LOS INVÁLIDOS Diamante, un caballo pequeño, con heridas, ventrudo, de largo cuello y huesudas ancas cumplió su último día de trabajo en la mina arrastrando vagones con carbón en las galerías. Debido a una cojera ya no podía seguir su labor y fue alzado por medio de un cable a la superficie para que pasara sus últimos días en los terrenos aledaños a la mina. Al verlo salir de la mina, el más viejo de los mineros, a quien le gustaba leer y siempre llevaba un libro entre sus ropas, hizo un pequeño discurso en honor al caballo. Señalo que también algún día los mineros viejos como el serian expulsados de la mina por ser inútiles. Los demás mineros lo escucharon en silencio. Cuando se acercó el capataz se dispersaron y el viejo calló. Diamante fue conducido a la llanura donde descansaría, pero le costó adaptarse a la luz del día, luego de pasar su vida en la mina. Pero fue atacado por un enjambre de tábanos (insectos) y al tratar de huir tropezó y cayó en una grieta y quedo ahí tendido. Mientras, los buitres comenzaron a volar en círculos en el cielo. LA COMPUERTA No 12 Un viejo lleva a su hijo a trabajar a la mina y luego de descender se lo presenta al capataz. Como solo tenía 8 años y era delgado, el capataz le dijo al minero que, Porque mejor no dejaba que el niño siguiera en la escuela, a lo que el minero le contesto que en su casa eran 6 y solo él trabajaba y necesitaban otro ingreso. Otro minero llevo a Pablo (el niño) a la compuerta No 12 en donde reemplazaría a otro niño que había sido aplastado allí el DIA anterior. Antes de retirarse el padre de Pablo fue amenazado por el capataz de que lo iba a echar Si no cumplía con la meta diaria de 5 cajones de mineral extraído. El trabajo del niño consistía en abrir una compuerta cada vez que debían pasar los caballos tirando los carros con carbón. Como el niño quería irse su padre lo amarro con un cordel a un poste. El padre luego corrió mientras escuchaba los gritos y llantos de su hijo llamando a su madre. EL GRISU Mr. Davies, el ingeniero jefe, algo obeso, alto, fuerte, de rostro colorado debido al whisky, debía inspeccionar la mina periódicamente, cosa que no le gustaba y, por lo tanto, castigaba y multaba a los mineros a su antojo. Por eso los mineros le tenían terror. Al llegar a la mina se subió a un vagón el cual era empujado por atrás y por delante por 2 muchachos. Luego de mucho arrastrar el carro el muchacho de adelante ya no pudo más y Mr. Davies debió continuar a pie. Al encontrarse con el capataz Mr. Davies le dio la orden de que la madre y los 3 hermanos del muchacho del vagón fueran echados de la habitación que ocupaban. Después los mineros le plantearon a Mr. Davies que les subiera un poco el salario ya que les estaba costando mucho cavar por la dureza del material y así no podían llegar a la cuota mínima que les exigía la empresa, a lo que Mr. Davies contesto indignado que eran unos flojos y solo les subió mínimamente el precio. Un minero entonces le rogó que les subiera otro poco el salario y le mostró una herida en su brazo que demostraba el esfuerzo que hacían, pero Mr. Davies le respondió al minero con un golpe. Mas adelante, otros mineros trataban de cambiar unos maderos golpeándolos pero otro minero les dijo que tuvieran cuidado ya que con una sola chispa podía volar el túnel debido al gas grisú. Uno de los mineros que trataba de cambiar los maderos era conocido como Viento Negro, tenía 18-19 años, pendenciero y fanfarrón y abusaba de su fuerza con sus compañeros por lo que no era apreciado por estos. Al llegar Mr. Davies a ese lugar con el capataz le aplico una multa injusta a Viento Negro, el cual se enojó y entonces el capataz lo golpeo por lo cual el minero se trenzo a golpes con el capataz. Mr. Davies entonces golpeo a Viento Negro y lo obligo a