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¡ESCAPA DEL MAL TRATO!
Identifica y protégete de las personas tóxicas que te
rodean
LOURDES RELLOSO CAMPO
¡ESCAPA DEL MAL TRATO!
Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su
incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio
(electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los
titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la
propiedad intelectual.
Edición: www.triunfacontulibro.com
© Lourdes Relloso Campo, 2019
INDICE
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO. Llamemos a las cosas por su nombre
PRIMERA PARTE:
En estos capítulos vas a trabajar para adquirir
necesarias antes de pasar a la acción como quien
concienzudo entrenamiento antes de realizar
importante de su vida: escapar de las personas
maltratan.
las condiciones
lleva a cabo un
la prueba más
tóxicas que te
NUESTRA GUERRA INTERIOR. El conflicto de querer y no poder
alejarte de personas tóxicas
EL CAMINO EMPIEZA POR EL FINAL Visualizar tu objetivo es
la clave para alcanzarlo
¿POR QUÉ SIGO AQUÍ? Entenderte para no juzgarte
DAVID contra GOLIAT. La educación nos atrapa en el maltrato
DE GALATEA A PIGMALIÓN. Cuando esperamos que haya un
cambio, pero no cambiamos
LA JUSTICIA ES CIEGA. Cuando esperar justicia es la condena
EMPODÉRATE. Si te relacionas como víctima, te convertirás en
ella
¡MANDAS TÚ! Claves para identificar a la persona tóxica que te
maltrata
NO SALGAS DE TU CAMINO. Aprende a decir NO
SEGUNDA PARTE:
Ahora que has reunido las condiciones adecuadas, que te has
fortalecido, ha llegado el momento de romper con quien te maltrata.
Es el primer día del resto de tu vida. Aquí están los pasos para pasar
a la acción y las pautas a seguir para no tener una recaída.
VUELA CON «RITMO»
El método para pasar a la ACCIÓN. Cambia la «O» de
OSCILACIÓN por la de OSADÍA
Cambia la «M» DE MIEDO por la de MODESTIA
Cambia la «T» DE TENTACIÓN por la de TENACIDAD
Cambia la «I» DE INSATISFACCIÓN por la de IMPLICACIÓN
Cambia la «R» del RENCOR y la RABIA por la de RENUNCIA y
RIESGO
¡A CELEBRARLO! Atrévete a alegrarte por ti
TERCERA PARTE:
Todas las condiciones necesarias para tu fortalecimiento, todos los
pasos que te garantizarán tu evasión están detallados en esta hoja de
ruta. Algunos ejercicios se repetirán, igual que para correr el día de
la maratón debemos hacerlo previamente si queremos tener la
suficiente resistencia el día de la prueba.
Para que puedas acceder a todos los ejercicios que aparecen en
este libro y puedas llevarlos siempre contigo te he preparado una
PLANTILLA de ACCIÓN. Accede a través de esta URL:
http://www.lourdesrelloso.es/plandeaccion
AGRADECIMIENTOS
Quisiera agradecer a todos mis lectores cero por haber tenido el coraje de
leer este libro y darme su punto de vista más personal. Todos han sido
personas que como tú han vivido, de una u otra manera, el sufrimiento que
ahora padeces, y su lectura ha sido tan difícil para ellos como enriquecedora
para mí. Los diferentes puntos de vista y sus observaciones han servido para
que el libro que ahora tienes en tus manos sea como una terapia en la que se
atiendan todas las necesidades de quien sufre el mal trato de personas
tóxicas.
Gracias también a la maravillosa portada de Álvaro Postigo y a la
generosidad de la internacional Campeona del Mundo IAAF de Ultra Trail,
Azara García de los Salmones, por prestar su imagen para la misma. Su
cuerpo desnudo dentro de una caja de cartón nos envía un claro mensaje:
«Dentro de ti, como en el interior de una gran atleta, hay también una
enorme capacidad de llegar lejos, de correr rápido, de tener una resistencia
que no puedes imaginar, pero todos necesitamos una misma cosa para
lograrlo: un método claro, un entrenamiento previo y una gran tenacidad».
Gracias en especial a Ane Marín Gurtubay, el único caso del que he hablado
de modo explícito en el libro bajo su petición expresa. Una joven que fue
mal tratada desde los seis años y que no ha querido esconderse ni ha
querido ocultar su caso sino, al contrario, que ha colaborado en su relato
para ayudar a cientos de personas que, como ella, puedan estar soportando
situaciones de maltrato en las que, con las mejores intenciones, los propios
profesionales y el sistema, lejos de ayudar a quienes están padeciendo,
genera mayor angustia al pedirles lo que es imposible alcanzar: que se
calmen, que se defiendan, que no lo piensen, que rindan en clase, que se
comporten con normalidad... aumentando su impotencia y su frustración
hasta que el dolor se vuelve insoportable.
Sigue los pasos de este libro, trabaja en los ejercicios cada día y te estarás
entrenando para la prueba más importante de tu vida: ¡alejarte de quien
roba tu felicidad!
PRÓLOGO
Llamemos a las cosas por su nombre
«La emoción te lleva a la acción y la razón, a las conclusiones». Donald
Calve
Estás en una situación compleja, angustiosa, que te aterra, que te ahoga. No
hay ser humano capaz de aguantar que se le trate mal continuamente, sin
lógica ni razón.
Si estás leyendo este libro es porque estás sufriendo maltrato por parte de
alguien. Puede ser un jefe tirano , una madre manipuladora , una hermana
crítica , unos compañeros que te humillan , una amiga chantajista , una
pareja que te juzga . Son personas tóxicas, insanas, que minan tu confianza
y tu seguridad. Te habrás preguntado con insistencia: ¿POR QUÉ? ¿Qué he
hecho yo para que me traten así? ¿Qué pasa conmigo? Con impotencia y
frustración habrás buscado la lógica, habrás querido entender mil veces la
razón. Habrás querido ser más fuerte, no sufrir tanto, poder soportar el trato
recibido comprobando que te resulta imposible.
La persona que te mal trata tiene dentro de sí todas las razones necesarias
para hacerlo. Quien maltrata es una persona débil, insegura. La necesidad
de usar la violencia es un reflejo de ambas. En una sociedad machista donde
se teme la sensibilidad y se proclama la violencia como fuerza o poder, el
inseguro debe encontrar siempre a alguien a quien machacar, especialmente
si ve en esa persona la capacidad de ser sensible. «Es un error esencial
considerar la violencia como una fuerza», afirmó Thomas Carlyle.
La violencia, la mala relación, la no relación es MIEDO. Un miedo a la
sensibilidad, a parecer débil, a necesitar a otro ser humano, a parecer
inseguro. Esta es la razón por la que quien maltrata siempre se esconde tras
la apariencia de fuerte, autosuficiente, capaz, seguro. Por eso necesita
despreciar, humillar y supeditar a las personas con las que mantiene
relaciones emocionales. Es la razón por la que trata mal a quienes tienen la
fortaleza de manifestar sensibilidad. Esa sensibilidad que el maltratador
teme, esa sensibilidad que le asusta. La sensibilidad que hace que un ser
humano tenga la fortaleza y la valentía de confesar su miedo, sus dudas, su
inseguridad y sus emociones con total honestidad. Esa fortaleza de expresar
tristeza, miedo o amor sin censuras es vista como una amenaza para el
maltratador que tiene miedo a hacerlo. Isaac Asimov dio en la clave al decir
que «La violencia es el último recurso del incompetente», del débil
emocional.
Igual que el sabueso tiene un olfato tan fino que es capaz de percibir el olor
de esa gota de sangre que al resto de las razas les pasa desapercibida, los
sensibles somos los que podemos detectar una situación de maltrato con
facilidad. Nos duele lo que es injusto. Nos afecta el dolor de los demás y lo
expresamos con claridad. Nadie diría que el olfato del sabueso, altamente
sensible, es una debilidad, sino al contrario. Nuestra sensibilidad es nuestra
fortaleza.
Yo soy uno de esos sabuesos que percibe y que ha sufrido el hedor del
maltrato que las personas tóxicas pueden desprender. Desde los doce años,
tras haber presenciado una situación reiterada de maltrato, me propuse
intentar ayudar a todo aquel que padeciera esta situación. Hoy, tras más de
25 años como psicóloga clínica, ofrezco este libro: ¡Escapa del mal trato! ,
en el que ofrezco el método que yo misma he creado a lo largo de los años
para que miles de personas puedan beneficiarse de él: El MÉTODO
RITMO. Cada una de las letras del método te dirá qué debes hacer, cómo
debes actuar y te recordará que ante los problemas de maltrato debemos
actuar mirando hacia adelante, sin retroceder ni echar la vista atrás .
El machismo se ha apoderado del lenguaje, por esa razón en este libro
encontraras escrito «mal trato» y no maltrato, mobbing , bullying u otros
términos parecidos.
