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Tu es Petrus et super hanc petram aedificabo Eclesiam meam

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«Tu es Petrus et super hanc petram aedificabo Eclesiam
meam…»1 (Mt 1, 18).
La piedra esencial de la Iglesia es solamente Cristo; pero
Jesús ha puesto un ministerio visible en Su Iglesia, siendo su
fundamento los Apóstoles. Pedro tiene, entre ellos, el carisma
de ser el fundamento principal de este ministerio, es decir, es la
Cabeza visible de la Iglesia.
De la íntima unión con Pedro se deriva la estabilidad de
la Iglesia. De la desobediencia y rebeldía a Pedro cabalga la
división y el cisma2 en la Iglesia.
1
2
«Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré Mi Iglesia… » (Mt 16, 18)
El cismático es aquel que se aparta de la unidad de la Iglesia, la cual
radica en dos cosas: en la comunión espiritual de todos los miembros
de la Iglesia entre sí y en la ordenación de todos ellos a una misma
Cabeza (Col 2, 18-19). Esta Cabeza es Cristo mismo y Su Vicario en la
tierra, el Sumo Pontífice. Quien se rehúsa someterse al Romano
Pontífice y se niega a estar en comunión con los miembros de la
Iglesia que obedecen al Papa, se llaman cismáticos. El cisma consiste
esencialmente en no obedecer a los preceptos divinos y eclesiásticos
en un espíritu de rebelión, es decir, no se obedece porque se
desprecian los preceptos de manera pertinaz y se niega someterse a
los juicios de Dios y de la Iglesia. El cisma se opone a la unidad de la
Iglesia, que se hace en la caridad; la herejía se opone directamente a
la fe. La caridad «no sólo une a las personas entre sí con el vínculo del
amor, sino que une a toda la Iglesia en la unidad del Espíritu». Todo
hereje es también cismático, pero no al contrario. «La herejía crea
dogmas alterados; mientras que el cisma separa de la Iglesia» (San
Jerónimo, Epist. Ad Gal.). La pérdida de la caridad es camino que lleva
a la pérdida de la fe. El cisma es también, por su parte, camino hacia
la herejía. «El cisma, en un principio y en parte, puede entenderse como
distinto de la herejía; mas no hay cisma en que no se forje la herejía, para
convencerse de que ha obrado rectamente apartándose de la Iglesia»
(Ib.). El pecado de cisma no implica, en principio, negación de ninguna
verdad revelada, sino una ruptura de la unidad eclesial. En la práctica,
«Una fides debet ese totius Ecclesiae, secundum illud: Id
idipsum dictis omnes, et non sint in vobis schismata, sitis autem
perfecti in eodem sensu et in eadem sententia»3.
Una misma fe4 en la Iglesia supone la obediencia de
todos a la Verdad Revelada y a la Verdad Dogmática. Esta
no someterse al Romano Pontífice lleva a la negación de alguna
verdad de fe, por lo menos de las verdades referentes a la Iglesia. El
cismático peca en dos cosas: la primera, por separase de los miembros
de la Iglesia; la segunda, por no someterse a la cabeza de la Iglesia.
3
Sto. Tomás, 2.2, q.1, art. 10: «Una sola fe debe estar en toda la Iglesia,
según aquello: “que todos digáis lo mismo, y que no haya entre vosotros
cisma, sino que seáis consumados en un mismo pensamiento y una
misma doctrina”» (Cor 1, 10).