trabajar, pero al pegarle a la roca Viento Negro con su martillo estallo el gas grisú. Al oír la explosión, los mineros quisieron ir a ayudar a las víctimas, pero un capataz les dijo que primero debía ventilarse la mina. Sin embargo, Tomas, un minero alto y robusto dijo que bajaría de todos modos y lo hizo acompañado de otros hombres. Encontraron al capataz, a Mr. Davies y a 4 mineros muertos. Mr. Davies había sido atravesado por un fierro y lo sacaron a duras penas de la mina, es decir que, después de muerto, todavía seguía martirizando a los mineros. EL PAGO Pedro María trabajaba en la mina y el último día, antes de terminar su turno, le puso todo el empeño posible para sacar más carretillas de carbón de modo de aumentar su salario. Al llegar a su casa en la noche su mujer le dijo que no habría cena esa noche a lo que Pedro le respondió que no importaba porque al día siguiente seria día de pago. (Los mineros y su familia estaban obligados a comprar víveres en la tienda de provisiones de la Compañía). Al otro día Pedro acudió a la mina por su pago. Vio que un minero recibía como salario solo una moneda la que arrojo con rabia y unos niños se apresuraron a recogerla. Pero Pedro no fue llamado al igual que otros mineros a la ventanilla de pagos. A medida que iban acercándose el centenar de mineros a efectuar sus reclamos, el encargado les decía que, a causa de las multas, eran ellos los que le debían dinero a la Compañía y si alguna mujer de minero reclamaba la echaban a la fuerza. Cuando le tocó el turno a Pedro resulto que le quedo debiendo dinero también a la Compañía. Su mujer pregunto: ¿Qué vamos a hacer? Y se devolvió a su habitación con sus 2 hijos. Pedro se quedó en el mismo lugar y soñó despierto que ya no le costaba extraer el carbón de la mina y este ya no era negro sino rojo como la sangre de generaciones de mineros y una vez trabajado se convertía en oro que al contacto con la tierra hacia aparecer palacios y parejas bailando. De pronto la música ceso en su sueño y toda la riqueza se transformó en sangre. Luego una multitud de esqueletos destrozaba los palacios y con los pedazos de murallas y columnas cubría sus huesos y estos se revestían de carne. Un momento después Pedro despertó de su sueño, este se encontraba solo en la calle. EL CHIFLON DEL DIABLO El capataz detuvo a 2 mineros: el Cabeza de Cobre (20 años, pelo rojo, bajo, fuerte y robusto) y otro (alto, flaco, huesudo, aspecto endeble y achacoso) y les dijo que se habían quedado sin trabajo. Los mineros sabían que era una táctica para obligarlos a trabajar en el Chiflón del Diablo y que aceptaran a pesar que sabían que era peligroso. Pero preferían morir rápidamente en un derrumbe que lentamente de hambre. El Chiflón del Diablo era una galería peligrosa por lo blando del terreno que ocasionaba frecuentes derrumbes, Para ahorrar dinero la Compañía había ordenado que no se usara tanta madera en sostener el techo de esa galería lo que la hacía más peligrosa aún. Cabeza de Cobre no le contó a su madre llamada María de los Ángeles, que lo habían cambiado al Chiflón del Diablo ya que allí había muerto su marido y 2 hijos. Durante el DIA sonó la alarma de la mina. Un derrumbe en el Chiflón del Diablo había cobrado 3 muertos. Pero la madre de Cabeza de Cobre no se preocupó segura de que su hijo trabajaba en otra parte de la mina. Sin embargo, al subir el carro con los cadáveres se dio cuenta que uno de ellos era su hijo. Enloquecida se arrojó al pozo de la mina y murió. EL POZO Rosa (16 años, ojos verdes, largas pestañas, bonita) se ocupaba en regar su huerto. De pronto apareció un individuo joven, de rostro pálido y pelo largo y lacio que le exigía que fuera su mujer a lo que Rosa le respondió: ¡Primero muerta ¡ Entonces el hombre la arrojo al suelo y comenzaron a