Las palabras tienen el poder de trasmitir diferentes emociones y las
diferentes emociones generan distintas reacciones. En los últimos tiempos
los anglicismos están apoderándose de nuestro lenguaje arrebatándonos
nuestra capacidad de reacción. Bullying, mobbing, gaslighting o stalking
son tecnicismos que nos privarán de la emoción necesaria para actuar ante
el sufrimiento.
¿Por qué llamamos mobbing al desprecio? ¿Por qué bullying a la
humillación, al insulto o amenaza? ¿Por qué maltrato en lugar de agresión,
vejación, humillación, insulto, desprecio, amenaza, crítica, injuria, chantaje
o todas ellas juntas?
No sentimos lo mismo al decir que nuestro hijo sufre bullying que diciendo
que sus compañeros o profesores le humillan convirtiéndolo en una diana.
No sentimos lo mismo al decir que sufrimos stalking que al decir que
alguien nos critica y nos difama colocándonos en su punto de mira. No es lo
mismo decir que nos hacen gaslighting que decir que nos manipulan hasta
hacernos dudar de nuestra salud mental. No es lo mismo decir que nuestra
amiga nos humilla, nos juzga, nos ridiculiza, nos insulta que decir que nos
maltrata.
El poder de las palabras es absoluto. Pensamos con palabras, pero aún más
importante es que sentimos gracias a ellas . La riqueza de nuestro lenguaje
no solo depende de lo que decimos, también dependerá de lo que dejamos
de decir o decimos de una forma tan manida que lo privemos de impacto
emocional, como está ocurriendo con la palabra maltrato.
No sentimos lo mismo al escuchar que tenemos *malosresultados que
suspensos . No nos conformamos con decir que algo está *malejecutado
cuando hemos sufrido una negligencia médica . En un libro no hay palabras
malescritas cuando hay erratas. Todos sabemos que no suena igual. «Mal
hecho», «mal escrito», «mal ejecutado» están deslavados de emoción. Si,
para colmo, hacemos un «todo uno» sumando adjetivo y sustantivo para
hacer una nueva palabra que no será ni lo uno ni lo otro, convirtiendo el
suspenso en malresultad o , la negligencia en un *malejecutad o , la errata en
*malescrito, el robo en malacompra, la violación en malsexo , ¿qué
emoción generamos?
La pregunta que deberíamos hacernos es por qué, al hacer esta comparación
con otros pares de palabras, maltrato está tan arraigado. La explicación es
sencilla: la cultura de cada sociedad crea un lenguaje y nuestra cultura
machista crea uno muy concreto que, cuando se acepta y se normaliza,
convierte a los más sensibles en presas sin que lleguemos a tomar
conciencia de ello. Podemos encontrar ejemplos tan desgarradores como los
siguientes: hasta hace bien poco en los diccionarios de nuestra lengua se ha
definido la palabra violación como una “relación sexual a través de la
violencia”. Imaginemos que la definición de robo siguiera la misma lógica
y se afirmara que un robo es una relación comercial por medio de la
violencia. Todo el mundo observa la falta total de lógica, resultando, más
que absurdo, ofensivo. A pesar de que hoy violación ha cambiado su
definición en los diccionarios, el machismo sigue presente, lo que nos ha
llevado a que en las condenas se diga que hay “Abuso sexual” y no
violación porque no se ha ejercido violencia. Si un grupo de desalmados
entrara en una joyería, cerrara la puerta con el joyero dentro y, sin tocarle, le
desvalijaran, nadie diría que es un “Abuso comercial”. El lenguaje
utilizado, aceptado, consensuado y normalizado es el arma principal del
machismo. Un lenguaje que ha ejercido un mal trato permanente y
recurrente contra la mujer y contra todos los valores que ella representa: la
sensibilidad, la emotividad, el vínculo, la ternura, el apego…
A la mujer se le ha etiquetado como enferma a lo largo de la historia, una y
otra vez, gracias al poder machista. Fue la histérica (cuya raíz etimológica
viene del griego, útero) cuando sufría crisis nerviosas, supuestamente
porque su útero estaba vacío cuando sus esposos iban de guerra en guerra.
Fue la frígida y anorgásmica, por no sentir placer o no llegar al orgasmo
cuando el hombre practicaba un coito limitado a meter y sacar en una
penetración que a ella le “debía gustar” porque le gustaba a él. Sexualmente
seguimos padeciendo diagnósticos machistas como: “Trastorno orgásmico
femenino”, “Trastorno del interés/excitación sexual femenino”, “Trastorno
del dolor génico-pélvico/penetración en la mujer”, pero nadie habla de si
todos estos problemas son el resultado de intentar practicar un sexo
totalmente alejado de sus características diferenciales: una sexualidad
enfocada a la práctica machista que ve muchas veces a la mujer como un
mero dildo humano, es decir, un juguete sexual. Hoy volvemos a ser
tratadas como locas con el recurrente diagnóstico de “Dependencia
emocional”, algo que en psicología era un valor en positivo que
caracterizaba a las personas más asertivas, empáticas y con mayor
capacidad de establecer buenas relaciones y que, difícilmente recurrían a la
violencia. Lo terrible es, ojo al dato, que no sólo el término ha cambiado
radicalmente su significado, sino que cuando son los hombres los que
matan a una mujer porque ésta les abandona y luego se suicidan, o cuando
no las dejan hablar con ningún hombre por miedo a perderlas y las aíslan,
nadie dice que estos hombres sean dependientes emocionales. Así que, para
ejemplo, mil botones. La sociedad usa un lenguaje y el lenguaje nos hace
ver una realidad o, peor aún, no poder verla.
Hace unos años tuve una experiencia en un restaurante un tanto violenta.
Había demasiada gente. Como el comedor estaba repleto, tuve que
colocarme en la única mesa que había libre. Jamás hubiera elegido sentarme
frente a la televisión, pero allí estaba yo, colocada en primera fila. Para mi
desgracia, lo que tenía frente a mí no eran videos musicales o un
documental de National Geographic ni muchísimo menos. Ante mis ojos
pude observar, contra todos mis deseos, la noticia de una matanza con
imágenes espeluznantes. Mire a mi alrededor, quería encontrar a la
camarera para pedirle que cambiaran el canal, pero comprobé que el resto
de los comensales miraban la noticia plácidamente, como si nada estuviera
ocurriendo. No había posibilidad de cambiar de mesa y, a pesar de que yo
metía la cabeza encima del plato para no ver la pantalla, el relato se iba
dibujando con toda precisión en mi imaginación. Hace tiempo que no veo
telediarios, mis neuronas espejo hacen que sufra demasiado al ver los
horrores que hay en el mundo, pero en aquel momento fui consciente de
que las personas en general nos hemos inmunizado al peor veneno de
nuestros tiempos: la violencia.
Las noticias de los últimos años hacen alusión permanentemente a
violaciones, asesinatos y malos tratos emitiéndolas sin ningún tipo de filtro.
Nos han hecho contemplar cuerpos sin vida como si fueran bolsos dentro de
un escaparate preparado con el único objetivo de captar nuestra atención.
Las charlas, conferencias o tutorías en los colegios tratando el tema del
acoso o el maltrato están en auge; sin embargo, los datos indican que la
situación no mejora.
Esta saturación de noticias aberrantes sin efectos de difuminado o pixelado
están teniendo claras consecuencias. La filosofía de que hay que mostrar la
cruda realidad para que el mundo conozca la verdad y se vuelva más
reactivo ha creado un efecto contrario al deseado. La explicación nos la da
la Psicología con la conocida técnica de desensibilización sistemática ,
utilizada para poder soportar un estímulo fóbico. Se trata de un proceso en
el que a fuerza de exponernos a un estímulo inaguantable logramos
inmunizarnos a él. Es lo que está ocurriendo con las noticias de malos tratos
que percibimos como «una más», sin mayor trascendencia para nosotros.
El 30 de julio de 2019 se computan en España 38 muertes por violencia
machista. En 2017 hubo un registro de 166.620 denuncias de violencia
machista. En los últimos diez años, más de medio millón de niños han sido
víctimas de ello. Durante 2018 se registraron 25.312 casos de violencia
contra un menor, de los que 3.605 requirieron una intervención urgente con
fuerzas de seguridad del Estado y/o servicios de emergencias. El maltrato
psicológico se ha multiplicado por 7; el de un adulto a un menor en la
escuela lo ha hecho por 6; el ciberacoso y grooming, por 5; el maltrato
físico, por 4. En uno de cada diez casos registrados han pensado en
suicidarse o se han autolesionado. Muchos han terminado de modo
dramático.
Todas las muertes a consecuencia del maltrato han sido televisadas,
radiadas y escritas bombardeando nuestros sentidos. Pero la permanente
exposición a contenidos violentos, dramáticos e injustos a la que estamos
siendo sometidos, lejos de hacernos más sensibles y reactivos, está creando
el efecto paradójico de inmunizarnos. Hemos conseguido una especie de
insensibilidad social y personal ante el sufrimiento. A pesar de saber que
son conductas horribles e inaceptables, no damos una respuesta emocional
suficientemente contundente.
