El art. 36 LGSub regula la posibilidad de revisar de oficio las
resoluciones de concesión de subvenciones que contengan vicios
que afecten a su validez. Para ello, se remite al régimen general
previsto en los arts. 106-111 LPAC y que ya fue objeto de estudio
en la lección 6 del Tomo II de esta obra.
En la medida en que la resolución de concesión de una subvención es un
acto declarativo de derechos, la única vía que la Administración puede usar
para revocarlo es a través de la revisión de oficio. Cuando la resolución de
concesión sea nula de pleno derecho (art. 47.1 LPAC y art. 36.1 LGSub), la
Administración podrá revisarla de oficio a través del procedimiento previsto en
el art. 106 LPAC. Cuando la resolución de concesión simplemente se
encuentre afectada por vicios que determinen su anulabilidad (art. 48 LPAC y
art. 36.2 LGSub), la Administración concedente solo podrá conseguir su
anulación impugnando la resolución ante la Jurisdicción contenciosoadministrativa, previa declaración de lesividad (art. 107 LPAC).
Una vez declarada la invalidez del acto de concesión, el
beneficiario de la subvención tendrá que devolver las cantidades
que hubiera percibido, junto con los intereses calculados de
acuerdo con el interés legal del dinero.
En algunas ocasiones, las causas que podrían dar lugar a la
revisión de oficio podrían dar lugar, al mismo tiempo, al reintegro
en sentido estricto previsto en el art. 37 LGSub, del que nos
ocuparemos en el siguiente epígrafe. En estos casos, no
procederá la revisión de oficio de la resolución de concesión, sino
que la Administración deberá tramitar el procedimiento de
reintegro en sentido estricto (art. 36.5 LGSub).
Distinta de la revisión de oficio es la rectificación de errores materiales, de
hecho o aritméticos que pueda contener la resolución de concesión de
subvención y que podrán ser corregidos de acuerdo con lo previsto en el art.
109.2 LPAC. En estos supuestos, el acto administrativo no se elimina, se
mantiene, aunque se corrige porque, en su literalidad, puede haber
reconocido un derecho a alguien a quien claramente no correspondía o en
una cantidad que no era la prevista y así se desprende con toda evidencia del
expediente, sin necesidad de realizar nuevas valoraciones ni interpretaciones
jurídicas.
Asimismo, es posible que el error no se produzca en el acto administrativo
de concesión, sino en la actividad material de pago de la Administración, en el
sentido de que realice un pago a quien no debía (p. ej., a un administrado que
no tenía relación alguna con la subvención ni con el procedimiento de
concesión, en cuya cuenta corriente la Administración realiza un ingreso que,
en realidad, era para otro administrado cuyo número de cuenta era
prácticamente idéntico). En todos estos casos, se seguirá el procedimiento de
recuperación de pagos indebidos previsto en el art. 77 LGP.
E) El reintegro en sentido estricto: concepto y causas
Finalmente, el art. 37.1 LGSub contiene un catálogo de las
causas que dan lugar, propiamente, al reintegro en sentido
estricto. En el reintegro en sentido estricto no se produce una
revocación de la subvención. Es decir, no se declara la nulidad
del acto de concesión. Lo que se produce es una recuperación
del dinero abonado al beneficiario (o una declaración de la
pérdida del derecho al cobro) porque este no ha realizado las
actividades que justificaban su entrega. No se trata, por tanto, de
una cuestión de validez, sino de eficacia, vinculada a un
incumplimiento del beneficiario. Esta distinción supone que no
hay que recurrir a los complicados procedimientos de revisión de
oficio, sino a uno algo más simple (el procedimiento de reintegro,
art. 42 LGSub). Además, la resolución de ese procedimiento no
solo obligará al beneficiario a devolver la subvención sino también
los intereses generados durante el tiempo que tuvo en su poder la
subvención calculados conforme al tipo de interés legal del dinero
incrementado en un 25% (art. 38.2 LGSub).
La Ley de Presupuestos Generales del Estado puede establecer un tipo de
interés distinto, pero no suele hacerlo. P. ej., la Ley de Presupuestos
Generales del Estado para el año 2018 estableció el interés de demora al que
se refiere el art. 38.2 LGSub en el 3,75%, lo que equivale, justamente, al
interés legal del dinero (establecido en el 3%) incrementado en un 25%.
Las causas enumeradas en el art. 37.1 LGSub y que dan lugar
al reintegro se refieren, en términos generales, a ciertos
incumplimientos en que haya incurrido el beneficiario, en su
mayoría relacionados con la realización de la actividad que
justifica la entrega del dinero o con otras de las obligaciones
accesorias recogidas en el art. 14 LGSub. Así, y entre otras:
— haber obtenido la subvención falseando las condiciones
requeridas para ello u ocultando aquellas que, de haberse sabido,
lo hubieran impedido [art. 37.1.a) LGSub];
En estos casos concurrirá, necesariamente, la causa de nulidad de pleno
derecho prevista en el art. 47.1.f) LPAC («actos expresos o presuntos
contrarios al ordenamiento jurídico por los que se adquieren facultades o
derechos cuando se carezca de los requisitos esenciales para su
adquisición»). No obstante, en aplicación del art. 36.5 LGSub se tramitará el
procedimiento de reintegro y no el de revisión de oficio.
— incumplir total o parcialmente la actividad o el proyecto que
fundamentaban la concesión o no haberlos realizado en el modo
en que se había indicado por la Administración [art. 37.1.b) y f)
LGSub];
— incumplir la obligación de justificar la correcta realización de
la actividad u otras obligaciones accesorias que impidan verificar
el empleo dado a los fondos percibidos (p. ej., obligaciones
contables), así como mostrar resistencia, excusa, obstrucción o
negativa a las actuaciones de comprobación y control [art.
37.1.c), e) y g) LGSub];
— incumplir el deber de adoptar las medidas de difusión que
correspondan en cada caso, de acuerdo con el art. 18 LGSub [art.
37.1.d) LGSub].
Mención aparte merece la causa de reintegro prevista en el art. 37.1.h)
LGSub, que no se vincula con ningún incumplimiento del beneficiario, sino
con la concesión de ayudas de Estado incompatibles con el mercado interior
cuya recuperación venga impuesta por una Decisión de la Comisión Europea.
De ello nos ocuparemos en el epígrafe IV.
F) Posibles límites a la declaración de reintegro: reintegro parcial
y prescripción de la acción de reintegro
La regla general aplicable al reintegro en sentido estricto es
que el beneficiario deberá devolver todas las cantidades
percibidas junto con el interés de demora correspondiente,
calculado desde el momento del pago de la subvención hasta la
fecha en que se acuerde la procedencia del reintegro o la fecha
en que el deudor ingrese el reintegro si es anterior a esta (art.
37.1 LGSub). Sin embargo, el art. 37.2 LGSub admite el reintegro
parcial; es decir, en algunos casos, y a pesar de sus
incumplimientos, el beneficiario no tendrá que devolver todas las
cantidades percibidas. Así ocurrirá cuando el cumplimiento por
parte del beneficiario se aproxime de modo significativo al
cumplimiento total y se acredite una actuación inequívocamente
tendente a la satisfacción de sus compromisos. Para estos casos,
las bases reguladoras deberán prever los criterios que permitan
calcular la cantidad que se deba reintegrar [art. 17.3.n) LGSub].
La Administración cuenta con un plazo de prescripción de
cuatro años para declarar el reintegro por alguna de las causas
del art. 37.1 LGSub, transcurridos los cuales ya no será posible
acordarlo (art. 39.1 LGSub).
Por regla general, este plazo de prescripción comenzará a contar desde el
momento en que termina el plazo para presentar la justificación de haber
realizado la actividad. No obstante, puede haber excepciones a esta regla. P.
ej., cuando nos encontremos ante una prima o subvención ex post, concedida
en atención a actividades ya realizadas, el plazo comenzará a contar desde el
momento de la concesión. Asimismo, cuando se hubieran establecido
condiciones u obligaciones que debieran ser mantenidas durante un período
determinado de tiempo (p. ej., ayudas para la contratación indefinida de
trabajadores con la obligación de mantenerlos contratados durante, al menos,
tres años), el plazo comenzará a contar desde el momento en que venza
dicho periodo.
El cómputo de este plazo de prescripción de cuatro años
puede interrumpirse por alguna de las causas previstas en el art.
39.2 LGSub.
De manera un poco sorprendente, algún Tribunal ha afirmado que la
Administración tampoco podrá iniciar el procedimiento de reintegro cuando
este traiga causa de un procedimiento de control financiero que haya
caducado por no haber sido tramitado y resuelto en el plazo máximo de 12
meses (art. 49.7 LGSub); y ello, aun cuando el plazo de prescripción de
cuatro años aún no se hubiera agotado (SAN de 13 de enero de 2011,
recurso n.º 31/2010, Pleno).
G) El procedimiento de reintegro
El art. 42 LGSub regula sucintamente el procedimiento de
reintegro, remitiéndose en lo demás a la regulación general
contenida en la LPAC. El procedimiento se iniciará siempre de
oficio, ya sea por propia iniciativa, como consecuencia de orden
superior, a petición razonada de otros órganos, por denuncia o a
consecuencia del informe de control financiero emitido por los
órganos de la Intervención.
En su tramitación se garantizará, en todo caso, el trámite de
audiencia al interesado, y deberá resolverse y notificarse en un
plazo máximo de 12 meses. Transcurrido este plazo, el
procedimiento se declarará caducado y, a pesar de la extraña
redacción del art. 42.4.2.º LGSub, la Administración no podrá
dictar resolución acordando el reintegro a menos que comience
un nuevo procedimiento (STS de 19 de marzo de 2018, recurso
de casación n.º 2412/2015). Y ello, siempre y cuando no haya
prescrito la acción de reintegro, que no se entenderá interrumpida
por el procedimiento caducado.
El órgano competente para exigir el reintegro será el órgano
concedente. La resolución que dicte poniendo fin al procedimiento
de reintegro agotará en todo caso la vía administrativa.
El mismo procedimiento ha de seguirse cuando los supuestos del art. 37
LGSub se produzcan antes de que se haya cobrado la subvención y se trate
de declarar, conforme al art. 34.3.2.º LGSub, la pérdida del derecho a
cobrarla.
9. INFRACCIONES Y SANCIONES EN MATERIA DE SUBVENCIONES
Finalmente, el Título IV de la LGSub establece un amplio
catálogo de infracciones y sanciones. Como suele ser habitual, se
distingue entre infracciones leves, graves y muy graves, a las que
se asocian, respectivamente, un catálogo de sanciones leves,
graves y muy graves (multas que pueden llegar hasta el triple de
la subvención; pérdida de la posibilidad de ser beneficiario de
subvenciones o contratista de la Administración durante un plazo
de hasta cinco años), así como un listado de circunstancias que
permitan la graduación de las sanciones. El plazo de prescripción,
tanto de las infracciones como de las sanciones, y con
independencia de su gravedad, es de cuatro años.
Importa destacar que muchas de las conductas tipificadas
como infracciones pueden ser constitutivas, al mismo tiempo, de
alguna de las causas de reintegro previstas en el art. 37.1 LGSub.
No obstante, la posible obligación de reintegro es independiente y
plenamente compatible con las sanciones que, en su caso,
puedan imponerse (art. 40.1 LGSub).
Por otra parte, hay que tener en cuenta que el CP tipifica
delitos relativos a las subvenciones (arts. 306 y 308) que, como
siempre, son de preferente aplicación a las sanciones
administrativas (art. 55 LGSub).
IV. EL RÉGIMEN JURÍDICO DE LAS AYUDAS DE
ESTADO EN LAS NORMAS DE DEFENSA DE LA
COMPETENCIA DE LA UNIÓN EUROPEA
1. LA DEFENSA DE LA LIBRE COMPETENCIA EN EL MERCADO INTERIOR Y LA
PROHIBICIÓN DE AYUDAS DE ESTADO
Hemos aludido antes a las subvenciones financiadas con fondos de la
Unión Europea y en las que, por ello mismo, el Derecho primeramente
aplicable es el de la propia Unión. Ahora debemos ocuparnos de otro aspecto
por completo distinto: de los límites que impone el Derecho de la Unión a las
ayudas de los Estados, entre ellas a las subvenciones. Aquí ya no se trata de
que las Administraciones nacionales actúen como Administraciones de la
Unión sino de supuestos en los que actúan como Administraciones españolas
pero a las que el Derecho de la Unión impone prohibiciones o límites.
Pilar esencial sobre el que descansa la Unión Europea es la existencia de
un mercado interior, entendido como un espacio sin fronteras interiores en el
que se garantizan la libre circulación de mercancías, personas, servicios y
capitales (art. 26.2 TFUE). Para garantizar el funcionamiento eficiente de este
mercado interior, y entre otras exigencias, es imprescindible la salvaguarda
de la libre competencia. A este fin, el Derecho de la Unión prohíbe las
prácticas colusorias entre empresas (art. 101 TFUE) y el abuso de posición
dominante (art. 102 TFUE). Pero, además, por lo que ahora interesa,
restringe severamente las ayudas de Estado (art. 107 TFUE).
Es habitual en los manuales españoles de Derecho Administrativo hacer
referencia, dentro de la lección dedicada a la actividad administrativa de
fomento, al régimen europeo de las ayudas de Estado. A falta de lugar más
adecuado, también lo haremos aquí. Pero debe aclararse que ni todas las
ayudas de Estado son medidas de fomento ni, menos aún, todas las medidas
de fomento son susceptibles de constituir ayudas de Estado. En realidad, el
régimen europeo de las ayudas de Estado se proyecta no solo sobre la
actividad administrativa de fomento, sino también sobre otras modalidades de
actuación administrativa. Por ello, deberemos volver sobre esto al hilo de
nuestras explicaciones relativas a servicio público.
La regulación de las ayudas de Estado se encuentra
primeramente en los arts. 107 a 109 TFUE.
Ambos artículos han sido desarrollados por una normativa muy prolija, de
la que deben destacarse, sobre todo, dos normas:
— el Reglamento (UE) 2015/1589, del Consejo, de 13 de julio de 2015, por
el que se establecen normas detalladas para la aplicación del art. 108 TFUE;
y
— el Reglamento (CE) 794/2004, de la Comisión, de 21 de abril de 2004,
por el que se desarrolla el anterior.
Todo este régimen parte de una prohibición general de las
ayudas de Estado. En concreto, el art. 107.1 TFUE declara que,
salvo que los Tratados dispongan otra cosa,
«son incompatibles con el mercado interior, en la medida en que
afecten a los intercambios comerciales entre Estados miembros, las
ayudas otorgadas por los Estados o mediante fondos estatales, bajo
cualquier forma, que falseen o amenacen falsear la competencia,
favoreciendo a determinadas empresas o producciones».
2. CONCEPTO DE AYUDAS DE ESTADO
El Derecho de la Unión tiene su propio concepto de ayudas de
Estado, que en gran parte se deduce del transcrito art. 107.1
TFUE. Es un concepto que atiende sobre todo a su resultado
económico, de modo que lo relevante no es su forma jurídica,
sino sus efectos sobre la competencia.
Por tanto, no coincide con el bastante más reducido concepto de ayuda
que utilizamos en el apartado II.2.a) de esta lección.
Los requisitos para entender que estamos ante una ayuda de
Estado pueden sistematizarse en cuatro:
a) En primer lugar, en relación con el origen de la ayuda
(«otorgadas por los Estados o mediante fondos estatales»), esta
debe ser concedida por el Estado, entendiendo por tal a todos los
poderes públicos (nacionales, autonómicos o locales) o por entes
que estos controlen, sea cual sea su naturaleza jurídica
(organismos autónomos, entidades públicas empresariales,
fundaciones públicas, sociedades mercantiles, etc.).
b) En segundo lugar, respecto al beneficiario de la ayuda, este
debe ser una empresa, concepto no definido en los Tratados pero
que ha sido definido por la jurisprudencia del TJUE como
«cualquier entidad que ejerza una actividad económica, con
independencia del estatuto jurídico de dicha entidad y de su modo
de financiación», entendiendo, asimismo, por actividad
económica «cualquier actividad consistente en ofrecer bienes o
servicios en un determinado mercado» (STJUE de 22 de octubre
de 2015, EasyPay, as. C-185/14, ap. 37). Las ayudas de carácter
social que se conceden a personas físicas o jurídicas que no
actúan en el mercado como agentes económicos quedarán por
tanto, habitualmente, fuera de este concepto.
Asimismo, la ayuda debe constituir una «ventaja selectiva», es
decir, el beneficiario debe recibir un trato distinto al resto de
competidores («favoreciendo a determinadas empresas o
producciones»). Quedan fuera del concepto de ayudas de
Estado, por tanto, las medidas generales que afectan a todas las
empresas de un sector (p. ej., bajar el tipo impositivo del
Impuesto de Sociedades).
c) En tercer lugar, en relación con el contenido de la ayuda,
esta debe consistir en un beneficio económico o ventaja, con
independencia de la forma que adopte [«ayudas otorgadas (…)
bajo cualquier forma»]. La jurisprudencia del TJUE considera
constitutivas de ayudas de Estado «las intervenciones que, bajo
cualquier forma, puedan favorecer directa o indirectamente a las
empresas o que pueden considerarse una ventaja económica que
la empresa beneficiaria no hubiera obtenido en condiciones
normales de mercado» (STJUE de 19 de septiembre de 2018,
Comisión c. Francia y IFP Énergies nouvelles, as. C-438/16, ap.
109).
En todo caso, resultan irrelevantes las técnicas utilizadas por
las autoridades nacionales para conceder estas ventajas, que
podrán consistir, p. ej., en entregas dinerarias a fondo perdido
(subvenciones o primas); cesiones gratuitas o por debajo del
precio de mercado del uso o la propiedad de bienes; prestaciones
de servicios gratuitas o por debajo del precio de mercado;
exenciones tributarias o condonaciones de cualquier tipo de
deuda; contratos crediticios más ventajosos que los ofrecidos en
el mercado; adquisiciones de bienes o servicios, aun sin
necesitarlos, sólo para aumentar la facturación de una empresa,
etc.
d) En cuarto lugar, finalmente, respecto a los efectos de la
ayuda, esta debe generar una distorsión de la libre competencia
en el mercado interior o un riesgo de que dicha distorsión se
produzca [«que afecten a los intercambios comerciales entre
Estados miembros (…) falseen o amenacen falsear la
competencia»].
El TJUE ha señalado que el ámbito local o regional de la actividad
desarrollada por la empresa beneficiaria, o el tamaño reducido de esta, no
excluyen a priori la posibilidad de que se vean afectados los intercambios
entre Estados miembros. El TJUE entiende que, como consecuencia de la
ayuda concedida, «la actividad interior puede mantenerse o aumentar, con la
consecuencia de que disminuyen con ello las posibilidades de las empresas
establecidas en otros Estados miembros de penetrar en el mercado del
Estado miembro en cuestión» (STJUE de 15 de mayo de 2019, Achema y
otros, as. C-706/17, ap. 93).
El Reglamento (UE) n.º 1407/2013 de la Comisión, de 18 de diciembre de
2013, en aplicación, sobre todo, de este cuarto requisito, declara que no
entran en el concepto de ayuda de Estado las llamadas «ayudas de minimis»
que simplificadamente son las de menos de 200.000 euros concedidas a una
única empresa a lo largo de un período de tres años.
3. EXCEPCIONES A LA PROHIBICIÓN DE AYUDAS DE ESTADO
No obstante, existen ciertas excepciones a la prohibición
general expuesta. Es decir, existen ciertas ventajas que, a pesar
de entrar de lleno en la definición de ayudas de Estado recogida
en el art. 107.1 TFUE, se entenderán compatibles con el mercado
interior.
En algunos casos, las excepciones actúan automáticamente
(art. 107.2 TFUE), de modo que una vez notificadas por los
Estados miembros a la Comisión Europea, esta debe limitarse a
comprobar si concurren los elementos que justifican la excepción
y, en caso afirmativo, reconocer, sin más, que las ayudas son
compatibles con el mercado interior. Dentro de este grupo se
encuentran ciertas ayudas de carácter social concedidas a
consumidores individuales, las ayudas destinadas a reparar los
perjuicios causados por desastres naturales o por otros
acontecimientos de carácter excepcional o ciertas ayudas
destinadas a favorecer la economía de determinadas regiones de
la República Federal de Alemania afectadas por la división de
Alemania.
En otros casos, las excepciones no son automáticas, sino que
la Comisión Europea cuenta con un cierto margen de apreciación
para decidir, en cada caso, si procede o no admitirlas. Dentro de
este grupo se encontrarían, p. ej., las ayudas destinadas a
favorecer el desarrollo económico de las regiones más
desfavorecidas; las ayudas a proyectos de interés común
europeo; las destinadas a poner remedio a una grave
perturbación en la economía de un Estado miembro; las
destinadas a facilitar el desarrollo de determinadas actividades o
de determinadas regiones económicas; las ayudas destinadas a
promover la cultura y la conservación del patrimonio; y las demás
categorías de ayudas que se determinen por el Consejo (art.
107.3 TFUE).
4. EL CONTROL DE LAS AYUDAS DE ESTADO POR LA COMISIÓN EUROPEA
De conformidad con el art. 108.1 y 2 TFUE, «la Comisión
examinará permanentemente (…) los regímenes de ayudas
existentes», incluyendo aquellos que estaban en vigor antes de
que el Estado ingresara en la Unión Europea y los que hubieran
sido expresamente autorizados después, y puede acabar
acordando que el Estado los suprima o modifique (es el caso de
las «ayudas aplicadas de manera abusiva»).
Además, el art. 108.3 TFUE establece un control previo para
que la Comisión analice si una ayuda proyectada es o no
compatible con el mercado interior («nuevas ayudas»):
«La Comisión será informada de los proyectos dirigidos a conceder
o modificar ayudas con la antelación suficiente (…) El Estado miembro
interesado no podrá ejecutar las medidas proyectadas antes de que
(…) haya recaído decisión definitiva».
El Reglamento (UE) 2015/1589 regula, con carácter general, los
procedimientos de control, las obligaciones de los Estados miembros y las
potestades de que dispone la Comisión Europea en relación con las ayudas
de Estado.
Como ya se indicó en el epígrafe III.4.B) de esta lección, para el caso de
las subvenciones públicas españolas esta obligación se encuentra también
recogida en el art. 9.1 LGSub. Asimismo, hay que tener en cuenta el Real
Decreto 1755/1987, de 23 de diciembre, que regula el procedimiento de
comunicación a la Comisión Europea de los proyectos de las
Administraciones o entes públicos españoles que se propongan establecer,
conceder o modificar ayudas (no sólo subvenciones).
No obstante, de acuerdo con los arts. 108.4 y 109 TFUE, los Reglamentos
de la UE pueden eximir de este control previo a ciertas categorías de ayudas.
Un ejemplo de ello es el Reglamento de ayudas de minimis al que antes nos
referimos.
A la vista del proyecto de «nueva ayuda» notificado, y tras
tramitar, en su caso, un procedimiento de investigación, la
Comisión comunicará al Estado una decisión que tendrá
necesariamente uno de estos contenidos:
— que la ayuda propuesta no es una ayuda de Estado («ayuda
inexistente»), por lo que podrá concederse;
— que la ayuda propuesta, aun siendo una ayuda de Estado,
no es incompatible con el mercado interior («decisión positiva»),
por lo que podrá concederse;
— que, en los términos en los que se ha propuesto, se trata de
una ayuda de Estado incompatible con el mercado interior, pero
que, incluyendo algunos cambios, dejaría de serlo («decisión
condicional»), por lo que podrá concederse si se introducen tales
cambios;
— que se trata de una ayuda de Estado plenamente
incompatible con el mercado interior («decisión negativa»), por lo
que no podrá concederse.
No resulta, sin embargo, nada extraño que los Estados
miembros concedan ayudas sin haberlas notificado previamente a
la Comisión Europea o sin esperar a que esta se pronuncie sobre
su compatibilidad con el mercado interior. Tales ayudas, que
reciben el nombre de «ayudas ilegales», serán también objeto de
análisis por parte de la Comisión Europea en cuanto tenga noticia
de su existencia (p. ej., por denuncia de una empresa
competidora). Durante la tramitación, en su caso, de dicho
procedimiento, la Comisión Europea podrá acordar la
recuperación provisional de la ayuda.
Una vez analizadas estas «ayudas ilegales», la Comisión
emitirá una de las cuatro decisiones antes vistas en relación con
las «nuevas ayudas», cuyos efectos se adaptarán a las
características de estas «ayudas ilegales»: en caso de que se
considere que la ayuda no constituye una ayuda de Estado o de
que, aun siéndolo, no es incompatible con el mercado interior
(«decisión positiva»), el beneficiario podrá quedarse con la ayuda
concedida; en caso de que se dicte una «decisión condicional», el
beneficiario podrá quedarse con la ayuda concedida en la medida
en que se introduzcan en ella los cambios que se indiquen;
finalmente, si se adoptara una «decisión negativa», el Estado
miembro estará obligado a recuperar la ayuda concedida, junto
con los intereses devengados desde su entrega hasta su
recuperación.
El incumplimiento del deber de recuperar la ayuda que recae
sobre el Estado miembro que la concedió podrá dar lugar a la
interposición de un recurso por incumplimiento contra dicho
Estado por parte de la Comisión Europea ante el Tribunal de
Justicia de la Unión Europea (art. 258 TFUE). Esta situación no
ha sido infrecuente en el caso del Reino de España, que en
ocasiones no ha sido capaz de recuperar tales ayudas debido a
los límites que nuestro ordenamiento jurídico impone a la retirada
de actos administrativos favorables (cfr. arts. 106 y ss. LPAC). La
solución a esta situación pasaría, sencillamente, por inaplicar las
normas nacionales que impiden el cumplimiento de las
obligaciones que nos impone el Derecho de la Unión, en
aplicación de la jurisprudencia Simmenthal y Costanzo, que ya
analizamos en la lección 4 del Tomo I de esta obra. Sin perjuicio
de ello, el legislador español ha intentado ofrecer soluciones ad
hoc para algunas ayudas concretas. Ejemplo destacado es la
establecida para las ayudas reguladas por la LGSub que, según
se indicó en el epígrafe III.7.G) de esta lección, ha previsto una
causa de reintegro específica para las subvenciones que deban
ser recuperadas como consecuencia de decisiones adoptadas
por la Comisión Europea [art. 37.1.h) LGSub].
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* Por Antonio BUENO ARMIJO. Grupo de Investigación de la Junta de
Andalucía SEJ-196. Proyecto PGC-2018-093760 (M.º Ciencia, Innovación y
Universidades/FEDER, UE).
LECCIÓN 4
ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO
PÚBLICO: CONCEPTO Y CARACTERES
GENERALES *
Siguiendo con el estudio de los modos de actividad
administrativa, que expusimos en el Tomo I, lección 2 (epígrafe
IV), nos ocuparemos ahora de la de servicio público. Pero
advirtamos que también haremos aquí algunas alusiones a la que
en aquel mismo lugar llamamos actividad puramente empresarial
de la Administración. Este tratamiento simultáneo conviene para
la comprensión de una y otra modalidad.
I. CONCEPTO DE SERVICIO PÚBLICO
1. DEFINICIÓN
Por actividad administrativa de servicio público entenderemos
aquí aquélla en la que la Administración suministra prestaciones a
los ciudadanos para garantizar la satisfacción de las necesidades
de estos.
Ejemplos clásicos y claros que permiten hacerse una primera
idea son los servicios públicos de la sanidad, la educación o el
abastecimiento de agua.
Desbrocemos ahora la definición que hemos dado. Pero empecemos por
destacar que hemos dicho, no lo que son los servicios públicos, sino lo que
aquí enteremos por tales. Quiere decirse que hay muchos conceptos distintos
de servicios públicos y que no son en sí mismos erróneos. Simplemente
optamos por un concepto que entendemos que sirve mejor para explicar la
realidad jurídica española, sin por eso descalificar como equivocados otros.
2. SERVICIO PÚBLICO EN SENTIDO AMPLÍSIMO FRENTE AL CONCEPTO AQUÍ
ACOGIDO
Con frecuencia se habla de servicio público en un sentido mucho más
amplio, prácticamente como sinónimo de actividad administrativa de interés
general lo cual, a su vez, comprende casi toda la actividad administrativa. En
ese sentido amplísimo no se circunscribe a la que ofrece prestaciones a los
ciudadanos y no cabe contraponerla a actividad de limitación y de fomento.
Como vimos en la lección 1 del Tomo I (epígrafe II.1), ese concepto
amplísimo de servicio público fue acogido por parte de la doctrina (la
justamente llamada «Escuela del servicio público») con la finalidad, entre
otras, de explicar el objeto y el ámbito del Derecho Administrativo.
La misma legislación española usa a veces la expresión servicio público en
ese sentido. P. ej., cuando se ocupa de la responsabilidad patrimonial de la
Administración habla, como sabemos, de los daños causados por el
«funcionamiento de los servicios públicos» y en ese contexto es seguro que
está comprendiendo los daños que cause la Administración en cualquiera de
sus actividades de interés general, incluida la de policía. Igualmente, cuando
se distingue, dentro de los bienes públicos, entre los demaniales y los
patrimoniales, se dice que los primeros son los afectos a un servicio público y
de nuevo, en ese contexto, se comprende que las oficinas de la policía son
bienes demaniales. O, para citar un ejemplo más concreto, la Ley 23/2015 de
la Inspección de Trabajo y Seguridad Social define a ésta como «un servicio
público al que corresponde la vigilancia del cumplimiento de las normas de
orden social y exigir las responsabilidades pertinentes…».
No es que ese sentido amplísimo de servicio público sea equivocado. Es
correcto y útil a ciertos efectos. Más bien hay que aceptar que el término de
servicio público es anfibológico y que, frente a ese concepto tan amplio,
existe otro más restringido que es el que ahora empleamos.
Para evitar equívocos, a veces se opta por llamar a la concreta modalidad
que ahora nos ocupa «actividad prestacional» que es, entonces, la que se
contrapone a actividad de limitación, fomento y empresarial. Preferimos, sin
embargo, con estas aclaraciones, mantener el término de actividad de
servicio público que, pese a todo, es más expresivo.
3. SERVICIO PÚBLICO COMO ACTIVIDAD DE LA ADMINISTRACIÓN.
SERVICIOS PÚBLICOS CON Y SIN RESERVA AL SECTOR PÚBLICO
Es una actividad de la Administración, por lo que quedan fuera
las actividades de otros poderes públicos y de sujetos privados
realizadas en ejercicio de sus libertades.
Así que excluimos, por lo pronto, a la actividad de la Justicia, o sea, de los
Tribunales. En cierto sentido se puede decir —y se dice a veces— que la
Justicia es un servicio público. Incluso lo hacen las leyes. P. ej., en la
Exposición de Motivos de LO 8/2012 se habla de la Administración de Justicia
como «servicio público». Así se quiere poner de relieve que los Tribunales no
son sólo un poder sobre los ciudadanos sino que están a su servicio, que su
actividad también debe ser vista como una prestación en favor de los
ciudadanos. Pero aunque ello tenga un significado político y pedagógico que
refuerza la posición de los ciudadanos ante los jueces, en sentido propio la
Justicia no es un servicio público y su régimen, por supuesto, poco o nada
tiene que ver con lo que aquí se expondrá.
Y excluimos también las actividades realizadas motu proprio por ciertos
particulares aunque colaboren en la consecución de los intereses generales y
hasta si lo hacen mediante prestaciones idénticas a las de los servicios
públicos. Quedan fuera del concepto incluso aunque esos particulares actúen
sin ánimo de lucro. Piénsese sobre todo en las llamadas entidades del «tercer
sector», en las ONGs a las que ya aludimos en el epígrafe VI de la lección 2
del Tomo I: incluso aunque desplieguen una actividad materialmente idéntica
a la de un servicio público, no realizan servicio público. Y quedan también
fuera de nuestro concepto las actividades de ciertos particulares que realizan
servicios de interés económico general en los términos que se verá en la
lección siguiente.
Ahora bien, aunque la actividad de servicio público es una
actividad de la Administración, hemos de hacer dos
observaciones importantes:
Primera. Puede que la Administración decida hacerla por
medio de sujetos privados a los que confía la gestión material del
servicio. Estaremos en tal caso ante la denominada gestión
indirecta de servicios públicos. Pero, aunque con gestión indirecta
por sujetos privados, la actividad sigue siendo de servicio público
y la Administración conserva la titularidad de la actividad así
como las potestades que ello entraña, incluida como regla
general la de optar por la gestión directa.
Segunda. Puede que la actividad administrativa considerada
servicio público coexista con una actividad privada que realiza las
mismas o similares prestaciones y que emprenden los
particulares como fruto de su libre iniciativa y no como gestores
indirectos de servicios públicos. Desde luego, cabe también la
opción contraria, esto es, que se suprima la iniciativa privada en
todo el género de actividad declarada servicio público, que la
Administración la asuma de manera exclusiva y excluyente. Lo
permite, como luego veremos, el art. 128.2 CE. En tal caso, los
particulares sólo podrían acometer la actividad, si acaso, como
meros gestores indirectos del servicio público.
Ejemplo de esto último es el caso, al menos en la mayoría de los
municipios, del abastecimiento de aguas o del transporte urbano colectivo de
viajeros. Pero hay numerosos casos de la primera opción, es decir, de la
actividad de servicio público en concurrencia con puras actividades privadas.
P. ej.:
— Junto con el servicio público de asistencia sanitaria hay también
asistencia sanitaria que prestan médicos, hospitales o compañías de seguros
completamente privados en virtud, sin más, de su libertad de profesión o de
su libertad de empresa.
— Asimismo hay colegios privados no concertados que realizan
actividades educativas iguales a las de servicio público. Es más, estos no
pueden suprimirse porque el art. 27.6 CE reconoce «la libertad de creación de
centros docentes». Pero, aunque impartan las mismas enseñanzas y sus
calificaciones tengan validez oficial, no realizan servicio público. De hecho,
dice la LO 2/2006 de Educación que «la prestación del servicio público de la
educación se realizará a través de los centros públicos y privados
concertados» (art. 108.4), no, pues, a través de los centros privados no
concertados.
Para algunos autores, sólo hay propiamente servicio público si se excluye
por completo la iniciativa privada para realizar el mismo tipo de actividad. Es
cierto que, si tal sucede, el servicio público presenta sus caracteres más
intensos. Pero acogemos aquí un concepto algo más amplio que incluye no
sólo esos supuestos de reserva a la Administración de todo el género de
actividad sino otros en los que no se da tal monopolio porque, entendemos,
que también estos otros responden, con algunas adaptaciones, a los
principios y reglas esenciales del servicio público.
En los casos en los que, junto a la actividad de servicio público, concurre
otra igual realizada por sujetos privados en virtud de su libre iniciativa, lo que
habrá sobre ésta será actividad administrativa de limitación. Con todo, puede
que se trate de una actividad de limitación especialmente intensa como la que
se produce sobre hospitales y colegios privados no concertados. Incluso no
ha sido extraño que en los casos en los que las leyes prevén un extenso
servicio público y una responsabilidad general de la Administración para
asegurar las prestaciones a todos los ciudadanos, las mismas leyes den a la
Administración una potestad de planificación para asegurar una utilización
eficiente de los recursos y capaz de afectar a la creación de nuevos centros
privados. Pero esto no es consustancial a la idea de servicio público y más
bien hay que observarlo con reticencia en tanto que supone una restricción a
la libertad de empresa que no deriva necesariamente del servicio público.
Por otra parte, debe destacarse que, incluso cuando subsista la pura
actividad privada, ésta se ve profundamente afectada por la coexistencia de
servicios públicos con los que concurre en el mercado y con los que, sin
embargo, no estará en condiciones de igualdad, como veremos en el epígrafe
III.
4. SERVICIO PÚBLICO Y PRESTACIONES A LOS CIUDADANOS
Hemos dicho que esta actividad administrativa suministra
prestaciones a los ciudadanos. Prestaciones que pueden ser de
lo más variado (de transporte, de sanidad, de educación,
culturales, de alimentación, de albergue, culturales, mortuorias,
etc.).
Se suele distinguir entre prestaciones uti singuli, esto es, las
que se dan individualizadamente a cada persona y procuran una
utilidad específica a cada ciudadano determinado que usa el
servicio (el transporte de una persona, la asistencia sanitaria de
un paciente, etc.); y prestaciones uti universi, en las que el
ciudadano no recibe una prestación individual sino que disfruta de
ella sólo como miembro de una colectividad, de un grupo
determinado o indeterminado de ciudadanos (p. ej., el alumbrado
público, la limpieza viaria, la predicción e información
meteorológica).
Los servicios públicos prototípicos son los que ofrecen
prestaciones uti singuli. Pero, aunque con peculiaridades,
también hay algunos servicios públicos con prestaciones uti
universi.
Hay que reconocer que la admisión de servicios públicos con prestaciones
uti universi comporta una ampliación del concepto de servicio público que lo
hace de contornos imprecisos. Así, puede llegar a incluirse entre los servicios
públicos, p. ej., a la protección civil o al que se realiza con las carreteras o
con las calles. De hecho, lo hacen las leyes:
— Ley 17/2015 de la protección civil: «La protección civil… es el servicio
público que protege a las personas y bienes garantizando una respuesta
adecuada ante los distintos tipos de emergencias y catástrofes…».
— Ley 37/2015 de Carreteras. Habla en su Preámbulo de «la clásica
consideración de la carretera en su triple aspecto, como dominio público,
como obra pública y como soporte para la prestación de un servicio público».
Y después explica que «se ha considerado conveniente introducir en la Ley el
concepto de servicio público viario» y que las reformas obedecen a la
necesidad de «la adecuada prestación del servicio público viario», concepto
que, en efecto, se emplea reiteradamente en el articulado. Por eso, incluso,
en esa Ley las carreteras se consideran demaniales no por estar afectas al
uso público sino «al servicio público viario». Y si eso se dice de las carreteras,
no parece que deba haber inconveniente en decir lo mismo en el ámbito
urbano de las calles, plazas, parques, etc. No es una idea novedosa ni, desde
luego, errada. En la misma línea, el art. 26 LRBRL incluye entre los servicios
municipales obligatorios el «acceso a los núcleos de población» o el «parque
público». Hasta puede decirse que estos bienes son en sí mismos un servicio
público con prestaciones, aunque no sean uti singuli y aunque consistan en el
mismo uso por todos. Se trata de un servicio público tan clásico y tan anterior
al surgimiento de este concepto que no se repara en que lo es; pero en el
fondo presenta la justificación, los principios y el régimen de los servicios
públicos.
Como se ve, al incluir a las prestaciones uti universi existe el peligro de
acoger un concepto demasiado amplio de servicio público (podría por esta vía
llegar a considerarse servicio público a la defensa nacional), un concepto casi
como el que antes hemos aludido de sinónimo a cualquier actividad de interés
general. Por eso, parte de la doctrina sólo habla de servicio público en caso
de prestaciones uti singuli. Aun así, con cierta contención, creemos que es
preferible incluir entre los servicios públicos a los que ofrecen prestaciones uti
universi si, aunque con destinatarios amplios e indeterminados, hay
verdaderas prestaciones.
Como regla general, las prestaciones son de uso voluntario.
Pero excepcionalmente pueden declararse obligatorias.
El caso más destacado es el de la enseñanza básica. Existe entonces un
deber legal (de escolarización y de asistencia) cuyo cumplimiento será
controlado y exigido por la Administración con lo que, en cierto modo, existe
una actividad administrativa de limitación. Pero eso no quita para que las
prestaciones educativas, incluidas las de ese nivel básico, sean las de un
servicio público. En principio, sólo una ley puede declarar obligatorio el uso de
un servicio público. Pero también aquí se dejan sentir las singularidades de la
policía y por ello se flexibiliza la exigencia de ley y se habilita ampliamente a
la Administración para declarar esa obligatoriedad con el fin de mantener el
orden público. Así, tanto el art. 34 RSCL como el art. 32.4 LAULA permiten
que los reglamentos declaren obligatorio el uso de servicios públicos cuando
sea necesario para garantizar la tranquilidad, seguridad o salubridad públicas.
5. PRESTACIONES PARA GARANTIZAR LAS NECESIDADES DE LOS
CIUDADANOS. DIFERENCIACIÓN DE LA ACTIVIDAD PURAMENTE
EMPRESARIAL Y DE LOS MONOPOLIOS FISCALES
Pero para que haya actividad de servicio público no basta que
haya prestaciones a los ciudadanos. Hemos dicho en la definición
que esas prestaciones se realizan precisamente para garantizar
la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos. No sólo son
prestaciones a los ciudadanos sino en favor de ellos. Si toda
actividad administrativa tiene por fin servir a los intereses
generales (art. 103.1 CE), aquí el interés general consiste en
asegurar las prestaciones o, si se prefiere, en satisfacer ciertas
necesidades de los individuos mediante prestaciones; satisfacer
esas necesidades de los individuos es lo que se considera de
interés general; es el fin de la actividad; y es la justificación
esencial de la creación del servicio público. El servicio público
tiene por objetivo exactamente dar y garantizar prestaciones a los
ciudadanos y ello para satisfacer las necesidades de estos.
En esto se diferencia la actividad de servicio público de otras
actividades aunque eventualmente también realicen prestaciones
a los ciudadanos.
Así, hay prestaciones a los individuos en los tratamientos médicos
obligatorios cuyo fin primero y predominante no es satisfacer la necesidad del
paciente sino evitar epidemias y son, más bien, como sabemos,
manifestación de la actividad de limitación. Incluso puede decirse que las
prisiones dan prestaciones a los internos, pero sólo en un sentido amplio
puede decirse que sean servicio público.
Sobre todo, en eso se diferencia de la actividad de la
Administración puramente empresarial aunque también ésta
muchas veces ofrece prestaciones a los sujetos privados.
Si, p. ej., la Administración decide tener un hotel (como tiene la red de
Paradores Nacionales), también realizará prestaciones a los clientes. Pero
esa no es su finalidad esencial (no se crea para garantizar a los ciudadanos
las prestaciones de hostelería) sino promover el turismo, explotar recursos
turísticos, crear riqueza y empleo, etc., de manera similar a lo que sucederá si
decide tener una fábrica.
También por esta razón la actividad de servicio público se
diferencia de los monopolios fiscales, como los que antaño se
establecieron sobre la sal y, ya hasta más recientemente, sobre el
tabaco, las cerillas o la lotería. Estos monopolios no se implantan
para garantizar a los ciudadanos el suministro de los productos
afectados sino con la finalidad de allegar ciertos ingresos;
ingresos, a veces tributarios (impuestos que gravan a esos
productos) y a veces no tributarios (sobreprecios que dan origen
a beneficios, canon que ha de satisfacer la empresa privada a la
que se concede la explotación del monopolio, etc.).
Estos monopólicos fiscales, que otrora desempeñaron un papel capital en
el conjunto de la Hacienda pública, son hoy prácticamente inexistentes.
Incluso se duda de su constitucionalidad.
Es ilustrativo aludir a la reciente evolución del monopolio del tabaco. La
Ley 13/1988 suprimió el tradicional monopolio de fabricación, de importación
y del comercio al por mayor del tabaco para, según explica su E. de M.,
aplicar a este sector la libertad de empresa del art. 38 CE dado que no
subsisten razones que justifiquen la aplicación del art. 128.2 CE. Sin embargo
se mantiene el monopolio de la venta al por menor «que continúa revistiendo
el carácter de servicio público (¡sic!), constituye un instrumento fundamental e
irrenunciable del Estado para el control de un producto estancado como es el
tabaco, con notable repercusión aduanera y tributaria». Esto último será cierto
y por eso puede seguir hablándose de un monopolio fiscal, aunque se presta
a través de sujetos privados concesionarios de los estancos. Pero calificar a
esta actividad como servicio público, al mismo tiempo que el propio Estado
condena el consumo de tabaco por ser perjudicial para la salud, es burlesco.
La misma ley canta las alabanzas de la Red de Expendedurías de Tabaco y
Timbre (los estancos) y destaca que «asegura la venta de efectos timbrados y
signos de franqueo (los sellos de correos) en todo el territorio nacional y
propicia una más amplia vinculación con la red de establecimientos de
Loterías, Apuestas y Juegos del Estado». Acaso sea esto realmente lo único
que justifique la pervivencia de este monopolio.
Hay otros monopolios que, aunque no fiscales, tampoco
pueden considerarse servicio público. P. ej., en algunos países
existe un monopolio estatal sobre el comercio de bebidas
alcohólicas con el propósito de controlar y restringir su consumo.
Por tanto, su fin es casi el contrario de un servicio público que lo
que persigue es asegurar la prestación a los ciudadanos.
Por último hay (o hubo) monopolios que más bien responden a
los caracteres de una actividad puramente empresarial de la
Administración si bien con exclusión de la actividad privada, lo
que frecuentemente respondía a la finalidad de expulsar de un
sector estratégico a las empresas extranjeras. Esto, sin embargo,
resulta ahora contrario a la Constitución y al Derecho de la Unión
Europea. En cualquier caso, su fin no es asegurar prestaciones a
los ciudadanos.
A veces la finalidad de los monopolios es mixta y discutible. Es el caso
muy sugerente del monopolio del petróleo que se instauró en España en 1927
(aunque se prestase a través de la Compañía Arrendataria del Monopolio del
Petróleo, CAMPSA) y que pervivió hasta tiempos recientes. Desde luego,
cumplió un fin fiscal pero, sobre todo, pretendió la nacionalización del sector
que estaba en manos de unas pocas empresas extranjeras. Algunos autores
lo consideraban un servicio público. No creo, sin embargo, que pudiera
propiamente calificarse como tal.
Por tanto, insistamos, lo que define a la actividad de servicio
público no es sólo que consista en prestaciones sino que su
finalidad esencial, o al menos predominante, es la satisfacción de
las necesidades de los individuos.
Con este concepto que hemos acogido y explicado, podemos
completar los ejemplos que inicialmente dimos (sanidad,
educación, abastecimiento de agua) y los que luego hemos
añadido. También son servicios públicos los de extinción de
incendios, los de transporte urbano colectivo regular, los de
transporte interurbano colectivo de viajeros por carretera, los de
la asistencia jurídica gratuita, los de recogida de basuras, los de
cementerio, los de las bibliotecas públicas, los de los museos
públicos, los de teatros o cines públicos, los de las orquestas
públicas, los de polideportivos o gimnasios públicos, los de
residencia públicas o centros de día para mayores, los de los
centros públicos de asistencia a mujeres maltratadas, los de
atención a drogadictos o ludópatas, los de aparcamientos
públicos, los de un palacio de congresos, los de alquiler de
bicicletas, los de oficinas públicas de información a los
consumidores o de asesoramiento para adopciones o para la
orientación laboral o para la creación de empresas, los de un
comedor universitario, etc.
II. SERVICIO PÚBLICO Y POTESTADES
ADMINISTRATIVAS. EL SERVICIO PÚBLICO COMO
FUNDAMENTO DE POTESTADES
1. SERVICIO PÚBLICO, ACTIVIDAD MATERIAL Y POTESTADES
ADMINISTRATIVAS
La esencia del servicio público, a diferencia de lo que sucede
con la actividad de limitación, no es el ejercicio de poder, sino el
suministro de prestaciones para lo que sobre todo se realiza por
la Administración (o por el gestor privado del servicio) una
actividad material o técnica (o, como también se ha dicho, una
actividad profesional).
Una actividad material o técnica o profesional como la del médico, la del
profesor, la del conductor del autobús o la del bombero… Si lo característico
en la actividad de limitación es que ordena imperativamente las actuaciones
de los particulares, lo que en suma entraña ejercicio de poder, en la actividad
de servicio público, por el contrario, lo característico y lo que primeramente
salta a la vista es que la Administración ofrece prestaciones a los ciudadanos.
Así, en principio, en la actividad de servicio público la Administración muestra
un rostro más amable que con su actividad de limitación.
Pero el servicio público también entraña una nueva
legitimación para la actuación administrativa y ejercicio de poder
como medio para suministrar prestaciones y de organizar todo lo
necesario para asegurarlas. Podrá decirse que en la actividad de
servicio público el ejercicio del poder no es lo esencial, que no
consiste precisamente en ejercicio del poder; pero también
supone ejercicio de poder como un medio para garantizar las
prestaciones. Esto es consustancial a la idea de servicio público.
Incluso cabe decir que una actividad se declaraba —y se declara
— servicio público justamente para contar con la posibilidad de
ejercer un amplio poder público sobre la actividad en que
consiste, o sea, para dar a la Administración nuevos campos de
actuación y un extenso poder de intervención.
En ese sentido dijo Hauriou: «El día que los servicios no representen ya un
poder de policía, sino únicamente una función profesional, no serán servicios
públicos y no habrá administración pública, sino sólo servicios privados y
administración privada análoga a las agencias privadas, pues la diferencia
entre las organizaciones públicas y las organizaciones privadas es
simplemente la diferencia entre organizaciones que disponen de un poder de
policía y de coacción y aquéllas que no disponen de él». Su alusión a «poder
de policía» no coincide con lo que en esta obra entendemos por tal. Pero la
afirmación de Hauriou pone de relieve hasta qué punto es inherente a la
noción de servicio público el ejercicio de potestades administrativas de
imperio.
2. EL SERVICIO PÚBLICO COMO TÍTULO DE POTESTADES ADMINISTRATIVAS
La declaración de una actividad como servicio público entraña
que pasa a estar asumida, regida y dirigida por la Administración,
lo que arrastra una serie de potestades en favor de la
Administración que le permiten efectivamente imponer su
voluntad en los aspectos esenciales del servicio. Son potestades
consustanciales a la declaración de una actividad como servicio
público, a la titularidad administrativa del servicio. Es un caso
paradigmático de lo que en su momento llamamos potestades
inherentes (Tomo I, lección 5): no es necesario que las leyes las
confieran expresa y detalladamente sino que se derivan de la
configuración de la actividad como servicio público y de su
consecuente titularidad administrativa.
Naturalmente, si se declara todo un género de actividad servicio público
con exclusión de la iniciativa privada (p. ej., abastecimiento de agua), esa
dirección administrativa es más penetrante. Y si no hay tal exclusión de la
iniciativa privada (p. ej., sanidad, educación), las potestades de dirección de
la Administración se circunscriben a lo que es propiamente la actividad de
servicio público, es decir, a la asumida por la Administración, no a la que
siguen realizando sujetos privados en ejercicio de su libertad.
Así que calificar a una actividad como servicio público
comporta someterla intensamente a la Administración. Será ésta
la que decidirá las prestaciones concretas que ofrezca el servicio
(su contenido, su extensión, su calidad…), la organización, los
lugares y horarios, las personas que podrán realizarlas o
colaborar, el precio (o su gratuidad), los cambios que haya que
introducir… Y ello tanto opte la Administración por la gestión
directa como por la gestión indirecta.
O sea, que esas potestades administrativas no se pierden por el hecho de
que la Administración decida que el servicio público lo preste un sujeto
privado. Refiriéndose a la concesión, lo expresaba así el art. 126.1 RSCL:
«En la ordenación jurídica de la concesión se tendrá como principio básico
que el servicio concedido seguirá ostentando en todo momento la calificación
de servicio público de la Corporación local a cuya competencia estuviere
atribuido». O sea, que la Administración conserva íntegras sus potestades
sobre el servicio aunque haya encomendado a sujetos privados su gestión
material.
Vistas las cosas desde esta perspectiva, se comprende que la
actividad de servicio público supone un poder público más intenso
que el de la actividad administrativa de limitación. Y por eso se ha
dicho con razón que el servicio público es un formidable título de
potestades administrativas. Potestades sobre quienes pretendan
realizar esa actividad de servicio público (que pueden quedar
incluso excluidos o, en cualquier caso, sometidos a incisivas
intervenciones de la Administración) y potestades sobre los
usuarios del servicio público.
En todos los casos de actividad de servicio público surge una
actividad que pasa a ser de titularidad administrativa.
Ello es claro en los casos en que todo el género de actividad se ha
reservado al sector público. Pero incluso sin esa reserva puede hablarse de
titularidad administrativa de la parte asumida por la Administración. Así, hay
titularidad administrativa de la actividad de abastecimiento de aguas (típico
servicio público en monopolio, o sea, reservado al sector público) y la hay
también, p. ej., en las actividades de los servicios públicos de sanidad y de
educación (por usar dos típicos ejemplos ya citados de servicios públicos sin
monopolio, esto es, sin reserva al sector público). En este segundo caso, no
es de titularidad administrativa cualquier actividad sanitaria o educativa, de
modo que los sujetos privados pueden realizarla en ejercicio de su libertad.
Pero sí es de titularidad administrativa la parte asumida por la Administración
como servicio público: en ella la Administración tendrá las potestades de
servicio público y sólo podrán participar los empresarios privados en la
medida en que lo quiera la Administración. Así que también en estos casos
puede y debe hablarse de una titularidad administrativa (titularidad
administrativa del servicio público, aunque no de todo el género de actividad;
p. ej., de todo el servicio público de sanidad o de educación; no de toda
actividad sanitaria o educativa).
En esa titularidad administrativa se fundamentan todas las
potestades de servicio público.
De este modo, en los casos de declaración de una actividad como servicio
público (aunque sea sin monopolio y más todavía si se ha convertido toda la
actividad en servicio público con exclusión de la iniciativa privada) se da el
«salto dialéctico» al que se refirieron García de Enterría y Fernández
Rodríguez, un salto dialéctico que «da la vuelta al problema de una
intervención concreta, eliminando el dato básico de una actividad privada
inicialmente libre». Así, la Administración, a diferencia de lo que sucede con
su actividad de limitación, «no se encuentra con situaciones jurídicas previas»
sino que, en su caso, «las crea, las configura, las delimita». Y así podrá
decidir si da entrada o no a sujetos privados en la gestión de su servicio,
elegir a esos sujetos, tasar las facultades que les transfiere, imponer su
ejercicio de manera forzosa y reservarse la posibilidad de extinguirlas; todo
ello «en virtud de una titularidad remanente y última que permanece en la
Administración, desde la cual se efectúa y se apoya todo el proceso
interventor descrito». Como dijo la STS de 3 de marzo de 1981 (Ar. 1170),
incluso cuando el servicio se preste por gestor privado, éste tiene el
«modesto papel de intermediario entre la Administración y el público, de
forma tal que su actuación se reduce a colaborar con la primera de quien
depende en absoluto y a quien todo lo debe… sin que el concesionario pueda
presentar ninguna facultad previa u originaria».
Un lego puede ver lo mismo ante los poderes de la Administración sobre,
p. ej., una empresa privada dedicada a la producción de alimentos o a la
organización de espectáculos y, p. ej., otra empresa privada que presta el
servicio público de abastecimiento de aguas o de diálisis a los pacientes del
servicio nacional de salud. Aquellas están sometidas a las potestades
administrativas de limitación (y, por cierto, en los dos ejemplos elegidos, son
extensas e intensas) y éstas a las potestades administrativas de servicio
público. Aparentemente la situación puede ser similar. Pero desde el punto de
vista jurídico la situación es por completo distinta. Aquellos particulares que
se dedican a actividades alimentarias o de espectáculos parten de la libertad
de empresa de sus titulares y sólo estarán sometidas a las potestades
administrativas consagradas por el ordenamiento (fundamentalmente en
leyes) y únicamente en la medida que permita el principio de
proporcionalidad, según sabemos. Y por muy amplias que sean esas
potestades nunca significarán en su conjunto que la Administración dirija
positivamente la actividad de esas empresas. De hecho, esas empresas
podrán decidir a su antojo si cesan en su actividad. Por el contrario, en el
supuesto de la empresa privada que gestiona el abastecimiento de agua o el
tratamiento de diálisis no se parte de su libertad sino de la titularidad
administrativa del servicio público, titularidad de la que surgen toda una serie
de potestades administrativas capaces en su conjunto de dirigir la actuación
de tal empresa o, más aún, capaz de suprimir su actividad para pasar a la
gestión directa. No hay diferencias cuantitativas o de grado sino cualitativas y
esenciales.
3. LAS PRINCIPALES POTESTADES QUE ENTRAÑA EL SERVICIO PÚBLICO
A) Potestad de reglamentación del servicio
Ya hemos dicho que declarar una actividad como servicio
público arrastra una serie de potestades para la Administración
que le permiten determinar su organización y contenido hasta
asumir la dirección y la responsabilidad general sobre su gestión
y funcionamiento. Y esto se canaliza mediante la emanación de
órdenes e instrucciones pero también y fundamentalmente a
través de una amplia potestad de reglamentación del servicio;
esto es, de una extensa potestad reglamentaria con la que la
Administración titular del servicio regulará todos sus aspectos
fundamentales: en qué consisten las prestaciones que se darán
(y las que no se darán), su extensión, su calidad, los horarios, los
lugares en que se prestarán, los derechos y deberes de los
ciudadanos, la organización interna del servicio, etc.; también si
se opta por la prestación directa o por la indirecta y por cuál
concreta de las formas de gestión directa o indirecta y, en su
caso, los derechos y deberes del gestor privado indirecto.
El RSCL lo refleja bien. Dice su art. 33:
Las Corporaciones locales determinarán en la reglamentación de todo
servicio que establezcan las modalidades de prestación, situación, deberes y
derechos de los usuarios y (en caso de gestión indirecta) de quien asumiere
la prestación en lugar de la Administración.
En la misma línea es ilustrativo el art. 30.3 LAULA y, para todas las
Administraciones, los arts. 284.2 y 312.a) LCSP.
Así que, p. ej., si un municipio cuenta con una biblioteca tiene una amplia
potestad reglamentaria para decidir el lugar, los horarios, el personal con el
que contará, las condiciones de acceso y de préstamos de libros, etc. Y lo
mismo cabrá decir respecto al servicio de transporte colectivo urbano en el
que el Ayuntamiento decidirá reglamentariamente las líneas que establezca,
las paradas, las frecuencias, las condiciones de los vehículos… Igualmente,
la Administración del Estado o las autonómicas tienen igual potestad respecto
a los servicios de los que sean titulares.
Se trata de una de las prototípicas materias administrativas en las que,
como explicamos en la lección 8 del Tomo I, encuentra su campo más natural
la potestad reglamentaria basada en las cláusulas generales [como la del art.
98 CE o la del art. 4.1.a) LRBRL] sin necesidad de una específica habilitación
legal ni de desarrollar una previa ley. Cabrán, pues, lo que allí llamamos
reglamentos espontáneos y materialmente independientes. Ni siquiera hay
vinculación positiva a la ley puesto que no se trata de imponer límites a la
libertad genérica de los ciudadanos ni de atribuir a la Administración
potestades para imponerlos. Es, incluso, un terreno propicio para la potestad
reglamentaria de Ministros y Consejeros autonómicos. A veces, hasta se
confiere cierta potestad de ordenación de aspectos secundarios del servicio a
los organismos a los que corresponde su gestión. Es el caso, sobre todo, de
las Universidades públicas. Pero, en menor medida, puede serlo de otros
organismos públicos. Más modesta, pero significativamente, el art. 288.b)
LCSP admite que el gestor indirecto privado pueda «dictar las oportunas
instrucciones» para «cuidar del buen orden del servicio».
En algunos casos de gestión indirecta lo que realmente es la
reglamentación del servicio público aparece formalmente como si fuera parte
del contrato que une a la Administración con el empresario privado. Pese a
ello hay que afirmar que la potestad de reglamentación del servicio público es
exclusiva de la Administración y que, aunque aparezca en el contrato, es
ejercicio de la potestad reglamentaria, no de un pacto. Sucede, pues, que en
los contratos, junto con cláusulas verdaderamente pactadas (que son las que
se refieren a las concretas obligaciones y derechos de las partes entre sí), se
recogen preceptos reglamentarios. Justamente por eso pueden ser
modificados unilateralmente por la Administración, como ahora veremos. Y
por eso también de esos preceptos nacen derechos para los ciudadanos que
podrán invocarlos, aunque no son parte del contrato.
Claro está, no obstante, que esa amplia potestad
reglamentaria que reconocemos como punto de partida puede
venir limitada y condicionada por lo que establezcan las leyes.
O sea, que en principio todos esos elementos de los servicios públicos
pueden ser objeto de la potestad reglamentaria con gran amplitud y extensa
discrecionalidad. Pero recuérdese que no hay en nuestro ordenamiento
ninguna materia reservada a los reglamentos, es decir, que no hay materia
vedada a la regulación por ley. Tampoco ésta de los servicios públicos. Y lo
cierto es que cada vez con más frecuencia e intensidad las leyes entran a
regular diversos aspectos de los servicios públicos, sobre todo de los más
importantes. P. ej., las leyes regulan en parte el contenido de las prestaciones
del servicio público sanitario o los derechos de los usuarios de ese servicio o
establecen algunas reglas más concretas sobre la forma de gestión del
servicio. Y no sólo pueden hacerlo sino que es muy conveniente que lo hagan
para reforzar la situación jurídica de los ciudadanos en aspectos que les
resultan vitales. Así las cosas, esa amplia potestad de reglamentación del
servicio de la que partimos se puede ir viendo reducida por lo que vayan
estableciendo las leyes. Y lo cierto, en consecuencia, es que la mayoría de
los servicios públicos tienen en parte una regulación legal y en parte una
regulación reglamentaria. Con todo, la situación sigue siendo distinta de la
actividad de limitación: en ésta la potestad reglamentaria se apoyará
normalmente en una base legal mientras que en la de servicio público la ley
se presentará más bien como un límite negativo.
B) Potestad tarifaria
Esencial es también a la titularidad del servicio público la
potestad tarifaria, esto es, la de establecer lo que el gestor del
servicio (sea la propia Administración o un gestor privado) puede
exigir a los usuarios como contraprestación económica.
Hablamos aquí de tarifa en un sentido amplio para referirnos a
cualquier contraprestación del usuario por cada prestación del
servicio (con independencia de que su naturaleza jurídica sea la
de precio o la de un tributo, en concreto, la de una tasa).
La potestad tarifaria se ostenta por la simple titularidad del servicio, es
inherente a ella. Y en ese sentido se ha dicho que es una potestad sobre algo
propio, sobre un ámbito interno o doméstico que, por ello, no necesita de una
expresa consagración legal. Con todo, esta última afirmación hay que
matizarla para conciliarla con la reserva de ley tributaria.
Hay servicios públicos de disfrute gratuito para los usuarios
que, por tanto, no tienen tarifa y se financian íntegramente con
cargo a los presupuestos generales de la entidad titular del
servicio (p. ej. la enseñanza obligatoria y gratuita). Pueden ser
gratuitos incluso aunque se presten por empresario privado: en
tales casos, éste recibirá toda su retribución de la Administración
(caso de los colegios concertados). En el extremo opuesto, hay
servicios financiados íntegramente por los usuarios, es decir,
servicios que aspiran a autofinanciarse: en tal caso, las tarifas
cubrirán todo el coste del servicio e incluso, en su caso, un cierto
beneficio. Y hay finalmente situaciones intermedias en las que los
usuarios satisfacen sólo una parte del coste del servicio (p. ej.,
enseñanza universitaria). Se habla entonces de precios políticos,
de copago y similares. En los dos últimos casos (autofinanciación
y situaciones intermedias) hay tarifas. En gran medida, esto está
decidido o condicionado por las leyes. Pero queda un margen
discrecional a la Administración titular del servicio dentro del que
se mueve su potestad tarifaria (p. ej., el billete de los autobuses
puede ser mayor o menor según la Administración titular del
servicio lo decida y esté dispuesta a asumir mayor o menor parte
del coste con cargo a sus presupuestos). Evidente resulta la
relevancia política de estas opciones.
Piénsese que la gratuidad total —o, lo que es lo mismo, la financiación
completa con cargo a los presupuestos generales— hace más efectiva la
solidaridad social y la igualdad, además de que garantiza más efectivamente
el acceso de todos a las prestaciones públicas. Pero repárese también en que
la gratuidad total puede llevar a los ciudadanos a no tener conciencia del
gasto, a su uso abusivo, a costes desmesurados, a una elevación
insoportable o inconveniente de la presión fiscal… Infinidad de estudios
abordan estos temas con distintos enfoques y conclusiones que, además, no
pueden aplicarse simplistamente a todos los servicios públicos por igual. Todo
esto escapa a la perspectiva estrictamente jurídica de esta obra y a nuestros
conocimientos. Baste apuntarlo aquí para atisbar el trasfondo político de gran
calado que hay en estas decisiones y que se muestra con especial crudeza
en servicios como los de sanidad (incluidas las prestaciones farmacéuticas) o
los de enseñanza superior.
En cualquier caso, lo que es seguro y lo que quiere resaltarse
es que el gestor privado del servicio público no decide por sí
mismo lo que puede cobrar a los usuarios. Se elimina por
completo su facultad de decidir la contraprestación de los
usuarios que también queda totalmente al margen de las reglas
del mercado sobre la formación de precios.
Dejamos para el estudio del Derecho Financiero el análisis de cuándo las
tarifas tienen naturaleza tributaria de tasas y cuándo la de precios (públicos o
incluso privados); en qué medida se trata de ingresos fiscales o no; cuándo
se incorporan a la Hacienda general o a la caja de un concreto ente
institucional o al patrimonio del gestor privado, etc. Son aspectos capitales
que condicionan por completo su régimen jurídico, empezando por su
inclusión o no en la reserva de ley del art. 31.3 CE. Pero son aspectos que se
podrán comprender mejor en el marco de los principios y conceptos
fundamentales del Derecho Financiero.
Conviene aclarar que, aunque los servicios públicos entrañan la potestad
administrativa tarifaria, no siempre que hay esta potestad se trata de un
servicio público. Conste que puede haber al margen del servicio público
potestades administrativas para determinar precios de actividades que no son
propiamente servicio público. Esto es más bien manifestación de la actividad
administrativa de limitación. En otros tiempos fue una potestad amplia que
afectaba a los precios de muchos productos y servicios básicos. Ahora, la
regla contraria se establece en los arts. 13 de la Ley de Ordenación del
Comercio Minorista y 17.1 de la Ley de Competencia Desleal. Pero hay
excepciones. Se da en los servicios de interés económico general sin
naturaleza de servicio público, en los taxis, en los medicamentos… Tienen en
cada caso una consagración legal: no es una potestad interna o doméstica.
C) Potestad de modificación
Esencial también a la potestad de dirección del servicio público
es el llamado ius variandi de la Administración titular del servicio o
principio de mutabilidad.
Ante servicios públicos gestionados por un particular en virtud de contrato
y cuando se trataba de adaptar las prestaciones al progreso técnico, se
hablaba concretamente de «cláusula de progreso».
Significa que el régimen de un servicio público puede ser
adaptado, cada vez que sea necesario, a la evolución de las
exigencias del interés general. Así, la Administración podrá
imponer nuevas calidades, cambiar la frecuencia, los horarios…
También, en su caso, las tarifas. Incluso se admiten los cambios
más drásticos como alterar la forma de gestión o hasta la misma
supresión del servicio (salvo que la ley imponga obligatoriamente
su prestación).
Niega, por tanto, la existencia de impedimentos jurídicos a esta
posibilidad de cambios, ya se trate de basar esos impedimentos
en contratos o en hipotéticos derechos adquiridos derivados de
actos administrativos. Y los niega tanto para el empresario
privado gestor indirecto del servicio como para los usuarios.
Ahora bien, que sea posible imponer esos cambios no significa
que puedan acordarse sin seguir un procedimiento o sin
suficiente causa ni que no tenga consecuencias jurídicas y
económicas. Así, si el servicio se presta por gestión indirecta,
puede suceder que las modificaciones sean de tal importancia
que haya que resolver el contrato y celebrar otro nuevo. O, aun
sin llegar a ello, será normal que las modificaciones hayan de
llevar aparejada alguna forma de compensación al gestor privado.
Todo esto, para los casos de prestación mediante contrato de
concesión de servicios, está ahora regulado en el art. 290 LCSP.
D) Potestades de fiscalización
Refleja bien estas potestades el art. 127.1 RSCL: «La
Corporación concedente ostentará (…) las potestades siguientes:
(…) 2.ª Fiscalizar la gestión del concesionario, a cuyo efecto
podrá inspeccionar el servicio, sus obras, instalaciones y locales y
la documentación relacionada con el objeto de la concesión y
dictar las órdenes para mantener o restablecer la debida
prestación». El mismo sentido tienen los arts. 287.2 y 312.e)
LCSP según los cuales la Administración conservará «los
poderes de policía» necesarios para asegurar la buena marcha
de los servicios de que se trate. La expresión «poderes de
policía» es impropia pero puede identificarse con esas potestades
de fiscalizar y dar órdenes de las que, con más tino, habla el art.
127.1 RSCL.
E) Límites a estas potestades
En estas potestades (sobre todo, en la de reglamentar el servicio y la de
modificarlo) hay amplios márgenes de discrecionalidad. Pero como en todos
los casos de discrecionalidad no sólo hay límites derivados de expresas
previsiones legales sino todos los generales que ya conocemos (Tomo I,
lección 5, epígrafes IX y X). Muy especialmente hay que destacar el del fin,
que aquí comporta que deben ejercerse para conseguir el mejor o más
eficiente funcionamiento del servicio, y el del sometimiento a los principios
generales del Derecho. Y a este respecto conviene añadir que, sin embargo,
el principio general de la proporcionalidad de los límites a las actuaciones
privadas no es aquí de aplicación.
En este contexto, no tiene sentido aplicar el principio de proporcionalidad,
que preside la actividad de limitación. Si acaso, la proporcionalidad debió ser
tenida en cuenta para decidir la creación del servicio público, como luego se
dirá; pero no una vez acordada ésta. Desde ese momento ya no se trata de
limitar la libertad de los sujetos privados (sobre todo, la libertad de empresa y
de profesión u oficio), que ha quedado laminada por la previa declaración del
servicio público, sino de, pese a ello, dar algún contenido positivo a las
facultades de los sujetos privados como colaboradores de la Administración.
III. SERVICIO PÚBLICO Y RÉGIMEN
EXORBITANTE: NO SE RESPETAN LAS REGLAS
DEL MERCADO Y LA LIBRE COMPETENCIA
Originariamente se consideró que era consustancial al servicio
público el que tuviera un régimen jurídico con prerrogativas o
exorbitancias; es decir, un régimen distinto del de los sujetos
privados, del Derecho privado: un régimen de Derecho
Administrativo.
Dijo Jèze: «La expresión de servicio público debe reservarse a los casos
en los que, para la satisfacción de una necesidad de interés general los
agentes públicos pueden recurrir a reglas exorbitantes». Es más, como
sabemos, la noción de servicio público (aunque en su concepto más amplio)
se utilizó como criterio para definir al Derecho Administrativo y para delimitar
su ámbito de aplicación (Tomo I, lección 1, epígrafe II.1).
Con posterioridad, eso se negó al aparecer servicios públicos
prestados en régimen de Derecho privado (p. ej., cuando es
prestado por sociedades mercantiles de titularidad pública) o al
comprobar cómo, en ocasiones, el gestor del servicio y el usuario
se relacionan mediante un contrato de Derecho privado (p. ej.,
entre el prestador de un servicio público de transportes y el
viajero hay un contrato privado de transporte). Habría, pues,
servicios públicos con régimen de Derecho Administrativo y
servicios públicos con régimen de Derecho privado.
Más moderadamente, algunos autores explicaron que no es que haya
servicios públicos en régimen de Derecho Administrativo y servicios públicos
en régimen de Derecho privado, sino que la mayoría tienen un régimen mixto
y que siempre, en alguna medida, hay elementos de Derecho Administrativo,
un núcleo irreductible de Derecho Administrativo que les da un fondo
homogéneo. Este planteamiento es más correcto pero, según creo, todavía
incompleto. Hay que dar un paso más.
Lo correcto es afirmar que todos los servicios públicos tienen
un régimen de Derecho Administrativo en el que se entreveran en
dosis variables sus normas originales y sus normas iguales a las
de Derecho privado y que ese sometimiento al Derecho
Administrativo les da una profunda homogeneidad.
En todos los servicios públicos hay un desplazamiento de principios y
reglas esenciales del Derecho privado; en ningún servicio público la
Administración se comporta como un sujeto privado ni en condiciones de
igualdad con los sujetos privados; en todo caso el servicio público se rige por
Derecho Administrativo. Basta comprender que, como ya sabemos, la
Administración siempre rige y dirige la actividad de servicios públicos y que
ésta siempre entraña un potente título de potestades (reglamentaria, tarifaria,
de modificación, de fiscalización) o que, como de inmediato veremos,
presiden esta actividad los principios de continuidad y de igualdad: todo esto
evidencia la presencia irreductible del Derecho Administrativo.
Lo que sucede, como ya explicamos en la lección 1 del Tomo I, es que el
Derecho Administrativo no se compone sólo de reglas originales, de reglas
distintas de las de Derecho privado. Tampoco es siempre así cuando regula
los servicios públicos. Por el contrario, también en este caso el Derecho
Administrativo incorpora en parte normas iguales a las de Derecho privado
dependiendo de que se consideren adecuadas para la tarea de la
Administración. Pero en todo caso esas normas se aplicarán en un contexto
diferente, mezcladas con normas originales y con un trasfondo singular
distinto del propio del Derecho privado. Si eso es siempre así (porque, según
mantuvimos, siempre que aparece la Administración el conjunto cambia), es
especialmente cierto cuando se trata de los servicios públicos, que justifican
más amplia y fácilmente la existencia de normas originales de Derecho
Administrativo. El Derecho privado —decíamos en aquella lección— es el que
regula a los sujetos privados que son libres e iguales entre sí, y si ya
entonces advertíamos que la Administración no es nunca ni libre ni igual a los
sujetos privados, esto se muestra palmariamente cuando se trata de servicios
públicos. P. ej., los bienes afectos a la prestación del servicio serán
demaniales con lo que ello entraña de régimen especial y potestades
administrativas; si de implantar un servicio público se trata podrá servirse de
su potestad expropiatoria; sus contratos relativos a servicios públicos serán
contratos administrativos con las potestades que ello comporta, etc. Así que
en todo caso, cuando se está ante servicios públicos, la Administración puede
recurrir (aunque no siempre lo haga) a sus potestades exorbitantes.
Sobre todo, y esto es de capital importancia, si de un servicio
público se trata, la Administración no tiene que concurrir en el
mercado con los sujetos privados en condiciones de igualdad ni
respetar las reglas de la libre competencia.
Eso es evidente cuando el servicio público se hace con reserva al sector
público de todo el género de actividad puesto que en tal caso excluye por
completo la libre iniciativa privada. Se comprende que, tras ello, decir que el
servicio se presta en régimen de Derecho privado por el hecho de que
algunas relaciones (p. ej., las que hay entre el gestor y los usuarios o entre
aquél y sus suministradores) se rigen por normas iguales a las de Derecho
privado es una simpleza y una falacia.
Pero incluso en los casos en los que el servicio público no lo
es con reserva de todo el tipo de actividad a la Administración, el
sector deja de ser el simple resultado de la iniciativa privada y del
mercado. No sólo es que, como acabamos de ver, también en
esta hipótesis la Administración podrá usar de sus prerrogativas
(potestad expropiatoria, potestades de protección de los bienes
afectos al servicio, etc.). Es que, sobre todo, podrá financiar total
o parcialmente el servicio con cargo a los presupuestos con lo
que ello entraña de desigualdad con los competidores.
Hay hospitales privados que ofrecen las mismas prestaciones que el
servicio público de sanidad; hay colegios privados que ofrecen las mismas
prestaciones que el servicio público educativo; hay gimnasios privados que
ofrecen las mismas prestaciones que un servicio público deportivo… Pero
todos los particulares titulares de esos hospitales, colegios o gimnasios
privados tienen que soportar que la actividad de servicio público se financie
con fondos públicos y que, por tanto, no concurran en condiciones de
igualdad ni se respeten las reglas básicas de la libre competencia. En estos
casos, Ortega Bernardo habla de «concurrencia sin competencia». Veremos
luego que, con matices, esta posibilidad la respeta el Derecho de la Unión
Europea.
En esto se diferencia la actividad de servicio público de la
actividad puramente empresarial de la Administración.
En efecto, la situación es muy distinta para la actividad puramente
empresarial de la Administración. En ese otro caso la Administración deberá
actuar en el mercado en condiciones de igualdad con los sujetos privados que
realicen la misma actividad, sin prerrogativas de ningún género y sin
financiación pública alguna. Esto lo ha reforzado el Derecho de la Unión,
como se verá después. Es cierto que, ni aun así, la Administración se libra del
Derecho Administrativo y que quedará sometida a muchas de sus reglas
originales. Pero sí que quedan excluidos sus privilegios que la pongan en una
situación de ventaja respecto a los competidores privados. Si se trata de un
servicio público no es así: sí que puede tener multitud de privilegios que la
ponen en ventaja respecto a los particulares que realizan la misma actividad
en ejercicio de su iniciativa privada.