luchar, pero apareció otro hombre y la pelea era ahora entre esos 2 individuos. El hombre que peleaba por defender el honor de Rosa era joven, más alto que su oponente, espaldas anchas, buenmozo, ojos claros, rizado cabello y rubios bigotes. De repente Rosa le lanzo a su atacante un puñado de arena a los ojos y este fue el momento que aprovechó su defensor para derrotarlo. Rosa se dirigió entonces a su casa y le dijo a su madre que el huerto estaba destrozado y su mama la reprendió porque pensó que seguramente a su hija se le había quedado abierta la puerta del huerto y se había colado el chancho del vecino. Se dirigieron al huerto y Rosa vio que su defensor le tiraba un beso oculto en un matorral. Este hombre era un minero que se llamaba Valentín, en tanto quien había perdido la pelea era otro minero llamado Remigio. Ambos rivalizaban por el amor de la muchacha y se tenían un odio mutuo. Valentín llevaba ventaja pues Rosa había dejado a Remigio por el rubio minero, Rosa era hija única y vivía con su madre y su padre que trabajaba en la mina. Un día, para evitar que Rosa acarrease con esfuerzo el agua para regar el huerto, a su padre se le ocurrió hacer un pozo en el huerto. Los 2 rivales se ofrecieron a ayudar al padre de Rosa. Remigio estaba en el fondo del pozo y Valentín recibía la arena que iba echando en un balde su oponente desde la parte superior del pozo jalándolo con una cuerda. En un momento Valentín se ausento con el pretexto de que quería agua, pero solo fue a conseguir un beso de Rosa la cual accedió. Valentín se fue después a su casa, pero Remigio se ocultó en el pozo. Al descubrirlo Rosa, como broma subió el cordel con el balde. Luego llego Valentín y Remigio desde el fondo del pozo escucho a Valentín y Rosa besándose. Al rato apareció Valentín y le arrojo la cuerda de nuevo. Remigio salió del pozo con ansia de venganza. Un momento después vio que Rosa y Valentín se reían de él. Cuando volvieron a trabajar en el pozo le toco a Valentín estar abajo y ahora Remigio retiro la cuerda. Remigio pensó que debía provocar un derrumbe para acabar con su rival y se le ocurrió ir a buscar a un grupo de hombres que se divertían allí cerca, los que al acercarse rápidamente al pozo harían que este se derrumbase con la vibración del terreno arenoso. Para lograr esto grito delante de los hombres: ¡Se derrumba el pozo ¡. Los hombres llegaron donde Valentín y le arrojaron una cuerda, pero no podían sacarlo porque estaba enterrado hasta el pecho. Llego la madre de Valentín que se arrojó al pozo para salvar a su hijo, pero un nuevo derrumbe lo sepulto y murió. JUAN FARIÑA Un hombre subía por el camino en dirección a la mina. Era de elevada estatura y por su traje, cubierto por el polvo rojo de la carretera, parecía más bien un campesino que un obrero. Un saco atado con una correa pendía de sus espaldas y su mano derecha empuñaba un grueso bastón, con el que tanteaba el terreno delante de sí. Pidió lo llevaran a presencia del capataz. -Me llamo Juan Fariña, y quiero trabajar en la mina de barretero -le dijo tranquilamente el ciego. -Quedas aceptado -dijo el capataz, después de un instante de vacilación-, un ciego que no pide limosna y desea trabajar merece ser bien acogido; puedes empezar cuando gustes. Desde aquel día quedó Fariña incorporado al personal de la mina, conquistándose muy luego la reputación de obrero inteligente y valeroso. La diferencia con que era tratado por los jefes y su carácter huraño y retraído le enajenaron las simpatías de sus camaradas, quienes no podían comprender que aquel ciego prefiriese los trabajos y miserias del minero a la vida libre y sin afanes del mendigo. Aquello no era natural y debía encerrar algún misterio. Durante aquellas quince horas de ruda faena arrancaba del filón un número de vagonetas