La información genera conclusiones, pero la emoción que podría
empujarnos a actuar está «domesticada». Esta es la explicación que nos
ayuda a entender por qué todo lo invertido para sensibilizarnos ante el
maltrato no funciona.
Hoy podemos mantenernos impasibles ante una situación injusta cuando la
vivimos o cuando la presenciamos e incluso compartir, sin ningún pudor,
contenidos que pueden destrozar a una persona. La tolerancia, como todas
las conductas, se aprende. Los medios de comunicación de esta sociedad
han conseguido que aprendamos a tolerar el maltrato y la violencia porque
nos estamos acostumbrando a ellos.
Inmunes al sufrimiento de las víctimas, tratamos de modo injusto y cruel a
quien es humillado, despreciado, insultado, juzgado, ninguneado. Incluso,
cuando somos quienes sufrimos, nos tratamos mal a nosotros mismos,
juzgándonos y castigándonos sin piedad. Este es el espejo de una sociedad
que, lejos de prestar apoyo a las víctimas, en muchas ocasiones les
alecciona o juzga diciéndoles lo que deberían haber hecho y no hicieron
frente a esas situaciones en lugar de dar una respuesta eficiente y eficaz
para terminar con ellas.
Nuestra sociedad machista no humilla al que maltrata, sino que le etiqueta
como «fuerte» o «poderoso» sin entender que hasta el más mediocre,
incapaz e inseguro puede agredir. Estos valores machistas en los que la
violencia, la agresión o el empleo de la confrontación física son atribuidos a
una «personalidad fuerte» no protegen al agredido, sino que le educan en
quitar importancia a la agresión, no prestarle atención o cargar sobre sus
espaldas la responsabilidad de hacerle frente.
Según el machismo, quien es tan débil que solo puede utilizar la violencia
es «fuerte». Por el contrario, quien tiene la fortaleza y la madurez de
respetar a los demás rechazando la violencia es «débil». Estos valores son la
razón por la que la humillación, el insulto y, en definitiva, el mal trato se
considera «algo sin importancia» a pesar de que las víctimas que van
quedando por el camino nos gritan todo lo contrario.
El uso y el abuso de la palabra maltrato está haciendo que nuestra capacidad
de percibir y actuar frente a él nos resulte cada vez más difícil, pues en las
bellas palabras de Ortega y Gasset: «Mientras el tigre no puede dejar de ser
tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de
deshumanizarse».
Humanizarnos implica tratarnos a nosotros mismos de un modo cálido,
afectivo, justo y respetuoso, percibiendo cuándo las personas con las que
convivimos no lo hacen. Tratar a los demás como quisiéramos ser tratados y
permitir, únicamente, que nos traten como les trataríamos nosotros.
Humanizarnos es tratar al violento como el único débil e incompetente.
Humanizar es tratar al respetuoso como el único que tiene verdadero coraje.
Humanizarnos es dar importancia —y mucha— a las relaciones de mal
trato. Humanizarnos es reaccionar. Humanizarnos es detener esta lacra.
Humanizar es saber que somos poderosos cuando tratamos a los demás de
forma justa.
Humanizar, cuando una relación es amenazante y quien debería querernos
es nuestro verdugo, es responder ante nuestro sufrimiento, darnos la mano
con decisión y salir de nuestro infierno.
¡Ojalá hoy acabes de empezar!
NUESTRA GUERRA INTERIOR
El conflicto de querer y no poder alejarte
de personas tóxicas
«¡La inteligencia emocional, el perfecto oxímoron!». David Nicholls
Hay personas buenas, con buen corazón, que siempre regalan una sonrisa,
que valoran la paz por encima de todo, que no son complicadas ni
complican la vida a los demás, que creen en la justicia y en que hay que
tratar a los demás como quieren ser tratadas. Hay personas que quieren
confiar y vincularse con apertura. Hay personas que, si pueden ayudar,
ayudan, que muestran empatía, que comprenden a los demás, que tienen el
sueño de que el mundo sea mejor. A mí esas personas me parecen «fáciles»
de tratar y «difíciles» de encontrar, o sea, un tesoro. Tienen lo único que yo
llamaría inteligencia emocional. Por el contrario, esa inteligencia que habla
de gestión, de atino, de acierto, de control, la considero «racionalización»,
no inteligencia.
Tras 25 años de experiencia he podido observar que era con estos pacientes
—o clientes, como quieran ser llamados— con quienes me apetecía
encontrarme en la consulta. Sin pudor, he llegado a afirmarles: «Me alegro
de verte». Digo sin pudor, porque decir que te alegras de ver a alguien en
consulta parece significar que no te importa que esté pasando un mal
momento. Por supuesto, todos me entendían; no en vano, «a buen
entendedor, pocas palabras bastan». Les quería decir que, de la mayoría de
mis pacientes o clientes, ellos me resultaban especialmente estimulantes y
«fáciles» de tratar. De hecho, muchos se han convertido en grandes amigos
a los que admiro por encima de todo. Me he preguntado qué me aportaban.
Al fin, he encontrado la respuesta: eran y son personas que, a pesar de su
gran sufrimiento siempre me ofrecían un buen trato, seguían teniendo
ilusión en la mirada, tenían el deseo de romper con lo que les dañaba, pero
mantenían su calidez. Conscientes de sus dolores, deseaban con ansia y
decisión un cambio en su vida, demostrando con ello un gran coraje. Igual
que tú, estaban hartas, sentían que no aguantaban más las relaciones de mal
trato que sufrían.
Demasiadas veces, con impotencia, decían: «No merezco esto, no es justo,
yo no lo haría, no entiendo que me traten así».
Estamos rodeados de «individuos» que nos MAL tratan. La palabra
maltrato está casi limitada a determinadas circunstancias de palizas físicas
en relaciones de pareja, insultos o vejaciones. Quien lo sufre, sin embargo,
sabe muy bien que hay muchas más formas y situaciones de mal trato.
En mi opinión, el mal trato es la estrella de las ocho puntas. Las personas
tóxicas que nos machacan y nos hunden son quienes nos pueden: pegar,
insultar, criticar, ridiculizar, juzgar a través de reproches, aconsejar sin que
les hayamos preguntado, exigir usando el chantaje emocional o ningunear.
Son como algunos comentaristas de fútbol, juzgando y menospreciando
cada una de nuestras jugadas como si fueran los expertos de nuestras
propias vidas. Nos hacen sentir cada vez más pequeños, más desprotegidos,
minando nuestra autoestima. Hacen que, poco a poco, perdamos nuestra
confianza. Pueden ser parejas, familiares, amigos, clientes. Abusan de
frases como: «Tú siempre», «tú eres», «tú nunca», «tú debes», «tú sabrás».
Hablan de nosotros con desprecio, descalificándonos siempre que pueden.
Son relaciones tóxicas, sabemos que debemos alejarnos de ellos, pero algo
nos atrapa y no entendemos la razón. A pesar de tener la puerta abierta, no
podemos salir. Con este libro entenderemos por qué nos quedamos ahí, qué
nos detiene.
«Quiero romper, pero no puedo». «No quiero quedarme, pero aquí sigo».
«No tiene lógica que le quiera, pero le quiero». «Creo que no debería seguir
complaciendo, pero me resulta inevitable». Contradicción tras
contradicción, así es nuestra naturaleza y a veces necesitamos que alguien
nos la explique para no sentirnos aún peor.
En la mayoría de las ocasiones quien viene a consulta lo hace porque se
encuentra en una situación que le supera, quiere deshacerse del miedo que
le atenaza, que le obliga a seguir padeciendo sin poder reaccionar. El paso
de empezar una terapia es la prueba de que ha comenzado a elaborar una
estrategia para salir de su encierro. Igual que tú, al tomar la decisión de leer
este libro, has comenzado a hacer algo, has emprendido el camino, quieres
pasar a la ACCIÓN.
Todas estas personas, de las que tanto he aprendido, tenían en común esa
semilla del inconformismo, del deseo, de la motivación, de la expectativa,
de la ilusión mezclada con un gran miedo a lo desconocido y un sufrimiento
desolador. Ellos tenían un mismo motor de acción: deseaban salir del dolor,
de la frustración, alcanzar el objetivo de vivir en paz, sentirse mejor consigo
y con el mundo.
Me gusta trabajar con quien tiene el problema de querer romper con aquel
que le hace sufrir sin sucumbir cuando no encuentra el camino, buscando
ayuda. Así eres tú. Si estás leyendo esto, es porque quieres hacer algo con
tu sufrimiento, porque necesitas una hoja de ruta para conseguir salir de tu
encierro. No te quedas en la queja, no te quedas pasivo, eres quien quiere
ser protagonista de su propia vida y quieres avanzar.
Hace más de veinticinco años, en la búsqueda del nombre de mi propia
empresa, tras sufrir una de las decepciones más grandes de mi vida, con un
jefe que me acosaba haciendo que me marchara de un trabajo que era el
sueño de toda recién licenciada, mi hermana dio en la clave al sugerirme:
«Bidane » (en euskera, camino).