Así que el servicio público es siempre, aunque no vaya
acompañado de reserva de toda la actividad al sector público, un
límite al mercado y a la libre competencia. Esto es congénito,
intrínseco, a la idea de servicio público. Aunque sólo fuese por
esto, ya supone de por sí un régimen peculiar, exorbitante,
distinto del de los particulares realizando actividades privadas.
IV. LOS PRINCIPIOS DE CONTINUIDAD Y DE
IGUALDAD DE LOS SERVICIOS PÚBLICOS
Aun reconociendo que cada servicio público tiene su régimen
específico y distinto del de los otros (la sanidad pública tiene un
régimen distinto de la educación y ambos diferentes del de
abastecimiento de aguas, etc.), se suelen señalar algunos
principios comunes a todos ellos. Sobre todo, los principios de
continuidad y de igualdad.
Basta su enunciación para comprender que estos principios no
son específicos de los servicios públicos sino de toda la actividad
administrativa. Si se prefiere decir así, son principios de los
servicios públicos en el sentido amplísimo del que antes hemos
hablado, no principios específicos de los servicios públicos en un
sentido más reducido, como el aquí acogido.
Por eso, en la misma lección 1 del Tomo I ya nos referimos al principio de
continuidad y allí explicábamos que justificaba en gran medida la originalidad
de las normas de Derecho Administrativo. Pero naturalmente no nos
referíamos sólo a los servicios públicos en sentido estricto: igual que hay que
mantener la continuidad de la sanidad o de la educación o de los transportes
públicos hay que mantenerla de la policía, del ejército, de la inspección de
consumo... Y ni que decir tiene que el principio de igualdad ha de presidir
toda la actividad administrativa (art. 14 CE), no sólo la de servicio público en
sentido estricto. Por tanto, en suma, estos principios de continuidad y de
igualdad no son específicos de la actividad de servicio público sino que su
radio de acción es mucho más extenso y cubre la inmensa mayoría de la
actividad administrativa.
Pero su proclamación aquí no es superflua: lo que se destaca
con ello es una diferencia con las actividades privadas fruto de la
simple libertad de los particulares. Y por tanto se destaca también
que al convertir una actividad en servicio público, en vez de
dejarla al libre juego de las iniciativas privadas y a la autonomía
de su voluntad, se garantiza la continuidad y el trato igualitario a
los usuarios o potenciales usuarios. Una tienda, una fábrica, un
hotel, un despacho profesional… puede dejar de funcionar
cuando quiera su titular y puede tener horarios tan reducidos
como le plazca. Además, aunque con algunas limitaciones
legales, esos sujetos privados que actúan en el mercado pueden
tratar de forma desigual a sus clientes o potenciales clientes:
pueden establecer precios distintos para unos y otros o pueden
incluso atender a unos y no a otros… Y ello en función de
criterios de rentabilidad, marketing o de cualesquiera que se le
antojen o hasta de su puro capricho.
Al menos, esas son las reglas generales, aunque las leyes pueden
establecer limitaciones. P. ej., la Ley 29/2006 sobre medicamentos, aunque
no declare ningún servicio público, establece que «los responsables de la
producción, distribución, venta y dispensación de medicamentos y productos
sanitarios deberán respetar el principio de continuidad en la prestación del
servicio a la comunidad» [art. 2.2.; véanse también sus arts. 64.1.c) y 70.1.c)].
Sobre todo, con acierto, cada vez hay más reglas que prohíben a los
particulares que ofrecen bienes y servicios en el mercado comportamientos
discriminatorios. Ello hasta el punto de que esos comportamientos
discriminatorios pueden constituir infracción administrativa [art. 49.1,
apartados k) y m) TRDCU] o hasta delito (art. 512 CP). Pero, incluso así, eso
son excepciones y puede seguir afirmándose como regla general que los
empresarios y profesionales privados ni tienen un deber de continuidad ni de
tratar con igualdad a sus clientes.
Al convertir una actividad en servicio público eso desaparece
por completo y se impone el deber de continuidad e igualdad.
Desde este punto de vista, continuidad e igualdad sí son señas
de identidad del servicio público que marcan su diferencia con las
actividades privadas.
El principio de continuidad exige el funcionamiento regular del
servicio sin más interrupciones que las previstas legal o
reglamentariamente o las que obedezcan a fuerza mayor. No
entraña una producción o prestación incesante sino de acuerdo
con lo establecido por la regulación del servicio concreto de que
se trate, regulación que establecerá los momentos y las
frecuencias. Por eso, más exactamente, se le denomina también
principio de regularidad del servicio. Y es importante notar que no
sólo afecta a la Administración sino también al particular al que se
haya encargado la gestión indirecta del servicio.
La prestación continua o regular del servicio es siempre la
primera y fundamental obligación del gestor indirecto —aunque le
suponga pérdidas— y la interrupción es su infracción más grave.
Pero, además, este principio de continuidad o regularidad ha
justificado diversas reglas, como ya apuntamos en la lección 1 del
Tomo I y que ahora conviene recordar.
Decíamos allí que el principio de continuidad de los servicios públicos era
el tradicionalmente invocado como justificación del régimen peculiar de los
bienes demaniales y destacadamente de su inalienabilidad, imprescriptibilidad
e inembargabilidad. Digamos ahora que también eso se ha trasladado
parcialmente a ciertos bienes de los concesionarios de servicios públicos
precisamente con la finalidad de garantizar la continuidad del servicio que
presten. Incluso eventualmente han tenido un régimen especial de quiebras y
suspensiones de pagos con la misma finalidad de garantizar la continuidad
del servicio.
Decíamos también que este principio era el que había justificado la
tradicional prohibición de huelgas al personal de la Administración y de los
concesionarios en tanto que la huelga, como es obvio, comporta la
interrupción del servicio. Hoy no hay una prohibición radical pero sí límites al
derecho de huelga de tales trabajadores. Ello encuentra fundamento en los
arts. 28.2 y 37.2 CE aunque hablan de «servicios esenciales para la
comunidad» lo que no cabe identificar plenamente con los servicios públicos:
hay servicios esenciales para la comunidad que no estén configurados
propiamente como servicios público e incluso, a la inversa, puede haber
servicios públicos que no sean esenciales a estos efectos. Con todo, en la
norma que todavía regula el derecho de huelga (Decreto-ley 17/1977)
subsisten algunas referencias específicas a las empresas encargadas de la
prestación de servicios públicos: el preaviso con más anterioridad (art. 4) y la
posibilidad de que la Administración acuerde medidas para asegurar el
funcionamiento del servicio (art. 10). Además, las huelgas ilegales en
servicios públicos tienen una específica represión penal (art. 409 CP). Sobre
todo esto, que se abordará en Derecho del Trabajo, se volverá también en el
Tomo IV de esta obra al estudiar el estatuto de los empleados públicos. Aquí
basta con poner de relieve que ese régimen de la huelga es trasunto del
principio de continuidad.
Y decíamos finalmente que el principio de continuidad justificaba parte del
régimen de los contratos administrativos. En concreto, importa recordar aquí
la teoría del riesgo imprevisible que ya se expuso en la lección 11 del Tomo II
y que precisamente se formuló y tiene su más clara proyección en los
contratos para la gestión de los servicios públicos. Esa teoría lleva a que la
Administración deba acudir en ayuda del concesionario de servicios públicos
cuando en su ejecución sufra pérdidas debidas a causas imprevisibles que
puedan arruinarlo y, en fin, al cese de su actividad.
También ha supuesto tradicionalmente algún privilegio para los prestadores
de servicios públicos en cuya virtud sus incumplimientos contractuales no
permiten a la otra parte resolver el contrato si con ello se impide el
funcionamiento del servicio. P. ej., la STS de 4 de noviembre de 1998 (Ar.
10237) confirmó que la compañía eléctrica no podía cortar el suministro a un
Ayuntamiento que no pagaba la electricidad porque ello rompería la
continuidad del servicio público. La STS de 21 de mayo de 1999 pese a que
la incumplidora era una empresa privada concesionaria del servicio de
abastecimiento, aplicó la misma idea: dado que la finalidad es asegurar la
continuidad de los servicios públicos, debe también aplicarse. La STS de 19
de julio de 1999 recuerda la misma doctrina en un caso en que la morosa era
RENFE; pero no la aplica porque el corte afectó a una estación que ya no
funcionaba como tal.
El principio de igualdad aplicado a los servicios públicos
impone a quienes lo presten el deber de permitir el acceso y tratar
a los usuarios sin discriminación, deber que, como se ha dicho,
no es esencial para quienes realizan actividades privadas. Por
tanto, al convertir una actividad en servicio público se garantiza la
igualdad en un nivel que de ningún modo asegura el mercado.
Es fácil garantizar la igualdad cuando la situación de los usuarios viene
establecida por completo en leyes y reglamentos. Pero las dificultades son
mayores cuando los derechos y obligaciones de los usuarios se establecen
en contratos individuales. Aun así, hay que proclamar que no es lícito
introducir tratos discriminatorios a través de los diversos contratos celebrados
entre el prestador y cada usuario.
En cualquier caso, el principio no prohíbe, ni aquí ni en ningún
otro ámbito, cualquier desigualdad sino las discriminatorias. Por
tanto, caben y son frecuentes tratos diferenciados en función de
criterios objetivos y racionales, así como la llamada
discriminación positiva.
P. ej., no es extraño que se prevea que los usuarios paguen unos u otros
precios (o ninguno) en función de su situación económica y social (así, los
pensionistas o los estudiantes o los miembros de familias numerosas no
pagan o pagan menos los autobuses urbanos o la entrada a los museos).
Asimismo existen servicios públicos que sólo dan prestaciones a
determinados colectivos de personas (los de renta inferior a determinado
umbral, los discapacitados, etc.). Y si el principio de igualdad comporta que
cuando el servicio no tiene capacidad para admitir (o para admitir y atender
inmediatamente) a todos los usuarios haya de seguirse normalmente el
«régimen de cola» (esto es, el orden en que se produce la demanda), la
matización que exponemos permite y hasta aconseja que se tengan en
cuenta otros criterios: el de la mayor o menor necesidad del potencial usuario,
el de sus méritos (piénsese en el acceso a los centros universitarios públicos
en función de las notas de la «selectividad»), etc. Los que de ninguna forma
cabrán son criterios discriminatorios como los enunciados en el art. 14 CE ni
otros basados simplemente en la rentabilidad económica o en la conveniencia
del prestador del servicio, lo que sí sería admisible ante una actividad
puramente privada.
Importa destacar que esta igualdad se impone tanto a la
Administración como a los particulares gestores indirectos de
servicios públicos.
Esto encuentra incluso respaldo en el CP. Así, su art. 511.1 tipifica la
conducta del «particular encargado de un servicio público que deniegue a una
persona una prestación a la que tenga derecho por razón de su ideología,
religión o creencias, su pertenencia a una etnia o raza, su origen nacional, su
sexo, orientación sexual, situación familiar, por razones de género,
enfermedad o discapacidad».
V. ¿POR QUÉ SE DECLARA UNA ACTIVIDAD
SERVICIO PÚBLICO?
Son los poderes públicos los que deciden qué actividades se
convierten en servicio público. Es una opción política, variable y
contingente. No hay, pues, servicios públicos por naturaleza.
Si acaso, cabe decir que ciertas actividades son públicas por naturaleza
cuando consisten esencialmente en el ejercicio del poder. Pero, tales
actividades no son servicios públicos en el sentido en el que aquí estamos
utilizando la expresión.
Con frecuencia los poderes públicos no expresan formalmente
que una actividad es servicio público sino que hay que deducir su
intención del contexto de la regulación.
Ahora bien, ¿por qué los poderes públicos deciden convertir
una actividad en servicio público? Por lo pronto, porque se piensa
que hay ciertas prestaciones que es importante garantizar a los
ciudadanos.
Y ello ya sea porque se parte de la dignidad de las personas a las que, por
ello, se les quiere asegurar unas prestaciones que se consideran
imprescindibles para que lleve una vida digna; ya sea porque se considera
que es conveniente para la sociedad que los ciudadanos las reciban. No es lo
mismo. P. ej., en el siglo XIX a veces se justificaron los servicios públicos de
alumbrado o de mercados o hasta los de beneficencia o educación como
medios para garantizar el orden público. Asimismo se podría pensar hoy que
los servicios educativos y sanitarios, más que al desarrollo de las personas,
son útiles para la sociedad y el sistema productivo. Sin entrar en ello,
aceptemos que muchas veces, incluso prestaciones uti singuli que benefician
a las personas concretas y a su dignidad, también son positivas para el bien
común.
Pero eso no basta. P. ej., no hay en la actualidad (sí lo hubo en
otros momentos) un servicio público para garantizar la
alimentación aunque nadie dude de que es una prestación capital
para los ciudadanos. Y no lo hay porque se entiende que tal
prestación está bien cubierta por la libre iniciativa privada de
quienes producen y comercializan alimentos. O sea, que el
mercado, con su juego de la oferta y la demanda y con la libre
competencia, satisface bien esa necesidad. Si una actividad se
declara servicio público es porque se considera que no quedará
bien cubierta por la pura actividad de los particulares, por la libre
iniciativa privada. O, lo que es casi lo mismo, que no quedará
adecuadamente satisfecha por el mercado. O, más exactamente,
que quedará mejor satisfecha si la asume la Administración.
Que no quede bien cubierta por la iniciativa privada no quiere decir
siempre que no pueda ofrecerla de ningún modo (incluso eficientemente) sino
que se piensa que no lo hará de forma que asegure su regularidad,
suficiencia y calidad para todos o que lo hará con desigualdades que se
juzgan inaceptables o con disfunciones… O simplemente se piensa que su
asunción por la Administración como servicio público garantizará mejor la
accesibilidad universal, la equidad o la justicia social, la solidaridad y la
cohesión territorial. Y, claro está, ese juicio estará teñido en gran medida por
las concepciones e ideologías políticas. Y por ciertos mitos (el de la bondad
de los servicios públicos en unas épocas o el de la fe en el mercado en otras).
Pero también por otros factores que pueden ser, y han sido muchas veces,
determinantes: desde económicos (empezando por la simple posibilidad o
imposibilidad de financiación pública) a puramente técnicos. P. ej.,
importantes servicios públicos surgieron en el siglo XIX por la aparición de los
ferrocarriles o de la utilización de la electricidad o, en sentido contrario, la
reciente evolución de la tecnología de las telecomunicaciones ha hecho que
lo que antes se creyó que sólo podía prestarse por un operador y que, por
ello, era mejor convertir en servicio público, pueda prestarse por varios con
una competencia suficiente entre ellos. También ha influido la idea de que los
servicios públicos contribuyen a la redistribución de la renta y a reducir las
desigualdades sociales o que, incluso, son un factor de democratización en
tanto que ponen en manos de la colectividad lo que de otro modo sería
decidido por las empresas privadas.
En cualquier caso, conviene notar que la opción no está entre dejar una
actividad a la libérrima iniciativa privada o convertirla en servicio público.
Porque, como bien sabemos, la actividad privada puede estar sometida a una
intensa actividad de limitación o ser objeto de la actividad de fomento. Así que
más bien se trata de optar entre convertir una actividad en servicio público o
dejarla como actividad privada pero condicionada más o menos intensamente
por actividad de limitación o de fomento. De hecho, buena parte del reciente
repliegue de los servicios públicos se ha hecho convirtiendo esas mismas
actividades en privadas pero sometidas a una intensa limitación
administrativa, a la que se llama «regulación» (como se verá en la lección
siguiente). También en parte se ha replegado la actividad de servicio público
favoreciendo la actuación de ONGs y el llamado «Tercer sector» mediante
diversas técnicas de fomento.
Dicho lo anterior se comprende que la actividad de servicio
público es más o menos amplia (o sea, que hay más o menos
servicios públicos) y cubre unos u otros sectores según épocas.
Ya en el Tomo I (lección 2, epígrafe V) pusimos de relieve la relativamente
reducida actividad administrativa del Estado liberal lo que se reflejaba, sobre
todo, en la existencia de pocos servicios públicos; la posterior y progresiva
expansión de esa actividad que culmina con la consagración del Estado
social (y su proclamación de los llamados «derechos sociales») que
comporta, entre otras cosas pero fundamentalmente, la aparición de
numerosos y capitales servicios públicos; y la reciente reducción de la
actividad administrativa con la consecuente disminución de los servicios
públicos. Aquella evolución no puede perderse de vista ahora.
VI. ¿A QUIÉN Y EN QUÉ CONDICIONES
CORRESPONDE CREAR UN SERVICIO PÚBLICO?
Hemos dicho que una actividad se convierte en servicio público
por una decisión de los poderes públicos. Pero ¿qué poderes
públicos?, ¿la misma Administración?, ¿es necesaria una ley? El
punto de partida para la respuesta se encuentra en el art. 128.2
CE pese a que, en realidad, no aborda todo lo que aquí nos
preguntamos ni sólo lo que nos preguntamos.
1. LA INICIATIVA PÚBLICA ECONÓMICA
Comienza por afirmar el art. 128.2 CE: «Se reconoce la
iniciativa pública en la actividad económica».
Este lacónico reconocimiento está cargado de contenido: a)
Entraña una habilitación constitucional directa —es decir, sin
necesidad de ley— para que las Administraciones desarrollen
actividades económicas. b) Se refiere sólo a actividades
económicas públicas sin monopolio, esto es, sin excluir la
iniciativa privada para realizar la misma actividad, o sea, sin
reserva al sector público. c) Supone el completo abandono del
principio liberal que partía de la incapacidad del Estado (de sus
Administraciones) para acometer y realizar actividades
económicas. d) También supone el abandono del llamado
principio de subsidiariedad en cuya virtud sólo se admitía la
iniciativa económica pública cuando quedase acreditada la
insuficiencia de la iniciativa privada. Aquí no hay restos de tal
principio de subsidiariedad.
Aunque esto último es a veces discutido por algunos autores, la
desaparición del principio de subsidiariedad —que al menos formalmente
regía en España antes de la Constitución— es confirmada por el TS
(Sentencia de 10 de octubre de 1989, Ar. 7352).
Lo que el precepto transcrito permite no es crear servicios
públicos. Al menos, según sostengo, no es ése su significado
primero y esencial. Permite realizar pura actividad empresarial sin
el carácter de servicio público: crear y gestionar una fábrica, un
banco, un hotel… Es decir, realizar actividades industriales,
comerciales, agrarias y de servicios sin la finalidad de asegurar
prestaciones a los ciudadanos y sin privilegios respecto a los
sujetos privados que realicen las mismas actividades (en
particular, sin financiación pública); es decir, que lo que permite a
la Administración es realizar actividades empresariales en
condiciones de igualdad y libre competencia con empresarios
privados.
Esta iniciativa pública económica es como una especie de sucedáneo de la
libertad de empresa consagrada en el art. 38 CE. De la libertad de empresa,
como del resto de derechos fundamentales, son titulares los sujetos privados,
no, en principio, ningún poder público. Tampoco las Administraciones. Así
que, aunque aparentemente la iniciativa pública económica que reconoce
este art. 128.2 CE coloca a la Administración en una situación similar a los
sujetos privados con libertad de empresa, tiene un significado político y
jurídico bien distinto: no es un derecho, sino una potestad. Y de ahí se
deducen muchas diferencias; al menos destaquemos dos:
Primera. Esa iniciativa pública económica tiene que estar enderezada a la
consecución del interés general (art. 103.1 CE), lo que no es propio de la
libertad de empresa de los particulares. Ahora bien, ese interés general es
muy variado. Normalmente obedece a razones de política económica o social
(potenciar la explotación de recursos, desarrollar sectores económicos
estratégicos, favorecer a zonas deprimidas, aumentar el empleo, etc.). Pero,
en contra de lo que a veces se ha sostenido, no cabe descartar que tenga por
fin obtener ingresos públicos. Al menos me parece indudable cuando se trata
de explotar bienes patrimoniales de la Administración. Y así se deduce de la
LPAP.
Segunda. Esa iniciativa pública económica es más moldeable por el
legislador que la libertad de empresa que, p. ej., puede dársela a unas
Administraciones y no a otras o circunscribirla dentro de ciertos ámbitos o
someterla a condiciones distintas de la libertad de empresa. Incluso cabría
que el legislador por su cuenta estableciera el principio de subsidiariedad.
2. LA RESERVA AL SECTOR PÚBLICO DE SERVICIOS ESENCIALES
Sigue diciendo el art. 128.2 CE:
«Mediante ley se podrá reservar al sector público recursos o
servicios esenciales, especialmente en caso de monopolio…».
Este precepto no es de interpretación fácil. Obsérvese, por lo
pronto, que no se refiere sólo a servicios sino también a recursos
(p. ej., las minas, las aguas). Pero centrados en lo que aquí nos
incumbe, proclama que para reservar al sector público un
determinado servicio —es decir, para declarar un monopolio
público y la correlativa exclusión de la iniciativa privada en todo
un sector o tipo de actividad— ese servicio ha de ser esencial y
es necesaria una ley. En la apreciación de esa «esencialidad» el
legislador tiene un amplio margen de valoración política y sólo
excepcionalmente cabría que el TC considerase inconstitucional
una ley por entender que se ha hecho una reserva sobre un
servicio no esencial. La alusión final a que esa reserva cabe
«especialmente en caso de monopolio» parece que hay que
entenderla en el sentido de que refuerza esa posibilidad en los
casos en los que se parte de una situación de hecho de
monopolio privado. Lo que late ahí sería, pues, la idea de que si
hay un monopolio privado de un servicio esencial, mejor que se
convierta en un monopolio público. Por lo demás, este segundo
inciso del art. 128.2 CE exige inequívocamente una ley.
Esta necesidad de ley ya se deduce de los arts. 38 y 53.1 CE porque la
reserva al sector público de un género de servicios constituye un límite radical
a la libertad de empresa que simplemente queda eliminada en ese sector.
Pero, en cualquier caso, para mayor claridad el art. 128.2 CE proclama
terminantemente que sólo la ley puede acordar tal reserva al sector público;
ley que podrá ser estatal pero que también podría ser autonómica si la
competencia sobre el sector concreto de que se trata es de las Comunidades
Autónomas.
Es frecuente en España llamar a esta reserva al sector público
«publicatio». Este término, sin embargo, como otros con los que está
emparentado (nacionalización municipalización…), es equívoco. Volveremos
sobre esto en la siguiente lección.
3. CREACIÓN DE SERVICIOS PÚBLICOS SIN RESERVA AL SECTOR PÚBLICO
Tenemos, pues, de una parte, una habilitación constitucional
directa que permite a las Administraciones emprender puras
actividades empresariales sin monopolio y en condiciones de
igualdad y libre competencia con los empresarios privados que
realicen el mismo género de actividad. Y tenemos, de otra parte,
que para realizar servicios públicos con exclusión completa de la
iniciativa privada es necesaria una ley. Pero entre esos dos
extremos queda un amplio campo: el de los servicios públicos sin
monopolio pero con posibilidad de privilegios y financiación
pública; esto es, el de los servicios públicos en concurrencia pero
no en competencia ¿Para estos servicios públicos es necesaria
una ley o puede acometerlos la Administración por su sola
decisión? La respuesta no se deduce directamente del art. 128.2
CE y es difícil.
Pese a las dudas creo que, conforme al art. 38 CE y dado que
esos servicios públicos, aun sin monopolio, afectan severamente
a la libertad de empresa y a la economía de mercado, la
respuesta debe ser que no basta la sola voluntad de la
Administración y que, por tanto, en general, es necesaria una ley
que establezca o permita a la Administración establecer un
determinado servicio público.
Refuerza esta idea, según creo, el capital art. 4 de la Ley de
Defensa de la Competencia:
«1. … las prohibiciones del presente capítulo (o se la de las
actuaciones contrarias a la competencia) no se aplicarán a las
conductas que resulten de la aplicación de una ley.
2. Las prohibiciones del presente capítulo se aplicarán a las
situaciones de restricción de competencia que se deriven del ejercicio
de otras potestades administrativas o sean causadas por la actuación
de los poderes públicos o las empresas públicas sin dicho amparo
legal.»
De este artículo se infiere que sólo la ley puede introducir excepciones a
las reglas de la libre competencia y que sin ello todas las potestades o
actuaciones administrativas que restrinjan la competencia son ilegales. En
tanto que la idea de servicio público comporta privilegios para el gestor del
servicio (sobre todo, en su financiación) que rompen la igualdad con los
empresarios privados competidores, ha de tener un «amparo legal», esto es,
una habilitación legal. Así que, aunque esta exigencia de ley no se dedujera
directamente de la Constitución, se deduciría de la legislación vigente.
La necesidad de ley tiene, sin embargo, mantengo, las
excepciones que se desprenden de ciertos preceptos
constitucionales que contienen ya una habilitación directa a la
Administración para constituir servicios públicos en algunos
sectores.
P. ej., del art. 27 CE (sobre todo, cuando proclama que «todos tienen
derecho a la educación» y que «la enseñanza básica es obligatoria y
gratuita») se deduce ya una habilitación directa para el servicio público de
educación. Otro ejemplo suministra el art. 41 cuando establece que «los
poderes públicos mantendrán un régimen público de Seguridad Social para
todos los ciudadanos que garantice la asistencia y prestaciones sociales
suficientes ante situaciones de necesidad, especialmente en caso de
desempleo». Lo mismo cabe deducir del art. 43, sobre todo, al decir que
«compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través
de (…) las prestaciones y servicios necesarios». Asimismo da sustento
directo a servicios públicos el art. 49: «Los poderes públicos realizarán una
política de (…) tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos
físicos, sensoriales y psíquicos a los que prestarán la atención especializada
que requieran…». También el art. 50: «Los poderes públicos garantizarán,
mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia
económica a los ciudadanos durante la tercera edad. Asimismo (…)
promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios sociales que
atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio».
Acaso el art. 119 pueda cumplir igual función respecto a la asistencia jurídica
gratuita.
La respuesta enunciada (necesidad de ley salvo en sectores para los que
la CE contiene habilitaciones que permiten directamente crear servicios
públicos en ciertos sectores) no es aceptada por todos. Además, es discutible
que la legislación de régimen local se acomode a ella, como luego se verá.
4. DEBER DE CREAR Y MANTENER SERVICIOS PÚBLICOS
Conforme a lo dicho, el legislador puede decidir la creación de
servicios públicos concretos. Además, la Administración puede
crear ciertos servicios públicos en virtud de habilitaciones
constitucionales directas o de habilitaciones legales. Pero puede
haber más que eso: ya no sólo una habilitación sino un deber
para la Administración de crear y mantener un determinado
servicio público. Y correlativamente puede haber un derecho
subjetivo —o, al menos, un interés legítimo— de los ciudadanos
que les permita exigirlo.
Tradicionalmente se sostenía que la creación o supresión de un servicio
público era una decisión discrecional de la Administración y que, por tanto, el
ciudadano no podía exigir su instauración ni su mantenimiento. Es más, la
facultad de eliminar un servicio ya existente se consideraba incluida en la
potestad administrativa de modificación.
Ahora lo que hay que afirmar es que la respuesta dependerá
de lo que en cada caso hayan establecido la Constitución y las
leyes: salvo previsión constitucional o legal, la Administración
tendrá discrecionalidad para crear o no un servicio público o para
suprimir el ya creado; pero la Constitución o las leyes pueden
haber establecido ellas mismas el servicio público o haber
impuesto a la Administración su creación en ciertas condiciones.
Entonces se habrá eliminado la discrecionalidad administrativa y
correlativamente podrá afirmarse que los ciudadanos tienen un
derecho subjetivo —o, al menos, un interés legítimo— que les
permite exigirlo.
Así las cosas, la primera cuestión que surge es si la CE
contiene algún mandato que imponga la creación y
mantenimiento de ciertos servicios públicos, mandato que
obligaría no sólo a la Administración sino al propio legislador. La
respuesta, en general, es negativa.
Se trata de analizar si los mismos preceptos constitucionales que antes
nos han servicio para afirmar una habilitación directa para la creación de
servicios públicos (arts. 27, 41, 43…) expresan, además, un deber de
instaurarlos y mantenerlos y si permiten deducir un derecho de los
ciudadanos a exigirlo. Y creo que, en general, no es así por varias razones.
Por lo pronto, porque la mayoría de esos preceptos no tienen una concreción
suficiente para derivar de ellos que precisamente obligan a crear servicios
públicos y no a utilizar otros medios para conseguir los fines que imponen. Y
en segundo lugar porque la mayoría se encuentran, no entre los derechos
constitucionales, sino entre los «principios rectores de política social y
económica» de los que el art. 53.3 CE dice que, aunque deben informar la
legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos,
«sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo
que dispongan las leyes que los desarrollan». Acaso, del art. 27 CE y de
algún otro sí pueda deducirse un deber de crear ciertos servicios públicos
pero, en general, no es así. Desde luego, esa situación podría cambiar y
acaso sea conveniente que cambie. De hecho, algunas de las propuestas de
reforma constitucional van en esa dirección de reforzar los llamados derechos
sociales con la consecuencia de imponer directamente desde la Constitución
y con fuerza vinculante para el propio legislador la existencia de determinados
servicios públicos.
Aunque la CE no lo imponga ella misma, cabe, en segundo
lugar, que sean las leyes las que decidan ellas mismas la
existencia de servicios públicos. Cabe y, de hecho, existen tales
leyes. En esos casos, los ciudadanos podrán exigir su
implantación.
P. ej., es claro que las leyes de sanidad, de educación, de servicios
sociales… no sólo permiten a la Administración crear tales servicios sino que
se lo imponen. Otro ejemplo está en los llamados servicios municipales
obligatorios de los que luego hablaremos. Además, esta imposición pueden
hacerla tanto leyes estatales como autonómicas.
En suma, la Administración sólo está obligada a establecer
servicios públicos en los casos y ámbitos en que se lo imponga
una ley. Pero la ley es libre de imponerlos o no; y puede dar
marcha atrás. Así, a la postre, los servicios públicos que haya
dependen de lo que decida el legislador o, en su defecto, de lo
que decida la Administración. Y por tanto será posible, incluso,
que atendiendo a diversos criterios (entre ellos, la insuficiencia de
recursos públicos) se eliminen servicios públicos ya existentes; o,
desde luego, que se supriman parte de sus prestaciones o se
rebaje su calidad. ¿Es satisfactoria esta situación? Para muchos
no lo es. Y se proponen ciertas reformas que, en parte, ya han
encontrado alguna plasmación.
Como los servicios públicos son medio para hacer efectivos los
derechos sociales, lo que se quiere es, según se dice, «blindar
los derechos sociales»; o consagrar la «irreversibilidad de los
derechos sociales» ya alcanzados. En esa dirección se han
propuesto reformas de la CE que refuercen el contenido de
algunos de los principales derechos sociales de manera que
vinculen más al legislador, que le dejen menos margen para
decidir sobre los servicios públicos esenciales. Y en ese mismo
sentido, más modestamente, algunos de los modernos Estatutos
de Autonomía han dado algunos pasos.
Así, el EAA al hablar de educación se refiere concretamente a «un sistema
educativo público» (art. 21); cuando se ocupa del derecho a la salud proclama
que se hará «mediante un sistema sanitario público de carácter universal»
(art. 22); asimismo «se garantiza el derecho de todos a acceder en
condiciones de igualdad a las prestaciones de un sistema público de servicios
sociales» (art. 23), etc. Y de todos estos derechos se dice que «el Parlamento
aprobará las correspondientes leyes de desarrollo, que respetarán, en todo
caso, el contenido de los mismos establecido por el Estatuto, y determinarán
las prestaciones y servicios vinculados, en su caso, al ejercicio de tales
derechos» (art. 38) y que serán objeto de protección «ante la jurisdicción
correspondiente, de acuerdo con los procedimientos que establezcan las
leyes del Estado» (art. 39).
Dada la posición ordinamental de los Estatutos de Autonomía, estos
preceptos no sólo vinculan a la Administración correspondiente sino al
respectivo legislador autonómico.
Pese a todo, siempre se tratará de «derechos financieramente
condicionados», sometidos a los vaivenes de la situación económica como,
por cierto, se ha evidenciado con la última crisis. El art. 135 CE, con su
principio de estabilidad presupuestaria y sus límites a los déficits públicos, lo
justifica plenamente.
5. PROPORCIONALIDAD EN LA CREACIÓN DE UN SERVICIO PÚBLICO
En tanto que, según se ha explicado, la creación de un servicio público
depende normalmente de lo que decida la ley o la Administración de acuerdo
con una habilitación legal, se plantea si esa decisión legal o administrativa
está condicionada por el principio de proporcionalidad; esto es, si la ley o la
Administración sólo debe crear un servicio público —y, en su caso, sólo lo
puede configurar con reserva al sector público— en tanto que sea una
medida congruente con la finalidad perseguida y la menos restrictiva de la
libertad de entre las que pueden alcanzar esa finalidad. La respuesta es
positiva.
El principio de proporcionalidad ha de tomarse en
consideración a la hora de decidir si una actividad se convierte en
servicio público; más todavía, para optar por su conversión en
servicio público en monopolio. Ello porque toda declaración de
servicio público (más aún si es con reserva completa al sector
público) afecta severamente a la libertad de empresa del art. 38
CE y porque todos los límites a los derechos fundamentales
deben ser proporcionados.
Antes hemos dicho que en el desarrollo de la actividad de servicio público
no tiene sentido aplicar el principio de proporcionalidad (epígrafe II.2). No hay
contradicción con lo que ahora afirmamos: una vez que una actividad se
declara servicio público, las potestades administrativas del servicio no están
sometidas a las exigencias de proporcionalidad. Pero en el paso previo, esto
es, para decidir si una actividad se convierte en servicio público, sí se debe
tener en cuenta el principio de proporcionalidad. De modo que la ley que así
lo decida —o la decisión administrativa que así lo acuerde en ejercicio de lo
previsto en una ley— sí que debe ser idónea para la finalidad perseguida y la
menos restrictiva de la libertad de las que puedan alcanzar ese fin.
La exigencia de proporcionalidad para la decisión de abordar una actividad
de servicio público, que puede ya deducirse del art. 38 CE, encuentra ahora
reflejo y potenciación en el art. 5 LGUM. Desde luego, ese art. 5 tiene mucho
más amplio ámbito de aplicación y es capaz de incidir sobre otras muchas
actuaciones públicas restrictivas de las actividades económicas (así, sobre
actividades de limitación). Pero, según creo, entre otras cosas, condiciona
también las decisiones sobre la conversión de una actividad en servicio
público y más todavía sobre su completa reserva al sector público. Téngase
en cuenta, además, que ese art. 5 LGUM no sólo impone la proporcionalidad
sino que además reduce las finalidades públicas que puedan perseguirse a
las llamadas «razones imperiosas de interés general».
6. LAS CONCRECIONES DE LA LEGISLACIÓN DE RÉGIMEN LOCAL
Las previsiones del art. 128.2 CE no tienen un desarrollo
legislativo general. Pero en la legislación de régimen local sí que
hay concreciones sugerentes. Dicen los dos primeros apartados
del art. 86 LRBRL lo siguiente:
«1. Las Entidades Locales podrán ejercer la iniciativa pública para el
desarrollo de actividades económicas…
Corresponde al pleno de la respectiva Corporación local la
aprobación del expediente, que determinará la forma concreta de
gestión del servicio.
2. Se declara la reserva en favor de las Entidades Locales de las
siguientes actividades o servicios esenciales: abastecimiento
domiciliario y depuración de aguas; recogida, tratamiento y
aprovechamiento de residuos, y transporte público de viajeros, de
conformidad con lo previsto en la legislación sectorial aplicable. El
Estado y las Comunidades Autónomas, en el ámbito de sus
respectivas competencias, podrán establecer, mediante Ley, idéntica
reserva para otras actividades y servicios.
La efectiva ejecución de estas actividades en régimen de monopolio
requiere, además del acuerdo de aprobación del pleno de la
correspondiente Corporación local, la aprobación por el órgano
competente de la Comunidad Autónoma».
Está claro que el art. 86.2 cumple la misión que el inciso
segundo del art. 128.2 CE atribuye a la ley. Es decir, que es una
de las leyes permitidas por ese precepto constitucional para
reservar servicios esenciales al sector público.
Prevé la reserva al sector público de tres servicios locales tradicionales e
importantes. Además, permite que otras leyes estatales o autonómicas
establezcan servicios públicos en monopolio en favor de las Administraciones
locales sobre otras actividades. Con todo, la efectividad de la reserva en cada
ente local requiere la tramitación de un procedimiento con aprobación del
pleno respectivo y de la Administración autonómica. En la misma dirección,
art. 32.3 LAULA. Téngase en cuenta que si la actividad ya la venían
realizando empresas privadas en ejercicio de su libertad, la reserva a las
entidades locales comportará la expropiación y el pago del correspondiente
justiprecio.
Está claro igualmente que el art. 86.1 se refiere, al menos, a la
simple iniciativa económica pública por parte de las
Administraciones locales; o sea, que concreta lo establecido en el
primer inciso del art. 128.2 CE y que da lugar sencillamente a una
pura actividad empresarial por parte de un municipio, provincia o
isla.
Pero es discutible si ese art. 86.1 se refiere también a la
creación de servicios públicos locales sin reserva (y, por tanto,
permitiendo existencia de empresas privadas que realicen la
misma actividad), con lo que ello entraña de posibilidad de
privilegios y de financiación pública, es decir, de concurrencia con
sujetos privados pero sin competir en condiciones de igualdad. La
alusión final a «la forma concreta de gestión del servicio» orienta
en esa dirección. Aceptemos aquí, aunque es dudoso y
problemático, que, en efecto, el art. 86.1 LRBRL comprende
también la posibilidad de crear servicios públicos.
Con esas premisas, el art. 86.1 LRBRL comporta que no es
necesaria ninguna ley específica adicional ni para que los entes
locales acometan actividades puramente empresariales ni para
que asuman actividades como servicio público sin monopolio; o
sea, que basta este mismo art. 86.1 LRBRL para que municipios,
provincias e islas acometan estas actividades.
O sea, se parte de que, sin necesidad de ninguna otra ley, municipios y
provincias pueden constituir nuevos servicios públicos sin monopolio. Y esto,
a su vez, puede entenderse como contrario a lo que antes hemos dicho sobre
la necesidad de ley para crear nuevos servicios públicos salvo que tengan
base constitucional; o puede entenderse en el sentido de que la ley necesaria
es ya el art. 86.1 LRBRL. Pero es discutible si una habilitación tan genérica y
abierta que permite crear cualquier servicio público local sin indicar en qué
pueda consistir satisface la necesidad de ley que antes hemos preconizado.
La LAULA reconoce, de un lado, la iniciativa pública económica local (art.
45) y, de otro, la posibilidad de creación de servicios públicos locales sin
monopolio: «Las entidades locales acordarán, por medio de ordenanza, la
creación (…) de cada servicio público local» (art. 30). Es decir, que en
concordancia con lo que aquí hemos deducido del art. 86.1 LRBRL, acepta
claramente que tanto una cosa como la otra la pueden hacer los entes locales
sin necesidad de ninguna otra ley que les habilite más concretamente.
Todo lo anterior tiene que completarse con lo establecido en el
art. 26 LRBRL. Está en él un supuesto paradigmático, y ya con
tradición en nuestro Derecho, de deber legal de crear y mantener
ciertos servicios públicos. Son los usualmente denominados
servicios municipales mínimos u obligatorios. Dice su apartado 1:
«Los Municipios deberán prestar, en todo caso, los servicios
siguientes:
a) En todos los Municipios: alumbrado público, cementerio, recogida
de residuos, limpieza viaria, abastecimiento domiciliario de agua
potable, alcantarillado, acceso a los núcleos de población y
pavimentación de las vías públicas.
b) En los Municipios con población superior a 5.000 habitantes,
además: parque público, biblioteca pública y tratamiento de residuos.
c) En los Municipios con población superior a 20.000 habitantes,
además: protección civil, evaluación e información de situaciones de
necesidad social y la atención inmediata a personas en situación o
riesgo de exclusión social, prevención y extinción de incendios e
instalaciones deportivas de uso público.
d) En los Municipios con población superior a 50.000 habitantes,
además: transporte colectivo urbano de viajeros y medio ambiente
urbano».
En la LAULA hay también una específica previsión de servicios
municipales obligatorios (art. 31).
Siendo legalmente obligatorios estos servicios, desaparece la
discrecionalidad administrativa para decidir prestarlos o no. Y así
cobra pleno sentido el art. 18.1.g) de la misma Ley que otorga a
los vecinos el derecho a «exigir la prestación y, en su caso, el
establecimiento del correspondiente servicio público, en el
supuesto de constituir una competencia municipal propia de
carácter obligatorio».
VII. SITUACIÓN JURÍDICA DE LOS USUARIOS DE
SERVICIOS PÚBLICOS
1. ACCESO AL SERVICIO
Los ciudadanos tendrán derecho a acceder al servicio y a las
prestaciones propias del servicio en tanto que reúnan las
condiciones previstas por las leyes y reglamentos. Si antes
decíamos que sólo a veces el ciudadano tiene derecho a que se
instaure un servicio, ahora añadimos que una vez creado y en
funcionamiento sí que tiene derecho a su uso y disfrute, esto es,
a sus prestaciones siempre que cumpla las exigencias
establecidas por las leyes y los reglamentos; o, si el servicio no
tiene capacidad para atender a todos los ciudadanos, a que en la
selección se respete escrupulosamente el principio de igualdad.
Así que la decisión de admitir a un ciudadano y de prestarle el
servicio no es nunca dependiente de la autonomía de la voluntad
de la Administración o del gestor indirecto (como sí sucede con
los servicios privados) ni es discrecional. Se trata sólo de
proyectar en este aspecto los principios de legalidad e igualdad.
2. SITUACIÓN LEGAL Y REGLAMENTARIA JURÍDICO-ADMINISTRATIVA
La situación jurídica de los usuarios de un servicio público es la
que se establezca en el régimen del respectivo servicio. Es por
eso, se dice, una situación legal y reglamentaria. Accede a ella en
virtud de su petición y de la decisión de aceptación del gestor
(aunque muchas veces la solicitud y la aceptación sean tácitas).
Y la relación que se establece es jurídico-administrativa. No es
necesario ni hay, por tanto, como regla general, un contrato entre
la Administración o el gestor indirecto del servicio y el usuario ni
los derechos y obligaciones de aquellos y de estos derivan de un
contrato sino de normas de Derecho Administrativo. P. ej., entre la
Universidad y el estudiante no hay ningún contrato, como no lo
hay entre el paciente y el servicio público de salud. No obstante,
hay servicios públicos en los que sí es habitual la existencia de un
contrato; p. ej., en el de abastecimiento de agua o en el de
transporte colectivo terrestre de viajeros (contrato que se
entiende perfeccionado con la expedición del billete). Pero incluso
en esos casos el contrato suele ser un mero instrumento de
acceso al servicio (que, además, es obligado para el gestor que
tiene que contratar con quien pida el servicio) y, en general, la
situación del usuario sigue siendo predominantemente legal y
reglamentaria y estando teñida por elementos jurídicoadministrativos. Por eso, porque su situación no es nunca
enteramente contractual sino en parte reglamentaria, es por lo
que el usuario queda sometido a la potestad administrativa de
modificación del servicio.
3. CALIDAD DEL SERVICIO
También son las leyes y los reglamentos reguladores de cada
servicio público los que, en su caso, concretan el contenido
exacto de las prestaciones a las que tengan derecho los usuarios
y los niveles mínimos de calidad. Entre estos puede quedar
incluido el tiempo máximo de espera, lo que es capital en algunos
servicios como los sanitarios, y los derechos del usuario en caso
de que se superen. Eventualmente de esa regulación podrá
deducirse un derecho del usuario a un cierto nivel de calidad de
las prestaciones.
Recuérdese lo que antes se dijo sobre la naturaleza reglamentaria de
algunas de las cláusulas incluidas en los contratos que unen a la
Administración titular del servicio y al empresario privado gestor indirecto. Por
ello también de esas cláusulas pueden nacer derechos —o, al menos,
intereses legítimos— de los usuarios a un determinado nivel de calidad de las
prestaciones.
Tradicionalmente mereció escasa atención este aspecto de la
calidad de los servicios públicos que se prestaban según se
decidiera en cada momento por autoridades de bajo nivel o hasta
por los propios empleados públicos en función de los recursos de
que se dispusiera y de su mejor o peor voluntad, casi siempre de
manera informal y poco o nada transparente. Casi cabría decir
que muchos servicios se prestaban como buenamente se podía
sin que el ciudadano pudiera saber de antemano qué se le ofrecía
y con qué estándares de calidad. Poco a poco se fue mejorando
esta situación, y los reglamentos, o incluso las leyes, fueron
concretando el contenido de las prestaciones y su calidad. Así,
claro está, se ha venido reforzando la situación jurídica de los
usuarios.
Pero a este respecto los distintos servicios públicos tienen
regímenes muy diferentes y han avanzado en esa línea muy
variablemente y por caminos diversos. En esta evolución y con
carácter más general deben citarse las llamadas cartas de
servicios que son buena expresión de los intentos de avance y de
sus comedidos logros.
En el Estado están previstas en el RD 951/2005, de 29 de julio, por el que
se establece el marco general para la mejora de la calidad en la
Administración General del Estado. En Andalucía, el art. 137 EAA se refiere a
las cartas de derechos de los ciudadanos respecto a los distintos servicios
públicos y el Decreto 317/2003, de 18 de noviembre, regula las Cartas de
Servicios.
En realidad, al menos en España y por ahora, las cartas de servicios no
son vinculantes para la Administración ni, en consecuencia, derivan de ellas
plenos derechos subjetivos de los ciudadanos. Son más bien documentos
elaborados por la propia Administración que expresan lo que se considera
correcto en la prestación de cada servicio y el nivel de calidad que se aspira a
lograr. Incluyen un propósito y un compromiso de lograrlo. No alcanzarlo,
aunque no suponga exactamente una ilegalidad, pondrá de relieve un mal
funcionamiento del servicio. De ahí que, en caso de daños causados por un
servicio público, estas cartas sean relevantes para decidir si ha habido un mal
funcionamiento y para, en consecuencia, declarar la responsabilidad de la
Administración. Pero, al margen de ello, sirven para orientar sobre el estándar
de calidad adecuado y para corregir las desviaciones que se detecten. Por
ello mismo, cobran también importancia los sistemas de evaluación
(autoevaluación y a veces evaluación externa) de la calidad de los servicios.
A ellos se refiere el art. 138 EAA.
Se comprende con lo expuesto que lo que realmente supone un avance y
una garantía de los ciudadanos es que las leyes concreten en lo posible las
prestaciones que da cada servicio y el estándar de calidad de cada
prestación. En menor medida, esto se logra con reglamentos pues, claro está,
pueden ser modificados por la misma Administración; a cambio, suelen ser
mucho más detallados y expresar más claramente aquello a lo que se tiene
derecho. Las cartas de servicios y otros instrumentos similares de soft law,
aunque un paso, son sólo un muy modesto remedo.
4. DISCIPLINA DEL SERVICIO
El usuario queda sometido a la disciplina especial del servicio
con una serie de deberes (o simples cargas para disfrutar de las
prestaciones) para cuya efectividad se confieren potestades a la
Administración titular del servicio (ocasionalmente ejercitables por
el gestor indirecto), incluso la sancionadora, aunque de ordinario
con sanciones que sólo afectan a sus derechos como usuario y
no a los generales como ciudadano.
A veces, el usuario puede llegar a quedar en situación de
sujeción especial respecto a la Administración. Pero eso no es
característico de todos los servicios públicos.
Por el contrario, como ya se explicó en el Tomo I, la relación de sujeción
especial sólo surge en los casos en los que el usuario, para disfrutar de las
prestaciones, se incorpora duraderamente a la estructura organizativa de la
Administración, especialmente en caso de establecimientos cerrados
(hospitales, residencias de la tercera edad…) o en otros en los que
igualmente hay una relación inmediata y prolongada (p. ej., un colegio o un
centro universitario).
5. PARTICIPACIÓN DE LOS USUARIOS
Dice el art. 129.1 CE: «La ley establecerá las formas de participación de
los interesados en la Seguridad Social y en la actividad de los organismos
públicos cuya función afecte directamente a la calidad de vida o al bienestar
general». De este modo, el principio de participación ciudadana que tan
insistentemente refleja la Constitución (Tomo I, lección 7.VII), encuentra una
concreción reforzada respecto a la gestión de los servicios públicos. Una
concreción acertada porque es justamente en este ámbito donde la
participación ciudadana tiene más sentido y donde puede dar sus mejores
frutos. Tanto que, en realidad, por esta vía se puede asegurar mejor que por
otras la calidad de las prestaciones y que, sobre todo, se detecten sus
defectos y las preocupaciones y aspiraciones reales de los usuarios en un
terreno, éste sí, que conocen bien.
6. APLICACIÓN DE LA LEGISLACIÓN GENERAL DE CONSUMIDORES Y
USUARIOS
Cuando el art. 51 CE ordena a los poderes públicos que
garanticen la defensa de los consumidores y usuarios
protegiendo su salud, seguridad e intereses económicos, así
como asegurando su información y audiencia, está pensando
prioritariamente en sus relaciones con empresarios privados. Sin
embargo, nada permite excluir de ese mandato a la protección de
los usuarios de los servicios públicos. Ese mandato, por tanto,
tiene que hacerse efectivo también en la regulación de cada
servicio público. Pero la cuestión relevante es si la legislación
general de defensa de los consumidores es también aplicable en
el ámbito de los servicios públicos (sanidad, educación en todos
los niveles, servicios sociales, recogida de residuos, etc.).
Del TRDCU parece deducirse una respuesta positiva cuando
establece en su art. 4 el concepto de empresario a sus efectos:
es toda persona «privada o pública».
Si empresarios son también las personas públicas, incluidas las
Administraciones, es que la protección al consumidor que otorga el TRDCU
es también protección frente a esas personas. Además, este TR se refiere a
veces concretamente a la Administración o a los servicios públicos. P. ej., su
art. 39 TRDCU declara preceptiva la audiencia del Consejo de Consumidores
y Usuarios en relación con los «precios y tarifas de servicios, en cuanto
afecten directamente a los consumidores o usuarios, y se encuentren
legalmente sujetos a control de las Administraciones públicas»; el art. 80,
relativo a las cláusulas contractuales no negociadas individualmente, incluye
a los contratos que «promuevan las Administraciones públicas y las entidades
y empresas de ellas dependientes»; el art. 81.3 habla de «las cláusulas,
condiciones o estipulaciones que utilicen las empresas públicas o
concesionarias de servicios públicos». Incluso sin estas previsiones
específicas, la regla general debe ser la aplicación de la legislación general
de defensa de los consumidores y usuarios a los servicios públicos.
No obstante, aun aceptando ese punto de partida, cabe admitir
excepciones, esto es, preceptos de la legislación de
consumidores y usuarios que no son aplicables a los servicios
públicos o a algunos servicios públicos.
Una justificación general podría basarse en el mismo art. 4 TRDCU que
acaba constriñendo su concepto de empresario a las personas que actúen
«con un propósito relacionado con su actividad comercial, empresarial, oficio
o profesión» y esto encaja mal con la mayoría de las actividades de servicio
público que no se acometen por la Administración con ninguno de esos
«propósitos». Así, sin contradecir ese art. 4 y su inclusión de las personas
públicas entre los empresarios, podría sostenerse que la Administración sólo
queda plenamente sometida a la legislación de protección de los
consumidores y usuarios cuando realiza actividades puramente
empresariales (así, debe ser puesto que al realizar ese género de actividad
debe actuar en las mismas condiciones que cualquier empresario privado
competidor) pero no necesariamente cuando realiza actividad de servicio
público.
Así, deben aceptarse excepciones cuando esa legislación general de
consumo no sea compatible con la específica del servicio público o no sea
conforme con su naturaleza. Habrá que proceder a un análisis pormenorizado
porque seguramente no puede resolverse de la misma forma la aplicación de
las normas del TRDCU a los servicios públicos de transporte por carretera y a
los servicios sociales o a los de educación. Ni tampoco la respuesta puede
ser idéntica en cuanto a la aplicación de las normas generales sobre defensa
de los consumidores y usuarios relativas a protección de la salud y seguridad
que las que conciernen a contratos, prácticas comerciales desleales o
responsabilidad contractual o extracontractual. A este último respecto es
revelador, p. ej., el Código de Consumo de Cataluña que, cuando se ocupa
de la responsabilidad, termina por decir: «Los daños derivados de la
prestación de un servicio público están sometidos a las reglas aplicables
sobre responsabilidad patrimonial de la Administración» (art. 124.I.3); no,
pues, a las que rigen los daños causados a los consumidores o usuarios por
empresarios privados. Por otra parte, si, como hemos dicho, normalmente no
hay un contrato entre el prestador del servicio público y el usuario, no tiene
sentido aplicar mecánicamente las normas contractuales del TRDCU.
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* Por Manuel REBOLLO PUIG (epígrafes I a VI; Grupo de Investigación de la
Junta de Andalucía SEJ-196. PGC-2018-093760, M.º Ciencia, Innovación y
Universidades/FEDER, UE) y M.ª Remedios ZAMORA ROSELLÓ (epígrafe
VII).
LECCIÓN 5
FORMAS DE GESTIÓN DE LOS SERVICIOS
PÚBLICOS. LOS SERVICIOS DE INTERÉS
GENERAL *
I. LAS FORMAS DE GESTIÓN DE LOS SERVICIOS
PÚBLICOS
La Administración Pública titular del servicio público debe
elegir el modo de gestión del servicio público en cuestión.
Tradicionalmente se han distinguido dos grandes géneros de
gestión de los servicios públicos: la gestión directa y la gestión
indirecta. Así lo hace el art. 85.2 LRBRL que, aunque se refiere
sólo a las formas de gestión de los servicios públicos locales,
contiene, en realidad, una clasificación de valor general.
Criterio fundamental para la distinción entre la gestión directa y
la gestión indirecta de los servicios públicos es que la primera no
se canaliza a través de un contrato ni genera una relación
contractual, mientras que la segunda posee esa naturaleza
contractual y está sometida a la LCSP.
Además, en principio, en las formas de gestión directa los gestores son
sujetos públicos o del sector público o de titularidad pública, mientras que en
las formas de gestión indirecta lo son sujetos particulares, empresas privadas.
Esto es verdad en general. Además, las formas de gestión indirecta se
idearon precisamente buscando atraer a los empresarios privados y para
conseguir su capital, su eficacia, su conocimiento técnico… También para
evitar que la Administración se convirtiera en empresaria para lo que se la
suponía incapaz. Pero lo cierto es que en algunas ocasiones el gestor
indirecto de servicios públicos de una Administración es otra Administración o
un ente público de otra Administración (p. ej., las televisiones locales se
configuraron como concesionarias de la Administración del Estado; o se
admitió que las concesiones de transporte interurbano por carretera se
concediera a una empresa pública, ENATCAR; o se pensó que incluso los
hospitales públicos tuvieran una relación contractual con los respectivos
servicios autonómicos de salud, etc.). Así que, en suma, el que la gestión
indirecta se otorgue a un particular, aunque es lo más normal y lo adecuado a
su origen y función, no es esencial al concepto. Pese a todo, partiremos aquí
de la idea de que la gestión indirecta supone un gestor privado.
Expondremos ahora las formas típicas de gestión directa e
indirecta. Pero conste que, al margen de ellas, ciertos servicios
públicos presentan formas de gestión específicas.
Sirva de ejemplo el caso de la asistencia jurídica gratuita regulada por Ley
1/1996. Su Exposición de Motivos es suficientemente elocuente: la «justicia
gratuita se articula, como hasta ahora, sobre la base de un servicio público,
prestado por la Abogacía y la Procuraduría, financiado con fondos igualmente
públicos». Se trata, pues, de un servicio público pero su forma de gestión es
peculiar, con un protagonismo de los Colegios de Abogados y Procuradores.
También puede decirse que el servicio público universitario o el de las
notarías o el de los registros de la propiedad se prestan con formas de
gestión sui generis.
En la misma línea la DA 49.ª LCSP permite que las Comunidades
Autónomas articulen instrumentos no contractuales para la prestación de
servicios públicos de carácter social. Y la misma Ley en su Exposición de
Motivos dice que «los poderes públicos siguen teniendo libertad para (…)
organizar (los servicios) de manera que no sea necesario celebrar contratos
públicos, p. ej., mediante la simple financiación de estos servicios o la
concesión de licencias o autorizaciones a todos los operadores económicos
que cumplan las condiciones previamente fijadas por el poder adjudicador, sin
límite de cuotas, siempre que dicho sistema garantice una publicidad
suficiente…». Ejemplo de ello puede verse en la Ley 9/2016, de Servicios
Sociales de Andalucía, que permite que tales servicios se presten por gestión
directa, por gestión indirecta conforme a la LCSP y en «régimen de concierto
social». Este concierto social es una fórmula por la que se encarga a
entidades privadas la prestación de ciertos servicios sociales públicos; por
tanto, es una forma de gestión indirecta pero que está al margen de la
regulación de la LCSP.
En otro orden de cosas, conviene tener en cuenta que es
posible que las Administraciones titulares de un servicio público
acudan a fórmulas como las del consorcio o la mancomunidad
para gestionarlo conjuntamente con otras; y, después, el
consorcio o la mancomunidad podrán utilizar alguna de las
formas de gestión directa o indirecta que ahora veremos.
Las formas de gestión que ahora vamos a exponer valen tanto
para los servicios públicos en monopolio (esto es, con reserva al
sector público) como para los que concurren con actividades
privadas.
II. GESTIÓN DIRECTA DEL SERVICIO
Consiste en la gestión que se lleva a cabo por la propia
Administración titular del servicio público, sin recurrir a empresas
privadas para su prestación. En estos casos, la Administración no
sólo se encargará de regular, asegurar y financiar las
prestaciones y el correcto funcionamiento del servicio sino que se
convertirá en la productora de los servicios. La legislación prevé
para ello varias fórmulas organizativas. En esencia se trata, junto
con la gestión por la misma Administración territorial titular del
servicio, de las distintas clases de entes institucionales que ya
estudiamos en la lección 13 del Tomo I.
En el ámbito local, para la gestión de servicios locales tales fórmulas se
enumeran en los arts. 85 y 85 bis LRBRL. Las mismas fórmulas organizativas
se contemplan en relación a la Administración del Estado en diversos
preceptos de la LRJSP y en las leyes autonómicas respecto a los servicios
públicos competencia de las Comunidades Autónomas, aunque a veces con
singularidades como sucede en Andalucía.
1. GESTIÓN DESDE LA PROPIA ESTRUCTURA ORDINARIA DE LA
ADMINISTRACIÓN TITULAR DEL SERVICIO
Con esta fórmula es la propia Administración titular del servicio
la que lo presta sin crear una nueva persona jurídica ni un órgano
especial para la gestión del servicio.
Aunque no se cree ningún órgano especial sí que puede crearse un órgano
específico, pero sometido al régimen ordinario, como demuestra el art. 68.3
RSCL. P. ej., un Ayuntamiento puede crear un negociado o una oficina para
gestionar su servicio de cementerios o de bomberos o de aguas… Pero las
decisiones se tomarán por los órganos comunes del Ayuntamiento (Pleno,
Alcalde…) conforme a las reglas generales; los medios personales y
materiales serán los del municipio; el régimen presupuestario y contable será
el ordinario, etc.
2. GESTIÓN POR UN ÓRGANO ESPECIAL
En este caso, aunque no se crea una persona jurídica, sí
aparece un órgano con ciertas peculiaridades que queda al
margen de la organización general y con alguna autonomía de
gestión y de gasto mayor que la de los órganos ordinarios.
La regulación más detallada de esta modalidad está en la legislación de
régimen local del Estado. Allí se prevén estos órganos especiales como
complejos en el sentido de que, a su vez, comprenden dos órganos
especiales: el Consejo de Administración y el Gerente (arts. 102 TRRL y 72 a
74 RSCL). Sus actos son recurribles ante la Corporación (art. 72 RSCL). Y
cuentan con sección presupuestaria propia y contabilidad separada (art. 102
TRRL).
3. GESTIÓN POR UN ORGANISMO AUTÓNOMO
Baste aquí remitirse a lo que ya se expuso en la lección 13 del
Tomo I (personificación de Derecho público, régimen general de
relaciones con terceros de Derecho público….) y añadir sólo que
precisamente pueden crearse para la prestación de servicios
públicos, aunque no es esa su única virtualidad (p. ej., también
pueden tener por objeto actividades de limitación).
Lo recoge el art. 98 LRJSP según el cual «los organismos autónomos (…)
desarrollan actividades propias de la Administración Pública, tanto actividades
de fomento, prestacionales, de gestión de servicios públicos o de producción
de bienes de interés público, susceptibles de contraprestación…».
4. GESTIÓN POR UNA ENTIDAD PÚBLICA EMPRESARIAL
De nuevo procede remitirse a lo expuesto en aquella lección
13 (personalidad de Derecho público, régimen de relaciones con
terceros con más normas procedentes de Derecho privado…) y
aclarar sólo que no siempre tienen por objeto la prestación de
servicios públicos pero que es ese uno de sus posibles
cometidos.
Lo plasma así el art. 103.1 LRJSP: «Las entidades públicas empresariales
(…) junto con el ejercicio de potestades administrativas desarrollan
actividades prestacionales, de gestión de servicios o de producción de bienes
de interés público, susceptibles de contraprestación».
5. GESTIÓN POR SOCIEDAD MERCANTIL DE TITULARIDAD PÚBLICA
Como ya sabemos, las Administraciones también pueden
constituir sociedades mercantiles cuyo capital pertenezca
íntegramente a la Administración (lección 13 del Tomo I),
sociedades que no sólo tienen forma de personificación de
Derecho privado sino que en gran medida quedan sometidas en
sus relaciones con terceros al Derecho privado. Y precisamente
cabe que lo que se encomiende a esas sociedades sea la gestión
de un servicio público (p. ej., el abastecimiento de agua, el
transporte urbano colectivo), aunque también pueden tener por
objeto otro género de actividades (una actividad puramente
empresarial).
En los tres casos de gestión directa por ente instrumental, si éste tiene la
consideración de «medio propio personalizado», se le puede confiar el
servicio mediante un «encargo» que no tiene la consideración de contrato. Se
considera que ello es simplemente fruto de la potestad de autoorganización
de cada Administración y expresión de lo que la ley llama «cooperación
pública vertical». Todo ello con las condiciones y en los términos establecidos
en los arts. 31 a 33 LCSP y 86 LRJSP. Lo más normal es que sea en el acto
de creación del ente instrumental y en su respectivo Estatuto donde se le
atribuya la función de gestionar el servicio público.
6. PREVISIONES EN LA LEGISLACIÓN AUTONÓMICA
Cuanto se ha expuesto debe completarse con lo ya dicho en la lección 13
del Tomo I sobre los entes institucionales en la legislación de cada
Comunidad Autónoma que puede introducir algunas variantes respecto a lo
establecido en la legislación estatal.
Así, concretamente en Andalucía, recuérdese que la LAJA establecía una
tipología de entes institucionales de la Comunidad Autónoma muy similar a la
vista para el Estado, pero en la que cambiaba la terminología: Agencia
administrativa, Agencia públicas empresarial…
Y recuérdese asimismo que la LAULA hacía un cambio de nomenclatura
similar para los entes institucionales de las Administraciones locales: Agencia
pública administrativa local, Agencia pública empresarial local… En la LAULA,
sin embargo, algunos cambios tienen mayor enjundia. Así, se prevé como
forma de gestión la sociedad interlocal (art. 39) o la fundación pública local
(art. 40), etc.
III. GESTIÓN INDIRECTA
1. CARACTERES GENERALES
La otra forma de gestión del servicio público es la que se
conoce como gestión indirecta y consiste en encomendar la
gestión por la Administración titular a una empresa privada. Se
habla también en estos casos de «externalización» dado que la
Administración se vale de medios externos a su propia
organización y personal. La Administración es y seguirá siendo la
titular y la responsable del servicio y, por ello, podrá exigir y
deberá garantizar que el servicio se preste en unas condiciones
determinadas de tarifas, calidad, seguridad, etc. La empresa
privada que gestiona el servicio no opera de forma libre, como un
agente privado más, sino que estará sujeta a las condiciones que
establezca la Administración titular del servicio y a sus potestades
de reglamentación del servicio, tarifaria, de modificación, de
supervisión e inspección… en los términos que ya hemos visto.
La relación jurídica que surge entre las dos partes,
Administración Pública titular del servicio y empresa privada
prestadora del mismo, se articula a través de fórmulas
contractuales que son objeto de regulación por la LCSP.
Esa regulación de la LCSP tiene a veces concreción y desarrollo en la
legislación sectorial (p. ej., en la legislación de transportes terrestres, en la de
educación, en la de sanidad…) y, para los contratos que celebran las
Administraciones locales, en la legislación de régimen local, sobre todo en el
RSCL que, aunque derogado implícitamente en muchos preceptos (téngase
en cuenta que es de 1955) conserva otros vigentes y, en general, valor
notable, al menos como referencia, por su depurada técnica.
Los procedimientos de preparación y de selección del
contratista obedecen a las reglas generales establecidas al
respecto por la LCSP, en la que se introducen también algunas
normas específicas para estos contratos.
De entre esas normas específicas importa destacar la que se contiene en
los arts. 284.2 y 312.a) en cuya virtud antes de proceder a la contratación de
un servicio público, deberá haberse establecido su régimen jurídico, que
declare expresamente que la actividad de que se trata queda asumida por la
Administración respectiva como propia de la misma, atribuya las
competencias administrativas, determine el alcance de las prestaciones en
favor de los administrados, y regule los aspectos de carácter jurídico,
económico y administrativo relativas a la prestación del servicio. Por tanto,
todo eso no es propio —o no es sólo ni fundamentalmente propio— del
contrato sino de una potestad exclusiva de la Administración, de la potestad
de reglamentación del servicio de la que ya hablamos en la lección anterior.
2. MODALIDADES
En la LCSP hay dos contratos por los que la Administración
puede confiar la gestión de un servicio público a una empresa
privada: la concesión de servicios y un tipo de contrato de
servicios al que se denomina «contrato de servicios que conlleve
prestaciones directas para los ciudadanos».
Además la LCSP contempla una tercera forma de gestión indirecta: confiar
el servicio público a sociedades mixtas, esto es, aquéllas en las que la
Administración, por sí o por medio de alguno de sus entes instrumentales,
participa junto con sujetos privados. La DA 22.ª LCSP se refiere a esta forma
para permitir, incluso, la adjudicación directa a la sociedad mixta si el capital
público es mayoritario y si el socio privado se eligió siguiendo el
procedimiento de adjudicación pertinente.
Del contrato de concesión dice la LCSP que la «contrapartida»
está constituida «bien por el derecho a explotar los servicios
objeto del contrato o bien por dicho derecho acompañado del de
percibir un precio» (art. 15). Y aquel derecho a la explotación del
servicio tiene que traducirse en «una retribución fijada en función
de su utilización que se percibirá directamente de los usuarios o
de la propia Administración» que en todo caso «se denominarán
tarifas» (art. 289). Del contrato de servicio dice que la
contraprestación será un «precio unitario» que paga la
Administración (art. 17). Pero la clave de la distinción la sitúa la
LCSP en quién asuma el llamado «riesgo operacional»: si lo
asume el contratista será una concesión de servicios; si lo asume
la Administración será un contrato de servicios.
El concepto de riesgo operacional (al que ya se aludió en la
lección 10 del Tomo II) lo aborda la LCSP en su art. 14.4, en el
que explica que puede considerarse que recae sobre el
contratista «cuando no esté garantizado que, en condiciones
normales de funcionamiento (…) vaya a recuperar las inversiones
realizadas ni a cubrir los costes en que hubiera incurrido…», de
modo que sufra «una exposición real a las incertidumbres del
mercado».
No obstante, esto no significa que todo riesgo haya de recaer sobre la
concesionaria: sólo ha de recaer sobre ella el riesgo operacional que incluye
únicamente el «riesgo de demanda» y el «riesgo de suministro». Son estos
conceptos difíciles de entender. Digamos sólo que el riesgo de demanda se
produce cuando esté previsto que el contratista cobre según el número de
servicios prestados a los usuarios de modo que si hay menos usuarios de los
esperados cobrará menos y acaso no recupere siquiera las inversiones
realizadas. El riesgo de suministro se producirá cuando esté previsto que se
detraerán de la retribución del contratista ciertas cantidades por cada
potencial usuario que, debido a la incapacidad del mismo contratista, no haya
podido ser atendido.
El hecho de que no todos los riesgos han de recaer sobre la concesionaria
es el que explica que el art. 285.1.c) LCSP diga que los pliegos de cláusulas
administrativas particulares y de prescripciones técnicas «regularán (…) la
distribución de riesgos entre la Administración y el concesionario (…) si bien
en todo caso el riesgo operacional le corresponderá al contratista». Y por eso
mismo la concesión de servicios no es incompatible con la aplicación de la
teoría del riesgo imprevisible o con la del factum principis o con la asunción
por la Administración de riesgos en casos de fuerza mayor ni, desde luego,
con la obligación administrativa de mantener el equilibrio financiero del
contrato cuando se introduzcan modificaciones. Todo esto, que se vio con
carácter general en la lección 11 del Tomo II, vale también para la concesión
de servicios como refleja el art. 290 LCSP donde, no obstante, se hace esta
salvedad: «En todo caso no existirá derecho al restablecimiento del equilibrio
económico-financiero por incumplimiento de las previsiones de la demanda
recogidas en el estudio de la Administración o en el estudio que haya podido
realizar el concesionario». Así se respeta la idea de que el riesgo operacional
recae sobre la concesionaria. En todos los casos en que el riesgo operacional
no recaiga sobre el contratista habrá que optar por el contrato de servicios
con prestaciones directas para los ciudadanos.
3. SITUACIÓN JURÍDICA DEL GESTOR INDIRECTO
El gestor indirecto tiene la obligación de organizar y prestar el
servicio con sujeción a lo pactado o acordado por la
Administración y sobre todo, respetando los principios de
continuidad e igualdad [arts. 287.1, 288 y 312.b) LCSP].
No es raro que, en la concesión de servicios, el contratista
deba realizar obras que sean soporte para poder realizar las
prestaciones (art. 287.1).
Esa construcción de obras fue muy importante en la configuración de la
concesión de servicios y permitió que aportaciones ingentes de capital
privado paliasen la insuficiencia de las arcas públicas para afrontar, a cambio
de la explotación del servicio durante muchos años, las necesidades
colectivas (p. ej., las concesiones de servicios ferroviarios incluían la
obligación de construir las vías férreas y las estaciones). Hoy en día muchas
concesiones de servicio obedecen a esa misma situación. Conste que no
siempre es fácil diferenciar las concesiones de servicios con obligación de
realizar obras de las concesiones de obras.
Si así se ha pactado, el concesionario tendrá también la obligación de
pagar un «canon o participación» a la Administración [arts. 285.1.b) y 289.3].
El gestor indirecto tiene derecho a la retribución pactada, con
las modificaciones que procedan, que, si se trata de una
concesión, ha de estar fijada en función de la utilización del
servicio y que percibirá directamente de los usuarios y/o de la
Administración (art. 289), así como a la entrega por la
Administración de los medios auxiliares que se hubieran previsto
en el contrato para la prestación del servicio (art. 292 LCSP). En
concreto, es frecuente, al menos en el caso de la concesión, que
tenga derecho a la utilización privativa de ciertos bienes
demaniales.
Es perfectamente lógico en los casos muy normales en los que la
Administración tiene bienes demaniales que precisamente lo son por estar
afectados a determinado servicio público: si ese servicio público va a ser
gestionado por una empresa privada es razonable que el uso de tales bienes
se otorgue a esa empresa. En esos casos, más que aplicarse el régimen de
las concesiones demaniales, habrá que estar prioritariamente a las reglas del
servicio público (arts. 87 LPAP y 74 RBEL). En ocasiones, no es fácil
diferenciar concesiones de servicio con derecho a utilizar bienes demaniales
y concesiones demaniales.
En todos estos casos de gestión indirecta, el gestor es
(normalmente) un empresario privado que sigue siéndolo, aunque
preste un servicio público: así, su personal no es funcionario ni
empleado público sino laboral ordinario; sus bienes son propiedad
privada del concesionario; sus contratos con suministradores se
regirán por el Derecho privado, etc.
Pero el hecho de que preste un servicio público también afecta
a muchos aspectos de su régimen jurídico porque, como ya se ha
visto, queda sometido intensamente a potestades administrativas,
porque ha de respetar los principios de igualdad y continuidad,
porque todas sus relaciones con la Administración titular del
servicio son de Derecho Administrativo, porque sus relaciones
con los usuarios estarán siempre teñidas en gran medida por
elementos jurídico-administrativos… Además tiene ciertos
privilegios [p. ej., en parte sus bienes son inembargables, arts.
291.3 y 312.c) LCSP] y puede tener otros como el derecho a la
utilización privativa de dominio público, ser beneficiario de la
expropiación forzosa y del desahucio administrativo (art. 128.3.4.º
RSCL) o, incluso ostentar ciertas potestades disciplinarias sobre
los usuarios para mantener el orden en el servicio. Véase que el
art. 288.b) LCSP, al imponer al gestor privado la obligación de
«cuidar del buen orden del servicio», le permite con ese fin
«dictar las oportunas instrucciones»; y que a veces se previó la
utilización de la vía de apremio para cobrar lo que los usuarios le
adeuden (arts. 128.4.2.ª y 130 RSC). Y recuérdese a este
respecto el art. 2.d) LJCA que se refiere a los actos «dictados por
los concesionarios de los servicios públicos que impliquen el
ejercicio de potestades administrativas conferidas a los mismos»
y que permite que algunos de sus actos sean impugnados ante la
Jurisdicción contencioso-administrativa. También su régimen de
responsabilidad por los daños que cause en la ejecución del
servicio público queda afectado por reglas de Derecho
Administrativo (como se vio en la lección 11 del Tomo II en
relación con la responsabilidad de todos los contratistas de la
Administración). Finalmente, en un fenómeno que también nos es
conocido, otras leyes han ido extendiendo reglas propias de la
Administración, a los gestores privados de servicios públicos.
P. ej., aunque lo que corresponde al Defensor del Pueblo es, sobre todo, el
control de las Administraciones, el art. 28.3 de su Ley reguladora lo extiende
a los gestores privados de servicios públicos: «Si las actuaciones se hubiesen
realizado con ocasión de servicios prestados por particulares en virtud de
acto administrativo habilitante, el Defensor del Pueblo podrá instar de las
autoridades administrativas competentes el ejercicio de sus potestades de
inspección y sanción».
4. DURACIÓN Y CAUSAS DE EXTINCIÓN. EL RESCATE
Las formas de gestión indirecta han de establecerse por un
plazo determinado. El art. 29 LCSP fija los plazos máximos de
duración y prórrogas (según los casos, 5, 10, 25 o 40 años).
Como se desprende de ese art. 29.4 y 6, los plazos son
especialmente largos cuando el gestor privado deba incurrir en
elevados costes (sobre todo, cuando debe ejecutar obras) para
que así pueda recuperar las inversiones realizadas con la
explotación del servicio a lo largo del tiempo.
Transcurrido el plazo, se produce la reversión que incluye la entrega de los
bienes administrativos que recibió el gestor y de los suyos propios o que haya
construido para la prestación, si así se pactó [arts. 291.1 y 312.b) in fine
LCSP]. O sea, que la reversión del servicio (vuelta a la Administración titular
de la gestión) puede comportar la reversión de las instalaciones necesarias
para la prestación del servicio. Han de entregarse en un estado adecuado
para que se pueda seguir prestando el servicio. Para ello, el gestor privado
deberá haber realizado las obras de reparación y de conservación oportunas.
Considerando que esto es especialmente necesario y problemático en los
momentos finales del contrato, se prevé que en el período inmediatamente
anterior a la reversión la Administración pueda extremar la vigilancia y dar
órdenes para que la entrega de los bienes se produzca en estado correcto
(arts. 291.2 LCSP y 131 RSCL).
Además de por el transcurso del plazo pactado, la gestión
indirecta puede terminar por las mismas causas que, en general,
están previstas para los contratos públicos (Tomo II, lección 11.IV)
aunque con algunas especialidades (arts. 294 y 295 LCSP).
A la extinción por incumplimiento del concesionario se le suele llamar
caducidad de la concesión. Pero está reservada para incumplimientos
gravísimos y actuales (no pretéritos y ya superados) de obligaciones
esenciales y sólo en caso de que no hayan bastado otros remedios. En
concreto, entre esos otros remedios se prevé el «secuestro o intervención»
del servicio [arts. 293 y 312.d) LCSP y 133 a 135 RSCL]. Ya tuvimos ocasión
de referirnos a esta figura en general (lección 1, epígrafe IV.3) que, prevista
en el art. 128.2 CE, permite controlar intensamente la actuación de las
empresas. Pues bien, esa posibilidad está consagrada para las empresas
gestoras indirectas de servicios públicos cuando estuviera en peligro el
funcionamiento del servicio y con el fin de asegurarlo transitoriamente.
