AMELIA SOLA Seudónimo: JORGE AGÜERO Cuando vio por primera vez el rancho en medio del descampado que lindaba con el canal y la fila de álamos, se preguntó si eran ciertos los rumores sobre la mujer que lo habitaba. ¿Sola? Necesita ayuda para cuidar la huerta precaria y los animales. ¿Con un niño pequeño? Requiere una figura paterna firme y con autoridad. Así que espoleó el caballo y cruzó el canal de riego por el puentecito endeble. Parada con energía y sosteniendo aún el balde con leche de cabra, Amelia lo mira avanzar con paso tranquilo. Detrás de sus ropas humildes y sólo sucias por el barro de los chanchos, las pajas de la huerta y algunos afrechos para las gallinas, está una vida de esfuerzo, un largo recorrido que se le hace presente en este momento. Ha bajado de la montaña, en su Villa del Ande original, cuando corría entre los arroyos serranos y se acariciaba con las mariposas, ajena al mundo complejo, diverso y adelantado en trenes y guerras. Esas estribaciones montañosas y el valle le dieron cátedra de alegría, con juguetes muy elementales como esa muñeca de trapo, con un pelo lacio de pajas del corral que lleva ahora para ver los patos de la laguna. Corre libre, con una paz duradera entre manos y que se suelta con la cinta roja que la madre le puso para sostener el largo pelo enrulado. Se juntó con un gaucho que andaba disparando de la partida y que aprovechó el lugar, la policía escasa y amuró el caballo para aquerenciarse, como ellos dicen. La encontró sola porque a sus padres les habían entregado una casita de los primeros planes del Gobierno. Mejor oportunidad, imposible. Además, Hilarión, vuelto paisano era bueno, cultivaba y mantenía limpio el terreno inmenso. Ella vendía en el mercado la verdura y si venía algún camión del Oeste, hacía una buena diferencia. Vino el chango y los tiempos felices. Duró poco, porque un juez de paz desempolvó el expediente del hombre y una tarde de borrasca lo vinieron a buscar. 1 El pobre, desesperado se escapó y justo antes del canal lo alcanzaron las balas. Desde ese momento decidió mantener siempre afilado el facón que heredara de su padre, ajustado por detrás del cinto que sostuviera su delantal o su ropa. Y aquí está Amelia con toda la carga de su historia que se hace evidente en nacientes arrugas, su porte imponente y esos músculos que entrena con las tareas diarias. Un chico de unos diez años viene corriendo a conocer al visitante y lo saluda cubriéndose con la mano el sol que ahora da de lleno. El gaucho, como tantos otros, siguió de largo, no sin antes recibir un buen trago de vino que le ofreciera en atención al cansancio del camino y del sol, para que pudiera continuar su viaje. Muy parca al hablar y sorda a cualquier insinuación, el facón que reservaba detrás de la cintura, disparaba una advertencia, cuando giró para buscar la damajuana del elixir esperado. Cuando vio por primera vez el rancho en medio del descampado que lindaba con el canal y la fila de álamos, se preguntó si eran ciertos los rumores sobre la mujer que lo habitaba. ¿Se quedó sola? Aunque uno aguce la vista, las ruinas se yerguen escondiendo todo. Un ratón sale de su cueva husmeando si alguien viene a tirar un poco de comida en la basura, pero se vuelve desalentado por el ruido de ramas secas y la visión de una bota de potro curtida de andanzas. No se sabe bien si añora los tiempos borrados por el reloj de la vida que gira sin descanso o trata de hacer un negocio, que le han pedido por mail desde la Capital. Aquí vendría bien un supermercado. El barrio se va poblando y todas son parejas jóvenes. Pensar que era un niño cuando corrían por estos baldíos. Amelia, discretamente, los observaba. Alguna vez les alcanzó una botella de agua, después del barrio contra barrio. ¡Qué linda era! Un suspiro se le escapa y ahora