Yo tenía que emprender un camino duro: deshacerme de una ilusión,
renunciar a ella y emprender otra diferente. Tenía que levantarme del suelo,
ponerme otra vez de pie después de la derrota y volver a confiar. Sin duda,
el camino es la empresa de salir para llegar, de romper con el inmovilismo,
avanzar hacia un nuevo objetivo, nuevas ilusiones y expectativas distintas.
Camino es el hecho en sí mismo de andar, algo que dijo, mejor que nadie, el
poeta Machado: «No hay camino, se hace camino al andar».
Cuando quiero salir del sufrimiento que me genera quien me maltrata y
deseo emprender el camino de la liberación, el miedo a salir de lo conocido
y las dudas de cómo será la vida más allá aparecerán en mi cabeza. No
conozco ese otro lado de la realidad. No sé qué ocurrirá. No conozco el
camino ni las dificultades que encontraré.
No creo equivocarme si afirmo que todos los humanos, en alguna ocasión,
nos hemos considerado culpables al sentir ira cuando nos sentíamos
machacados mientras pensábamos, inútilmente, que no debíamos sentirla.
Tampoco creo equivocarme al afirmar que, muchas veces, tenemos miedo a
actuar y nos juzgamos por ello. Intentamos sacudirnos las emociones
desagradables de encima como si fueran nuestro peor enemigo, sin ningún
resultado.
Algo ocurre en nuestro interior que hacemos lo que no queremos, que
mantenemos relaciones que no tienen sentido, que sabemos muy bien la
teoría de lo que debemos hacer, pero no sirve de nada. Algo, efectivamente,
ocurre en nuestro interior que hace que entre en conflicto lo que hacemos
con lo que pensamos, lo que sentimos con lo que hacemos, lo que pensamos
con lo que sentimos, saliendo, irremediablemente, lesionados en cada una
de las batallas.
La sociedad nos educa en la gestión de nuestras emociones, en el control de
nuestros sentimientos. Si nos sentimos machacados, tristes, acosados,
hundidos, nos propone que intentemos no sentirnos así. Si tenemos dudas o
miedos nos dice que no tenemos que tenerlos. La pelea entre la razón y la
emoción parece ser la herencia desde los tiempos de Adán y Eva.
La prohibición y el control siempre se han propuesto como solución frente a
nuestros sufrimientos o emociones más profundas. Así que, si tenemos
miedo o sentimos dolor, los remedios que tratamos de aplicar siempre son
los mismos: intentar no pensarlo, intentar no sentirlo.
Una de mis pacientes me contaba un recuerdo que quería eliminar de sus
pensamientos desde el mismo día en que lo vivió: «No consigo quitarme de
la cabeza aquel día en que mi hijo me vio entrar en casa por la ventana del
baño, totalmente empapada. Yo estaba fregando el suelo y mi pareja no
hacía más que levantarse y pisar lo que había fregado. Lo volví a pasar
varias veces porque él no daba tiempo a que se secara. Al final me enfadé y
le dije: Ya vale, ¿no? Entonces cogió el cubo de la fregona y lo tiró a la
calle. Salí a coger el cubo y, al salir, él me cerró la puerta de casa. Al ver
que era imposible que me abriera, desistí. Esa noche estaba cayendo una
buena tormenta, así que estaba totalmente empapada. Al final entré por la
ventana del baño que había dejado abierta. Cuando entré por la ventana,
mi hijito me vio, yo le puse una excusa y me callé. Volví a llenar el cubo de
la fregona y terminé lo que estaba haciendo, enfurecida y sin poder
quitarme de la cabeza lo que mi hijo acababa de ver».
Tratamos de combatir en una guerra en la que cuanto más insistimos en
derrotar al que consideramos nuestro enemigo interno, la emoción y el
pensamiento involuntario, más nos garantizamos fracasar. Es la «crónica de
una muerte anunciada», pues, cuanto más persigo algo que no podré
conseguir, más garantizo mi sensación de frustración e incapacidad.
Preparamos las armas para un combate que no es sino un suicidio cotidiano.
Intenta, ahora, en este preciso momento no pensar en una foca roja. Intenta
no centrarte en la punta de tu lengua. ¿Qué ocurre? Intentar no sentir o
tratar de no pensar nos condena a ello. La batalla está decidida antes de
empezar. Perseguir librarnos del dolor en nuestras relaciones insanas es una
garantía de fracaso. Ya es hora de entender, de una vez por todas, que
sentirnos mal nos advierte de que algo que estamos viviendo está MAL.
Nos pedimos lo que no podemos, pero el problema no está en nuestra
naturaleza, sino en que hay una especie de vanidosa racionalidad que cree
que todo lo que se quiere se puede. Decir «quiero dejar a esta persona que
me maltrata» es como escuchar «puedes comer de todo excepto chocolate».
Me ofrecen mil puertas, pero solo me permiten abrir novecientas noventa y
nueve. La prohibida, no me digas por qué, es la que capta mi atención. La
prohibición potencia el deseo. Así funciona nuestra naturaleza. Padecemos
el síndrome de las puertas abiertas, no soportamos que se cierre ninguna; es
más, la puerta cerrada será la que más nos interesará.
No hay nada más apetecible, que aumente más nuestro placer, que lo
prohibido. No hay nada que genere mayor descontrol que nuestro obstinado
control. No hay nada que nos haga más cobardes que la pretensión de no
tener miedo. Aquel que ha seguido mil dietas, que observa impotente que
sus hábitos siguen siendo los mismos, no tiene falta de voluntad, sino que
persigue un objetivo inalcanzable al ir contra todo lo que desea.
No, no es que seamos personas estúpidas o que no tengamos las cosas
claras. La ciencia ya nos perdona la vida. Según los estudios realizados por
el neurocientífico norteamericano Paul MacLean, el cerebro humano ha
evolucionado formando tres capas: paleoncéfalo, mesencéfalo y neocórtex.
Las conexiones existentes entre estas nos explican tanta dualidad.
La primera de ellas, la más interna, es la que conocemos como cerebro
paleoncéfalo o cerebro reptiliano. Es el más primitivo y rápido, formado
por los ganglios basales, el tallo cerebral y el sistema reticular. Este
«lagarto» que llevamos dentro es el guardián de nuestras vidas, actúa desde
el instinto , nos hace huir o pelear, pero no desde las emociones más
elaboradas ni la conciencia o el análisis de qué es más conveniente o
adecuado en cada momento. Está diseñado para manejar la supervivencia
por medio de la reacción.
No hay tiempo para analizar cuando el lagarto huye en décimas de segundo.
Esa es la capacidad, la fortaleza, del cerebro más básico. Es la inteligencia
que necesita ver las posibles salidas manteniendo las puertas abiertas y la
que nos mantiene donde «creemos» que estarán nuestros recursos. No hay
lógica, pero así actúa y lo hace sin consultar.
Sobre la primera capa nos encontramos con el mesocéfalo o cerebro
límbico. Se encarga de realizar procesos de vital importancia para que el
organismo siga funcionando, hasta el punto de que la actividad en esta
estructura del sistema nervioso es la que señala de un modo más claro si
hay muerte cerebral. Compuesto por seis estructuras (el tálamo, la
amígdala, el hipotálamo, los bulbos olfatorios, la región septal o el
hipocampo) su función está relacionada con la regulación de nuestro
organismo y las emociones . Es responsable de nuestros miedos, alegrías,
dolores y rabia. Interviene condicionando nuestras decisiones más básicas.
Ahí están nuestros pálpitos, nuestros presentimientos y nuestras reacciones
viscerales. Es la razón por la que, a pesar de que quieras reaccionar, el
miedo te atenace debido a lo que se denomina «rapto emocional».
El neocórtex es el área cerebral más evolucionada, responsable de nuestra
capacidad de razonamiento, el pensamiento lógico y la consciencia. Permite
todas las funciones mentales superiores, el análisis profundo de la
información, la reflexión y la toma de decisiones racionales. Pero lo más
importante es que también influye en la capacidad abstracta de imaginar,
planificar y anticipar resultados, ayudándonos a establecer la estrategia más
adecuada.
Nuestras emociones no dependen, como tampoco lo hacen las respuestas
instintivas de la última capa, el neocórtex. Ya es hora de entender que
«saber la teoría» no sirve para nada. Saber que tengo que estudiar para un
examen nada tiene que ver con que tenga la motivación, la fuerza de
voluntad o la capacidad de sacrificio para hacerlo. Saber que debo alejarme
de ciertas personas no me ofrece el coraje para emprender el viaje. Saber no
es hacer. Pensar no es sentir. Querer no es poder.