Hay una forma específica de extinción, mencionada en el art.
294.c) y, por remisión, en el art. 312.g) LCSP: «el rescate del
servicio por la Administración para su gestión directa por razones
de interés público». En estos casos, teniendo en cuenta que el
concesionario (u otros gestores indirectos) ostenta un derecho a
la explotación del servicio durante un tiempo, el rescate supone
privarle de ese derecho por meras razones de oportunidad: tiene,
pues, naturaleza expropiatoria y por eso procede indemnización.
El art. 295.4 LCSP establece que en caso de rescate la
«Administración indemnizará al contratista de los daños y
perjuicios que se le irroguen, incluidos los beneficios futuros que
deje de percibir».
Similar al rescate es el caso en el que la Administración, si el servicio no es
de prestación obligatoria, decide suprimirlo por razones de interés público:
también ello extingue anticipadamente las concesiones u otros modos de
gestión indirecta [art. 294.d) LCSP]. Y por eso también tiene naturaleza
expropiatoria y da derecho a indemnización en los mismos términos (art.
295.4 LCSP).
IV. ELECCIÓN Y CAMBIO EN LA FORMA DE
GESTIÓN
1. LA DISCRECIONALIDAD ADMINISTRATIVA COMO PUNTO DE PARTIDA
Suele afirmarse que la Administración titular del servicio tiene
amplia discrecionalidad para elegir la forma de gestión. Y
realmente es así. Es más, esa facultad de elección forma parte de
su potestad de organizar y reglamentar el servicio, como ya nos
consta. E igual que puede elegir inicialmente la forma de gestión,
puede luego decidir cambiarla.
Así, puede que primero opte por la gestión directa sin órgano especial; que
decida luego crear un órgano especial; o la creación de una entidad
institucional en cualquiera de sus variantes o transformarla o suprimirla. Ello,
incluso, lo configura la LRJSP como algo normal porque somete la
pervivencia de los entes institucionales a continua revisión para ver si siguen
estando justificados o si procede su supresión o transformación (arts. 81.2,
85.3, 87…). Cabe también que pase de las formas de gestión directa a alguna
de las indirectas. Y al revés: ya sea porque cuando revierte el servicio
concedido se opta por otra forma, ya sea, sin esperar a la terminación,
mediante rescate. Hay numerosos casos en los que se observan estos
cambios en casi todas las direcciones posibles.
El Derecho de la Unión Europea respeta en general la discrecionalidad de
las autoridades nacionales para elegir la forma de gestión de los servicios
públicos (art. 2.1 de la Directiva 2014/23/UE).
La discrecionalidad también comprende otro aspecto: decidir si
va a haber sólo un gestor o varios.
Era habitual que hubiera un solo gestor y que, por tanto, el usuario no
tuviera derecho a elegir entre varios. Pero no es necesariamente así. Tanto
en la gestión directa como en la indirecta de servicios públicos, la
Administración tiene a su alcance establecer una cierta competencia entre
varios gestores. Los economistas hablan en tales casos de «mercados
internos» y de «competencia simulada»; muy elementalmente explicado, se
trata de reconstruir una especie de sucedáneo del mercado en el que los
diversos gestores de un mismo servicio público compiten entre sí por captar a
los usuarios (que entonces tendrán alguna posibilidad de elección) y por
conseguir mayor financiación pública. Y a ello se ha tendido recientemente
con la finalidad de introducir estímulos a la gestión eficiente y de calidad.
2. RESTRICCIONES LEGALES A LA DISCRECIONALIDAD ADMINISTRATIVA
Ahora bien, la ley puede restringir o hasta eliminar esa
discrecionalidad administrativa. Es decir, que la ley puede
establecer reglas a las que deba someterse la Administración a la
hora de decidir la modalidad concreta de gestión de los servicios.
Un primer ejemplo de reducción de la discrecionalidad puede
verse en los arts. 17.2.º y 284.1 LCSP que no permiten la gestión
indirecta de los servicios que «impliquen ejercicio de la autoridad
inherente a los poderes públicos». En la misma línea, del art. 113
in fine LRJSP se deduce que tampoco sería posible la gestión
directa mediante sociedad mercantil pública cuando ello suponga
atribuir a ésta «facultades que impliquen el ejercicio de autoridad
pública».
Estas reglas, sin embargo, no son de alcance claro. Desde luego prohíben
esas formas de gestión respecto a los servicios que consistan precisamente
en ejercicio de autoridad (aunque estos no entran propiamente en el concepto
de servicio público que aquí hemos manejado). Pero no excluyen que,
respecto a otros servicios, se transfieran a los contratistas o a sociedades
mercantiles públicas prerrogativas públicas para asegurar el funcionamiento
del servicio. De hecho, el referido art. 113 LRJSP termina diciendo que la
prohibición expresada es «sin perjuicio de que excepcionalmente la ley pueda
atribuirle el ejercicio de potestades administrativas».
Otro ejemplo de restricción de la discrecionalidad
administrativa en la elección de la forma de gestión lo ofrece el
actual art. 85.2 LRBRL. No sólo dispone que habrá de optarse por
«la forma más sostenible y eficiente» sino que, de entre las de
gestión directa, establece una acertada preferencia por la gestión
sin crear ningún ente y por la de organismo autónomo frente a la
posibilidad de prestar el servicio por entidad pública empresarial o
sociedad mercantil, lo que sólo se admite tras tramitar un
procedimiento en el que quede acreditado que resultan formas
más sostenibles y eficientes.
Acaso también pueda deducirse una restricción a la discrecionalidad en la
elección de las formas de gestión en la regulación sobre los «medios propios
y servicios técnicos» de la Administración. Así, el art. 86.2 LRJSP sólo los
admite cuando sean «una opción más eficiente que la de la contratación
pública». O sea, que quizá se exprese ahí una vaga preferencia por la gestión
indirecta frente a la directa que, para ser elegida, necesitaría de una mayor
justificación.
Por su parte, las leyes sectoriales que regulan concretos
servicios públicos establecen reglas que restringen la
discrecionalidad administrativa.
La Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres dice: «Los transportes
públicos regulares de viajeros de uso general tienen el carácter de servicios
públicos de titularidad de la Administración… Como regla general, la
prestación de los mencionados servicios se llevará a cabo por la empresa a la
que la Administración adjudique el correspondiente contrato de gestión. No
obstante, la Administración podrá optar por la gestión directa de un servicio
cuando estime que resulta más adecuado al interés general en función de su
naturaleza y características» (art. 71). La Ley General de Sanidad admite
ciertas modalidades de gestión indirecta, pero impone que las
Administraciones «tendrán en cuenta, con carácter previo, la utilización
óptima de sus recursos sanitarios propios» (art. 90). Son sólo dos ejemplos,
entre otros muchos, de cómo las leyes restringen la discrecionalidad
administrativa en la elección de la forma de gestión: en el primero se da
prioridad a la gestión indirecta; en el segundo a la directa.
En ocasiones se ha mantenido que el principio de proporcionalidad
también limita la discrecionalidad de elección de la forma de gestión de
servicios públicos. Y se refuerza tal tesis con el art. 5 LGUM. Según ello,
habría que optar por la forma de gestión que menos restrinja la libertad de
empresa, o sea, por la que más posibilidades dé a las empresas privadas:
así, serían prioritarias las formas de gestión indirecta respecto a las directas;
e, incluso, dentro de las indirectas, sería preferible que se establecieran
varios gestores privados. Sin embargo, no parece que nada de ello tenga real
fundamento, entre otras cosas, porque, como se explicó en la lección anterior,
una vez que una actividad se declara servicio público, no es de aplicación el
principio de proporcionalidad. En suma, la elección de la forma de gestión de
un servicio público está al margen del principio de proporcionalidad.
3. ¿RESTRICCIONES CONSTITUCIONALES A LAS LEYES EN CUANTO A
FORMAS DE GESTIÓN?
Hasta ahora hemos expuesto que las leyes otorgan por lo general
discrecionalidad a la Administración para decidir la forma de gestión pero que
también pueden reducir esa discrecionalidad. Lo que ahora planteamos es si
de la misma Constitución pueden deducirse límites a las leyes —e
indirectamente a la Administración— en cuanto a las formas posibles de
gestión de ciertos servicios.
Así, se podría sostener —y alguien lo ha sostenido— que el
servicio público sanitario hay que prestarlo, por mandato
constitucional, mediante formas de gestión directa y que sólo
excepcional y reducidamente cabría la gestión indirecta. Pero
esto no tiene base real.
Se planteó crudamente cuando la Comunidad de Madrid aprobó una Ley
que preveía la concesión administrativa tanto en seis hospitales como en
centros de atención primaria. Fue recurrida, entre otros motivos, porque así,
según los recurrentes, el sistema de Seguridad Social y de sanidad dejaría de
ser público, lo que vulneraría los arts. 41 y 43 CE. La STC 84/2015 lo rechazó
(FFJJ 7.º y 8.º) porque, aun aceptando que los arts. 41 y 43 CE imponen un
régimen público de Seguridad Social y de sanidad, ello no requiere en todo
caso un sistema de gestión directa: su carácter público no queda cuestionado
por la incidencia de fórmulas de gestión privadas, dado que la definición de
las prestaciones y la financiación sigue siendo pública y la introducción de la
gestión privada no incide en el régimen de acceso de los ciudadanos.
En sentido contrario, cabe plantear si sería inconstitucional que
el legislador estableciera una gestión directa con exclusión de
toda forma de gestión indirecta. Desde luego, esto, en principio,
no es inconstitucional. Pero sí puede ser inconstitucional en
relación con ciertos servicios públicos concretos por afectar a
algún derecho fundamental.
Esta tesis parece encontrar acogida en la STC 31/1994 relativa a la
televisión. Afirmó que la CE no impide configurar a la televisión como servicio
público reservado al sector público pero que, como consecuencia del art. 20.1
CE, es obligado que se admita cierta gestión indirecta para que los
particulares puedan prestarlo mediante concesión o similar. Ahora ese
problema está resuelto de otra forma porque ya los audiovisuales no están
configurados en general como servicio público. Pero algo similar acaso podría
decirse de la educación: la efectividad de los derechos del art. 27 CE impone
admitir formas de gestión indirecta (colegios concertados) del servicio público
educativo.
4. CRITERIOS PARA EJERCER ESTA DISCRECIONALIDAD
Pese a la existencia de límites, la elección de la forma de gestión sigue
siendo mayoritariamente discrecional. Por tanto, la Administración titular del
servicio debe elegir la que juzgue más adecuada. ¿Y cuál será la más
adecuada? Poco puede decirse aquí a este respecto. En principio, la forma
más adecuada será la que dé mejores servicios a menor coste. Esto último no
es un aspecto secundario sino capital porque la falta de eficiencia en los
servicios públicos y en la utilización del dinero público es gravemente lesiva
para el Estado social que tiene recursos limitados. Pero a partir de estas
premisas obvias, hay que valorar seriamente muchos factores para acertar en
la elección. El Derecho impone procedimientos que exigen estudios para que
la elección no se haga frívolamente y para que no esté presidida por mero
prejuicios (ya sea a favor de la gestión directa o de la indirecta) o hasta por
modas.
En realidad, no hay una respuesta única. Debe ser distinta para los
servicios de salud o para los sociales y para los de transportes urbanos; para
el abastecimiento de agua y para un comedor universitario… También hay
que tener en cuenta su volumen que, a su vez, depende del tamaño de cada
Administración: quizá sea conveniente crear una entidad municipal para
prestar el servicio de cementerio en Málaga pero será absurdo hacerlo en
Encinas Reales.
En realidad, cada forma de gestión tiene sus pros y sus contras. Además,
cabe combinarlas en diversas dosis. Y, sobre todo, no es sólo importante la
forma de gestión que se elija sino su concreta plasmación y ejecución: puede
ser buena la concesión si se elige correctamente al concesionario, si se
establece un buen sistema de financiación y si la Administración realmente
ejerce sus potestades de vigilancia, de corrección, de modificación… O puede
ser un pésimo sistema si no se dan esas condiciones. Igualmente cualquiera
de las formas de gestión directa puede ser óptima o funesta.
De otro lado, los recientes intentos de introducir una especie de mercado y
de competencia (el «mercado interior» y la «competencia simulada» de que
hablamos antes) entre distintos prestadores del servicio (compiten entre sí
por atraer a los usuarios o por conseguir mayor financiación pública) puede
aportar incentivos excelentes para una buena gestión o comportar
disfunciones y efectos perversos.
A la postre, en suma, lo importante no es tanto el qué (la forma elegida)
sino el cómo (la manera concreta en que se proyecte y se lleve a la práctica).
Sobre estos aspectos hay muchos y relevantes estudios económicos. Aquí
bastaba con los modestos apuntes esbozados para frenar la tendencia a la
ligereza y a la demagogia en una decisión tan importante.
5. PRECISIONES SOBRE LOS TÉRMINOS PUBLICATIO, MUNICIPALIZACIÓN,
PRIVATIZACIÓN Y PRÓXIMOS
Ya dijimos en la lección anterior que cuando se produce la reserva de un
servicio esencial al sector público se habla normalmente de publicatio o
publificación. Pero el mismo término puede emplearse en otros sentidos que
ahora podemos comprender mejor. P. ej., se usa para aludir al cambio desde
una gestión indirecta a una gestión directa; o incluso al cambio desde una
gestión directa mediante sociedad mercantil de titularidad pública a una
gestión igualmente directa pero mediante persona jurídico pública. En todos
esos cambios se intensifican los elementos públicos y en ese sentido puede
hablarse de publificación.
Algo similar sucede con otros términos emparentados como el de
nacionalización, provincialización o municipalización. Y también podría
hablarse de regionalización. En concreto, el término municipalización, que es
el más empleado, incluso por las normas [arts. 22.2.f) y 47.2.k) LRBRL], es
anfibológico: unas veces se utilizaba para referirse a la constitución de un
servicio público local en monopolio; otras, para aludir a cualquier actividad
económica municipal directa aunque no sea servicio público…; y
frecuentemente se emplea para indicar el paso de una gestión indirecta a una
gestión directa de un servicio público municipal que lo era ya y lo sigue
siendo. Para colmo ahora está en boga hablar de remunicipalización para
referirse a esto mismo, o sea, a la vuelta a la gestión directa de servicios
locales hasta ese momento prestados mediante gestión indirecta, lo que
últimamente es frecuente (así, en los servicios de abastecimiento de aguas).
Si todas estas expresiones son equívocas, casi las supera en ambigüedad
la de privatización que se emplea en los más diversos sentidos. En su
acepción más estricta puede hablarse de privatización cuando lo que era un
servicio público en monopolio deja de ser incluso servicio público para
convertirse en una pura actividad de mercado. Y al mismo fenómeno puede
llamársele y se le llama liberalización porque, siendo su calificación como
servicio público en monopolio la negación misma de la libertad de empresa,
su desaparición supone liberar ese sector de tal corsé. Pero también se
puede hablar de privatización ante cualquier desaparición de un servicio
público, incluso de los que no lo eran en monopolio. Y en muchas ocasiones
se utiliza la misma expresión ante el simple paso de un modo de gestión
directa a alguno de los de gestión indirecta de servicio público en tanto que
ello supone el tránsito de la gestión por un ente de titularidad pública a otro
completamente privado. Más todavía: se habla de privatización por el mero
hecho de pasar de una gestión directa mediante ente de carácter público a
otra gestión directa por sociedad mercantil de titularidad pública; y, aun
incluso, por introducir algunos métodos de las empresas privadas en el
funcionamiento de empresas públicas. Y ello cuando no se alude a otras
ideas, como la simple venta de una empresa pública que sólo realizaba
actividades puramente empresariales.
Por todo ello hemos huido de estas expresiones que más bien pueden
crear confusión. Sólo deben emplearse con cautela y aclarando en cada caso
a qué concretamente se alude con ellas.
V. LA INCIDENCIA DE LA UNIÓN EUROPEA. EN
ESPECIAL, SERVICIOS ECONÓMICOS DE
INTERÉS GENERAL Y ACTIVIDADES REGULADAS
1. EL ARTÍCULO 106 TFUE
En el Derecho de la Unión originario no se utiliza apenas el
término servicio público. Aparece algo similar como posible
excepción a las reglas de la competencia: servicios de interés
económico general. En concreto, es fundamental el art. 106
TFUE:
«1. Los Estados miembros no adoptarán ni mantendrán, respecto a
las empresas públicas y aquellas empresas a las que concedan
derechos especiales o exclusivos, ninguna medida contraria a las
normas de los Tratados, especialmente las previstas en los arts. 18 y
101 a 109, ambos inclusive.
2. Las empresas encargadas de la gestión de servicios de interés
económico general o que tengan el carácter de monopolio fiscal
quedarán sometidas a las normas de los Tratados, en especial a las
normas sobre competencia, en la medida en que la aplicación de
dichas normas no impida, de hecho o de derecho, el cumplimiento de
la misión específica a ellas confiada. El desarrollo de los intercambios
no deberá quedar afectado en forma tal que sea contraria al interés de
la Unión.
3. La Comisión velará por la aplicación de las disposiciones del
presente artículo y, en tanto fuere necesario, dirigirá a los Estados
miembros directivas o decisiones apropiadas».
Recordemos que el aludido art. 18 prohíbe toda discriminación por razón
de la nacionalidad; y que los arts. 101 a 109 son los que regulan la
competencia y restringen las ayudas otorgadas por los Estados. Aclaremos
además que aunque el precepto habla de Estados miembros, no sólo afecta a
la Administración estatal sino también a las regionales y locales, al menos en
tanto puedan afectar al comercio intracomunitario (vid. apartado 24 STJUE de
4 de mayo de 1988, Bodson).
2. SOMETIMIENTO PLENO DE LA ACTIVIDAD PÚBLICA MERAMENTE
EMPRESARIAL A LAS REGLAS DE LA COMPETENCIA
Este sometimiento a las reglas de la competencia afecta de
lleno a las actividades puramente empresariales públicas. En
principio, el Derecho de la Unión Europea no las prohíbe. Al
contrario, a este respecto el art. 345 TFUE proclama lo que se ha
dado en llamar el «principio de neutralidad»: «Los Tratados no
prejuzgan en modo alguno el régimen de la propiedad en los
Estados miembros». Así que no hay ninguna obligación de
privatizar las empresas públicas. La Comunicación de la
Comisión 91/C-237/02 aclaró que «cada Estado miembro es libre
de decidir sobre el tamaño y la naturaleza de su sector público y
modificarlo en el futuro». Y se acepta que pueda utilizarlo con
fines como impulsar la economía y el empleo, el desarrollo
regional... Ahora bien, ello con sometimiento pleno a las reglas
sobre competencia lo que, entre otras cosas, comporta, sobre
todo, la prohibición de ayudas de Estado (art. 107.1 TFUE),
conforme se vio en el epígrafe IV de la lección 3 de este Tomo.
Eso ha suscitado el problema de distinguir entre las ayudas de Estado,
prohibidas en principio, y las simples inversiones de las Administraciones en
sus empresas, que son lícitas. A este respecto el Derecho de la Unión ha
acogido el denominado criterio del «inversor privado en una economía de
mercado» (así, STJUE de 10 de julio de 1986, Bélgica contra Comisión, as.
234/84). Ante una concreta aportación pública a una empresa, el criterio
consiste en determinar si un inversor privado en una situación similar habría
inyectado capital en la empresa como lo ha hecho el poder público; ello a la
postre obliga a averiguar si la inversión puede resultar rentable a largo plazo
aunque sea tras una reestructuración o si, por lo menos, permitirá retirarse
del mercado en situación más favorable. Si se dan estas condiciones, será
considerada una lícita inversión pública en la empresa; si no se dan, se
considerará una ayuda de Estado. La aplicación del criterio confiere un amplio
margen de apreciación a la Comisión que tiene que decidir si le parece
verosímil que un inversor privado se habría comportado así.
Así, aunque no haya obligación de vender o cerrar las
empresas públicas, la prohibición de ayudas públicas ha marcado
la tendencia a su venta o cierre, pues muchas de ellas, aunque
fueran útiles para mantener empleo o para otros intereses de
desarrollo económico, sobre todo el de ciertas zonas deprimidas,
o para evitar que sectores estratégicos (p. ej., energía) estuvieran
en manos de capital extranjero, sólo podían sostenerse con
abundantes y continuas ayudas públicas. Por tanto, las empresas
públicas no rentables estaban condenadas a su desaparición
aunque los Estados estuvieran dispuestos a sostenerlas por otro
tipo de consideraciones políticas.
Cosa distinta es que, por otra parte, ya al margen de lo anterior, las
empresas públicas sí sostenibles y hasta rentables también se han vendido
en gran parte por otras razones, incluso simplemente para obtener ingresos
con los que disminuir el déficit público.
3. LA SITUACIÓN DE LOS SERVICIOS DE INTERÉS GENERAL: DISTINCIÓN
ENTRE ECONÓMICOS Y NO ECONÓMICOS
Muy distinta es la situación de los denominados servicios de
interés general.
Aunque, como ya se ha adelantado, el Derecho de la Unión no se habla
precisamente de servicios públicos (salvo en el art. 93 TFUE en relación con
los transportes), en sus alusiones a los servicios de interés general (explícita
y primeramente a los servicios de interés económico general, como ya se ha
visto en el art. 106.2 TFUE; implícita, y ahora también explícitamente, a los
que no tengan carácter económico) encuentran cabida nuestros clásicos
servicios públicos con su régimen tradicional, incluso eventualmente con
monopolio de la actividad en favor del sector público. Pero no sólo ellos:
también quedan incluidas otras actividades que, aunque también entrañan
ciertas excepciones a las reglas de la competencia y una profunda
intervención administrativa, no son propiamente servicios públicos, sobre todo
porque no se parte de la titularidad administrativa de la actividad que, por el
contrario, pueden realizar los sujetos privados en ejercicio de su libertad de
empresa. Con las explicaciones que siguen se irá comprendiendo mejor esta
relación entre el concepto europeo de servicios de interés general y el
concepto de servicios públicos que hemos acogido.
Dentro de los servicios de interés general hay que diferenciar
según tengan o no carácter económico porque el Derecho de la
Unión los somete a regímenes distintos.
Sin embargo, los Tratados no dicen cuáles sean unos y cuáles otros. Es
seguro que se consideran no económicos los de autoridad (justicia, defensa,
policía y similares), pero, en realidad, no se trata de servicios públicos en el
sentido que aquí venimos desarrollando. Salvo esto, la distinción no es nada
fácil. De hecho, el TJUE va resolviendo casuísticamente la adscripción a uno
u otro género sin que quepa deducir criterios terminantes y claros. Suelen
considerarse no económicos los de carácter más social entre los que
normalmente se incluyen los de Seguridad Social (prestaciones por
enfermedad, desempleo, jubilación…), asistencia social, educación, cultura,
empleo y sanidad. Pero, incluso así, no faltan casos en los que TJUE ha
considerado a estos servicios como económicos, atendiendo a su
configuración concreta en la legislación de cada Estado miembro u a otros
criterios variables. Prototípicos servicios de interés económico son los de
transportes, energía y telecomunicaciones. La insuperable dificultad de
distinguir entre los servicios con y sin carácter económico lastra todo lo que
ahora expondremos pues hace que el sometimiento o no a las reglas de la
competencia dependa de una calificación tan endeble.
4. LOS SERVICIOS NO ECONÓMICOS DE INTERÉS GENERAL: EXCLUSIÓN DE
LAS REGLAS DE LA COMPETENCIA
Respecto a los que no tienen carácter económico, el art. 2 del
Protocolo 26 del Tratado de Lisboa dice:
«Las disposiciones de los Tratados no afectarán en modo alguno a
la competencia de los Estados para prestar, encargar y organizar
servicios de interés general que no tengan carácter económico».
Por tanto, esos servicios de interés general sin carácter
económico pueden mantenerse y quedar por completo al margen
de las reglas sobre competencia. En concreto, los Estados
miembros pueden establecer completas reservas al sector público
de esos servicios de interés general sin carácter económico y,
aun sin ello, admitir su financiación pública u otros privilegios de
modo que pueden concurrir con empresas privadas con ventajas,
sin igualdad.
P. ej., STJCE de 11 de septiembre de 2008, Comisión contra Alemania, C141/2007, ap. 22: «... el Derecho Comunitario no supone merma de la
competencia de los Estados miembros para organizar sus sistemas de
Seguridad Social y, en particular, para dictar disposiciones encaminadas a
regular el consumo de productos farmacéuticos, en interés del equilibrio
financiero de sus regímenes del seguro de enfermedad, así como para
organizar y prestar servicios sanitarios y de asistencia médica...».
La exclusión aquí de las reglas europeas de la competencia no significa
que queden por completo al margen de otras políticas europeas. Además, por
otra parte, si esos servicios no económicos se confían por las
Administraciones a un tercero (gestión indirecta), sí que hay que cumplir las
reglas europeas sobre contratación pública.
Por tanto, el Derecho de la Unión permite sin reparos ni límites
de ningún género la subsistencia de los servicios públicos no
económicos (sanidad, educación…) con sus caracteres
tradicionales y, consecuentemente, sin respetar las reglas de la
competencia.
5. LOS SERVICIOS DE INTERÉS ECONÓMICO GENERAL
A) Punto de partida: sometimiento a las reglas de la competencia
con posibilidad de excepciones; subsistencia de servicios
públicos
Respecto a los servicios de interés económico general (SIEG)
ya hemos visto cómo el art. 106.2 TFUE los somete a las reglas
de la competencia aunque con las excepciones imprescindibles
para que puedan cumplir su misión específica.
Esta idea respetuosa de su «misión específica» se fue reforzando en los
Tratados de Amsterdam, Niza y Lisboa, de modo que los SIEG ya no sólo
aparecen como una posible excepción a las reglas de la competencia sino
destacando su valor propio. Se refleja ahora sobre todo en el art. 14 TFUE:
«Sin perjuicio del art. 4 del TUE y de los arts. 93, 106 y 107, y a la
vista del lugar que los servicios de interés económico general ocupan
entre los valores comunes de la Unión, así como de su papel en la
promoción de la cohesión social y territorial, la Unión y los Estados
miembros, con arreglo a sus competencias respectivas y en el ámbito
de aplicación de los Tratados, velarán por que dichos servicios actúen
con arreglo a principios y condiciones, en particular económicas y
financieras, que les permitan cumplir su cometido...» .
También en la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE, cuyo art.
36 establece:
«La Unión reconoce y respeta el acceso a los servicios de interés
económico general, tal como disponen las legislaciones y prácticas
nacionales, de conformidad con la Constitución, con el fin de promover
la cohesión social y territorial de la Unión.»
En la misma dirección se han pronunciado otros textos de las instituciones
europeas: Comunicación de la Comisión de 25 de septiembre de 1996 sobre
los servicios de interés general en Europa; Comunicación de la Comisión de
20 de septiembre de 2000 sobre los servicios de interés general en Europa;
Comunicación de la Comisión sobre «Los servicios de interés general en
Europa» (DO C 17, de 19 de enero de 2001); Informe de la Comisión de 17
de octubre de 2001 al Consejo Europeo de Laeken sobre «Los servicios de
interés general», COM (2001); Dictamen del Comité de las Regiones sobre
«El papel de las autoridades locales y regionales en los servicios públicos» de
14 de abril de 1997; Libro verde de la Comisión sobre los servicios de interés
general de 21 de mayo de 2003; Libro blanco de 12 de mayo de 2004;
Comunicaciones de la Comisión de 26 de abril de 2006 y de 20 de noviembre
de 2007 en el marco del programa «un mercado único para la Europa del
siglo XXI».
En consecuencia, los SIEG sí están sometidos a las reglas de
la competencia pero con las matizaciones necesarias para que
puedan cumplir su misión y promover la cohesión social y
territorial.
Esas matizaciones pueden llegar a ser muy importantes. En
concreto, sin perjuicio de otras:
— Pueden incluso permitir la declaración de un monopolio
público y el otorgamiento de derechos de exclusiva a uno o varios
operadores si es realmente necesario y en la medida
imprescindible para que se pueda cumplir la misión específica
que se les haya confiado.
Así, afirmó la STJCE de 19 de mayo de 1993, Corbeau, C-320/91, en su
apartado 14, que el art. 106.2 TFUE «permite que los Estados miembros
confieran a empresas, a las que encomiendan la gestión de servicios de
interés económico general, derechos exclusivos que pueden obstaculizar la
aplicación de las normas del Tratado sobre la competencia, en la medida en
que, para garantizar el cumplimiento de la misión específica confiada a las
empresas titulares de los derechos exclusivos, sea necesario establecer
restricciones a la competencia o, incluso, excluir toda competencia de otros
operadores económicos». Inclusive cabe un monopolio sobre actividades
rentables como forma de compensar la obligación de cubrir actividades no
rentables, es decir, como forma de conseguir un equilibrio económico. Lo
reconoció la misma sentencia Corbeau que, relativa al monopolio de la
empresa pública encargada del servicio de correos en Bélgica, admitió la
posibilidad de que el monopolio se extendiera a los servicios rentables para
evitar que los empresarios privados se concentraran en estos últimos e
impidieran que Correos compensara las pérdidas de los no rentables (llevar
correspondencia a zonas pocos pobladas y aisladas). Esta doctrina se aplicó
efectivamente en la STJUE de 25 de octubre de 2001, Ambulanz Glöcker, as.
C-475/99: aceptó que las empresas que tenían un derecho exclusivo para el
transporte sanitario urgente (no rentable pues comporta grandes gastos para
funcionar 24 horas al día en todo el territorio y con medios materiales y
humanos muy costosos) tuvieran también el monopolio del transporte no
urgente de enfermos (sí rentable) para compensar aquellos gastos. Justificó,
en suma, la posibilidad de que quedaran excluidos los operadores
independientes que habrían podido centrarse en los servicios de pequeña
distancia y en zonas muy pobladas, haciendo incluso más deficitario el
servicio de interés general que tendría que asumir los servicios urgentes y los
no urgentes más costosos.
— O pueden justificar ciertos derechos especiales y privilegios,
incluida una financiación pública.
Así, pudieron subsistir excepciones intensas a las reglas de la
competencia y muchos servicios públicos económicos con
financiación pública, o incluso en monopolio, amparados en esa
referencia de los Tratados a los SIEG. Y todavía hoy subsisten
esos servicios públicos económicos sin someterse a las reglas de
la competencia, e incluso en monopolio (p. ej. el abastecimiento
de agua, el transporte de viajeros colectivo urbano y por
carretera). O sea, que las referencias del Derecho Europeo a los
SIEG permitieron —y permiten— mantener, entre otras cosas, lo
que, conforme a nuestra terminología clásica, son servicios
públicos económicos con sus caracteres tradicionales.
Naturalmente, si el art. 106.2 TFUE permite excepciones a la
competencia tan radicales como las que suponen los servicios
públicos tradicionales incluso con monopolio, con mayor razón
permite matizaciones más modestas a esas reglas de la
competencia. Y eso es lo que efectivamente se ha desarrollado
para ciertos sectores como ahora vamos a ver.
B) La aparición de un régimen peculiar para los SIEG que no son
servicios públicos: la «regulación»
Pero las transformaciones que ha impuesto la Unión Europea
han sido más profundas de lo hasta ahora expuesto. Ha sido así
porque desde los últimos años del siglo pasado, más allá de la
efectividad de ese sometimiento matizado a las reglas de la
competencia que impone el art. 106.2 TFUE, las instituciones
europeas han aprobado (en virtud del art. 106.3 TFUE y de otros
preceptos de los Tratados) una serie de normas que regulan muy
importantes SIEG de los que hasta ese momento en muchos
Estados, incluido el nuestro, estaban considerados servicios
públicos, incluso en monopolio, o, al menos, en situación muy
similar: telecomunicaciones, electricidad, gas, servicios postales,
transporte aéreo, marítimo, ferrocarril... Con estas normas
europeas ya no se deja a la libre apreciación de cada Estado
miembro determinar las matizaciones a las reglas de la
competencia que pueden aplicarse con el sólo límite negativo del
art. 106.2 TFUE. Por el contrario, son directamente las
instituciones europeas las que deciden esas matizaciones. Y lo
han hecho con una tendencia liberal optando en general por
introducir el máximo de competencia y, en todo lo posible, las
reglas del mercado.
Ello incluso en ámbitos en que tradicionalmente se consideraba que había
un monopolio natural, es decir, aquellos en que se creía antieconómico o
ineficiente (o imposible o inconveniente por razones físicas) duplicar las
infraestructuras. Era el caso típico de los servicios en red en los que instaurar
la competencia es especialmente problemático.
Aun así, las transformaciones no han consistido en convertir
las actividades de esos sectores en puramente privadas y
desarrolladas sin más conforme a las reglas puras del mercado y
la competencia. Se sigue reconociendo que son servicios de
interés económico general y que, por tanto, deben contribuir a la
cohesión social y territorial; y se sigue partiendo de que los
poderes públicos deben garantizar el derecho de los ciudadanos
a disfrutarlos. Por tanto, el Estado no abandona por completo
estos sectores ni los deja sometidos puramente a las reglas del
mercado con solo una tradicional actividad de limitación en sus
moldes clásicos; no abdica de su misión de garante de ciertas
prestaciones que se consideran esenciales. Pero cambia de
estrategia y realiza esa misión de una forma distinta a la que era
tradicional en los servicios públicos buscando un nuevo equilibrio
entre el mercado y la satisfacción de los intereses generales. El
Estado se ha replegado: ya no es gestor directo ni indirecto. Pero
sigue siendo garante de ciertas prestaciones. Y esa función de
garante la cumple regulando intensamente las actividades
privadas; esto es, lo hace como «regulador»; y se habla de una
nueva forma de actuación pública, la «regulación económica» o,
simplemente la «regulación».
Es así como han aparecido servicios de interés económico
general que no son servicios públicos; y un régimen peculiar de
los servicios de interés económico general que no es el de los
servicios públicos. Un régimen que también comporta
matizaciones a la pura aplicación de las reglas del mercado libre
y de la competencia, pero matizaciones menos drásticas que las
de los prototípicos servicios públicos. Un régimen que es una
especie de híbrido en el que ya no se utilizan las formas clásicas
del servicio público (por gestión directa o indirecta) pero no se
renuncia a las aspiraciones prototípicas de los servicios públicos:
garantizar a todos ciertas prestaciones básicas y, así, lograr cierto
grado de cohesión social y territorial.
Como se ha dicho, esta aparición de un régimen peculiar de los SIEG sin
constituirlos en genuinos servicios públicos se ha ido haciendo, por lo que a
nosotros afecta, por diversas normas europeas (normalmente Directivas y a
veces Reglamentos) que paulatinamente han ido afectando a más sectores, y
cada vez más profundamente, antes dominados por regímenes de servicio
público. Estas normas europeas se han ido incorporando al Derecho español
por diversas Leyes. Entre las hoy vigentes destacan éstas: Ley del Sector
Eléctrico (Ley 24/2013), Ley del Sector de los Hidrocarburos (Ley 34/1998),
Ley de Telecomunicaciones (Ley 9/2014), Ley del Sector Postal (Ley
43/2010), Ley del Sector Ferroviario (Ley 38/2015), Ley General de
Comunicación Audiovisual (Ley 7/2010), Ley de Puertos del Estado y de la
Marina Mercante (Texto Refundido aprobado por RD Legislativo 2/2011), etc.
Además, es posible que España utilice las mismas ideas y técnicas en
sectores no abordados concretamente por la Unión Europea. Como se
imaginará, cada uno de esos sectores presididos ahora por la idea de los
servicios económicos de interés general tiene una regulación específica muy
diversa entre sí (muy distinta es la regulación del sector eléctrico y la del
transporte aéreo, p. ej.) y no es nuestro propósito analizarla aquí. Pero con
toda esa regulación europea y española sí cabe construir los caracteres
esenciales de la noción y los rasgos generales o más comunes de su
régimen. Y esos es lo que haremos ahora.
C) Caracteres esenciales de los SIEG que no son servicios
públicos
a) No hay titularidad administrativa de la actividad sino libertad de
empresa
La diferencia esencial con los servicios públicos propiamente
dichos es que aquí no se parte de la titularidad administrativa de
la actividad. Por el contrario, los sujetos privados pueden
emprender esas actividades en ejercicio de su libertad de
empresa.
En estos casos, por tanto, no se da el salto dialéctico del que antes
hablamos, siguiendo a García de Enterría y Fernández Rodríguez, como
característico de los servicios públicos, que parte de la eliminación del dato
básico de una actividad privada inicialmente libre de modo que la
Administración no se encuentra con situaciones jurídicas previas sino que las
crea, las configura y las delimita en virtud de una titularidad remanente y
última de la Administración. Por el contrario, en estos SIEG no configurados
como servicios públicos se parte de la libertad de los sujetos privados que
quieran realizar o realicen la actividad. Por eso, las potestades de la
Administración sobre esos sujetos, aunque sean muy amplias e incisivas y
aunque condicionen y limiten mucho esa libertad, han de basarse en lo
específicamente previsto en las leyes.
Consecuencia lógica de esa libertad primaria de la que se
parte es que los operadores que deseen emprender la actividad
no son gestores indirectos de una actividad propia de la
Administración. Por eso no necesitan una concesión ni nada
equivalente en cuya virtud la Administración los elija y les
transfiera la gestión de una actividad que realmente le
corresponda a ella. Si acaso, se somete la realización de la
actividad a la obtención de una autorización (con la que se
controla sólo que cumplen determinados requisitos) y a veces tan
sólo a una declaración responsable o comunicación.
Así, p. ej., la Ley del Sector Ferroviario —que declara que «el transporte
ferroviario es un servicio de interés general» que «se prestará en régimen de
libre competencia» (art. 47.2)— exige una autorización: la «licencia de
empresa ferroviaria» (art. 48).
La Ley 43/2010 —según la cual «los servicios postales son servicios de
interés económico general que se prestan en régimen de libre competencia»
(art. 2)— exige sólo una declaración responsable (art. 40), salvo excepciones
en las que se requiere una «autorización singular» (art. 42).
La Ley de Telecomunicaciones —tras afirmar que se trata de «servicios de
interés general que se prestan en régimen de libre competencia» (art. 1.1)—
establece que «los interesados en la explotación de una determinada red o en
la prestación de un determinado servicio de comunicaciones electrónicas
deberán, con anterioridad al inicio de la actividad, comunicarlo previamente al
Registro de Operadores…» (art. 6.2); añade que si el Registro de Operadores
constata que esa comunicación «no reúne los requisitos establecidos, dictará
resolución motivada en un plazo máximo de 15 días hábiles, no teniendo por
realizada aquélla» (art. 7.2).
Lo que se quiere demostrar con estos ejemplos es que la
actividad privada en estos SIEG ya no está sometida a concesión
o similar (como es característico de los servicios públicos) sino a
autorización (o licencia) o a declaración responsable (o
comunicación previa, eventualmente con posibilidad de veto
administrativo), técnicas todas éstas que entrañan meros
controles previos del cumplimiento de requisitos como las que ya
vimos al estudiar la actividad de limitación (lección 2, epígrafe I).
De tal modo que la Administración aquí no elige a los particulares
que hayan de realizarla: serán operadores en ese sector todos los
privados que lo deseen y cumplan los requisitos exigidos; así
podrá haber muchos y competencia entre ellos. Y si la
Administración también realiza esas actividades lo hará
normalmente como simple ejercicio de su iniciativa pública
económica, esto es, como pura actividad empresarial.
b) Hay obligaciones de servicio público
Los sujetos que realizan esas actividades configuradas como
SIEG (pero sin ser propiamente servicios públicos) tienen unos
deberes intensos establecidos en las leyes o por la
Administración en virtud de las potestades que les reconocen las
leyes. En esto, podrá decirse, no hay diferencia con las
actividades privadas ordinarias simplemente sujetas a la actividad
de limitación. Si acaso habrá diferencias de grado, cuantitativas,
en tanto que aquí todo eso aparece de forma especialmente
incisiva. Pero hay diferencias más sustanciales: precisamente
porque el Estado no ha abdicado de las aspiraciones propias de
los servicios públicos, se imponen a los operadores de estos
SIEG deberes positivos de contribución al interés general. Esto se
traduce sobre todo en la imposición de las denominadas
«obligaciones de servicio público». Así las llama el Derecho
Europeo y así las llaman también las leyes españolas que se
ocupan de estos sectores. O sea, en un sector que no es
propiamente servicio público y en el que actúan unos sujetos en
ejercicio de su libertad de empresa, se imponen obligaciones de
servicio público.
Lo característico de estas obligaciones es: a) persiguen
garantizar el interés general, sobre todo asegurando que todos
los ciudadanos (universalidad) podrán disfrutar en condiciones de
cierta calidad y a precios asequibles (accesibilidad) de
prestaciones que se consideran imprescindibles o básicas; b) no
serían asumidas motu proprio por los operadores económicos,
normalmente porque no son rentables.
Por tanto, esas obligaciones de servicio público parten de lo que podría
calificarse como un fallo del mercado: aunque se aspira a instaurar o a
conservar el mercado y la libre competencia (por entender que es lo más
eficiente) se entiende que ello, por sí solo, no sería suficiente para garantizar
lo que se considera imprescindible garantizar. Así, aunque se piense que lo
mejor es el mercado y la libre competencia entre empresas que presten
servicios postales, transportes aéreos o marítimos, electricidad…, se
comprende que así no se garantizará adecuadamente que lleguen las cartas
a una zona rural aislada o que haya líneas aéreas o marítimas a una isla con
escasa población, lo que, pese a ello, quiere asegurarse. O sea, en realidad
nos encontramos con el mismo problema al que trata de dar respuesta la idea
clásica de servicio público, pero se opta por otra solución: mercado y libre
competencia pero con obligaciones de servicio público; obligaciones de
servicio público pero sin servicio público.
La obligación de servicio público por excelencia es la llamada de «servicio
universal», esto es, la de garantizar la universalidad de las prestaciones de
modo que puedan disfrutar de ellas todos los ciudadanos a precios
asequibles y con continuidad y unos mínimos de calidad.
En suma, se quiere conseguir lo mismo que se persigue con
los servicios públicos propiamente dichos pero sin las formas y
técnicas de los servicios públicos; lo mismo a lo que aspiran los
servicios públicos pero sin titularidad administrativa —ni siquiera
parcial— de la actividad y con competencia entre operadores.
Aunque se hable aquí de «obligaciones», son más propiamente «deberes»
en el sentido que dimos a estas expresiones en la lección 6 del Tomo I.
D) Concreción de las obligaciones de servicio público y
compensación por ellas
La idea de obligaciones de servicio público requiere de varios y
sucesivos complementos.
Lo primero es delimitar exactamente las prestaciones
realmente imprescindibles para cada servicio y tiempo, las que se
quiere garantizar. Sobre esa base, se concretan las obligaciones
de servicio público. El contenido de éstas varía con el tiempo:
depende de la evolución tecnológica y de la aparición o
desaparición de necesidades individuales y sociales (p. ej., las
relativas a telefonía e internet no son las mismas ahora que hace
diez años ni, seguramente, que las que se sienten dentro de diez
años). Por eso, aunque normalmente las fijan las leyes, se han
ido modificando. Y, además, no es extraño que las leyes prevean
que las concrete y actualice la Administración mediante
reglamentos o incluso por actos administrativos.
Aquí el principio de legalidad como vinculación positiva a la ley rige con
claridad puesto que se trata de imponer deberes (normalmente) a sujetos
privados y, para colmo, deberes de contribución positiva al interés general.
Por tanto, no habrá más obligaciones de servicio público que las que
establezcan las leyes o las que establezca la Administración con una clara
habilitación legal. Los reglamentos —y a veces los actos administrativos—
podrán concretar esas obligaciones de servicio público, completarlas,
aplicarlas… pero no pueden por sí solos inventarlas.
Dice, p. ej., la Ley del Sector Postal (Ley 43/2010):
«Artículo 20. Concepto.
Se entiende por servicio postal universal el conjunto de servicios
postales de calidad determinada en la ley y sus reglamentos de
desarrollo, prestados en régimen ordinario y permanente en todo el
territorio nacional y a precio asequible para todos los usuarios.
Artículo 21. Ámbito.
1. Se incluyen en el ámbito del servicio postal universal las
actividades de recogida, admisión, clasificación, transporte, distribución
y entrega de envíos postales nacionales y transfronterizos en régimen
ordinario de:
a) Cartas y tarjetas postales que contengan comunicaciones
escritas en cualquier tipo de soporte de hasta dos kilogramos de peso.
b) Paquetes postales, con o sin valor comercial, de hasta veinte
kilogramos de peso.
El servicio postal universal incluirá, igualmente, la prestación de los
servicios de certificado y valor declarado, accesorios de los envíos
contemplados en este apartado.
2. Los envíos nacionales y transfronterizos de publicidad directa, de
libros, de catálogos, de publicaciones periódicas y los restantes cuya
circulación no esté prohibida, serán admitidos para su remisión en
régimen de servicio postal universal, siempre que éste se lleve a cabo
con arreglo a alguna de las modalidades previstas en el apartado
anterior.»
La Ley del Sector Ferroviario permite al Gobierno declarar que la
prestación de ciertos transportes «queda sujeta a obligaciones de servicio
público. La declaración se producirá cuando la oferta de servicios de
transporte de viajeros que realizarían los operadores, si considerasen
exclusivamente su propio interés comercial y no recibieran ninguna
compensación, resultara insuficiente o no se adecuara a las condiciones de
frecuencia, calidad o precio necesarias para garantizar la comunicación entre
distintas localidades del territorio español» (art. 59).
En cuanto al transporte aéreo, el Derecho de la Unión [Reglamento (CEE)
n.º 1008/2008] permite a los Estados imponer obligaciones de servicio público
que las compañías no asumirían con la continuidad, regularidad, capacidad y
precios adecuados si únicamente tuvieran en cuenta su interés comercial
«entre un aeropuerto de la Comunidad y otro que sirva a una región periférica
o en desarrollo, o en una ruta de baja densidad cuando dicha ruta se
considere esencial para el desarrollo económico y social de la región».
Actualmente responden a esta idea en España las rutas aéreas de Baleares
con la península, las interinsulares de Baleares y las de Canarias, y la que
une Almería con Sevilla.
Las obligaciones de servicio público pueden llegar a consistir en ampliar
las instalaciones para prestar el servicio a nuevas zonas o para incrementar
la capacidad de la red y así garantizar el servicio universal con unos mínimos
de calidad.
Lo segundo es determinar quién ha de asumir esas
obligaciones de servicio público. Y a este respecto hay muchas
posibilidades: puede que se impongan a todos los operadores
privados o sólo a algunos (los dominantes, los que lo soliciten, los
que se establezcan en licitación pública...) o a una entidad
pública.
P. ej., la Disposición Adicional 1.ª de la Ley del Servicio Postal dice que «la
Sociedad Estatal de Correos y Telégrafos, Sociedad Anónima, tiene la
condición de operador designado por el Estado para prestar el servicio postal
universal por un período de 15 años…». Pero esa misma Ley dispone que
«transcurrido el plazo de 15 años… se podrá designar a una o varias
empresas como proveedores del servicio universal…». En la Ley del Sector
Ferroviario se prevé como regla general que los transportes sujetos a
obligaciones de servicio público se adjudiquen a través de un procedimiento
de licitación, aunque a veces cabe la adjudicación directa o la imposición a la
empresa que cuente con medios adecuados (arts. 59 y 60). En el transporte
aéreo las rutas declaradas obligación de servicio público pueden ser
asumidas por cualquier operador que lo solicite y, en su defecto, se convoca
un concurso en el que ya se prevé un único prestador y compensaciones
económicas.
Algo peculiar es lo previsto en la Ley General de la Comunicación
Audiovisual. Bien mirado, los operadores particulares del sector audiovisual
realizan una actividad puramente privada sin obligaciones de servicio público
(pese a que el art. 22 de la Ley califica a todos los servicios de comunicación
como «servicios de interés general»); y las obligaciones de servicio público
recaen sobre los operadores públicos (sobre todo, RTVE y, en su caso, los
canales públicos autonómicos y municipales). Más aún, esta Ley califica la
actividad de RTVE como servicio público: «El servicio público de
comunicación audiovisual es un servicio esencial de interés económico
general que tiene como misión difundir contenidos que fomenten los
principios y valores constitucionales, contribuir a la formación de una opinión
pública plural, dar a conocer la diversidad cultural y lingüística de España, y
difundir el conocimiento y las artes», así como atender a «aquellos
ciudadanos y grupos sociales que no son destinatarios de la programación
mayoritaria» (art. 40.1). Así las cosas, a lo que acaba pareciéndose esto es a
uno de esos servicios públicos propiamente dichos pero sin monopolio, de
modo parecido a lo que veíamos, p. ej., con la sanidad o la educación.
Lo tercero es calcular el coste de esas obligaciones de servicio
público y establecer alguna forma de compensarlo. Y esto se
hace, según sectores, de diversas formas: puede hacerse con un
reparto equitativo entre todos los operadores o con financiación
pública o confiriendo al obligado algún otro género de ventaja o
con una combinación de estos sistemas.
Así, el art. 28 de la Ley del Sector Postal confía a la Administración
determinar «la cuantía de la carga financiera injusta que comportan las
obligaciones de servicio público del servicio postal universal para el operador
designado…». Además, crea el Fondo de Financiación del Servicio Postal
Universal para compensar esa carga, Fondo que se nutre de transferencias
de los Presupuestos Generales del Estado y de la contribución que tienen
que hacer todos los operadores postales (arts. 29 a 32).
La Ley de Telecomunicaciones prevé un mecanismo de reparto entre los
operadores que obtengan ingresos superiores a 100 millones de euros (art.
27).
E) Los SIEG y el régimen de las ayudas de Estado
De acuerdo con lo expuesto, puede suceder que algunos SIEG requieran
financiación pública (en favor del ente público o privado que gestione el
concreto SIEG de que se trate) para poder cumplir «la misión específica a
ellos confiada» a que se refiere el art. 106.2 TFUE. Pero esto parece chocar
con el régimen de las ayudas de Estado del propio TFUE (arts. 107 a 109) y,
sobre todo, con la prohibición general de tales ayudas (art. 107.1), que
expusimos en el epígrafe IV de la lección 3 de este Tomo. ¿Cómo se concilian
ambas ideas?
El TJUE tiene establecido que, en ciertas condiciones, las
compensaciones otorgadas al prestador (público o privado) de un
SIEG por sus obligaciones de servicio público ni siquiera entran
en el concepto de ayuda de Estado y, por ende, no están
afectadas por el art. 107.1 TFUE.
Es la llamada jurisprudencia Altmark (porque se formuló por primera vez de
forma acabada en la STJUE de 24 de julio de 2003, Altmark Trans y
Regierungspräsidium Magdeburg, C-280/00, aunque ha sido posteriormente
reiterada en otras). Recuérdese que, como explicamos en aquella lección 3,
el concepto de ayuda de Estado requiere que comporte una ventaja que
favorezca a la empresa beneficiaria y la coloque en una posición más
favorable que la de sus empresas competidoras. Pues bien, esta
jurisprudencia Altmark entiende que no hay tal ventaja si se trata sólo de
compensar a una empresa por las obligaciones de servicio público que se le
han impuesto. Pero al mismo tiempo somete esta exclusión del concepto de
ayuda de Estado a condiciones estrictas.
Son cuatro condiciones acumulativas: 1.ª) las obligaciones de servicio
público deben estar claramente definidas; 2.ª) los criterios para el cálculo de
la compensación deben estar establecidos previamente de forma objetiva y
transparente; 3.ª) la compensación no puede superar el coste de las
obligaciones de servicio público y un beneficio razonable; y 4.ª) ese coste
debe calcularse pensando en una empresa media bien gestionada y
adecuadamente equipada.
Si no se cumplen todas esas condiciones las compensaciones
por obligaciones de servicio público sí se consideran ayudas de
Estado. Pero, como también sabemos ya, eso no significa que
sean necesariamente ilícitas puesto que existen excepciones a la
prohibición general de ayudas de Estado. Muchas veces, las
compensaciones por obligaciones de servicio público, aunque
sean ayudas de Estado, serán lícitas por entrar en tales
excepciones.
Recordemos que unas excepciones lo son por aplicación directa del art.
107.2 TFUE y que la Comisión Europea simplemente tiene que declararlo así
sin margen de discrecionalidad. También éstas excepciones pueden jugar
para los SIEG (p. ej., piénsese en la excepción de las ayudas de carácter
social concedidas a consumidores y en los casos de ayudas para asegurar la
prestación de electricidad a personas vulnerables o en las concedidas para el
transporte aéreo a los residentes en Ceuta y Melilla). Y recordemos que otras
excepciones, las del art. 107.3 TFUE, pueden ser declaradas compatibles con
el mercado interior si así lo decide con cierta discrecionalidad la Comisión.
Téngase en cuenta, además, que ciertas ayudas están eximidas del control
previo de la Comisión (art. 108.4 TFUE), como es el caso de las ayudas de
minimis. Todas estas excepciones tienen propicio campo de aplicación en
relación con los SIEG. La Comisión las ha concretado en su Decisión de 20
de diciembre de 2011 «relativa a la aplicación de las disposiciones del art.
106.2 TFUE a las ayudas estatales en forma de compensación por servicio
público concedidas a algunas empresas encargadas de la gestión de SIEG».
En cualquier caso hay que garantizar, primero, que las
compensaciones por las obligaciones de servicio público no
superen sus costes (más un beneficio razonable) y, segundo, que
no puedan utilizarse para financiar actividades distintas, lo que
rompería la igualdad en la competencia.
Plasmación de lo primero aparece en muchas de las normas sobre los
distintos sectores reconocidos como SIEG. P. ej., Ley General de la
Comunicación Audiovisual establece: «La financiación pública no podrá
sostener actividades ni contenidos ajenos al cumplimiento de la función de
servicio público» y si excediese de esto «habrá de reembolsarse o se
minorará de la compensación presupuestaria para el ejercicio siguiente» (arts.
41.4 y 43.4).
En cuanto a lo segundo, téngase en cuenta que las empresas a las que se
confían SIEG y tengan obligaciones de servicio público pueden al mismo
tiempo realizar actividades sin tal carácter. Ante ello es necesario que la
financiación pública que reciban para sus actividades de interés general no la
utilicen para estas otras actividades y así distorsionen la competencia. P. ej.,
si una misma empresa realiza transportes de viajeros con el carácter de SIEG
como obligación de servicio público y otros puramente privados habrá que
asegurar que la financiación pública que reciba por lo primero no le sirva
también para costear lo segundo. Con ese propósito se aprobó la Directiva
2006/111/CE de la Comisión de 16 de noviembre de 2006 relativa a la
transparencia de las relaciones financieras entre los Estados miembros y las
empresas públicas, Directiva dictada de conformidad con el art. 106.3 TFUE y
traspuesta a nuestro ordenamiento por Ley estatal 4/2007, de 3 de abril. El
apartado II de su Exposición de Motivos dice: «El objetivo fundamental de
esta Ley es el de evitar los abusos (…) por parte de las empresas que (…) se
encuentren encargadas de la gestión de servicios de interés económico
general, que reciban cualquier tipo de compensación por el servicio público y
que realicen también otras actividades...». Esto se refleja en su art. 1. Baste
la cita de su apartado 2:
«La presente Ley tiene por objeto:
“Garantizar la transparencia en la gestión de un servicio de interés
económico general o la realización de actividades en virtud de la concesión,
por parte de las Administraciones Públicas (...) de derechos especiales o
exclusivos a cualquier empresa, cuando ésta realice además otras
actividades distintas de la anteriores, actúe en régimen de competencia y
reciba cualquier tipo de compensación por el servicio público, así como la
obligación de llevar cuentas separadas y de informar sobre los ingresos y
costes correspondientes a cada una de las actividades...”».
En concreto, el art. 8.1 dice que «una empresa estará obligada a llevar
cuentas separadas (...) cuando las Administraciones Públicas (...) le hayan
confiado la gestión de un servicio de interés económico general, reciba
cualquier tipo de compensación por gestionar ese servicio de interés
económico general…».
En las normas reguladoras de concretos SIEG hay preceptos con la misma
finalidad que concretan más estas obligaciones de transparencia financiera.
Véase, además, el art. 44 LAULA.
F) Otros rasgos generales de los SIEG
Junto a lo que hemos considerado caracteres esenciales de
los SIEG no configurados como servicios públicos propiamente
dichos, suelen ofrecer, aunque no en todos los casos, ciertos
rasgos peculiares a los que conviene aludir sumariamente.
— Muchas veces, las infraestructuras para prestar los servicios
a los usuarios o consumidores han de ser únicas aunque las
utilicen distintos operadores. Ocurre así, sobre todo, con los
llamados servicios en red (duplicarlas sería inconveniente desde
muchos puntos de vista). Una solución lógica y clásica es que
esas infraestructuras sean de titularidad pública, incluso
demaniales, de modo que la Administración las construya, las
gestione y las facilite a los operadores privados (así sucede con
los puertos o las instalaciones ferroviarias). Otra solución es que
se imponga a todos los operadores la construcción y gestión
conjunta de tales infraestructuras (p. ej., creando entre todos ellos
una persona jurídica con ese objeto: Red Eléctrica Española para
la red de alta tensión o ENAGÁS). Pero por razones históricas y
otros factores, no es extraño que las infraestructuras de los SIEG
sean propiedad de uno de los operadores (v. gr., las de telefonía
fija eran de la compañía que antes prestaba en exclusiva el
servicio y lo mismo sucedía, sobre todo, con la electricidad) y así
se ha mantenido (sin expropiación). A cambio, se impone a esas
empresas propietarias de las infraestructuras que permitan su uso
por otros operadores sin lo cual, claro está, no cabría
competencia. Es decir, se confiere a los operadores «derecho de
acceso» a las redes e infraestructuras de otro y a hacerlo en
condiciones de igualdad. Incluso la Administración puede llegar a
imponer que se amplíen las instalaciones para dar acceso a los
competidores. Además, hay que asegurar la interconexión física y
funcional de las redes para que pueda ser utilizadas por los
distintos operadores y para que, a la postre, los usuarios puedan
comunicarse entre sí o acceder a los servicios de los distintos
operadores. También ello comporta que sean los poderes
públicos los que, al menos si no hay acuerdo, establezcan los
precios que el titular de la infraestructura puede cobrar a los
restantes operadores por el uso de esas instalaciones («precios
de acceso» que cubran los costes y un limitado beneficio).
P. ej., art. 60.3 Ley del Sector de Hidrocarburos: «Se garantiza el acceso
de terceros a las instalaciones de la red básica y a las instalaciones de
transporte y distribución en las condiciones técnicas y económicas
establecidas en la presente Ley. El precio por el uso de estas instalaciones
vendrá determinado por el peaje aprobado por el Ministro de Industria,
Turismo y Comercio, previo Acuerdo de la Comisión Delegada del Gobierno
para Asuntos Económicos».
— También con la finalidad de garantizar la igualdad en estas
circunstancias se impone frecuentemente la desintegración de las
empresas para separar, por una parte, la titularidad y la gestión
de las infraestructuras y, por otra, las actividades prestacionales
que se sirven de esas infraestructuras, ello con el objetivo de
eliminar o paliar la situación de dominio del titular de las
infraestructuras.
Esto ha sucedido con empresas públicas (es el origen de la separación
entre RENFE y ADIF) pero también se ha impuesto en ocasiones a empresas
privadas. Así ha sucedido, p. ej., en el sector eléctrico. Y el art. 12.1 de la Ley
del Sector Eléctrico dispone: «Las sociedades mercantiles que desarrollen
alguna o algunas de las actividades de transporte, distribución y operación del
sistema a que se refiere el apartado 2 del artículo 8 deberán tener como
objeto social exclusivo el desarrollo de las mismas sin que puedan, por tanto,
realizar actividades de producción, de comercialización o de servicios de
recarga energética, ni tomar participaciones en empresas que realicen estas
actividades». También es ilustrativo el art. 16 de la Ley de
Telecomunicaciones que permite imponer a «los operadores con poder
significativo en el mercado integrados verticalmente» que traspasen «las
actividades relacionadas con el suministro al por mayor de productos de
acceso a una unidad empresarial que actúe independientemente». Otro buen
ejemplo ofrece el artículo 63 de la Ley del sector de Hidrocarburos que
aparece precisamente bajo el rubro «separación de actividades».
— En algunos casos (así, ferrocarriles y servicios postales) el
Estado es, por una parte, regulador y, por otra, puede seguir
apareciendo como prestador (RENFE, Correos), aunque en esta
última condición estará en competencia con sujetos privados.
Para este caso el Derecho europeo impone una separación entre
el organismo regulador y el prestador para que, como suele
decirse, no coincida en el mismo sujeto la condición de juez y de
parte. Ello ha hecho a su vez que sea este de los SIEG un terreno
propicio para que aparezcan las llamadas autoridades
administrativas independientes que, aun al margen de ese
problema, también parecen especialmente adecuadas para
asumir con mayor neutralidad y garantías potestades tan
relevantes como las que se presentan en esta singular actividad
de regulación económica.
Así, en España se crearon o, al menos se previeron, respondiendo a ese
modelo, la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones, la Comisión
Nacional de la Energía, el Comité de Regulación Ferroviaria, la Comisión
Nacional del Sector Postal, la Comisión de Regulación Económica
Aeroportuaria... La Ley 3/2013, con una decisión de acierto discutible,
refundió la mayoría de estas autoridades en una entidad que, además, asume
también las funciones de la anterior Comisión Nacional de la Competencia: es
la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, prototipo de los
entes institucionales independientes de los que hablamos en la lección 13,
epígrafe IV, del Tomo I.
— Por otra parte, aunque se trate de entidades privadas en
ejercicio de la libertad de empresa, dado que tienen confiados
servicios de interés general y han de garantizar el servicio
universal, se les confieren privilegios que tradicionalmente eran
propios de las Administraciones o de los concesionarios de
servicios públicos; así, pueden ser beneficiarios de la
expropiación forzosa o tienen derecho a un uso especial o hasta
privativo de bienes de dominio público o un régimen singular en
otros aspectos.
P. ej., los arts. 29 a 33 de la Ley de Telecomunicaciones regulan el derecho
de los operadores a la ocupación del dominio público, a ser beneficiarios de la
expropiación forzosa y al establecimiento de servidumbre y limitaciones a la
propiedad. Por otra parte, el art. 34 de la misma Ley exime a la instalación de
estaciones e infraestructuras radioeléctricas para la prestación de servicios de
comunicaciones de la obtención de licencias a las que están sometidas las
actuaciones ordinarias que, en su caso, serán sustituidas por declaraciones
responsables. Véase también el art. 33 de la Ley del Sector Postal y los arts.
54 y 56 de la Ley del Sector Eléctrico. Y arts. 102 a 107 de la Ley del Sector
de Hidrocarburos.
En la misma línea, las limitaciones a la huelga propias de los servicios
públicos afectan también en lo fundamental a todos estos SIEG no
configurados propiamente como servicios públicos.
Es curioso que, con toda lógica, incluso gozan a veces de una protección
penal que antes era sólo propia de los servicios públicos. Así, el art. 235.3 CP
tiene un tipo agravado de hurto «cuando se trate de conducciones, cableado,
equipos o componentes de infraestructuras de suministro eléctrico, de
hidrocarburos o de los servicios de telecomunicaciones, o de otras cosas
destinadas a la prestación de servicios de interés general, y se cause un
quebranto grave a los mismos». E igual hace el art. 560 CP con el delito de
daños cuando «interrumpan, obstaculicen o destruyan líneas o instalaciones
de telecomunicaciones o la correspondencia postal» u «originen un grave
daño para la circulación ferroviaria» o a «las conducciones o transmisiones de
agua, gas o electricidad para las poblaciones, interrumpiendo o alterando
gravemente el suministro o servicio».
— Desde luego, a los SIEG afecta la legislación general de
defensa de los consumidores y usuarios. Pero en muchos casos,
la protección de los usuarios de estos servicios presenta
singularidades con la pretensión de reforzarla (aunque de
efectividad más que discutible) y con vías específicas de tutela.
Lo que merece al menos ser destacado es que en varios de estos
servicios se prevén sistemas administrativos de resolución de
conflictos entre los operadores y los usuarios finales, sistemas a
los que los operadores quedan sometidos obligatoriamente. Así,
la Administración adopta una especie de papel de árbitro entre
privados que, en general, es impropio de su función pero que en
estos ámbitos está justificado.
Es ilustrativo el art. 55 de la Ley de Telecomunicaciones y la Orden
ITC/1030/2007, de 12 de abril, que regula el procedimiento de resolución de
controversias ente usuarios finales y operadores de servicios de
comunicaciones electrónicas que termina con Resolución de la Secretaría de
Estado de Telecomunicaciones impugnable ante la Jurisdicción contenciosoadministrativa. Véanse también los arts. 15 de la misma Ley de
Telecomunicaciones, 10.4 de la Ley del Sector Postal y 43.5 de la Ley del
Sector Eléctrico. Este último permite a los consumidores someter sus
controversias al Ministerio de Industria y Energía que puede acabar
acordando la devolución de importes indebidamente facturados y «cuantas
medidas tiendan a restituir al interesado en sus derechos e intereses
legítimos, incluyendo la posibilidad de reembolso y compensación por los
gastos y perjuicios que se hubiesen podido generar».
G) ¿Actividad de limitación o de servicio público?
Ofrecido en panorámica el significado y régimen de los SIEG
no configurados como clásicos servicios públicos, así como la
idea de «regulación económica» que los acompaña, interesa
plantear si nos encontramos todavía ante la actividad
administrativa de servicio público (aunque en una versión
moderna, ante una especie de nueva forma de gestionar servicios
públicos) o si encaja más bien en los moldes de la actividad de
limitación o, finalmente, si se trata de nueva modalidad de
actividad administrativa que hay que sumar a las que hemos
expuesto (limitación, fomento y servicio público). Las tres
respuestas tienen parte de razón. Cabe decir que estamos ante
un híbrido con «alma de servicio público y cuerpo de actividad de
limitación», con aspiraciones de servicio público y técnicas de
actividad de limitación.
Aun así, en gran medida lo que mejor explicar la mayor parte
del régimen de los distintos SIEG no configurados como servicios
públicos y de la intervención administrativa sobre ellos son los
principios, las nociones y los instrumentos propios de la actividad
de limitación.
La premisa capital de no estar ante actividades de titularidad administrativa
sino ejercidas por sujetos privados en ejercicio de su libertad justifica esa
afirmación. A partir de ahí, el principio de legalidad y de proporcionalidad, tal y
como los explicamos en la actividad de limitación, encuentran aquí campo de
aplicación en iguales términos. Y por ello mismo los medios jurídicos que aquí
aparecen
(autorizaciones,
declaraciones
responsables,
órdenes,
inspecciones, etc.), responden más a los moldes que presentan en la
actividad de limitación que a los de la actividad de servicio público en sentido
propio. La misma realidad social se acomoda mejor a esta perspectiva porque
en la práctica los operadores privados de estos SIEG rara vez están imbuidos
por el espíritu del servicio público y contemplarlos como gestores de servicios
públicos parece poco realista, casi un sarcasmo. Lo que quedan son ciertos
elementos de la idea y régimen de servicio público, algunos vestigios de ello,
pero habiendo perdido su armazón y sentido general. Lo que surge es más
bien una actividad de limitación, aunque con potestades particularmente
incisivas y con la singularidad de imponer ampliamente deberes de
contribución positiva al interés general.
6. LAS REGLAS DE LA LAULA SOBRE SERVICIOS DE INTERÉS GENERAL
La LAULA pretendió incorporar al régimen local andaluz las ideas sobre los
servicios de interés general. Dentro de ellos distingue los configurados como
servicio público (que presta la entidad local de forma directa o mediante
contrato administrativo) y los «servicios reglamentados». Los configurados
como servicios públicos no suscitan ningún problema. Sí los servicios
reglamentados. Dice que «los servicios locales de interés general se prestan
en régimen de servicio reglamentado cuando la actividad que es objeto de la
prestación se realiza por particulares conforme a la ordenanza local del
servicio que les impone obligaciones específicas de servicio público en virtud
de un criterio de interés general» (art. 28.3). Es, pues, una mera ordenanza la
que decide que una actividad se convierte en servicio reglamentado y la que,
entre otras cosas, impone a sujetos privados obligaciones específicas de
servicio público, así como las tarifas o precios (art. 29). Pero, además de que
no se comprende bien el alcance de este régimen (¿podría declararse que los
cines de un municipio son servicios reglamentados e imponerles obligaciones
de servicio público?, ¿qué lo son los establecimientos privados de alquiler de
bicicletas?, ¿los tanatorios privados?, ¿los gimnasios privados?..., ¿o sólo es
una nueva forma de afrontar el servicio de taxi?), según creo, de ninguna
forma esto es posible por ordenanza. Estamos, se supone, ante actividades
privadas que los particulares desarrollarán en ejercicio de su libertad de
empresa o de profesión u oficio y no es concebible que, salvo ley concreta,
ninguna Administración le pueda imponer deberes de servicio público por
criterios de interés general. En suma, la LAULA ha hecho una importación
extravagante de las nociones de servicios de interés general que, además,
podría ser inconstitucional.
BIBLIOGRAFÍA
Además de las obras citadas en la lección anterior, son de específico interés
para ésta las siguientes:
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Civitas, 2018.
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públicos: problemas laborales», El Cronista del Estado social y
democrático de Derecho, n.º 69, 2017.
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e Izquierdo Carrasco, M. (Coord.), Comentarios a la Ley Reguladora de las
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— «La concesión como modalidad de colaboración público-privada en los
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* Por Manuel REBOLLO PUIG (epígrafes I, IV y V; Grupo de Investigación de
la Junta de Andalucía SEJ-196. Proyecto PGC-2018-093760; M.º Ciencia,
Innovación y Universidades/FEDER, UE) y Lourdes DE LA TORRE MARTÍNEZ
(epígrafes II y III).
LECCIÓN 6
EL PATRIMONIO DE LAS
ADMINISTRACIONES PÚBLICAS. LOS
BIENES PATRIMONIALES *
I. INTRODUCCIÓN: BIENES DEMANIALES Y
BIENES PATRIMONIALES, UNA DISTINCIÓN
FUNDAMENTAL
Las Administraciones Públicas precisan para el cumplimiento
de sus fines de medios materiales. Éstos, según el Derecho
público, podemos dividirlos en dos grandes bloques: Hacienda y
Patrimonio. Así, por un lado, nos encontraríamos con el dinero,
los valores, los créditos y demás recursos financieros de la
Administración, que integran lo que podemos denominar la
Hacienda; y, por otro, todos los bienes y derechos reales que
sean de su titularidad y que formarían lo que conocemos como
Patrimonio de la Administración. De éste nos vamos a ocupar
ahora.
El Patrimonio de las Administraciones Públicas lo componen
unos bienes que, tradicionalmente, vienen agrupándose en dos
categorías, los bienes demaniales, o de dominio público, y los
bienes patrimoniales. Unos y otros están sometidos a un régimen
singular de normas de Derecho Administrativo, sin perjuicio de
que, con carácter supletorio, tal régimen pueda quedar integrado
también por normas provenientes del Derecho patrimonial civil y
de otras normas procedentes del Derecho privado en la forma
que se explicitó en la lección 1 del Tomo I de esta obra, esto es,
en un contexto de Derecho Administrativo y más como normas de
Derecho Administrativo parecidas o iguales a las de Derecho
privado.
Junto a estas dos categorías fundamentales de bienes públicos, suele
hablarse también de la existencia de los denominados patrimonios
especiales, conjunto de bienes que gozan de un régimen jurídico particular en
atención al destino o a las formas de aprovechamiento específicas que el
ordenamiento jurídico les da. En algunos casos, estos patrimonios especiales
conforman una categoría sui generis del dominio público (tales son los casos
de los bienes comunales o de los bienes integrantes del Patrimonio Nacional,
que estudiaremos en la lección siguiente); en otros supuestos, en cambio,
son bienes patrimoniales aunque afectos a una finalidad específica —como
es el caso de los Patrimonios Públicos del Suelo destinados primordialmente
por las normas urbanísticas a la construcción de viviendas de promoción
pública—. Por último, hay Patrimonios especiales, como los industriales, cuya
existencia se explica únicamente en sus peculiares formas de administración,
explotación y enajenación.
Describiendo un caso insólito en el Derecho comparado, el art.
132 CE dedica una atención particularizada a los bienes públicos
y, en especial a los bienes demaniales:
«1. La Ley regulará el régimen jurídico de los bienes de dominio público y
de los comunales, inspirándose en los principios de inalienabilidad,
imprescriptibilidad e inembargabilidad, así como su desafectación.
2. Son bienes de dominio público estatal los que determine la ley y, en todo
caso, la zona marítimo-territorial y los recursos naturales de la zona
económica y la plataforma continental.
3. Por ley se regularán el Patrimonio del Estado y el Patrimonio Nacional,
su adquisición, defensa y conservación.»
De un somero análisis de este precepto, pueden extraerse
algunas conclusiones importantes:
— En este precepto se aluden a todas las categorías de bienes
públicos que se han reconocido históricamente en nuestro
Derecho: los bienes de dominio público o demaniales, los
patrimoniales, los comunales y el Patrimonio Nacional.
— La regulación de estos cuatro tipos de bienes queda sujeta
a reserva de ley, con la particularidad además de que, con
respecto a los bienes demaniales, el art. 132 limita las
posibilidades de configuración del legislador ordinario, fijando los
caracteres básicos —inalienabilidad, imprescriptibilidad e
inembargabilidad— que han de inspirar su régimen jurídico.
— Completando tales notas que inspiran el régimen jurídico de
los bienes demaniales, el art. 132 CE sujeta asimismo a reserva
de ley la desafectación de este tipo de bienes, subrayando así —
aunque lo sea de un modo negativo— la importancia que el
elemento finalista de la afectación asume en la caracterización de
los bienes de dominio público y en su debida diferenciación con
los bienes patrimoniales.
Además de lo indicado, el art. 132.2 CE dedica una atención muy especial
al dominio público marítimo-terrestre del que, como se lee, proclama su
carácter demanial en todo caso. Con esta declaración, el constituyente, amén
de enfatizar la titularidad estatal de este sector del dominio público, envió un
mensaje claro al legislador ordinario para que se mostrase firme y valiente a
la hora de regularlo, y abordarse decididamente y sin complejos el reto
normativo que suponía hacer frente a la existencia al momento de entrada en
vigor de la Constitución de numerosas usurpaciones y apropiaciones privadas
de terrenos enclavados en la zona marítimo-terrestre, gran parte de ellas
amparadas por la legislación preconstitucional y contando incluso con el aval
a su favor de sentencias firmes, como estudió con gran detalle y profundidad
Leguina Villa.
Con anterioridad a la Constitución, la distinción fundamental
entre bienes de dominio público y bienes patrimoniales de la
Administración la encontrábamos en los arts. 338-340 del Código
Civil, en los que se establece una clasificación entre ambos tipos
de bienes públicos en razón al criterio de la afectación: son
bienes de dominio público, según el art. 339 CC, los bienes
públicos destinados al uso, al servicio público o al fomento de la
riqueza nacional; y son bienes patrimoniales, los restantes bienes
públicos, distinción de carácter residual que, como estudiaremos,
se mantiene muy viva en nuestro ordenamiento jurídico.
II. NORMATIVA APLICABLE
Junto al art. 132 CE y a la regulación contenida en el Código
Civil, el grupo normativo por el que, en la actualidad, se regulan
los patrimonios públicos en nuestro ordenamiento jurídico tiene su
norma básica de cabecera en la Ley 33/2003, de 3 de noviembre,
de Patrimonio de las Administraciones Públicas —en adelante,
LPAP—. Se trata, sin duda, de una Ley compleja, no sólo porque
tiene que respetar el marco constitucional de distribución de
competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas,
sino también porque tiene que conjugarse con las legislaciones
específicas —incluso estatales— existentes tradicionalmente para
la regulación de distintos sectores de los patrimonios públicos
(aguas continentales y aguas marítimas; minas; montes;
infraestructuras especiales, etc.).
En efecto, la Disposición Final 2.ª LPAP enuncia el complejo
marco de títulos competenciales que habilitan al Estado para
dictar esta Ley. Sin duda, el título competencial al que se vinculan
un mayor número de preceptos es el relativo a las bases del
régimen jurídico de las Administraciones Públicas (art. 149.1.18
CE), del que los bienes públicos son, sin duda, parte integrante.