superior al mínimum reglamentario. Aquello desconcertaba a los más esforzados barreteros, pues en aquel sitio el mineral era duro y consistente y el mejor de ellos jamás había alcanzado un éxito semejante. Este hecho robusteció en la crédula imaginación de aquellas sencillas gentes la creencia de que Fariña era un ser extraordinario, se contaba de él que sólo iba a la mina a dormir y que un socio cuyo nombre no se atrevían a pronunciar, desprendía de la vena el carbón necesario para completar la tarea del día. Y no era un misterio para nadie que, por la noche, cuando quedaba la mina desierta, se oía en la cantera maldita un redoble furioso que no cesaba hasta el alba. Aquel obrero infatigable, del que se hablaba en voz baja y temerosa, no era sino el Diablo. Dos viejos mineros encargados de vigilar por las noches los corredores de ventilación veían amontonarse el carbón con asombrosa rapidez delante del incógnito y nocturno obrero, cuando de pronto un pedazo arrancado con fuerza del innoble bloque derribó dos trozos de madera de revestimiento apoyados en la pared, los que al caer el uno sobre el otro, formaron por una extraña casualidad una cruz en el húmedo suelo del corredor. Un terrible estallido atronó la bóveda y una ráfaga de aire azotó el rostro de los dos obreros clavados en el sitio por el espanto, desapareciendo súbitamente la infernal visión. A la mañana siguiente ambos fueron encontrados desvanecidos en el fondo de una galería mal ventilada, y desde ese instante nadie dudó en la mina de que un tenebroso pacto ligaba al aborrecido ciego con el espíritu del mal. Sus vecinos en la cantera abandonaron sus labores trasladándose a otro sitio, viéndose obligado Fariña para no abandonar la faena a ser barretero y carretillero a la vez. Por aquel exceso de trabajo su musculoso cuerpo fue perdiendo poco a poco aquel aspecto de fuerza y de vigor. Un decaimiento visible se operaba en él, y los obreros que lo observaban atribuían lo que el término del nefando pacto debía de estar próximo. Los mineros veían en aquel ciego un enemigo de su tranquilidad y de la existencia de la mina misma. De un hombre que tenía pacto con el Diablo no podía esperarse nada bueno. Cuando yo muera, la mina morirá conmigo -había dicho el misterioso ciego. En la semana que precedió a la gran catástrofe, Fariña obtuvo la plaza de vigilante nocturno de aquella sección de la mina donde trabajaba, empleo cuyo desempeño le era relativamente fácil. Ese paraje había sido siempre objeto de vigilancia especial de parte de los ingenieros. Situado debajo del mar, las filtraciones eran abundantísimas en aquella galería y la amenaza de un hundimiento era una idea que preocupaba a los jefes y operarios desde muchos años atrás. Seis de aquellos pilares estaban perforados a la altura de un metro. Con ayuda de la barrena quitó el ciego la arcilla que disimulaba los agujeros, y con la calma y seguridad del que ejecuta una operación largo tiempo meditada, introdujo en cada uno de ellos un cartucho de dinamita. Después de un instante se inclinó de nuevo: en su mano derecha brillaba un fósforo encendido y un reguero de chispas recorrió velozmente el suelo. El siniestro personaje retrocedió entonces una veintena de metros por el camino que había traído, quedándose inmóvil con los brazos cruzados en medio del corredor. Los trabajadores acudían y se agrupaban consternados en torno del pique, contemplando silenciosos a los ingenieros que por medio de sondajes comprobaban el desastre. El agua de mar llenaba toda la mina y subía por el pozo hasta quedar a cincuenta metros de los bordes de la excavación. El nombre de Fariña estaba en todos los labios, y nadie dudó un instante de que fuera el autor de la catástrofe. CAZA MAYOR Con el cuerpo inclinado y el fusil entre las