El hecho de que nuestras emociones no dependan de nuestras reflexiones es
lo que explica que nos quedemos junto a quien nos machaca a pesar de que
nuestro intelecto nos diga, gritando a voces, que esa conducta es
destructiva. Sabemos perfectamente que necesitamos un cambio, pero no lo
ejecutamos. Nos quedamos atrapados en la expectativa de que el otro
cambiará. Nos quedamos junto a quienes nos atormentan porque no
soportamos el dolor de enfrentarnos al miedo a lo desconocido, a los
sentimientos de culpa, al fracaso, a la renuncia.
Así de crudo, así de frustrante, esta es la realidad. Nos quedamos sobre las
brasas por miedo, pero al sentir el dolor, luchamos contra él, tratando de
sentirnos bien. Cuando estamos rabiosos, queremos dejar de estar rabiosos.
Cuando estamos tristes, queremos dejar de estar tristes. Sentir
descafeinadamente, sentir anestesiados, la solución que se propone es
«positivizar» o el famoso «gestionar».
Cuando la gestión es el intento de no sentir lo que siento, de pensar en
positivo para cambiar mi emoción, tendremos la garantía de una derrota. El
neocórtex piensa, sí, pero el cerebro límbico siente independientemente de
lo que quiera el neocórtex. El cerebro reptiliano decide, independientemente
también, de lo lógica o ilógica que sea esta decisión.
En resumen, la reacción instintiva es ajena a las emociones, las emociones
son ajenas a la lógica y estas deciden, en muchas ocasiones, nuestros actos.
Ahí está la imagen escalofriante de una y otra persona saltando por las
ventanas de las Torres Gemelas el 11-S, puro instinto de huida fuera de
cualquier pensamiento racional que no sea la aplastante, lógica o ilógica,
ley de la supervivencia.
Queremos pensar que lo que decidimos es el resultado de nuestras
reflexiones. Sin embargo, lo cierto es que nuestro inconsciente actúa como
un piloto automático que, sin tener en cuenta nuestra opinión, decide por
nosotros. La mente primitiva actúa sin consultarnos, nos guste o no.
Queremos romper con quien nos machaca, sí, pero algo nos lo impide.
Con tecnologías como la resonancia magnética o la tomografía por emisión
de positrones (TEP) podemos comprobar y comprender por qué cuando una
persona está deprimida parece pasiva ante cualquier amenaza. Por qué una
persona hundida, cuando alguien la maltrata , no llega a reaccionar.
La depresión hace que razonemos peor. La lógica no funciona, nada
consigue que nos sintamos mejor. Las imágenes muestran cómo, en caso de
depresión, el cerebro emocional aumenta su actividad colapsando a la
persona, haciendo que solo sienta sus emociones negativas.
La cognición disminuye al estar afectada por la saturación emocional. Esta
influencia de las emociones en el funcionamiento de nuestro pensamiento
obedece a que, de la amígdala —es decir, del mesencéfalo—, parten
muchas más vías de comunicación hacia el cerebro cognitivo que al
contrario.
Con este libro vamos a ir aplicando ejercicios claros para terminar, de una
vez por todas, con nuestra situación de sufrimiento para superar nuestras
dudas, vencer nuestros miedos y poder avanzar. La pelea, sin embargo, no
consiste en intentar no sentir lo que sentimos, sino en ir más allá con
nuestra capacidad de imaginar. Solo aceptando nuestra naturaleza podremos
alcanzar nuestras metas. Esta es la estrategia del método RITMO para poder
superar nuestros límites: ¡Vencer sin combatir!
Intentar no sentir que te estás quemando cuando coges un plato que abrasa
no es una solución inteligente. Sería absurdo matar al mensajero que nos
advierte de que alguien nos está arrebatando la felicidad. Sentirte mal es
bueno porque te da una información de vital importancia. El dolor nos pide
a gritos una reacción.
El punto de partida de tu camino empieza por asumir que, igual que no
puedes sostener en tus manos algo que quema, no puedes seguir junto a
alguien que te hace sufrir, que cuando algo te está abrasando solo hay una
cosa que puedes hacer: ¡soltarlo! Crea en tu imaginación un mundo mejor,
un mundo sin dolor.
EL CAMINO EMPIEZA POR EL FINAL
Visualizar tu objetivo es la clave para alcanzarlo
«Cuida tus pensamientos, porque se convertirán en tus palabras. Cuida tus
palabras, porque se convertirán en tus actos. Cuida tus actos, porque se
convertirán en tus hábitos. Cuida tus hábitos, porque se convertirán en tu
destino». Mahatma Gandhi.
La mayoría de nuestros logros, de las grandes ideas, por increíbles que
resulten, nacen de nuestro poder de imaginar. No en vano, la palabra griega
idea significa «visión». Idear es imaginar. Por esa razón, la primera y más
importante acción de cambio es atreverse a imaginar, a soñar despiertos, a
volar más allá del lugar en el que nos encontramos.
Imaginar un futuro mejor es distinto a ser una persona ilusa. Soy una
persona ilusa si, a pesar de las evidencias, sigo creyendo que quien me trata
mal dejará de hacerlo. Imaginarme más allá del dolor no es imaginar que el
mundo va a cambiar, sino imaginar que seré capaz de decidir mi propio
destino.
¿Cuántas veces te han pedido que te alejes de quien te trata mal? ¿Cuánto te
repiten que no deberías aguantar que te traten así? ¿Cuántas veces has
querido hacerlo y no has podido?
Intentar algo que no está a nuestro alcance genera sufrimiento y dolor. Por
esa razón debemos pedirnos aquello para lo que, en cada momento, estamos
preparados. Esto debería ser fundamental en cualquier enseñanza, pero,
generación tras generación, lo seguimos haciendo mal.
Hagamos una comparación. Las fases del desarrollo en la infancia no
siguen el mismo ritmo en todas las personas. Unos bebes aprenden a andar
con nueve meses y otros lo hacen mucho más tarde, algo absolutamente
normal. Sin embargo, los objetivos que les marcamos son iguales para
todos. Nos cuesta entender que cuando tenemos prisa hay que ir despacio.
Somos la ley del absurdo.
Ponemos en el orinal al bebé sin importarnos que no pueda aún controlar
sus esfínteres. Lo ponemos sobre sus dos piernas, da igual que esté o no
preparado porque el resto sí lo está. Sin importarnos que no tenga una
lateralidad clara, tendrá que leer y escribir como todos los demás.
La pregunta es: ¿qué conseguiremos con ello? ¿Qué pasará con su
autoestima, con su confianza, con su seguridad personal? ¿Qué ocurrirá con
su estructura ósea? ¿Qué pensamientos le estaremos generando sobre la
acción de andar y sobre su capacidad personal con nuestro obstinado
empeño en hacerle «avanzar»?
Esta es la razón por la que, lo primero que te voy a pedir, no va a ser que te
pongas en pie y eches a andar. No te voy a pedir que des el paso de romper
con quien te maltrata. «No importa lo lento que vayas mientras no pares»,
decía Confucio.
Lo que seguro que sí haces con frecuencia es imaginar tu vida sin
sufrimiento, sin dolor, sin lágrimas. Es lo que te voy a pedir: imaginar para
cambiar . Imaginar para lograr. Imaginar para alcanzar, para ir más allá del
sufrimiento en el que estás.
«Hay que tener los pies en la tierra », «Tienes muchos pájaros en la
cabeza», «Deja de soñar», «Aterriza». Demasiados mensajes van directos a
la castración absoluta de nuestra capacidad de soñar, de ser creativos, de ir
más allá de lo que se puede ver y tocar. Nos cuesta entender que la ilusión
del ser humano es el fundamento de sus cambios.
Antes de crear algo con nuestras manos lo creamos en nuestra imaginación.
A lo largo de la historia han existido grandes visionarios que nos han
mostrado un mundo «de fantasía». Una y otra vez hemos oído hablar sobre
la capacidad anticipatoria de Julio Verne, intuyendo lo que con nuestra
creatividad íbamos a hacer realidad.
La imaginación es un ingrediente esencial del pensamiento y la inteligencia.
Es la piedra angular de la evolución. Soñamos un mundo mejor,
imaginamos una vida más plena y feliz en la que nos vemos con fuerza y
seguridad para actuar. Podemos estar viviendo la mayor de las desgracias,
pero con la creatividad nos subimos a nuestro dolor y echamos a volar
encontrando la salida.
La clave es atreverse, no quedarte embarrado en el sufrimiento. Imagina
que das el paso, que dices lo que te gustaría decir, haces lo que te gustaría
hacer, rompes las relaciones negativas que quieres romper. Imagínate siendo
capaz.
Ten cuidado con tus palabras, con tus sentencias, con afirmaciones como
«no puedo», «no soy capaz», «no tengo salida». Como afirmó Wittgenstein:
«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» y, como no podía
ser menos, con estos pensamientos no podremos despegar los pies de la
tierra, condenándonos a la vida que conocemos.
Con frecuencia, caemos en nuestra compulsión racionalizadora y analítica.