4
La fe divina es «una virtud sobrenatural, por la cual, por la inspiración
de Dios y la ayuda de la gracia, creemos que son verdaderas las cosas
reveladas por El, no por la intrínseca verdad de las cosas percibidas por
la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que
revela, la cual no puede ni engañarse ni engañar» (D.1789). Es decir, el
entendimiento asiente por la autoridad de Dios, por el testimonio de
Dios que habla, que revela Su Palabra. En la fe, el entendimiento
conoce la autoridad de Dios. No se da la fe divina si Dios no habla, si
Dios no revela. Lo que Dios habla es una verdad divina, que el hombre
tiene que aceptarla o rechazarla. Si su entendimiento obedece esa
verdad, se somete a esa verdad divina, entonces la mente está en la
verdad. Pero todavía falta el acto de fe. Una vez que el entendimiento
ha conocido la verdad que viene de Dios, es necesario entender de
Dios su voluntad en esa verdad. Esa verdad divina es legislada por
Dios para que el hombre la obre tal como está en Dios. Por lo tanto,
en el acto de fe, no sólo el entendimiento acepta esa verdad divina,
sino que la voluntad del hombre tiene que seguir la voluntad del
legislador, de Dios que legisla en esa verdad que revela. El acto de fe
es un acto de la voluntad humana, en donde el entendimiento
obedece una verdad divina y la obra según la Voluntad de Dios, según
lo manifiesta Dios. Así, los mandamientos de Dios son verdades
divinas que Dios ha revelado. En esas verdades, Dios manifiesta que
una serie de actos son pecados. Manifiesta Su Voluntad Divina sobre
obediencia debe consistir en una humilde sumisión del
entendimiento humano a la verdad, que es sólo Cristo.
Porque el objeto material de la verdadera obediencia
versa sobre el precepto, la ley divina; y la obligación de obrarla
se mide por la voluntad del legislador.
En la Iglesia hay que dar obediencia a la mente del Papa
que declara la fe dogmática: todos deben sujetarse a cualquier
juicio dogmático del Papa. Sin esta formal adhesión del
entendimiento no es posible la salvación del alma.
En lo que no es dogmático, como por ejemplo los textos
del Concilio Vaticano II, el fiel queda libre de la obediencia, pues
sólo se le pide un asentimiento religioso: es decir, sólo se pide a
la persona que acepte los textos del Concilio porque fueron
aprobados por un Papa legítimo, el cual no puede equivocarse
los pecados. Por lo tanto, para obrar esas verdades divinas, el hombre
tiene que seguir la Voluntad de Dios, lo que Dios manda o legisla en
esos mandamientos. Si el hombre no sigue lo legislado por Dios, sino
que legisla otra cosa, ya no hace un acto de fe divina. Sino que
construye su fe humana. El hombre conoce la verdad divina, con su
entendimiento, pero no la obra según la Voluntad de Dios, sino según
su propia voluntad o la de otros. La adhesión del entendimiento a la
verdad divina, no implica el sometimiento de la voluntad a Dios. El
hombre puede ver la verdad, la quiere obedecer, pero no la obra.
Obrar con fe divina es seguir la Voluntad de Dios que legisla en esa
verdad divina. Obrar el pecado se opone a la fe divina. La persona
sigue conociendo, con su entendimiento, la verdad divina, pero obra
de manera diferente a lo legislado para esa verdad divina. Por el
pecado, no se pierde la fe, pero sí la obra de la fe: no se hace un acto
de fe. La fe es un don de Dios. El acto de fe en el hombre es distinto al
don de la fe. El hombre pierde el don de la fe cuando con su
entendimiento rechaza la verdad divina, se opone a ella. Mientras no
la rechace, el hombre tiene el don de la fe, pero puede vivir haciendo
actos de fe o sin ellos, en la obra de su pecado.
en la doctrina, ya que posee la infalibilidad pontificia. En esos
textos puede encontrar muchas cosas que no son dogmáticas y
que, por lo tanto, no pertenecen a la salvación del alma.
Pero también es necesaria que la voluntad de la persona
siga la voluntad del que legisla, del papa.
Muchos Cardenales y Obispos, con sus entendimientos
dicen que se someten a la fe católica, pero sin embargo, con sus
voluntades propias, obran lo contrario a lo que legisla la Cabeza
visible de la Iglesia, el Papa. Aquí nace la rebeldía y el orgullo,
propio de espíritus que caminan tras sus propios desórdenes,
sus propias concupiscencias, y que llevan al Rebaño hacia la
dispersión y la apostasía de la fe.