Pero, junto a éste, el Estado ancla también sus competencias
para aprobar la LPAP en los títulos referentes a la legislación civil
(art. 149.1.8 CE); legislación procesal (art. 149.1.6 CE), régimen
económico de la Seguridad Social (art. 149.1.17 CE) y legislación
sobre expropiación forzosa (art. 149.1.18 CE). Como fácilmente
se observa, algunos de estos títulos remiten a competencias
plenas estatales, que, por ello, no admiten desarrollo autonómico.
Sin embargo, el grupo más nutrido de preceptos de la LPAP se
vinculan a competencias básicas estatales, y pueden ser, por
tanto, objeto de desarrollo legislativo por parte de las
Comunidades Autónomas, respetando tanto las determinaciones
básicas de la LPAP como las normas reglamentarias de
desarrollo de ésta que gocen asimismo de tal condición por
constituir el complemento necesario de artículos de la LPAP que
tengan atribuidos la condición de básicos (Disposición Final 3.ª
LPAP).
Por otro lado, la regulación ofrecida por la LPAP para los
bienes de dominio público estatal tiene carácter supletorio
respecto a la que pueda contenerse en las leyes sectoriales que
vengan a regular alguno de los distintos bienes que integran el
demanio (así, las leyes de aguas, costas, minas…). En concreto,
el art. 5.4 LPAP establece que «los bienes y derechos de dominio
público se regirán por las leyes y disposiciones especiales que les
sean de aplicación y, a falta de normas especiales, por esta Ley y
las disposiciones que la desarrollen o complementen. Las normas
generales del Derecho Administrativo y, en su defecto, las normas
del Derecho privado, se aplicarán como derecho supletorio».
Junto a las dos cuestiones reseñadas, hay que indicar que los
bienes públicos pertenecientes a las Administraciones Locales
han gozado tradicionalmente —y siguen gozando en nuestros
días— de una regulación propia, que lógicamente debe respetar,
conforme a lo que preceptúa el art. 2.2 LPAP, las determinaciones
básicas o plenas contenidas en la LPAP. Con respeto a estas
determinaciones básicas (y también a las párvulas bases que se
contienen en los arts. 79 a 83 LRBRL) las Comunidades
Autónomas han procedido a establecer el régimen jurídico de los
bienes locales, bien al hilo de las regulaciones generales que
establecían para el régimen local, bien a través de normas
específicas.
Este último es el caso de la Comunidad Autónoma de Andalucía en donde
la Ley 7/1999, de 29 de septiembre, ha regulado los bienes de las Entidades
Locales de Andalucía (LBELA), normativa complementada por el Decreto
18/2006, de 24 de enero, por el que se aprueba el Reglamento de Bienes de
las Entidades Locales de Andalucía. Con respecto a los bienes locales, hay
que recordar también aquí que existe el Reglamento Estatal de Bienes
Locales —RBEL— (RD 1.372/1986, de 13 de junio), cuyo valor ordinamental
para las Corporaciones Locales es simplemente supletorio, lo que, sin
embargo, no oscurece el valor interpretativo que, sin duda, el RBEL posee en
su integración de principios generales del Derecho.
Por último, para la interpretación de todo este complejo grupo
normativo de los patrimonios públicos, deben tenerse muy
presentes las enseñanzas de la jurisprudencia, que ha contribuido
a definir y aclarar el alcance de algunas de las notas y principios
que conforman el régimen jurídico de esta tipología de bienes. En
esta tarea de esclarecer el régimen jurídico de los patrimonios
públicos, sería injusto marginar la labor efectuada al respecto por
la jurisprudencia constitucional, labor que ha servido tanto para
singularizar los rasgos del dominio público estatal (SSTC
77/1984, de 3 de julio; 227/1988, de 29 de noviembre, y
149/1991, de 4 de julio), como para determinar el alcance de
algunos de sus principios inspiradores (STC 166/1988, de 15 de
julio).
III. DELIMITACIÓN DEL CONCEPTO DE
PATRIMONIO DE LAS ADMINISTRACIONES
PÚBLICAS Y CLASES DE BIENES QUE LO
INTEGRAN
Como señalamos al inicio del tema, el patrimonio de las
Administraciones Públicas está constituido por el conjunto de
todos sus bienes y derechos, cualquiera que sea su naturaleza y
el título de su adquisición, o aquel en virtud del cual les hayan
sido atribuidos.
No están incluidos en este concepto de patrimonio,
cualesquiera otros como los recursos financieros o de tesorería
que forman parte de lo que hemos dado en llamar patrimonio
financiero o Hacienda.
Por tanto, ¿cuáles son los bienes integrantes del Patrimonio de
las Administraciones Públicas? Tal y como señalamos, de
acuerdo con nuestra tradición histórico-jurídica, que recoge el art.
132 CE, podemos distinguir dos grandes clases de bienes:
— Los demaniales o de dominio público: son los que, siendo
de titularidad pública, se encuentren afectados al uso general o al
servicio público, así como aquellos a los que una ley otorgue
expresamente el carácter de demaniales (art. 5.1 LPAP).
— Los patrimoniales o de dominio privado: son todos aquellos
otros que, siendo también de titularidad de una Administración
Pública, no tienen el carácter de demaniales. Por tanto se trataría,
como se ha dicho en numerosas ocasiones por la doctrina, de
una categoría residual, que es definida con un criterio negativo:
todos los bienes de la Administración que no sean demaniales,
serán, por exclusión, patrimoniales, como regla general (art. 7.1
LPAP); regla general que se refuerza con la presunción de
patrimonialidad establecida por el art. 16 LPAP.
Para el Estado, tienen además este carácter patrimonial los derechos de
arrendamiento, los valores y títulos representativos de acciones y
participaciones en el capital de sociedades mercantiles o de obligaciones
emitidas por éstas, así como contratos de futuros y opciones cuyo activo
subyacente esté constituido por acciones o participaciones en entidades
mercantiles, los derechos de propiedad incorporal y los derechos de cualquier
naturaleza que se deriven de la titularidad de los bienes y derechos
patrimoniales (art. 7.2)
Todos y cada uno de estos bienes tienen un régimen jurídico distinto, si
bien es cierto, que de un tiempo a esta parte, se viene observando una
tendencia a la aproximación entre el régimen aplicable a los bienes
demaniales y el de los patrimoniales, realidad que se ha hecho más evidente
tras la aprobación de la LPAP. Esta opción del legislador está avalada por una
corriente doctrinal que habla de un importante punto de conexión entre ambos
tipos de bienes, de una evidente comunicabilidad entre ellos en cuanto que
un bien demanial puede pasar a ser patrimonial en el momento en se
desafecte, esto es, deje de estar destinado a un uso público o servicio
público, y viceversa. No obstante todo lo anterior, la diferencia subsiste, de
ahí que hayamos optado por estudiar en la presente lección las notas que
pueden entenderse comunes a ambos tipos de bienes y las más específicas
de los bienes patrimoniales y dejar para la próxima lección el análisis del
dominio público. En ella, nos ocuparemos también de los bienes comunales y
de los integrantes del Patrimonio Nacional que, a su vez, merecen un
tratamiento diferenciado de los anteriores.
IV. RÉGIMEN JURÍDICO BÁSICO DE LOS BIENES
PÚBLICOS (I): LA ADQUISICIÓN
En el régimen jurídico básico de los bienes públicos vamos a
agrupar aquellas reglas comunes que, con carácter general,
pueden aplicarse a la mayor parte de estos bienes, pero sólo en
lo que se refiere a dos aspectos: los modos de adquisición de
estos, así como las distintas fórmulas o técnicas que el
ordenamiento contempla de cara a su protección.
Al hablar de adquisición hemos de entender este término en su
sentido más amplio, como el modo mediante el cual determinados
bienes pasan a integrarse en el patrimonio de las
Administraciones Públicas ya sea como bienes demaniales o
patrimoniales, aunque recordemos que la presunción general
establecida al respecto por el art. 16 LPAP es la de que «salvo
disposición legal en contrario» los bienes y derechos se
adquieren con el carácter de patrimoniales, sin perjuicio de su
posterior afectación. En principio, la Administración puede adquirir
estos bienes por cualesquiera de los modos de adquisición que,
con carácter general, prevé el Código Civil para todo tipo de
bienes (arts. 609 y ss.), esto es, por ocupación, por Ley, por
sucesión, por prescripción y por consecuencia de ciertos
contratos mediante la tradición. Sin embargo, a estos títulos han
de añadirse otros que son propios de la Administración como
sujeto de Derecho público.
1. ADQUISICIÓN POR ATRIBUCIÓN DE LA LEY
A) Los inmuebles vacantes
Como regla general, la LPAP atribuye legalmente la propiedad
de los inmuebles carentes de dueño a la Administración General
del Estado (art. 17). Recoge así una añeja tradición legislativa
que, arrancando de la Novísima Recopilación (Libro X, Título XII),
encontró su hito fundamental en los arts. 1 y 3 de la Ley de
Mostrencos (RD 9-16 de mayo de 1835), y se recogió después en
los arts. 21 y 22 de la LPE, que atribuyó al Estado, en condición
de bienes patrimoniales, los inmuebles vacantes y sin dueño
conocido.
Como decimos, esta atribución estatal de los bienes mostrencos halla sus
antecedentes en los arts. 1 y 3 de la Ley de Mostrencos (RD 9-16 de mayo de
1835): «Corresponden al Estado los bienes semovientes, muebles e
inmuebles, derechos y prestaciones siguientes: 1.º) los que estuvieren
vacantes y sin dueño conocido por no poseerlos individuo ni corporación
alguna».
No obstante, esta regla general (expresamente aceptada por
las SSTC 58/1982, de 27 de julio; 150/1998, de 2 de julio; y
204/2004, de 18 de noviembre), ha sido matizada por parte de la
más reciente jurisprudencia constitucional en relación con
aquellas Comunidades Autónomas que, disponiendo de Derecho
Foral, han establecido previsiones legales sobre el destino y la
titularidad autonómica de los inmuebles vacantes. Considera el
Tribunal Constitucional que estas previsiones autonómicas tienen
conexión con la regulación que el Derecho foral hace de la
institución de la sucesión ab intestato. En este sentido, la STC
40/2018, de 26 de abril (FJ 8.º), establece una distinción dentro
de los bienes vacantes entre los que no tienen dueño conocido y
los que, aun teniéndolo, dejan de tenerlo por haber fallecido su
titular sin herederos testamentarios o intestados. Para estos
segundos, el Tribunal Constitucional estima que la atribución de la
titularidad a la Comunidad Autónoma (en el caso, la navarra)
representa un desarrollo y actualización legislativas de una
institución foral ya existente.
En parecidos términos, la STC 41/2018, de 26 de abril, considera que la
atribución que la Disposición Adicional 6.ª de la Ley de Patrimonio de Aragón
(Decreto Legislativo 4/2013, de 17 de diciembre) hace a favor de la
Comunidad Autónoma de las fincas de reemplazo sin dueño provenientes de
procesos de concentración parcelaria, supone una actualización de los
contenidos ya existentes en el Derecho civil aragonés con respecto a la
sucesión en defecto de parientes.
B) Saldos y depósitos abandonados
Conforme al art. 18 LPAP, el dinero, los valores, los saldos de
cuentas corrientes, libretas de ahorro, u otros instrumentos
similares abiertos en bancos u otras entidades financieras, así
como los depósitos que existieran en la Caja General de
Depósitos, respecto de los cuales su titular no hubiera realizado
gestión alguna en un plazo de 20 años, se considerarán
abandonados y, por tanto, pertenecientes al Estado. Las
entidades depositarias estarán obligadas a comunicar esta
situación al Ministerio con competencia en materia de Hacienda.
De conformidad con los argumentos aducidos por la jurisprudencia
constitucional comentada en la letra anterior, se considera constitucional que
la Comunidad Foral Navarra regule el destino y establezca la titularidad
autonómica de los depósitos y saldos abandonados «por su clara conexión
con las normas sobre los modos de adquirir la propiedad y concretamente
con los llamados ab intestatos» (FJ 9.º).
Por lo que a nosotros interesa sólo pasarán a integrar el
patrimonio de las Administraciones Públicas los objetos físicos
(los depositados en cajas de seguridad, los valores u otros títulos
asimilables), puesto que el resto, los saldos bancarios, el dinero,
pasará a ingresarse sin más en el Tesoro en cuanto éste forma
parte de la Hacienda y no del Patrimonio, como hemos tenido
ocasión de ver (art. 3.2 LPAP).
C) Otros bienes y derechos
En este último apartado, pero, no por eso menos importantes,
creemos necesario hacer mención a tres supuestos, de gran
relevancia cualitativa y cuantitativamente algunos de ellos, en los
que la Administración se convierte también ope legis en la titular
de bienes y derechos:
— Con independencia de que al estudiar el régimen jurídico
específico del dominio público nos ocupemos de este supuesto
con mayor detalle, hemos de referirnos siquiera brevemente, a la
«adquisición» de todos aquellos géneros completos de bienes
que, por mor de su calificación legal como demaniales, pasan a
ser titularidad de la Administración. Estamos refiriéndonos, p. ej.,
a los casos contemplados en las leyes sectoriales de costas,
aguas, minas, etc.
— En la actualidad podemos decir que, cuantitativamente, la
mayor parte de bienes y derechos que recibe la Administración,
en este caso concreto la local, como regla general, proceden de
las previsiones contenidas en leyes generales como las
urbanísticas. Así, p. ej., éstas obligan a los propietarios de suelo
que llevan a cabo el desarrollo urbanístico de terrenos de su
titularidad a ceder al Ayuntamiento parte de estos y, en cualquier
caso, los necesarios para los viales, plazas y otro tipo de
dotaciones.
— Por último y aun cuando se trate de supuestos
extraordinarios, nada frecuentes, cabe también mencionar la
adquisición en virtud de leyes singulares de contenido ablatorio o
expropiatorias. El caso más conocido es el que se llevó a cabo
por la llamada Ley Rumasa, de 19 de junio de 1983, en cuya
virtud el Estado pasó a ser propietario de los bienes y derechos
integrantes del citado holding.
2. ADQUISICIONES A TÍTULO ONEROSO
A) Expropiación forzosa
Se trata, al igual que los anteriores, de otro de los modos de
adquisición no contemplados en el Código Civil y que deriva del
ejercicio de una potestad pública, la expropiatoria (estudiada in
extenso en las lecciones 8 y 9 de este Tomo). Ésta se ejercitará
conforme a lo dispuesto en la LEF y en la legislación estatal sobre
suelo y valoraciones. En este supuesto, el bien adquirido en virtud
de expropiación tendrá atribuida directamente la condición de
demanial puesto que la afectación se entiende implícita en el fin
público que constituyó la causa expropiandi (art. 24 LPAP).
B) Adquisición por contrato
Se trata de adquisiciones llevadas a cabo con carácter
voluntario por parte de la Administración en virtud de cualesquiera
contratos, «típicos y atípicos», incluidos aquellos que tengan por
objeto la constitución a su favor de un derecho de adquisición
preferente de bienes o derechos, esto es, los conocidos derechos
reales de tanteo y retracto. Estas adquisiciones se regirán en
primer lugar por la LPAP y supletoriamente por las normas de
Derecho privado, ya sean civiles o mercantiles. A diferencia de la
normativa anterior, la actual Ley de Patrimonio regula de una
manera pormenorizada este modo de adquisición en los arts. 115
a 121. No obstante hemos de hacer una serie de precisiones
preliminares. Según resulta del art. 110 LPAP, el régimen jurídico
de estos contratos es mixto. Así, por un lado, en su preparación y
adjudicación se rigen por la LPAP y disposiciones de desarrollo y,
supletoriamente, por la legislación de contratos de las
Administraciones Públicas. Mientras que los efectos y extinción
de los contratos de adquisición se regirán por la LPAP y por las
normas de Derecho privado antes citadas. Con arreglo a ello, si
bien el orden jurisdiccional civil es, en principio, el competente
para resolver las controversias que surjan entre las partes sobre
estos contratos, no ocurre lo mismo si tales divergencias se
refieren a los actos de preparación y adjudicación del contrato,
dado que, entonces, en virtud de la doctrina de los actos jurídicos
separables, éstos habrán de ser impugnados ante la Jurisdicción
contencioso-administrativa.
Por otra parte en este ámbito contractual en el que, como ya
hemos apuntado rige la libertad de pactos para la Administración,
ha de tenerse en cuenta la necesidad de tramitar el oportuno
expediente patrimonial y finalmente, además, para la
formalización del negocio jurídico, el otorgamiento de escritura
pública.
Por último la LPAP establece distintas reglas según que el
objeto del contrato sea un mueble o un inmueble:
— Para la adquisición de bienes muebles la Ley se remite sin
más a la legislación de contratos de las Administraciones
Públicas (art. 120 LPAP), y, en particular, a la regulación relativa
al contrato de suministro .
— En cambio, si la adquisición tiene por objeto un bien
inmueble, la regla general es que aquella se lleve a cabo por
concurso público, aunque también cabe, en algunos supuestos,
seguir el procedimiento de licitación restringida, regulado en el
apartado 4.º de la Disposición Adicional 15.ª LPAP. Asimismo es
posible la adjudicación directa en una serie de casos o
circunstancias, unos precisos y otros indeterminados en exceso,
de entre los que podemos destacar los siguientes: por las
peculiaridades de la necesidad a satisfacer, por las condiciones
del mercado inmobiliario, por la urgencia de la adquisición debida
a acontecimientos imprevisibles, por la especial idoneidad del
bien, cuando el vendedor sea otra Administración Pública, cuando
fuera declarado desierto el concurso convocado para la
adquisición, cuando se ejercite un derecho de adquisición
preferente… (art. 116.4 LPAP).
El procedimiento de licitación restringida al que se alude en el texto
consiste, en esencia, en la formación de una bolsa permanente de ofertas y la
realización de procesos restringidos de selección entre las incorporadas al
sistema».
Relacionado con lo anterior creemos necesario hacer mención
de un supuesto singular: el arrendamiento de inmueble con
opción a compra. Pues bien, en tal caso, si finalmente la
Administración ejercitase su derecho a comprar el bien, habrá de
observar las normas sobre adquisición de inmuebles que
acabamos de exponer (art. 128 LPAP).
3. ADQUISICIONES A TÍTULO GRATUITO
A) Adquisición por herencia, legado o donación
Esta forma de adquisición está sujeta a unas reglas, muy
elementales, que tratan de asegurar que a la Administración le
interese realmente lo que puede adjudicarse por alguno de estos
modos. En el caso de la herencia, ya sea testamentaria o ab
intestato, se entenderá siempre que la Administración la acepta a
beneficio de inventario. Con idéntica finalidad se prevé que un
legado o donación de bienes o derechos realizados a favor de la
Administración sólo serán admitidos por ésta cuando se
compruebe que el valor de lo legado o donado es superior al del
gravamen, modo o condición al que tales bienes o derechos
estuvieran sujetos.
Debe dejarse constancia que existen reglas especiales para las
adquisiciones a título gratuito de bienes culturales (art. 21.1 LPAP); para las
adquisiciones gratuitas de bienes sujetas a condición o modo (art. 21.4
LPAP); y para la adquisición de bienes donados al Estado y sitos en el
extranjero (art. 39 RPAP)
B) Adquisición por prescripción adquisitiva o usucapión
Las Administraciones Públicas podrán adquirir bienes en virtud
de la prescripción adquisitiva conforme a lo dispuesto en el
Código Civil (art. 22 LPAP).
C) Adquisición por ocupación
Al igual que en el supuesto anterior esta adquisición también
se regirá por lo establecido en el Código Civil (art. 23 LPAP).
4. ADQUISICIONES EN VIRTUD DE PROCEDIMIENTOS ADMINISTRATIVOS O
JUDICIALES
A) Adquisición por apremio o embargo
En este caso los bienes se adquirirían como consecuencia de
un procedimiento administrativo de apremio, en virtud de una
ejecución forzosa, o bien como resultado de un proceso judicial
de embargo, para satisfacer el pago de una deuda que el titular
del bien tuviera con la Administración. En cierto modo, esta
modalidad podría encuadrarse en el apartado de la adquisición a
título oneroso del que nos hemos ocupado con anterioridad (art.
25 LPAP). Cabría añadir que la Administración, para el supuesto
concreto de toma de posesión de los bienes que le hubieren sido
adjudicados en vía administrativa, goza de un privilegio del que
nos ocuparemos más adelante: la posibilidad de ejercer, por sí
misma y sin necesidad de auxilio judicial, la llamada potestad de
desahucio.
B) Adquisición en virtud de decomiso
Conforme a la última reforma del Código Penal —llevada a
cabo por la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo— «los bienes,
instrumentos o ganancias decomisados por resolución firme,
salvo que deban ser destinados al pago de indemnizaciones a las
víctimas, serán adjudicados al Estado que les dará el destino que
se disponga legal o reglamentariamente» (art. 127 CP). También
cabe un decomiso administrativo.
V. RÉGIMEN JURÍDICO BÁSICO DE LOS BIENES
PÚBLICOS (II): LA PROTECCIÓN
Dentro del régimen jurídico básico de los bienes públicos
hemos de ocuparnos necesariamente de las distintas técnicas,
medios o instrumentos con los que nuestro sistema jurídico trata
de preservarlos con el fin de asegurar su conservación por parte
de la Administración titular y la integridad material de los mismos.
En efecto, en nuestro ordenamiento se revela la clara intención
del legislador de garantizar la identidad, la integridad y, en cierto
modo, también la indisponibilidad de estos bienes, pues se parte
de la premisa de que son necesarios para que la Administración
cumpla sus fines. Como señalábamos al inicio de esta lección,
junto a los recursos financieros, los bienes que componen el
patrimonio de la Administración son los medios materiales de los
que ésta dispone para poder servir a los intereses generales
llevando a cabo cuantas actuaciones le vienen atribuidas por la
ley. Es obvio que, existiendo distintas clases de bienes públicos y
cumpliendo estos un papel muy distinto, distinto será también el
tratamiento que reciban en orden a su protección, de ahí que
ahora nos limitemos a exponer el régimen básico de esta tutela
conjuntamente, referido tanto a los bienes demaniales como a los
patrimoniales, con independencia de que, al estudiar cada uno de
ellos por separado, subrayemos las diferencias existentes en este
punto.
1. LA POTESTAD DE DESLINDE
Esta potestad es una manifestación del privilegio de la
autotutela del que goza la Administración, en concreto se trata de
una expresión de lo que conocemos como autotutela declarativa.
El deslinde, referido a los bienes inmuebles, consiste en la
operación por la que se fijan sus límites, se delimitan las lindes.
Esta atribución, en principio, le corresponde a todo propietario por
el mero hecho de serlo. Ahora bien, en el caso de que existiera
discrepancia entre propietarios colindantes y no fuera posible
llegar a un acuerdo entre ellos, el asunto habría de dirimirse ante
un juez en virtud de un juicio declarativo. Pues bien, cuando se
trata de bienes inmuebles de la Administración, ya sean
demaniales o patrimoniales, ésta puede llevar a cabo por sí
misma el deslinde, como una manifestación más de su potestad
de autotutela. Así se establece con carácter general en el art. 50
LPAP cuando afirma que las Administraciones Públicas podrán
deslindar sus bienes inmuebles, de otros pertenecientes a
terceros, «cuando los límites entre ellos sean imprecisos o
existan indicios de usurpación».
Este deslinde se lleva a cabo en virtud de un procedimiento administrativo
cuyas reglas generales se contienen en el art. 52 LPAP para los bienes del
Estado. Si se trata de bienes de las Comunidades Autónomas habrá de
atenerse a lo establecido en sus respectivas leyes de patrimonio o, en el caso
de bienes de los municipios u otras entidades locales, al RBEL. Además
hemos de tener en cuenta que en muchas de las normas reguladoras de
específicos bienes de dominio público, como son las leyes de aguas, costas,
montes, etc., se contienen concretos preceptos relativos al ejercicio de esta
potestad.
Así podemos verlo, p. ej., en los arts. 11 a 16 LC, 87 TRLAg y 235.2 y 240
a 242 RDPH, o en los arts. 11 a 15 LM. Asimismo, respecto de las entidades
locales, el procedimiento específico de deslinde se contempla en los arts. 56
a 68 RBEL. Por lo que afecta a Andalucía, en los arts. 24 a 26 y 71 la LPAnd
contempla la potestad de deslinde de los bienes de dominio público. A su vez,
la Ley de Bienes de las Entidades Locales de Andalucía hace referencia a
esta potestad en los arts. 63 y 65, concretándose el procedimiento a seguir en
los arts. 131 a 139 de su Reglamento de desarrollo, de 24 de enero de 2006.
Por lo general el procedimiento de deslinde administrativo, que
necesariamente ha de ser de carácter contradictorio, termina con
una resolución administrativa que, una vez que sea firme, tiene
acceso directo al Registro de la Propiedad, inscribiéndose en el
mismo si la finca ya estuviere registrada. En caso contrario habría
de procederse a la previa inmatriculación de la finca y
posteriormente a la inscripción del deslinde aprobado. Este
evidente privilegio de la Administración, se vería reforzado,
además, con la prohibición, impuesta al posible poseedor, de
ejercer las acciones para la tutela sumaria de la posesión
contempladas en la Ley de Enjuiciamiento Civil (art. 250.4), esto
es, la conocida tradicionalmente como la imposibilidad de
interponer interdictos contra la Administración.
En principio dicha resolución administrativa de deslinde sólo
serviría para declarar la posesión de lo deslindado, de tal modo
que no afecta a la propiedad del inmueble ni sustituye a la acción
reivindicatoria; sin embargo, muchas de las leyes sectoriales
reguladoras de concretos bienes demaniales van mucho más allá,
estableciendo que el deslinde, una vez aprobado y firme, declara
la posesión y la titularidad a favor de la Administración de que se
trate.
Así se contempla, p. ej., en las Leyes de costas, aguas o vías pecuarias.
Según esto, en tales casos, la resolución finalizadora del procedimiento de
deslinde prevalecería frente a las titularidades registrales contradictorias. Se
trata de una cuestión muy discutida por afectar a los más elementales
principios hipotecarios, pero que obtuvo un claro respaldo por la importante
STC 149/1991, dictada a propósito de una impugnación de la Ley de Costas.
En efecto, en aquella ocasión el Tribunal Constitucional, frente a las
alegaciones de los recurrentes de que se estaba dotando a un acto
administrativo —el de deslinde— «de la eficacia propia de las sentencias
judiciales», descalificó este planteamiento por entender que «siempre existiría
el derecho de los afectados por el deslinde a ejercer las acciones que estimen
pertinentes en defensa de sus derechos, acciones que podrán ser objeto de
anotación preventiva en el Registro de la Propiedad y que, sin duda, podrán
seguirse tanto en la vía contencioso-administrativa como en la civil».
Así pues, conforme a esta conclusión, el TC atribuye al
propietario disconforme con el deslinde practicado por la
Administración la carga de recurrir en un juicio declarativo ante el
juez civil, al igual que también puede recurrir dicho acto de
deslinde ante la Jurisdicción contencioso-administrativa por
supuestos vicios de competencia o de procedimiento.
2. LA POTESTAD DE RECUPERACIÓN POSESORIA
También aquí nos hallamos ante el ejercicio de una potestad
vinculada al privilegio de la autotutela. En efecto, gracias a esta
potestad, las Administraciones Públicas tampoco necesitan acudir
al juez civil —mediante el planteamiento de un juicio declarativo o
la interposición de las acciones previstas en el art. 240 LEC—
para recuperar la posesión de sus bienes, sino que pueden
hacerlo por sí mismas mediante un procedimiento administrativo
que ha dado en llamarse interdictum proprium.
En este caso, sin embargo, hemos de observar reglas distintas
según que estemos ante bienes demaniales o se trate de bienes
patrimoniales. No obstante es una diferencia menor. Veamos. Si
se trata de bienes demaniales, esta potestad de recuperación
podrá ejercitarse en cualquier tiempo; por así decirlo no prescribe
esta posibilidad. Sin embargo, en el caso de los bienes
patrimoniales se requiere que la iniciación del procedimiento haya
sido notificada al interesado antes de que transcurra el plazo de
un año desde el día siguiente a aquel en el que tuvo lugar la
usurpación del bien. Pasado dicho plazo, si la Administración
pretende recuperar la posesión sobre el mismo, ha de someterse
a las reglas procesales habituales, esto es, deberá ejercitar las
acciones civiles correspondientes ante los órganos del orden
jurisdiccional civil.
En términos generales, en todo procedimiento administrativo
de recuperación posesoria habría que distinguir dos fases, una
declarativa y una ejecutoria. En la primera de ellas, conocida por
parte de la Administración la ocupación de un bien de su
titularidad por quien no goza de un título para ello, debe darse
audiencia al interesado afectado para que pueda alegar lo que
estime oportuno. Oído éste y comprobado que no cuenta con
ningún título suficiente en el que pueda amparar su actuación, la
Administración reafirmará su condición de titular del bien y
requerirá al ocupante para que cese en su posesión, señalándole
un plazo a tal efecto. Si transcurrido éste, el usurpador no atiende
voluntariamente dicho requerimiento, la Administración podrá
utilizar cualquiera de los medios de ejecución forzosa de los actos
administrativos previstos en la LPAC, entre los que suele ser
frecuente en estos casos la imposición de multas coercitivas. Ello,
obviamente, con independencia de que el hecho pueda ser
constitutivo de delito o falta.
Además de ello, es frecuente que la resolución administrativa que ordena
el desalojo del bien exija a la vez la reposición del dominio público al estado
anterior a su ocupación sin título, actuación que si el interesado no acomete
podrá ser también actuada materialmente por la Administración mediante la
ejecución subsidiaria a costa del obligado (STS 4288/2018, de 3 de
diciembre).
También en este supuesto, al igual que en el deslinde, es de
aplicación la prohibición de accionar sumarialmente en vía judicial
contra la Administración para impedir el ejercicio de esta
potestad, lo que no supone que estemos ante una situación
irreversible, puesto que, con posterioridad, una vez recuperada la
posesión por parte de la Administración, el interesado afectado
pueda actuar contra ella y entablar las acciones que estime
oportunas para remover la situación y recobrar su posición inicial.
3. EL DESAHUCIO ADMINISTRATIVO
Íntimamente unido a la potestad de recuperación posesoria se
encuentra el desahucio administrativo si bien entre ambas figuras
se dan una serie de diferencias que pasamos a exponer.
Conforme al art. 58 LPAP las Administraciones Públicas podrán
recuperar sus bienes demaniales, sin necesidad de acudir al juez
civil, mediante desahucio «cuando decaigan o desaparezcan el
título, las condiciones o las circunstancias que legitimaban su
ocupación por terceros». Así pues el desahucio sólo cabe cuando
se trate de bienes del dominio público. En segundo lugar, en este
caso estamos ante un supuesto en el que el ocupante poseía
legítimamente el bien, sólo que, una vez desaparecida esa
legitimación por haber finalizado un plazo o cambiado las
circunstancias, el citado poseedor se resiste a dejar el bien. Por
último, como tercera diferencia, subrayaremos que, aunque el
procedimiento es casi idéntico al que vimos cuando estudiamos la
recuperación posesoria, en la llamada fase declarativa, la
Administración ha de poner de manifiesto la extinción o caducidad
del título que otorgaba el derecho de utilización de los bienes de
dominio público sobre los que va a ejercerse el desahucio, así
como, fijar, en su caso, la indemnización que haya de abonar el
detentador del bien. De proceder ésta, se trata de una cantidad
totalmente independiente del pago de los gastos que ocasione el
desalojo en el caso de que el tenedor no atendiera
voluntariamente el requerimiento de abandono del bien efectuado
por la Administración.
No obstante lo anterior, como han puesto de manifiesto algunos autores,
en los últimos tiempos se ha llevado a cabo una aplicación extensiva del
desahucio administrativo que va más allá de la protección de los bienes
demaniales. No nos referimos al supuesto, muy frecuente, de desalojo de
fincas expropiadas, previa extinción de los contratos de arrendamiento o
cualesquiera otros derechos que recayeran sobre ellas, puesto que, en el
fondo en este caso estamos ante bienes de dominio público, sino a la
previsión de desalojo de los usuarios de viviendas de protección oficial
previsto en su normativa reguladora o el de las viviendas propiedad de
distintos entes públicos (ministerios, entes locales…) que estuvieran
ocupadas por funcionarios. En el caso de los bienes locales de Andalucía, el
art. 68 LBELA parece extender, con carácter general, las potestades
administrativas de desahucio con respecto a todos los bienes inmuebles que
pertenezcan a las entidades locales andaluzas; no obstante, para el caso de
que la causa que motive el desahucio fuese el que los bienes hayan sido
usurpados u ocupados por los particulares sin título jurídico alguno,
clandestinamente o contra la voluntad de la entidad, el art. 68.b) limita el
ejercicio de la potestad de desahucio administrativo al plazo de un año a
contar desde el momento en el que se tuvo constancia de la ocupación. Esta
limitación temporal concordaría con la establecida con carácter general para
la recuperación de oficio de los bienes patrimoniales; sin embargo, la confusa
redacción de este art. 68 LBELA hace dudar sobre si dicho condicionamiento
temporal lo es únicamente para el supuesto regulado por el art. 68.b) o reviste
un carácter general para el ejercicio de la potestad de desahucio con respecto
a todos los bienes patrimoniales. De todos modos, pese a lo aquí apuntado,
no debe olvidarse que el art. 58 LPAP tiene la condición de precepto básico.
4. LA POTESTAD DE INVESTIGACIÓN
Las Administraciones Públicas tienen la facultad de investigar
por ella misma la situación de los bienes y derechos que,
presumiblemente, formen parte de su patrimonio a fin de
determinar su titularidad cuando ésta no les conste de modo
cierto (art. 45 LPAP). Por tanto, a diferencia de lo que ocurre en
las relaciones entre particulares, donde esta facultad se reserva
al juez, la Administración cuando tenga la sospecha de que
determinados bienes o derechos pueden ser suyos ha de ejercitar
esta potestad a fin de aclarar si realmente le pertenecen. El
ejercicio de esta potestad se lleva a cabo a través de un
procedimiento administrativo que, como en el de la recuperación
posesoria, puede iniciarse de oficio, por iniciativa propia o por
denuncia de particulares. Si, como consecuencia del mismo, se
considera suficientemente acreditada la titularidad de la
Administración sobre el bien o derecho investigados, se declarará
así en la resolución que ponga fin al procedimiento. Con esta
resolución la Administración procederá a incluir el bien en su
Inventario patrimonial, así como a inscribirlo en el Registro de la
Propiedad, en uno y otro caso y en los términos que veremos a
continuación. Obviamente, en la citada resolución se deben
contener las medidas que hayan de adoptarse de cara a obtener
la posesión del bien de que se trate.
La LPAP, para fomentar la colaboración de los particulares en este punto,
prevé un premio para aquellos que denuncien —pongan en conocimiento de
la Administración— la existencia de los bienes y derechos que
presumiblemente podrían ser de titularidad pública. Como es lógico el abono
de dicho premio procederá si, como consecuencia de la investigación, el bien
o derecho de que se trate se ha incorporado finalmente al patrimonio público.
La cuantía de este premio es del 10 % del valor de los bienes o derechos
denunciados, conforme al art. 48.1 LPAP. Dicha previsión se contempla
también en la Ley andaluza de Patrimonio aunque con un llamativo matiz
pues el particular, al realizar la denuncia, ha de efectuar un depósito: «debe
anticipar los gastos estimados por la realización de la investigación» (art. 53).
5. EL CONTROL JUDICIAL DE LOS ACTOS DE AUTOTUTELA
Vistas las anteriores potestades exorbitantes de la
Administración, clara manifestación de su autotutela, aunque sea
obvio, es necesario recordar que su ejercicio está sujeto, en
cualquier caso, al control judicial. Así pues, si, como
consecuencia del ejercicio de las potestades estudiadas, un
particular se sintiera agraviado o perjudicado en sus bienes o
derechos, podrá actuar ejercitando las acciones declarativas o
reivindicatorias del dominio que estime oportuno, atacando la
nueva situación posesoria y registral favorable a la
Administración, así como denunciando el desahucio de que
hubiera sido objeto. En tal caso podrá ejercer las acciones que
estime pertinentes ante la jurisdicción civil (art. 3.1 LJCA).
No obstante cabe también la impugnación de los actos
administrativos resolutorios que afecten a titularidades y derechos
de carácter civil ante la Jurisdicción contencioso-administrativa
cuando tal impugnación se base en una infracción de las normas
sobre competencia y procedimiento, previo agotamiento de la vía
administrativa (art. 43.2 LPAP).
Por último recordemos algo que hemos expuesto con anterioridad. La
LPAP, siguiendo la regla general contenida en el art. 105 de la LPAC
(intitulado «Prohibición de acciones posesorias»), reconoce a la
Administración un privilegio en relación con sus potestades de protección de
los bienes públicos: la inviabilidad de la acción interdictal para la tutela
sumaria de la posesión prevista en el art. 250.1.4 de la LEC, lo que
tradicionalmente se conocía como la prohibición de interponer interdictos
contra la Administración. Los interdictos eran un instrumento procesal en
defensa de la posesión que la LEC de 2000 ha suprimido como tales
instrumentos, lo que no quiere decir que haya desaparecido su función.
Ahora, los que antes se denominaban interdictos, se reconducen al género
común de las acciones posesorias a las que se refiere el art. 250 LEC, que
dispone que dichas acciones se decidirán «en juicio verbal». Entre ellas
contempla «las que pretendan la tutela sumaria de la tenencia o de la
posesión de una cosa o derecho por quien haya sido despojado de ellas o
perturbado en su disfrute».
6. LA INSCRIPCIÓN EN EL REGISTRO DE LA PROPIEDAD
Con carácter general la LPAP, en su art. 36.1, ha impuesto a
las Administraciones Públicas la obligación de hacer constar «en
los correspondientes registros los bienes y derechos de su
patrimonio, ya sean demaniales o patrimoniales, que sean
susceptibles de inscripción, así como todos los actos y contratos
que puedan tener acceso a dichos registros». En realidad se trata
de una previsión en cierto modo novedosa puesto que, hasta
hace relativamente poco tiempo, el acceso al Registro de la
Propiedad sólo estaba previsto respecto de los bienes de
propiedad privada. La razón se remontaba históricamente a los
mismos orígenes de dicho Registro.
Éste, como conocemos, surgió en el último tercio del siglo XIX con la
finalidad de dar seguridad jurídica a las numerosas transacciones de
inmuebles a que habían dado lugar todas las operaciones desamortizadoras
que se llevaron a cabo en dicho siglo. Se trataba de ofrecer, a quien así lo
desease, la posibilidad de hacer constar en los libros registrales la propiedad,
la posesión o cualesquiera otros derechos reales por parte de quien fuera su
verdadero titular. Y el Registro no sólo hacía pública, erga omnes, esa
realidad sino que, además, sus datos contaban con una presunción de
veracidad y legalidad que sólo podría ser contradicha en virtud de una
decisión judicial. De esta premisa se dedujo que los bienes públicos no
necesitaban de protección alguna por parte del Registro en cuanto que dicho
carácter de «públicos» no sólo era, de facto, suficientemente conocido por
todos, sino que, además, venía amparado por la proclamación de dicha
condición por la ley. Nadie pondría en discusión, p. ej., que el inmueble
histórico que albergaba la Casa Consistorial era un bien público, excluido
pues del ámbito de la propiedad privada. Pese a este lógico razonamiento
inicial lo cierto es que, con el paso de los años, el legislador fue percibiendo
que no en todos los casos era tan evidente el carácter público de
determinados inmuebles, ni que, como consecuencia de ello, pudiera evitarse
la posibilidad de que se consideraran consolidados por el paso del tiempo
determinados derechos de los particulares sobre bienes de titularidad pública.
De ahí que, en este ámbito, nos encontráramos con una normativa si no
contradictoria, cuando menos, poco clara, de la que, como estudió Parejo
Oliver, había terminado deduciéndose una prohibición general de inscribir los
bienes demaniales. La reforma del art. 5 del Reglamento Hipotecario, llevada
a cabo en 1998, acabó con tales incertidumbres y proclamó que «los bienes
de dominio público también podrán ser objeto de inscripción, conforme a su
legislación especial».
En la actualidad, la LPAP, como hemos visto, no sólo ha
eliminado el carácter potestativo de la inscripción, convirtiéndola
en obligatoria, sino que, además, extiende esta necesidad tanto a
los bienes demaniales como a los patrimoniales, como ya antes
había hecho el art. 85 TRRL para los bienes locales. Para la
inscripción del bien o derecho de que se trate, además de los
títulos habituales más conocidos como la escritura pública o la
sentencia, se considera título suficiente un certificado
administrativo expedido por el órgano responsable de la custodia
y gestión de bienes de la Administración de que se trate (art. 37
LPAP).
Por último, las anteriores reglas se completan extremando el
celo de los Registradores de la Propiedad en la defensa del
dominio público frente a los intentos de inmatricular parcelas
integrantes del dominio público. Así, cuando los Registradores
tengan la sospecha de que un bien o derecho perteneciente a
una Administración no está debidamente inscrito, deberán
ponerlo en su conocimiento para que adopte las medidas que
estime pertinentes. De igual modo, en el supuesto de que, como
consecuencia de la solicitud por un particular de inmatriculación
de un determinado bien, o de la inscripción de un derecho sobre
el mismo, el Registrador considere que el inmueble es de dominio
público o, sencillamente, invade parte del mismo deberá ponerlo
en conocimiento de la Administración afectada y, cautelarmente,
denegar la inscripción solicitada.
7. EL INVENTARIO PATRIMONIAL
Según el diccionario, un inventario es «un documento en el
que constan los bienes y efectos de una persona o comunidad».
En el caso que nos ocupa, el Inventario patrimonial es el registro
documental en el que figuran los datos relativos a los bienes de
los que es titular una Administración Pública. Pues bien, durante
mucho tiempo, y por unos argumentos muy similares a los que
acabamos de exponer en relación al Registro de la Propiedad, tal
previsión se consideró innecesaria.
En la actualidad la LPAP contempla esta exigencia, con
carácter general, en su art. 32.1 al establecer que «las
Administraciones Públicas están obligadas a inventariar los
bienes y derechos que integran su patrimonio, haciendo constar,
con el suficiente detalle, las menciones necesarias para su
identificación y las que resulten precisas para reflejar la situación
jurídica y el destino o uso a que están siendo dedicados». Pese a
que la anotación o asiento en el Inventario no tenga eficacia
jurídica frente a terceros, ni tampoco carácter constitutivo, qué
duda cabe de que puede convertirse en un eficaz medio de
prueba de su titularidad o posesión por parte de un ente público
(art. 33.4 LPAP). Además, en lo que respecta, al menos, a la
Administración General del Estado, el art. 35.1 LPAP preceptúa
que no podrán realizarse actos de gestión o disposición sobre los
bienes y derechos del Patrimonio del Estado si los bienes no se
encuentran debidamente inscritos en el Inventario General del
Bienes y Derechos del Estado.
Tanto el art. 86 TRRL como el 36 RBEL mantienen idéntica previsión para
la Administración Local, previsión que se ha recogido también en las leyes
autonómicas de patrimonio como una obligación que recae sobre sus
respectivas administraciones. Asimismo hemos de hacer constar que en las
diversas normativas sectoriales reguladoras de bienes o recursos contemplan
un sistema similar de catalogación o inventario de los mismos. Así, p. ej. en
las Leyes de montes (art. 24 ter) o aguas [art. 42.1.c)], entre otras. En
Andalucía, la Ley de Patrimonio hace mención de un Inventario general de
bienes y derechos de la Comunidad y de las entidades de Derecho público
dependientes de la misma (art. 14); y la LBELA también contempla el que
llama Inventario general consolidado (arts. 57 y ss.)
Por último, hay que advertir que existen algunos catálogos sectoriales,
que, lejos de agotar sus efectos en el ámbito interno de la Administración,
describen para los bienes inscritos un régimen jurídico especial. Tal cosa
sucede con el denominado Catálogo de Montes (art. 16 LM), que da lugar
incluso a una categoría específica de montes —los montes catalogados—
que se estudiarán con mayor detenimiento en el Tomo VI de este Manual.
8. RESPONSABILIDAD POR LOS DAÑOS CAUSADOS POR LOS PARTICULARES
A LOS BIENES PÚBLICOS
Tradicionalmente nuestra jurisprudencia venía manteniendo
que, cuando un particular causara daños en los bienes públicos
—aunque
éstos
tuviesen
naturaleza
demanial—,
la
Administración tenía que acudir a la jurisdicción civil para
reclamar la reparación de los daños que se hubiesen producido
conforme a las reglas del art. 1.902 CC. Esta doctrina comenzó a
quebrarse a partir del momento en el que algunas Leyes
sectoriales establecieron que, con independencia de la sanción
penal o administrativa que al particular correspondiese por la
comisión de una infracción contra el dominio público, el infractor
venía también obligado a la reposición de las cosas a su estado
anterior o a la indemnización por los daños y perjuicios causados
en los bienes cuando aquella reparación in natura no fuese
factible. Con ello se atribuía, en definitiva, a la Administración la
potestad de determinar la exigencia de este tipo de
responsabilidad con ocasión de la tramitación de un
procedimiento sancionador.
Como se dice en el texto, esta posibilidad fue paulatinamente
reconociéndose en las distintas leyes sectoriales que disciplinaban los
patrimonios públicos: arts. 95 LC; 118 TRLAg; 34.2 Ley de Carreteras y 77
LM, entre otras, así como por las Leyes que disciplinaron los patrimonios
públicos autonómicos y locales.
En la actualidad, la LPAP ha dado carta de naturaleza a esta
potestad administrativa estableciendo que «con independencia de
las sanciones que puedan imponérsele, el infractor estará
obligado a la restitución y reposición de los bienes a su estado
anterior, con la indemnización de los daños irreparables y
perjuicios causados, en el plazo que en cada caso se fije en la
resolución correspondiente», siendo el órgano competente para
imponer la sanción quien fije ejecutoriamente el importe de tales
indemnizaciones (art. 193.3), valiéndose para exigir el
cumplimiento de esas obligaciones de los procedimientos de
ejecución forzosa previstos en la legislación de procedimiento
administrativo común (art. 197.1).
Con rotundidad lo expresa ahora el art. 28.2 in fine LRJSP: «De no
satisfacerse la indemnización en el plazo que al efecto se determine en
función de su cuantía, se procederá en la forma prevista en el artículo 101 de
la Ley del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones
Públicas». Por lo demás, conviene poner de relieve que este art. 28.2 LRJSP
junto con el art. 90.4 LPAC ha eliminado algunas de las incertidumbres que al
respecto sentaba el art. 130.2 de la derogada Ley 30/1992 cuando indicaba
que, de no satisfacerse la indemnización en plazo, quedaba «expedita la vía
judicial correspondiente», lo que, enlazando con esa tradición de la que
hemos hablado, no se sabía bien si significaba que la Administración tenía
que recurrir a la jurisdicción civil para la exigencia del cumplimiento de esta
obligación.
Con todo, como atinadamente apunta López Ramón, los problemas
interpretativos no han acabado del todo en relación con este tema, que
aparece muy vinculado con el ejercicio de la potestad sancionadora. Para él,
en relación, al menos, con el ámbito residual y supletorio de la LPAP, «es
presupuesto de la potestad auto-resarcitoria la identificación de una conducta
sancionable en vía administrativa de la que se hayan derivado daños a los
bienes públicos. Y ello aunque dicha potestad se ejerza con independencia
de la sancionadora (que incluso pudiera ser inviable al haber prescrito la
infracción), tal y como autoriza la Sentencia del Tribunal Supremo 8156/2005,
de 16 de noviembre, dictada en recurso de casación en interés de Ley. El
supuesto de hecho para el ejercicio de la potestad auto-resarcitoria es la
conducta reprochada y tipificada como infracción administrativa, no
necesariamente la imposición de la sanción correspondiente». Por ello,
concluye que, a su juicio, la mejor solución pasaría por prever legalmente un
procedimiento administrativo de auto-resarcimiento, tal y como ha hecho la
Ley de Patrimonio de Aragón (arts. 152-156). Solución que es también la que
auspicia con carácter general Rebollo Puig.
En la Comunidad Autónoma de Andalucía, éste último parece ser también
el camino escogido por la Ley de Patrimonio de la Comunidad Autónoma: «el
Órgano o Entidad pública encargado de la gestión del bien o que haya
concedido el servicio público podrá utilizar sus poderes de autotutela para
obligar al causante del daño a reparar los perjuicios causados. Sus actos
serán recurribles en vía contencioso-administrativa» (art. 113). Con mayor
ambigüedad se pronuncia, en cambio, el art. 75.1 LBELA.
VI. LOS BIENES PATRIMONIALES
1. CONCEPTO Y FUNCIÓN
Ya hemos tenido ocasión de exponer que la definición de los
bienes patrimoniales es aparentemente sencilla: los bienes y
derechos que, siendo titularidad de las Administraciones Públicas,
no tienen el carácter de demaniales. Además, también se les
atribuye la condición de patrimoniales, con carácter general, a
todos los bienes y derechos que adquiera la Administración sin
perjuicio, como es obvio, de que con posterioridad se les afecte al
uso general o al servicio público, en cuyo caso pasarían a
incorporarse a la categoría del dominio público.
El art. 7.2 LPAP, consciente de que ésta es una definición imprecisa, la
completa, por lo que se refiere a la Administración General del Estado y sus
organismos públicos, ofreciendo un listado, aclaratorio y ejemplificativo, de
una serie de bienes y derechos que, en todo caso, han de ser considerados
como patrimoniales. Éstos serían los siguientes: a) los derechos de
arrendamientos; b) los valores y títulos representativos de acciones y
participaciones en el capital de sociedades mercantiles o de obligaciones
emitidas por éstas; c) los contratos de futuros y opciones cuyo activo
subyacente esté constituido por acciones o participaciones en entidades
mercantiles; d) los derechos de propiedad incorporal; e) los derechos de
cualquier naturaleza que se deriven de la titularidad de los bienes y derechos
patrimoniales. Ciertamente, esta enumeración, pese a tratarse de una
previsión referida a la Administración General del Estado, adquiere un
carácter ilustrativo acerca de la condición patrimonial que tendrán los bienes y
derechos similares pertenecientes a otras Administraciones.
Evidentemente, todos estos bienes, pese a no estar afectados
a un uso o servicio público, es obvio que deben cumplir una
finalidad pública, que no tiene que ser, como se creyó
erróneamente en tiempos pretéritos, la simple generación de
rentas para la Administración.
Históricamente estos bienes tenían como fin la generación de rentas para
hacer frente a las necesidades de la Corona, de los pueblos u otras
comunidades, según quien fuera el titular de tales bienes. Ahora bien, una
vez que, a finales del siglo XIX fundamentalmente, se sientan las bases de un
nuevo modelo de Estado, esta finalidad pierde relevancia al instaurarse un
modelo de recaudación basado en el pago de impuestos. Y,
desgraciadamente, esta nueva situación, entre otras razones, sirvió de
justificación al beligerante movimiento desamortizador tan arraigado en el
citado siglo XIX. Como es sabido, sus partidarios consideraban que esos
bienes serían mucho más rentables y contribuirían a la dinamización de la
actividad económica del país si se entregaban a manos privadas.
Posteriormente la realidad vino a desmentir, en gran parte, estos postulados,
produciéndose un empobrecimiento, p. ej., de los municipios, que sufrieron
una grave despatrimonialización y, en consecuencia, dejaron de recibir las
rentas que esos bienes generaban y con las que atendían las necesidades de
la comunidad. Esta idea motriz, subyacente en la desamortización, ha
seguido teniendo arraigo en nuestro país hasta hace bien poco tiempo,
alentando una desafortunada corriente que, amparada siempre en las
recurrentes crisis económicas, encontraba una sustanciosa fuente de
ingresos complementaria en la venta de los bienes patrimoniales.
Por fortuna, en nuestros días, parece haberse reducido esa
tendencia, desde el punto y hora en que se reconoce que estos
bienes cumplen una serie de fines públicos de gran utilidad que
no tienen porqué ser exclusivamente económicos. Es cierto que,
como comprobaremos a continuación, el legislador impone que
su uso se rija por el criterio de la optimización, y que su
explotación esté sujeta a los principios de eficacia y rentabilidad;
pero no es menos cierto también que, paralelamente, se
contemplan otras utilidades o fines públicos distintos. La LPAP es
una buena muestra de ello en cuanto que proclama la utilidad
directa, aunque instrumental, de estos bienes, para fines públicos
que sean competencia de la Administración titular de los mismos.
En efecto, la gestión de éstos, como se afirma en la Exposición
de Motivos, ha de estar «plenamente integrada con las restantes
políticas públicas». De hecho se cita expresamente la política de
vivienda. De este modo, se ha confirmado lo que ya venía siendo
una realidad de un tiempo a esta parte: el destino de los bienes
patrimoniales no puede restringirse sólo a fines económicos, sino
que puede aspirar también a alcanzar otros fines sociales, tales
como los ecológicos o medioambientales, el apoyo de una
determinada política industrial o el empleo de los Patrimonios
públicos de suelo, obtenidos de las cesiones urbanísticas
municipales, para construir viviendas sociales o su puesta en el
mercado con el fin de frenar la especulación.
2. EXPLOTACIÓN DE LOS BIENES PATRIMONIALES
El hecho de que los bienes patrimoniales, a diferencia de los
demaniales, no estén afectados expresamente a un uso o servicio
públicos, no quiere decir que de ellos no se pueda obtener ningún
beneficio o rentabilidad. Por el contrario, conforme a la LPAP, la
gestión de éstos ha de ajustarse a los principios de eficiencia y
economía, y su explotación se llevará a cabo de acuerdo con los
criterios de eficacia y rentabilidad como hemos adelantado ya. De
hecho, se promueve incluso la colaboración y coordinación entre
las distintas Administraciones a fin de optimizar la utilización y el
rendimiento de estos bienes. Y al mismo tiempo se señala que la
gestión de los bienes patrimoniales deberá coadyuvar a la
ejecución de las distintas políticas públicas en vigor, y en
particular, a la política de vivienda, siempre en coordinación con
las Administraciones competentes (art. 8 LPAP).
En este sentido, cabe traer a colación la interesante previsión contenida en
el art. 105.4 LPAP, muy acorde con el espíritu de coordinación
interadministrativa que impregna esta Ley. Con apoyo en los principios de
coordinación y colaboración y con la finalidad de fomentar que los bienes
públicos sean empleados de la forma más eficiente posible, el art. 105.4
contempla que la Administración estatal, tras el correspondiente estudio y
valoración, pueda llegar a un acuerdo de cesión de la explotación de un bien
a cualesquiera otra Administración territorial que le presente un proyecto en el
que demuestre que ella podría lograr un mejor aprovechamiento del mismo
Teniendo en cuenta, como premisa, los postulados que
acabamos de exponer acerca de la amplia gama de fines que han
cumplir los bienes patrimoniales, abordemos ahora el régimen
básico de su explotación o aprovechamiento, no sin antes
destacar que la LPAP marca unos presupuestos para su
explotación, a saber: a) que los bienes no estén materialmente
afectados a un servicio o a una función pública (arts. 105.1 y 131
LPAP); b) que los bienes de que se trate no estén destinados a
ser enajenados (art. 138.1 LPAP), y c) que sean susceptibles de
aprovechamiento económico.
Así pues, la utilización de los bienes patrimoniales puede
llevarse a cabo:
a) Directamente por la propia Administración titular de los
mismos, utilizándolos, como hemos expuesto, en beneficio de sus
concretas políticas, o destinándolos materialmente a un servicio
público, sin que por ello se conviertan en demaniales. En uno y
otro caso el uso o aprovechamiento del bien se regirá,
respectivamente, por la normativa aplicable a la política o al
servicio público de que se trate.
b) Por los particulares, mediante su explotación, con la
consiguiente obtención de un beneficio económico por la
Administración titular. Rige en este ámbito el principio de libertad
de pactos y, por tanto, dicha explotación podrá formalizarse
mediante cualquier negocio jurídico, típico o atípico. Hemos de
subrayar que estos contratos tienen naturaleza privada, esto es,
son contratos civiles, sin perjuicio de que los actos de preparación
y adjudicación de los mismos, estén sometidos al Derecho
Administrativo, circunstancia que resulta de gran interés de cara a
determinar la jurisdicción competente para conocer de los litigios
que en torno a tales negocios puedan suscitarse (art. 110 LPAP).
Como regla general, estos contratos han de adjudicarse por
concurso, aunque se permite la adjudicación directa en los casos,
debidamente justificados, de urgencia, limitación de la demanda o
singularidad del bien o de la operación.
En el ámbito local la adjudicación del bien patrimonial para su explotación,
además de observar la normativa de contratos públicos en lo que se refiere a
la preparación y adjudicación del contrato, debe realizarse por subasta
cuando la duración de la cesión fuera superior a 5 años o el precio acordado
fuera superior al 5% de los recursos ordinarios de la entidad local de que se
trate (art. 92.1 RBEL).
En el caso de la explotación de bienes patrimoniales
pertenecientes a la Administración General del Estado, la
duración de los contratos que tuvieran como objeto estos bienes
no podrá exceder de 20 años, salvo causas excepcionales. Sin
embargo, también se contempla en la LPAP un supuesto que no
seguiría las reglas anteriormente expuestas. Se trata de la cesión
del uso del bien por un plazo no superior a 30 días o para la
organización de conferencias, seminarios, presentaciones u otros
eventos. En tal caso, no sería necesaria la celebración de un
contrato, sino que bastaría con un simple acto unilateral, una
mera autorización administrativa en la que se concretarían las
condiciones de uso del bien y la contraprestación correspondiente
(art. 105.3 LPAP).
Una interesante consideración: si el uso del bien patrimonial fuera su
arrendamiento por un tercero con el posible ejercicio de una opción de
compra por su parte, el contrato se regirá por las reglas de la enajenación de
las que nos ocuparemos a continuación (art. 106.4 LPAP).
3. LA ENAJENACIÓN Y DISPOSICIÓN DE LOS BIENES PATRIMONIALES
A diferencia de los bienes de dominio público, los bienes
patrimoniales no son inalienables ni imprescriptibles. Por un lado,
esto significa que la Administración titular puede disponer de ellos
mediante enajenación, cesión gratuita o permuta; y, por otro lado,
entraña que pueden ser adquiridos por los particulares a través
del instituto de la usucapión. Por lo demás, en virtud de la
máxima qui potest plus potest minus, la Administración puede
imponer cargas y gravámenes sobre un bien patrimonial que le
pertenezca, sin llegar a desprenderse del mismo.
Es importante recordar ahora que, aunque hayamos afirmado
que los bienes patrimoniales están ligados a la Administración
que los posee por un título similar al de la propiedad privada, en
realidad el régimen jurídico general de éstos es de Derecho
público, si bien le son también de aplicación normas de Derecho
privado, fundamentalmente de índole civil y mercantil. De hecho
la Administración no puede disponer de sus bienes patrimoniales
con la misma libertad con la que puede hacerlo un propietario
privado respecto de los bienes de su titularidad.
Pues bien, al igual que dijimos en el apartado anterior referido
a la explotación de dichos bienes, también al hablar de su
disposición rige el principio de libertad de pactos, de tal manera
que es posible el empleo de cualquier negocio traslativo, típico o
atípico.
A) La enajenación
En un principio, la regla de la inalienabilidad era de aplicación
no sólo a los bienes demaniales, sino también a los patrimoniales.
Sin embargo, en la actualidad las cosas, como ya nos consta, han
cambiado y se permite con naturalidad la enajenación de los
bienes patrimoniales, si bien sujeta a una serie de
particularidades plasmadas en un procedimiento administrativo
específico. Como han puesto de relieve algunos autores, aunque
la enajenación sea una forma de rentabilizar los bienes
patrimoniales, ésta ha sido vista históricamente con recelo en
cuanto que, a largo plazo, la disposición de unos bienes
susceptibles de explotación económica rentable supone una
merma de ingresos públicos y, por tanto, una necesidad de
compensarlos vía impuestos (Cosculluela).
Precisamente por ello se exige que, cuando la Administración
decida enajenar un bien patrimonial de su titularidad, en primer
lugar ha de declarar que no tiene necesidad del mismo para
destinarlo a un uso o servicio público, ni tampoco le interesa su
explotación. A continuación se procederá a la identificación
exacta y cierta del bien, llevándose a cabo, si se trata de un bien
inmueble, y fuera necesario, el oportuno deslinde.
Por regla general, la autorización de la enajenación del bien le
está reservada a los órganos superiores de la Administración de
que se trate, dependiendo de la cuantía que tal competencia se le
atribuya a un órgano u otro. Así, p. ej., en el caso de la
Administración General del Estado, el órgano competente para
determinar la enajenación de los bienes es el Ministro de
Hacienda, quien —para el caso de los bienes inmuebles—
precisará la autorización del Consejo de Ministros si la tasación
del bien objeto de la enajenación superase los 20 millones de
euros.
En la LPAP existen, no obstante, reglas especiales en relación con la
enajenación de los bienes estatales. En primer lugar, con respecto a la
enajenación de bienes radicados en el extranjero, la autoridad competente
para autorizar su enajenación es el Ministro de Asuntos Exteriores (art. 141
LPAP). Además, los Presidentes o Directores de los Organismos Públicos
resultan competentes para la enajenación de los bienes muebles y
propiedades incorporales que utilizasen y para la enajenación de los bienes
inmuebles y derechos reales que les perteneciesen, requiriendo en estos
casos la autorización del Consejo de Ministros en los mismos términos que la
exigible a las enajenaciones de inmuebles por parte de la Administración
General del Estado (art. 135.2 y 3 LPAP).
Más compleja resulta, en cambio, la articulación de las competencias en
materia de enajenación en el ámbito de la Administración de la Junta de
Andalucía. Para los bienes inmuebles y propiedades incorporales, la
competencia para enajenar corresponde con carácter general al Consejero de
Hacienda, precisándose la autorización de la Ley (cuando el valor del bien
exceda de 20 millones de euros), o del Consejo de Gobierno (si el valor
excede de 6 millones de euros). Esta competencia general del Consejero de
Hacienda cambia en relación con los bienes muebles, pues en tales casos la
competencia pertenece al Consejero que tuviese afecto o adscrito el bien,
quien deberá recabar las autorizaciones ya indicadas según la cuantía del
bien objeto de enajenación.
Por último, en el caso de la Administración Local, las competencias en
materia de enajenación cambian según que nos movamos en el ámbito de los
municipios de régimen común o en el de los de gran población. Para los
municipios de régimen común, la Disposición Adicional 2.ª LCSP confiere al
Alcalde la competencia para aquellas enajenaciones cuyo valor no supere el
10% de los recursos ordinarios del Presupuesto ni el importe de 3 millones de
euros (apartado 9.º). En los demás supuestos y también en la hipótesis de
que la enajenación versase sobre bienes de carácter artístico o cultural, la
competencia se atribuye al Pleno (apartado 10.º), que deberá contar con la
mayoría absoluta cuando la cuantía exceda del 20% de los recursos
ordinarios de su presupuesto (art. 47.2 LRBRL). Sin embargo, en los
municipios de gran población, la competencia para enajenar corresponde en
todo caso a la Junta de Gobierno Local «cualquiera que sea el importe del
contrato» (Disposición Adicional 2.ª, apartado 11.º).
Las formas de enajenación de los bienes inmuebles previstas
en la LPAP se reducen a tres, el concurso, la subasta y la
adjudicación directa; mientras que para los bienes muebles y los
derechos de propiedad incorporal sólo se prevé el sistema de
subasta.
Por enajenación directa puede hacerse la enajenación de bienes muebles
obsoletos o deteriorados (art. 143.1 LPAP) y la de propiedades incorporales
cuando se den las circunstancias previstas en el art. 137.4 LPAP.
Si, habida cuenta su mayor importancia, nos centramos en la
enajenación de bienes inmuebles, tenemos que sus formas de
adjudicación son:
a) Concurso: A diferencia de lo que venía ocurriendo con
anterioridad, ahora la regla general es que la enajenación de los
bienes inmuebles se efectúe por concurso. Esta novedad ha sido
criticada por algunos autores por entender que la Administración,
cuando decide desprenderse de un bien, ha de buscar obtener el
mayor precio posible, por lo que debería emplear el
procedimiento de la subasta tal y como se contemplaba en la
regulación anterior (Parada). Sin embargo el hecho de que se
haya optado por el concurso revela que este cambio ha sido
buscado expresamente por el legislador, dado que actualmente
se entiende que lo determinante para la adjudicación de un bien
por enajenación no tiene porqué ser sólo el beneficio económico,
sino también otros criterios como el destino que se vaya a dar al
bien por el adjudicatario, como, p. ej., colaborar en la ejecución
de determinadas políticas públicas (industrial, de vivienda, etc.), o
cubrir determinadas necesidades medioambientales.
b) Subasta: La subasta se llevará cabo respecto de aquellos
bienes que, por su ubicación, naturaleza o características, sean
considerados inadecuados para coadyuvar al desarrollo y
ejecución de las distintas políticas públicas en vigor y, en
particular, a la política de vivienda (art. 137.3 en relación con el
art. 8.2 LPAP). En este supuesto, como es obvio, la adjudicación
se efectuará a favor de quien presente la oferta económica más
ventajosa.
c) Adjudicación directa: Esta forma de enajenación puede
darse en un elevado número de supuestos contemplados en el
art. 137.4 LPAP, entre los que podemos destacar:
— cuando el adquirente sea otra Administración Pública;
— cuando se hayan celebrado previamente un concurso o una
subasta y éstos hayan sido declarados desiertos;
— cuando el adquirente sea una entidad sin ánimo de lucro,
declarada de utilidad pública, o una iglesia, confesión o
comunidad religiosa legalmente reconocida;
— cuando, por su reducida extensión, se venden solares o
fincas rústicas a un propietario colindante;
— cuando la venta se efectúe a quien ostenta un derecho de
adquisición preferente reconocido por disposición legal, o a un
copropietario o, excepcionalmente, a quien fuera ocupante del
inmueble.
En el ámbito de la Administración de la Junta de Andalucía, no existen las
diferencias señaladas para la Administración del Estado entre enajenación de
bienes muebles e inmuebles. Con carácter general, la Ley de Patrimonio
consagra la subasta como regla general, permitiéndose la enajenación directa
cuando existan razones objetivas justificadas o el valor del bien sea inferior a
60.000 euros y resultando preceptivo en ambos casos dar cuenta de ello a la
Comisión de Hacienda del Parlamento de Andalucía (art. 88).
En lo concerniente a las enajenaciones de bienes patrimoniales, que se
lleven a cabo por las Administraciones locales andaluzas, el art. 16.1.d)
LBELA prohíbe que el importe de la enajenación de bienes patrimoniales
(salvo parcelas sobrantes) se destine a financiar gastos corrientes. Además,
el art. 52.2 LAULA determina que «las entidades locales de Andalucía podrán
disponer de sus bienes y derechos de carácter patrimonial mediante subasta
pública, concurso o adjudicación directa, previo cumplimiento de los requisitos
legalmente establecidos, sin necesidad de autorización previa de la
Comunidad Autónoma de Andalucía, cualquiera que sea su importe». El art.
21 LBELA concreta, para el caso de los bienes patrimoniales de las entidades
locales de Andalucía, los supuestos en los que legalmente puede acudirse al
procedimiento de adjudicación directa, a saber: a) Parcelas que queden
sobrantes en virtud de la aprobación de planes o instrumentos urbanísticos,
de conformidad con la normativa urbanística; b) En las enajenaciones
tramitadas por el procedimiento de subasta o concurso que no se adjudicasen
por falta de licitadores, porque las proposiciones presentadas no se hayan
declarado admisibles o, habiendo sido adjudicadas, el adjudicatario no
cumpla las condiciones necesarias para llevar a cabo la formalización del
contrato, siempre que no se modifiquen sus condiciones originales y que el
procedimiento se culmine en el plazo de un año, computado a partir del
acuerdo adoptado declarando tales circunstancias; c) Cuando el precio del
bien inmueble objeto de enajenación sea inferior a 18.000 euros; d) En caso
de bienes calificados como no utilizables, una vez valorados técnicamente; e)
Cuando la enajenación responda al ejercicio de un derecho reconocido en
una norma de Derecho público o privado que así lo permita; f) Cuando se
trate de actos de disposición de bienes entre las administraciones públicas
entre sí y entre estas y las entidades públicas dependientes o vinculadas; g)
Cuando el adquirente sea sociedad mercantil en cuyo capital sea mayoritaria
la participación directa o indirecta de una o varias administraciones públicas o
personas jurídicas de Derecho público; h) Cuando el adquirente sea una
entidad sin ánimo de lucro declarada de utilidad pública; i) Cuando se trate de
fincas rústicas que no lleguen a constituir una superficie económicamente
explotable o no sean susceptibles de prestar una utilidad acorde con su
naturaleza, y la venta se efectúe a un propietario colindante; j) Cuando la
titularidad del bien o derecho corresponda a dos o más propietarios y la venta
se efectúe a favor de uno o más copropietarios; y k) Cuando por razones
excepcionales se considere conveniente efectuar la venta a favor del
ocupante del inmueble.
Por último, dentro de este apartado dedicado a la enajenación
creemos necesario hacer mención a dos modalidades, aplicables
a muebles e inmuebles, que se han recogido por vez primera en
nuestra legislación patrimonial estatal:
— Se admite la venta con aplazamiento del pago siempre que
dicho plazo no sea superior a 10 años y que se preste garantía
suficiente por parte del comprador. Asimismo se exige que el
interés que ha de abonarse por dicho aplazamiento no sea
superior al interés legal del dinero (art. 134 LPAP).
— Asimismo es posible la enajenación de bienes con reserva
temporal del uso de los mismos, cuando esté debidamente
justificado, concurran razones excepcionales y resulte
conveniente para el interés público. En tal caso pueden
celebrarse contratos de arrendamiento u otros similares que
permitan el uso de los bienes enajenados; se trataría de una
figura muy similar al conocido contrato de leasing (art. 132.1
LPAP).
Figura ésta última contemplada igualmente por el art. 88 bis de la Ley de
patrimonio de la Comunidad Autónoma de Andalucía
B) La permuta
A esta modalidad de enajenación le son aplicables las normas
previstas para la enajenación salvo, como es obvio, lo dispuesto
en cuanto a la necesidad de convocar concurso o subasta pública
para la adjudicación (art. 154.1 LPAP). La regla general es que el
órgano competente para efectuar la permuta, tras justificar
debidamente su opción por esta modalidad de enajenación, haga
pública la relación de inmuebles o derechos a permutar, invitando
a la presentación de ofertas. En la permuta la diferencia del valor
de los bienes a permutar no puede ser superior al 50%, y si esa
diferencia fuera mayor deberá compensarse ya en metálico, ya
mediante la entrega de otros bienes o derechos aunque fueran de
distinta naturaleza (arts. 153 y 154 LPAP).
Para el caso de las permutas llevadas a cabo por Administraciones
Locales de la Comunidad Autónoma de Andalucía, el art. 24.1 LBELA prohíbe
la permuta cuando la diferencia de valores entre bienes permutables exceda
del 40%.
C) La cesión gratuita
La LPAP prevé la posibilidad de ceder gratuitamente tanto la
propiedad del bien patrimonial como su uso. Esta cesión tiene un
claro carácter finalista pues sólo podrá llevarse a cabo para «la
realización de fines de utilidad pública o de interés social».
Si lo que se cede es la propiedad, la cesión únicamente podrá
hacerse a favor de CCAA, entidades locales o fundaciones
públicas. En cambio si la cesión es sólo del uso, ésta podrá tener
como cesionarios, además de los sujetos anteriores, las
asociaciones declaradas de utilidad pública e incluso los Estados
extranjeros y las Organizaciones internacionales cuando dicha
cesión se realice en el marco de operaciones de paz, cooperación
policial o ayuda humanitaria y para la realización de los fines
propios de estas actuaciones (art. 145).
El mantenimiento del fin para el que el bien fue cedido, tanto si
la cesión fuera de la propiedad como del uso, es determinante
para la vigencia de la misma, de ahí que el cesionario, haya de
acreditar su cumplimiento —cada tres años en el caso de los
inmuebles—. Paralelamente se atribuye a la Dirección General de
Patrimonio del Estado una función de control a tal efecto,
pudiendo adoptar cuantas medidas fueran necesarias. De tal
modo que, cuando no se cumpliesen tales condiciones por el
cesionario, o el bien dejara de destinarse al fin o uso previsto, se
dará por resuelta la cesión (arts. 148 y 150).
Respecto del procedimiento a seguir para llevar a cabo la
cesión hemos de distinguir varios supuestos:
a) Si la cesión es de un bien patrimonial del Estado se decidirá,
como regla general, por el Ministerio de Hacienda —previo
informe de la Abogacía del Estado— salvo que la cesión se
efectuase en favor de fundaciones públicas o asociaciones
declaradas de utilidad pública, en cuyo caso la competencia
corresponde al Consejo de Ministros.
b) En el caso de bienes patrimoniales de la Comunidad
Autónoma andaluza, el art. 106 LPAnd contempla la posibilidad
de que los bienes patrimoniales puedan ser cedidos a entidades
públicas de todo orden; entidades privadas de carácter benéfico o
social para el cumplimiento de sus fines; y entidades
internacionales en cumplimiento de los tratados suscritos por el
Reino de España. La competencia para acordar la sanción
corresponde al Consejo de Gobierno, salvo que el valor del bien
supere los 20 millones de euros, en cuyo caso será precisa
autorización por ley.
c) Por último, si la cesión se hiciera de bienes patrimoniales de
las entidades locales, el procedimiento es un poco más complejo
puesto que se requiere no sólo los informes del Secretario y del
Interventor del Ayuntamiento sino también justificación
documental del interés local de los fines que se tratan de lograr
por el cesionario, información pública y, finalmente, el acuerdo
favorable de la mayoría absoluta de los miembros que integran el
Pleno de la Corporación local de que se trate (art. 110.1 RBEL).
Por lo que respecta a las cesiones gratuitas llevadas a cabo por entidades
locales andaluzas, el art. 26 LBELA determina que las cesiones pueden
hacerse a favor de otras Administraciones o entidades públicas; y a favor
también de entidades privadas declaradas de interés público siempre que los
destinen a fines de utilidad pública o interés social, que cumplan o
contribuyan al cumplimiento de los propios de la Entidad Local. Si en el
acuerdo de cesión no se estipula otra cosa, se entenderá que los fines para
los cuales se hubieran otorgado deberán cumplirse en el plazo máximo de
cinco años, debiendo mantenerse su destino durante los treinta siguientes
(art. 27.2 LBELA)
D) La imposición de cargas y gravámenes
Por último, y aunque no se trate propiamente de un negocio
jurídico traslativo, creemos necesario hacer mención a la
posibilidad de que se constituyan cargas o gravámenes sobre los
bienes patrimoniales. En tal caso habrán de observarse los
mismos requisitos exigidos para la enajenación.
CUADROS-RESUMEN SOBRE ASPECTOS COMPETENCIALES
Y PROCEDIMENTALES EN MATERIA DE ENAJENACIÓN Y
DISPOSICIÓN DE LOS PATRIMONIOS PÚBLICOS
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* Lección redactada y actualizada conjuntamente por José CUESTA REVILLA
(Grupo de Investiga-ción de la Junta de Andalucía SEJ-317) y Mariano LÓPEZ
BENÍTEZ (Grupo de Investigación de la Junta de Andalucía SEJ-196).
LECCIÓN 7
EL RÉGIMEN JURÍDICO DE LOS BIENES DE
DOMINIO PÚBLICO *
I. EL DOMINIO PÚBLICO: CONCEPTO Y
NATURALEZA
La noción de dominio público surge propiamente con el Estado
de Derecho y con el nacimiento del Derecho Administrativo, y se
adentra en nuestro Derecho a través de las Leyes
Desamortizadoras, la Ley de Aguas de 1866 y el Código Civil,
norma ésta última que establece una diferencia de régimen
jurídico de los bienes según las personas a las que éstos
pertenecen. No obstante, pese a que antes, por tanto, del
surgimiento de la Administración y del Derecho Administrativo no
pueda hablarse en sentido estricto de la institución del dominio
público, sí que es verdad que, con respecto a algunas de las
notas que lo singularizan, se pueden rastrear antecedentes
históricos más remotos.
La misma consideración de los bienes demaniales como res
extracommercium constituye, como ya pusiera de relieve Clavero Arévalo,
una característica que se ha ido fraguando a partir de las rei publicae
romanas, pues ya en el Derecho romano resultaba perfectamente constatable
la existencia de una serie de bienes —como, p. ej., los ríos— que no eran
susceptibles de apropiación privada por corresponder su aprovechamiento a
todas las personas. Por otra parte, entre nosotros, la regla de la
inalienabilidad halla una expresa consagración en la Ley Pacto de Valladolid
de 1442 que la consagra para determinados bienes públicos o del común.