Pensamos que solo es cierto lo que se puede ver y tocar. Tratamos de
clasificar, enumerar y etiquetar lo que hacemos. Tratamos de usar la lógica
controlando nuestros sueños para no decepcionarnos. Pensamos y
analizamos todo. Castramos nuestra capacidad de imaginar, error frecuente
en este pequeño Descartes que asigna tanto poder a la razón, olvidando el
poder de la ilusión.
Las emociones son la llave para romper con lo que nos rodea. En palabras
de Eduard Punset: «Sin emoción no hay proyecto». Pero nuestras emociones
no responden a la realidad, sino a nuestra capacidad creadora y creativa. Se
generan «imaginando». Por lo tanto, visualizar es el primer paso para la
acción.
Darwin aseguraba que nuestras emociones eran las que compartimos con
los animales, poniendo el foco en los estímulos «observables». Según él,
nuestras reacciones no respondían a las emociones que generaba nuestra
creatividad, sino la respuesta al ambiente.
En los años 90, con las primeras pruebas de análisis cerebral, Antonio
Damasio formuló la teoría que rompió con el maniqueísmo mental que
separaba en vasos estanco emoción y razón, ayudando a entender el poder
de nuestra imaginación.
«Quiero dejar estar relación, pero…»; «Quiero irme de este trabajo,
pero…»; «Cada vez que voy a visitarle me machaca, pero...».
Damasio «desveló» lo que todos padecemos en las relaciones de maltrato:
la contaminación de lo emocional sobre lo racional a la hora de actuar . Si
algo me genera una emoción positiva, aunque solo sea en mi imaginación,
obliga a mi inteligencia a que le parezca razonable. Si creo que después de
la tempestad llega la calma, me quedaré atrapado bajo la tormenta.
Hay una brecha entre las diferentes partes de la persona. La creatividad y
las emociones que esta genera tienen más poder sobre nosotros que los
datos reales. La imaginación no se ve, pero existe. Nuestro anhelo y nuestro
miedo no se pueden tocar, pero todo el que está atrapado en una situación
de mal trato sabe que pueden dejarte paralizado.
Nuestra fantasía puede hacernos sentir tanto la ilusión de que las cosas
cambien como el terror por lo que nos puede ocurrir si las cambiamos.
Al pensar en salir de una relación de maltrato podemos sentir, como si un
tigre nos estuviera acechando, pánico. Un paseo por los cines, viendo la
reacción de los adultos que acompañan al público infantil a cualquier
película de Walt Disney, no deja margen de duda. Sabemos que es pura
fantasía, pero lloramos o nos aguantamos para que nadie lo vea. Como dijo
Hipócrates, «Somos un todo».
Nuestro ser no tiene partes separadas. Si tengo algo en mi imaginación, me
emociona, y si me emociona, reacciono. Mientras tenga la ilusión de que la
otra persona cambie, estaré esperanzada, y si estoy esperanzada, aquí
seguiré. Si tengo la fantasía de que sin esa persona seré incapaz de vivir,
estaré atemorizada y, también, esa emoción me atrapará donde estoy.
Por desgracia, convivimos con el reduccionismo de Darwin en cada ocasión
en la que no tenemos en cuenta el poder de nuestra emoción. Lo que no se
ve, no existe. Este reduccionismo volverá a repetirse en cada estudio,
prueba, juicio o diagnóstico que no tenga en cuenta la emoción. El miedo o
el dolor de la persona sesgará los resultados.
¿Cuántos niños son estudiados, analizados, diagnosticados por un test
cuando en su casa viven un infierno? ¿Cuántas veces esperamos alcanzar un
logro cuando estamos angustiados ante la posibilidad de una pérdida?
¿Cuántas veces nos juzgamos a nosotros mismos por quedarnos junto a
quien nos trata mal?
Nos ponemos a prueba sin considerar nuestra condición humana, la
emoción. Eso es reduccionismo.
La imaginación nos puede hacer sufrir, nos puede dejar atrapados a pesar de
los estímulos que nos rodean, pero también nos puede dar la fuerza
necesaria para reaccionar, para elaborar un plan de acción y coger el
suficiente impulso.
En la imaginación está nuestro enemigo y nuestro motor de motivación.
Ya desde los tiempos de Aristóteles, sabemos que la visualización es una
herramienta útil para cambiar el estado físico del cuerpo. Einstein hablaba
de la importancia de la visualización y explicaba cómo había llegado a sus
conclusiones científicas imaginando que viajaba entre los planetas.
Todas las personas, ante una misma realidad, tenemos distintos enfoques
visualizando diversas formas de solución.
Encontrar una solución no es imaginar que no existe el problema. La
solución ante un jefe que te acosa no es imaginar que él cambia y, de esa
manera, el problema desaparece, ni ante una pareja que te machaca es
imaginar que tú haces algo y consigues que sea encantador.
La solución es imaginar un cambio en ti. La diferencia entre imaginar y
crear es que la primera está en un plano abstracto y la segunda es concreta.
Es la creatividad la que pone a trabajar la imaginación porque, si queremos
llevar a la práctica cualquier plan, el primer acto es imaginar que lo estamos
haciendo ¡ya!
Por ejemplo, si queremos ir con una amiga al monte y quedamos con ella en
la plaza del pueblo, apareciendo con nuestras mochilas, bocadillos y
cantimploras, la primera pregunta que tenemos que hacernos antes de
iniciar el camino es: ¿a dónde vamos? Sin esa respuesta no podremos
iniciar el camino y nos quedaremos en la plaza del pueblo con la garantía de
no llegar a ninguna cima. Del mismo modo, si no te atreves a imaginar los
cambios que deseas, te quedarás atrapado donde estás.
El primer acto para romper con quien te machaca es escribir una carta
a los Reyes Magos o a Papá Noel o a tu Hada Madrina. Redacta la carta de
tus deseos . Lo que pidas, se cumplirá, pero lo que en esa carta no hayas
pedido no lo tendrás nunca. Si quieres coraje, lo tendrás. Si quieres tener
capacidad de decidir, de romper, de volver a empezar, de soportar tus
miedos a la soledad, lo tendrás.
Redacta tu carta. Escribe a conciencia. Ahora imagínate en esa situación ,
como si estuvieras con una webcam en tu cabeza. Cada día, a la hora de
acostarte, visualiza esa imagen. Observa tus manos cuando estás
actuando como te gustaría, con valentía, con coraje, con osadía, con
perseverancia. Visualízate en el momento de decir ¡basta! o dando un
golpe en la mesa y diciendo ¡hasta aquí!
Imagínalo con las emociones reales. Actuando con miedo, hablando con
miedo, pero ¡reaccionando! Recuerda que ser valiente no es no tener
miedo, sino actuar a pesar de sentirlo. Tener coraje no es igual que ser
«temerario».
Este ejercicio no es una pauta infantil, inmadura o poco realista. Hoy
podemos gritar, todos liberados —sobre todo los psicólogos que llevamos
décadas pidiendo estos ejercicios que la ciencia ya ha demostrado—, cómo
lo que imaginamos altera nuestras conexiones neuronales y las respuestas
de nuestro cuerpo.
Somos conscientes de que lo que sentimos es independiente de lo que
sabemos gracias a nuestra imaginación. Por esa razón, un aracnofóbico
puede decir frustrado que, aun sabiendo que no tiene ninguna lógica sentir
pánico ante una simple araña, no puede evitar su reacción.
Parece que para aceptar lo que todos sabemos necesitamos que la ciencia
nos lo explique. Este es el prejuicio de una sociedad racionalizadora que cae
en la compulsión del «cientificoforofismo ». Tenemos la ilusión de que
conociendo cómo se generan nuestras emociones las podemos tener bajo
control. Pero, aunque controlarlas no resulte tan sencillo, la información de
cómo funcionamos nos puede ayudar a ser más indulgentes a la hora de
juzgarnos.
Recientes estudios realizados en la Universidad de Washington han
constatado que el efecto de la imaginación sobre nuestras reacciones puede
ser mayor, incluso, que el efecto de la propia realidad. Si imaginamos que
algo está a nuestro alcance, nuestra mente predispone a nuestro cuerpo
hacia esa acción.
En 2007, la neurociencia ya había demostrado que nuestra rapidez de
respuesta dependía de la cercanía o lejanía de nuestras manos hacia los
objetos. Es decir, cuando tenemos un objeto cerca, la reacción de nuestro
cuerpo es más rápida que cuando está lejos. Esto puede ser el resultado de
nuestra experiencia evolutiva. Atrapar una presa o huir de una amenaza
determina la supervivencia.
En la nueva investigación, las posturas de las manos únicamente estaban
más lejos o más cerca en la imaginación de quienes realizaron el estudio. A
pesar de que no había estímulos reales, los resultados fueron iguales a los
de 2007. La mera imaginación cambió la velocidad de respuesta. Imaginar
que algo está a mi alcance —como, por ejemplo, una capacidad— me hará
tener una respuesta neurológica y adaptativa que me ayudará, por fin, a
adquirirla.