El Concilio Vaticano II trajo esta rebeldía de los espíritus
en muchos Cardenales y Obispos. Se enfrentaron a un texto que
los dejaba libres, en sus entendimientos, para juzgar, opinar. La
consecuencia fue clara: la voluntad halló el camino para que el
entendimiento humano no se sometiera en nada al Papa.
El problema del Concilio Vaticano II no estuvo en su
inteligencia, en sus textos, sino en los propios Cardenales y
Obispos que acudieron a ese Concilio viviendo en la decadencia
del episcopado, y en la inactividad y ociosidad en sus
ministerios, los cuales eran incentivos para la inmoralidad.
Un alto clero que sometía a los sacerdotes a sus
caprichos, a sus humanismos, haciendo que gran parte de ellos
perdiera la noción de su vocación y se convirtieran en un
proletariado eclesiástico. Los sacerdotes
El Cuerpo de los Obispos separado de su Cabeza visible
no es la verdadera Iglesia, porque sólo la Iglesia puede existir
unida a Pedro5.
Y un Papa que abraza abiertamente doctrinas contrarias
que contradicen el depósito de la fe, después de su elección 6,
dejaría de ser Papa al ser un heresiarca público7.
Desde el momento en que una persona abraza
públicamente la herejía, deja de ser un miembro de la Iglesia.
Alguien que no es católico, que está fuera de la Iglesia por su
herejía, no puede ser Papa, no puede representar a Cristo, no
puede ser un puente de salvación entre este mundo y el otro.
5
Los Obispos que comulgan y obedecen a un hereje como papa,
Jorge Mario Bergoglio, no constituyen la verdadera Iglesia de Cristo,
sino que están edificando una falsa, porque no están unidos a la
verdadera Cabeza visible de la Iglesia, que es el Papa Benedicto XVI.
6
Pablo IV en su Constitución Apostólica Cum ex Apostolatus
Officio (1559) afirma que «si alguna vez aconteciera que… un Pontífice
Romano reinante, se hubiera desviado de la fe, o que hubiera caído en
alguna herejía anteriormente a su nominación como… Papa… la
elección es nula e inválida, inclusive si todos los Cardenales han
consentido en ella unánimemente. No puede devenir válida… a pesar
de la coronación del individuo, a pesar de los signos de oficio que le
rodean, a despecho de la prestación de obediencia a él por todos; y no
importa cuánto tiempo se prolongue la situación, nadie puede
considerar la elección como válida en ningún modo, ni esta confiere
ningún poder para ordenar ni en el reino espiritual ni en el temporal…
Todas sus palabras, todas sus acciones, todas sus resoluciones y todo
cuanto resulte de ellas, no tienen ningún poder jurídico y ninguna
fuerza de ley en absoluto. Tales individuos… elegidos bajo tales
circunstancias, están privados de toda dignidad, posición, honor,
título, función y poder desde el comienzo mismo…».
7
Cardenal S. Roberto Belarmino: «Papa hereticus est depositus».
«Un Papa herético debe ser depuesto»
La máxima de San Ambrosio, «donde está Pedro, allí está
la Iglesia»8, tiene validez solamente si Pedro permanece en la
«pura fe y sana doctrina». Cuando no es así, entonces: «Ni la
Iglesia está en él ni él está en la Iglesia»9.
Si el Papa «cayera en pública herejía, dejaría ipso facto de
ser Papa, dejaría de ser un creyente cristiano»10.
Pedro actúa en el nombre de Cristo y con el poder de
Cristo en la Iglesia y, por lo tanto, «el Espíritu Santo no está
prometido a los sucesores de Pedro a fin de que, a través de Su
revelación, puedan traer a la luz nuevas doctrinas, sino a fin de
que, con Su ayuda, puedan conservar inviolada y exponer
fielmente la revelación transmitida a través de los apóstoles, el
depósito de la fe…»11
8
San Ambrosio de Milán, en Doce Salmos Año 381 d.c.
9
Cardenal Cayetano
10
Cornelio Lapide S. J.
11
Concilio Vaticano I - Denzinger 1836.
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