Parecidas consideraciones podrían hacerse con respecto al requisito de la
afectación, tan trascendental —como veremos— para la propia delimitación
de los bienes de dominio público, y del que pueden hallarse igualmente
reminiscencias en instituciones como la afectatio y la consacratio de las rei
sanctae, que situaba tales cosas bajo una específica dedicación y las
apartaba del comercio de los hombres.
Sin embargo, no es hasta el siglo XIX cuando todos estos
antecedentes convergen en una construcción sistemática y
acabada. El Code napoleónico y las leyes que le siguieron
perciben la necesidad de proteger determinados bienes
nacionales del riesgo de ser vendidos o apropiados por los
particulares y conforman así el dominio público, a imagen y
semejanza del derecho de propiedad, pero con unos caracteres
que lo singularizan claramente de la regulación común de la
propiedad hasta constituir una suerte de propiedad especial por
las particulares características de las personas públicas que
devienen titulares de los mismos. Tal consideración del dominio
público como un genuino derecho de propiedad es la que fragua
en la mayor parte de los ordenamientos continentales y, por
supuesto, en el nuestro en el que, aún hoy, representa la
concepción predominante, frente a la visión del Derecho alemán
que, por su parte, ha concebido el dominio público, no como un
derecho de propiedad, sino como un título causal de intervención
que genera potestades a favor de la Administración.
Como ya hemos indicado más arriba, en nuestro Ordenamiento Jurídico la
idea del dominio público comienza a penetrar cuando las Leyes
desamortizadoras excluyen de la venta obligada a ciertos bienes de los
municipios y provincias por resultar necesaria su conservación para el uso
público o para la prestación de algunos servicios públicos. Un paso más lo da
la Ley de Aguas de 1866 —la conocida como Ley Franquet por el autor que la
elaboró— que ya declara de dominio público determinadas aguas
continentales y marítimas. Finalmente, el Código Civil culmina esta evolución
cuando en sus artículos 338 y ss. afirma sin ambages que «los bienes son de
dominio público o de propiedad privada» (art. 338) y que son, en todo caso,
de dominio público, «1.º) los destinados al uso público, como los caminos,
canales, ríos, torrentes, puertos y puentes construidos por el Estado, las
riberas, playas, radas y otros análogos; 2.º) los que pertenecen
privativamente al Estado, sin ser de uso común, y están destinados a algún
servicio público o al fomento de la riqueza nacional, como las murallas,
fortalezas y demás obras de defensa del territorio, y las minas, mientras no se
otorgue su concesión» (art. 339).
Por otro lado, hay que dejar constancia aquí de que la concepción
germana del dominio público como un título atributivo de potestades se ha
defendido entre otros con brillantez por autores como José Luis Villar Palasí y
Luciano Parejo, aunque, como decimos, haya prevalecido su consideración
como un derecho de propiedad, que, siguiendo las tesis de Hauriou, han
defendido García de Enterría y Fernando Sainz Moreno, entre otros. Para
Hauriou, el dominio público lo constituyen «aquellas propiedades
administrativas afectadas a la utilidad pública y que, por consecuencia, de
esta afectación resultan sometidas a un régimen especial de utilización y
protección». Para el autor francés, las facultades que la Administración
desarrolla sobre el dominio público son las mismas que ejerce el propietario
sobre las cosas de su propiedad y que se concretan, como algo distinto de las
potestades de policía, en los tres elementos que caracterizan el derecho de
propiedad (el usus, el fructus y el abusus, patentizado éste último en las
desafectaciones, las mutaciones demaniales y las utilizaciones privativas).
Sin embargo, hay que reconocer que, en la práctica, existen
aproximaciones notables entre ambas teorías. Entre tales aproximaciones, no
debe olvidarse que, tal y como se ha expuesto en el Tomo I de este Manual,
el dominio público se comporta como una forma específica de apoderamiento
a la Administración: la declaración de una cosa como bien demanial conlleva
la atribución a la Administración titular de la misma de todas aquellas
potestades administrativas inherentes a tal condición y que vamos a
desarrollar en el presente tema.
De todos modos, las posibles reflexiones que en un futuro haya que seguir
haciendo en torno a la noción de dominio público quizá pasen, en la línea
sugerida ya por J. A. García-Trevijano Fos, por profundizar en la disociación
en ciertos casos de los elementos de la titularidad y de la afectación, a
semejanza de cuanto sucede en el Ordenamiento canónico en donde es
posible la erección de parroquias o de templos de culto sobre iglesias o
capillas de titularidad privada. En este sentido, también en el ámbito del
Derecho Administrativo resulta cada vez más frecuente la prestación de
servicios públicos (oficinas públicas, ambulatorios, etc.) sobre locales de
titularidad privada, cuyo uso, mediante arrendamiento u otro título análogo, se
cede a la Administración.
II. EL ELEMENTO SUBJETIVO DEL DOMINIO
PÚBLICO
Configurado doctrinalmente el dominio público como un
genuino derecho de propiedad, el elemento de su titularidad pasa
a ocupar un primer plano. Originaria y tradicionalmente se ha
circunscrito la posibilidad de ser titular de los bienes de dominio
público a los entes territoriales, quizá por la influencia ejercida al
respecto por los arts. 343-345 CC, que hablan de los bienes del
Estado, los Municipios y las Provincias, quizá también porque los
entes territoriales son quienes tienen potestades públicas erga
omnes y jurisdicción ilimitada en relación al número y cualidad de
las personas. Sin embargo, frente a este entendimiento
tradicional del problema, ya destacó Ballbé Prunes que la
creación y existencia de muchos entes institucionales —ponía el
ejemplo de las Confederaciones Hidrográficas— obedecía
precisamente a la necesidad de canalizar hacia ellos concretas
transmisiones de bienes y que la propia evolución del Derecho
francés, padre de la doctrina de dominio público, caminaba en la
misma dirección.
Lejos de estar resuelta de manera definitiva, la cuestión sigue abierta,
puesto que el Ordenamiento Jurídico proporciona argumentos a favor y en
contra. En contra de la admisión de que las Administraciones Institucionales
puedan ser titulares de bienes de dominio público, militan los arts. 73 a 79
LPAP, que aluden a la posibilidad de adscribir a estos entes bienes
demaniales. En el mismo sentido, el art. 93.1.c) LRJSP señala, entre los
contenidos mínimos de los Estatutos de los Organismos Públicos, «el
patrimonio que se les asigne», aunque, después en otros preceptos, se
abona, a nuestro juicio, la posibilidad de que cuenten con un patrimonio
propio, sin proporcionar ciertamente datos definitivos acerca de si éste se
limita a integrar bienes patrimoniales o abarca también bienes demaniales: p.
ej., en relación con el régimen patrimonial de los organismos autónomos, el
art. 101.1 LRJSP alude a que a los organismos autónomos compete «la
gestión y administración de sus bienes y derechos propios, así como de
aquellos del Patrimonio de la Administración que se les adscriban para el
cumplimiento de sus fines». Parecidas previsiones se contienen también en el
art. 107.1 con respecto al régimen patrimonial de las entidades públicas
empresariales.
Argumentos a favor de la titularidad de los bienes demaniales por parte de
las Administraciones Institucionales se encuentran, en cambio, en el régimen
jurídico peculiar de algunos entes institucionales, cual es el caso del art. 80.2
de la Ley Orgánica de Universidades (Ley 6/2001, de 21 de diciembre), que
afirma explícitamente que «las Universidades asumen la titularidad de los
bienes de dominio público afectos al cumplimiento de sus funciones, así como
los que, en el futuro, se destinen a estos mismos fines por el Estado o por las
Comunidades Autónomas».
III. EL OBJETO DEL DOMINIO PÚBLICO
Una polémica parecida a la acabada de describir en relación
con la titularidad del dominio público, se constata también en lo
concerniente a su elemento objetivo. El influjo que el Code
napoleónico ejerció sobre la interpretación del propio Código Civil
español y el hecho de que la redacción originaria del art. 538 de
aquél pareciera limitar a las «porciones del territorio» la aptitud
para ser objeto del dominio público, llevó a una opinión muy
consolidada de que únicamente los bienes inmuebles podían
constituir el elemento objetivo del dominio público. Sin embargo,
también aquí las propias evoluciones del Derecho francés, bien
descritas por Ballbé Prunes, sobre la especial idoneidad del
dominio público para tutelar la integridad de bienes muebles
vinculados al cumplimiento de una finalidad pública hizo cambiar
aquella primera opinión, más aún teniendo en cuenta que muchas
cosas muebles se muestran insustituibles para el cumplimiento de
tales finalidades (piénsese, p. ej., en una escultura, un manuscrito
o una obra pictórica). El art. 5 LPAP, que habla de bienes y
derechos como integrantes del dominio público sin hacer
distingos entre bienes muebles e inmuebles, y, particularmente, el
art. 66.2.e) LPAP, que contempla las especiales formas de
afectación de los bienes muebles, proporcionan, por consiguiente,
un argumento definitivo de cara a la superación de aquel debate
inicial.
Superada la polémica existente en torno a si los bienes muebles podían
ser objeto del dominio público, surgió otra polémica paralela en relación a si
también los bienes incorporales podían serlo. Sobre el estudio del art. 825 del
Código Civil italiano y de normas integrantes del Ordenamiento Jurídico
español (como la LPHE o la Ley del Patrimonio Nacional), Luis Díez-Picazo
Giménez proporcionó, a nuestro juicio, argumentos irrebatibles en orden a su
admisión. En nuestros días, además de las normas reseñadas por DiezPicazo que admiten con naturalidad tal posibilidad, la misma redundante
redacción de la LPAP que va aludiendo indiscriminadamente a bienes y
derechos en cada momento en que se refiere al dominio público, creemos
que abunda en la misma idea de su admisión, más aún cuando existen
expresas declaraciones legales de declaración de bienes incorporales como
bienes de dominio público, cual es el caso de lo signos distintivos geográficos
constitutivos de las Denominaciones de Origen: «Los nombres protegidos por
estar asociados con una DOP o IGP supraautonómica son bienes de dominio
público estatal que no pueden ser objeto de apropiación individual, venta,
enajenación o gravamen» (art. 12.1 de la Ley 6/2015, de 12 de mayo). A
mayor abundamiento, el art. 109.3 LPAP otorga cobertura específica a esta
última Ley citada cuando afirma que «la utilización de propiedades
incorporales que, por aplicación de la legislación especial, hayan entrado en
el dominio público, no devengará derecho alguno a favor de las
Administraciones Públicas».
IV. AFECTACIÓN Y DESAFECTACIÓN DEL
DOMINIO PÚBLICO
1. LA AFECTACIÓN
Como dijimos, el criterio legal empleado en nuestro
Ordenamiento para distinguir dentro de los bienes públicos, los
demaniales de los patrimoniales, gira en torno a la idea de
afectación. En efecto, el art. 5.1 LPAP declara que son bienes de
dominio público, además de aquellos a los que se otorgue por
una ley el carácter de demaniales, los que sin mediar tal
declaración legal «se encuentren afectados al uso general o al
servicio público». En realidad, cuando la ley declara que
determinados bienes son demaniales es porque aprecia la
concurrencia de dicha afectación al uso general o al servicio
público. De modo que es siempre esa afectación la que determina
la demanialidad de los bienes públicos.
Lo cierto es que la afectación es congruente con el sentido finalista de los
bienes públicos, pero no se identifica con el fin que se persigue con los
mismos. Como sabemos, toda la actividad de la Administración está
destinada a la satisfacción de los intereses generales, por lo que su condición
de «titular» de bienes se legitima en razones de interés público. Así, a
diferencia de lo que ocurre con los sujetos privados, podemos afirmar la
condición de titular de bienes o derechos, sólo está justificada para las
Administraciones Públicas porque los mismos están destinados a la
satisfacción de fines públicos. Y ello es predicable de todos los bienes
públicos, tanto de los demaniales como de los patrimoniales.
Sin embargo, la afectación es algo más. La afectación es el
nexo esencial que vincula la cosa objeto del dominio público con
la finalidad más o menos abstracta a la que sirve el demanio.
Constituye el título o medio que acredita un concreto destino (uso
general o servicio público) que justifica la atribución de un
régimen jurídico especial establecido precisamente para los
bienes demaniales y solo para ellos. La afectación es una
declaración —aunque también puede estar implícita en otras
actuaciones— que determina el inicio de la demanialidad, de igual
forma que la desafectación significa su fin. Así lo precisa la LPAP:
cuando un bien patrimonial es destinado o afectado al uso
general o al servicio público, se convierte en un bien demanial
(art. 65) y, por el contrario, «los bienes y derechos demaniales
perderán esta condición, adquiriendo la de patrimoniales, en los
casos en que se produzca la desafectación, por dejar de
destinarse al uso general o al servicio público» (art. 69)
En línea con lo que se dice en el texto, conviene tener muy presente que
adquisición de la propiedad y adquisición de la demanialidad son conceptos
que no se identifican. Aunque puede haber supuestos, como el de las
afectaciones implícitas en los actos expropiatorios con respecto a los cuales
ambos efectos se producen al mismo tiempo, la adquisición de la
demanialidad únicamente se produce con la afectación, mientras que los
modos de adquisición de la propiedad, estudiados en la lección anterior,
constituyen la vía normal de entrada de los bienes en general en el patrimonio
de la Administración.
A) Criterios de afectación
Ya sabemos que, por influjo de nuestro Código Civil, primera
norma (junto a la Ley de Aguas de 1866) en la que se fragua
entre nosotros la doctrina del dominio público, el uso y el servicio
público han sido tradicionalmente los criterios que se han
manejado para afectar una cosa al dominio público. El art. 65
LPAP se hace eco de ello cuando afirma que «la afectación
determina la vinculación de los bienes y derechos a un uso
general o a un servicio público, y su consiguiente integración en
el dominio público».
Hay que recordar que nuestro Código Civil maneja, junto a esos criterios
principales, otros como el fomento de la riqueza nacional (art. 339.2) y la
defensa del territorio nacional (art. 341). El primero de ellos, se vinculaba
fundamentalmente al demanio minero, y el segundo resultaba hasta cierto
punto redundante en la medida en que la noción de «servicio público»
manejada, tanto por el Código Civil como por el art. 65 LPAP, no se
corresponde con la visión estricta del servicio público, como modalidad
específica de actuación de la Administración Pública, sino con la comprensión
más amplia de bien destinado al cumplimiento de una función pública.
B) Modalidades de la afectación
La afectación o vinculación de los bienes y derechos a un uso
general o servicio público, que determina su integración en el
dominio público, puede producirse conforme a las siguientes
modalidades:
a) La afectación ex lege (art. 66.1 LPAP). Se trata de una
afectación expresa realizada por la Ley de forma global para
géneros o categorías de bienes que no precisa de un posterior
acto de concreción o aplicación. Es el modo habitual de
afectación en relación con el denominado demanio natural
(aguas, minas, costas, etc.). Junto a ello, también se han visto en
ocasiones afectaciones singulares de un concreto bien,
circunstancia que plantea todos los problemas propios y
característicos de las Leyes singulares o Leyes medida a las que
ya se ha hecho alusión en otras partes de esta obra.
Como vimos, en nuestro ordenamiento, como cosa nada frecuente, la
propia Constitución en su art. 132 lleva a cabo una afectación expresa
respecto de «la zona marítimo-terrestre, las playas, el mar territorial y los
recursos naturales de la zona económica y la plataforma continental». Que,
además, los califica como bienes demaniales del Estado. Pero lo habitual es
que sean las leyes —las denominadas como leyes sectoriales— las que
dispongan la afectación de determinados bienes (carreteras, p. ej.) como se
podrá comprobar en los siguientes apartados.
Ejemplos concretos de cuanto se dice en el texto son las definiciones de
zona marítimo-terrestre, de playa y de marisma que proporciona la Ley de
Costas (art. 3, apartados 1.º y 4.º LC); las nociones de álveo o cauce y de
ribera que facilita la Ley de Aguas (arts. 4 y 6 TRLAg). Ahora bien, hay que
decir que, aunque en estos casos es la Ley la que, dibujando los caracteres
esenciales de los bienes emprende la afectación, en la práctica se requieren
normalmente actos administrativos de deslinde que precisen los contornos
concretos del bien demanial.
b) La afectación mediante un acto administrativo singular o
individualizado que se refiere a determinados bienes y derechos
(art. 66.1 y 2) constituye, sin duda, el modo más normal de
afectación. A su vez, este tipo de afectación puede realizarse de
diversas maneras:
— Puede hacerse de forma expresa, esto es, mediante acto
administrativo dictado por el órgano administrativo competente
que concreta el bien o derecho de que se trate. A ella se refiere el
artículo 66.1 cuando declara que «deberá hacerse en virtud de
acto expreso por el órgano competente, en el que se indicará el
bien o derecho a que se refiera, el fin al que se destina, la
circunstancia de quedar aquél integrado en el dominio público y el
órgano al que corresponda el ejercicio de las competencias
demaniales, incluidas las relativas a su administración, defensa y
conservación».
En cualquier caso, lo que sí parece oportuno reseñar es que, por regla, el
acto de afectación se considera como un acto de naturaleza discrecional y
carente de destinatarios concretos. Ello no es óbice para que existan
elementos reglados susceptibles de ser controlados y, entre ellos, el propio
procedimiento de afectación que, en el ámbito de la Administración General
del Estado, principia siempre de oficio (generalmente, a propuesta del
Ministerio interesado en su uso). La Orden de afectación la otorga el
Ministerio de Hacienda (arts. 66.1 y 68.2 LPAP) y, tras ella, se produce un
acta de afectación y de entrega y recepción al Ministerio beneficiado por la
afectación.
— Puede hacerse también de forma tácita o implícita cuando la
afectación resulta, o se deduce, de otros actos administrativos
distintos del de la afectación o de la aprobación de normas que
determinan su destino al uso o servicio públicos (como ocurre, p.
ej., con la aprobación de algunos Planes urbanísticos que
suponen la afectación al uso público de las calles o la adquisición
de bienes mediante expropiación forzosa para su destino al uso o
servicio público.
— Y, por último, puede asimismo llevarse a cabo de forma
presunta, cuando un bien determinado es usado para una
finalidad típica de los bienes demaniales, sin que exista ningún
acto administrativo que así lo disponga. En este caso es ese uso
continuado del bien para un uso o servicio público el que permite
entender producida la afectación del mismo al dominio público.
El art. 66.2 LPAP se ocupa conjuntamente de la afectación presunta y de la
tácita. Dicho precepto declara en tal sentido que surtirán los mismos efectos
de la afectación expresa los hechos y actos siguientes: a) La utilización
pública, notoria y continuada por la Administración General del Estado o sus
organismos públicos de bienes y derechos de su titularidad para un servicio
público o para un uso general; b) La adquisición de bienes o derechos por
usucapión, cuando los actos posesorios que han determinado la prescripción
adquisitiva hubiesen vinculado el bien o derecho al uso general o a un
servicio público, sin perjuicio de los derechos adquiridos sobre ellos por
terceras personas al amparo de las normas de Derecho privado; c) La
adquisición de bienes y derechos por expropiación forzosa, supuesto en el
que, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 24.2 de esta Ley, los
bienes o derechos adquiridos se entenderán afectados al fin determinante de
la declaración de utilidad pública o interés social; d) La aprobación por el
Consejo de Ministros de programas o planes de actuación general, o
proyectos de obras o servicios, cuando de ellos resulte la vinculación de
bienes o derechos determinados a fines de uso o servicio público; e) La
adquisición de los bienes muebles necesarios para el desenvolvimiento de los
servicios públicos o para la decoración de dependencias oficiales.
Como vemos, el precepto no distingue entre afectación tácita y presunta;
sin embargo cabe entender que los dos primeros casos (utilización notoria y
continuada y usucapión) son supuestos de afectación presunta, en tanto que
los otros tres (adquisición por expropiación, aprobación de planes de
actuación o proyectos de obras y servicios y adquisición de bienes muebles
necesarios para las dependencias oficiales) lo son de afectación tácita. Sin
embargo, tales clasificaciones no dejan en todo caso de tener un cierto valor
convencional, pues también podría entenderse que las letras c), d) y e) del
art. 66.2 LPAP describen supuestos de afectaciones implícitas; y las letras a)
y b) de afectaciones tácitas o presuntas.
2. LA MODIFICACIÓN DE LA DEMANIALIDAD. LAS MUTACIONES DEMANIALES
El destino público de un bien demanial puede quedar alterado,
sin perder esa condición en el supuesto de las llamadas
mutaciones demaniales. En sentido estricto se entiende por tales
las que tienen lugar cuando se produce un cambio de afectación
al ser destinados los bienes a otro fin público diferente del inicial,
pero igualmente de uso general o servicio público. En
consecuencia, cambia el uso demanial del bien, pero se mantiene
su calificación como de dominio público y la sujeción al régimen
jurídico de este tipo de bienes.
Así, p. ej., y respecto de bienes demaniales estatales el art. 71.1 LPAP
dispone que «la mutación demanial es el acto en virtud del cual se efectúa la
desafectación de un bien o derecho del Patrimonio del Estado, con
simultánea afectación a otro uso general, fin o servicio público de la
Administración General del Estado o de los organismos públicos vinculados o
dependientes de ella».
En efecto, el sentido originario de la mutación demanial comprendía tres
elementos: a) existe un bien que ya está afectado a un uso o servicio público
concreto; b) se cambia el destino de ese bien sin pérdida de su demanialidad;
y c) se produce un cambio en la adscripción orgánica del bien, no así en su
titularidad que sigue correspondiendo a la misma Administración.
Por lo demás, el procedimiento de mutación guarda muchas
concomitancias con el de afectación: a petición del Ministerio que precisa el
bien demanial, la Dirección General de Patrimonio incoa, en su caso, un
procedimiento de mutación; se dicta la Orden de Mutación por parte del
Ministerio de Hacienda, y se produce finalmente la entrega y recepción al
Ministerio que se va a encargar de su nueva gestión.
En un sentido más amplio, se ha venido hablando también de
mutación demanial impropia en los supuestos en los que lo que
cambia es el sujeto titular del bien demanial. Así ocurre cuando
un bien de dominio público (p. ej., una carretera determinada)
pasa de la titularidad, o competencia de gestión, de una
Administración a otra. El caso más frecuente es la sucesión en la
titularidad de bienes demaniales derivada del proceso de
trasferencia de bienes y medios vinculados a la descentralización
territorial (la carretera que deja de ser de titularidad estatal para
pertenecer a una Comunidad Autónoma).
Un caso paradigmático en la sucesión de bienes de titularidad pública es el
que se produjo con ocasión de la creación de la Universidad de Las Palmas
de Gran Canaria que determinó la integración en ésta de aquellos centros
universitarios, hasta entonces pertenecientes a la Universidad de La Laguna,
residenciados en la isla de Gran Canaria. La STC 106/1990, de 6 de junio, FJ
7.º, examinó tal mutación demanial.
Pero el alargamiento de la figura de la mutación demanial no
acaba ahí, ya que, dentro de la misma, alguna norma ha ubicado
también los cambios de titularidad del bien con cambio de destino
(art. 27 del Reglamento de Patrimonio de las Entidades Locales
de Cataluña, aprobado por Decreto 336/1988, de 17 de octubre),
y también las denominadas mutaciones por acumulación, que se
producen cuando al destino principal se le añade una afectación
demanial secundaria o concurrente.
A éstas se refiere el art. 67.1 LPAP: «los bienes y derechos del Patrimonio
del Estado podrán ser objeto de afectación a más de un uso o servicio de la
Administración General del Estado o de sus organismos públicos, siempre
que los diversos fines concurrentes sean compatibles entre sí».
Por último, el apartado 4.º del art. 71 LPAP ha añadido otro
supuesto de mutación demanial consistente en permitir cambios
de uso a favor de otras Administraciones, pero conservándose la
titularidad de la Administración cedente: «Reglamentariamente se
regularán los términos y condiciones en que los bienes y
derechos demaniales de la Administración General del Estado y
sus organismos públicos podrán afectarse a otras
Administraciones Públicas para destinarlos a un determinado uso
o servicio público de su competencia. Este supuesto de mutación
entre Administraciones Públicas —sigue diciendo el precepto—
no alterará la titularidad de los bienes ni su carácter demanial, y
será aplicable a las Comunidades Autónomas cuando éstas
prevean en su legislación la posibilidad de afectar bienes
demaniales de su titularidad a la Administración General del
Estado o sus organismos públicos para su dedicación a un uso o
servicio de su competencia».
Esta curiosa forma de mutación, que incluye, como vemos, una suerte de
cláusula de reciprocidad, ha encontrado eco en los arts. 57 bis de la Ley de
Patrimonio de la Comunidad Autónoma de Andalucía y 7 bis LBELA. El
ejemplo de ella, ensayado ya en algunos casos, sería el de un mercado
municipal que, sin perder la titularidad municipal, se cede por el Ayuntamiento
a un Organismo Público estatal de investigación para que amplíe sus
instalaciones. Como se ve, el fenómeno entraña un notable parecido con las
cesiones gratuitas de bienes patrimoniales que se dan entre
Administraciones: la diferencia radica aquí en la naturaleza demanial del bien
cedido, naturaleza que, junto a su titularidad, se conserva.
3. LA DESAFECTACIÓN
La cesación de la demanialidad se produce con la
desafectación. La desvinculación del bien del uso general o
servicio público que justificó la afectación determina la pérdida de
la condición demanial del mismo. Se trata del supuesto inverso a
la afectación aunque presenta algunas peculiaridades que
debemos mencionar. En principio, el efecto normal de la
desafectación es el de que los bienes pasan a tener la condición
de bienes patrimoniales.
Por eso mismo, conviene reiterar aquí la misma observación que hicimos a
propósito de la afectación: no puede confundirse la cesación de la
demanialidad con el cese de la titularidad pública, circunstancia ésta última
que, como sabemos, únicamente se producirá con la enajenación del bien por
cualquiera de las formas estudiadas en la lección anterior.
Las modalidades de la desafectación son las siguientes:
— Desafectación por Ley. Evidentemente, una modificación
legal que cambie los caracteres naturales con que se diseñó
legalmente la afectación al dominio público de un grupo de
bienes, habrá de tener su reflejo en la permanencia de esos
bienes como bienes demaniales. También, puede ocurrir que, sin
cambiarse la Ley, sean los propios bienes los que se degraden y
pierdan las características naturales que los hicieron en su
momento acreedores a su consideración como bienes
demaniales. No obstante, con respecto a este último caso, hay
que indicar que las Leyes suelen poner límites en estos casos: p.
ej., la Ley de Costas determina que seguirán manteniendo su
condición demanial hasta que se verifique su desafectación
expresa, «los terrenos deslindados como dominio público que por
cualquier causa han perdido sus características naturales de
playa, acantilado, o zona marítimo-terrestre» (art. 4.5 en conexión
con el art. 18).
— Desafectación por acto expreso (art. 69.2 LPAP). Constituye
la regla general de desafectación, consagrada también por Leyes
sectoriales, como la Ley de Costas (art. 18).
En el ámbito de la Administración General del Estado, el procedimiento de
desafectación se realiza de oficio por el Ministerio de Hacienda a instancias
normalmente de la moción que, al respecto y en orden a su innecesariedad,
le dirige el Ministerio que usa del bien afectado. Tras la Orden de
desafectación que dicte el Ministerio de Hacienda, se producirá el acto de
entrega o devolución a éste del bien de que se trate, que quedará, como ya
nos consta, como bien patrimonial.
Uno de los temas más interesantes que, en lo concerniente a la
desafectación del dominio público, se suscitan, tiene que ver con la cuestión
de si frente al acto desafectación existen derechos de los usuarios. En
principio, puesto que el acto de desafectación es un contrarius actus con
respecto al acto de afectación, habría que mantener que el acto de
desafectación participa con éste de su naturaleza discrecional y carente de
destinatarios concretos. Sin embargo, como con acierto ha investigado José
Manuel Sala Arquer, existen previsiones en nuestro ordenamiento jurídico
(arts. 81.1 LRBRL; 78 TRRL; 8 RBEL; 17 y 18 LC; 11.1 Ley de Vías
Pecuarias) que, para la desafectación de ciertos bienes, requieren una previa
declaración de innecesariedad que, en algunos casos como en el de los
bienes comunales, acumulan, como veremos, más elementos reglados.
Evidentemente, como el propio Sala Arquer concluye, la necesidad o no de
mantener la afectación del bien también dependerá mucho de si el bien es
imprescindible para que se realicen los derechos de los usuarios (el uso
público de una playa, p. ej.) o constituye únicamente el soporte para la
prestación de un servicio público para cuya efectividad podría ser
perfectamente intercambiable con otro bien.
Cabe indicar, por último, que el legislador ha expresado una
clara desconfianza frente a las desafectaciones implícitas y, más
todavía, respecto de las tácitas, puesto que podrían suponer que
un bien demanial terminara siendo adquirido por un tercero por
usucapión. De ahí que el art. 69.2 LPAP haya dispuesto que,
salvo en los supuestos previstos en dicha Ley, «la desafectación
deberá realizarse siempre de forma expresa», esto es, mediante
un procedimiento formal.
V. LA PROTECCIÓN DEL DESTINO DE LOS
BIENES DE DOMINIO PÚBLICO
Como ya venimos indicando, el régimen jurídico del dominio
público
se
caracteriza
y
viene
inspirado
—incluso
constitucionalmente (art. 132 CE)— por la regla de la
incomerciabilidad de los bienes que lo integran. La
incomerciabilidad asegura la afectación de los bienes demaniales
y los sitúa fuera del comercio jurídico-privado mientras aquella
afectación se mantenga. En la práctica, la nota de la
incomerciabilidad se resuelve en tres principios, que conforman,
como decimos, el contenido típico del dominio público: nos
referimos a los principios de inalienabilidad, imprescriptibilidad e
inembargabilidad de los bienes demaniales, recogidos en el art.
30.1 LPAP.
1. LA INALIENABILIDAD
Según ya resaltara Clavero Arévalo, la inalienabilidad —aun
antes de ser expresamente constitucionalizada— ya era un
verdadero principio general del Derecho. En esencia, supone que
los bienes demaniales no pueden ser enajenados, ni quedar
sujetos a gravámenes, servidumbres o a la imposición de
cualquier otro derecho real sobre los mismos. Puesto que los
bienes de dominio público se consideran res extracomercium (art.
1.271 CC), cualquier negocio que se concluya sobre ellos será
nulo de pleno derecho, sin que quepa, como destacara Clavero,
subsanación por desafectaciones posteriores.
Ahora bien, que los bienes de dominio público sean incompatibles con el
comercio jurídico-privado, no significa que, sobre ellos, no quepa lo que Otto
Mayer denominaba un «comercio público de bienes de dominio público»,
algunas de cuyas manifestaciones ya las hemos ido haciendo patentes al
estudiar las mutaciones demaniales y las adscripciones a favor de
organismos públicos (arts. 73-79 LPAP). Dentro de este comercio público,
doctrinalmente se ha debatido si los bienes demaniales podrían ser objeto de
expropiación forzosa, posibilidad que ha sido negada por un amplísimo sector
doctrinal sobre la base de que en tales casos ni existe una verdadera
confrontación entre intereses públicos y privados, ni hay tampoco un valor de
venta. Para estos casos, el art. 42.4 TRLSRU preceptúa que «cuando en la
superficie objeto de expropiación existan bienes de dominio público y el
destino de los mismos, según el instrumento de ordenación, sea distinto del
que motivó su afectación o adscripción al uso general o a los servicios
públicos, se seguirá, en su caso, el procedimiento previsto en la legislación
reguladora del bien correspondiente para la mutación demanial o
desafectación, según proceda».
2. LA IMPRESCRIPTIBILIDAD
Como ya hemos indicado a propósito de la desafectación, el
art. 69.2 LPAP exige que las desafectaciones se hagan siempre
de forma expresa. La previsión —que tiene su correlato en otras
normas como los arts. 80.1 LRBRL, 8 RBEL y 7 de la LC, entre
otras— resulta extremadamente importante, ya que en un
pasado, como estudiara con profundidad García de Enterría, al
hilo de las desafectaciones tácitas y mediante la interpretación
que se hacía del juego combinado de los arts. 341, 609 y 1.936
CC se produjeron abundantes usurpaciones y detentaciones
privadas de bienes integrantes del dominio público,
particularmente acuciantes en sectores como el dominio
marítimo-terrestre, las vías pecuarias y los montes.
3. LA INEMBARGABILIDAD
La inembargabilidad se encuentra limitada en nuestros días a
los bienes integrantes del dominio público. La jurisprudencia
constitucional ha limitado a éstos el alcance de un principio que
otrora se extendía a todos los bienes públicos (y,
consiguientemente, también a los bienes patrimoniales). Para el
Tribunal Constitucional (SSTC 166/1998, 201/1998, 210/1998 y
211/1998), la regla de la inembargabilidad de los bienes
patrimoniales es inconstitucional, siendo, por tanto, posible
embargar aquellos bienes patrimoniales que «no (estuvieran)
afectados materialmente a un uso o servicio públicos». Esta
afirmación resulta cuando menos llamativa puesto que si tales
bienes estuvieran «afectados», aunque sólo fuera materialmente,
a un uso o servicio públicos, tendrían por ello la condición de
bienes demaniales, de donde la doctrina ha querido entender que
los bienes patrimoniales son inembargables cuando se
encuentren destinados a la satisfacción de alguna finalidad
pública. Sin embargo, esta interpretación es más laxa aún, puesto
que se presume que todo bien de la Administración, incluidos los
patrimoniales, tienen alguna finalidad pública. Pues bien, esa
abierta y ambigua conclusión ha sido recogida en algunos textos
legales como el art. 30 .3 LPAP cuando afirma que «ningún
tribunal ni autoridad administrativa podrá dictar providencia de
embargo ni despachar mandamiento de ejecución contra los
bienes y derechos patrimoniales cuando se encuentren
materialmente afectados a un servicio o función pública, cuando
sus rendimientos o el producto de su enajenación estén
legalmente afectados a fines determinados o cuando se trate de
valores o títulos representativos del capital de sociedades
estatales que ejecuten políticas públicas o presten servicios de
interés general».
En idéntico sentido al recogido en el art. 30.3 LPAP (que paradójicamente,
según su Disposición Final 2.ª, no es pleno ni básico) se regula esta materia
en el art. 23 de la Ley General Presupuestaria (Ley 47/2003 de 26 de
noviembre) y también, con mayor alcance y rigor, en el art. 27 de la Ley
General de la Hacienda pública de la Comunidad Autónoma de Andalucía
(Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de marzo). En cambio el TRLHL, contiene
una regulación más precisa en su art. 173.2 («Los tribunales, jueces y
autoridades administrativas no podrán despachar mandamientos de ejecución
ni dictar providencias de embargo contra derechos, fondos, valores y bienes
de la Hacienda local, ni exigir fianzas, depósitos y cauciones a las Entidades
locales, excepto cuando se trate de bienes patrimoniales no afectados a un
uso o servicio público»), de la que se deduce claramente la posibilidad de que
algunos bienes patrimoniales puedan ser embargados. Por su parte, en la Ley
de Autonomía Local de Andalucía (LAULA) de 2010, sólo se afirma la
inembargabilidad de los bienes demaniales y comunales, no así de los
patrimoniales.
En orden a la inembargabilidad, las previsiones anteriores
tienen que ser completadas con el art. 605 LECiv, que declara
«absolutamente
inembargables
los
bienes
declarados
inalienables», y con los arts. 31 LPAP y 2 de la Ley de Arbitraje
(Ley 60/2003, de 23 de diciembre), cuando indican que no puede
transigirse judicial ni extrajudicialmente con los bienes y derechos
del Patrimonio del Estado, ni someter a arbitraje las contiendas
que se susciten sobre los mismos, «sino mediante Real Decreto
acordado en Consejo de Ministros, a propuesta del de Hacienda,
previo dictamen del Consejo de Estado en pleno».
Paradójicamente, también aquí sorprende que el art. 31 LPAP carezca de
carácter pleno o básico, confundiendo las reglas substantivas que dicho
precepto contienen (que, a nuestro juicio, deberían ser extrapolables y
aplicables a todas las Administraciones), con las determinaciones
organizativas, claramente prescindibles y cambiables, que el art. 31 LPAP
contiene.
VI. UTILIZACIÓN DE LOS BIENES DE DOMINIO
PÚBLICO
1. CLASES DE USOS
La utilización de los bienes y derechos del dominio público
pueden clasificarse conforme a diferentes criterios. Sin duda, los
tres criterios de clasificación más importantes por las
consecuencias que implican de cara a la caracterización del
régimen jurídico del dominio público son los que atienden al
sujeto que los usa; a la clase de bien demanial de que se trate
según su destino; y, finalmente, al grado de compatibilidad que el
uso mantenga con el destino principal del dominio público al que
afecte.
Atendiendo al criterio del sujeto que los usa, que es el uso en
el que nos vamos a centrar con mayor detenimiento, los bienes
demaniales pueden ser usados: a) por la propia Administración —
uso que si se verifica de una manera excluyente con respecto a la
utilización que los particulares pudieran hacer del mismo da lugar
a las reservas demaniales—; y b) por los particulares —lo que
origina tres tipos de usos: el común general, el común especial y
la utilización privativa—.
Si atendemos al criterio de la destinación del bien, nos
encontramos con la distinción entre bienes de uso y de servicio
público. La diferenciación es importante porque la utilización de
los bienes y derechos destinados a la prestación de un servicio
público se rige por las normas reguladoras de éste que ostentan
primacía sobre las normas patrimoniales. Los arts. 87 y 88 LPAP
han establecido, no obstante, un distingo a este respecto
discriminando entre los bienes destinados a servicios públicos
reglados —para los que vale lo que acabamos de decir— y los
destinados a otros servicios públicos —que se utilizarán de
conformidad con lo previsto en el acto de afectación o de
adscripción y, en su defecto, por lo establecido en la LPAP—.
Finalmente, la normativa local de bienes tradicionalmente se
ha hecho eco de la distinción entre utilizaciones normales y
anormales de los bienes demaniales, según que el uso fuese
conforme o no con el destino principal del dominio público a que
afecte (art. 75.3.º y 4.º RBEL). En el ámbito local, la distinción
adquiere relevancia, toda vez que los usos anormales quedan
sujetos a concesión [art. 78.1.b) RBEL], debiendo justificarse en
la Memoria que el particular presente para la solicitud de la
concesión la conveniencia pública de la utilización respecto del
uso normal del dominio, y teniendo también que valorarse por
separado el daño que dicho uso anormal pudiera ocasionar al uso
normal [art. 91.a) y b) RBEL].
Pese a cuanto acaba de decirse, hay usos anormales muy consolidados
como la instalación de veladores o de quioscos en la vía pública que muchos
Ayuntamientos sujetan a autorización —y no a concesión— o, incluso, a
declaración responsable, haciendo primar en este último caso, a nuestro
juicio erróneamente, el ejercicio de las actividades económicas que sobre
tales usos se implantan sobre lo que es una utilización anormal y tan
anormalmente extendida y anómala de las aceras concebidas
primordialmente para el tránsito de los peatones.
2. UTILIZACIÓN DE LOS BIENES DEMANIALES POR LA ADMINISTRACIÓN
A) El uso por la Administración de los bienes destinados al
servicio público
El uso de los bienes demaniales de forma directa por la
Administración tiene lugar de modo ordinario en los supuestos de
bienes públicos afectados a los servicios públicos. En tales casos,
la utilización de los bienes no constituye un fin en sí mismo, sino
que tiene un mero carácter instrumental de la actividad de
prestación de los servicios públicos, regulación a la que, como
hemos indicado, habrá de acudir para saber cuál es el régimen
jurídico fundamental de uso de estos bienes. Uso por la
Administración que no excluye la utilización eventual de estos
bienes por los particulares en tanto que usuarios del servicio.
Los arts. 89 y 90 LPAP han regulado para la Administración del Estado un
fenómeno que, hasta ese momento, estaba huérfano de regulación en
nuestro Ordenamiento Jurídico. Se trata, por un lado, de la ubicación de
cajeros, oficinas bancarias, oficinas postales, tiendas de conveniencia,
cafeterías y otros establecimientos análogos en espacios de los edificios
administrativos. El art. 89 LPAP permite tales usos siempre que tengan
carácter excepcional y se efectúen para dar soporte a servicios dirigidos al
personal destinado en ellos o al público visitante. Requisito éste último de
gran importancia, pues no resulta infrecuente encontrarse, p. ej., con
cafeterías de edificios administrativos que actúan, en puridad, como bares
abiertos al público en general, con las consecuencias que, en materia de
defensa de la competencia, tales conductas pudieran generar. El art. 89 LPAP
sujeta este tipo de usos a autorización —si se realizan a través de
instalaciones desmontables— y a concesión o a contrato público, si emplean
instalaciones fijas.
Por otro lado, el art. 90 LPAP sujeta a autorización del Ministro o del
Presidente del Organismo Público de que se trate, el uso por personas físicas
o jurídicas, públicas o privadas de bienes afectados al servicio público
siempre que se haga para el cumplimiento esporádico o temporal de fines o
funciones públicas. Una particular manifestación de esta posibilidad la
representa la cesión de salas para conferencias, seminarios o jornadas, que
en el ámbito de la Administración General, quedan asimismo sujetas a
autorización y al pago de contraprestación económica.
B) Las reservas demaniales
La Administración puede reservarse para sí el uso exclusivo de
bienes demaniales de su titularidad destinados al uso general de
todas las personas. Tal posibilidad, contemplada con carácter
general en el art. 104 LPAP, encuentra previsiones específicas en
la Ley de Costas (art. 47) y en la Ley de Minas (art. 7), que es
donde surgieron y en donde tienen una particular significación —
entre nosotros, tempranamente estudiada por Villar Palasí—.
La exclusión de usos que la reserva demanial conlleva
determina que el Ordenamiento Jurídico y la jurisprudencia le fijen
requisitos muy estrictos para su declaración. En primer lugar,
deben tener un alcance temporal: el art. 104.2 LPAP señala en
este sentido que la duración de la reserva se limitará al tiempo
necesario para el cumplimiento de los fines para los que se
acordó; tiempos que, por su parte, la Ley de Minas vincula a los
de la duración máxima prevista en dicha Ley para los permisos de
explotación (art. 8.3).
En segundo lugar, la declaración de la reserva tiene que
justificarse en razones de interés público. La Ley de Costas cifra
dichas razones en la realización de estudios e investigaciones,
obras, instalaciones y servicios (art. 47.2). En materia de minas,
las finalidades de la reserva se centran fundamentalmente en el
aprovechamiento de yacimientos minerales y recursos geológicos
que puedan tener especial interés para el desarrollo económico y
social o para la defensa nacional (art. 7).
Particularmente, puesto que la reserva afecta, como hemos dicho, a
bienes, en principio, abiertos al uso común general (franjas de playa o de
zona marítimo terrestre, p. ej.), uno de los mayores problemas que al
respecto pueden suscitarse es el relativo a su colisión con los derechos de los
particulares. Con carácter general, el art. 104.4 LPAP preceptúa que la
reserva prevalecerá frente a cualesquiera otros posibles usos de los bienes y
llevará implícita la declaración de utilidad pública y la necesidad de
ocupación, a efectos expropiatorios, de los derechos preexistentes que
resulten incompatibles con ella. Por su parte, la Ley de Minas ha ideado
soluciones particulares, habida cuenta de que, por las inversiones
económicas que los derechos mineros conllevan, es donde el tema de la
colisión con derechos mineros preexistentes o en tramitación se ha planteado
con mayor crudeza (arts. 10, 12, 58 y 62).
No obstante lo dicho, existen supuestos en que la reserva resulta
compatible con la realización de otros usos por parte de los particulares.
En tercer lugar, desde el punto de vista formal, la reserva se
realiza por Acuerdo del Consejo de Ministros —que ha de
publicarse en el BOE— y se inscribe en el Registro de la
Propiedad.
Por último, hay que indicar que la reserva puede ser total o
parcial, según se reserve o no la totalidad de la pertenencia del
dominio público de que se trate (art. 47.1 Ley de Costas).
Además, el hecho de que la Administración se haya reservado en
exclusiva la utilización de un bien demanial no entraña que su
explotación tenga que hacerse directamente por aquélla, puesto
que puede acudir a las modalidades de gestión indirecta previstas
en el Ordenamiento.
El art. 8 de la Ley de Minas distingue, a su vez, entre reservas especiales
(que se decretan para uno o varios recursos determinados en todo el territorio
nacional, mar territorial y plataforma continental); provisionales (que se
acuerdan para la exploración e investigación, en zonas o áreas definidas, de
todos o algunos de sus recursos); y definitivas (que se declaran para la
explotación de los recursos evaluados en zonas o áreas concretas de una
reserva provisional).
3. EL USO DEL DOMINIO PÚBLICO POR PARTE DE LOS PARTICULARES
Completando las observaciones que más arriba hicimos,
deben hacerse también tres consideraciones preliminares antes
de abordar los distintos tipos de utilización del dominio público por
parte de los particulares.
En primer lugar, hay que indicar que la utilización del dominio
público por parte de los particulares requiere de títulos
habilitantes, ya que, como proclama el art. 84.1 LPAP, «nadie
puede, sin título que lo autorice otorgado por la autoridad
competente, ocupar bienes de dominio público o utilizarlos en
forma que exceda el derecho de uso que, en su caso,
corresponde a todos». Más adelante, el art. 86 LPAP concreta
tales títulos habilitantes en el uso común general, el uso especial
y la utilización privativa, de las que hablaremos más adelante. Lo
que sí importa, desde luego, destacar es que, como
subliminalmente apunta el propio art. 84.1 LPAP, el uso común
general también precisa un título habilitante, lo que sucede es
que dicho título se otorga ya desde esta Ley y desde las Leyes
sectoriales sin que sean precisos ulteriores títulos administrativos
para toda aquella utilización que no exceda el contenido normal
de este derecho de uso.
En segundo lugar, también conviene precisar que existen
sectores demaniales que conocen fórmulas específicas y
diferentes de utilización de los bienes de dominio público por
parte de los particulares.
Buena muestra de ello, la ofrece la Ley de Minas en donde las formas de
utilización del demanio minero se concretan en los permisos de exploración y
de investigación y en la concesión de explotación. También, el demanio
forestal, como se estudiará en el Tomo VI de este Manual, tiene formas de
utilización específicas, según cuál sea la clase de monte o de espacio en el
que nos movamos. Lo mismo podría afirmarse de la utilización de los bienes
de dominio público que son, a su vez, infraestructura de transporte, como las
carreteras. Incluso, con respecto a estas últimas, no hay que olvidar que en
relación con la utilización de las autopistas de peaje prevalece su
consideración legal como concesiones de obra pública sujetas, una vez
construida la infraestructura, a un régimen de explotación similar al del
servicio público (arts. 3 Ley 8/1972, de 10 de mayo, y 247 y ss. LCSP)
Por último, en estrecha correspondencia con lo anterior, debe
recordarse que la regulación de las formas de utilización del
dominio público previstas en leyes especiales prevalece sobre las
dictadas por la LPAP. La propia LPAP así lo reconoce cuando
afirma que «las concesiones y autorizaciones sobre bienes de
dominio público se regirán en primer término por la legislación
especial reguladora de aquéllas y, a falta de normas especiales o
en caso de insuficiencia de éstas, por las disposiciones de esta
Ley» (art. 84.3)
En realidad, este precepto es trasunto de lo ya dicho por el art. 5.4 LPAP,
del que se habló en la lección anterior.
A) El uso común general
El art. 85.1 LPAP define el uso común general (o uso común, a
secas), como el que corresponde por igual y de forma indistinta a
todos los ciudadanos, de modo que el uso por unos no impide el
de los demás interesados. La Ley de Aguas refiere este uso a
«todos» (art. 50), expresión que, probablemente, se encuentre
más acorde con el carácter de uso derivado del Derecho de
gentes que, desde el Derecho Romano clásico, se ha venido
reconociendo a este tipo de usos.
Las normas sectoriales concretan estos tipos de usos. Así, el art. 31.1 LC
considera usos comunes generales: pasear, estar, bañarse, navegar,
embarcar y desembarcar, varar, pescar, coger plantas y mariscos y otros
actos semejantes que no requieran obras e instalaciones de ningún tipo y que
se realicen de acuerdo con las leyes y reglamentos o normas aprobadas
conforme a esta Ley. En parecidos términos, el art. 50 TRLAg estima que son
usos generales usar de las aguas superficiales, mientras discurren por sus
cauces naturales, para beber, bañarse y otros usos domésticos, así como
para abrevar el ganado.
Las características fundamentales de este tipo de uso son:
— Que se trata de un uso libre, esto es, que sólo debe
respetar el sentido de la afectación y las normas de policía
demanial (arts. 86 LPAP; 50 TRLAg; 31 LC y 29 Ley de
Carreteras). Eso no significa que el uso común general no se
encuentre condicionado de ningún modo, puesto que todo uso
común está sometido, cuando menos, a cuatro principios: el de
compatibilidad conforme al cual el uso de cada uno no debe
perturbar o impedir el de los demás; el de prioridad temporal,
puesto que el uso debe respetar la preferencia del usuario
primero o anterior; el de indemnidad, o lo que es lo mismo, el uso
no debe de causar al bien demanial daños que impidan o
menoscaben sensiblemente su uso; y el de ordenación, que
significa reconocer a la Administración la potestad de regular
normativamente el uso general para asegurar la efectividad de los
principios anteriores (Santamaría Pastor).
— Que es naturalmente gratuito (art. 31 LC), aunque alguna
norma, como el art. 16.1 Ley de Carreteras, contemple la
posibilidad de sujetar a pago el uso de las carreteras (no de los
autopistas, que de por sí ya describen, como hemos señalado, un
tipo de utilización diferente).
— Que no puede impedir el uso de los demás interesados o
usuarios. En este sentido, resulta de interés la advertencia de la
Ley de Aguas de que las aguas no se desvíen de su curso ni se
alteren tampoco los aprovechamientos normales.
Como se afirma en el texto, uno de los requisitos más importantes del uso
común —tanto del general, como del especial que, a continuación,
estudiaremos— es que dicho uso no resulte abusivo; situaciones de abuso
que, como la jurisprudencia ha notado, suelen darse con singular frecuencia
en relación con el estacionamiento de vehículos en la calle. La STSJ de
Andalucía 5919/2000, de 17 de abril, con apoyo en la STS de 26 de diciembre
de 1996, afirma en este sentido que «no puede ignorarse tampoco que las
calles están destinadas al uso común de la ciudadanía y el estacionamiento
continuado de vehículos en el mismo lugar sin que el dueño se preocupe en
absoluto de ellos puede suponer, en ciertos casos, un abuso o al menos un
gesto poco solidario con los demás usuarios de unos espacios que son de
todos».
B) El uso especial
Tradicionalmente, se alude a este uso con el nombre de uso
común especial para remarcar con ello que estamos ante un uso
común —porque no impide el uso de los demás usuarios—,
aunque se den en este uso, sin embargo, circunstancias de
peligrosidad o intensidad, preferencia en casos de escasez,
rentabilidad económica u otras que lo hacen un uso especial. El
art. 85.2 LPAP sintetiza bien todo ello cuando afirma que la
concurrencia de tales circunstancias «determina un exceso de
utilización sobre el uso que corresponde a todos o un menoscabo
de éste».
La citada especialidad incide lógicamente sobre el régimen
jurídico de este tipo de utilización. En primer lugar, para subrayar
que requiere un título habilitante de carácter administrativo, y que
no basta, por consiguiente, con la habilitación «ex lege» que se
da para el uso general. Normalmente, el título que en nuestro
Ordenamiento ha amparado las utilizaciones especiales del
dominio público han sido las autorizaciones. Sin embargo, el art.
86.2 LPAP limita esta posibilidad a los casos en que se empleen
instalaciones desmontables o el plazo de duración del
aprovechamiento especial no exceda de cuatro años; supuestos
en que el título habilitante requerido pasa a ser la concesión. A
estos títulos, la legislación hidráulica ha sumado la declaración
responsable exigible para todos los usos especiales, a excepción
de un grupo de ellos que continúan precisando la autorización
(art. 51 TRLAg).
Según los arts. 72-82 del Reglamento de Dominio Público Hidráulico (RD
849/1986, de 11 de abril) siguen requiriendo autorización, lo que la Sección V
de este Reglamento (conforme a la redacción dada por el RD 367/2010, de
26 de marzo, en desarrollo de las Leyes 17 y 25/2009, 22 de noviembre y 23
de diciembre, respectivamente) denomina «usos comunes especiales que,
por su especial afección al dominio público hidráulico puedan dificultar la
utilización del recurso por terceros»: los aprovechamientos especiales de
pastos y siembras; la corta de árboles; el establecimiento de puentes,
pasarelas, extracciones, y usos de baños y deportivos. Por el contrario, se
sujetan, según el art. 51 TRLAg a declaración responsable: la navegación y
flotación; el establecimiento de barcas de paso y sus embarcaderos; y
cualquier otro uso, no incluido en el uso general, que no excluya la utilización
del recurso por terceros.
En relación con el procedimiento para el otorgamiento de títulos
habilitantes para un uso especial, resulta reseñable que la STS 218/2019, de
4 de febrero, dictada precisamente en materia de aguas, considera que la
falta de previsión legislativa específica, con respecto a si para el otorgamiento
de autorizaciones es necesario o no el trámite de información pública
requerido para las concesiones, supone una remisión implícita al régimen
general en todo aquello que no responda a las razones especiales que dan
lugar a ese título especial.
C) Utilización privativa del dominio público
Como proclama el art. 85.3 LPAP, el uso privativo es el que
determina la ocupación de una porción del dominio público, de
modo que se limita o excluya la utilización del mismo por otros
interesados. Esta definición entraña, ante todo, que el uso
privativo del dominio público por parte de los particulares tiene
que basarse necesariamente en un título habilitante, título que, a
diferencia de cuanto ocurría en épocas pasadas, en ningún caso
puede ser adquirido mediante usucapión (art. 52.2 TRLAg). En
atención a estas circunstancias, el título habilitante que suele dar
derecho a una utilización privativa del dominio público es la
concesión, pero también cabe la autorización e, incluso, lo que
podríamos llamar la concesión «ex lege», esto es, supuestos muy
concretos en los que es la propia Ley la que otorga directamente
este derecho de uso privativo a los particulares.
En la Ley de Aguas es posible encontrar varios supuestos de
aprovechamientos privativos «ex lege». El art. 54 TRLAg establece en este
sentido que: «1. El propietario de una finca puede aprovechar las aguas
pluviales que discurran por ella y las estancadas, dentro de sus linderos, sin
más limitaciones que las establecidas en la presente Ley y las que se deriven
del respeto a los derechos de tercero y de la prohibición del abuso del
derecho; 2. En las condiciones que reglamentariamente se establezcan, se
podrán utilizar en un predio aguas procedentes de manantiales situados en su
interior y aprovechar en él aguas subterráneas, cuando el volumen anual no
sobrepase los 7.000 metros cúbicos. En los acuíferos que hayan sido
declarados como sobreexplotados, o en riesgo de estarlo, no podrán
realizarse nuevas obras de las amparadas por este apartado sin la
correspondiente autorización». También el art. 16 Ley de Minas considera que
el aprovechamiento de los recursos mineros de la Sección A [esto es, los
recursos de escaso valor económico, art. 3.1.A)], cuando se encuentren en
terrenos de propiedad privada, corresponderá al dueño de los mismos o a las
personas físicas o jurídicas a quienes ceda sus derechos.
Según ya hemos destacado, la frontera que la LPAP pone
entre el recurso a la autorización o a la concesión bascula sobre
un doble parámetro: que la duración del aprovechamiento no
exceda de cuatro años, o que el aprovechamiento se lleve a cabo
mediante instalaciones desmontables o instalaciones fijas. Por lo
demás, la LPAP contiene una Sección 4.ª en el capítulo I de su
Título IV en donde regula los caracteres comunes y los rasgos
diferenciadores más distintivos de autorizaciones y concesiones.
a) Otorgamiento: Las autorizaciones, en principio, se otorgan
directamente a los solicitantes, salvo que su número se encuentre
limitado, en cuyo caso el otorgamiento se realizará en régimen de
concurrencia, o si ésta no fuera procedente, por sorteo (art. 92.1).
Las concesiones, en cambio, han de otorgarse, como regla
general, en régimen de concurrencia, salvo cuando se den los
supuestos previstos en el art. 137.4 LPAP para la enajenación
directa de bienes inmuebles; se den circunstancias excepcionales
debidamente justificadas o cuando así se establezca
expresamente por las leyes (art. 93.1).
Con respecto a las concesiones de dominio público, su otorgamiento en
régimen de concurrencia no implica que el procedimiento haya de iniciarse
siempre de oficio (mediante convocatoria aprobada y publicada en el BOE),
ya que también puede instarse por persona interesada, en cuyo caso se
invitarán a otros posibles interesados o se dará publicidad a las solicitudes
que en tal sentido se presenten para que puedan formularse propuestas
alternativas. En la resolución —que tiene que producirse en seis meses— se
valorarán los criterios expresados en el pliego y se atenderá al mayor interés
y utilidad pública del proyecto solicitado.
Este régimen de proyectos en competencia, muy ensayado y desarrollado
por nuestra legislación de aguas, incorpora en ésta importantes elementos
reglados —como el respeto al orden de preferencia de usos fijado por el Plan
Hidrológico, art. 60 TRLAg— que limitan considerablemente la
discrecionalidad inherente al acto de otorgamiento.
b) Transmisibilidad: La transmisión de las autorizaciones está
expresamente admitida, siempre que para su otorgamiento no
hayan sido tomadas en cuenta circunstancias personales, ni se
encuentre limitado su número, supuestos éstos en los que se
exigiría la previa autorización del órgano que otorgó la
autorización inicial. Por el contrario, no está expresamente
prevista la transmisibilidad de las concesiones, aunque
implícitamente parecen admitirse, siempre y cuando se diera la
previa autorización de la Administración concedente (art. 100
LPAP).
c) Duración: Ha de ser determinada, no pudiendo superar el
plazo de cuatro años en las autorizaciones y de setenta y cinco
en las concesiones, incluidas en ambos casos las prórrogas. No
obstante, hay que indicar que el art. 95.3 LPAP permite que el
plazo de 75 años pueda ser sustituido por otro menor «en las
normas especiales que sean de aplicación».
La aplicación de esta regla de especialidad con respecto a las concesiones
otorgadas por las entidades locales ha suscitado interpretaciones
encontradas, como muestra la Resolución de la Dirección General de los
Registros y del Notariado de 4 de diciembre de 2012.
d) Revocabilidad: Las autorizaciones siempre pueden ser
revocadas de modo unilateral, por razones de interés público sin
dar derecho a indemnización, cuando resulten incompatibles con
las condiciones generales aprobadas con posterioridad,
produzcan daños en el dominio público, impidan su utilización
para actividades de mayor interés público o menoscaben el uso
general; por eso, con poca precisión técnico-jurídica se dice que
se otorgan en precario (art. 92.4 LPAP). Las concesiones pueden
ser dejadas sin efecto mediante rescate, pero en tal caso ha de
indemnizarse al concesionario por los daños y perjuicios que le
ocasione (art. 100 LPAP).
No resulta fácil la interpretación de la LPAP en este punto. Para empezar,
no todas las circunstancias que en el art. 92.4 LPAP contiene aluden a la
cláusula de precario en sentido estricto, ya que, en puridad, ésta únicamente
viene referida al supuesto de cuando, sin incumplimientos de los términos de
la autorización por parte del autorizado, aparece un interés público que
resulta prevalente y con el que la autorización otorgada deviene claramente
incompatible. Hace años, Ramón Martín Mateo ya nos advirtió de los posibles
y frecuentes abusos que en la práctica se dan con la invocación de la
cláusula de precario en las concesiones (y habría que entender también
ahora en las autorizaciones) demaniales. Para Martín Mateo, no era suficiente
con incluir la cláusula de precario como una suerte de cláusula de estilo en
los pliegos de las concesiones demaniales, sino que se hacía preciso que
dicha cláusula de precario resultase justificada en el caso concreto de la
concesión que se otorgase, hasta el punto de que en cierta forma la
provisionalidad con la que se otorgaba en el caso concreto la concesión,
sirviese y se integrase en la propia causa del acto de otorgamiento de la
concesión. En este sentido, la jurisprudencia viene distinguiendo entre un
precario de primer grado que no lleva aparejado indemnización y un precario
de segundo grado que sí comporta resarcimiento (cfr. con cita de abundante
jurisprudencia STS de 24 de mayo de 2013), cifrando la distinción entre una y
otra en «las circunstancias de estabilidad o interinidad del uso y de las
condiciones de oportunidad y alteración de la causa originaria de esa
situación jurídica de uso que acompañan a la acción revocatoria, siempre
enjuiciable en conexión con la teoría general del negocio jurídico».
Tales enseñanzas creemos que encuentran aplicación en la actualidad de
cara a la interpretación del art. 92.4 LPAP, al menos en lo que dicta relación
con la revocación unilateral de la autorización sin derecho a indemnización
por razones de interés público. En nuestra opinión, este precepto únicamente
tipifica la causa que puede dar lugar a la revocación de una autorización sin
derecho a indemnización. Ahora bien, la Administración no es libre para
reproducirla e incluirla como una cláusula de estilo en todos los acuerdos de
autorización, sino que tendrá que explicar y motivar en esos acuerdos porqué
la autorización se otorga con esas dosis de provisionalidad.
e) Onerosidad: Lo normal es que el otorgamiento de las
autorizaciones o concesiones esté sujeto a contraprestación,
debiéndose en tal caso satisfacer la tasa o canon concesional,
respectivamente. Pero también podrá tener carácter gratuito si el
uso del demanio no lleva aparejada una utilidad económica para
el titular de la autorización o concesión, o la utilidad sea,
económicamente hablando, insignificante (arts. 92.5 y 93.4
LPAP).
f) Extinción: El art. 100 LPAP alude de manera común para
concesiones y autorizaciones a los modos tradicionales de
extinción de estos títulos. Así:
— Como modos relativos al sujeto, se hallan la muerte,
incapacidad o extinción de la personalidad del concesionario; el
mutuo disenso; y el incumplimiento del concesionario por la falta
de pago o por la transmisión del título sin previa autorización de la
Administración.
— Como modos relativos al bien, encontramos la desaparición
del bien o agotamiento de su aprovechamiento y la desafectación
del mismo.
— Como modos relativos al título, tenemos el rescate, la
revocación unilateral y la caducidad por vencimiento del plazo.
Con respecto a los modos de extinción, acabados de enumerar, cabe
hacer algunas precisiones. En primer lugar, el art. 100 LPAP crea, en nuestra
opinión, una grave confusión terminológica con respecto al significado que
veníamos dando a algunos de los conceptos que en él se citan. P. ej., el
término «caducidad», que el art. 100.c) LPAP asocia ahora con la extinción
por vencimiento del plazo, se anudaba tradicionalmente en esta materia al
incumplimiento de las condiciones de la concesión por parte del
concesionario. Conforme a ello, en ese concepto de caducidad cabrían una
gran parte de las causas a las que el art. 92.4 LPAP alude como
circunstancias que habilitan para la revocación unilateral de las
autorizaciones, a excepción de la cláusula de precario que, como ya hemos
señalado, tiene otro significado bien diferente. La revocación unilateral a la
que apela el art. 100.d) in fine LPAP representa hoy el sustitutivo de la
caducidad, aunque tampoco de manera íntegra, puesto que los supuestos de
extinción reseñados por el art. 100.f) LPAP son claros supuestos de
incumplimiento (que nosotros hemos clasificado dentro de los modos de
extinción subjetivos) y que no caben o al parecer son cosa distinta de los
supuestos de revocación unilateral.
Por otro lado, en lo atañedero a la desafectación del bien como modo
extintivo de la autorización o concesión demanial, la letra h) del art. 100 LPAP
remite a su art. 102, que recoge la solución tradicional que la Ley de
Patrimonio del Estado otorgaba a estos supuestos extintivos y en cuya virtud,
en tanto no se proceda a la extinción de la concesión conforme a las reglas
que marca el art. 102.2 LPAP, se mantienen con idéntico contenido las
relaciones jurídicas derivadas de las autorizadas y concesiones, si bien, al
haberse desafectado su objeto, dichas relaciones jurídicas pasan a regirse
por el Derecho privado, correspondiendo al orden jurisdiccional civil conocer
de los litigios que surjan en relación con las mismas.
VII. PATRIMONIOS ESPECIALES
1. PATRIMONIO NACIONAL
El art.132 CE alude, entre los bienes públicos, a los bienes
integrantes del Patrimonio Nacional: un conjunto de bienes
inmuebles, muebles y de derechos de patronato de titularidad
estatal, que tienen como afectación principal el uso y servicio del
Rey y de los miembros de la familia real para el ejercicio de la
representación que la Constitución y las leyes les atribuyen. Con
esta consagración constitucional se recupera una tradición que ya
habían adoptado antes tanto el Estatuto de Bayona (art. 21),
como la Constitución de Cádiz (art. 214), pero que después se
perdió y dio lugar a que la regulación del Patrimonio de la Corona
(Ley de 12 de mayo de 1865), también llamado más tarde
Patrimonio de la República (Ley 22 de marzo de 1932) y,
finalmente, Patrimonio Nacional (Ley de 7 de marzo de 1940, y la
vigente Ley 23/1982, de 16 de junio) se hiciese a través de Leyes.
Como entre nosotros estudió con gran detalle Laureano López Rodó, el
origen histórico de toda esta legislación se remonta a la necesidad de
distinguir nítidamente entre los bienes propios del Monarca y los bienes de los
que éste disfruta en razón de la Institución que encarna. Tal confusión y, en
particular, los problemas surgidos con respecto a la aplicación del producto
obtenido por la venta de determinados bienes del Real Patrimonio, fueron el
desencadenante de los sucesos acaecidos durante la célebre «Noche de San
Daniel». Sendos artículos de D. Emilio Castelar, titulados: «¿De quién es el
Patrimonio Real?» y «El rasgo», publicados los días 21 y 22 de febrero de
1865 en el periódico La Democracia, censuraban que la Reina, hubiese
tenido el generoso «rasgo» (que para él representaba, en realidad, un
«engaño, un desacato a la Ley, una amenaza») de que se introdujese entre
las previsiones del entonces Proyecto de Ley (y que más tarde sería el art. 23
de la Ley de 12 de mayo de 1865), su deseo de quedarse sólo con una cuarta
parte del precio de los bienes del Patrimonio Real que se enajenasen «para
acudir en auxilio del erario nacional, que se encontraba en angustiosa
situación». Los artículos periodísticos de Castelar disgustaron enormemente
al Gobierno Narváez, que, como medida al respecto, destituyó a Castelar de
la Cátedra que ostentaba en la Universidad Central. El Rector Montalbán y el
claustro de profesores de la Central consideraron ilegal la destitución, actitud
que originó la deposición del propio Rector Montalbán y su sustitución
gubernamental por el Marqués de Zafra. Las consecuencias finales de todo
ello devinieron en los sangrientos incidentes de la Noche de San Daniel (10
de abril de 1865), en los que se reprimieron violentamente a los estudiantes
que, en apoyo del rector Montalbán, cantaban una serenata en la Puerta del
Sol.
La afectación principal del Patrimonio Nacional permite, no
obstante, afectaciones secundarias de los bienes que lo integran
cuando estas afectaciones resulten compatibles con aquella
dedicación principal [arts. 3, 6 y 8.k) Ley 23/1982]. Además, pese
a que los arts. 4 y 5 de la Ley 23/1982 ya mencionan qué bienes
lo componen, dicha relación no deviene una lista cerrada, ya que
admite tanto nuevas incorporaciones —por donaciones (art. 4.8) o
por
afectación
expresa
[art.
8.j)]—;
como
también
desafectaciones [art. 8.k)].
En concreto, entre los bienes inmuebles que integran el Patrimonio
Nacional están los siguientes: el Palacio Real de Oriente y el Parque de
Campo del Moro; el Palacio Real de Aranjuez y la Casita del Labrador, con
sus jardines y edificios anexos; el Palacio Real de San Lorenzo de El
Escorial, el Palacete denominado la Casita del Príncipe, con su huerta y
terrenos de labor, y la llamada «Casita de Arriba», con las Casas de Oficios
de la Reina y de los Infantes; los Palacios Reales de la Granja y de Riofrío y
sus terrenos anexos; el monte de El Pardo y el Palacio de El Pardo, con la
Casita del Príncipe; el Palacio Real de la Zarzuela y el predio denominado
«La Quinta», con su Palacio y edificaciones anexas; la Iglesia de Nuestra
Señora del Carmen, el Convento de Cristo y edificios contiguos; el Palacio de
la Almudaina con sus jardines, sito en Palma de Mallorca. Así mismo, forman
parte del Patrimonio Nacional los bienes muebles de titularidad estatal,
contenidos en los reales palacios o depositados en otros inmuebles de
propiedad pública, enunciados en el inventario que se custodia por el Consejo
de Administración del Patrimonio Nacional y las donaciones hechas al uso y
servicio de la Corona.
En lo que respecta a los derechos de patronato, se integran en el
Patrimonio Nacional los concernientes a: la Iglesia y Convento de la
Encarnación; la Iglesia y Hospital del Buen Suceso; el Convento de las
Descalzas Reales; la Real Basílica de Atocha; la Iglesia y Colegio de Santa
Isabel; la Iglesia y Colegio de Loreto, en Madrid, donde también radican los
citados en los apartados precedentes; el Monasterio de San Lorenzo de El
Escorial, sito en dicha localidad; el Real Monasterio de Santa María de Las
Huelgas, en Burgos; el Hospital del Rey, sito en dicha capital; el Convento de
Santa Clara, en Tordesillas; el Convento de San Pascual, en Aranjuez; el
Copatronato del Colegio de Doncellas Nobles, en Toledo. Algunos de estos
derechos de patronato tienen raíces históricas muy profundas y enlazan con
los patronatos que se reservaron los propios Monarcas cuando erigieron
estas edificaciones para servir finalidades de la familia real distintas de la de
servirles de residencia. En unas ocasiones, la finalidad de estas
construcciones es propiciar un digno enterramiento a los Reyes e infantes de
España, como sucede con San Lorenzo de El Escorial; otras veces, tal
finalidad se acompaña de otros destinos, como acontece con el Real
Monasterio de Santa María de las Huelgas, mandado construir por el Rey
Alfonso VIII de Castilla para que, a la vez que sirviera de panteón a la familia
real, «fuera vivienda y casa de las infantas é ilustres señoras que desearan
dedicarse a la vida monástica» (AGAPITO REVILLA). Caso muy particular es,
en fin, el del Convento de las Descalzas Reales, convento de monjas clarisas
construido, muy cerca del Alcázar Real, por Felipe II en 1559 y caracterizado
por ser, según palabras de G. Parker, «un espacio femenino para la familia
real», ya que, en su interior —que sirvió de enterramiento a su gran
inspiradora la princesa Juana de Austria, hermana del Rey— se incorporó un
aposento real para que la reina y los infantes pudieran participar en los actos
religiosos y disfrutar del ambiente de la vida claustral. En dichos aposentos
reales vivió desde 1582 y hasta su muerte, la emperatriz María, hermana del
Rey Felipe II, conviviendo así cerca de su hija —Sor Margarita de la Cruz—
que profesó como monja en dicho convento y en él permaneció bajo dicho
estado durante casi cincuenta años.
Además, por determinación de la Disposición Transitoria 2.ª de la Ley
23/1982, quedan integrados igualmente en el Patrimonio Nacional, «los
bienes afectados al Patrimonio Nacional con anterioridad a la entrada en vigor
de esta Ley, no incluidos en la relación del artículo 4.º, se integrarán en el
Patrimonio del Estado, salvo en el caso de los montes, cuya titularidad
quedará transferida al Instituto Nacional para la Conservación de la
Naturaleza».
Por lo demás, como decimos en el texto, la afectación principal de los
bienes del Patrimonio Nacional resulta plenamente compatible con el
cumplimiento de otros fines culturales, científicos y docentes que estos bienes
son susceptibles de desarrollar. En este orden de ideas, entre las funciones
que la Ley 23/1982 asigna al Consejo de Administración del Patrimonio
Nacional destaca la de velar por la tutela del medio ambiente en aquellos
terrenos que cuenten con un especial valor ecológico, de ahí que deba
promover la elaboración de un Plan de protección medioambiental para cada
uno de esos bienes singulares, que deberá ser aprobado por el Gobierno. En
esta misma línea, los terrenos que se encuentren incluidos en dichos planes
de protección medioambiental no pueden desafectarse por simple Real
Decreto sino que requieren de la aprobación de una ley estatal.
Aunque en la Ley 23/1982 no se hace una particular
declaración del carácter demanial de los bienes integrantes del
Patrimonio Nacional, lo cierto es que sí afirma que son
inalienables, imprescriptibles e inembargables (art. 6.2) y que
tienen que inscribirse en el Registro de la Propiedad. Sin duda,
una particularidad muy notable de su régimen jurídico es la
relativa a su gestión que se atribuye legalmente a una entidad de
Derecho público —el Consejo de Administración del Patrimonio
Nacional—.
Según el art. 8.1 de la Ley 23/1982 (que ha sido modificado en este punto
por la LRJSP), el Consejo de Administración del Patrimonio Nacional lo
componen el Presidente, el Gerente y un número de Vocales no superior a
trece, todos los cuales deberán ser profesionales de reconocido prestigio. Al
Presidente y al Gerente les será de aplicación lo establecido en el artículo 2
de la Ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio del Alto Cargo de
la Administración General del Estado, debiendo realizarse su nombramiento
entre funcionarios de carrera del Estado, de las Comunidades Autónomas o
de las Entidades Locales, pertenecientes a cuerpos clasificados en el
Subgrupo A1. Dos de los Vocales, al menos, deberán de provenir de
instituciones museísticas y culturales de reconocido prestigio y proyección
internacional. Igualmente, en dos de los Vocales, al menos, habrá de
concurrir la condición de Alcaldes de Ayuntamientos en cuyo término
municipal radiquen bienes inmuebles históricos del Patrimonio Nacional. El
Presidente, el Gerente y los demás miembros del Consejo de Administración
serán nombrados mediante Real Decreto, previa deliberación del Consejo de
Ministros a propuesta del Presidente del Gobierno.
2. BIENES COMUNALES
A) Concepto
Hasta el siglo XIX los pueblos contaban con unas propiedades
colectivas que no eran otra cosa que «bienes comunes de los
vecinos». Dichos bienes pertenecían a éstos en mano común, es
decir, en un régimen típico de comunidad germánica de bienes. El
destino de estos bienes dependía de la voluntad de los propios
vecinos, que podían destinarlos libremente a la explotación
directa, por sí mismos, o a la obtención de rentas con las que
sufragar las necesidades colectivas del grupo social propietario.
Sin embargo, con la llegada del movimiento desamortizador en
el segundo tercio del siglo XIX, la situación cambió radicalmente,
iniciándose un proceso de usurpación de estos tradicionales
patrimonios colectivos rurales, que provocó una drástica
reducción de los mismos y su alteración, o incluso la simple
enajenación de su mayor parte. Se produjo una gigantesca
mutación de los bienes comunales en lo que vendrían a llamarse
«bienes de propios». Su titularidad se atribuyó a los municipios,
por entonces ya configurados como una organización políticoadministrativa, y se sujetaron a una rígida normativa según la cual
la posición de los vecinos pasó a definirse como un simple ius in
re aliena, unos meros beneficiarios de la afectación de esos
bienes, de los que el Ayuntamiento podía disponer incluso para
privarles del último resto de su posición.
Sin embargo, la transformación de los bienes vecinales en bienes
comunales de los municipios encontró un serio obstáculo en la realidad social
y geográfica, fundamentalmente, del norte de España; allí, dada la dispersión
de la población en asentamientos rurales que hacía imposible la identificación
entre pueblo y municipio, la titularidad de los primitivos bienes colectivos se
identificaba con comunidades sociales más pequeñas que los nuevos
municipios, grupos sociales que conservaban una cohesión mayor que en
otros lugares de la península. Tal realidad social mereció una respuesta
jurisprudencial que salvó, en una parte, la existencia en esas zonas de
tradicionales patrimonios colectivos en mano común; estamos hablando de
los montes vecinales en mano común, una clara comunidad de tipo
germánico. Y esa respuesta jurisprudencial fue refrendada posteriormente por
el legislador, que acabó por reconocer la necesidad social de la figura.