Se ha comprobado que las emociones negativas alteran el riego sanguíneo
en el centro del optimismo del cerebro, la corteza prefrontal izquierda.
Teniendo en cuenta que nuestra mente confunde realidad y ficción,
cualquier fantasía que genere una emoción negativa se reflejará en el cuerpo
de la misma manera que si fuera real.
La imaginación puede producir estados de pánico, alerta y estrés
permanentes, liberar la hormona cortisol y generar cambios en nuestro
organismo a todos los niveles: muscular, gastrointestinal, neurológico,
alteración en la tiroides, disminución del sistema inmunológico, muerte de
neuronas en el hipocampo, cansancio, apatía y un largo etcétera. También lo
creado por nuestra imaginación en positivo genera las «hormonas de la
ilusión»: oxitocina, dopamina, endorfina y serotonina.
Según estudios realizados en la Universidad de Harvard, del 60 al 80 % de
las enfermedades que padecemos tienen relación con las emociones
negativas. Por el contrario, la proyección de cualquier idea positiva genera
una actividad más intensa en dos áreas del cerebro (la amígdala y la región
rostral del cíngulo anterior). Estas zonas son las mismas que muestran
irregularidades en casos de depresión.
Lo increíble es que la mayor cantidad de hormonas de la felicidad no se
produce tras alcanzar un objetivo, como respuesta a algo real, sino justo
antes de alcanzarlo, cuando imaginamos que se hará realidad. Nos
mantienen en la acción enfocada en el logro y es esto lo que nos hace más
felices. Por eso, marcarnos ciertos objetivos, tener una misión en la vida,
crear proyectos ilusionantes y emprender son las claves de la felicidad.
Imaginarnos a nosotros mismos con capacidad de acción nos ayuda a ser
más resolutivos.
Pero ¡cuidado!: imaginar que resuelves tus problemas es distinto que
imaginar que no existen.
Imaginar en positivo no es pensar que hacemos milagros y las personas que
nos maltratan empiezan a ser las más agradables del mundo, porque
entonces estaríamos utilizando nuestra imaginación como una trampa
hipnotizante en la que sucumbiremos. Imaginar en positivo tampoco es
dejar de pensar en aquello que te hace sentir mal. No se trata de evitar o
huir de la realidad con tu pensamiento para no sufrir, igual que si vemos
fuego en nuestra casa, no tratamos de no verlo ni tratamos de convertirnos
en bomberos para sofocarlo.
Los sentimientos de miedo o de dolor que ahora tienes son las señales de
humo que te indican que debes pasar a la acción y que toda acción entraña
riesgos. Pero todos sabemos que ¡sin riesgo no hay gloria!
El premio Nobel de economía Richard H. Thaler nos recuerda algo que
todos los que padecemos maltrato conocemos bien: «Entre dos opciones,
las personas escogemos a menudo la que nos resulta más fácil sobre la que
es más adecuada». Aunque existan datos objetivos y hechos constatados,
por ejemplo, sobre comida saludable, seguimos escogiendo la comida
basura.
Lo mismo ocurre con la relación «basura» que mantengo mientras me
pregunto desesperado «¿por qué sigo aquí?». La explicación nos la da la
psicología.
¿POR QUÉ SIGO AQUÍ?
Entenderte para no juzgarte
«Solo es posible avanzar cuando se mira lejos, solo cabe progresar cuando
se piensa en grande». Ortega y Gasset
LA INDEFENSIÓN APRENDIDA
La gran pregunta que nos hacemos cuando nos hemos atrevido a soñar, pero
no hemos podido salir de la situación de sufrimiento es: ¿cuál es la razón
que me ha condenado al inmovilismo? Si yo quería moverme, me pregunto
por qué no lo he hecho al igual que ante películas en las que vemos a una
víctima sometida a vejaciones y torturas gritamos en nuestro interior, como
si pudiera escucharnos: «Corre, huye, haz algo, salta sobre él». No se puede
entender esa pasividad letal que nos deja paralizados, incluso eligiendo
quedarnos junto a nuestros verdugos.
Según nuestro razonamiento, lo lógico sería actuar, salir de la situación de
sufrimiento cuando nos tratan de forma injusta. Pero, en ocasiones, parece
que nada importa, que todo nos da igual como si hubiéramos tirado la toalla
y estuviéramos resignados al maltrato. Ante semejante parálisis hay una
dramática explicación; y no, no es la zona de confort, sino algo más
profundo: la indefensión aprendida.
La indefensión aprendida es un fenómeno psicológico estudiado por Martin
Seligman para comprender por qué las personas somos incapaces de
reaccionar ante situaciones de sufrimiento y dolor, quedando congelados
ante ellas. Seligman experimentó con dos perros, les suministró descargas
eléctricas mientras permanecían colgados en unos arneses. Al primero se le
permitía parar las descargas pulsando una palanca, el segundo debía
aguantar hasta que el primero lo hiciera. Tras una serie de ensayos para que
el primero aprendiera a parar las descargas y el segundo se resignara a
sufrirlas sin poder hacer nada, les cambió de lugar.
En esta ocasión, ambos estaban en una plataforma dividida por una ridícula
valla en dos mitades. Una de las mitades estaba electrificada; la otra, no.
Para poder cruzar al otro lado, ambos perros podían pasar con total
facilidad.
El resultado escalofriante fue que el segundo perro, mucho más alto
físicamente, no hacía nada para huir de la plataforma en la que recibía
descargas. Con la experiencia anterior había comprobado que, hiciera lo que
hiciera, no había ninguna posibilidad para terminar con las descargas que
sufría sin ninguna lógica hasta que llegó a aceptarlas de forma pasiva.
Había aprendido que no podía evitarlo, había aprendido a rendirse.
Así funciona la indefensión aprendida. Cuando hemos intentado huir
demasiadas veces, cuando hemos aplicado diferentes tentativas y todas han
fallado, algo va ocurriendo en nuestro interior como si cada intento fuera
una carcoma que va aniquilando nuestra capacidad de acción y nuestra
esperanza de poder liberarnos.
Dejamos de luchar, de creer en nuestras posibilidades, y empezamos a
pensar que no somos capaces. Así se va minando nuestra confianza, nuestra
autoestima y nuestra seguridad. Así caemos en la sumisión, en el
conformismo. Así nos quedamos congelados en una cárcel de dolor.
¡Cuántas veces la persona que viene a consulta ha intentado antes romper
con la persona tóxica que le mal trata! Pero habló con alguien, alguien le
convenció. «Debes intentar llevarte bien». Como si quien toma una decisión
así no hubiera intentado muchas cosas antes de tomarla. Como si fuese de
gatillo fácil. Como si no hubiera ya demasiados frenos dentro de nosotros
como para que nos pongan más.
Casi siempre pensamos que quien toma la decisión de romper una relación
es el malo. Cuando mantenemos el maltrato sobre nuestras espaldas somos
el «pobrecito» al que todos compadecen, pero cuando decimos «¡hasta
aquí!», pasamos de ser los pobrecitos a ser los malos. Y los que dan pena
son aquellos que nos tenían machacados y la relación que debe morir.
Somos conservadores por naturaleza. Todos los sistemas tienen una
tendencia a mantenerse a consecuencia de la homeostasis. En Psicología, la
homeostasis es la tendencia, a nivel familiar o grupal, de mantener un
estado estacionario, es decir, al no cambio.
Esa es la razón por la que, cuando hemos estado con un pie en el puerto
incendiado y otro en la barca que nos puede sacar de ahí, las personas que
nos quieren nos pueden animar a quedarnos donde estábamos a pesar de
poder morir carbonizados.
Para caer en la indefensión aprendida no es necesario, por el gran poder de
nuestra capacidad de imaginación, que hayamos «intentado y fracasado»
antes. El mero hecho de imaginar una y otra vez el resultado fatídico será
suficiente. Esta es la explicación del sometimiento que una víctima puede
tener ante situaciones de vejación o humillación. No se trata de algo
objetivo —«no ha intentado salir de ahí y no ha podido»—, se trata de una
parálisis generada por el miedo.
Pero, curiosamente, lo que más nos paraliza no es el miedo, sino el intento
de no sentirlo por nuestro «miedo al miedo».
Querer no sentir una emoción crea un efecto paradójico. Querer no tener
una fantasía sexual te empuja a tenerla, querer no comer galletas las hace
más apetecibles. Igual que querer no pensar en una foca roja te hará pensar
en ella. Huir del miedo te generará más miedo.
Si me imagino que actúo sin sentir el miedo que realmente siento, tratando
de pelear con todos los temores que me vienen a la cabeza e intentando que
desaparezcan, cada vez me vendrán más. Como cuando NO queremos sentir
la punta de nuestra lengua y, justo entonces, la sentimos más. Huir de mis
emociones me convertirá en una pieza de Lego en manos de quienes me
maltratan, pues solo de la mano del miedo me podré liberar.