manos temblorosas, el Palomo, un viejecillo pequeño Y seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes sigue los rastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena. De pronto se irguió, deteniéndose ante un grupo de espinos y de litres achaparrados: el rastro tan pacientemente seguido terminaba allí: Rodeo el matorral tiró el gatillo: una magnífica perdiz con las plumas medio chamuscadas por el fogonazo ocupó su sitio en el morral vacío. Terminaba la tarea cuando el silbido de la perdiz que levanta el vuelo lo hizo volverse con presteza. Apoyó la culata en el hombro y soltó el tiro. -¡Quita allá, Napoleón! Pero ya era tarde: la perdiz a la cual la mira había atravesado el cuello, acababa de desaparecer en las fauces de un enorme perro de presa. El amo del perrazo era el mayordomo de la hacienda, hombre autoritario y brutal que hubiera vengado cruelmente cualquier ofensa hecha a su favorito. El viejo, descorazonado y triste, sin pensar en el desquite se alejaba con tardo paso de aquel infausto sitio cuando de pronto se detuvo sorprendido. El morral había triplicado su peso. Echó una Echó una rápida ojeada por encima del hombro y sus grises ojillos relampaguearon. El dogo, cogiendo delicadamente con los dientes el saco, trataba de desprenderlo del cordón que lo sujetaba. ¡Dios santo! Qué ira le acometió. Exasperado por aquella obstinada persecución tentó un último recurso: dejó caer con disimulo el arma a un lado de la senda y con las manos en los bolsillos, como un desocupado que se pasea para estirar las piernas, siguió andando sin volver la cabeza. El ardid tuvo un éxito decisivo: después de un corto trecho, Napoleón, lanzándose al pasar una mirada de reojo, tomó la delantera; se alejaba al trote con el rabo caído y las orejas gachas, sin mirar atrás. Recobró el fusil y se internó en un bosquecillo de boldos y arrayanes. Alargó el brazo y oprimió el disparador. Tras el estampido, apartándose violentamente las ramas y apareció la cabeza del dogo con las orejas tiesas y rectas. De un salto cayó sobre la perdiz y empezó a triturarla entre sus poderosas mandíbulas. Agobiado por el calor ascendía penosamente la rápida escarpa para alcanzar la carretera, cuando un súbito tirón lo hizo girar sobre sí mismo y perdiendo el equilibrio vino a tierra con estrépito. Se Incorporó a medias: por el talud descendía gallardamente Napoleón, llevando el morral pendiendo de la boca. Un estrepitoso aullido contestó a la detonación: el perro soltó el morral y con los pelos del lomo erizados como púas desapareció entre los matorrales. Creyó haber cometido un enorme crimen y la figura del amo enfurecido se presentó a su imaginación, produciéndole un escalofrío de terror. Dirigió una mirada al llano, y allá lejos percibió al dogo atravesando los arenales. CAÑUELA Y PETACA Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil. Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo. Junto con Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho es la antítesis de Cañuela, a quien gobierna y maneja con despótica autoridad, deciden ir de cacería. Entretanto, había que ocultar la pólvora. Cañuela propuso que se abriera un hoyo en un rincón del huerto y se la ocultase ahí pero Petaca le dijo que había que buscar un lugar seco. - ¡Enterrémoslo en la ceniza! ¿y si se prende? Pensó. De repente brincó de júbilo. Había encontrado la solución buscada. En un instante ambos chicos apartaron las brasas y cenizas del hogar y cavaron en medio del fogón un agujero de cuarenta centímetros de profundidad, dentro del cual envuelto en un pañuelo de hierbas, colocaron el saquete de pólvora. Durante los días que precedieron al señalado para la cacería, Cañuela no cesó de pensar en la posibilidad de un estallido. Petaca, con el fusil al hombro, sudaba y