Pero entrando ya en el concepto específico de bienes
comunales, diremos que, bajo esta denominación se sitúan
distintos tipos de bienes que presentan diversas denominaciones
e, incluso, distintos regímenes jurídicos. Es posible, no obstante,
encontrar en este conjunto de figuras de marcado carácter
consuetudinario una serie de notas comunes que justifican el
hecho de que les demos un tratamiento unitario. Así, en cualquier
bien comunal concurren, en todo caso, las siguientes
características:
En primer lugar, lo que siempre y necesariamente hay en los
comunales es una comunidad de aprovechamiento y disfrute, con
independencia de que la propiedad de la cosa sea o no también
común. Pese a que el artículo 2.4 del RBEL señala
terminantemente que «los bienes comunales sólo podrán
pertenecer a los Municipios y a las Entidades Locales menores»,
lo cierto es que hubo comunales del Estado y puede también
haberlos de las provincias. Y asimismo, comunales de las
tradicionales y subsistentes comunidades de tierra; de varios
municipios, a los que pertenece en común la cosa, aun cuando la
comunidad no esté personificada. E incluso puede llegar a
afirmarse la existencia de comunales en manos de particulares,
como ocurre con los montes vecinales en mano común ya vistos,
si bien la titularidad completamente privada de estos bienes los
sitúa como un fenómeno paralelo al de los comunales más que
como un tipo específico de los mismos.
En segundo lugar, en los aprovechamientos de los bienes
comunales el título de comunero deriva de la condición de vecino
de algún lugar, concepto éste que no debe interpretarse siempre
en el sentido de vecindad administrativa.
Tanto el art. 18.1.c) LRBRL como el art. 61.1.c) del Reglamento de
Población y Demarcación Territorial configuran el aprovechamiento de los
bienes comunales como un derecho de los vecinos, concepto éste que, en
principio, habría que referir a quienes adquieren tal conceptuación conforme a
lo preceptuado por el art. 15 LRBRL. Sin embargo, bien es verdad que, como
estudió en su momento Alejandro Nieto, la jurisprudencia ha venido
asimilando a esta condición otras situaciones de cuasi-vecindad, como la
aludida en el art. 128.4 RSCL, respecto a los concesionarios y contratistas
que ejecuten obras o realicen servicios públicos en el término municipal en el
que estén sitos los bienes comunales. Además, la mera inscripción en el
padrón no convierte siempre y necesariamente en vecino a la persona
empadronada, por lo menos desde la perspectiva del disfrute de los
comunales, puesto que cuando la persona se ha inscrito en dicho registro sin
residir habitualmente en el Municipio, la jurisprudencia ha admitido prueba en
contrario capaz de desvirtuar la mera certificación del padrón; doctrina
jurisprudencial perfectamente razonable para evitar aprovechamientos
abusivos de los comunales por parte de personas residentes de hecho en
otras localidades mediante la cumplimentación del mero trámite administrativo
de inscripción en el padrón.
En tercer lugar, como ya hemos reiterado, los bienes
comunales son un ejemplo de comunidad germánica o en mano
común. Ello significa, como sabemos, que en dicha comunidad no
existen cuotas que puedan dividirse, lo que comporta un régimen
jurídico caracterizado por su indivisibilidad y su inalienabilidad, y
un peculiar régimen de aprovechamientos.
Por último, la existencia de una fortísima penetración del
Derecho Administrativo en estas singulares formas de comunidad
germánica de bienes, especialmente en los llamados comunales
típicos, permite que pueda afirmarse de los mismos que son una
figura exclusiva del Derecho Administrativo.
La singularidad de este tipo de bienes, como tuvimos ocasión
de ver en la lección anterior, ha llevado consigo su
constitucionalización y la fijación, al máximo rango, de sus
tradicionales caracteres de inalienabilidad e imprescriptibilidad,
así como de la inembargabilidad. Asimismo, recordemos que la
Constitución también ha establecido una reserva de ley para su
regulación y, lo que es también muy destacable, para la fijación
del régimen de su desafectación (art. 132.1 CE).
La normativa local, tanto la LRBRL de 1985 como el RBEL definen los
bienes comunales como aquellos «cuyo aprovechamiento corresponda al
común de los vecinos». Por su parte, la Ley de montes de 2003 insiste en
esta idea, al disponer que «son de dominio público o demaniales e integran el
dominio público forestal: b) Los montes comunales, pertenecientes a las
entidades locales, en tanto su aprovechamiento corresponde al común de los
vecinos» (art. 12). En términos similares a la LRBRL se expresa la Ley de
Bienes de las Entidades Locales de Andalucía en su art. 2.2: «Tienen la
consideración de comunales aquellos bienes cuyo aprovechamiento
corresponde al común de los vecinos».
La doctrina suele diferenciar entre los bienes comunales
típicos, es decir, los regulados por la Ley de Régimen Local, cuya
titularidad se atribuye a los Municipios o entidades locales
menores, y el aprovechamiento a sus vecinos; y los atípicos, que
encubren una riquísima variedad de fórmulas comunitarias y cuya
regulación se encuentra en leyes especiales, o incluso no existe,
apoyándose exclusivamente en la costumbre.
En Andalucía, encontramos este tipo de bienes comunales en algunas
zonas como la comarca de Baza (Zújar y Cúllar) en Granada o en Cogollos
de Guadix también en la misma provincia; en algunos pequeños núcleos
vecinales de Jaén situados en las estribaciones de Sierra Morena; en Málaga;
o en Barbate y Vejer de la Frontera (Cádiz) donde se encuentran las
conocidas como «Hazas de la Suerte», con una extensión de más de 3.500
hectáreas, y cuya forma de adjudicación ha dado lugar a una interesante
muestra de patrimonio cultural inmaterial.
B) Naturaleza jurídica
En lo atañedero a la naturaleza jurídica de los bienes
comunales, representa una cuestión muy debatida discernir si son
de dominio público o si constituyen un tipo especial de bienes
locales, supuesto que no se trata de bienes patrimoniales de las
Administraciones locales. Para un sector doctrinal muy numeroso,
su condición demanial ofrece pocas dudas y se deduce muy
claramente de los arts. 80.1 LRBRL y 2.3 RBEL. Sin embargo,
otros autores estiman dudoso que los bienes comunales puedan
ser calificados como bienes de dominio público, puesto que
consideran que un propietario, como el municipal, que carece del
derecho de aprovechamiento y de facultades de disposición
resulta un propietario muy especial, prefiriendo hablar, por ello,
que estamos ante un auténtico quid aliud, una titularidad
compartida entre el municipio y los vecinos, de naturaleza
jurídico-administrativa (Bocanegra Sierra), de modo que el
municipio es un mero titular teórico de los comunales, limitado y
completado por un auténtico derecho real de goce de que
disfrutan los vecinos. Una suerte de servidumbre personal de las
contempladas en el Código Civil.
Que no se trata de bienes de dominio público se confirma, según el sector
doctrinal que niega a los bienes comunales su condición demanial, porque la
titularidad de los comunales no es exclusiva del municipio, sino compartida
entre el municipio y los vecinos, y porque en el aprovechamiento de los
comunales no cabe el uso público, el que llamamos uso general, propio en los
bienes de dominio público, ya que, como hemos dicho, el aprovechamiento
de estos bienes es exclusivo, por definición, de los vecinos.
La especial naturaleza jurídica de los bienes comunales fue destacada por
el Tribunal Constitucional, en Sentencia de 2 de febrero de 1981: «Los bienes
comunales tienen una naturaleza jurídica peculiar que ha dado lugar a que la
Constitución haga una especial referencia a los mismos en el art. 132.1 al
reservar a la Ley la regulación de su régimen jurídico, que habrá de inspirarse
en los principios de inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad, y
también su desafectación».
C) Aprovechamiento de los bienes comunales
El aprovechamiento y disfrute de los comunales corresponde,
según se ha destacado, exclusivamente a los vecinos, pudiendo
ser muy diverso el contenido material de este tipo de
aprovechamientos:
pastos,
maderas,
leñas,
caza,
aprovechamientos de carácter agrícola, derecho de superficie, la
explotación de recursos mineros de la Sección A de la Ley de
Minas, los aprovechamientos forestales, la recogida de plantas
medicinales o de setas, o incluso, los usos de carácter turístico,
entre otros.
El art. 76 TRRL prioriza las distintas formas de
aprovechamiento que caben sobre los bienes comunales. Sin
duda, la forma preferida y más acorde con la naturaleza de este
tipo de bienes es la explotación colectiva o comunal, entendida en
los términos del art. 96 RBEL como el «disfrute general
simultáneo» del bien. Lo que sucede es que no siempre resulta
posible esta modalidad de uso: a veces, lo impiden las propias
características físicas o naturales del bien de que se trate y, a
veces, son condicionantes jurídicos o sociales los que, como
destacara Alejandro Nieto, hacen imposible tal disfrute
simultáneo. En tales casos, el art. 76 TRRL apela a otras formas
de aprovechamiento: a) el aprovechamiento peculiar según
costumbre u Ordenanza local; b) la adjudicación de lotes o
suertes a los vecinos en proporción directa al número de
personas que tengan a su cargo e inversa a su situación
económica; y c) la adjudicación mediante pública subasta,
modalidad de aprovechamiento en la que la ficción de la
comunalidad se mantiene en razón del destino comunal que se
da al producto de su venta.
La prioridad de la costumbre en este ámbito, mediante Ordenanzas se
regulará el aprovechamiento de este tipo de bienes; lo que no significa que el
aprovechamiento según costumbre pueda contravenir el bloque de legalidad
vigente. A su vez dichas Ordenanzas no pueden, bajo ningún concepto,
imponer nuevas condiciones a los vecinos, distintas a las establecidas
consuetudinariamente, en lo que se refiere al uso de los comunales, si dichas
condiciones no cuentan con respaldo legal.
El régimen jurídico de aprovechamiento y disfrute de estos bienes se
contempla con carácter general, en los artículos 94 a 108 del Reglamento de
Bienes de las Entidades Locales. La Ley de Bienes de las Entidades Locales
de Andalucía regula también el aprovechamiento y disfrute de los comunales
en los arts. 42 a 50.
D) Desafectación de los bienes comunales
La progresiva pérdida de bienes comunales experimentada por
los municipios ha llevado al legislador a establecer un régimen
muy exigente en orden a su desafectación; un régimen jurídico
plagado, por demás, de elementos reglados, que se comportan
como verdaderas garantías para los vecinos frente a su
desafectación y que resultan fácilmente constatables y
controlables por los jueces. Señala en este sentido el art. 78
TRRL que «los bienes comunales que, por su naturaleza
intrínseca o por otras causas, no hubieren sido objeto de disfrute
de esta índole durante diez años, aunque en alguno de ellos se
haya producido acto aislado de aprovechamiento, podrán ser
desprovistos de su carácter comunal mediante acuerdo de la
Entidad Local respectiva. Este acuerdo requerirá, previa
información pública, el voto favorable de la mayoría absoluta del
número legal de miembros de la Corporación y posterior
aprobación de la Comunidad Autónoma».
Junto a los elementos formales o procedimentales que recoge el precepto
transcrito, conviene destacar la completa regulación que el art. 78 TRRL hace
del desuso del aprovechamiento comunal y que, como ha destacado la
doctrina, se comporta como el presupuesto necesario e imprescindible para
que la Corporación Local pueda declarar la conveniencia de su alteración
jurídica (art. 8.1 RBEL). Precisamente, en orden a tal desuso, Alejandro Nieto
hace observar varias cosas: a) que el acto aislado de aprovechamiento, al
que alude el citado artículo, es un concepto jurídico indeterminado que debe
interpretarse en el sentido de «acto esporádico» de aprovechamiento, y no de
actos realizados por vecinos aislados; y b) que el plazo de diez años en
desuso ha de ser objeto de una hermenéutica favorable al mantenimiento de
su condición comunal, de modo que, si, p. ej., tras un desuso de nueve años,
hay un décimo año de efectivo y continuado aprovechamiento por parte de
algún vecino, quedaría interrumpido el período decenal.
Por lo que respecta a Andalucía, hay que observar que, entre los requisitos
formales exigibles, la Disposición Final 1.ª de la LAULA ha eliminado del art. 6
LBELA la aprobación de tutela por parte de la Comunidad Autónoma.
Desafectado el bien comunal, y para el supuesto de que
resulten calificados como bienes patrimoniales o de propios del
municipio y fuesen susceptibles de aprovechamiento agrícola,
deberán ser arrendados a quienes se comprometieren a su
explotación otorgándose preferencia a los vecinos del Municipio
(art. 78.2 TRRL).
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* Por Mariano LÓPEZ BENÍTEZ (Grupo de Investigación de la Junta de
Andalucía SEJ-196. Proyecto PGC-2018-093760; M.º Ciencia, Innovación y
Universidades/FEDER, UE), salvo el epígrafe VII, cuya autoría ha sido
conjunta con José CUESTA REVILLA.
LECCIÓN 8
LA EXPROPIACIÓN: CONCEPTO,
ELEMENTOS Y PROCEDIMIENTO *
I. FUNDAMENTO Y EVOLUCIÓN DE LA ACTIVIDAD
EXPROPIATORIA
La evolución histórica del derecho de propiedad y de la
institución expropiatoria en España ha pasado por diversas fases,
que a su vez han delimitado con muy distintos alcances su
ejercicio. En el Antiguo Régimen era habitual que la
Administración confiscase bienes y derechos de los particulares y
los compensase económicamente. De todas formas, se trataba
de una compensación graciable a la que la Administración no
estaba obligada. Este régimen reconocía así la total sumisión de
los derechos, el derecho de propiedad en este caso, a la plena
disposición del poder. En el polo opuesto se sitúan las
Constituciones y las Declaraciones de derechos modernas de
finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. En ellas el derecho
de propiedad se concibe con un carácter absoluto, como un
conjunto de facultades de uso, disfrute y disposición, que son de
libre ejercicio para satisfacer los intereses individuales de su
titular; y si bien se admitían algunas privaciones singulares de la
propiedad por razones de interés público, en esos casos era
inexcusable que hubiese siempre una indemnización «previa» y
«justa».
Hoy en día nos encontramos en una posición intermedia.
Nuestra Constitución, en su art. 33, configura el derecho de
propiedad como un derecho individual mediatizado por su función
social: reconoce el derecho a la propiedad privada (art. 33.1 CE),
pero a renglón seguido dispone que la función social de la
propiedad legitima la definición legal del contenido de la
propiedad (art. 33.2 CE).
De esta manera, el ejercicio de las facultades de uso y disfrute de la
propiedad privada está indisolublemente vinculado al cumplimiento de las
cargas y obligaciones que se imponen para hacer efectiva su función social,
que justifica que los intereses individuales deban ceder cuando entran en
colisión con los intereses colectivos. Por eso ya no hay un régimen unitario de
la propiedad privada, sino una pluralidad de estatutos o de propiedades
privadas especiales que tienen regímenes jurídicos heterogéneos: la
propiedad privada de los espacios naturales protegidos, de los bienes de
interés cultural, la propiedad industrial o intelectual, la propiedad de
aprovechamientos mineros o de infraestructuras de telecomunicaciones en
red. Claro que su regulación, que debe venir marcada por la Ley (sin que se
permitan remisiones en blanco a normas reglamentarias), debe respetar en
todo caso su «contenido esencial», de forma tal que las regulaciones legales
que de él se hagan deben permitir que sea reconocible como tal derecho.
Y en fin, el art. 33 de la CE termina reconociendo en su
apartado 3.º la legitimidad constitucional de la potestad
expropiatoria «por causa justificada de utilidad pública o interés
social, mediante la correspondiente indemnización y de
conformidad con lo dispuesto por las leyes» (art. 33.3 CE). Un
precepto constitucional que resulta referencial a la hora de
analizar el contenido de la aún vigente Ley de expropiación
forzosa, de 16 de diciembre de 1954, su reglamento de
desarrollo, el Decreto de 26 de abril de 1957, e incluso la
legislación post-constitucional que afecta a la cuestión.
En este contexto no hay duda que, por mucho que perjudique
o disguste la expropiación a quienes les toque sufrirla, si la
potestad expropiatoria se ejerce conforme a Derecho y por una
causa de interés social o utilidad pública, no podrán impedir que
la Administración Pública les prive de sus bienes y derechos. En
cualquier caso, como hace notar García de Enterría, si bien es
verdad que del cuadro de medidas interventoras administrativas
la expropiación forzosa se presenta como una de las más
energéticas, la expropiación por definición no atenta contra el
status general de la propiedad, sino que la presupone. La
potestad con que cuenta la Administración para abatir y hacer
cesar la propiedad se reduce a su efecto mínimo de
desapoderamiento específico del objeto expropiado, sin implicar
el empeoramiento patrimonial de su valor, que ha de
restablecerse
con
la
correspondiente
indemnización
expropiatoria.
Una
indemnización
que
debe
suponer
necesariamente una compensación íntegra para el propietario.
Ello «es de esencia a la naturaleza del instituto expropiatorio que
opera necesariamente mediante la conversión de derechos en
otros equivalentes, ni mayores ni menores, sino de idéntico valor
a los que se desposee» (Muñoz Machado).
Ciertamente, todas las leyes sobre expropiación forzosa que
se han venido sucediendo en el Estado español desde el siglo XIX
han sido fieles al principio de la justa compensación
indemnizatoria. Y es que si los que padecen la expropiación no
fuesen compensados contribuirían de un modo desigual y más
gravoso, en relación con los no expropiados, a las cargas
públicas. Mayor problemática ha generado, en cambio, el
requisito del previo pago.
El derecho al previo pago de la indemnización expropiatoria ha sido objeto
de protección constitucional durante gran parte de nuestra historia. Esta
garantía de la propiedad privada se incluyó en nuestra Constitución de 1812,
y se mantuvo en las Constituciones de 1837, 1845 y 1869. En la Constitución
de 1931 es donde se sustituye por primera vez la formulación «previa
indemnización», por mediante «la adecuada indemnización». Una fórmula por
la que finalmente también optó nuestra vigente Constitución de 1978, y con la
que parece que se permite relegar el pago de la indemnización a la última
fase del procedimiento expropiatorio, tal como ocurre con las expropiaciones
urgentes reguladas en el art. 52 de la LEF. Así lo declaró el Tribunal
Constitucional en su conocida Sentencia n.° 166/1986, de 19 de diciembre de
1986, del caso RUMASA («El art. 33.3 CE no exige el previo pago de la
indemnización y esto, unido a la garantía de que la expropiación se realice
“de conformidad con lo dispuesto por las Leyes”, hace que dicho artículo
consienta tanto las expropiaciones en que la Ley impone el previo pago de la
indemnización como las que no lo exigen, no siendo, por tanto,
inconstitucional la Ley que relega el pago de la indemnización a la última fase
del procedimiento expropiatorio»). Doctrina que ha reiterado más
recientemente en su Sentencia de 23 de octubre de 2013, en la que declara
constitucional el precepto autonómico de la Ley de Andalucía 7/2002, de 17
diciembre de 2002, de Ordenación Urbanística de Andalucía, que no incluye
la necesidad de acuerdo con el propietario, previo a la ocupación directa de
terrenos dotacionales. Para ello se ampara en la legalidad de la ocupación sin
previo pago regulada en el procedimiento de urgencia del art. 52 LEF. Y en
este mismo sentido se pronuncia en su Sentencia n.° 141/2014, de 11 de
septiembre de 2014, que resuelve los recursos de inconstitucionalidad sobre
la Ley 8/2007, de 28 de mayo, de la Ley de Suelo, y el TRLS 2008.
II. CONCEPTO DE EXPROPIACIÓN FORZOSA. SU
SIGNIFICADO Y DISTINCIÓN DE FIGURAS AFINES
De acuerdo con el concepto global que de expropiación
forzosa se recoge en el art. 1 de la LEF y art. 1 de su
Reglamento, aprobado por el Decreto de 26 de abril de 1957 (en
adelante, REF), puede definirse como «cualquier forma de
privación singular» coactiva de bienes, derechos o intereses
patrimoniales, en función de la previa declaración de utilidad
pública o interés social, que es llevada a cabo por la
Administración, previa la correspondiente indemnización.
Su contenido es muy amplio: la expropiación forzosa se
concreta en una privación singular de «la propiedad privada o de
derechos o intereses patrimoniales legítimos», que son su objeto,
acordada imperativamente, y esta privación puede revestir
cualquiera de las modalidades que se enumeran en el art. 1 de la
LEF: «venta, permuta, censo, arrendamiento, ocupación temporal
o mera cesación de ejercicio».
Precisamente, por estar formulado el concepto de expropiación
forzosa en términos tan abstractos, se hace obligado precisar su
verdadero sentido para poder distinguir el instituto expropiatorio
de otras instituciones afines. A tal objeto, resulta útil partir de los
principales rasgos que la caracterizan:
1) La expropiación forzosa es una privación «singular».
Sólo hay expropiación forzosa cuando tiene lugar una privación
singular de un bien o derecho para beneficiar a un tercero,
beneficiario, capaz de satisfacer una necesidad de utilidad pública
o interés social, lo que en rigor diferencia la expropiación de la
regulación general de los derechos e intereses patrimoniales de
los particulares, con la que se trata de definir el contenido normal
de los mismos, como sucede p. ej. con los planes urbanísticos,
que definen el contenido del derecho de propiedad del suelo y
atribuyen las facultades edificatorias que corresponden a sus
titulares. La ordenación general de derechos, además, no tiene
como función la transferencia a un tercero de una utilidad o
aprovechamiento de contenido económico. Tiene un destinatario
general y abstracto. No hay ni enriquecimiento de un beneficiario,
ni empobrecimiento del titular del derecho cuyo contenido es
objeto de definición, sino una limitación genérica que todos van a
sufrir por igual. Precisamente por eso no hay derecho a
indemnización. En la expropiación, en cambio, la decisión
administrativa comporta una privación singular que sí tiene un
destinatario singular y concreto: por un lado, el beneficiario de la
privación forzosa que está perfectamente individualizado o
singularizado incluso antes de comenzar el procedimiento
expropiatorio, y desde luego mucho antes de materializarse la
privación coactiva; y por otro lado, el titular de los bienes y
derechos necesarios para satisfacer un determinado fin de
utilidad pública o interés social. La expropiación, en definitiva,
supone un acto instrumental dirigido a un fin concreto que justifica
que a un determinado sujeto se le imponga un sacrificio en
beneficio de un interés colectivo que no se exige a los demás, de
ahí que, como vimos más arriba, sea preciso restaurar el
equilibrio patrimonial destruido entre el que sufre la expropiación
y el resto de los ciudadanos, y reparar los daños y perjuicios
ocasionados al expropiado.
2) La expropiación forzosa es una privación «impuesta».
En la expropiación forzosa hay transferencia de bienes,
derechos o intereses de contenido económico, pero ésta no es
fruto de la negociación y el libre acuerdo voluntades, como sí
ocurre en la venta civil o en el contrato de cesión. La privación
tiene un carácter imperativo o forzoso. No existe consentimiento
libre del transmitente, ni son aplicables a la expropiación los
criterios legales de resolución del contrato por incumplimiento o
las normas sobre obligaciones del vendedor en orden al
saneamiento. Incluso podría decirse que la expropiación forzosa
tiene un carácter privilegiado, que da lugar a una adquisición en
cierto modo originaria, en tanto que el expropiante o beneficiario
no trae causa de quien pierde la titularidad, sino que la razón de
ser de la adquisición está constituida por el ejercicio de la
potestad pública, basada en el interés común. La clave está en
adquirir una cosa concreta que satisface la necesidad pública o el
interés social, cualquiera que sea su titular; una causa pública
que justifica el sacrificio de la autonomía de la voluntad
contractual que se produce en la expropiación forzosa.
Precisamente para compensar esta quiebra al principio de
libertad contractual, se reconoce al expropiado el derecho a que
el beneficiario le abone, además del justiprecio, una cantidad
adicional que consiste en el 5% del valor de los bienes y
derechos expropiados (art. 47 LEF).
3) Y en fin, la expropiación forzosa es una privación que
produce un daño económico de forma «intencional».
Ésta es la principal característica que distingue la expropiación
del instituto de la responsabilidad patrimonial. Nótese que desde
un punto de vista finalista existe una similitud básica entre ambas
instituciones jurídicas derivada de su común finalidad, la garantía
patrimonial pública frente a las privaciones de bienes o derechos
que tiene lugar en la expropiación forzosa y en el instituto de la
responsabilidad patrimonial, sin embargo el mecanismo que
activa cada una de ellas es distinto. En la expropiación forzosa la
inmisión de la Administración Pública en el patrimonio de los
sujetos particulares se produce por un acto singular de acuerdo
con un procedimiento específico, el efecto lesivo es directo,
voluntario e intencional, la privación resulta de la voluntad
consciente y deliberada de la Administración de materializar la
sustracción de los bienes o derechos expropiados (p. ej., la
privación coactiva de suelo querida para hacer una determinada
obra pública). En la responsabilidad patrimonial, en cambio, el
resultado lesivo es indirecto, involuntario y consecuencia del
funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos (p. ej.
cuando con ocasión de la ejecución de una obra pública se
impide el acceso a los comercios de la zona lo que provoca que
sufran pérdidas económicas). En definitiva, el presupuesto o
causa que desencadena el deber de indemnizar en la
expropiación es una causa expropiandi formalmente declarada
por la Administración, la causa determinada de utilidad pública o
interés social que enuncia el art. 33.3 CE y que constituye el justo
título jurídico de la privación patrimonial. Mientras que en el caso
de la responsabilidad patrimonial que consagra el art. 106 de la
CE el presupuesto no es un título jurídico declarativo sino un
simple hecho: la existencia del daño consecuencia de la
actuación administrativa, que los ciudadanos no están obligados
a soportar.
Por otro lado, por regla general, y salvo en las expropiaciones
urgentes, el pago del justiprecio expropiatorio es previo a la
privación del bien o derecho, en tanto requisito habilitante para la
ocupación material y la adquisición de la titularidad del bien o
derecho objeto de la expropiación; en la responsabilidad
patrimonial, sin embargo, el resarcimiento es siempre posterior a
la producción del resultado lesivo, como una consecuencia
patrimonial de la actuación de la Administración.
Eso sí, pese a estas diferencias, conviene saber que no
siempre es fácil distinguir procesalmente qué pertenece a cada
una de estas instituciones. No obstante, de tener que enunciar
algún criterio o regla general que pudiera informar las relaciones
entre la responsabilidad patrimonial y la expropiación forzosa
acaso sería que la responsabilidad cumple una función
subsidiaria respecto del ejercicio de la potestad expropiatoria
cuando la incorrecta puesta en práctica de esta potestad produce
daños singulares que no son resarcibles en concepto de
justiprecio ni mediante la restitución in natura del bien expropiado.
III. LOS SUJETOS DE LA EXPROPIACIÓN
FORZOSA
En el ejercicio de la expropiación forzosa pueden intervenir
hasta tres sujetos distintos: la Administración expropiante, el
beneficiario y el expropiado.
1. EL EXPROPIANTE: LA TITULARIDAD DE LA POTESTAD EXPROPIATORIA Y
COMPETENCIA PARA SU EJERCICIO
El expropiante es el sujeto habilitado para materializar por sí
mismo la privación coactiva de bienes o derechos de contenido
patrimonial.
Sin perjuicio del ejercido excepcional de la potestad
expropiatoria por el poder legislativo (véase el Real Decreto-ley
de 23 de febrero de 1983, que acordó la expropiación de la
totalidad de las acciones representativas del capital de las
sociedades del grupo RUMASA, y la STC 48/2005, de 3 de
marzo, en la que el máximo intérprete constitucional matiza la
naturaleza jurídica de las expropiaciones legislativas), lo más
habitual es que sea la Administración Pública quien imponga la
privación forzosa. La LEF reserva la titularidad de la potestad
expropiatoria a las Administraciones territoriales: el Estado, la
Provincia o el Municipio (art. 2.1 LEF), a los que ahora
lógicamente se habrán de sumar las Comunidades Autónomas.
En principio, ni las Administraciones institucionales ni las
Corporaciones de Derecho público están legitimadas para
expropiar. Lo que sí podrían es solicitar que la Administración
territorial de la que dependan acuerde la expropiación de los
bienes que hayan de necesitar. Con todo, esto es la regla
general: en la legislación sectorial se prevén algunas
excepciones, como p. ej. la LRBRL, que concede la posibilidad de
expropiar a los Entes locales no territoriales, siempre que haya un
reconocimiento en este sentido por las CCAA.
Por otro lado, importa saber que los titulares de la potestad
expropiatoria sólo pueden ejercerla dentro de su ámbito objetivo,
territorial y funcional de competencias. Esto significa que para
expropiar es necesario: 1) tener las competencias sobre la
materia o en el sector [por eso al Estado no le es dado determinar
supuestos expropiatorios en sede de urbanismo, al ser ésta una
materia de competencia exclusiva de las CCAA (STC 61/1997, FJ
30.º)]; 2) expropiar dentro del ámbito territorial de competencias
(de ahí que un Ayuntamiento no pueda expropiar bienes ubicados
fuera de su término municipal); y 3) que la potestad expropiatoria
sea ejercida por el órgano que la tenga legalmente atribuida.
Dentro de cada una de las Administraciones territoriales, la competencia
para ejercer la potestad expropiatoria se centraliza en un concreto órgano
administrativo: En la Administración General del Estado, el Delegado del
Gobierno en la Comunidad Autónoma es el órgano competente para
expropiar; en las Diputaciones Provinciales, el Presidente; y en los
Ayuntamientos, el Alcalde. En las CCAA no existe una regla general uniforme,
pero es habitual atribuir la potestad expropiatoria a cada uno de los
Consejeros del Gobierno autonómico. Así se establece con carácter general
en el art. 117 LAJA: «En la Administración de la Junta de Andalucía la
potestad expropiatoria la ostenta la persona titular de la Consejería
correspondiente...»; y en la mayoría de las Leyes sectoriales, p. ej., la Ley de
Aguas (art. 11.1 de la Ley 9/2010, de 30 de julio); la Ley de Servicios
Ferroviarios (art. 19 de la Ley 9/2006, de 26 de octubre) o la legislación de
patrimonio histórico (art. 34.1 del Decreto 19/1995, de 7 de febrero). No
obstante, la Ley de Medidas para asegurar el cumplimiento de la función
social de la vivienda, atribuye dicha potestad al Consejo de Gobierno, quien
podrá delegarla en la Consejería competente en materia de vivienda
(Disposición Adicional 1.ª, 5 de la Ley 4/2013, de 1 de octubre).
Parece conveniente recordar aquí que el art. 47.3 del Estatuto de
Autonomía para Andalucía atribuye a la Comunidad Autónoma, en materia de
expropiación forzosa, la competencia ejecutiva que incluye, en todo caso: a)
Determinar los supuestos, las causas y las condiciones en que las
Administraciones andaluzas pueden ejercer la potestad expropiatoria. b)
Establecer criterios de valoración de los bienes expropiados según la
naturaleza y la función social que tengan que cumplir, de acuerdo con la
legislación estatal. c) Crear y regular un órgano propio para la determinación
del justiprecio y fijar su procedimiento.
La posibilidad de que la Comunidad Autónoma defina los supuestos de
causa expropiandi vinculados al ejercicio de aquellas políticas sectoriales
para las que son competentes fue expresamente admitida por la STC
37/1987, de 26 de marzo, Ley de Reforma Agraria Andaluza, Fundamento
Jurídico 6.º
2. EL BENEFICIARIO
El beneficiario es el sujeto que adquiere y al que pasa la
titularidad de los bienes y derechos expropiados y, por tanto, la
persona sobre la que va a recaer la obligación de satisfacer esa
utilidad pública o interés social que justificó la expropiación,
aplicando a esos fines los bienes y derechos expropiados. De
hecho, es al beneficiario al que corresponde solicitar de la
respectiva Administración expropiante la iniciación del expediente
expropiatorio en su favor, además de justificar ante la misma la
procedencia legal de la expropiación y su cualidad de
beneficiarios (art. 5.1 REF). Más aún, es al beneficiario, obligado
a personarse en el procedimiento expropiatorio, al que
corresponde impulsar todos sus trámites, informar a su arbitrio
sobre las incidencias y pronunciamientos del mismo, formular la
relación de bienes que es necesario ocupar, intentar llegar a un
acuerdo amigable sobre el valor de lo expropiado o presentar una
hoja de aprecio, el que debe pagar el justiprecio, y el que, en su
caso, tendrá las obligaciones y derechos derivados de la
reversión (art. 5.2 REF).
La LEF reconoce que pueden adquirir los bienes y derecho
expropiados y ser beneficiarios las entidades públicas, ostenten o
no la potestad expropiadora, como también las empresas
concesionarias, así como cualquier persona natural o jurídica que
pudiera tener interés legítimo en el objeto expropiado (art. 2.2 y 3
LEF).
Así pues, aunque hay veces en que las condiciones de expropiante y de
beneficiario coinciden en la misma persona, como pasa en los casos en que
las Administraciones con potestad expropiadora se convierten en titulares de
los bienes o derechos que expropian, p. ej. cuando un Ayuntamiento expropia
unos terrenos para construir un parque; en otras muchas no es así. Piénsese,
p. ej. en las Juntas de Compensación que son beneficiarias de los terrenos
expropiados a los propietarios no adheridos; o las empresas concesionarias
del servicio de suministro de agua y gas, que deben adquirir los terrenos
privados por donde discurre la infraestructura de la red de aguas y gasoducto;
o el empresario privado que promueve y construye un campo de golf, y que
puede beneficiarse del ejercicio por la Administración de la potestad
expropiatoria para adquirir los terrenos que precise para esa actividad
claramente privada, pero que ha podido ser declarada de interés social, por
estimular el turismo.
En tales casos en los que el expropiante y el beneficiario no
coinciden en un solo sujeto, a la Administración le corresponde
jugar el papel de árbitro entre el beneficiario y el expropiado y,
como tal, habrá de decidir ejecutoriamente en cuanto a la
procedencia y extensión de las obligaciones del beneficiario
respecto del expropiado y adoptar todas las demás resoluciones
que impliquen ejercicio de dicha potestad (art. 4 REF).
Por otro lado, conviene dejar claro que la intervención del
beneficiario en el procedimiento expropiatorio no altera la
titularidad de la potestad expropiatoria, quién la ejerce, ni las
garantías constitucionales que se establecen a favor del
expropiado. Las obligaciones que asume el beneficiario al amparo
del art. 5 REF se establecen en virtud de la relación que lo une
con la Administración expropiante que ejerce la potestad
expropiatoria a su favor y en sustitución de tal Administración, de
manera que si el beneficiario incumple las obligaciones que
asume en lugar de aquella, a quien debe perjudicar es a la
Administración expropiante no al expropiado. Es por ello que, en
los supuestos en que el beneficiario sea un sujeto privado y no
pudiera cumplir con su obligación al pago del justiprecio, por
encontrarse en concurso de acreedores, los Tribunales han
condenado a la Administración expropiante, como responsable
subsidiario en el abono del justiprecio.
El Tribunal Supremo en sus Sentencias de 17 de diciembre de 2013 (rec.
n.° 1623/2013); 18 de noviembre de 2014 (rec. n.° 3028/2013), y 18 de
noviembre de 2014 (rec. n.° 1261/2014), zanjó esta cuestión atribuyendo la
obligación de pago del justiprecio a la Administración como deudora
subsidiaria, acogiendo la tesis del TSJ de Castilla-La Mancha 117/2013, de 11
de febrero. Sentencias que trajeron consigo una inmediata respuesta
normativa mediante la introducción en el Real Decreto-ley 1/2014, de 24 de
enero, de reforma en materia de infraestructuras y transporte, y otras medidas
económicas, de una modificación en la Ley de Contratos del Sector Público y
en la Ley de Autopistas en régimen de concesión en los siguientes términos:
«Si el concesionario no cumpliera dichas obligaciones y en virtud de
resolución judicial, cualquiera que fuera su fecha, el Estado tuviera que
hacerse cargo de abonar tales indemnizaciones a los expropiados, este
quedará subrogado en el crédito del expropiado…». Redacción que se ha
mantenido en el art. 280.5 de la vigente Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de
Contratos del Sector Público, y que revela la intención de la Administración de
no renunciar a la posibilidad de dilatar al máximo el pago del justiprecio
exigiendo al expropiado obtener una resolución judicial para el cumplimiento
de un acuerdo firme de justiprecio fijado con muchos años de antelación.
3. EL EXPROPIADO
Es el titular de los bienes, derechos reales o intereses
patrimoniales expropiados (art. 3.1 REF) con el que han de
entenderse todos los trámites de la expropiación forzosa y al que
finalmente se ha de pagar el justiprecio.
Nótese que el status de expropiado no se adquiere en virtud de
ninguna cualidad ni circunstancia personal, sino como
consecuencia de su relación con las cosas objeto de la
expropiación. No se persigue expropiar a una persona
determinada, al menos no es ésta la regla general, sino unos
concretos bienes «cualquiera que fueran las personas o
entidades a que pertenezcan» (art. 1 LEF), ya sean bienes de un
particular, de otra Administración Pública, bienes de la Iglesia, o
bienes de otro Estado que estén en territorio español. Se trata de
una privación ob rem, no una privación ad hominem, salvo
excepciones (caso, p. ej. de la expropiación-sanción). En
consecuencia, si en el curso de la tramitación del expediente de
expropiación forzosa se transmite el dominio o cualesquiera otros
derechos o intereses, el procedimiento continuará con el nuevo
titular, que se considerará subrogado en las obligaciones y
derechos del anterior, y será quien se relacione con el beneficiario
y la Administración titular de la potestad expropiatoria, y quien
tenga el derecho a percibir el justiprecio (art. 7 LEF); siempre, eso
sí, que se ponga en conocimiento de la Administración el hecho
de la transmisión y el nombre y domicilio del nuevo titular, y que
se trate de transmisiones judiciales, transmisiones inter vivos que
consten en documento público o transmisiones mortis causa
respecto de los herederos o legatarios, que serán las únicas que
se tomen en consideración (art. 7 REF).
Por otra parte, aunque la condición de expropiado se ha
reconocer en primer lugar al propietario de la cosa o titular del
derecho objeto de la expropiación (art. 3.1 LEF); también los
titulares de otros derechos reales o intereses económicos directos
sobre la cosa expropiable tendrán la posibilidad de ser
considerados expropiados. Y es que, como puntualizan los arts. 8
LEF y 9 REF, «la cosa expropiada se adquirirá libre de cargas».
La regla general será, pues, la no subsistencia de las cargas,
salvo cuando alguna de ellas resultase compatible con el nuevo
destino que haya de darse al bien expropiado y existiera acuerdo
entre el expropiante y el titular del derecho para que subsista.
Esto explica que las actuaciones del expediente expropiatorio
deban seguirse también con los titulares secundarios en dos
casos: 1) si esa titularidad secundaria consta formalmente en los
registros públicos o fiscales, en cuyo caso la Administración tiene
la obligación legal de citarles al expediente; o, 2) si ellos lo
solicitan, acreditando su condición debidamente: «personación
espontánea» (art. 4 LEF).
La Ley hace mención expresa a los arrendatarios rústicos o
urbanos, a los que reconoce el derecho de percibir una
indemnización independiente, mandando iniciar para cada uno de
ellos el respectivo expediente incidental para fijar la
indemnización que pudiera corresponderle (art. 4 LEF). Al resto
de los titulares secundarios, de forma bastante discutible si se
considera que el impacto de la privación expropiatoria sobre el
patrimonio de alguno de estos titulares (p. ej. el acreedor
hipotecario) puede ser en comparación con el propietario incluso
de mayor gravedad económica, la normativa expropiatoria no les
reconoce más que su participación en el justiprecio fijado,
minorando la del propietario (art. 6.2 REF). En resumidas
cuentas, la regla general es establecer un justo precio único a
partir del cual deben detraerse después las indemnizaciones
respectivas, para lo cual todos los que ostenten derechos de
cualquier naturaleza sobre los bienes expropiados han de
convenir sobre sus respectivas titularidades con el propietario; y
si después de la negociación no llegaran a un acuerdo sobre el
reparto, las discrepancias deberán ser resueltas en el Juzgado,
quedando el beneficiario liberado de la obligación de pagar el
justiprecio, que se consignará en la Caja General de Depósitos
mientras se resuelve el litigio.
La identificación del expropiado es obligación de la
Administración [STS de 29 de abril de 2016 (rec. 3212/2014)],
pero, ¿cómo identifica la Administración expropiante a los
titulares de los bienes y derechos expropiados con los ha de
seguir el expediente expropiatorio? Para esta tarea los arts. 3 y 4
de la LEF facilitan una serie de normas a seguir: en primer lugar,
la Administración habrá de considerar propietario o titular a quien
con tal carácter aparezca en los registros públicos que produzcan
presunción de titularidad, que sólo puede ser destruida
judicialmente; o en su defecto, a quien aparezca con tal carácter
en los registros fiscales; y por último, no existiendo inscripción
alguna, al que lo sea pública y notoriamente. Claro que este
orden prefijado lo es, como el mismo art. 3 de la LEF se preocupa
en subrayar, «salvo prueba en contrario», de ahí que también
deban ser parte en el expediente quienes presenten títulos
contradictorios sobre el objeto que se trate de expropiar (art. 5.2
LEF). Al final, lo cierto es que quien decide sobre la titularidad es
la Administración.
Con la invocación que efectúa la LEF a los registros públicos, en el caso
de expropiaciones de bienes inmuebles, se alude normalmente al Registro de
la Propiedad, que produce presunción de titularidad únicamente destruible
mediante intervención judicial (art. 38 LH), pero no es el único registro
revisado por la Administración. Hay todo un catálogo de registros
administrativos diversos a los que se acude para completar o subsanar
problemas de cabida, linderos o de titulares aparentes: a) registro fiscal como
el Catastro; b) registros agrícolas (SIPAG) o de explotaciones agrarias o
ganaderas que reflejen derechos de producción; c) registros mineros; d)
registros hidráulicos; e) Oficina de Patentes y Marcas en los supuestos de
expropiaciones de propiedad industrial, o en los registros de obtenciones
vegetales; f) registros de propiedad intelectual; g) Catálogo de Montes de
Utilidad Pública.
Determinar quién sea el expropiado no siempre es sencillo. En esta labor
los problemas con los que se enfrenta la Administración son: a) la inscripción
de las fincas en el Registro de la Propiedad es voluntaria; b) la frecuente
ausencia de inscripciones registrales en la propiedad rústica; c) los supuestos
de doble inmatriculación; d) la no extensión de la presunción de titularidad a
los datos de hecho en relación con las fincas inscritas; e) los problemas
específicos de todo género de titularidades secundarias sobre los bienes
objeto de expropiación; f) las inscripciones registrales pueden contener
errores o estar desfasadas; y g) la tradicional descoordinación del Registro de
la propiedad con el Catastro.
Sin duda las reformas introducidas por la Ley 13/2015, de 24 de junio, en
la Ley Hipotecaria y en el TR de la Ley de Catastro Inmobiliario, dirigidas a
posibilitar un intercambio bidireccional de información y la necesaria
coordinación entre el Registro de la Propiedad y el Catastro, van a
incrementar la seguridad jurídica en los datos de la propiedad inmobiliaria
incluidos en los mismos, facilitando y simplificando el procedimiento para
identificar a los titulares de los bienes y derechos expropiados, lo que reducirá
los supuestos litigiosos y los costes, tanto económicos directos de todo
contencioso, como los indirectos, derivados de las situaciones de pendencia.
Por lo pronto, en primer lugar, se impulsa no sólo la descripción literal de las
fincas sino su representación gráfica y la base de tal representación será, en
principio, la catastral (art. 10.1 LH). En segundo lugar, siempre que se
inmatricule una finca, así como en aquellas otras situaciones y negocios
jurídicos que generen reordenación de los terrenos (segregaciones,
agrupaciones parcelaciones o reparcelaciones, concentraciones parcelarias,
etc.), será obligatoria la representación gráfica georreferenciada, esto es, la
documentación que implique su ubicación inequívoca, que no permita
albergar ninguna duda. Y, en tercer lugar, en la descripción de la finca no sólo
se recogerá la referencia catastral del inmueble, sino la relevante declaración
de si su descripción está o no «coordinada gráficamente con el Catastro» [art.
9.a) LH], de manera que, en caso de que se haya declarado tal coordinación,
la protección del Registro alcanza a esa concreta ubicación y delimitación
geográfica.
También es importante saber cómo actuar cuando, publicada la
relación de bienes a que afecta la expropiación, no
compareciesen los propietarios o titulares, o éstos estuvieran
incapacitados y sin tutor o persona que les represente, o fuera la
propiedad litigiosa. En estos casos, a fin de evitar que el
expediente pudiera resultar paralizado, la Ley prevé que las
diligencias se entablarán con el Ministerio Fiscal (art. 5 LEF).
Evidentemente, la intervención del Ministerio Público no tiene en
la expropiación otro significado que la defensa de los intereses
privados de los expropiados carentes de capacidad, ausentes y
de titularidad litigiosa, sin que le alcance la plena condición de
representante del expropiado al no tener derecho a recibir el
justiprecio, que se procederá a consignar. Sí es necesaria, sin
embargo, su comparecencia para levantar el Acta de depósito del
justiprecio, dando su conformidad a la procedencia de la
expropiación y al justiprecio acordado.
Sobre la intervención del Ministerio Fiscal podrían plantearse varias
cuestiones dudosas: 1) Un primer supuesto es el de los menores
emancipados a que se refieren los arts. 323 y 324 CC, en el que el
consentimiento se genera en el menor funcionando la intervención del
representante como un complemento de capacidad. En este caso, el criterio
más certero es el de admitir la capacidad del emancipado, puesto que la
expropiación no dimana de la voluntad dispositiva del titular expropiado, que
decide sólo sobre la conformidad o disconformidad en el justiprecio. 2) Otro
supuesto es el de la ausencia, que no es sino una situación de estado civil,
por lo que si el ausente tuviese nombrado representante legal no parece que
sea necesaria la intervención del Ministerio Público. 3) En los casos de
titularidad litigiosa, aunque la LEF insiste en la necesidad de la intervención
fiscal, en el supuesto de que los contendientes sobre la cuestión debatida —y
los únicos titulares posibles de la titularidad controvertida— compareciesen
en el expediente y manifestasen su acuerdo sobre la cuantía del justiprecio,
puede parecer excesiva dicha intervención. Estas cuestiones y otras han sido
abordadas por la Circular 6/2019, de 18 de marzo, de la Fiscalía General del
Estado, sobre la intervención del Ministerio Fiscal en los procedimientos de
expropiación forzosa (BOE n.º 78, de 1 de abril de 2019).
Y en fin, el art. 6 LEF precisa otra regla significativa como
cierre del sistema de legitimación, autorizando para actuar en el
procedimiento expropiatorio a los representantes legales que no
puedan enajenar sin permiso o resolución judicial los bienes que
administren o disfruten. Incluso podrían aceptar las hojas de
aprecio contrarias, aunque «las cantidades a que ascienda el
justo precio se depositarán a disposición de la autoridad judicial
para que les dé el destino previsto en las Leyes vigentes».
IV. EL OBJETO DE LA EXPROPIACIÓN FORZOSA.
AMPLITUD DE SU CONCEPTO
Según lo dispuesto en los arts. 1 de la LEF y 2 del REF,
pueden ser objeto de la potestad expropiatoria «la propiedad
privada» y «los derechos o intereses patrimoniales legítimos», e
incluso «las facultades parciales del dominio o de derechos o
intereses legítimos».
Con esta formulación se ha pasado de la tradicional
consideración de la propiedad inmueble necesaria para las obras
públicas como objeto prácticamente único del procedimiento
expropiatorio, a abarcar todos los derechos de naturaleza
patrimonial susceptibles de valoración económica, sean de
Derecho privado o de Derecho público, muebles o inmuebles,
corporales o incorporales. Sólo se excluyen los derechos
personales en un sentido muy amplio: los derechos de la
personalidad, de familia, de imagen, de libertad religiosa, etc.
Tampoco es necesario que la privación del derecho sea plena.
Basta con que se prive alguna de sus facultades o utilidades, y
así, p. ej., puede suceder que el expropiado conserve el derecho
de propiedad, pero tenga que soportar una servidumbre de paso,
en la medida en que satisfaga una utilidad pública o un interés
social. En ese caso el propietario pierde la exclusividad del uso
de la cosa, pero conserva la titularidad dominical. Al igual que
puede hablarse de expropiación aunque la privación suponga
únicamente la imposición de un arrendamiento, la ocupación
temporal o la mera cesación en el ejercicio de un derecho.
La garantía expropiatoria incluye también la privación de
intereses patrimoniales legítimos, concepto que cubre los daños y
perjuicios ocasionados como consecuencia o con ocasión de la
expropiación, entre otros, los cambios forzosos de residencia, los
gastos de viaje y transportes, jornales perdidos, quebrantos por la
interrupción de actividades profesionales y por cese o traslado de
negocios, la división de la finca y demérito del resto no
expropiado u otros posibles perjuicios, siempre que tengan
conexión con la expropiación; incluso se ha reconocido el
derecho de los precaristas a formar parte en el expediente
expropiatorio y ser indemnizados (STS de 19 de noviembre de
1957). Bien es verdad que en este escenario no siempre es fácil
saber si estamos ante la transmisión coactiva de una titularidad
jurídica en beneficio de un tercero, o ante la simple imposición de
un resultado lesivo de carácter antijurídico, y por tanto merecedor
de una compensación a título de responsabilidad patrimonial. Aun
así, se ha de hacer notar que la Jurisprudencia ha venido
mantenido que la indemnización expropiatoria debe cubrir la
totalidad de los perjuicios reales derivados del hecho
expropiatorio, tanto el daño directo causado por la expropiación a
los bienes o derechos, como el daño indirecto o colateral de los
intereses patrimoniales legítimos (SSTS de 7 de abril de 2001 y
de 19 de enero de 2002).
En todo caso, debe tratarse de cosas o bienes que estén
dentro del comercio. Precisamente por no estar en el mercado, no
se pueden expropiar los bienes de dominio público. No es
infrecuente, sin embargo, sobre todo en las expropiaciones
urbanísticas, que en la superficie objeto de la expropiación
existan bienes de dominio público y que además el beneficiario
de la expropiación no coincida con el titular de los bienes.
Esta circunstancia la ha previsto el legislador urbanístico andaluz en el art.
112 de la LOUA: «Cuando en la unidad de actuación [...] existan bienes de
dominio público y el destino urbanístico de éstos sea distinto del fin al que
estén afectados, la Administración titular de los mismos quedará obligada a
las operaciones de mutación demanial o desafectación que sean procedentes
en función de dicho destino. La Administración actuante deberá instar ante la
titular, si fuera distinta, el procedimiento que legalmente proceda a dicho
efecto».
De este modo, si el Plan atribuye a los bienes una nueva finalidad con
vinculación a un uso o servicio público, lo que procedería sería un cambio de
titularidad, o mutación demanial. En este caso no parece posible la
expropiación de unos bienes que siguen siendo de dominio público. Es cierto
que esta posibilidad puede plantear problemas en la práctica, especialmente
si la Administración adquirente y la titular de los bienes no llegan al necesario
acuerdo materializado a través de un convenio de colaboración, cesión, etc.,
para la mutación. El legislador andaluz, consciente de ello trata de atajar el
problema obligando a la Administración titular de los mismos a que acepte la
mutación. Cuando, por el contrario, el Plan confiere a los bienes una nueva
finalidad sin vinculación o afección a un uso o servicio público, esto es, el bien
antes demanial tiene tras el planeamiento un destino propio de los bienes
patrimoniales, en este supuesto no hay duda de que se hace necesaria la
desafectación: en virtud del acto de desafectación el bien pierde su
naturaleza demanial, porque deja de estar afecto a un uso público o vinculado
a la prestación de un servicio público, y pasa a ser patrimonial, entonces ya
no hay obstáculos que impidan expropiarlo, pues en ese caso será un bien
patrimonial o de dominio privado de la Administración, y por tanto un bien que
está dentro del comercio de las cosas.
Finalmente, por lo que se refiere al alcance y la extensión de
los bienes y derechos expropiados, hemos de saber que no hay
un espacio para que la Administración pueda decidir
discrecionalmente qué bienes o derechos se desean expropiar.
La Ley, en línea general de principio, dispone que sólo cabe
expropiar lo estrictamente indispensable para el fin de la
expropiación (STS de 29 de marzo de 2006). Cuando se excede
de ese límite aparecen los llamados «bienes sobrantes». Sí es
legítimo, en cambio, mediante acuerdo del Consejo de Ministros,
incluir entre los bienes de necesaria ocupación los que sean
indispensables para previsibles ampliaciones de la obra o
finalidad de que se trate (art. 15 LEF).
Cierto que el principio de intervención mínima del art. 15 LEF podría verse
comprometido por la facultad de la Administración para financiar parcial o
totalmente infraestructuras mediante la explotación de zonas comerciales
vinculadas a una concesión de obra pública y que se construirán en terrenos
sobre los que se extendió la expropiación. El art. 260.1 de la Ley 9/2017, de
Contratos del Sector Público, establece al respecto que: «Atendiendo a su
finalidad, las obras podrán incluir, además de las superficies que sean
precisas según su naturaleza, otras zonas o terrenos para la ejecución de
actividades complementarias, comerciales o industriales que sean necesarias
o convenientes por la utilidad que prestan a los usuarios de las obras y que
sean susceptibles de un aprovechamiento económico diferenciado, tales
como establecimientos de hostelería, estaciones de servicio, zonas de ocio,
estacionamientos, locales comerciales y otros susceptibles de explotación».
Así que tendrán que ser los Tribunales quienes deban distinguir cuándo la
expropiación de unos terrenos para un área o zona comercial, vinculada a
una concesión de obra pública, responde a una necesidad de los usuarios de
esta concesión y cuándo excede este límite, para servir a un único propósito
de financiación de la Administración.
V. LA LEGITIMACIÓN DE LAS EXPROPIACIONES:
LA CAUSA EXPROPIANDI
La causa expropiandi constituye el motivo o fin específico
previsto legalmente por el que se expropia en cada caso
concreto, y como tal se constituye en el requisito esencial
legitimador de la expropiación. Hemos de poner de relieve que el
fin de la expropiación no es la mera privación en que ésta
consiste, sino el destino posterior a que tras la privación
expropiatoria ha de afectarse el bien que se expropia, lo que
justifica que la causa de la expropiación se inserte en el
fenómeno expropiatorio de un modo permanente y no sólo en el
momento de ejercicio de la potestad de expropiar, de tal forma
que, si desaparece, surge el derecho del expropiado a la
reversión.
De acuerdo con el art. 1 LEF, y el art. 33.3 CE que lo ratifica, el
soporte legitimador de toda la operación expropiatoria lo
constituye la causa de «utilidad pública» o «interés social»:
únicamente se puede proceder a expropiar con la previa
declaración de utilidad pública o interés social del fin a que haya
de afectarse el objeto expropiado (art. 9 LEF). No se trata de dos
expresiones equivalentes. Cada una tiene un significado preciso y
propio. La noción de utilidad pública está ligada a las exigencias
del funcionamiento de la Administración. La expropiación por
razones de utilidad es la que afecta a los bienes que son
necesarios para la ejecución de obras públicas o la prestación de
servicios públicos. Normalmente son bienes que necesita la
Administración y ante los cuales acostumbra a adoptar tanto la
posición de sujeto expropiante como de beneficiario. La noción de
interés social es mucho más reciente y está vinculada al modelo
del llamado Estado social y la función correctora de desequilibrios
sociales que se espera. Son expropiaciones que tienen como
finalidad cualquier forma de interés prevalente al individual del
propietario y que suponen normalmente la presencia de un
beneficiario diferenciado de la Administración expropiadora, p. ej.
una cooperativa de agricultores o una empresa que se instala en
una zona deprimida.
Pero, ¿qué tipo de operaciones, o destinos, podrán calificarse
de utilidad pública o de interés social, a los efectos de disponer
de la expropiación? Corresponde a la Ley, y sólo a ella,
determinarlo. Eso sí, la decisión del legislador se puede adoptar
bien de forma genérica, remitiendo a la Administración la
concreción para un caso específico de la previsión genérica
contenida en la Ley [«por acuerdo del Consejo de Ministros» u
órgano de Gobierno de la Comunidad Autónoma (art. 10 in fine
LEF)]; bien en cada supuesto (arts. 11 y 12 LEF); o bien,
declarando la Ley de forma abstracta e implícita la utilidad pública
o interés social en algunos casos que eximen de dictar cualquier
acto posterior para reconocer, en ese supuesto concreto, la
utilidad pública que legitima la expropiación.
La práctica habitual han sido las declaraciones implícitas.
Precisamente, consecuencia del uso abusivo que se viene
haciendo de estas declaraciones, se ha difuminado mucho la
importancia del requisito previo de la declaración de utilidad
pública o interés social.
Como denuncian García de Enterría y Tomás Ramón Fernández, la propia
LEF ha favorecido esta situación al permitir excepcionar por Ley la exigencia
del acto de reconocimiento del Consejo de Ministros [«salvo que para
categorías determinadas de obras, servicios o concesiones las Leyes que las
regulan hubieren dispuesto otra cosa» (art. 10 in fine LEF)], aceptando
también que la utilidad pública se entendiera implícita en todos los planes de
obras y servicios del Estado, Provincia y Municipio (art. 10 in initio LEF), para
terminar las leyes sectoriales «por hacer materialmente invisible para los
afectados la declaración y ulterior concreción de la causa expropiandi,
normalmente implícita o sobreentendida en planes y proyectos cuya
aprobación pasa necesariamente desapercibida para el ciudadano medio,
que además no podría, aunque quisiera, descubrir en el complejo contenido
técnico de aquéllos cuándo y cómo puede ser afectada su propiedad a fin de
proceder a su defensa, afección que termina descubriendo cuando su
reacción es ya jurídicamente inviable».
Pese a ello el Tribunal Supremo no se ha mostrado de ordinario demasiado
exigente en las características formales del acto administrativo en que se
hace constar la declaración de utilidad pública, dándolo por cumplido con la
simple mención de los bienes en planes de obras (STS de 8 de junio de 1983)
o en un Decreto de declaración y protección del conjunto monumental (STS
de 19 de mayo de 1984). En urbanismo la declaración implícita se cumple con
la mención de los bienes en el Plan General de Ordenación (STS de 24 de
enero de 1980), en un Plan Parcial (STS de 16 de junio de 1977), en las
Normas Subsidiarias del Planeamiento o, incluso, en un plan de rectificación
de alineaciones (STS de 12 de noviembre de 1980). Recientemente, sin
embargo, la Jurisprudencia ha comenzado a reaccionar: p. ej., la STS de 14
de diciembre de 2005, considera que existe vía de hecho cuando se altera
sustancialmente el proyecto de obras y se ocupa en consecuencia una
superficie muy superior a la inicialmente prevista.
En opinión de Mercedes Fuertes, que compartimos, «las declaraciones de
utilidad pública implícitas no deberían suscitar un especial problema si en los
procedimientos para perfilar el proyecto de la obra o instalación existen
trámites en los que se documente de manera suficiente la necesidad de la
obra, su posible asunción económica y los futuros beneficios. Del mismo
modo, trámites para que los afectados y otros interesados puedan exponer su
parecer y hacer reconsiderar la conveniencia y sensatez del proyecto». Lo
verdaderamente preocupante es que lo que según la LEF «debía conseguirse
de manera sucesiva a través de tres acuerdos independientes (declaración de
utilidad pública, declaración de la necesidad de ocupación y declaración de
urgencia), con sus oportunos pasos, de manera expedita se aúnan en un “tres
por uno”», y, por si fuera poco «esa declaración genérica arropa como un
manto a otras muchas actuaciones». Sirva de ejemplo el art. 29.3 de la Ley
9/2010, de Aguas de Andalucía: «La aprobación por la Consejería
competente en materia de agua de los proyectos de infraestructuras
hidráulicas de interés de la Comunidad Autónoma supondrá, implícitamente,
la declaración de utilidad pública e interés social de las obras, así como la
necesidad de urgente ocupación de los bienes y derechos afectados, a
efectos de expropiación forzosa, ocupación temporal e imposición o
modificación de servidumbres, y se extenderán a los bienes y derechos
comprendidos en el replanteo definitivo de las obras y en las modificaciones
de proyectos y obras complementarias o accesorias no segregables de la
principal».
VI. LA DECLARACIÓN DE NECESIDAD DE
OCUPACIÓN DE LOS BIENES O DERECHOS
OBJETO DE LA EXPROPIACIÓN
1. SU SIGNIFICADO, FUNCIONES Y DESARROLLO PROCEDIMENTAL DEL
TRÁMITE
Como ha puesto de manifiesto la STC 166/1986, de 19 de
diciembre (FJ 13.º), «la garantía constitucional no sólo se
concreta en la necesidad de legitimar la expropiación en cada
caso por una causa precisa, tasada y autorizada y declarada de
utilidad pública o interés social por la Ley, esto sólo es en un
primer término; también es necesario la adecuación o coherencia
entre la determinación de los bienes y derechos a expropiar y la
causa expropiandi que la legitima». De este modo, el contenido y
alcance de la declaración de utilidad pública y el acuerdo de
necesidad de ocupación son distintos: la primera se configura
como una actuación previa a la expropiación, que se limita a
valorar la utilidad pública o el interés social de una finalidad
determinada; mientras que la segunda consiste en una resolución
explícita en la que se concretan y precisan los bienes o derechos
que se consideran «necesarios» (art. 15 LEF) para satisfacer ese
fin de utilidad pública o interés social. Resolución que inicia el
expediente expropiatorio (art. 21 LEF) y que constituye una de las
piezas separadas de este expediente.
No conviene pasar por alto lo esencial de este trámite. La
«declaración de necesidad de ocupación» cumple realmente
importantes funciones. No sólo permite singularizar los bienes a
expropiar y determinar las dimensiones, localización o la
extensión superficial de los inmuebles (una cuestión esencial
pues el número de metros cuadrados expropiados es uno de los
datos que determinará el importe del justiprecio que debe pagar
el beneficiario); sino que sirve para identificar a los titulares de los
mismos, que se formalizan, así como partes del procedimiento
expropiatorio en la condición de expropiados. Pero es que
además, será éste el momento en que los afectados puedan
proponer trazados alternativos o discutir la sustitución de los
bienes elegidos por la Administración por otros bienes para el
mismo proyecto, solicitar la rectificación de errores de cálculo
sobre la extensión superficial de sus fincas, sobre el tipo de
cultivo o sobre el número de árboles frutales que hay en ella; y
finalmente, es también la ocasión para solicitar, en caso de
expropiación parcial de una finca, su expropiación total. Un tema,
éste, sin duda también importante en relación con la valoración
de la expropiación, del que nos vamos a ocupar más adelante.
Cuando la necesidad de ocupación se entiende implícita en la aprobación
del proyecto de obras y servicios, en esas circunstancias se produce sin duda
un vaciamiento de las garantías de los expropiados pues la relación de bienes
se realiza «a los solos efectos de la determinación de los interesados» (art.
17.2 LEF), lo que sin embargo no autoriza, como ha advertido la
Jurisprudencia, a que se ignoren otras garantías mínimas de los expropiados,
como la notificación individual de quedar afectado por una expropiación (STS
de 21 de abril de 2009) y el trámite de información pública, que es
considerado por el Tribunal Supremo un requisito sustancial, ya que «sólo a
través de aquélla tienen los interesados la posibilidad de discutir la
localización de la obra efectuada por la Administración y proponer, en su
caso, alternativas» (SSTS de 29 de octubre de 2002 y 17 de febrero de
2010). Aun así, en la práctica, las alegaciones que pueden hacer los
expropiados en torno a los bienes expropiados, se suelen aplazar al momento
del levantamiento de las actas de ocupación. Acto en el que los expropiados
han de extremar las precauciones, puesto que los conceptos que en la misma
se reflejen son los que después el Jurado de expropiación seguro incluirá en
el justiprecio.
Pero veamos cuál es el desarrollo procedimental de esta pieza.
En primer lugar el beneficiario de la expropiación deberá formular
una relación concreta e individualizada, en la que se describan,
en todos sus aspectos, material y jurídico, los bienes o derechos
que considere de necesaria expropiación (art. 17.1 LEF). Una
decisión que no puede ser caprichosa o arbitraria, sino que debe
estar convenientemente fundada desde un punto de vista técnico
o social. Dicha relación deberá publicarse en el Boletín Oficial del
Estado y en el de la Provincia respectiva, y en uno de los diarios
de mayor circulación de la Provincia, si lo hubiere,
comunicándose además a los Ayuntamientos en cuyo término
radique la cosa a expropiar para que la fijen en el tablón de
anuncios (art. 18.2 LEF). Recibida la relación de afectados, el
Subdelegado del Gobierno abrirá información pública durante un
plazo de quince días (art. 18.1 LEF), en el que cualquier persona
podrá aportar los datos oportunos para rectificar posibles errores
de la relación publicada u oponerse por razones de fondo o forma
a la necesidad de ocupación (art. 19 LEF). A la vista de las
alegaciones formuladas, el Subdelegado del Gobierno, previas
las comprobaciones que estime oportunas, resolverá, en el plazo
máximo de veinte días, sobre la necesidad de la ocupación,
describiendo en la resolución detalladamente los bienes y
derechos a que definitivamente afecta la expropiación, y
designando nominalmente a los interesados con los que hayan de
entenderse los sucesivos trámites (art. 20 LEF).
El acuerdo de necesidad de ocupación, que como ya
mencionamos inicia el expediente expropiatorio, ha de publicarse
y notificarse individualmente a los interesados, quienes podrán
impugnarlo, paralizando el procedimiento expropiatorio.
En efecto, aun tratándose de un acto administrativo de trámite, el art. 22
LEF permite que los interesados en el procedimiento expropiatorio, así como
las personas que hubieran comparecido en la información pública, puedan
interponer contra el mismo recurso de alzada o de reposición y la resolución
de estos recursos, pese a los términos literales del art. 126.1 LEF, será
susceptible de recurso contencioso-administrativo, y así lo tiene establecido el
Tribunal Supremo: «ante la posible extralimitación de la Administración en el
señalamiento de los bienes expropiables, que contiene el acuerdo de
necesidad de ocupación, es imprescindible el control jurisdiccional porque el
ordenamiento jurídico no otorga a la Administración un pleno poder para
expropiar sino una potestad limitada en cuanto a su ejecución…» (SSTS de
30 de marzo de 1990 y 29 de marzo de 2006).
2. EL PROBLEMA DE LAS EXPROPIACIONES PARCIALES
En muchas ocasiones sucede que la Administración precisa
expropiar sólo parte de una finca, y es posible que en tal caso, a
consecuencia de la expropiación parcial, resulte antieconómica
para el propietario la conservación de la parte de finca no
expropiada. El art. 23 de la LEF contempla este supuesto,
permitiendo al expropiado que pueda solicitar de la
Administración que dicha expropiación comprenda la totalidad de
la finca, exponiendo «las causas concretas determinantes de los
perjuicios económicos, tanto por la alteración de las condiciones
fundamentales de la finca como de sus posibilidades de
aprovechamiento rentable» (art. 22.2 REF). Tiene entonces la
Administración un plazo de diez días para resolver, y contra su
decisión cabrá recurso de alzada (arts. 23 y 46 LEF y art. 22.3 y 4
REF), y en su caso ulterior recurso contencioso-administrativo
(STS de 25 de mayo de 1992). Lo que el expropiado no puede en
ningún caso es imponer a la Administración la expropiación de
terrenos no necesarios para la misma por el sólo hecho de
resultar antieconómico el resto, puesto que ello iría contra el
sentido de la expropiación, limitada, como vimos, a los bienes y
derechos necesarios (arts. 15 y 54 LEF).
«La Administración no está obligada, ni debe, expropiar bienes a los
particulares cuando no existe utilidad pública o interés social, y si al particular
se le expropia parte de una finca... y la utilización del resto no expropiado
resulta antieconómico para el propietario, podrá pedir la expropiación total,
pero la Administración no está obligada a concederla»; «la expropiación
forzosa... exige como requisito previo y esencial la existencia de utilidad
pública o interés social expresamente declarados ... (y) ante la ausencia de
esos superiores intereses públicos, la específica legislación expropiatoria no
contempla la posibilidad de ejercicio del instituto de la expropiación, ni por
ende, aun solicitado por el propietario, está obligada la Administración a ello».
(SSTS de 19 de junio de 1987 y 4 y 9 de mayo de 1994). Incluso las SSTS de
11 de octubre de 2006 y 5 de diciembre de 2006, niegan que el silencio ante
la petición de expropiación total pueda entenderse en sentido positivo.
Ahora bien, como veremos más abajo, una cosa es que el
expropiado haya de respetar la discrecionalidad de la
Administración a la hora de aceptar o no la solicitud, y otra que no
deba ser indemnizado de los bienes de los que sea privado y de
todos los demás perjuicios que se le causen.
VII. LA DETERMINACIÓN DEL JUSTIPRECIO
1. LA INDEMNIZACIÓN O JUSTIPRECIO. SU SIGNIFICADO. CRITERIOS Y
NORMAS DE VALORACIÓN
Conviene no olvidar que la propiedad privada se califica en
nuestro sistema constitucional como un derecho fundamental y,
más allá de discusiones terminológicas equívocas, constituye,
junto a la libertad de empresa, uno de los pilares esenciales del
orden económico constitucional; y si bien es cierto que tiene una
dimensión social indiscutible, ello no puede servir de pretexto al
legislador para rebasar los límites derivados de su vertiente
individual, que se traduce en última instancia en su equivalente
económico. En este sentido, la Constitución en su art. 33.3
reconoce como una de las garantías de la propiedad privada
frente al poder expropiatorio de los poderes públicos el derecho
del expropiado a la «correspondiente indemnización». El
problema está en que éste es un concepto jurídico indeterminado,
a determinar en cada caso concreto. La STC 166/1986, de 19 de
diciembre, declara que lo que garantiza la Constitución es «el
razonable equilibrio entre el daño expropiatorio y su reparación» y
advierte que son diversos los criterios para determinar el precio
de los bienes a expropiar. Una cuestión crucial que corresponde
prescribir al legislador ordinario.
En nuestra jurisprudencia está muy a arraigada la concepción
del justiprecio como «valor de sustitución»: significa que nadie
puede ser privado de sus bienes y derechos sin que, a cambio,
reciba una cantidad en metálico equivalente al valor de la cosa
expropiada, de forma tal que, una vez ejecutada la expropiación,
su patrimonio no haya sufrido ningún incremento o disminución.
Entre todas cabe citar, p. ej., la STS de 17 de junio de 1987 que proclama
que el instituto expropiatorio descansa en la idea fundamental de alcanzar la
equilibrada compensación patrimonial para que permanezca indemne la
situación patrimonial del afectado, no obstante la privación coactiva que se
impone por razones de interés público»; o la STS de 19 de enero de 1990
que alude a la necesidad de un valor sustitutorio equivalente, que toda
expropiación realiza, sustituyendo un propietario por otro —uno privado, por
la Administración expropiante— y un valor por otro, un solar por el
equivalente en dinero; pero siempre, como es lógico, de modo justo. Por
tanto, se trata de fijar lo más acertadamente posible el verdadero valor
económico…en el sentido de proveer al expropiado con dinero suficiente para
obtener su adecuada sustitución… (STS de 20 de enero de 1978).
Lo que hay que decidir es cómo se establece ese «valor de
sustitución». En principio parecería lógico acudir al «mercado»
para conocer cuánto cuesta adquirir una cosa análoga a la
perdida en la expropiación, pero en la práctica no es tan fácil
probar cuál es el valor de mercado porque normalmente se
tergiversa o se oculta en las transacciones ordinarias por razones
fiscales. Tal vez ésta sea la razón por la que la LEF no se refiere
a los valores en venta o de mercado como criterio único para la
determinación del justiprecio, aunque también descarta la
valoración fiscal de los bienes como criterio exclusivo. Se trata,
como señala la Exposición de Motivos de la Ley, de «ponderar las
valoraciones fiscales con las de mercado y para casos
excepcionales dejar abierta la posibilidad de apreciación de
circunstancias específicas que, de no tenerse en cuenta,
provocarían una tasación por completo irrazonable». Así, en
ausencia de un criterio preciso se establecen diversas reglas
especiales que ponderan diversas circunstancias, p. ej., el cálculo
por capitalización de rendimientos a que atienden los arts. 40 y 41
LEF para determinar el valor de las acciones o participaciones en
sociedades y concesiones administrativas, o el cálculo por
cuentas de explotación, que es normal en fincas agrarias, o el
llamado «valor residual» tras un cálculo de rendimientos, usual en
la valoración de solares; para terminar la Ley invocando en el art.
43 el principio de libertad de criterio en favor de la búsqueda del
«valor real» cuando resulte inviable determinarlo por los criterios
anteriores. Justamente a la luz del art. 43 LEF la jurisprudencia
ha presionado casi siempre al alza y ha considerado la valoración
fiscal de los bienes o derechos como un dato más a tener en
cuenta, al que en todo caso otorga el significado de cuantía
mínima, sin que, por otro lado, el valor fiscal en ningún caso
pueda superar el valor de mercado.
Si nos remitimos al Real Decreto 1.020/1993, de 25 de junio, por el que se
aprueban las normas técnicas de valoración y el cuadro marco de valores del
suelo y de las construcciones para determinar el valor catastral de los bienes
inmuebles de naturaleza urbana, más concretamente, a la Norma 3 de su
Anexo, en el apartado primero, se dispone literalmente: «Para el cálculo del
valor catastral se tomará como referencia el valor de mercado, sin que en
ningún caso pueda exceder de éste. Dicho cálculo se realizará de acuerdo
con lo preceptuado en las presentes normas técnicas». Lo dispuesto en la
norma preceptuada coincide fielmente con lo convenido en el RDL 1/2004, de
5 de marzo, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley del Catastro
Inmobiliario, específicamente en el artículo 23, apartado segundo: «El valor
catastral de los inmuebles no podrá superar el valor de mercado, entendiendo
por tal el precio más probable por el cual podría venderse, entre partes
independientes, un inmueble libre de cargas, a cuyo efecto se fijará, mediante
orden del Ministro de Hacienda, un coeficiente de referencia al mercado para
los bienes de una misma clase».
En la legislación urbanística, en cambio, la tendencia general
ha sido la de operar con valores fiscales. El legislador urbanístico
de 1956 rompe decididamente con el régimen de valoraciones
instaurado por la legislación expropiatoria, declara la inaplicación
del art. 43 de la LEF y entiende que se deben agrupar las
valoraciones con fundamentos objetivos, haciendo depender la
valoración del suelo de su clasificación en el plan de ordenación.
Se admiten hasta cuatro criterios de valoración: a) un valor
rústico, calculado en función del aprovechamiento natural del
terreno; b) un valor expectante para los terrenos destinados a ser
urbanizados; c) un valor urbanístico aplicable a aquellos suelos
considerados de naturaleza urbana; y, d) por último un valor
comercial aplicable a los terrenos que tuvieran la condición de
solar y a los situados en cascos de población o en polígonos en
que el desarrollo de la edificación suscitara valores de esa
naturaleza. Con la LRRU/90 y el TRLS/92 se intensifica el
proceso de objetivación emprendido en una estrecha vinculación
con los sistemas fiscales de valoración de los suelos, pero se
reducen los criterios de valoración a dos: el valor inicial y el
urbanístico; y, al mismo tiempo extiende las valoraciones
objetivas del suelo a las expropiaciones no urbanísticas. A partir
de entonces se acaba con la dualidad de valoraciones:
expropiaciones urbanísticas y no urbanísticas.
Ha sido la LRSV/1998 la única que, aunque sin conseguirlo,
trata de huir de criterios objetivos. Introdujo un nuevo concepto
del estatuto de la propiedad urbanística, en el que todas las
facultades se encontraban ínsitas en el dominio; y desde esta
concepción desapareció la distinción entre el valor inicial y
urbanístico, que se sustituyó por la referencia a un sólo valor: el
que el mercado asigna a cada tipo de suelo, «único valor que
puede reclamar para sí el calificativo de justo que exige
inexcusablemente toda operación expropiatoria», como explicó en
su Exposición de Motivos. La LS/2007 y el TRLS/2008 dieron, sin
embargo, un paso atrás. Estas leyes, como el vigente Texto
Refundido de la Ley de Suelo y Rehabilitación Urbana, aprobado
por el Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre, y el
Reglamento de valoraciones de la Ley de Suelo, aprobado por el
RD 1.492/2011, de 24 de octubre, prescinden pura y simplemente
del mercado y también del planeamiento. Mantienen que debe
valorarse «lo que hay», no lo que el plan dice que puede llegar a
haber en un futuro incierto. A tal objeto, a fin de valorar «lo que
hay» atienden única y exclusivamente, a la situación real, rural o
urbana, en la que se encuentre el suelo en el momento en el que
haya de procederse a su valoración.