se da cuenta que en la puerta está parada, piernas abiertas y secándose el sudor del cuello. La boca entreabierta deja resbalar una lengua filosa y carnal. No dice una palabra pero te llama a gritos. Los muchachos se han ido a descansar al otro lado del paredón que da a la calle de tierra. De tanto en tanto se levanta una polvareda. Ya le habían dicho Carlitos y Panchito de las bondades de la mujer. Nunca les había creído, pero cuando se da vuelta, un leve vientecillo le levanta la pollera y él se larga con todo hacia la promesa libidinosa. Todos saben que aunque madura, acepta con placer todos los beneficios del rubor adolescente. Ella los ama de una manera maternal y a la vez iniciática. Su hijo se ha ido a la cosecha en Mendoza y por unos meses no vendrá. Así que le entrega es total y ella le tapa la boca para que no lo 2 escuchen los otros, si aparecen de nuevo. Ese despertar es inolvidable. Los que ayer perseguían con sus gomeras caseras cualquier pájaro que se presentara o quisiera volar su libertad, ahora se arroban en cualquier mísero canto y sueñan un paraíso de ruiseñores y calandrias. El desarrollo urbanístico ha extendido sus tentáculos hacia todos los puntos cardinales. Los que hace una década eran canales, hoy no existen o se transformaron en desagües pluviales. El asfalto se deslizó por tramos y hoy cubre las huellas de ayer y los tortuosos caminos de tierra. Hoy, ni una mariposa asoma por esta zona, cuando abundaban casi todo el año. Autos veloces suplantaron las caballadas y a los carros que hoy yacen en un museo destartalado como ellos mismos. Las que fueran huertas fecundas que proveían todo el Oeste de la región ni siquiera son recuerdo de los más viejos. Ahora las verdulerías y supermercados se proveen de lo que traen atestados camiones pesados que justamente llegan del Oeste. ¿Y Amelia? Cuando vio por primera vez el rancho en medio del descampado que lindaba con el canal y la fila de álamos, se preguntó si eran ciertos los rumores sobre la mujer que lo habitaba. ¿Seguiría sola? Y después de una caminata electoral, el último de la lista, el Dr. Ricardo Martino, se puso de acuerdo en visitarla. ¡Es hermosa! Claro que era hermosa y con el tiempo, alguna cana le teñía el largo pelo que probablemente nunca había cortado. Alguien la vio lavándose con una palangana en el patio abierto de la propiedad que poco a poco se va acercando al resto de la ciudad. Los hombres que hacen el asfalto de la calle que da al canal no dejan de mirarla, tirarle besos y decirle esas cosas que los machos rudos dicen, aunque después en la cama arruguen como ninguno. Ella sonreía y revoleaba el pelo para irse adentro a secarse como corresponde. Algunas mariposas se le acercaban ya sea por sus caléndulas famosas o por el aroma de su piel. A la noche, más de una vez se ha visto un auto blanco detenerse una cuadra antes y entonces desciende, impecablemente vestido el caminador aludido. Una noche, le llama la atención un libro que Amelia deja a mano, como si lo estuviese leyendo o fuera el anzuelo para él. Hace años, su padre había dejado parte de su biblioteca, limitada pero con libros de tapas marrones, duras y fileteadas de dorado. La duda se responde con una sonrisa de picardía. La cara adusta de la Amelia que todos conocen se desintegra por su amor oculto. Es el “Kama Sutra” en una edición en inglés y con ilustraciones hindúes. Ella no le da importancia y lo arrebata de un solo abrazo, tirándolo sobre la cama. Esa noche está sola, su hijo ha ido a un 3 campamento con los compañeros de yudo. Cuando Martino vuelve de los placeres, busca ese libro extraño. Amelia le sonríe y le cuenta una historia que –como buen político – cree a medias. El padre de la mujer habría sido, en un tiempo lejano, hombre de campo, con varias propiedades y unos amigos