bufaba bajo el peso del descomunal armatoste. Durante la primera etapa, Cañuela, lleno de ardor, quería que hiciese fuego sobre todo bicho viviente. Por fin, el descontentadizo cazador vio delante de sí una pieza digna de los honores de un tiro. Una loica macho. A cuatro metros del árbol, se detuvo, y reuniendo todas sus exhaustas fuerzas, se echó la escopeta a la cara. Pero en el instante en que se aprestaba a tirar del gatillo, Cañuela que lo había seguido sin que él se apercibiera, le gritó de improviso con su vocecilla de clarín aguda y penetrante: - ¡Espera, que no está cargada, hombre! La loica agitó sus alas y se perdió como una flecha en el horizonte. ¡Si al salir hubiesen cargado el arma! Pero aún era tiempo de reparar omisión tan capital, y poniéndose en pie llamó a Cañuela, para que le ayudara en la grave y delicada operación. ¿Qué se colocaba primero? , ¿la pólvora o los guijarros? Petaca, aunque bastante perplejo, se inclinaba a creer que la pólvora, e iba a resolver la cuestión es este sentido, cuando Cañuela, saliendo de su mutismo, expresó tímidamente la misma idea. Por último, un impertérrito chincol tuvo la complacencia, en tanto se alisaba las plumas sobre una rama, de esperar el fin de tan extrañas y complicadas manipulaciones. Parece mentira, pensó, que un escopetazo suene tan poco, y su primera mirada fue para el ave y, no viéndola en la rama, lanzó un grito de júbilo y se precipitó adelante, seguro de encontrarla en el suelo, patas arriba. Cañuela, que viera el chincol alejarse tranquilamente, no se atrevió a desengañarle. Decidieron poner el fusil sobre una hoguera para no llegar con él a su casa y que su abuelo los regañara. Transcurrieron algunos minutos, y ya Petaca iba a acercase nuevamente para añadir más combustible, cuando un estampido formidable, los ensordeció. Por más que miró no encontró vestigios del fusil. En lo alto de la loma a treinta pasos de distancia, se destacaba la alta silueta del abuelo avanzando a grandes zancadas. Parecía poseído de una terrible cólera. Mientras corría, examinaba el terreno, pensando que, así como el abuelo había encontrado la caja del arma, él podía muy bien podía muy bien hallar, a su vez, el cañón o un pedacito siquiera, con el cual se fabricaría un trabuco para hacer salvas y matar pidenes en la laguna. Nota En cuanto a «Cañuela y Petaca», puede afirmarse que es una suerte de anti parábola donde la desobediencia ocupa el lugar central y que al revés de las estructuras de aprendizaje, el mensaje final no condena la conducta de los muchachitos, resolviéndose en un pensamiento socarrón muy propio del campesino chileno: Mientras corría, examinaba el terreno, pensando que así como el abuelo había encontrado la caja del arma, él podía muy bien hallar, a su vez, el cañón o un pedacito siquiera con el cual se fabricaría un trabuco para hacer salvas y matar pidenes en la laguna. LA MANO PEGADA Por el camino marcha don Paico, el viejo de la mano pegada. Junto a él, pasan a caballo don Simón Antonio, su mayordomo y un huaso de la hacienda. Don simón, al ver al viejo le dice: ¡Vamos, aprisa, viejo ladrón! y le da un latigazo en las piernas. Don Paico es un mendigo que, a cambio de unas monedas, le cuenta a la gente la historia de su mano pegada a la tetilla izquierda. según el, mientras jugaba rayuela, su madre lo llamo en varias ocasiones para que le fuera a buscar leña, pero como era un joven adicto al juego no le hacía caso. Su madre enojada le dio un golpe en la espalda y Paico le respondió con un combo con su mano izquierda. Su madre, luego de levantarse del suelo con su rostro ensangrentado lo maldijo y desde entonces Paico tuvo su mano pegada al cuerpo y si trataba de separarla sangraba. Don Simón quería darle un escarmiento por engañar a la gente de esa