El suelo en situación rural, esto es, el preservado por los planes de
ordenación de su transformación mediante la urbanización y aquel cuya
transformación prevean o permitan dichos planes hasta que termine la
correspondiente actuación de urbanización (art. 21.2 TRLSRU), se tasará
mediante la capitalización de la renta real o potencial, la que sea superior, de
la explotación, utilizando como tipo de capitalización el valor promedio de los
datos anuales publicados por el Banco de España de la rentabilidad de las
Obligaciones del Estado a 30 años, correspondientes a los tres años
anteriores a la fecha a la que deba entenderse referida la valoración. [art.
36.1.a) y Disposición Adicional 7.ª TRLSRU]. La renta potencial se calculará
atendiendo al rendimiento posible de los terrenos utilizando los medios
técnicos normales. La Ley permite añadir a la cantidad resultante las
subvenciones que, con carácter estable, se otorguen a los cultivos y
aprovechamientos considerados en cada caso y obliga a descontar los costes
necesarios para la explotación [art. 36.1.a) TRLSRU]. Las edificaciones,
construcciones e instalaciones, cuando deban valorarse con independencia
del suelo, se tasarán por el método de coste de reposición según su estado y
antigüedad en el momento al que deba entenderse referida la valoración. Las
plantaciones y los sembrados preexistentes, así como las indemnizaciones
por razón de arrendamientos rústicos u otros derechos, se tasarán con
arreglo a los criterios de las Leyes de Expropiación Forzosa y de
Arrendamientos Rústicos [art. 36.1.b) y c) TRLSRU]. En ningún caso pueden
tomarse en consideración las expectativas derivadas de la asignación de
edificabilidades y usos por la ordenación territorial o urbanística que no hayan
sido aún plenamente realizados (art. 36.2 TRLSRU). Sí se puede, en cambio,
corregir al alza el valor obtenido mediante la capitalización de la renta hasta
un máximo del doble en función de factores objetivos de localización, como la
accesibilidad a núcleos de población o a centros de actividad económica o la
ubicación en entornos de singular valor ambiental o paisajístico, cuya
aplicación habrá de ser justificada en el correspondiente expediente de
valoración (RD 1.492/2011 de 24 de octubre).
El suelo en situación de urbanizado, esto es, el integrado de forma legal y
efectiva en la red de dotaciones y servicios propios de los núcleos de
población que cumpla una serie de condiciones (art. 21.3 TRLSRU), que no
esté edificado o cuya edificación sea ilegal o se encuentre físicamente en
ruina se valorará teniendo en cuenta el uso y edificabilidad atribuidos por la
ordenación urbanística y aplicando a dicha edificabilidad el valor de
repercusión determinado por el método residual estático que corresponda al
uso establecido (art. 37.1 TRLSRU). Si el suelo está edificado o en curso de
edificación su valor será el que resulte superior de los siguientes: el obtenido
mediante la aplicación de la regla anteriormente expuesta o el determinado
por la tasación conjunta del suelo y de la edificación por el método de
comparación, que en ese caso si se admite expresamente (art. 37.2
TRLSRU).
El art. 35 del TRLSRU completa el cuadro expuesto estableciendo los
criterios a los que habrá de ajustarse la valoración de los demás bienes
inmuebles. A estos efectos precisa que las edificaciones, construcciones e
instalaciones, los sembrados y las plantaciones en el suelo rural se tasarán
con independencia de los terrenos siempre que se ajusten a la legalidad y
sean compatibles con el uso o rendimiento considerado en la valoración del
suelo. En la valoración de los edificios y construcciones habrá de tenerse en
cuenta su antigüedad y su estado de conservación. La valoración de las
concesiones administrativas y de los derechos reales sobre inmuebles se
remite a la legislación específicamente aplicable en cada caso y,
subsidiariamente, a las normas del Derecho Administrativo, Civil o Fiscal que
resulten de aplicación. Y añade que: «Al expropiar una finca gravada con
cargas, la Administración que la efectúe podrá elegir entre fijar el justiprecio
de cada uno de los derechos que concurren con el dominio, para distribuirlo
entre los titulares de cada uno de ellos, o bien valorar el inmueble en su
conjunto y consignar su importe en poder del órgano judicial, para que éste
fije y distribuya, por el trámite de los incidentes, la proporción que
corresponda a los respectivos interesados».
Pues bien, los criterios de valoración recogidos en la vigente
legislación urbanística, son los que rigen las valoraciones del
suelo, las instalaciones, construcciones y edificaciones, y los
derechos constituidos sobre o en relación con ellos cuando
tengan por objeto la fijación del justiprecio en la expropiación,
cualquiera que sea la finalidad de ésta y la legislación que la
motive [art. 35.b) TRLSRU], esto es, ya sea la expropiación
urbanística o no.
Y en fin se ha de indicar que la DA 5.ª del TRLS/2008 dio nueva redacción
al apartado 2 del art. 43 de la LEF para evitar que la libertad estimativa que
dicho precepto venía reconociendo en materia de justiprecio pueda ser
utilizada por la jurisprudencia para eludir, como ocurrió en el pasado, el nuevo
sistema de valoración. Desde entonces el apartado 2 del art. 43 de la LEF
queda redactado como sigue: «El régimen estimativo a que se refiere el
párrafo anterior: a) No será en ningún caso de aplicación a las expropiaciones
de bienes inmuebles, para la fijación de cuyo justiprecio se estará
exclusivamente al sistema de valoración previsto en la Ley que regule la
valoración del suelo. b) Sólo será de aplicación a las expropiaciones de
bienes muebles cuando éstos no tengan criterio particular de valoración
señalado por Leyes especiales».
2. FECHA A LA QUE HA DE REFERIRSE LA VALORACIÓN DE LOS BIENES A
EFECTOS EXPROPIATORIOS
Por lo que acabamos de ver, no es difícil adivinar que los
criterios de valoración y los precios que se han de pagar van a
ser muy distintos según cual sea la legislación vigente en el
momento a que haya de referirse la valoración. Esta
circunstancia, unida al exasperante retraso que sufren las
valoraciones en manos de la Administración, hace que la decisión
que se tome sobre la referencia temporal que haya de tenerse en
cuenta a la hora de valorar los bienes y derechos expropiados
cobre una importancia económica capital.
El punto de partida en este tema debe ser el art. 36 de la LEF:
«1. Las tasaciones se efectuarán con arreglo al valor que tengan
los bienes o derechos expropiables al tiempo de iniciarse el
expediente de justiprecio, sin tenerse en cuenta las plusvalías
que sean consecuencia directa del plano o proyecto de obras que
dan lugar a la expropiación y las previsibles para el futuro. 2. Las
mejoras realizadas con posterioridad a la incoación del
expediente de expropiación no serán objeto de indemnización, a
no ser que se demuestre que eran indispensables para la
conservación de los bienes. Las anteriores son indemnizables,
salvo cuando se hubieran realizado de mala fe». De esta norma
fundamental se extraen, por lo pronto, y en lo que aquí nos
interesa, dos consecuencias importantes.
Por un lado, en primer lugar, que el justiprecio ha de
determinarse con referencia a la legislación vigente a la fecha en
que se inicia el expediente de fijación del justiprecio. Criterio que
viene confirmando la Jurisprudencia (SSTS de 14 de diciembre
de 2006 y 14 de marzo de 2016) y ha ratificado la legislación
urbanística [art. 34.2.b) TRLSRU]. Se trata de evitar que la
indemnización quede congelada al surgir el proyecto
determinante de la operación o al iniciarse el expediente
expropiatorio, con el consiguiente enriquecimiento injusto para el
beneficiario y perjuicio, igualmente injusto, para el expropiado,
circunstancia especialmente importante en épocas de inflación,
estableciendo una paridad temporal entre la pérdida expropiatoria
y su indemnización.
Así, p. ej., se efectuará la valoración del terreno según las condiciones de
edificabilidad que vengan establecidas en el instrumento de planeamiento
vigente en la fecha de inicio del expediente de justiprecio, y ello con
independencia de que ese instrumento de planeamiento hubiera modificado
las condiciones de edificabilidad del terreno o la propia naturaleza de
edificable o no (SSTS de 25 de octubre de 2001 y 17 de marzo de 2006).
Cuestión obviamente importante es decidir cuándo se entiende iniciado el
expediente de justiprecio, que además en los casos de expropiación urgente
se produce con posterioridad a la ocupación de los terrenos (art. 52.7 LEF).
La Jurisprudencia viene precisando cuál sea ese momento, aunque sin
criterio unánime: la fecha de la propuesta de adquisición en trámite amistoso
(STS de 3 de marzo de 1978), de la notificación al expropiado del acuerdo de
iniciación de las gestiones para llegar al mutuo acuerdo (STS de 19 de
octubre de 2005), de recepción por el expropiado de la comunicación
administrativa, instándole a la formulación de la hoja de aprecio (STS de 19
de diciembre de 2006) o, la fecha de la presentación por la primera de las
partes de su hoja de aprecio (STS de 28 de septiembre de 2005). Soluciones
todas ellas posibles, de ahí que sea preciso, en cada caso, y en atención al
modo en que se haya producido la actuación concreta de la Administración
expropiante y del beneficiario de la expropiación en relación con el expediente
de que se trate, que el Tribunal resuelva en qué momento entiende iniciado el
expediente de justiprecio para fijar el instante al que debe referirse la
valoración de los bienes expropiados (STS de 16 de marzo de 2004).
Por otro lado, en segundo lugar, se concluye que los bienes o
derechos a valorar son los existentes al inicio del expediente
expropiatorio y no al de justiprecio, de ahí que la Jurisprudencia
venga excluyendo el cómputo de los aumentos futuros
hipotéticos, eventuales o expectantes de valor.
Así, p. ej., en la STS de 7 de febrero de 2007 se llega a concluir que el
único bien a valorar por el Jurado era el permiso de investigación que el
acuerdo del Ministerio de Fomento de fecha 20 de mayo de 1998 incluyó en
el expediente expropiatorio como bien de necesaria expropiación, único
derecho existente al inicio de dicho expediente de expropiación, pero no así la
concesión de la explotación que se le otorgó a la recurrente por la Diputación
General de Aragón, con posterioridad a dicho acuerdo, el 5 de octubre de
1998.
Sea como sea, lo que se desprende del sentir jurisprudencial
es que el expropiado en ningún caso puede resultar perjudicado
por un eventual retraso o negligencia de la Administración.
Y prueba de ello es la STS de 24 de octubre de 2007 que, aplicando la
doctrina mantenida en otras anteriores (STS de 27 de junio de 2002), declara
que, habiendo incumplido la Administración lo dispuesto en el art. 52.7 de la
LEF para el inicio de expediente de justiprecio inmediatamente después de la
ocupación, la valoración de los bienes había de referirla a la fecha en que se
produjo la efectiva ocupación de la finca (año 1987), y no a la fecha de inicio
del expediente de justiprecio expropiatorio (año 1997), en la que el valor de
los bienes era inferior.
Incluso, para los casos en que la tramitación del expediente de justiprecio
se haya interrumpido y ello haya producido un retraso anormal, el Tribunal
Supremo estima que, con independencia de que se deba compensar al
expropiado con el interés legal reconocido, la valoración se ha de corregir
refiriéndola, no al momento de iniciarse el expediente de justiprecio, sino al
momento posterior en que se reanuda su tramitación (STS de 16 de
diciembre de 1981).
3. EXTENSIÓN DEL JUSTIPRECIO: OTROS CONCEPTOS INDEMNIZABLES
A la hora de determinar el valor real de las consecuencias
expropiatorias se han de incluir, no sólo la estricta estimación del
objeto expropiado, sino todos los daños y perjuicios patrimoniales
del expropiado objetivamente imputables a la operación
expropiatoria, que serán indemnizables como una partida
especial del justiprecio (el daño directo e indirecto de la
expropiación). A ello se ha de añadir el pago del daño moral o
premio de afección. Y es que el resultado final debe ser que el
expropiado ni pierda ni gane en términos económicos: «la
restitución integral». Veamos algunos de estos «otros» conceptos
indemnizables.
A) Indemnizaciones por división de fincas: explotación
antieconómica y demérito del resto no expropiado
Ya comprobamos que el expropiado que sufre una
expropiación parcial no puede obligar a la Administración a la
expropiación total. Ciertamente es así, pero eso no significa que
no haya de resultar plenamente indemnizado del perjuicio que le
ocasiona la división de finca.
En efecto, de acuerdo con lo dispuesto en el art. 46 LEF, en el
supuesto del art. 23, si la Administración rechaza la expropiación
total, tal negativa se traduce en el derecho del expropiado a
reclamar la indemnización por el perjuicio que le ocasiona la
división de la finca cuando su explotación resulte antieconómica a
consecuencia de la expropiación parcial. El TS en algunas
ocasiones ha exigido como requisito ineludible para poder aplicar
esta indemnización, que el expropiado haya formulado solicitud
de expropiación total (SSTS de 14 de noviembre de 1980 y de 28
de abril de 1990), si bien la jurisprudencia más reciente estima
procedente la indemnización aun sin que concurra la solicitud del
art. 23 LEF [STS de 14 de julio de 2014 (rec. 5903/2011)]; lo que
sí parece necesario, en cualquier caso, es la intervención del
Jurado de expropiación para fijar la cuantía de la indemnización
(SSTS de 4 mayo de 1995 y de 18 de noviembre de 1997) que,
por otro lado, «no podría en ningún caso ser igual o superior al
que la Administración habría debido satisfacer de haber
expropiado la totalidad de la finca de que se trate» (art. 46 REF).
Diferente a la indemnización prevista en el art. 46 de la LEF es
la indemnización por demérito en el resto de la finca no
expropiada (STS de 2 de julio de 2002 y STSJ de Asturias de 21
de febrero de 2007). Piénsese que, aun cuando comúnmente la
división de una finca genera un demérito en la porción restante,
sólo en ocasiones la conservación de la parte de finca no
expropiada resulta antieconómica. Cuando el rendimiento
económico de la explotación del resto no expropiado simplemente
sufre una disminución a consecuencia del evento expropiatorio,
tal depreciación debe ser compensada adecuadamente, mediante
una indemnización proporcionada al perjuicio real, que
obviamente se habrá de acreditar [SSTS de 5 de mayo de 2014
(rec. 3853/2011) y de 3 de junio de 2014 (rec. 3601/2011)], pero
«no entran en juego ni el art. 23 ni el 46 de la LEF, toda vez que
el demérito del resto de la finca no afectada es evaluable dentro
del concepto genérico del justiprecio asignado a la finca
expropiada» (STS de 4 de mayo de 1994). No cabe, sin embargo,
la solicitud de indemnización por demérito en caso de convenio
expropiatorio en que no se haga referencia a ello, pues este
acuerdo cubre todas las partidas posibles (STS de 16 de mayo de
2003).
Por lo que se refiere al método de cálculo, su valoración queda
fiada a la libertad normativa. En la práctica se ha extendido la
fórmula de aplicar un coeficiente sobre el suelo no expropiado,
cuyo porcentaje varía: mientras que el coeficiente en la división
ordinaria se mueve en la franja que llega hasta el 50%, la
indemnización del art. 46 LEF se mueve en una horquilla que
puede superar el 70% e incluso llegar al 90% de existir restos del
todo inservibles.
B) Premio de afección
La valoración que se hace de los bienes expropiados ha de
tener un carácter objetivo (art. 36 LEF), por este motivo no es
posible tener en cuenta el apego, el valor afectivo o sentimental
que para el expropiado pudieran tener los bienes, ni tampoco los
perjuicios que la expropiación produce en algunas personas y no
en otras, tales como el trauma psicológico o los daños psíquicos
que la pérdida de los bienes o derechos ocasiona al expropiado.
En compensación de todos estos efectos negativos está previsto
que se abone al expropiado, además del justiprecio fijado, un
premio de afección, también denominado «premio de lágrimas»
(SSTS 31 de enero de 2014 o 14 de mayo de 2015), que es una
cantidad alzada, que la LEF cifra en el 5% con carácter general
(art. 47 LEF). Es, como señala el art. 47 del REF, la última partida
a incluir en las hojas de aprecio de los propietarios y de la
Administración o de la valoración practicada por el Jurado.
El premio de afección tiene, además, un carácter imperativo:
«se abonará» dice el art. 47 LEF, por lo que se ha de entender
que su concesión procede aun cuando no exista expresa y
específica petición del interesado (STS de 3 de noviembre de
1982). El art. 26 del REF excluye, sin embargo, el premio de
afección en los supuestos de mutuo acuerdo: «El acuerdo de
adquisición se entenderá como partida alzada por todos
conceptos, y …, sin que proceda el pago del premio de afección a
que se refiere el art. 47». Realmente resulta sorprendente la
penalización que en este caso se hace al mutuo acuerdo. Tanto
es así, que paradójicamente, en la legislación urbanística de la
Comunidad Autónoma de Andalucía, como en la de otras, lo que
se propone es justo lo contrario: incrementar en un 10% el
justiprecio siempre y cuando haya acuerdo entre las partes, a fin
de poder evitar que se tenga que tramitar un largo y costoso
procedimiento contradictorio de justiprecio en vía administrativa
y/o jurisdiccional (art. 120.3 LOUA).
Como principio general el premio de afección se concede por
la privación de los bienes que estando en poder de los
expropiados dejan de pertenecer a su patrimonio y posesión en
contra de su voluntad, pero no cuando los propietarios «por la
naturaleza de la expropiación conservan el uso y disfrute de los
bienes o derechos expropiados» (art. 57 REF); de modo que,
como criterio general, el premio de afección sólo se abonará al
expropiado sobre el valor o justiprecio de los bienes o derechos
de cuya propiedad o posesión resulte privado, pero no sobre las
demás indemnizaciones a que tenga derecho como consecuencia
de los daños o perjuicios causados a los bienes o derechos que
continúan en su patrimonio (SSTS de 9 de mayo de 1994 y 1 de
abril de 1996). Sea como sea, la doctrina es muy casuística a
este respecto.
Y así, se ha declarado que debe abonarse el premio de afección no sólo
sobre el suelo sino también sobre las instalaciones, plantaciones,
construcciones y el vuelo (STS de 24 de marzo de 2001); sobre la
indemnización por pérdida del derecho a explotar el subsuelo de la finca
expropiada (STS de 3 de noviembre de 1981); sobre la indemnización por
pérdida del arbolado de una finca rústica (STS de 16 de marzo de 1987);
sobre la indemnización concedida por expropiación de una concesión
administrativa (STS de 16 de junio de 1980) o una explotación minera (STS
de 3 de junio de 2002) o; sobre la indemnización por cosechas pendientes
(STS de 9 de febrero de 1967). En cambio la jurisprudencia ha negado la
procedencia del premio de afección sobre la indemnización por perjuicios que
se produzcan a consecuencia de la expropiación parcial de la finca (STS de
17 de noviembre de 1986), la división de la finca (STS de 10 de febrero de
1986) o, en general, el desvalor del resto de la finca a consecuencia de la
expropiación (STS de 29 de septiembre de 2001) o sobre la indemnización
por traslado de industria (STS de 13 de junio de 1988).
En fin hay supuestos en los que se ha mantenido tanto la procedencia
como la improcedencia del premio de afección, como p. ej. las servidumbres
de gasoducto: mientras que la Administración Pública considera que en la
servidumbre de gasoducto los propietarios de los terrenos conservan su uso y
disfrute y con frecuencia se resiste a incluir en valoración el premio de
afección, la posición del Tribunal Supremo, sin embargo, es favorable a
aplicar el porcentaje de incremento establecido por los artículos 47 de la LEF
y 47 del REF, y no sólo sobre las cantidades que se fijan por la constitución
del derecho de servidumbre permanente de gasoducto, sino también sobre
las que se fijan por las limitaciones derivadas de la construcción de un
gasoducto, ya que, como declara, no se está ante la fijación de una
indemnización complementaria sino ante un verdadero justiprecio, pues la
intensidad de las limitaciones impuestas, que impiden edificar o realizar
plantaciones, es de tal entidad que prácticamente presupone la privación del
uso y disfrute de los derechos expropiados (STS de 20 de marzo de 1998 y
STSJ del País Vasco, de 25 de junio).
C) Imposición de servidumbres de gasoducto y limitaciones de
terrenos próximos
La jurisprudencia considera que la servidumbre de gasoducto, de soportar
bajo el suelo de la finca una conducción de gas, impone tan graves
limitaciones que equivale a una privación total del dominio, puesto que hace
prácticamente inutilizable la finca no sólo para edificar sino también para otros
aprovechamientos; y declara que la afección derivada de la construcción de
un gasoducto, con las limitaciones que impone, no son limitaciones
administrativas de derechos, establecidas con carácter general en
determinadas normas de tal naturaleza, sino afecciones concretas y
singulares que por derivar de una actuación específica, han de resultar
indemnizables, atendido el amplísimo concepto que de la expropiación
forzosa ofrece el art. 1 de la LEF (SSTS de 5 julio de 1990 y 28 de junio de
1992).
En concreto, dichas afecciones consisten en una ocupación permanente
del terreno, que afecta a los dos metros bajo los cuales discurre el gasoducto
(dos a cada lado de su eje), que en el expediente se denomina zona interior, y
cuya ocupación equivale por sus fuertes limitaciones a una verdadera
desposesión de esa franja de terreno, de ahí que hayan llegado a valorarse
en el 100% del terreno afectado; y en dos franjas contiguas a esa zona
interior, de 8 metros de ancho cada una y a cada lado, denominada zona
exterior, en las que también se prohíbe levantar edificaciones o
construcciones de cualquier tipo, así como efectuar acto alguno que pueda
dañar o perturbar el buen funcionamiento del gaseoducto y sus elementos
anejos e instalaciones. Estas limitaciones se suelen valorar en el 25% del
terreno en cuestión. Con todo, en función del aprovechamiento de la finca, la
valoración de la indemnización por la imposición de la servidumbre de paso
puede variar.
4. PROCEDIMIENTOS DE DETERMINACIÓN DEL JUSTIPRECIO
A) Fijación del justiprecio por mutuo acuerdo: el convenio
expropiatorio
Ya desde que en el año 1954 se aprobara la LEF, el legislador
parece ser consciente que una cierta adhesión de los propietarios
a los planteamientos económicos por parte de la Administración,
siempre que sean lógicos y no abusivos, va a facilitar la
tramitación del procedimiento expropiatorio, permitiendo al
expropiante disponer de forma inmediata de los bienes y
derechos afectados, y al expropiado beneficiarse de la rapidez de
la resolución de la cuestión de la fijación del justiprecio y, por
consiguiente, del pronto cobro. Es por eso que el art. 24 de la
LEF admite la posibilidad de que el justiprecio se fije por
convenio. Más aún, la LEF insta a que la Administración y el
particular afectado convengan libremente sobre la adquisición y
precio de los bienes o derechos que son objeto de la
expropiación, de manera que sólo si en el plazo de quince días no
se alcanzase el acuerdo acerca de los términos de la adquisición
amistosa, se iniciará el procedimiento de fijación del justiprecio,
sin perjuicio de que en cualquier estado posterior de su
tramitación, hasta que el Jurado de Expropiación decida respecto
de la valoración (art. 27.2 REF), puedan ambas partes llegar a
dicho mutuo acuerdo.
Es importante subrayar que hablamos de convenios
expropiatorios que se producen al amparo del ejercicio la
potestad expropiatoria, a los que llegan los interesados dentro del
procedimiento expropiatorio en marcha, una vez iniciado el
expediente de justiprecio, con objeto de fijar la indemnización y
facilitar la tramitación del procedimiento; por lo que es evidente
que aunque ofrezcan un aspecto negocial, y por su objeto
impliquen una compraventa, no por ello pierden su dependencia
del procedimiento administrativo del que derivan. Constituyen en
realidad un trámite, y además «esencial» del procedimiento
expropiatorio, y en cuanto tal, estos convenios de fijación del
justiprecio tienen naturaleza jurídica administrativa y no civil (STS
de 29 de marzo de 1984). Son actos administrativos específicos,
que ponen fin al expediente una vez producida la aceptación del
contenido del convenio sin reservas de ninguna clase (STS de 3
de julio de 2001) y levantada acta administrativa. Y precisamente,
por su consideración de actos administrativos son plenamente
eficaces: el convenio debe ser cumplido en su literalidad y la
Administración no puede desligarse del convenio ni revocarlo más
que declarándolo lesivo para el interés público e impugnándolo
ante esta Jurisdicción contencioso-administrativa (STS de 26 de
septiembre de 2006).
Por otro lado, se ha de saber que el expediente de fijación del
justiprecio se tramita como pieza separada y en un solo
expediente para cada bien expropiado (art. 26.2 LEF), solución
que incluso puede llegar a defenderse en el supuesto de que un
bien pertenezca a varios propietarios, pudiendo cada
copropietario disponer libremente de su parte (art. 399 CC).
Teniendo esto en cuenta, desde la perspectiva del principio de igualdad,
interesa destacar la incidencia que el convenio sobre el justiprecio alcanzado
con unos expropiados puede tener para los otros ajenos al mismo cuando la
expropiación se refiere a una pluralidad de bienes o derechos. La
Jurisprudencia declara que las valoraciones no vinculan a los propietarios que
las hubieran rechazado, ni tampoco a aquellos otros que simplemente no
hubieran intervenido en la negociación (SSTS de 28 y 29 de abril de 1986, 20
de diciembre de 1994, y 20 de diciembre de 1996), aun cuando se trate de los
inmuebles contiguos y similares, entre otras cosas porque es evidente que en
las negociaciones han podido concurrir muy diversas motivaciones ajenas al
verdadero valor de las fincas (STS de 18 de junio de 1996). Ahora bien,
aunque es cierto que no se puede extender la valoración a los que no hayan
participado en la negociación, también lo es que, ello no puede servir de
excusa para que la Administración disminuya el justiprecio ofrecido a otros
titulares en idéntica situación. Como apunta la STS de 19 de noviembre de
1999, es necesario interpretar correctamente esta doctrina jurisprudencial,
cuyo verdadero objetivo no es otro que el de tratar de evitar que, con el
pretexto de estos acuerdos, pueda la Administración imponer un precio
contrario al valor real para las fincas del entorno que sean análogas a la
convenida. Por consiguiente, no cabe aceptar que la Administración
disminuya el justiprecio ofrecido a otros titulares en idéntica situación. El
convenio que atribuye un precio razonablemente justo a una finca obliga a la
Administración, que no podrá fijar a una finca vecina y de iguales
características un precio manifiestamente inferior al convenido con el titular
de aquella otra. Así las cosas, puede decirse que el convenio obliga a la
Administración en lo que le perjudica.
También tiene interés precisar el alcance del convenio respecto de los
titulares secundarios. Como vimos el art. 6.2 del REF establece que los
titulares de derechos reales sólo pueden hacerlos efectivos sobre el
justiprecio al que minoran y del que se detraen, pero este precepto
difícilmente podrá aplicarse cuando de convenios se habla. En este caso es
preciso que todos los que ostenten derechos de cualquier naturaleza sobre
los bienes expropiados convengan sobre sus respectivas titularidades. Lo
que, sin embargo, no impide que si el titular del derecho de dominio llega a un
acuerdo con el beneficiario al margen de los titulares de los otros derechos,
éste sea válido y eficaz. Entonces, los demás derechos reales serán
justipreciados por el Jurado y el valor de los mismos disminuirá la valoración
del precio acordado con el propietario, salvo el caso del arrendatario a los de
la legislación expropiatoria sí reconoce una indemnización independiente.
B) Fijación contradictoria del justiprecio. Las hojas de aprecio:
contenido y eficacia vinculante
Si no se llega a ningún acuerdo en la fijación del precio en el
plazo de los 15 días, se entra en una fase contradictoria en que el
expropiado y el beneficiario presentan las hojas de aprecio (arts.
29 y 30 LEF), definidas por el Tribunal Supremo como
declaraciones de voluntad dirigidas a la otra parte mediante las
cuales se fijan, de modo concreto, el precio que estimen justo
para el bien que, respectivamente, pierden y adquieren (SSTS de
25 de abril de 1986 y 27 de octubre de 1987).
Empieza el expropiado, al que la Administración requerirá para
que en el plazo de 20 días, a contar desde el siguiente al de la
notificación, presente hoja de aprecio, en la que se concrete el
valor en que estime el objeto que se expropia, valoración que
habrá de ser forzosamente motivada y podrá estar avalada por la
firma de un perito. Si el beneficiario acepta la cuantía propuesta,
entonces queda fijado el justiprecio por concurso de voluntades
del adquirente y del transmitente. En otro caso, si la rechaza, en
el plazo de 20 días la Administración deberá extender su
contraoferta en la correspondiente hoja de aprecio, que podrá ser
aceptada o rechazada por el particular en el plazo de 10 días. Si
la acepta queda así cuantificado el importe del justiprecio, pero si
la rechaza, se pasa entonces a una tercera fase en la que, como
vamos a ver, un órgano administrativo especializado procederá a
fijar unilateralmente el justiprecio.
Antes se ha de poner de relieve que las cifras consignadas en las hojas de
aprecio tienen eficacia jurídica vinculante para las partes, lo que no deja de
ser concreción positiva de la regla venire contra factum propium non valet: si
el beneficiario y el expropiado no aceptan el justiprecio fijado por el Jurado de
Expropiación e interponen un recurso ante los tribunales, no pueden solicitar
una cuantía superior, caso del expropiado, o inferior, caso del beneficiario, a
la que hubieran consignado en sus respectivas hojas de aprecio, como
tampoco podrían, en principio, introducir otros conceptos distintos, como p.
ej., el demérito del resto de la finca expropiada, o rectificar y ampliar la
extensión superficial de la finca expropiada. Bien es verdad que la
Jurisprudencia y la doctrina más autorizada tienden a suavizar esta
vinculación en lo referente a conceptos o partidas que la integren, siempre
que se respete la cuantía máxima de que se trate: «El Jurado primero y el
Tribunal contencioso-administrativo después tendrán que respetar esos
límites fijados en las respectivas hojas de aprecio, pero ello no quiere decir
que no puedan variarse en ese momento los conceptos y argumentos
integrantes de la valoración global; “es sólo la cuantía monetaria de ésta la
que queda fijada”» (STS de 12 de junio de 1998).
C) Fijación del justiprecio por el Jurado de expropiación
Hoy en día coexisten en la mayor parte del territorio nacional
dos clases de Jurado de Expropiación. Junto a la institución del
Jurado provincial de expropiación creada por la LEF y
originalmente caracterizada por la sumariedad, paridad y
neutralidad en su composición, la legislación autonómica ha
venido creando distintos órganos de valoración, a los que se dota
de competencia para fijar los justiprecios referidos a los bienes
expropiados por la Administración autonómica y local, y en los
que la autonomía funcional, como fácilmente podrá comprobarse,
es sólo aparente al conferir primacía a la Administración en su
interior. Se instauran así dos sistemas de valoración del
justiprecio diferentes, que operan en el mismo territorio
dependiendo de quién sea la Administración que expropia, lo que
ha merecido la crítica de la doctrina más autorizada (García de
Enterría y T. R. Fernández), por suponer una nítida ruptura a la
exigencia constitucional de igualdad en todo lo concerniente a la
aplicación de las garantías expropiatorias.
De todas maneras, de forma bastante sorprendente, la Disposición Final
2.ª de la Ley 17/2012, de 27 de diciembre, de Presupuestos Generales del
Estado para 2013 alteró la composición de los Jurados de expropiación
dando cabida a más técnicos de la Administración estatal, asimilando
finalmente el modelo al de los Jurados autonómicos. Tras la reforma, el
Jurado Provincial de Expropiación actualmente sólo tiene una apariencia de
imparcialidad que no es tal: se trata de un órgano con una única voz, la de la
propia Administración expropiante, que se fija a sí misma lo que debe pagar a
quien expropia. Se compone de un Presidente, que será el Magistrado que
designe el Presidente de la Audiencia correspondiente, y seis vocales (cuatro
del lado de la Administración, además del Secretario, que es un funcionario
designado por la Delegación del Gobierno): a) Un Abogado del Estado de la
respectiva Delegación de Hacienda; b) Dos funcionarios técnicos designados
por la Delegación de Hacienda de la provincia, que serán nombrados según
la naturaleza de los bienes a expropiar; c) Un representante de las Cámaras
Agrarias, cuando la expropiación se refiera a propiedad rústica, o de los
Colegios Profesionales u organizaciones empresariales en los demás casos;
d) Un notario de libre designación por el decano del Colegio Notarial
correspondiente, y e) El Interventor territorial de la provincia o persona que
legalmente le sustituya (art. 32.1 LEF).
La composición descrita, pese a que, como decimos, ha sido objeto de
reciente modificación en lo que concierne a los funcionarios técnicos vocales
del Jurado, padece, no obstante, imprecisiones importantes, que han de ser
objeto de interpretaciones correctoras. Así, la Abogacía del Estado ya no se
encuentra adscrita a la Delegación de Hacienda, sino que son servicios
periféricos de la Administración General del Estado no integrados en las
Delegaciones y Subdelegaciones del Gobierno. De la misma forma, tal y
como se expone en la lección 14 del Tomo I, las Cámaras Agrarias son ya
Corporaciones extintas en la gran mayoría de las Comunidades Autónomas
(entre ellas, en Andalucía). A su vez, el representante de la CNS al que alude
la letra c) del art. 32.1 viene referido en la actualidad, según la naturaleza que
ostente el bien expropiado, bien a la Cámara de Comercio, Industria,
Servicios y Navegación, bien al Colegio Profesional de que se trate, o bien a
la Organización empresarial.
En la Comunidad Autónoma de Andalucía, el órgano especializado en
materia de expropiación forzosa es la Comisión Provincial de Valoraciones,
que actúa con competencia resolutoria definitiva para la fijación del justo
precio en las expropiaciones cuando la Administración expropiante es la de la
Comunidad Autónoma o cualquiera de las Entidades Locales. Regulado por el
Decreto 85/2004, de 2 de marzo, que aprueba el Reglamento de
Organización y Funcionamiento de la Comisión Provincial de Valoración, es
un órgano adscrito a la Consejería de Gobernación, que es la que le facilita
toda la infraestructura administrativa para su adecuado funcionamiento; y,
aunque se dice que «actuará en el cumplimiento de sus funciones con plena
autonomía funcional», sin sujeción a instrucciones u órdenes jerárquicas de la
Administración autonómica, lo cierto es que se constituye como un órgano
perteneciente en rigor a la estructura organizativa de la Comunidad, al estar
integrado sobre todo, por funcionarios autonómicos.
En efecto, la Comisión provincial de valoraciones está formada por diez
miembros designados en la forma que reglamentariamente se determine
(once cuando se trate de expropiaciones provinciales o municipales, toda vez
que, entonces, podrá asistir además un representante de la Corporación local
interesada, con voz pero sin voto), que podrá reunirse en pleno o secciones.
Su presidente es funcionario de la Junta de Andalucía de un Cuerpo para
cuyo ingreso se requiera titulación superior. Los vocales son un Letrado al
servicio del Gabinete jurídico de la Junta de Andalucía, cuatro técnicos
facultativos superiores (al menos dos provenientes de la Consejería
competente en materia de urbanismo), un notario de libre designación a cargo
del Decano del Colegio Notarial correspondiente, un técnico facultativo
elegido por la Federación Andaluza de Municipios y Provincias y un técnico
representante del órgano encargado del catastro. Por añadidura, el secretario
es un funcionario de la Junta de Andalucía de un Cuerpo para cuyo ingreso
se requiera titulación superior.
No resulta difícil adivinar que en un Jurado como el descrito se rompe el
necesario equilibrio en la representación de todos los intereses públicos y
privados implicados con el que fue concebido el Jurado en la LEF. La
ausencia de paridad es total, máxime cuando se abre la posibilidad de que
actúen de ponentes a los efectos de la preparación de las propuestas de
acuerdo e interviniendo en las deliberaciones de las Comisiones con voz,
pero sin voto, cualesquiera funcionarios técnicos facultativos al servicio de
Junta de Andalucía o de la Administración Local, según que la expropiante
sea una u otra. Podría actuar como ponente incluso el autor de la hoja de
aprecio de la Administración expropiante, lo que confiere a la misma una
evidente posición de privilegio.
Es de notar que la función de los Jurados es de naturaleza
exclusivamente tasadora, y en consecuencia, no se extiende a la
preconstitución de los datos de la realidad material o física de los
bienes expropiados (STS de 27 de septiembre de 1978), ni a la
responsabilidad patrimonial de la Administración (STS de 30 de
mayo de 1974), ni a la procedencia o improcedencia de la
expropiación total (STS de 29 de septiembre de 1987) o de la
retasación (STS de 3 de diciembre de 2002). Con todo, esta
competencia limitada del Jurado de Expropiación no implica una
limitación igual para el Tribunal contencioso-administrativo
llamado a fiscalizar sus acuerdos (STS de 8 de noviembre de
1995).
Las resoluciones del Jurado Provincial de Expropiación de
fijación del justo precio han de ser motivadas, debiendo contener,
en su caso, expresa justificación de los criterios empleados para
la valoración a efectos de justiprecio (art. 35 LEF), si bien hay que
reconocer que el Tribunal Supremo viene dispensando de esta
exigencia legal al aceptar que basta con que sea racional y
suficiente con referencia a hechos y fundamentos de Derecho,
incluso por referencia a documentos obrantes en el expediente
(SSTS de 20 de diciembre de 1984 y 9 de junio de 1986), lo que
unido a la presunción de acierto que se reconoce a sus
decisiones, como podremos examinar en el capítulo siguiente,
convierte la recurribilidad judicial de sus acuerdos en un derecho
poco efectivo.
La resolución del Jurado, que debe ser inmediatamente
notificada tanto a la Administración expropiante, como a los
interesados
en
los
correspondientes
procedimientos
administrativos, «ultimará la vía gubernativa, y contra la misma
procederá tan solo el recurso contencioso-administrativo» (art.
35.2 LEF). A partir de ese momento surge la obligación de pago
de la Administración expropiante, que no es susceptible de
suspensión aun cuando se recurra la decisión del Jurado ante la
Jurisdicción contencioso-administrativa, so pena de incurrir en
morosidad (STS de 11 de noviembre de 2006).
Como con mayor detenimiento se verá en el tema siguiente, conforme a lo
preceptuado por el art. 35.2 LEF, el acuerdo del Jurado de Expropiación sólo
es susceptible de recurso contencioso-administrativo. De modo que si la
Administración expropiante está en desacuerdo con la cuantía fijada por el
Jurado, deberá declararlo lesivo (sin los límites que al respecto fijaba
originariamente el art. 126.2 LEF) e impugnarlo ante la Jurisdicción
contencioso-administrativa.
VIII. PAGO DEL JUSTIPRECIO
El pago del justiprecio constituye un requisito esencial de la
expropiación. Hay que reconocer, no obstante, que como
veremos más abajo, esta elemental garantía ha quedado en
cierta manera desvirtuada desde el momento en que, con el
pretexto de la urgencia, se admite la ocupación sin otra exigencia
que el previo depósito de una cantidad que es, en realidad, una
caricatura del valor real de la cosa expropiada. El procedimiento
general contemplado en la LEF es, sin embargo, el previo pago:
se paga antes de ocupar.
Y así, una vez fijado el justo precio por el Jurado, se procederá
a su pago, el cual deberá hacerse en el plazo máximo de seis
meses (art. 48.1 LEF) sin perjuicio de que pueda continuar el
eventual litigio entre las partes en vía contencioso-administrativa
sobre la cuantía del justiprecio, en cuyo caso, el expropiado
tendrá derecho a que se le entregue la indemnización hasta el
límite en que exista conformidad entre aquél y la Administración,
quedando en todo caso subordinada dicha entrega provisional al
resultado del litigio (art. 50.2 LEF). Y en caso de que el
expropiado rehúse recibir el precio o existiese litigio sobre el
derecho a percibirlo entre varios interesados o con la
Administración expropiante, el pago se entiende realizado
mediante consignación de su importe en la Caja General de
Depósitos, donde quedará a disposición de la autoridad o Tribunal
competente (art. 50.1 LEF).
El justiprecio se concibe por la LEF como una indemnización
económica a favor del expropiado. Lo normal es verificar el pago
en dinero, bien al contado, en metálico o por su incorporación a
documentos con eficacia solutoria, mediante talón nominativo o
por transferencia bancaria, admitiéndose también el pago
aplazado cuando así lo consienta el expropiado. Ahora bien, no
obstante la regla general del pago en dinero, no existe
inconveniente conceptual para que en el justiprecio logrado por
convenio puedan pactarse otras modalidades de pago. La LEF no
llega a prohibir el pago en especie, simplemente lo omite, lo que
no impide que el expropiado pueda aceptar el pago
indemnizatorio en especie a través de inmuebles, cambio de
terrenos, energía eléctrica, valores del tesoro, títulos de deuda
pública, etc. Se podría decir que, fuera del supuesto del
justiprecio fijado por el Jurado, en el que la forma del justiprecio
no puede revestir otra distinta que la del metálico, la LEF deja
abierta la puerta al pago en especie para el caso de acuerdo
entre el expropiante y expropiado.
Por otro lado, dispone el art. 49 LEF que el pago del precio
estará exento de toda clase de gastos e impuestos y
gravámenes. Exención que parece se refiere al acto del pago, no
al precio mismo una vez que entra en el patrimonio del
expropiado, ni a las repercusiones que pueda tener la salida del
bien del patrimonio del expropiado.
IX. OCUPACIÓN E INSCRIPCIÓN DE LA
ADQUISICIÓN EXPROPIATORIA
Hecho efectivo el justo precio, o consignado en la forma
prevista por el art. 50 LEF, se procederá a tomar posesión de la
finca o hacer ejercicio del derecho expropiado, bien con el
consentimiento del interesado o con la autorización judicial, que
compete a los Juzgados de lo contencioso (art. 51 LEF). El acta
de ocupación, acompañada de los justificantes del pago, o el acta
de ocupación y pago (si existe formalmente una sola acta del
pago y la ocupación) será título bastante para inscribir en los
Registros públicos la transmisión, constitución o extinción de los
derechos que hayan tenido lugar por la expropiación forzosa, y
para que, en su caso, se verifique la cancelación de las cargas,
gravámenes y derechos reales de toda clase a que estuviere
afectada la cosa expropiada (art. 53 LEF).
Se ha de poner de relieve que, aunque el procedimiento lo
sigue la Administración actuante, que, como titular de la facultad
expropiatoria, es la que tiene la prerrogativa de tomar de
posesión de la finca, dicha Administración la traspasa y concede
la titularidad al beneficiario, que, por ello, ha de comparecer
juntamente con el expropiante al acto de ocupación y pago. Más
aún, salvo que excepcionalmente por las características del caso
en el acta de ocupación y pago sólo comparezcan el expropiado y
el expropiante y la figura del beneficiario aparezca en un
momento posterior una vez inscrita la expropiación, la inscripción
se va a practicar directamente a favor del beneficiario sin
necesidad de plantear un tracto sucesivo previo a favor del
expropiante. La razón de esta especialidad registral está en
considerar que hay continuidad de titularidades entre el
expropiado y el beneficiario, y que el expropiante actúa como
impulsor del procedimiento por razones de imperium, pero no
como órgano intermedio en la transmisión de titularidades.
Y en fin, se ha de señalar que los efectos traslativos de la
propiedad se producen desde el momento mismo en que se
levanta el acta de ocupación: desde ese instante el expropiado
pierde la titularidad y tiene lugar la adquisición de la propiedad
por la Administración de las fincas comprendidas en el acta o
actas de ocupación. Ahora bien, sólo es una vez verificada la
inscripción cuando la Administración, o el beneficiario en su caso
adquiere una posición inatacable, análoga a la del tercero
hipotecario previsto en el art. 34 LH: desde ese momento será
mantenido en la posesión sin que sea posible ejercitar contra él
acción real o interdictal alguna, de manera que, si inscritas las
fincas o derechos en favor del beneficiario, aparecieran terceros
interesados no tenidos en cuenta en el expediente, las acciones
personales que pudieran corresponderles para percibir el
justiprecio deberán dirigirlas contra los considerados propietariosexpropiados, y no contra la Administración, salvo que se tratara
de tercero con fincas o derechos inscritos. En ese caso, el titular
registral que no ha tenido conocimiento del procedimiento
expropiatorio por no haber sido citado (art. 32, reglas 2.ª y 5.ª RH)
ha de tener todos los medios a su disposición para defender su
derecho, puesto que de no ser así se estaría infringiendo el art. 3
LEF, situando al titular registral en una situación de indefensión, y
esta infracción acarrearía la nulidad del expediente expropiatorio.
X. EL PROCEDIMIENTO DE EXPROPIACIÓN
URGENTE
Junto al procedimiento ordinario de expropiación cuyos
trámites hemos descrito, el art. 52 LEF y el art. 56 REF, dentro del
capítulo dedicado al pago y toma de posesión, regulan el
procedimiento de urgencia, configurado en la LEF como un
régimen previsto para cuando existan circunstancias
excepcionales. La realidad, sin embargo, es que en la práctica
este procedimiento se ha generalizado con las declaraciones de
urgencia genéricas contempladas en las legislaciones sectoriales
y ha pasado a ser un cauce normal para la ejecución de obras
públicas y planes urbanísticos, permitiendo a los beneficiarios, en
muchos casos empresas privadas, adquirir la propiedad de los
bienes sin necesidad de pagar su precio. Después los
expropiados, despojados de sus bienes, comprobarán impotentes
cómo han de transcurrir varios años hasta que, fijado el
justiprecio, se vean «compensados». El resultado final es que, a
los expropiados, no sólo se les priva forzosamente de sus bienes,
sino que además se les impone la carga de financiar las obras,
convirtiéndolos en «prestamistas forzosos» de la Administración
(una definición de expropiado que ya empleó el TS en su
Sentencia de 3 de diciembre de 1998), lo que supone una clara
desnaturalización del sistema.
El procedimiento comienza con la declaración de urgente
ocupación de los bienes afectados por la expropiación motivada
por «una obra o finalidad determinada». El acuerdo de la
declaración de urgencia está reservado al Gobierno de la Nación
y los Gobiernos Autonómicos (ni los Ayuntamientos ni las
Diputaciones Provinciales tienen competencia para ello), e implica
que «se entenderá cumplido el trámite de declaración de
necesidad de la ocupación de los bienes que hayan de ser
expropiados, según el proyecto y replanteo aprobados y los
reformados posteriormente, y dará derecho a su ocupación
inmediata» (art. 52.1 LEF).
Eso sí, el procedimiento para obtener el acuerdo de la
declaración de urgencia de la ocupación exige que el Gobierno
compruebe que en el expediente consta la retención de crédito
presupuestario suficiente que garantice que en el futuro se
pagará el justiprecio de lo adquirido, requisito introducido por la
Ley 11/1996, de 27 de diciembre, de medidas de disciplina
presupuestaria, que modificó el primer párrafo del art. 52 LEF («la
oportuna retención de crédito (…) por el importe a que ascendería
el justiprecio calculado en virtud de las reglas previstas para su
determinación»), pero que no obstante, se suele eludir tasando
por bajo los bienes. Asimismo, debe haberse aprobado
previamente un determinado proyecto de obra o haberse
identificado la concreta finalidad pública que se quiere satisfacer
mediante la urgente ocupación de los bienes. Requisito que
también se incumple normalmente, siendo frecuentes en la
práctica, como ya mencionamos, las declaraciones genéricas de
urgencia, por sectores de actividad, o clases de obras, o sujetos
beneficiarios.
En efecto, publicadas las oportunas Leyes sectoriales, comprobamos que
el legislador ha decidido que se tramiten siempre por el procedimiento de
urgencia, entre otras, todas las obras de autopistas (art. 16 de la Ley 8/1972,
de 10 de mayo, de construcción, conservación y explotación de autopistas en
régimen de concesión); todas las obras urbanísticas tramitadas por el
procedimiento de tasación conjunta (art. 138 del Real Decreto 1346/1976, de
9 de abril, por el que se aprobó el Texto Refundido de la Ley sobre Régimen
del Suelo y Ordenación Urbana); todas las instalaciones de hidrocarburos
(art. 105 de la Ley 34/1998, de 7 de octubre, del sector de hidrocarburos);
todas las infraestructuras ferroviarias (art. 6.2 de la Ley 38/2015, de 29 de
septiembre, del sector Ferroviario); o todas las instalaciones eléctricas (art. 56
de la Ley 24/2013, de 26 de diciembre, del Sector Eléctrico).
En cualquier caso, para que la declaración de urgencia pueda
llevar implícita la necesidad de ocupación es requisito esencial
que se cumplimente el trámite de información pública con expresa
referencia a los bienes y derechos objeto de la expropiación (art.
56.1 REF), para que los titulares afectados y los interesados
puedan realizar alegaciones por razones de fondo o forma (art. 19
LEF). Un trámite que, como ha declarado el TS, no podrá ser
sustituido, ni por la información pública de los estudios
informativos del proyecto, ni por la ofrecida en la resolución de
convocatoria al levantamiento de actas previas y que, de omitirse,
daría lugar a la nulidad del expediente expropiatorio al causar
indefensión material al expropiado (SSTS de 15 de octubre de
2008; 12 de junio de 2012, y 15 de abril de 2013).
Acordada la urgente ocupación de los bienes, se ha de
proceder al levantamiento de un acta previa a la ocupación,
previa notificación a los interesados con una antelación mínima
de ocho días. A tal efecto, en día y la hora anunciado se
presentarán en la finca de que se trate el representante de la
Administración acompañado de un perito y del Alcalde o Concejal
en quien delegue, y reunidos con los propietarios, que podrán
hacerse acompañar de sus peritos y un Notario, levantarán el
acta previa de ocupación, en la que describirán el bien o derecho
expropiable, haciendo constar todas las manifestaciones y datos
que aporten unos y otros y que sean útiles para determinar los
derechos afectados, sus titulares, el valor de aquéllos y los
perjuicios determinantes de la rápida ocupación. Nótese la
importancia de dejar constancia en el acta previa a la ocupación
del estado de la finca, superficie ocupada, tipo de cultivo,
cosechas pendientes, número de árboles, arrendamientos o
pactos de aparcería en su caso, etc., pues como el bien se va a
ocupar inmediatamente, es posible que el inmueble ya haya sido
destruido cuando el Jurado Provincial de Expropiación vaya a fijar
el justiprecio, resultando así imposible constatar esas
circunstancias de hecho.
Curiosamente pese a que, como vimos, a la fecha en la que se eleva el
expediente al Gobierno el beneficiario ya debe conocer el importe del
justiprecio, el art. 52 LEF no le obliga a que notifique su hoja de aprecio al
expropiado antes de que se levante el acta previa de ocupación, y peor aún,
no le exige que el día en que se levanta el acta previa de ocupación la
beneficiaria deje constancia escrita de su oferta para el mutuo acuerdo, lo que
permite, como ocurre con frecuencia, que ésta fije en su posterior hoja de
aprecio una cantidad inferior a la ofrecida, sin que el interesado pueda
acreditar la oferta inicial, y lo que es peor, sin que el Jurado de
expropiaciones o los Tribunales puedan conocer las cantidades ofrecidas
inicialmente por el expropiante.
Antes de materializar la efectiva ocupación del bien, el
beneficiario debe pagar al expropiado, o consignar, un depósito
previo en concepto de cantidad provisional y a cuenta de la que
definitivamente fije el Jurado Provincial de Expropiación; un
depósito cuyo importe es muy inferior al del justiprecio, siendo
una cantidad simbólica que rara vez alcanza el 10% del valor de
mercado del bien objeto de privación coactiva. Además el
expropiado tiene derecho al pago de una indemnización adicional,
que no formará parte del justiprecio, y que está destinada a
compensar al expropiado por los daños y perjuicios que la
anticipación de la ocupación y la rapidez con la que se debe
abandonar la finca le puedan generar, tales como mudanzas,
cosechas pendientes y otras igualmente justificadas. El importe
de los perjuicios derivados de la rápida ocupación será fijado por
la Administración, contra cuya determinación no cabrá recurso
alguno, si bien, caso de disconformidad del expropiado, el Jurado
Provincial podrá reconsiderar la cuestión en el momento de la
determinación del justiprecio (art. 52, regla 5.ª LEF).
Una vez se han abonado o consignado esas cantidades, se
debe proceder a la inmediata ocupación material del inmueble, en
un plazo máximo de 15 días. En la práctica, sin embargo, no es
insólito que pasen muchos meses, e incluso años, para que se
materialice la ocupación que paradójicamente se había calificado
como urgente. Por otro lado, conviene saber que aunque todavía
no se haya pagado el justiprecio, esa ocupación material produce
el efecto de la transmisión de la propiedad en favor del
beneficiario. Lo que no podrá es inscribir la adquisición en el
Registro de la Propiedad, porque para eso se precisa acreditar
que el pago del justo precio definitivo establecido en sede
administrativa ha tenido lugar. Hasta que eso ocurra se tendrá
que conformar con solicitar que se extienda una anotación
preventiva a su favor presentando el acta previa de la ocupación
y el resguardo del depósito provisional (arts. 60.3 REF y 32.3
RH).
La anotación, con una duración de cuatro años prorrogables por otros
cuatro siempre y cuando la prórroga se anote antes de que caduque el
asiento registral, tiene importantes efectos jurídicos, tales como amparar una
situación posesoria del beneficiario frente al que no se podrá interponer
ninguna acción posesoria; o posibilitar la inscripción una vez pagado o
consignado el justo precio definitivo establecido en sede administrativa, etc.
No tiene, sin embargo, efectos de cierre registral, pues no puede negarse al
expropiado que transmita sus propiedades, sin posesión, expropiadas
conforme al art. 71 LH.
Efectuada la ocupación de las fincas se tramitará el expediente
de expropiación en sus fases de justiprecio y pago según la
regulación general, «debiendo darse preferencia a estos
expedientes para su rápida resolución». Esto es lo que dispone la
regla 7.ª del art. 52 LEF; pero nada más lejos de la realidad: en el
momento en que el beneficiario ha ocupado el objeto expropiado
se desvanece la urgencia del procedimiento expropiatorio,
quedando su titular rehén de los plazos en el que el expropiante
quiera requerirle su hoja de aprecio, formular la suya y pasar el
expediente de justiprecio al jurado provincial de expropiación. Lo
que ocurre en la mayor parte de los casos es que las
ocupaciones urgentes se prolongan indefinidamente sin
desembocar en la fijación y pago del justiprecio.
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* Por Lourdes Yolanda MONTAÑÉS CASTILLO.
LECCIÓN 9
LAS GARANTÍAS DEL EXPROPIADO Y LAS
EXPROPIACIONES ESPECIALES *
I. EL CUADRO DE GARANTÍAS DE LA
EXPROPIACIÓN
En el marco constitucional de un Estado social y democrático
de Derecho, la potestad expropiatoria debe ejercerse respetando
las garantías que establece el Derecho positivo.
Ya hemos tenido ocasión de señalar en el capítulo anterior que
el procedimiento expropiador tiene un marcado componente
garante: 1.º La expropiación forzosa no deriva de las decisiones
caprichosas del poder expropiante, sino que se fundamenta en la
satisfacción de fines de utilidad pública o interés social, a los que
queda vinculado el bien o derecho expropiado de un modo
permanente (garantía «causal»). 2.º La potestad expropiatoria
debe ejercerse siguiendo los trámites legalmente establecidos en
cada una de las fases del procedimiento expropiatorio, por lo que
si la privación se materializase por la vía de hecho, estaríamos
ante una privación ilegítima (garantía «formal»). Y, 3.º En la
expropiación forzosa no hay confiscación o expolio: los sujetos
que sufren la expropiación forzosa y son privados de forma
coactiva de sus bienes, derechos o intereses, en su lugar, en
sustitución de los mismos, verán nacer el derecho a ser
justamente
compensados
mediante
la
correspondiente
indemnización, que el beneficiario de la privación deberá pagar
en el plazo legalmente establecido, pues si no recaería
exclusivamente sobre el expropiado la satisfacción de la utilidad
social o el interés general invocado como causa expropiandi (la
garantía «patrimonial»). Como señala Bermejo Vera, «el trámite
de justiprecio constituye sin duda, el elemento imprescindible de
la expropiación. Sin indemnización no existe expropiación forzosa
(art. 33 CE) estaríamos ante otra institución esencialmente
diferente (comisos, confiscaciones, socializaciones generalizadas,
etc.)».
A estas garantías se suma la garantía «causal», que rebasa el
marco procedimental para seguir el destino real del bien
expropiado. Y así, consumada la expropiación, todavía se tipifica
el derecho de reversión, esto es, el derecho a recuperar el bien
expropiado que no ha sido efectivamente afectado al fin
declarado.
Las
tres
garantías
primeramente
mencionadas,
consustanciales en mayor o menor extensión con el instituto de la
expropiación forzosa, son además auténticas garantías
constitucionales, en cuanto comprendidas en el art. 33.3 de la
CE, y como tales podrán defenderse incluso frente al propio
legislador (STC de 3 de marzo de 2005). No tiene ese rango, en
cambio, el derecho de reversión.
II. GARANTÍAS JURISDICCIONALES. EN
ESPECIAL, LA IMPUGNACIÓN DEL ACUERDO DEL
JURADO
Los actos de la Administración en materia de expropiación
forzosa son fiscalizables por los Tribunales de lo contenciosoadministrativo (art. 1 LJCA). En particular lo es el acto de
determinación del justiprecio; de ahí que en este epígrafe
vayamos a centrarnos en la impugnación judicial del acuerdo del
Jurado. Pese a ello, conviene no olvidar que en el curso de la
tramitación del procedimiento expropiatorio hay actos de trámite
previos al acuerdo que fija el justiprecio que pueden ser
impugnados de forma autónoma o separada [«Contra la
resolución administrativa que ponga fin al expediente de
expropiación o a cualquiera de las piezas separadas, se podrá
interponer recurso contencioso-administrativo (…)» (art. 126.1
LEF)]. Lo que no significa que sea obligatorio hacerlo, ni tampoco
que al llegar al final del procedimiento, si se decide impugnar el
acuerdo, sólo se pueda cuestionar el importe del justiprecio:
siempre se podrían aducir todas las irregularidades o infracciones
en que haya incurrido la Administración en el curso del
procedimiento de expropiación forzosa.
Como han confirmado, entre otras, las SSTS de 24 de julio de 2001 y 14
de mayo de 2012, la circunstancia de que no se hayan ejercido acciones
impugnatorias autónomas contra algunos actos de trámite dictados durante la
sustanciación del procedimiento expropiatorio no determina la preclusión del
derecho a invocar en sede judicial, cuando se impugna el acuerdo de los
Jurados de expropiación, todos los defectos materiales o procedimentales de
las actuaciones precedentes, como p. ej., la falta de declaración de utilidad
pública y necesidad de ocupación, la omisión de trámites esenciales de
información pública y estudio de impacto ambiental en el proyecto de obras
que legitimaba la expropiación, o la falta de audiencia de los interesados.
Pues bien, el art. 126.2 LEF precisa que ambas partes
(expropiado y Administración expropiante o beneficiario) podrán
interponer recurso contencioso-administrativo contra los acuerdos
que sobre el justo precio se adopten.
A) El expropiado puede interponer recurso contenciosoadministrativo argumentando lesión en su derecho de
resarcimiento si entiende que el justiprecio no se ajusta al valor
del bien o de los daños derivados de la expropiación. En esto
consiste exactamente la llamada «garantía jurisdiccional» que
consagra el art. 126 LEF frente a las posibles injusticias que
puedan darse en el justiprecio desde el punto de vista de su
carencia o insuficiencia como elemento compensatorio. En cuanto
a la barrera cuantitativa para poder interponer recurso que
establece el texto del art. 126.2 LEF («el recurso deberá fundarse
en lesión cuando la cantidad fijada como justo precio sea inferior
o superior en más de una sexta parte al que en tal concepto se
haya alegado por el recurrente o en trámite oportuno»), el TC ha
declarado que esa limitación legal resulta contraria al art. 24 CE
(STC de 11 de junio de 1997); por tanto, cabría interponer recurso
cualquiera que sea la diferencia entre el justiprecio solicitado y el
obtenido. Podría incluso impugnarse el acuerdo del Jurado aun
cuando no se hubiera formulado en la vía administrativa la
correspondiente hoja de aprecio (STS de 25 de mayo de 1999).
Hasta se ha llegado a reconocer la procedencia del recurso
contencioso-administrativo contra la resolución presunta del
Jurado Provincial de Expropiación.
Así, pese a que el TC tiene declarado que el expediente de justipreció que
se tramita por el Jurado Provincial de Expropiación es un procedimiento
incoado de oficio, en su Sentencia 136/1995, de 25 de septiembre, declaró
expresamente que el Jurado de Expropiación que rebasa con creces el plazo
para resolver sin justificar las causas del retraso incumple una obligación
legalmente impuesta (art. 34 LEF) que lesiona el art. 24 de la CE, por lo que
si el expropiado interesa a dicho órgano para que ponga remedio a su
inactividad, de no ser atendida su petición por silencio, cabe la interposición
de un recurso contencioso-administrativo en tanto que los acuerdos expresos
o presuntos de aquel órgano ponen fin a la vía administrativa. Bien es verdad
que el TC consciente de la dificultad de aplicar la técnica del silencio
administrativo a las actuaciones de los Jurados de Expropiación, termina por
declarar que, para satisfacer el derecho a la tutela judicial efectiva, a los
Tribunales «les puede bastar con ponderar en cada supuesto, las
circunstancias causantes de la inactividad administrativa en relaciona con los
perjuicios que de aquella se puedan derivar para los derechos, e intereses
legítimos del administrado, reconociendo, en su caso, su derecho a que el
Jurado de Expropiación resuelva en plazo, y adoptando, en el trámite de
ejecución de la sentencia, las medidas necesarias para reparar esa
inactividad de la Administración». En consonancia con esta doctrina, aunque
algunas sentencias, como la STS de 23 de mayo de 2000, ordenan acordar el
justiprecio en fase de ejecución de sentencia al amparo del art. 71.1.b) LJCA,
que otorga plena jurisdicción para reconocer situaciones jurídicas
individualizadas como lo es el derecho a recibir el justiprecio; en la práctica,
sin embargo, pocas veces los Tribunales de Justicia resuelven directamente
sobre la cuantía del justiprecio. Por lo general se limitan a instar al Jurado la
continuación del expediente paralizado (STSJ de Cataluña de 19 de enero de
2012 y STSJ de Galicia de 5 de febrero de 2014). De esta forma el
expropiado obtendría únicamente una resolución judicial que obliga a la
Administración a cumplir con lo que ya le obligaba la ley: tramitar el
expediente de justiprecio, encontrándose así el expropiado en el mismo punto
de partida: sin su bien expropiado y sin su indemnización.
Aun así, con posterioridad a la STC 136/1995, muchas de las legislaciones
autonómicas que regulan sus propios Jurados de expropiaciones han
decidido incorporar la técnica del silencio administrativo. A título de ejemplo,
cabe hacer mención al art. 12.3 del Decreto 85/2004, de 2 de marzo, por el
que se aprueba el Reglamento de Organización y Funcionamiento de las
Comisiones Provinciales de Valoraciones de la Junta de Andalucía; art. 13.5
del Decreto 41/2003, de 8 de abril de 2003, por el que se aprueba el
Reglamento de Organización y Funcionamiento del Jurado Regional de
Valoraciones de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha; o el art.14
de la Ley 9/2005, de 7 de julio, del Jurado de Expropiación de Cataluña.
Inexplicablemente, frente a los procedimientos de fijación del justiprecio
paralizados (situación bastante frecuente en los procedimientos tramitados
por la vía de la urgencia, en los que en muchos casos es la propia
beneficiaria quien retrasa el expediente de justiprecio, al no remitir el
expediente al Jurado) lo que no se ha admitido es la técnica de la caducidad
prevista en el art. 25.1.b) LPAC, que permitiría al expropiado solicitar al
expropiado el archivo del procedimiento si trascurridos seis meses desde el
inicio del expediente el Jurado no le hubiera notificado su resolución. En ese
caso, al no existir procedimiento, estaríamos ante una ocupación ilegal y el
expropiado podría, por la vía de hecho, solicitar la devolución in natura del
bien y/o la reparación de los daños y perjuicios. Aunque el Tribunal Supremo
en su Sentencia de 19 de octubre de 2010, reconoció la posibilidad de aplicar
las reglas de la caducidad a los procedimientos expropiatorios [«(…), una vez
expirado el plazo máximo establecido, si se trata de un procedimiento
administrativo susceptible de producir efecto de gravamen sobre el interesado
—coma sucede sin duda alguna, con la expropiación forzosa—, se producirá
la caducidad del procedimiento administrativo, debiéndose acordar el archivo
con arreglo a lo ordenado par el art. 92 LRJPAC…»], años después el
Tribunal negó en sus Sentencias de 25 de septiembre de 2012 y 27 de junio
de 2012, que la caducidad tuviera encaje en estos procedimientos al
considerar, de forma incomprensible, que el procedimiento expropiatorio es
un procedimiento complejo, integrado por diferentes actuaciones
procedimentales, y la fase de fijación del justiprecio no constituye un acto de
gravamen. Argumento que contradice la jurisprudencia del propio Tribunal
Supremo declarando que el expediente expropiatorio es uno sólo, siendo
posible mediante la impugnación del acuerdo del Jurado de expropiación
recurrir, al mismo tiempo, la legitimación de la expropiación, ya que la
tasación del bien expropiado carecería de validez jurídica si cesara la causa
expropiandi o su necesidad de ocupación (STS de 22 de septiembre de
1986).
B) Si es la Administración expropiante la que disiente del
justiprecio fijado por el Jurado, teniendo en cuenta que éste es un
órgano perteneciente a su propia organización, es lógico pensar
que sólo podrá interponer el recurso contencioso una vez que
haya efectuado la declaración de lesividad del acuerdo (art. 43 de
la LJCA y art. 107 LPAC). Sería necesario además que el Tribunal
contencioso no hubiera discutido ya de la justicia del precio en
recurso abierto inicialmente por el expropiado. De haberlo hecho,
la acción de lesividad ya no sería posible por la excepción de
cosa juzgada, o si el proceso siguiese abierto, por excepción de
litispendencia.
En cuanto a las facultades revisoras del Tribunal para enjuiciar
el fondo de las estimaciones del Jurado, éstas son absolutas.
Como vimos, sería incluso procedente extender el ámbito de la
impugnación de la resolución del Jurado a los vicios de
procedimiento en que hubiera podido incurrirse en los trámites
previos. Hay que reconocer, no obstante, que pese a ello, en la
práctica es difícil que prospere el recurso interpuesto contra el
acto administrativo del Jurado de expropiación, pues los
tribunales tienen una especial deferencia por el acierto y legalidad
de sus resoluciones al considerarlo un órgano administrativo
cualificado y con alguna «dosis» de independencia; por lo que,
siguiendo
una
línea
jurisprudencial
ya
antigua
e
injustificadamente aplicada en nuestros días dada la actual
composición de los Jurados, vienen repitiendo un tanto
mecánicamente que la anulación de los acuerdos de los Jurados
sólo es posible cuando se aprecie la existencia de infracción
legal, notorio error de hecho (p. ej., en la extensión superficial de
la finca, tipo de cultivo o número de árboles arrancados, etc.) o
manifiesta injusticia, lo que se traduce en una evidente limitación
de las posibilidades de revisión. De todas maneras, la presunción
de acierto podría ser desvirtuada mediante prueba pericial
«judicial» practicada en el seno del proceso, con las garantías
inherentes al mismo, y apreciada según las reglas de la sana
crítica (STS de 12 de febrero de 1996).
III. GARANTÍAS POR DEMORA
1. TRES MEDIDAS CORRECTORAS POCO OPERATIVAS
Ya el legislador del 54, consciente de que la tasación de los
bienes expropiados necesariamente se ha de referir a un
momento determinado en principio inamovible y que los trámites
del procedimiento de determinación del justiprecio y pago pueden
alargarse hasta el punto de que el valor de sustitución no
satisfaga en absoluto la pérdida de los bienes en el patrimonio del
expropiado, trata de adoptar medidas correctoras.
Bajo la rúbrica de responsabilidad por demora, la LEF impone
a la Administración o beneficiario de la expropiación la obligación
de pagar intereses por la tardanza en llevar a cabo todos los
pasos precisos para determinar cuál es el valor del bien
expropiado, o por las dilaciones en el abono del justiprecio; y
reconoce al expropiado, además, el derecho a la retasación del
bien expropiado si transcurre un plazo determinado sin que se le
satisfaga el justiprecio. Son, pues, tres los mecanismos previstos
para tratar de paliar los perjuicios que a los expropiados les
ocasiona la demora de la Administración: 1) los intereses por
demora en la determinación de justiprecio; 2) los intereses por
demora en el pago; y 3) la retasación. Los primeros se configuran
como una indemnización a favor del expropiado en compensación
de la precariedad en la posesión y disfrute de sus bienes ante la
proximidad cierta de la privación posesoria, que habrá de
satisfacer el causante de la dilación excesiva del procedimiento,
ya sea la Administración expropiante, el beneficiario o el Jurado.
Los intereses por demora en el pago, por contra, tienen un
sentido remuneratorio por el uso temporal del dinero, o su
retención por el obligado al pago. Y la retasación es el derecho a
una nueva valoración, entendiendo que la antigua por el paso del
tiempo no compensa realmente al expropiado y pierde su sentido.
Ninguna de estas medidas, sin embargo, ha resultado ser
operativa en la práctica para corregir el quebranto que el retraso
produce en la necesaria correspondencia que debe existir entre la
pérdida patrimonial sufrida por el expropiado y la indemnización:
los intereses de demora no compensan la depreciación del dinero
y la retasación es una técnica excepcionalmente utilizada y poco
efectiva, pues obliga al expropiado a iniciar un nuevo trámite
administrativo de justiprecio, que casi inevitablemente dará lugar
a otra nueva serie de procesos de incumplimientos. A lo que se
suma el amplio plazo establecido para su ejercicio.
El art. 58 LEF fijó inicialmente este plazo en dos años, lo que ya de por si
era bastante generoso con la Administración expropiante, teniendo en cuenta
que el valor de los bienes está referido no a la fecha del acuerdo
administrativo de justiprecio, sino a la del inicio de la pieza de justiprecio, muy
anterior a aquella en el caso de las resoluciones del Jurado [art. 34.2.b)
TRLSRU]. Plazo que la Ley 17/2012, de 27 de diciembre, de Presupuestos
Generales del Estado para 2013 eleva a cuatro años, justo el doble de tiempo
que hasta entonces, lo que conforma un claro beneficio financiero para la
Administración y un perjuicio temporal para el expropiado.
Pese a todo, es de notar que, como pone de manifiesto Fuertes López, la
Ley de Jurisdicción Contencioso-Administrativa ofrece algunas posibilidades
para suplir las deficiencias de la LEF al permitir recurrir la inactividad de la
Administración, la falta de pago, y solicitar una condena del cumplimiento de
la obligación (arts. 29 y 32 de la LJCA). Otra forma de compensación sería
también la aplicación del régimen de responsabilidad patrimonial de la
Administración la cual, con los continuos retrasos en el abono del justiprecio,
adopta una actitud que pone de manifiesto un funcionamiento de anormal
desidia.
2. LA RESPONSABILIDAD POR DEMORA EN LA DETERMINACIÓN DE
JUSTIPRECIO O EN EL PAGO
A) Algunas cuestiones de interés
Además de saber cómo se calculan los intereses de demora,
resulta de utilidad conocer estas otras cuestiones en torno a los
mismos:
1.º Los intereses de demora no integran el contenido material
del justiprecio (STS de 26 de octubre de 1993). Son conceptos
distintos que responden a causas diversas: el justiprecio
representa un valor de sustitución conmutativo del derecho
expropiado; mientras que el interés consiste en un
desplazamiento patrimonial que se impone a la Administración o
beneficiario en razón de la demora en la determinación del justo
precio y su abono al interesado (SSTS de 26 de octubre de 1993
y 14 de junio de 1997).
2.º El devengo de intereses de demora opera de forma
automática. Suponen una obligación ope legis, y por tanto deben
pagarse de oficio, aun en el supuesto de que los particulares no
lo hubieran reclamado en vía administrativa o judicial (STS de 18
de octubre de 2000). Sólo la renuncia categórica del expropiado,
titular de ese derecho, y como consecuencia del principio de la
autonomía de la voluntad, podría impedirlo. Voluntad de renuncia
que además ha de aparecer de manera explícita, clara y
terminante (STS de 17 de septiembre de 1993). Hay, sin
embargo, supuestos excepcionales de exclusión de la
responsabilidad por demora.
Así, la Jurisprudencia mayoritariamente se empeña en no reconocer el
derecho de los intereses por demora en la determinación del justiprecio sobre
el precio convenido (STS de 10 de marzo de 1997). Presume que cuando el
expropiado suscribe un convenio y manifiesta su conformidad con el
justiprecio, mentalmente está actualizando el valor del bien desde que se
iniciaron los trámites de la expropiación. En cualquier caso, esta presunción
es «iuris tantum». Otra es la posición de la jurisprudencia en torno a los
intereses de demora en el pago, lo que es lógico puesto que no se puede
exigir al expropiado que prevea antes de firmar el convenio que la
Administración terminará por no pagarle en el plazo debido. Pero si el
expropiado acepta el finiquito del justiprecio con sus intereses, no podrá
impugnar su liquidación mientras no aparezcan circunstancias capaces de
producir su invalidez, por aplicación de la doctrina de los actos propios (STS
de 13 de junio de 1983).
3.º La regla general en este ámbito es la interdicción de la
aplicación de la figura del anatocismo: no se admite que los
intereses que se van devengando se capitalicen y generen, a su
vez, nuevos intereses, en atención al carácter de «deuda ilíquida»
de los intereses expropiatorios (SSTS de 11 de febrero de 2011 y
31 de diciembre de 2012). Claro que la solución es la contraria
cuando se trata de intereses de demora ya liquidados, o
susceptibles de liquidar mediante una simple operación
aritmética, una vez fijado definitivamente el justiprecio (STS de 22
de septiembre de 1997). Desde ese momento, los intereses por
demora en la fijación y pago del justiprecio constituyen una deuda
de cantidad que, de no pagarse, generan una obligación de
indemnizar daños y perjuicios (art. 1.101 CC), cuya
indemnización ha de consistir, salvo pacto en contrario, en el
interés legal (art. 1.108 CC).
4.º La responsabilidad por la demora en la fijación del
justiprecio se imputa a su causante.
Lo normal será que sea la Administración expropiante la que tenga que
hacer frente al pago de los intereses, puesto que es ésta quien debe incoar y
tramitar el expediente de justiprecio, fijando la fecha legal de su iniciación
mediante la apertura de la correspondiente pieza (arts. 25 a 31 LEF y 28 a 30
REF). No ocurre así, sin embargo, en las expropiaciones urgentes en las que
la ocupación de los bienes y derechos precede al pago del justiprecio. En
estos casos, con el fin de compensar al expropiado al que se priva del bien o
derecho, y desde ese momento, aun cuando no se haya producido demora
alguna en la tramitación del expediente expropiatorio, deben abonarse los
intereses al el día siguiente a la ocupación, y el obligado a su pago es el
beneficiario (STS de 27 de marzo de 2000). La responsabilidad recae en la
Administración sólo si tras la ocupación de los bienes no abre el expediente
de justiprecio conforme al art. 52 LEF. También, y eventualmente, podría
imputarse la responsabilidad al Jurado en el supuesto de que la demora en la
determinación del justiprecio se produzca con posterioridad a la incoación de
la pieza de justiprecio y una vez que la Administración expropiante haya
remitido el expediente de justiprecio al Jurado después de la ocupación. En
definitiva, la responsabilidad por la demora en la fijación del justiprecio se
imputa a su causante (arts. 56 y 121.1 LEF y 71 y 72 REF), ya sea la
Administración expropiante, el beneficiario o el Jurado. Si el retraso deriva de
una situación de fuerza mayor (STS de 1 de marzo de 1973) o resulta de la
obstrucción, inoperancia o inactividad del expropiado (STS de 22 de marzo de
2001), la reclamación de los intereses no va a prosperar.
5.º El plazo de prescripción de la obligación de pago de
intereses es de cuatro años, de conformidad con el plazo general
sobre prescripción de créditos contra el Estado (art. 25 TRLGP) y
el dies a quo de ese plazo prescriptivo ha de contarse a partir de
la fecha en que el justiprecio establecido queda satisfecho en su
totalidad (STS de 11 de mayo de 1999). Si el beneficiario fuera
una empresa privada, lo razonable sería aplicar el plazo de
prescripción de quince años del art. 1.964 del Código Civil.
6.º El tipo de interés aplicado a la mora del beneficiario es el
interés legal, de acuerdo con lo dispuesto en los arts. 52.8, 56 y
57 LEF, que siguen el criterio general establecido en el Código
Civil para las situaciones de mora. Un interés insuficiente si se
compara con otros intereses moratorios de mayor penalización (el
tributario, de mora procesal y el comercial), lo que sin duda
contribuye a las dilaciones excesivas y desproporcionadas de los
expedientes expropiatorios.