ingleses se descolgaban de tanto en tanto para cazar jabalíes en la zona. No pocas veces los había acompañado hacia el sur. Dicen los que los vieron que venían de blancos Britches y sombreros de cazadores. Ella le muestra uno, con manchas de tierra que evidencian su antigüedad. Ricardo lo mira, lo hace girar y ella concluye: yo era muy chica, pero no sé cómo se apropiaron de unas cuantas hectáreas, probablemente una noche de borrachera, después que muriera de una gangrena mi madre. El libro se lo regalaron ellos. Mi padre cosió, con esos procedimientos que usan en los tribunales, una parte con ilustraciones. Decía que eran obscenas y que lo importante estaba en los consejos que leía, subrayaba y le hacía anotaciones. En broma, yo le decía que los corregía. En cuanto a la práctica… ya te habrás dado cuenta. Cuando vio por primera vez el rancho en medio del descampado que lindaba con el canal y la fila de álamos, se preguntó si eran ciertos los rumores sobre la mujer que lo habitaba. ¿Estaría sola? Como buena maestra, golpeó las manos, desde la vereda, de impecable guardapolvo blanco, el registro bajo el brazo y un peinado discreto pero atractivo. Amelia salió después de la segunda llamada y se acercó al portón virtual del que quedaban solamente unos hierros testigos del que hubiera sido alguna vez. Se había abrigado apurada con un saquito de lana percudido por el tiempo, recuerdo de una tía que no veía desde hace años. Se trataba del habitual censo de la escuela más cercana. Marina, en realidad, solía exagerar sus recorridos y no se limitaba a las manzanas asignadas, considerando que los barrios más alejados no tenían más escuela que la 428, del Superior Gobierno de la Nación. Puede decirse que se conectaron desde el primer momento. Una extraña magia las envolvió y, con una justificación o la excusa de mantener integrada la familia al colegio, no dejaron de verse. Como Amelia siempre estaba atenta a la huerta y a sus famosas caléndulas que previenen las plagas, la maestra le llevaba unos plantines y se traía algunas caricias. Aunque se saben todos los detalles, nadie quiere declarar a favor de una u otra parte. Pero se vieron en un hotel de mala muerte y en la calle, en la casa de una y de otra. El misterio las rodeó en aquella década de botas largas y pensamientos cortos. Como siempre pasa, alguno informó de la extraña relación totalmente contraria a 4 nuestra forma de vida, agregándole algunos matices rojos, con martillo y hoz para tomar fuerza, crear dudas y señalar por lo bajo lo que nadie se animaba de comentar a la luz del día. El caso es que como somos “Humanos y Derechos”, según las pegatinas que empezaron a aparecer por todos lados, Celeste Montesinos tuvo que emigrar una noche que le avisaron sobre listas negras que se iban limpiando. ¡Cuánto tiempo ha pasado! Volvió el Congreso de la Nación, las elecciones y los avances tecnológicos. La maestra se doctoró en Europa, dictó cátedras por el mundo y se hizo famosa por un célebre discurso que introdujo por primera vez el término desarrollo sostenible. Su pensamiento, refrendado por filósofos del más alto nivel, se fundamentaba en pocas tesis y un contexto de valoración por el esfuerzo de quienes pueden elevarse desde una huerta familiar a las más altas regiones del espíritu. Siempre se le notaba un toque de nostalgia y esa mirada perdida que ahora regresa a las calles totalmente desconocidas. El taxi la espera, mientras ella se baja y desde la vereda del frente observa el cierre perimetral y un enorme cartel de obra. No se anima ni a preguntar. Ahora se da cuenta que debió haberse quedado, cuando vio por primera vez el rancho en medio del descampado que lindaba con el canal y la fila de álamos, y se preguntara si eran ciertos los rumores sobre la mujer que lo habitaba. 2022 palabras 5