manera, especialmente porque él había llegado a tener sus tierras gracias a su trabajo. además, Don Simón era juez y ordeno a sus hombres capturar al viejo y sujetarlo. Luego ordeno poner 2 estacas en el suelo y atar a ellas sus manos. El viejo le suplicaba que no lo hiciera y los campesinos miraban la escena con piedad. La mano supuestamente pegada se despegó sin dificultad, pero la gente lo atribuyo a un milagro. A continuación Don Simón lo castigo con prohibirle que volviera nuevamente por esas tierras y lo golpeo con su rebenque y ordeno a sus hombres que le ataran sus brazos a un madero puesto sobre sus hombros y lo dejaran ir. Luego Don simón pregunto a su mayordomo si el comprador de unas vacas suyas se había dado cuenta si los animales eran de inferior calidad a lo pactado y este le dijo que no (así don Simón con el engaño había tenido una ganancia mayor). EL REGISTRO Este capítulo trata de una abuela que compra un mate fino y un poco de azúcar. Hacia tanto tiempo que su paladar le pedía de manera obsesiva la hierba. La hierba del despacho era de muy mal sabor, pero a la del pueblo era fina y aromática a 40 centavos, pero con dinero contante y sonante, la del despacho costaba el doble, pero lo cancelaban con fichas además estaba prohibido comprar fuera del despacho. Paso varios meses ahorrando centavo tras centavo, ahorrando de lo que le daba su único nieto. Ya por fin en el cuarto, el miedo cambia a alegría, por fin se daría un gusto. Cuando la tetera estaba a punto de hervir golpearon la puerta, era el jefe del despacho y su dependiente. El jefe entro, la abuela paralizada abierta mientras el dependiente comienza el registro, dieron todo vuelta pero no encontraban nada. Seguros de haberla visto siguieron registrando y encontraron el mate, pero le dieron otra oportunidad. ERA EL SOLO Gabriel siempre piensa en sus 2 hermanas, en huir de la casa para reunirse con ellas, pero pensar que no tiene dinero ni libertad, le llena de tristeza el alma. Al ver pasar la murga recuerda lo feliz que eran y se recuesta en el suelo a sollozar. En el comedor Gabriel sirve los manjares a Benigna, Encarnación y a su tío solterón. Los tratos son cariñosos para el niño, pero él sabe que después el chicote se los descontara. El tío se retira y el niño levanta la mesa. Ya solo en la casa, Gabriel se dirige a la habitación del tío a hacer la cama, y se recuesta a llorar cuando el recuerdo de sus padres viene a su memoria. Su rostro va adquiriendo una dolorosa expresión de amargura recuerda la trágica muerte de su padre, víctima de un accidente en el taller y el fallecimiento de la madre por el exceso de trabajo 2 meses después Gabriel sentado con cara de cera, los pies desnudos y colgando, abajo un amplio tapiz purpura, ya no temió al estruendo del arma. LA BARRENA En este capítulo se ordenó llevar a Alto de Lotilla los mejores de cada sección. El ingeniero les reunió y les pidió su apoyo. Debían abrir un pique y continuar una galería paralela a la playa para cortar en cruz lo que traían los de Playa Negra. Se organizaron turnos día y noche. Al mes los ingenieros bajaron y ordenaron parar hasta nuevo aviso. Cuando por fin la barrena de los de Playa Negra atravesó la galería el capataz se lanzó y doblo como escuadra la barrena que quedo atascada en el orificio del muro. Les ordenaron salir rápidamente de la habitación y colocaron sobre el brasero un saco de ají cerrando la puerta, la picazón era insoportable. A los 10 minutos sonó la campana, todos los que salían no podían hablar por la terrible tos que les produjo el ají. Pasaron los días, semanas, meses, pero les fue imposible continuar los trabajos, además el techo de las galerías sin apuntalar se vino abajo entrando el mar. Seis meses después la famosa mina de Playa Negra era solo un pozo”.