7.º En el procedimiento de urgencia, la LEF regula dos tipos de
interés distintos: los intereses de los depósitos previos a la
ocupación (art. 52.4) que se devengan desde la constitución del
depósito hasta la ocupación, y los intereses por la urgente
ocupación (art. 52.8).
B) Cálculo de intereses de demora en las expropiaciones
ordinarias
Los intereses por demora en la tramitación del procedimiento
de determinación del justiprecio se devengan transcurridos seis
meses contados desde la fecha de iniciación del expediente (dies
a quo), esto es, la fecha de firmeza del acuerdo de necesidad de
ocupación, bien entendido que no basta una declaración genérica
sino la relación concreta de los bienes y derechos a expropiar
(STS de 15 de marzo de 2006), hasta que el justiprecio se fija
definitivamente en vía administrativa (dies ad quem), al tipo del
interés legal del dinero, tomando como base para el cálculo el
justo precio, integrado no sólo por el valor del bien expropiado,
sino también por las indemnizaciones otorgadas y el premio de
afección (STS de 27 de junio de 2000), y determinado mediante
el correspondiente acto administrativo, resolución del Jurado de
Expropiación, o mediante sentencia judicial firme.
Por lo que se refiere a los intereses por demora en el pago,
éstos se calculan día por día, al tipo de interés legal del dinero
vigente en cada momento, sobre el justiprecio fijado y durante el
período que va desde el momento en que han transcurrido seis
meses desde que el justiprecio ha sido fijado definitivamente en
vía administrativa (dies a quo) hasta que efectivamente se
satisface el justiprecio (dies ad quem).
C) Cálculo de intereses de demora por la urgente ocupación
Para esta clase de expropiaciones la regla 8.ª del art. 52 LEF
introduce una especialidad en cuanto al dies a quo o fecha inicial
para el cómputo, que fija en el día «siguiente a aquella en que se
hubiera producido la ocupación de que se trata» (STS de 3 de
abril de 1993).
Ahora bien, con el doble propósito de no colocar en peor situación a los
afectados por una expropiación urgente, una reiteradísima jurisprudencia del
TS (citar por todas la STS de 12 de mayo de 2004) viene entendiendo como
dies a quo, el día siguiente a aquel en que se cumplen los seis meses de la
aprobación del acuerdo firme de la declaración de urgencia y necesidad de
ocupación, que tiene lugar al inicio formal del expediente de expropiación, sea
dicha declaración implícita o expresa, siempre que contenga la relación de
bienes o derechos expropiables. Sólo si la fecha de la efectiva ocupación es
anterior al transcurso de los seis meses a que se refiere el art. 56 se aplicará
la regla del art. 52.8 LEF.
Por lo que se refiere al dies ad quem, en las expropiaciones
urgentes una vez se inicia el devengo de los intereses, éstos
continúan generándose hasta que el justiprecio fijado
definitivamente en vía administrativa se paga, deposita o
consigna efectivamente, sin que por tanto exista solución de
continuidad entre los intereses de los arts. 56 y 57 de la LEF,
debido a la disposición por parte del beneficiario de los bienes y
derechos sin el previo pago (STS de 15 de diciembre de 2004).
3. LA RETASACIÓN
Si el expropiante persiste en su incumplimiento de pago en el
plazo de cuatro años, contados desde la fecha en que fue fijado
definitivamente en «vía administrativa», el justiprecio caduca (art.
35.3 LEF) y el expropiado podrá instar una «nueva valoración»,
que es lo que se conoce con el nombre de retasación. Es
indiferente el motivo que ha producido el retraso, el único
requisito para que se produzca la retasación es que el expropiado
no haya cobrado en el plazo de cuatro años.
No será obstáculo para la tramitación del procedimiento que el justiprecio
inicial haya sido objeto de impugnación judicial (STS de 7 de junio de 2006), o
que exista pronunciamiento judicial sobre el justiprecio (STS de 30 de
noviembre de 2005).
Eso sí, contrariamente a lo que venía sosteniendo la
Jurisprudencia (SSTS de 14 de junio de 1997 y 5 de marzo de
2012, entre otras) tras la modificación del art. 58 de la LEF por la
Ley 17/2012, de 27 de diciembre, si se produce el pago o
consignación, ya no procederá la retasación, aunque se hubiera
pedido antes; esto es, si el expropiado interesa la retasación
pasados los cuatro años, y la Administración efectúa el pago en
aquel momento, cesaría el derecho a la retasación. Así las cosas,
no hay duda que a partir del 2013 la figura ha perdido su fuerza
garante y el elemento básico de su finalidad, el transcurso del
plazo, que hasta entonces era lo que determinaba la caducidad
del justiprecio, como no representativo ya de la indemnización en
las condiciones exigidas por la CE y la LEF.
El procedimiento para la retasación se pone en marcha
automáticamente con la simple presentación ante la
Administración de nueva hoja de aprecio (art. 74.2 REF) a partir
del transcurso del plazo de cuatro años, sin más limitación de
tiempo que el plazo general de 15 años para el ejercicio de las
acciones personales a que se refiere el art. 1.964 CC; y, si como
es frecuente se diera el caso que la Administración no conteste la
nueva hoja de aprecio, la solicitud deberá entenderse
desestimada por silencio administrativo, quedando expedita la
posibilidad del interesado de acudir a la vía contenciosoadministrativa para pedir que se efectúe la retasación. Se podría
incluso pedir que sea el propio órgano jurisdiccional quien
determine el justiprecio, aunque para ello sería necesario que
éste contara con firmes criterios en los que apoyarse y que le
permitieran más allá de toda duda determinar el mismo (STS de
30 de noviembre de 2002).
Es importante tener en cuenta que la retasación no se trata de
una pura y simple actualización monetaria del importe fijado
originariamente como justiprecio conforme a las variaciones del
índice del coste de la vida, sino que representa «una nueva
valoración» de los bienes expropiados y, por tanto, una tasación
independiente de la primitiva que atiende a los nuevos criterios
que existen en el momento en que se realiza.
De hecho, como viene manifestando la jurisprudencia, el único punto de
conexión con la valoración originaria radica en que en la retasación han de
evaluarse los bienes o derechos expropiados en el mismo estado material o
físico que idealmente tenían en aquella ocasión, aunque referidos a las
pautas de valoración existentes en el momento de reiniciarse el expediente
de justiprecio, esto es, la fecha de la solicitud de la retasación, y sin prescindir
ni de las variaciones «cuantitativas», como las que se refieren al coste de la
vida, ni de las «cualitativas» atinentes a las circunstancias que en su día
influyeron en la fijación del justiprecio, tales como situación topográfica,
destino agrícola o urbanístico, proximidad o lejanía a núcleos urbanos y
posibilidades de edificación que los terrenos expropiados tengan a la fecha de
la retasación según la normativa urbanística vigente en ese preciso momento
(STS de 30 de enero de 2003). Es por ello que la jurisprudencia, en términos
categóricos, afirma que el aprovechamiento urbanístico a tener en cuenta no
es el correspondiente al año en que se inició el expediente de justiprecio, sino
el referente al año en que se solicitó la retasación (STS de 18 de abril de
2000).
Todo ello, además, sin perjuicio del devengo del interés legal
que proceda por demora en la determinación del justiprecio o en
su pago. En efecto, hoy día la jurisprudencia sostiene con firmeza
que en el contenido sustantivo del derecho de retasación no
están comprendidos los intereses, que se calcularán sobre el
importe del nuevo precio, a partir de la fecha en que se verifique
por la parte interesada la solicitud de la retasación (STS de 16 de
junio de 1997).
4. LA EJECUTIVIDAD DE LAS RESOLUCIONES DE LOS JURADOS DE
EXPROPIACIONES
Aunque no sin cierta vacilación, por parte de la Jurisprudencia
se entiende que efectivamente el acuerdo del Jurado constituye
una modalidad de acto administrativo susceptible de recurso
contencioso-administrativo (arts. 35.2 y 126 LEF), lo que
determina la plena aplicación de los privilegios de ejecutividad a
que se refiere el art. 39 LPAC, es decir, las resoluciones del
Jurado se presumen válidas y producen efectos desde su
notificación (SSTS de 4 de julio de 2012 y 2 de febrero de 2015).
Por tanto, una vez determinado el justiprecio y firme el acuerdo
del Jurado en vía administrativa, el expropiado podrá exigir al
beneficiario o Administración expropiante el abono de la cantidad
fijada (art. 50.2 LEF), y si no cumpliera su obligación de pago de
forma voluntaria (art. 48.1 LEF), ante la inactividad de la
Administración será posible la interposición del recurso
contencioso-administrativo del art. 29 LJCA, con la especialidad
de su tramitación por el procedimiento abreviado (art. 78 LJCA),
para los supuestos en los que la Administración no ejecute sus
propios actos firmes.
Incluso en los casos en que el acuerdo del Jurado sea impugnado en sede
jurisdiccional por la Administración expropiante, la ejecutividad de dicha
resolución alcanza el pago total del justiprecio fijado por el Jurado, y no,
únicamente, a la cantidad concurrente del art. 50.2 LEF y sus intereses
legales (STS de 2 de febrero de 2015), aunque en ese caso, por lo general el
expropiado se verá obligado a prestar caución o fianza suficiente por el
importe que supere la cantidad no discutida (art. 13.2 de la Ley 9/2005, de 7
de julio, del Jurado de Expropiación de Cataluña).
IV. LA REVERSIÓN DEL BIEN EXPROPIADO
1. CONCEPTO, FUNDAMENTO, NATURALEZA JURÍDICA Y REGULACIÓN DEL
DERECHO DE REVERSIÓN
En términos generales puede decirse que la reversión es la
última garantía que el sistema legal arbitra en beneficio del
expropiado, con la que se trata de proteger a los propietarios
frente a eventuales expropiaciones, injustificadas, irrealizables o
meramente especulativas (STC 164/2001, de 11 de julio —FJ 43.º
—).
Piénsese que hoy día es relativamente frecuente que un Ayuntamiento, p.
ej., inicie una expropiación con una finalidad determinada y que el
Ayuntamiento que sale de las siguientes elecciones tenga otras prioridades y
pretenda destinar los terrenos a otra finalidad. También son frecuentes los
problemas financieros de las Administraciones y que después de haber
promovido una expropiación y ocupado los terrenos, falten los fondos y
transcurra indefinidamente el tiempo sin que se puedan llevar a cabo los
trabajos propios de la obra que constituye el elemento causal de todo el
expediente expropiatorio.
Pues bien, el derecho de reversión consiste en la facultad que
tiene el primitivo dueño o sus causahabientes de recuperar el
bien o derecho objeto de la expropiación, al desaparecer o no
ejecutarse la causa específica de utilidad pública o interés social
que legitimó la expropiación. Es, como declara la STS de 19 de
julio de 2005, «el reverso de la expropiación». Y es que la causa
expropiandi, que como vimos se constituye en el requisito
esencial legitimador de la expropiación, se inserta en el fenómeno
expropiatorio de un modo permanente, y no sólo en el momento
de ejercicio de la potestad de expropiar; por tal razón, extinguido
el motivo o fin específico que legitimó la expropiación, ésta carece
de sentido y puede nacer el derecho de reversión.
Con respecto a la fundamentación jurídica de la reversión, en
la doctrina y Jurisprudencia existen variadas formulaciones (la
reversión como acción reivindicatoria; la reversión como
condición resolutoria del negocio expropiatorio; la reversión como
consecuencia del incumplimiento de una carga; o la reversión
como una reexpropiación), pero la tesis que tiene más
predicamento es la construcción de la «invalidez sucesiva»,
sobrevenida a la expropiación por desaparición del elemento
esencial: la causa, esto es, el destino a que se afecta el bien
expropiado (STS de 7 de noviembre de 2006). Esta tesis es la
que ha venido defendiendo el profesor García de Enterría, para el
que lo peculiar de la invalidez sobrevenida es que sus efectos no
se producen ex tunc, incidiendo sobre la validez originaria de la
expropiación, sino ex nunc, resolviendo la misma, cesando sus
efectos y posibilitando la devolución recíproca de las prestaciones
(art. 1.123 CC). No hay, pues, anulación de la expropiación, sino
anulación de sus efectos, que sólo deben subsistir durante el
tiempo y en la medida que perduren los fines que la determinaron
(STS de 25 de junio de 1957).
En orden a su naturaleza jurídica, la práctica generalidad de la
doctrina sostiene que la reversión expropiatoria en el
ordenamiento jurídico español es un auténtico derecho subjetivo
real que recae sobre el bien expropiado, susceptible de
transmisión e inscripción en el Registro de la Propiedad, oponible
a tercero, protegido por acciones reales y regido en cuanto a su
prescripción extintiva por las reglas aplicables a tales derechos,
sin perjuicio de lo previsto en su normativa específica. Dentro de
las categorías de los iura in re aliena se encuadra en la de los
derechos de adquisición preferente, configurada como una
especie de retroventa. Y finalmente es un derecho subjetivo
público y típico, sometido al régimen jurídico especial propio de
los derechos reales administrativos.
Por otra parte, por lo que a su regulación se refiere, ésta queda
atribuida en principio al Estado en pos del art. 148,1.18 CE
(configurado el derecho de reversión como una garantía legal),
incluso en materia urbanística, aunque las especialidades que en
este campo fije el regulador estatal «tengan un carácter de
mínimo o principal y sean expresión o modulación de la
regulación general de la garantía reversional» (STC 164/2001, FJ
39.º).
La LEF regula el derecho de reversión en sus arts. 54 y 55,
que deben su actual redacción a la Ley de Ordenación de la
Edificación, de 5 de noviembre de 1999 (LOE), ofreciendo una
regulación de la figura sustancialmente distinta de la que venía
recogiéndose en las distintas normas expropiatorias desde que lo
hiciera el art. 43 de la Ley de 10 de enero de 1879 y el art. 172
del Reglamento de 13 de junio del mismo año.
Para empezar, con la referida Ley se corrigió la rigidez de la regulación de
antaño, que no permitía a la Administración en ninguna circunstancia cambiar
la afectación, situándola en la disyuntiva de mantener una obra o servicio
inadecuado o perder por reversión los bienes expropiados. Ahora se piensa
que no cabe «petrificar» la actividad constitutiva de la causa de expropiación,
sino que ésta ha de poder acomodarse a las vicisitudes derivadas del paso
del tiempo y, en consecuencia, ha de hacerse una interpretación amplia de la
causa de la expropiación (STS de 22 de junio de 2005), por eso se parte, no
de la afectación exclusiva del bien expropiado al fin concreto que determinó la
expropiación, sino a la utilidad pública o interés social con carácter general,
de donde deriva la posibilidad de cualquier cambio de destino o afectación
siempre que se haga formalmente y dentro de aquella utilidad pública
declarada. Del mismo modo, en cuanto al tiempo de ejercicio, la reversión por
desafectación ha pasado a ser un derecho sujeto a plazo: se establecen unos
plazos razonables de utilización mínima enervantes del efecto reversional.
También se introdujeron modificaciones importantes al ampliar los supuestos
de exclusión de la reversión y al regular la valoración y determinación del
precio que ha de pagar el reversionista. En general, puede decirse que el
legislador de la LOE quiso reducir el ámbito del derecho de reversión o
dificultar su ejercicio, bien mediante la eliminación del mismo en supuestos
determinados, bien por el encarecimiento de su ejercicio, bien por la sumisión
a un plazo de ejercicio. Opción ciertamente discutible, pero legítima a tenor
de la doctrina consolidada del TC, que concibe el derecho de reversión
expropiatoria como un derecho de «configuración legal» (STC 67/1988), de lo
que se infiere que el legislador ordinario puede modular y limitar su ejercicio.
Circunstancia que obliga a estar a la normativa sectorial de aplicación.
2. LOS SUPUESTOS DE HECHO DE LA REVERSIÓN Y EXCEPCIONES DE LA
MISMA
El nacimiento y el ejercicio del derecho de reversión exigen
como requisito previo la desaparición de la causa de la
expropiación, que se concreta en unos determinados supuestos
legalmente previstos.
De acuerdo con la legislación expropiatoria general son tres los
supuestos de hecho de la reversión: 1) no ejecutarse la obra o no
establecerse el servicio que motivó la expropiación si la
Administración manifestase su propósito de no llevarla a cabo o
de no implantarlo; o aun no manifestándolo, si transcurrieran
cinco años desde la fecha en que los bienes o derechos
expropiados quedaron a disposición de la Administración sin que
se haya iniciado la obra o el servicio, o iniciada, se haya
suspendido por más de dos años; 2) quedar alguna parte
sobrante de los bienes expropiados; y 3) la desaparición de la
afectación de los bienes o derechos a las obras o servicios que
motivaron la expropiación, sin que haya transcurrido diez años
desde la terminación de la obra o el establecimiento del servicio.
Se excluye, por contra, la reversión cuando simultáneamente a
la desafectación del fin que justificó la expropiación se acuerde
justificadamente una nueva afectación a otro fin que haya sido
declarado de utilidad pública o interés social. En este supuesto la
Administración dará publicidad a la sustitución, pudiendo el
primitivo dueño o sus causahabientes alegar cuanto estimen
oportuno en defensa de su derecho a la reversión, si consideran
que no concurren los requisitos exigidos por la Ley, así como
solicitar la actualización del justiprecio si no se hubiera ejecutado
la obra o establecido el servicio inicialmente previstos.
3. REQUISITOS DE EJERCICIO DEL DERECHO DE REVERSIÓN: RÉGIMEN
JURÍDICO APLICABLE, SUJETOS, OBJETO, PLAZO Y PROCEDIMIENTO
A) Legislación aplicable
Ocurre que desde el momento en que opera la expropiación
forzosa hasta que se dan alguno de los supuestos en que
procede la reversión transcurre un período de tiempo,
generalmente prolongado, en el que ha podido modificarse
sustancialmente la concreta normativa reguladora de la
expropiación y sus garantías. Con esta situación surge el
interrogante de qué legislación es la aplicable para poder ejercitar
el derecho de reversión. Para el TS la respuesta es clara: La
naturaleza del derecho de reversión poco tiene que ver con la
expropiación de la que dimana, la reversión nace cuando se da
alguno de los supuestos legalmente establecidos pues, aunque
tenga sus raíces en el derecho dominical expropiado, es un
derecho nuevo y autónomo, que no nace ni con el acuerdo de
expropiación ni con la consumación de ésta y, en consecuencia,
el procedimiento a través del que se actúa no es una continuación
del expediente expropiatorio originario, es independiente; lo que
explica que se rija por la Ley vigente en el momento de
ejercitarse, aunque el expediente de expropiación se hubiera
iniciado bajo la vigencia de una ley distinta y aun cuando ésta no
contemplase tal derecho o lo regulase de otro modo (STS de 7 de
noviembre de 2006).
B) Sujetos: legitimación activa y pasiva
Dados los términos amplios en los que se pronuncia la
legislación expropiatoria [«dueño primitivo o sus causahabientes»
(arts. 54 y 55 LEF)], «titulares de los bienes o derechos
expropiados» (arts. 64 y 65 REF), «expropiado» (art. 67 REF),
cabe afirmar que se encuentran legitimados para ejercitar el
derecho de reversión tanto el expropiado primitivo titular de los
bienes o derechos expropiados, como sus causahabientes, y es
que definida la reversión como un derecho real administrativo de
adquisición, su posibilidad de transmisión tanto por actos inter
vivos como mortis causa parece clara (STS de noviembre de
2006). Lo difícil será acreditar la condición de causahabiente en
los solicitantes de la reversión con respecto al primitivo
expropiado, sobre todo porque el TS requiere una prueba
rigurosa para este extremo (STS de 6 de febrero de 2007);
dificultad que será aún mayor cuando el objeto expropiado sea
propiedad de una persona jurídica, de una comunidad de bienes
o, por la sucesión mortis causa, de una pluralidad de herederos.
En el supuesto de copropiedad el Tribunal Supremo tiene declarado que es
válido el ejercicio del derecho de reversión cuando el mismo se ejercita por
uno o varios de los condóminos, siempre que no conste oposición de los
demás (STS de 7 de septiembre de 2006). Esto es así porque en el
procedimiento administrativo y en el proceso contencioso-administrativo no
existe propiamente la figura del litis consorcio activo necesario, y la resolución
o sentencia en principio se debe pronunciar exclusivamente sobre el
reconocimiento o no de la existencia de reversión expropiatoria y sobre qué
concretos bienes y derechos son objeto de la misma, pero no sobre a quién
corresponde la concreta readquisición, por lo que de ser varios los titulares de
este derecho subjetivo será en un segundo procedimiento administrativo
donde tenga lugar la individualización del mismo a fin de una adecuada y
justa patrimonialización. A tal fin, de no haber sido previamente acreditada la
coincidencia entre los actores y los titulares del derecho subjetivo, la
Administración interesará a aquéllos para que, una vez correctamente
emplazados, dentro del plazo de un mes comuniquen su decisión de proceder
o no a la readquisición del bien objeto de expropiación. De no procederse así,
y readquiriendo sólo una parte de los legitimados, los legitimados no
notificados en este proceso de readquisición podrán acudir a la jurisdicción
civil para hacer valer su concreto derecho sobre ese bien por cuanto
estaríamos en presencia de una verdadera comunidad de bienes.
Por otro lado, se ha de poner de relieve que, de acuerdo con lo
dispuesto en el art. 54.5 de la LEF, no será posible oponer el
derecho de reversión frente a un tercer adquirente con título
inscrito, salvo que previamente se haya inscrito la expropiación
en el Registro de la Propiedad con mención expresa del derecho
preferente de los reversionistas. Se entiende así el interés que
pueden tener los reversionistas en hacer constar en el Registro
su derecho expectante; no obstante, es la Administración
expropiante o el beneficiario los que deben solicitar la inscripción,
sin que paradójicamente se prevea ningún mecanismo que
garantice la observancia de esta obligación.
Por lo que se refiere a la competencia para decidir acerca del
derecho de reversión, tramitar y resolver el expediente,
corresponde a la Administración en cuya titularidad se halle el
bien o derecho en el momento en que se solicite la reversión, o
bien a la Administración a la que se encuentre vinculado el
beneficiario de la expropiación titular de los mismos. Lo que no es
obstáculo para que la Administración expropiante pueda tramitar
el expediente de reversión (art. 54.4 LEF). Eso sí, el deber de
devolver el bien o derecho expropiado recae en todo caso en el
beneficiario de la expropiación (STS de 24 de mayo de 1999). Es
por eso que el beneficiario o, en su caso, los adquirentes de
bienes por enajenación del beneficiario deben ser considerados
parte principal en el procedimiento administrativo, aunque
lógicamente sin facultades decisorias.
C) Objeto del derecho de reversión
El derecho de reversión recae, según el art. 54 LEF, sobre «la
totalidad o la parte sobrante de lo expropiado» (STS de 14 de
junio de 1997). Expresión que nos permite llegar a las siguientes
consecuencias. Para revertir todo o parte de los bienes o
derechos es necesario: a) que hayan pasado a propiedad de la
Administración, lo que no ocurre cuando no se consumó el
procedimiento
expropiatorio,
habiéndose
limitado
la
Administración a una ocupación temporal, que obviamente tendrá
que indemnizar (STS de 19 de julio de 1997); b) que se
demuestre la identidad y existencia misma de los bienes o
derechos que en su día fueron comprendidos dentro de la
expropiación antecedente, esto es, que objetivamente se
proyecte la acción reversional respecto de los bienes
anteriormente expropiados; c) y que, tratándose de bienes
inmuebles, se concrete la extensión superficial a que se extiende
el derecho de reversión. De no ser así, estaríamos ante un acto
de contenido imposible, pues imposible es justipreciar un
inmueble si se desconoce su extensión y lugar donde se
encuentra (STS de 4 de abril de 2006).
D) Plazo
El término «plazo del derecho de reversión» es plurívoco. Una
cosa es el plazo determinante para el nacimiento del derecho de
reversión (derecho latente) en unión a los supuestos de hecho
expresados más arriba, y otra, el plazo para el ejercicio del
derecho de reversión ya nacido, una vez surge el poder de
hacerlo efectivo y el derecho de reversión se convierte en un
derecho actual de readquisición. Según el art. 54.3 LEF, el plazo
para ejercitar el derecho de reversión será de tres meses a contar
desde la fecha en que la Administración hubiere notificado la
producción del hecho causante de la reversión.
Conviene saber que se trata de un plazo de caducidad (STS de 6 de abril
de 2005) y que como tal no se interrumpe por otra conducta que no sea la
solicitud de inicio del correspondiente procedimiento de reversión una vez la
Administración advierte al expropiado la posibilidad de hacerlo efectivo. De
ahí la particular importancia que, sobre todo del lado del expropiado, reviste la
cuestión del inicio del cómputo del plazo que la Ley le concede para ejercitar
el derecho de reversión. Al respecto la jurisprudencia del Tribunal Supremo
viene manteniendo que el plazo de los tres meses ha de comenzar a contarse
desde la fecha en que la Administración hubiera notificado la inejecución,
terminación o desaparición de la obra o servicio público, o desde que el
particular comparezca en el expediente dándose por notificado (STS de 1 de
marzo de 2006), resultando por ello ineficaz a tal efecto la simple publicación
oficial de las normas o resoluciones que llevan aparejada de modo implícito la
desafectación o emplazamientos edictales (STS de 16 de febrero de 2001).
La notificación personal a los afectados se erige en requisito
esencial e inexcusable y garantía imprescindible de los
ciudadanos (STS de 30 de enero de 1999), estando obligada la
Administración a hacer uso de todos los medios que tenga a su
alcance para identificar a los interesados (STS de 7 de noviembre
de 2006). Una tarea que con frecuencia no resulta fácil dado el
excesivo tiempo que en muchísimas ocasiones transcurre desde
la expropiación de los inmuebles hasta que surge la posibilidad
de ejercitar el derecho de reversión y los distintos avatares que
desde entonces pueden acaecer, lo que hace que resulte
materialmente imposible conocer a los titulares de los posibles
derechos sobre los bienes o derechos objeto de reversión.
Consciente de ello, el legislador de la LOE modificó el art. 54 LEF
ampliando notablemente para esos casos el plazo de ejercicio.
De acuerdo con la vigente regulación, el derecho de reversión puede
ejercitarse siempre y cuando no hubieran transcurrido 20 años desde la toma
de posesión de la finca. El punto de referencia, o dies a quo, es el de la
ocupación de la misma y, en concreto, la del Acta de ocupación. El derecho
de reversión podrá ser ejercitado antes del transcurso de los 20 años. No
importa si el hecho causante de la reversión se ha producido inmediatamente
después de la expropiación o en el año 19 desde la toma de posesión: en el
primer caso el reversionista dispondrá de 19 años para solicitar la reversión y
en el segundo sólo de uno. Pero no es éste el único plazo a tener en cuenta.
El art. 54 habla del transcurso de cinco años sin haberse iniciado la obra o
instalado el servicio, o de su interrupción por dos años, así como de un plazo
de 10 años de afectación. Plazos, los de cinco y dos años, que deben de
transcurrir para que tenga lugar el dies a quo: antes de que transcurran no se
debe solicitar la reversión, después de éstos el derecho de reversión se
extingue cuando hayan transcurrido 20 años desde la toma de posesión,
siempre que no haya permanecido la afectación del bien durante 10 años
(STS de 30 de junio de 2010).
E) Procedimiento
Como advierte López Nieto, «la reversión no se produce ex
lege, sino que requiere un acto administrativo reconociendo el
derecho a la recuperación». Es necesario, por tanto, la
tramitación de un procedimiento para resolver en vía
administrativa si resulta procedente o no la reversión.
Pues bien, el derecho de reversión responde a la voluntad de su titular,
quien valorando las circunstancias concurrentes decide ejercitarlo. Así que el
procedimiento se incoará a instancia del expropiado que habrá de formular la
solicitud de reversión, o lo que se llama escrito de preaviso. Le sigue una fase
de instrucción en la que se debe dar audiencia al beneficiario y al titular de los
derechos afectados por la reversión (art. 82 LPAC) y concluida la fase de
instrucción, previo informe de la Administración interesada y previas las
comprobaciones oportunas, el órgano competente emite resolución, contra la
que se podrá interponer recurso de alzada y, en su caso, recurso
contencioso-administrativo. Si la Administración no notifica la decisión de la
petición o del recurso en el plazo de tres meses cabría pensar que el
interesado podría entender estimada su pretensión por silencio administrativo
(art. 24.1 LPAC), salvo si los bienes expropiados hubieran adquirido la
condición de bienes demaniales, aunque lo cierto es que aún en este caso
podría argumentarse que lo que se estima por silencio es un simple derecho,
por lo que si el bien es demanial la restitución in natura se sustituye por una
indemnización.
4. EFECTOS
Una vez nacido y ejercitado el derecho de reversión, se
invierten las posiciones que Administración y propietario han
ocupado en el seno del expediente expropiatorio. El beneficiario
habrá de devolver el bien al reversionista y éste al beneficiario el
justo precio.
A) La indemnización reversional
Evidentemente, el justiprecio a devolver no va a ser el inicial, al
menos cuando éste se traduce en el pago de una determinada
cantidad de dinero. La inevitable depreciación monetaria lo hace
imposible. Con ello no quiere decirse que se proceda a una nueva
valoración del bien expropiado, sino que el justiprecio o
indemnización abonado en su día debe ser actualizado conforme
a la evolución del índice de precios al consumo en el período
comprendido entre la fecha de iniciación del expediente de
justiprecio y la del ejercicio del derecho de reversión.
Excepcionalmente, sin embargo, será necesario hacer una nueva
valoración referida a la fecha de ejercicio del derecho de reversión: a) cuando
los bienes o derechos objeto de retrocesión hubieren incorporado eventuales
mejoras aprovechables por sus propietarios, en la medida en que su
incorporación haya implicado la realización de algún tipo de gasto o inversión
del beneficiario de la expropiación; b) cuando hubieran sufrido daños o
mermas de valor; y c) cuando hubieran experimentado cambios en su
calificación jurídica (ordinariamente urbanísticas).
Eso sí, a fin de evitar un enriquecimiento sin causa del beneficiario, no
procederá incrementar el precio de reversión por dos conceptos distintos
cuando expresen una misma partida económica: p. ej., si la nueva calificación
de los bienes ha sido obtenida mediante el pago de obras y gastos de
ejecución, no se puede imponer al reversionista que después de abonar estas
mejoras y gastos necesarios abone también la diferencia de valor resultante
de la recalificación que proviene de aquellas inversiones. Lógicamente, la
nueva valoración o tasación tendrá lugar con arreglo al procedimiento general
de la LEF y serán aplicables las reglas sobre pago de intereses establecidas
en la LEF. Sin embargo, queda excluido de la nueva valoración el premio de
afección puesto no hay aquí afección alguna que indemnizar, sino la
devolución de una cosa que no ha pertenecido al beneficiario en pleno
derecho (STS de 20 de septiembre de 2001).
B) El problema de la imposibilidad de devolución in natura del
bien expropiado
Si bien la regla general es la devolución del mismo bien que
fue objeto de expropiación, restitutio in natura, hay casos en los
que, al no ser posible la devolución del bien, se puede sustituir
por una indemnización sustitutoria.
No conviene olvidar que la indemnización es la excepción a la regla
general, que trae causa del principio constitucional de responsabilidad
patrimonial de la Administración Pública (STS de 2 de diciembre de 1991). Se
presenta, en definitiva, como remedio a una situación irregular que desde
luego no puede ser buscada por la Administración cuando no le convenga la
devolución del bien expropiado. Únicamente podría aplicarse de concurrir dos
requisitos: a) una alteración indebida del bien; y b) la imposibilidad legal de la
reversión (art. 66.2 REF). Se ha de reconocer, no obstante que, pese a ello,
en la práctica se permite sustituir la reversión por la indemnización en caso de
imposibilidad física de devolución del bien, como cuando no es posible
retornar el bien porque se ha aplicado a una finalidad de interés público
diferente de aquella que motivó su expropiación (STS de 12 de febrero de
1996).
Problema distinto y ciertamente importante es la cuantificación de dicha
indemnización sustitutoria. A este respecto tanto la doctrina como la
jurisprudencia han planteado diversas fórmulas: calculando la indemnización
por la diferencia entre el valor de los terrenos expropiados en la fecha que
solicita la reversión y el justiprecio recibido, incrementando la indemnización
en un 25% (STS de 21 de septiembre de 2002) o cuantificándola en el 5% del
valor que tengan los bienes en la fecha de la sentencia reconociendo el
derecho de reversión (STS de 6 de abril de 2005). Pero la solución más
novedosa, además de beneficiosa para el reversionista, vistos los precios
inmobiliarios que se pese a la crisis se mantienen aún hoy es la que ofrece la
STS de 4 de julio de 2005, en la que ante el supuesto de una expropiación
urbanística con una finalidad urbanizadora, se reconoce directamente la
reversión de los derechos edificatorios, no la devolución de los terrenos
expropiados.
V. PROTECCIÓN FRENTE A LA VÍA DE HECHO
El concepto de vía de hecho es una categoría conceptual
procedente del Derecho Administrativo francés que pasó hace
tiempo a nuestro ordenamiento jurídico, especialmente por obra
de la doctrina y de la jurisprudencia, para comprender en ella las
actuaciones materiales desprovistas de formulación jurídico
previa, como aquéllas en las que la Administración, sin carecer de
título legitimador, en su ejecución material excede el mismo,
extralimitándolo.
Nos encontramos, pues, con dos modalidades:
1. La primera tiene lugar cuando la Administración Pública materializa la
ocupación de los bienes sin ningún trámite formal, prescindiendo total y
absolutamente del procedimiento legalmente establecido, u omitiendo
trámites que, por su consideración de esenciales, como lo son la previa
declaración de utilidad pública o interés social, la declaración de la necesidad
de ocupación concreta de los bienes o derechos a expropiar o el previo pago
o consignación del justiprecio (art. 125 LEF), determinan la indefensión del
interesado tiñendo la actuación administrativa de nulidad radical y haciéndola
equiparable a una vía de hecho por omisión del procedimiento legalmente
establecido, como sucede, p. ej., cuando las máquinas excavadoras entran
en una finca privada sin previo aviso y comienzan a hacer movimientos de
tierra o arrancar cercas y árboles sin que se haya declarado la necesidad de
ocupación de la misma, y sin que se haya fijado y pagado el justiprecio.
2. Y una segunda modalidad en la, sí existe procedimiento expropiatorio y
una decisión declarativa previa que le sirve de fundamento jurídico, pero en la
que la actividad material de ejecución de la Administración excede del ámbito
al que da cobertura el acto administrativo previo. Es éste un caso
relativamente frecuente de ocupación excesiva de suelo con ocasión de la
construcción de una obra pública de ciertas dimensiones; p. ej., cuando al
acometer las obras de ejecución de una carretera, de un gasoducto o de una
línea eléctrica se modifica el trazado original proyectado, ocupando terrenos
no incluidos en el expediente expropiatorio tramitado.
Existen varias posibilidades de reacción frente a la vía de
hecho. Por de pronto, es importante saber que cuando la
Administración ocupa suelo sin tener título para ello pierde sus
privilegios, y muy especialmente dos: el de autotutela ejecutiva y
el de jurisdicción especial; por lo cual el perjudicado podrá
dirigirse a la Administración Pública expropiante, o al beneficiario,
solicitando que le devuelva lo irregularmente adquirido y le
compense por los perjuicios que le haya irrogado, y podrá hacerlo
simultáneamente tanto ante la Jurisdicción contenciosoadministrativa, como ante la Jurisdicción civil ordinaria. En la
Jurisdicción contencioso-administrativa podrá ejercer una acción
de cesación al amparo de los arts. 25.2 y 30 de la LJCA,
formulando o no un requerimiento previo a la Administración
intimándola para que cese la ocupación ilegítima. En la
Jurisdicción civil, una acción interdictal (arts. 101 LJCA, y 125
LEF y STC 160/1991, de 18 de julio), ajustándose a los trámites
especiales que para el juicio verbal se establecen en el art. 439
de la LEC. Lo que en ningún caso podrá es ejercitar la reversión
sobre esos terrenos: como vimos, el derecho de reversión recae,
según expresión del art. 54.1 LEF, sobre «lo expropiado», por lo
que para revertir resulta imprescindible que los terrenos hayan
pasado a propiedad de la Administración, cosa que no ocurre
cuando no se consumó el procedimiento expropiatorio,
habiéndose limitado la Administración a una ocupación ilegítima.
De otro lado, para los casos en los que la declaración judicial
de nulidad de la actuación ilegal de la Administración no pueda
dar lugar a la retroacción de las actuaciones al momento en que
se cometieron las infracciones (como p. ej., cuando el proyecto
para el que se materializó la ocupación ya haya sido ejecutado
por la Administración, y no sea posible restablecer la realidad
física primitiva por el consiguiente perjuicio para el interés
público), en sustitución de la restitución in natura de los bienes,
se reconoce al interesado el derecho a resarcirse mediante la
indemnización compensatoria prevista en el art. 31 de la LJCA,
que habrá de orientarse a la reparación integral del daño
realmente causado. Y es que cuando la Administración actúa al
margen de la cobertura formal del procedimiento expropiatorio, la
garantía patrimonial procedente responde a un instituto de
naturaleza distinta del expropiatorio, cual es la responsabilidad
patrimonial que deriva del normal o anormal funcionamiento de
los servicios públicos (STS de 5 de mayo de 1998). Lo que
justifica que se consolidara en el Tribunal Supremo una reiterada
y pacífica doctrina jurisprudencial reconociendo el derecho de los
afectados a obtener una indemnización de daños y perjuicios, que
con carácter general se fijaba en el justiprecio de los bienes
ocupados incrementado en un 25%, porcentaje en el que la
Jurisprudencia ha cifrado el plus de daños y perjuicios derivados
de la ilegalidad de la ocupación como castigo de la conducta
dañosa, pues de no reconocerse esta suma adicional resultarían
equivalentes los actos legales a los ilegales y la Administración
expropiante o el beneficiario de la expropiación pagarían el
mismo precio por expropiar legal o ilegalmente (SSTS de 8 de
junio de 2002; 15 de octubre de 2008; 27 de marzo de 2012, y 5
de marzo de 2012). Más aún, a ese porcentaje debería añadirse,
a su vez, el 5% del premio de afección (SSTS de 21 de junio de
1994, y 18 de abril de 1995), puesto que, si bien dicho premio se
ha discutido en relación con las indemnizaciones, en este caso
representa una compensación por la privación del bien, y no otros
perjuicios diversos. Todo ello, con el abono de los intereses
legales correspondientes computados desde la ocupación (STS
de 8 de junio de 2002).
Sin embargo, sorprendentemente, el apartado cuatro de la
Disposición Final 2.ª de la Ley 17/2012, de 27 de diciembre, de
Presupuestos Generales del Estado para el año 2013, introdujo
en la LEF una disposición adicional («En caso de nulidad del
expediente expropiatorio, independientemente de la causa última
que haya motivado dicha nulidad, el derecho del expropiado a ser
indemnizado estará justificado siempre que este acredite haber
sufrido por dicha causa un daño efectivo e indemnizable en la
forma y condiciones del art. 139 de la Ley 30/1992, de 26 de
noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas
y del Procedimiento Administrativo Común»), que premia el mal
obrar de la propia Administración y condena a quien ha sufrido la
expropiación, o peor, una confiscación, con el trastorno
económico y personal que ello comporta, exigiéndole, si quiere
ser indemnizado, que inicie y tramite un procedimiento separado
de responsabilidad patrimonial, con prueba de los requisitos del
art. 32 de la Ley 40/2015, lo que por otra parte resulta del todo
ilógico desde el punto de vista del principio de economía
procesal.
La aplicación de la disposición adicional ha traído como consecuencia que,
en la mayor parte de los casos en los que se declara judicialmente la nulidad
de un expediente expropiatorio, los Tribunales estén desestimando las
peticiones de indemnización por ilegal ocupación solicitadas por los
propietarios ante la falta de acreditación del daño causado y de su evaluación
económica (probatio diabolica). De esta manera, se está dejando sin efecto la
garantía constitucional del art. 33.3 CE, ya que es indiferente para la
Administración el cumplir o no la Ley.
VI. LAS EXPROPIACIONES ESPECIALES
La LEF en su Título III regula toda una serie de procedimientos
que presentan algunas particularidades sobre el régimen general,
tipificados por razón del sujeto expropiante o sus efectos
colectivos, por la extensión de su objeto o por razón de la causa
especial determinante o por incumplimiento de la función social
de la propiedad. Además, fuera de la LEF han surgido nuevos
regímenes (el más relevante, el de las expropiaciones
urbanísticas) que, sin embargo, no afectan al fondo de la
institución. Nos proponemos ahora examinar algunas de estas
regulaciones especiales, centrándonos, sobre todo, en la
regulación de las expropiaciones urbanísticas, cuyo análisis
merece un epígrafe aparte.
1. PROCEDIMIENTO DE EXPROPIACIÓN POR ZONAS O GRUPOS DE BIENES
Un procedimiento previsto para facilitar la expropiación de
grandes zonas territoriales o series de bienes, necesaria para la
ejecución de determinadas obras públicas de gran envergadura.
Se inicia por acuerdo del Consejo de Ministros aprobando el proyecto de
obra, acuerdo que conlleva la necesidad de ocupación de los bienes
afectados por el mismo. (arts. 59 y 60 LEF). Posteriormente la Administración,
a efectos de determinación del justiprecio, formula un proyecto delimitando
los polígonos o grupos de bienes según su diferente naturaleza económica,
asignando a cada uno precios «máximos y mínimos» (art. 61). El proyecto se
somete después a un trámite de información pública y resolución de
eventuales reclamaciones que, tras el cruce de hojas de aprecio, se
sustancian ante el Jurado Provincial de Expropiación, cuya decisión es
recurrible en vía contenciosa (arts. 62 a 67 LEF). Fijados definitivamente los
precios máximos y mínimos, que conservarán su vigencia durante los cinco
años siguientes a la fecha de su acuerdo (art. 70 LEF), se pasa a la
valoración individualizada de las fincas incluidas en cada polígono o grupo,
valoración que se realiza ya por los cauces generales (arts. 26 y ss. LEF).
2. EXPROPIACIÓN POR INCUMPLIMIENTO DE LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA
PROPIEDAD
En este caso la expropiación actúa como una sanción ante un
determinado incumplimiento por parte del propietario de la
finalidad social concreta que legalmente se haya impuesto a un
bien de su propiedad (art. 71 LEF).
Son requisitos necesarios para su aplicación: «1.º La declaración positiva
de que un determinado bien o categoría de bienes deben sufrir determinadas
transformaciones o ser utilizados de manera específica; 2.º que dicha
declaración sea formulada por Ley o por Decreto acordado en Consejo de
Ministros; 3.º que la Ley contenga inequívocamente la intimación de
expropiación forzosa frente al incumplimiento; y 4.º que para la realización de
la específica función señalada se haya fijado un plazo y a su vencimiento
aquella función resultare total o sustancialmente incumplida por el
propietario» (art. 72 LEF).
Lógicamente la expropiación impone al beneficiario la misma carga
desatendida por el propietario inicial y el mismo plazo para dar cumplimiento
a la función social asignada legalmente al bien expropiado [salvo cuando el
beneficiario sea la propia Administración y proceda incluir el cumplimiento del
fin impuesto en un plan de conjunto más extenso (art. 73 LEF)], de manera
que el eventual incumplimiento del beneficiario permite a la Administración
optar entre expropiar de nuevo la cosa directamente por su justo precio,
adquiriéndola para si y asumiendo ella misma la carga incumplida, o dejarla
en estado público de venta, sin perjuicio de la facultad adicional de imponer al
beneficiario incumplidor una multa (art. 74 LEF).
El procedimiento para la expropiación será el general con dos
particularidades: 1) La declaración de necesidad de ocupación se
sustituirá por la declaración de concurrencia de los requisitos del
art. 72 LEF; y 2) cuando los particulares puedan ser beneficiarios
de la expropiación, la Administración podrá expropiar la cosa
directamente, por su justo precio, para adjudicarla posteriormente
a tales particulares o bien sacarla a subasta pública, en cuyo
caso la determinación del justo precio jugará a los solos efectos
de fijación del tipo licitación (art. 75 LEF).
3. LA EXPROPIACIÓN DE BIENES DE VALOR ARTÍSTICO, HISTÓRICO Y
ARQUEOLÓGICO
Dispone el art. 37.3 de la Ley de Patrimonio Histórico español 16/1985, de
25 de junio que será causa justificativa de interés social para la expropiación
por la Administración competente de los bienes afectados por una declaración
de interés cultural el peligro de destrucción o deterioro, o un uso incompatible
con sus valores, pudiendo expropiarse por igual causa los inmuebles que
impidan o perturben la contemplación de los bienes afectados por la
declaración de interés cultural o den lugar a riesgos para los mismos.
La especialidad en este caso, justificada por la especial
naturaleza de los bienes y la dificultad de valoración de los
mismos, radica en la sustitución del Jurado Provincial de
Expropiación por una Comisión compuesta por tres académicos,
«designados, uno por la Mesa del Instituto de España, otro por el
Ministerio de Educación Nacional y el tercero por el propietario
del bien afectado» (art. 78 LEF).
4. LA EXPROPIACIÓN POR ENTIDADES LOCALES
La Legislación del Régimen Local opta por remitirse a la propia
LEF, y ésta, para cuando son las Entidades Locales las que
ejercen la potestad expropiatoria, sólo contempla dos
excepciones a las normas generales: 1) El vocal técnico de la
Administración que forma parte del Jurado es designado en este
caso por las propias Corporaciones Locales expropiantes; y 2) a
éstas corresponden íntegramente las facultades atribuidas en el
procedimiento general a las autoridades gubernativas (art. 85
LEF).
5. LA EXPROPIACIÓN QUE DA LUGAR AL TRASLADO DE POBLACIONES
Esta modalidad de expropiación tendrá lugar cuando sea
preciso expropiar las tierras que sirvan de base principal de
sustento a todas o a la mayor parte de las familias de un
Municipio o de una Entidad local menor y el Consejo de Ministros
acuerde, de oficio o a instancia de las Corporaciones públicas
interesadas, el traslado de la población (art. 86 LEF),
extendiéndose la expropiación no sólo a las tierras de necesaria
ocupación, sino a la totalidad de los bienes inmuebles que estén
sitos en el territorio de la entidad afectada, salvo que los
interesados soliciten que la expropiación se limite a aquéllas (art.
87 LEF).
En lo sustancial el régimen jurídico de este tipo de expropiaciones persigue
la reparación integral del daño, incluyendo en los justiprecios expropiatorios
los perjuicios personales derivados de la privación total del medio de vida y
del desplazamiento. El art. 89 LEF, sin pretender fijar una lista cerrada, intenta
enumerarlos: gastos por cambio de residencia, transporte de ajuar y
elementos de trabajo, jornales perdidos, pérdidas inherentes a la reducción
del patrimonio familiar, arrendamientos, quebrantos por interrupción de
actividades profesionales, etc.
La fijación de estas indemnizaciones especiales se realiza en dos fases: en
una primera se fijan «tipos de indemnización» por cada concepto, que
aprueba el Consejo de Ministros, previo dictamen del Consejo de Estado, a
propuesta de una Comisión especial que preside el Delegado o Subdelegado
del Gobierno, y donde están presentes el Alcalde de la localidad afectada,
una representación sindical y del beneficiario de la expropiación y un
Ingeniero de la Delegación de Agricultura (art. 107 REF); y en una segunda
fase, se procede a una valoración individual de las indemnizaciones.
6. EXPROPIACIONES POR CAUSA DE COLONIZACIÓN Y DE FINCAS
MEJORABLES
A este tipo de expropiaciones se aplicará su normativa específica, que se
recoge hoy en el Texto Refundido de la Ley de Reforma y Desarrollo Agrario
de 12 de enero de 1973. En esta legislación especial se contemplan varios
supuestos expropiatorios, que aquí nos limitaremos a mencionar, sin poder
entrar en su régimen jurídico: 1.º Expropiaciones que se realicen en zonas de
concentración parcelaria para obras y mejoras necesarias para la misma
(arts. 59 y 60). En éstas será preciso que la necesidad de la expropiación se
haya expuesto y razonado en el Plan de Mejoras aprobado por el Ministerio
de Agricultura o que, si la necesidad ha surgido con posterioridad a tal
aprobación, se obtenga del referido Ministerio la autorización
correspondiente. 2.º Expropiaciones para la transformación de grandes zonas
para convertirlas en regables o para cambiar su sistema productivo (arts. 113
a 116). Y 3.º Expropiación de fincas catalogadas, que tiene lugar mediante
acuerdo del Ministro de Agricultura por el cual se sacan a subasta pública
(arts. 166 a 168). A esta subasta se admitirán aquellas personas que,
obligándose a la realización de la mejora provista en el Plan individual de
carácter forzoso, presten las garantías que la Administración fije al efecto,
arbitrándose para ello un trámite previo al acto de subasta. Las Empresas
Nacionales de Transformación Agraria, si la subasta quedara desierta,
tendrán derecho a la adjudicación de la finca por el tipo de licitación.
7. EXPROPIACIONES POR CAUSA DE OBRAS PÚBLICAS
La única particularidad que ofrece el art. 98 de la LEF para
este tipo de expropiaciones en relación al procedimiento general
es que las facultades de incoación y tramitación de expedientes
relacionados con los servicios de Obras Públicas corresponderán
a los Ingenieros Jefes de los Servicios respectivos.
8. LA EXPROPIACIÓN EN MATERIA DE PROPIEDAD INDUSTRIAL
El art. 73 de la Ley de Patentes de 20 de marzo de 1986
dispone que cualquier solicitud de patente o patente ya concedida
podrá ser expropiada por causa de utilidad pública o de interés
social, mediante la justa indemnización, con el fin de que la
invención caiga en el dominio público y pueda ser libremente
explotada por cualquiera, sin necesidad de solicitar licencias, o
con el fin de que sea explotada en exclusiva por el Estado, el cual
adquirirá, en este caso, la titularidad de la patente.
En este caso la utilidad pública o el interés social y el fin
concreto de la privación serán declarados por la Ley que ordene
la expropiación. En todo lo demás, la Ley de Patentes se remite al
régimen general de la LEF.
9. EXPROPIACIÓN POR RAZONES DE DEFENSA NACIONAL Y SEGURIDAD
DEL ESTADO Y REQUISA MILITAR
Por lo que se refiere a expropiaciones por necesidades
militares, el art. 100 LEF introduce dos especialidades: 1.ª que se
tramitarán por el procedimiento de urgencia y, 2.ª que el
funcionario técnico integrante del Jurado Provincial de
Expropiación lo será un militar del Ejército correspondiente (art.
100).
En cuanto a la requisa militar, la singularidad se encuentra en
la inversión de hecho y de derecho de la regla del previo pago, de
modo que la autoridad militar se apropia primero, temporal o
definitivamente, de los bienes y después procede al pago de su
precio o de la indemnización correspondiente, que se determinará
por la Comisión Central de Valoraciones de Requisas Militares y
por las Comisiones Provinciales, sin intervención, por
consiguiente, del Jurado Provincial de Expropiación (art. 106).
VII. ESPECIAL REFERENCIA A LAS
EXPROPIACIONES URBANÍSTICAS
1. COMPLEJIDAD DEL SISTEMA JURÍDICO URBANÍSTICO
Desde que se promulgara la LS/1956 las expropiaciones
urbanísticas vienen reguladas por su propio régimen jurídico,
inspirado en unos principios sustancialmente divergentes de los
de la LEF, que queda relegada a un papel secundario, limitada a
integrar las lagunas del sistema urbanístico. Un sistema, por otro
lado, especialmente complejo: tras el varapalo recibido por el
Estado por la STC 61/1997, parte de la regulación, justo la
porción no urbanística, es competencia de la legislación del
Estado, mientras que la materia urbanística principal corresponde
a la competencia legislativa exclusiva de las diferentes
Comunidades Autónomas, a cuya legislación necesariamente se
habrá de atender. En consecuencia, lo que compete al Estado en
materia de expropiaciones urbanísticas es la fijación de las
garantías expropiatorias, «con un marcado carácter principal o
mínimo y en cuanto sean expresión de las garantías
procedimentales generales» (STC 61/1997, FJ 31.º). Lo que aquí
nos proponemos es examinar algunas de las peculiaridades de
las expropiaciones urbanísticas en el marco del vigente Texto
Refundido de la Ley de Suelo y Rehabilitación Urbana, aprobado
por el Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre
(TRLSRU) y de la Ley de Ordenación Urbanística de Andalucía
de 17 de diciembre de 2002 (LOUA).
2. TENDENCIA EXPANSIVA DE LAS EXPROPIACIONES URBANÍSTICAS
Es de hacer notar que las expropiaciones urbanísticas han ido
ganando terreno. Lo cubren todo o casi todo. Son urbanísticas no
sólo las expropiaciones que se efectúan en aplicación de la Ley
del Suelo, basta que estén previstas en un plan urbanístico aun
cuando se realicen al amparo de otras Leyes (STS de 30 de
septiembre de 1995). Desde esta perspectiva, lo determinante es
que las expropiaciones defiendan objetivos netamente
urbanísticos, con independencia de quién sea la Administración
expropiante. En definitiva, es urbanística la expropiación siempre
que deba de aplicarse para satisfacer alguna de las finalidades
previstas en la legislación urbanística, incluida la función social de
la propiedad del suelo y, por supuesto, y además, la ejecución de
los planes (art. 42 TRLSRU). Definición lo suficientemente amplia
para integrar la extensa tipología de supuestos expropiatorios que
han terminado por establecer las Comunidades Autónomas.
En la Comunidad Autónoma de Andalucía son muchas las funciones que
se encomiendan a la expropiación forzosa en el campo urbanístico, y prueba
de ello es el tenor del art. 160 de la LOUA, que más allá de los supuestos
expropiatorios que enuncia de forma expresa, se refiere a la posibilidad de
«otros previstos por la legislación general aplicable». Así, sin el ánimo de que
constituir una lista cerrada de casos tasados, el precepto expresamente
menciona los que siguen:
1) La expropiación como sistema de actuación para la ejecución de la
ordenación territorial y urbanística, con la que se trata de recuperar en
beneficio de la comunidad una porción de las plusvalías generadas, mediante
la expropiación total, en principio, de todos los terrenos de la unidad
sistemática. La Administración obtiene la propiedad de todos o parte de los
bienes incluidos en el polígono, y luego ejecuta las obras de urbanización y,
en su caso, de edificación. La ejecución se puede luego otorgar a un
concesionario, que tendrá la condición de beneficiario de la expropiación.
Precisamente los arts. 114 a 120 LOUA lo que hacen, sobre todo, es regular
lo que hay que hacer para dar con un empresario, un agente urbanizador, que
se ocupe de la gestión de la ejecución.
2) La expropiación dotacional, para ganar terrenos destinados «por su
calificación urbanística a cualesquiera dotaciones y, en general, al dominio
público de uso o servicio públicos, bien por no ser objeto del deber legal de
cesión obligatoria y gratuita en la ejecución del planeamiento, bien por existir,
en todo caso, necesidad urgente de anticipar su adquisición». Sin duda,
donde adquiere especial importancia es en suelo «urbano consolidado»,
donde la ciudad ya esta terminada y los propietarios no vienen obligados a
realizar cesión alguna (STC 54/2002). En esa clase de suelo sólo caben
actuaciones aisladas o asistemáticas, de ahí que para adquirir nuevos
espacios públicos lo más adecuado sea el empleo de la expropiación.
3) La expropiación como mecanismo para la adquisición de bienes para su
incorporación a los patrimonios públicos de suelo o para su constitución o
ampliación. A este respecto es de subrayar que el art. 73.5 de la LOUA
dispone que el establecimiento o la delimitación de tales reservas para
constituir o ampliar dichos patrimonios públicos comportará «la declaración de
la utilidad pública y la necesidad de ocupación a efectos de expropiación
forzosa», pero sólo «por el tiempo máximo de cinco años, prorrogable una
sola vez por otros dos».
4) La expropiación-sanción. Andalucía, como la práctica generalidad de las
CCAA, regula de forma más o menos pormenorizada las conductas que
legitiman la aplicación del instituto expropiatorio para garantizar el
cumplimiento de la función social de la propiedad, como la realización de
actos de parcelación o reparcelación, uso de suelo o edificación constitutivos
legalmente de infracción urbanística grave, la inobservancia de los plazos, la
inobservancia de los deberes legalmente exigibles de conservación y
rehabilitación de los inmuebles, etc.
5) La expropiación en el supuesto de la aprobación de proyectos de obras
públicas ordinarias, respecto de los terrenos que sean necesarios para su
ejecución».
6) La expropiación como técnica para «la obtención de terrenos destinados
en el planeamiento de ordenación territorial y urbanística a la construcción de
viviendas sujetas a algún régimen de protección pública, así como a usos
declarados de interés social.
3. ALGUNAS ESPECIALIDADES PROCEDIMENTALES
A) En torno a la declaración de necesidad de ocupación
En las expropiaciones urbanísticas, como es de sobre
conocido, la declaración de utilidad pública está implícita en la
aprobación de los planes (art. 64 TRLS/76). Idea que viene a
repetir, referida a los distintos supuestos expropiatorios que
contempla, el art. 160.3 de la LOUA: «La concurrencia de
cualquiera de los supuestos expropiatorios previstos determinará
por sí misma la utilidad pública de la expropiación», lo que, sin
embargo, no puede servir de pretexto para prescindir de la
formulación de la relación de los bienes o derechos que hayan de
expropiarse. Todo lo contrario. Precisamente, en las
expropiaciones urbanísticas esa relación es la que determina la
declaración de la necesidad de ocupación y el inicio de los
correspondientes expedientes expropiatorios.
En este sentido, dispone el 115 de la LOUA que: «La delimitación de
unidades de ejecución por el sistema de expropiación, cuando no se
contenga ni resulte del instrumento de planeamiento, deberá ir acompañada
de una relación de propietarios y una descripción de bienes y derechos,
redactadas con arreglo a lo dispuesto en la legislación de expropiación
forzosa».
Por otro lado, y a propósito de esa relación de bienes, importa
poner de relieve que la previsión del art. 15 LEF («bienes y
derechos estrictamente indispensables para la realización del fin
público») se ha venido interpretando por la Jurisprudencia de una
forma flexible especialmente en el ámbito de las expropiaciones
urbanísticas. La expropiación alcanza no sólo a los bienes y
derechos directamente ocupados, sino a todos los que puedan
resultar afectados por la actividad expropiatoria, entre los que
deben entenderse incluidos tanto los que deban ser
materialmente ocupados por las obras previstas, como todos
aquéllos que resulten necesarios para asegurar su pleno valor y
rendimiento, garantizar la protección del entorno y del medio
ambiente en general y definir los enlaces y conexiones con las
obras públicas y otras infraestructuras previstas en el
planeamiento sectorial (STS de 5 de diciembre de 2006).
Esta idea se recoge en el art. 42.2 in fine TRLSRU, que extiende la
declaración de utilidad pública y la necesidad de ocupación «a los terrenos
precisos para conectar la actuación de urbanización con las redes generales
de servicios, cuando sean necesarios». Y también en la LOUA, que considera
que deben ser expropiados junto con los terrenos destinados a dotaciones
públicas, «los colindantes que fueran necesarios para implantar las
dotaciones, equipamientos o servicio previstos en el planeamiento o que
resulten especialmente beneficiados por tales obras o servicios y se delimiten
a tal fin» (art. 160.1.B). Con ello se trata de evitar que se estén regalando sin
más las plusvalías generadas a los colindantes de lo expropiado.
B) En torno a la determinación del justo precio
Dispone el art. 43 1.º TRLSRU, sancionando el modelo estatal
anterior, que el justiprecio «se fijará mediante expediente
individualizado o por el procedimiento de tasación conjunta». Son,
pues, dos los procedimientos posibles. La opción entre uno u otro
procedimiento corresponde a la Administración expropiante, una
vez aprobada definitivamente la delimitación y relación de bienes
y derechos afectados (art. 201 RGU). Elección que es
discrecional, pero irrevocable. Una vez elegido uno de los dos
sistemas no puede optarse por el otro (STS de 15 de abril de
1975).
Mientras que el procedimiento de tasación individual consiste
en una expropiación individualizada para cada finca incluida en el
polígono o unidad de actuación, y se rige por las normas
generales de la legislación expropiatoria, a la que se remite el art.
161 LOUA; el procedimiento de tasación conjunta constituye un
procedimiento expropiatorio especial, que posibilita una
valoración conjunta de los bienes afectados por la expropiación
en base a unos criterios y técnicas previamente establecidos,
facilitando una expropiación simultánea y conjunta de todas las
fincas incluidas en un polígono de actuación, y su inscripción
como una sola finca. En la Comunidad autónoma de Andalucía el
procedimiento de tasación conjunta se regula en el art. 162
LOUA.
La tramitación del procedimiento de tasación conjunta regulado en el art.
162 LOUA es la siguiente:
1) Elaboración del proyecto de expropiación que contendrá, como mínimo,
los documentos concernientes a la determinación del ámbito territorial, fijación
de precios, hojas de justiprecio individualizado de cada finca, en las que se
contendrán no sólo el valor del suelo, sino también el correspondiente a las
edificaciones, obras, instalaciones y plantaciones, y hojas de justiprecio que
correspondan a otras indemnizaciones.
2) Exposición pública del proyecto y notificación individualizada a los
titulares de bienes y derechos para que puedan formular alegaciones en el
plazo de un mes.
3) Informadas las alegaciones, el expediente se someterá a la aprobación
del órgano competente de la Administración expropiante
4) La resolución aprobatoria del expediente se notificará a los interesados
titulares de bienes y derechos que figuran en el mismo, confiriéndoles un
término de 20 días durante el cual podrán manifestar por escrito, ante el
órgano competente para resolver, su disconformidad con la valoración
establecida en el expediente aprobado. Si no formularen oposición a la
valoración, se entenderá aceptada, entendiéndose determinado el justiprecio
definitivamente y de conformidad; pero si lo hicieran, la Administración
expropiante dará traslado del expediente y de la hoja de aprecio impugnada a
la Comisión Provincial de Valoraciones, al objeto de fijar definitivamente el
justiprecio, lo que no impedirá que el acuerdo de aprobación despliegue sus
efectos.
La resolución aprobatoria del expediente tramitado por el
procedimiento de tasación tiene dos importantes efectos. Por un
lado, la declaración de urgencia de la ocupación de los bienes y
derechos afectados (art. 163.1 LOUA); y por otro, «el pago o
depósito del importe de la valoración establecida por el órgano
competente al aprobar el proyecto de expropiación» (art. 163.2
LOUA), que faculta para la inmediata ocupación del bien en un
plazo de 15 días (art. 52, regla 6.ª LEF), sin perjuicio de la
valoración definitiva, en su caso, por la Comisión Provincial de
Valoraciones. Hemos de advertir, no obstante, que en el marco
del procedimiento de tasación conjunta todo parece apuntar que
no basta con el mero abono o consignación del depósito previo
previsto en el art. 52, regla 4.ª y 5.ª de la LEF, sino que es
preceptivo el pago o consignación de la cuantía íntegra del
justiprecio acordado por la Administración expropiante.
C) En torno al pago del justiprecio
En las expropiaciones por razón de urbanismo se aplicará el
régimen general regulado en los art. 48 a 52 LEF y 48 a 51 REF,
con algunas especialidades referidas a la necesidad de satisfacer
el pago sólo al titular registral y a la posibilidad de proceder al
pago del justiprecio en especie.
En efecto, como vimos, conforme a lo dispuesto por la
legislación general la Administración habrá de considerar
propietario o titular, y por tanto seguir con el mismo el expediente
expropiatorio, primero a quien con tal carácter aparezca en el
Registro de la Propiedad; segundo a quien aparezca con tal
carácter en el Catastro; y por último, no existiendo inscripción
alguna, al que lo sea pública y notoriamente (arts. 3 y 4 LEF). Sin
embargo, llegado el momento del pago, en las expropiaciones
urbanísticas desaparecen las tres posibilidades anteriores: el art.
43.4 del TRLSRU sólo reconoce la condición de expropiado al
titular registral de la finca expropiada debidamente inscrita, y en
consecuencia dispone que sólo se procederá a hacer efectivo el
justiprecio «a aquellos interesados que aporten certificación
registral a su favor, en la que conste haberse extendido la nota
del art. 32 del RH» (la nota marginal de la iniciación del
expediente de expropiación forzosa a que se refiere el art. 22 del
RD 1.093/1997). En otro caso, cuando no se aporta la
certificación de las fincas inmatriculadas o cuando el contenido
del documento no coincide con la realidad del expediente
(situación de inexactitud registral) habrá de procederse
preceptivamente a la consignación, quedando el interesado
privado de su derecho al cobro inmediato del justiprecio,
conservando eso sí la facultad de rectificar los asientos
registrales a efectos de percibir el importe consignado. Sólo
«podrá pagarse el justiprecio a quienes… hayan rectificado o
desvirtuado» los títulos contradictorios «mediante cualquiera de
los medios señalados en la legislación hipotecaria o con acta de
notoriedad tramitada de conformidad con lo dispuesto en el art.
209 del Reglamento Notarial» (art. 43.5 TRLSRU). Como única
excepción está el caso de no inmatriculación, que el interesado
tendrá que acreditar aportando «los títulos justificativos de su
derecho completados con certificaciones negativas del Registro
de la Propiedad referidas a la misma finca descrita en los títulos»
(art. 43.4 TRLSRU). En este supuesto, sin perjuicio de que el acta
de ocupación y pago tenga carácter inmatriculador, se entenderá
expropiado y se pagará a quien aparezca como tal en el Catastro,
y en defecto del mismo, a quien aporte título o quien ostente tal
cualidad, pública y notoriamente. Sólo se procederá a consignar
en el caso de resultar la propiedad litigiosa y pretender varios
tener derecho a cobrar (STS de 26 de mayo de 2005).
Si existiesen cargas, dispone la Ley que deberán comparecer
los titulares de las mismas (art. 43.4 in fine TRLSRU), ya que la
finca se adquiere libre de cargas (art. 45.1 TRLSRU).
Respecto al pago en especie, hemos de decir que frente a la
posición de relativa indiferencia hacia esta modalidad de pago
que históricamente ha parecido adoptar la legislación
expropiatoria general que, como vimos, omite referirse a ella, la
posición de la jurisprudencia y de los propios legisladores
urbanísticos ha sido otra. Ya el TS en su antigua Sentencia de 3
de enero de 1964 tuvo oportunidad de pronunciarse a favor de los
convenios en los que el pago del justiprecio expropiatorio se
instrumenta a través de una permuta de terrenos. Y en la
legislación urbanística estatal, recogida con cierta amplitud en la
reforma de 1976 (arts. 113 y 142 TRLS/1976), las sucesivas
reformas que se han venido dictando admiten expresamente el
pago del justiprecio en especie (arts. 207 y 208 RGU/1978; 74.2
LRRUVS/1990; 217 TRLS/1992; 37 LRSV/1998, 30.1 TRLS/2008,
y 43.1 y 2 TRLSRU), como también lo hacen la práctica totalidad
de las leyes autonómicas (arts. 120.2, 114.3 y 166.2 LOUA).
En la Comunidad Autónoma de Andalucía, el art. 120.2 LOUA determina
que el pago del justiprecio podrá producirse, de acuerdo con el expropiado,
mediante la entrega o permuta con otras fincas, parcelas o solares, no
necesariamente localizadas en la unidad de ejecución, pertenecientes a la
Administración actuante o al beneficiario de la expropiación. La falta de
acuerdo sobre la valoración de la finca, parcela o solar ofrecida, sin embargo,
no impedirá el pago en especie o la permuta de un bien por otro, si bien el
expropiado podrá acudir a la Comisión Provincial de Valoraciones para que
fije con carácter definitivo el valor de la adjudicada en pago. En ese caso, la
diferencia en más que suponga el valor que establezca dicha Comisión se
pagará siempre en metálico.
D) Ocupación e inscripción
En la legislación urbanística estatal el régimen jurídico de la
ocupación e inscripción se condensa en el art. 44 del TRLSRU,
cuyo ámbito objetivo de aplicación, salvo en lo que se refiere al
título inscribible, se extiende a las expropiaciones urbanísticas
tramitadas a través el procedimiento de tasación conjunta. La
norma atribuye carácter imperativo al hecho de extender el acta y
se exige que se levante un acta para cada finca, en lugar de dejar
a criterio del ente expropiante la opción de extender una o más
actas de ocupación en relación con las fincas afectadas.
Precisamente, el acta de ocupación será el título inscribible. Por
otro lado se prevé que «la superficie objeto de actuación se
inscriba como una o varias fincas registrales, sin que sea
obstáculo para ello la falta de inmatriculación de alguna de estas
fincas». Se reconoce así la posibilidad de optar por la inscripción
conjunta de la totalidad o parte de las fincas expropiadas, como
una peculiaridad frente al régimen general de la Legislación
hipotecaria, informado por el principio de tracto sucesivo (art. 20
LH).
De otra parte, se ha de entender que la Administración
adquiere la finca o fincas comprendidas en el expediente una vez
levantada el acta o actas de ocupación, pero es con la inscripción
cuando adquiere una posición inatacable, y será mantenida en la
posesión de las fincas sin que quepa ejercitar ninguna acción real
o interdictal contra la misma (art. 44.1 TRLSRU). Ahora bien, si
con posterioridad a la finalización del expediente, una vez
levantada el acta de ocupación e inscritas las fincas o derechos
en favor de la Administración, aparecieren terceros interesados
no tenidos en cuenta en el expediente, éstos conservarán y
podrán ejercitar cuantas acciones personales pudieren
corresponderles para percibir el justiprecio o las indemnizaciones
expropiatorias y discutir su cuantía (art. 44.2 TRLSRU). De la
misma manera, en el supuesto de que, una vez finalizado
totalmente el expediente, aparecieren fincas o derechos
anteriormente inscritos no tenidos en cuenta, la Administración
expropiante, de oficio o a instancia de parte interesada o del
propio registrador, solicitará de éste que practique la cancelación
correspondiente, y los titulares de tales fincas o derechos serán
compensados por la Administración expropiante, quien formulará
un expediente complementario con las correspondientes hojas de
aprecio, tramitándose según el procedimiento que se haya
seguido para el resto de las fincas, sin perjuicio de que tales
titulares puedan ejercitar cualquier otro tipo de acción que pudiera
corresponderles (art. 44.3 TRLSRU). Eso sí, si el justiprecio se
hubiere pagado a quien apareciere en el expediente como titular
registral, la acción de los terceros no podrá dirigirse contra la
Administración expropiante si éstos no comparecieron durante la
tramitación, en tiempo hábil (art. 44.4 TRLSRU).
E) Reversión
La figura de la reversión ha estado siempre presente en la
legislación urbanística estatal, desde la LS/1956 hasta el vigente
TRLSRU, que dedica a la institución el art. 47, en el que se,
siguiendo la tendencia ya iniciada en la legislación precedente,
reduce aún más el ámbito de actuación de la reversión, con la
consiguiente merma sustancial de las garantías de los
expropiados.
El TRLSRU centra su regulación en la procedencia o no de la
reversión en caso de cambio de afectación. Así, como regla
general, se determina que procede el derecho de reversión
cuando se altere el uso que motivó la expropiación de suelo en
virtud de modificación o revisión del instrumento de ordenación
territorial y urbanística, salvo en los supuestos expresamente
previstos.
VIII. LA OCUPACIÓN TEMPORAL
La ocupación temporal es una modalidad expropiatoria,
conocida como expropiación del uso, en la que el titular del bien
no es privado de la titularidad o nuda propiedad, sino del ejercicio
de las facultades de uso o disfrute temporal del bien inmueble de
que se trate [excluidas las viviendas (art. 109 LEF)], en cuanto
resulte incompatible con la ocupación por la Administración. En
definitiva, es una expropiación provisional de la posesión de un
inmueble. Así pues, los aspectos que definen a la figura son dos:
la ocupación y la temporalidad.
La ocupación tiene un carácter instrumental. Las razones que
pueden justificar la ocupación están tipificadas en el art. 108 LEF,
algunas de ellas vinculadas a la realización de obras públicas y,
por tanto, por causa de utilidad pública, como la realización de
estudios sobre el terreno para los proyectos de obras;
establecimiento
de
estaciones,
caminos
provisionales,
almacenes, como medios instrumentales para la realización de
obras públicas; o la extracción de materiales necesarios para la
ejecución de obras públicas; pero también por una causa de
interés social, como lo es la realización de trabajos por parte de la
Administración, caso de no acometerlos el propietario, con el fin
de que la propiedad cumpla la función social de que se trate.
En cuanto a la temporalidad, pese a su carácter esencial, no
está garantizada mediante un plazo que vincule al ocupante a
instar la expropiación de los terrenos, lo que no debe ser una
excusa para que la Administración y el beneficiario, cuando
soliciten la ocupación, deban procurar fijarla anticipadamente
para evitar su asimilación a la expropiación plena (en este sentido
podría interpretarse las previsiones del art. 126 REF).
Hay que saber que la Ley predica la facultad de ocupación
temporal no sólo a favor de la Administración, sino también a
favor de las personas o entidades que se hubieran subrogado en
sus derechos, entendiendo por tales, no sólo a los beneficiarios,
sino a los contratistas o concesionarios a los que la
Administración haya conferido la ejecución material o la
explotación de las obras o servicios de que se trate, quienes, por
otro lado, serían los que tendrían que indemnizar los daños que
causaren como consecuencia de la ocupación temporal.
Efectivamente, es obvio que el titular a quien se impone la
ocupación temporal tiene derecho a percibir una indemnización
que le resarza de los daños y perjuicios causados. La
determinación de la indemnización sigue criterios diversos en
función del tipo de ocupación de que se trate, aunque el acuerdo
o convenio con el propietario es el que se contempla con carácter
preferente. Tanto es así que incluso cuando no fuere posible
señalar de antemano la importancia y duración de la ocupación
se intentará un convenio con el propietario para fijar una cantidad
alzada suficiente para responder del importe de aquélla (art. 114
LEF). A tales efectos, el representante de la Administración, o el
autorizado para la ocupación, ofertará la cantidad que se
considere ajustada al caso, concediéndose al interesado el plazo
de 10 días para que conteste lisa y llanamente si acepta o rehúsa
la expresada oferta. De aceptarse la oferta expresamente, o de
no contestar en dicho plazo, se hará el pago o consignación de la
cantidad ofrecida y la finca podrá ser ocupada, sin que quepa
reclamación de índole alguna (art. 112 LEF). Si se rechaza
expresamente y no se alcanza el acuerdo, la determinación de la
indemnización se traslada al Jurado de Expropiación, a quien las
partes han de elevar sus tasaciones fundadas u hojas de aprecio.
En este caso, antes de que se proceda a la ocupación sin
haberse pagado el importe definitivo de la indemnización, se hará
constar el estado de la finca, con relación a cualquier
circunstancia que pudiera ofrecer dudas para la valoración
definitiva de los daños causados (art. 114 LEF).
Las tasaciones deben incluir siempre dos partidas: el lucro
cesante derivado de los rendimientos o rentas del inmueble que
su titular hubiere dejado de percibir por la ocupación; y el daño
emergente causado por los eventuales perjuicios causados en la
finca, o los gastos que suponga restituirla a su primitivo estado,
pero sin que lógicamente su valoración pueda superar la
valoración de la expropiación total (art. 115 LEF).
Y en fin se ha de señalar que para la determinación del dies a
quo en el cómputo del plazo de ejercicio de la acción para
reclamar la indemnización por los perjuicios causados a un
terreno por la ocupación material, deberíamos partir de la
distinción que hace la Jurisprudencia entre daños permanentes y
daños continuados: por daños permanentes debe entenderse
aquellos en los que el acto generador de los mismos se agota en
un momento concreto aun cuando sea inalterable y permanente
en el tiempo el resultado lesivo; por el contrario, los continuados
son aquellos que, porque se producen día a día, de manera
prolongada en el tiempo y sin solución de continuidad, precisan
que se deje pasar un período de tiempo más o menos largo para
poder evaluar económicamente las consecuencias del hecho o
del acto causante del mismo (STS de 10 de octubre de 2002).
Teniendo clara esta distinción y que el concepto de ocupación
temporal de un terreno en sí mismo supone una permanencia en
el tiempo que no resulta indiferente para la existencia del
perjuicio, no hay duda que el plazo para reclamar los daños
derivados de la ocupación temporal no empezará a contarse sino
desde el día en que cesan y se conozcan definitivamente los
efectos del quebranto (STS de 20 de febrero de 2001).
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* Por Lourdes Yolanda MONTAÑÉS CASTILLO.
Diseño de cubierta: J. M. Domínguez y J. Sánchez Cuenca
Edición en formato digital: 2019
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