LA NECESIDAD DE COHERENCIA
«No pasa nada. No es para tanto. Igual estoy exagerando. A lo mejor soy
demasiado sensible. En el fondo es una buena persona. Es que ahora está
pasando un mal momento». Frases que nos intentan convencer de que lo
que duele no duele tanto, que lo que importa no es importante, que quien es
dañino es bueno y que lo permanente es circunstancial.
Este fenómeno es el que explica que las personas mantengamos relaciones
en las que se nos maltrata de modo constante sin reaccionar ante ellas,
quedando atrapados en la peor de las compañías: la disonancia cognitiva.
El psicólogo Leon Festinger estudió esta reacción tan humana. Sugirió que
las personas tenemos una fuerte necesidad interior que nos empuja a que
nuestras creencias, actitudes y conductas sean coherentes entre sí; sobre
todo, cuando lo que hacemos es totalmente voluntario.
Podríamos pensar que, en principio, esto es lo ideal para un buen equilibrio.
Sin embargo, puede llevarnos en dos direcciones contrarias. Por un lado, a
un intento de cambiar nuestras vidas cuando nos disgusta lo que estamos
experimentando. Por otro, a hacer caso omiso a los sufrimientos soportados,
autoengañándonos.
Cuando todos me dicen: «Sal de ahí, sepárate, te están explotando» y me
cuesta dar el paso, recurriré a racionalizar quitando importancia al infierno
que estoy viviendo. Me lo dicen mis amigos, mi familia, pero, aunque todos
me animan, algo me detiene. Por el contrario, si me dicen: «Tienes que
aguantar» es más fácil que me enfade y eso me ayude a romper con todo
porque… ¡tendré la idea de que estar ahí no era «mi voluntad»!
Según la disonancia cognitiva, cuando yo no tengo ninguna razón para
justificar el hecho de quedarme en una relación tóxica, cuando estoy en una
relación de mal trato sin que nada me obligue a quedarme, tendré una
tendencia a cambiar mi percepción sobre lo que vivo. Pensaré que la
situación no es tan mala ni es tan mala la persona que me maltrata, y así me
parecerá razonable el hecho de mantenerme donde me mantengo: en el
centro de la diana.
Si siempre he pensado que jamás toleraría que nadie me humillara, que me
insultaran o explotaran y estoy manteniendo este tipo de relaciones siendo
incapaz de decir basta, a pesar de que nadie me retiene, estoy en el grupo de
quienes sufren disonancia cognitiva. Quitando importancia a lo que me
hacen o me dicen, cambiando mi interpretación de la realidad hasta que
coincida con mi respuesta ante ella, pensaré que es circunstancial, aunque
lleve años sufriendo.
La teoría de Festinger plantea que, al producirse esa incongruencia interna
entre lo que siempre hemos creído y lo que estamos viviendo, aparece
automáticamente la motivación para generar ideas que puedan reducir la
tensión de esa incoherencia, aparece la tentación de racionalizar: «Igual soy
yo», «a lo mejor exagero».
Esta es la explicación de que tantas personas, cuando reaccionan y rompen
con quien les trata con desprecio, se pregunten: «¿Cómo he podido llegar
hasta aquí?, ¿cómo he podido aguantar tanto?, ¿cómo no me he dado cuenta
antes?, ¿cómo no lo veía?».
No debemos sentirnos culpables por no haber actuado hasta ahora. El
sentimiento de culpa es el peor enemigo para el sentido de la
responsabilidad; donde nace una, muere la otra. Lo que hasta ahora hemos
podido hacer o no hacer forma parte del pasado. Lo que podemos hacer es
el hoy , el ahora que determinará dónde llegaremos mañana.
Si te sientes mal por no haber reaccionado y estás atrapado en ese dolor, el
único modo de salir de él es atravesándolo. Para dejar ese mal trato en el
pasado y tu sentimiento de culpa con él debemos hacer el siguiente
ejercicio: Decantar el dolor.
Cada noche, vete una hora antes de acostarte a tu habitación con un
cuaderno y un bolígrafo (es vital que sea manuscrito). Como si fueras un
médico que debe curar de un modo meticuloso y exhaustivo una serie de
heridas y estuvieras sacando la infección de su interior, escribe todo lo
que tienes acumulado: los dolores que has vivido, lo que te han hecho,
cómo te has sentido. No leas lo que escribes. No pienses qué tienes que
escribir. Deja que aflore lo que está bajo tu piel, tu inconsciente. Permite
que todo fluya sobre el papel sin juzgar u opinar sobre ello. Al final de la
cura, coge tus hojas y, como si fueran unas vendas llenas de pus,
rómpelas y deshazte de ellas.
Repite el ejercicio hasta que veas que todo lo que debía salir ha salido.
Noche tras noche, vuelve a limpiar tus heridas. Recuerda que ninguna
herida profunda sana con una sola cura, por esa razón puede ser necesario
que escribas muchas veces los dolores que tienes acumulados hasta que
veas que todo lo que había en tu interior ha sanado.
Antes de empezar a andar en el camino de la acción debemos atender
nuestro estado emocional. Hoy y ahora estás en una situación de
sufrimiento, de dolor. Aún no puedes emplear el método RITMO, debes
fortalecerte antes de echar a andar.
Es como si hubieras sido un combatiente tratando de salir del campo de
batalla, de volver a casa, a tu hogar, a la paz ansiada. En tu lucha no han
faltado heridas profundas que no has podido atender porque estabas en
pleno conflicto.
Ninguna persona puede iniciar el combate de su vida sin atender sus
heridas, ninguna persona puede avanzar sin sacar la infección de su cuerpo.
Para lograr tu objetivo debes curar cada una de las señales, de los golpes, de
las lesiones de tu cuerpo.
Para avanzar con RITMO hay que mirar de frente el sufrimiento
acumulado, jamás darle la espalda.
LA EXPECTATIVA
Recuerdo una ocasión, cuando era una estudiante de Psicología, en la que,
contenta, sentí que me iba a ahorrar la caminata que me llevaba diecisiete
minutos a máxima velocidad hasta la estación de tren de vuelta a casa. Mi
queridísima hermana, que en aquel momento trabajaba repartiendo frutos
secos con una gran furgoneta blanca, me dijo que ese día podía quedar
conmigo a la salida de la universidad y llevarme. No solamente me
ahorraría el esfuerzo, llegaría antes a casa y podríamos ir juntas charlando.
El plan no podía ser mejor. Aquel día recogí más rápido que nunca las cosas
de clase, atravesé más rápido que nunca el puente de Deusto, me detuve en
la rotonda en la que había quedado con ella y, con expectativa, esperé. Sí,
yo había ido «más rápido que nunca», pero después de diecisiete minutos
mi hermana seguía sin aparecer.
Cuando supuse que ya no vendría vi una furgoneta blanca que me hizo
pensar: «Ahí viene». Cada vez que volvía a creer que se habría olvidado,
que debía comenzar cuanto antes mi largo camino hasta la estación,
aparecía una nueva furgoneta blanca. Aquel día me di cuenta: casi todas las
furgonetas de reparto son… ¡blancas!
La nueva expectativa de que algo ocurra nos deja atrapados en la pasividad
y en la espera. Cuando espero que el otro cambie, que la situación sea
distinta, que empiece a ser justo, que me trate como merezco, mi
expectativa de justicia me aprisionará en el «no cambio».
Lo malo de la historia es que, cuando tras más de media hora me di cuenta
de que se había olvidado de mí y me volví, lo primero que me vino a la
cabeza fue: «¿Y si, justo ahora, después de haber esperado tanto, ella
apareciera?». Y ante ese pensamiento tuve la tentación de volver a la
rotonda. No lo hice. Por supuesto, ella se olvidó de mí.
El problema no es que el otro se olvide, el olvido no es voluntario. En otra
ocasión también se le quemó la cocina de su casa porque olvidó apagar la
sartén mientras mantenía una conversación telefónica conmigo. Lo malo de
aquella situación es que para dejar de tener la expectativa que yo tenía
necesité ¡más de media hora!
Si para una expectativa tan ridícula necesitamos tanto tiempo en ceder a lo
que nos dicen los datos, cuando la expectativa es mucho más alta —una
pareja feliz, una madre normal, un jefe agradecido, unos buenos
compañeros de clase y que todos ellos cambien— podemos esperar meses o
incluso años en la rotonda del sufrimiento.
Nos convertimos en unos ilusos desilusionados. Cada nueva espera nos
condena a una decepción mayor. Si estás en la rotonda del sufrimiento y la
expectativa soportando el mayor de los bloqueos, para salir de tu situación
de espera hazte esta pregunta cada mañana y escribe la respuesta :
¿Qué puedo hacer o no hacer, consciente y voluntariamente, hoy para
seguir siendo esa persona que es una ilusa desilusionada y, finalmente,
desesperada?
Es una pregunta que siempre resulta complicada. Cada vez que pido esto
hay una respuesta inmediata: «¿No puedo formularla en positivo? ¿no
puedo pensar en qué hacer para mejorar?». La respuesta, definitivamente, es
NO.
Todos sabemos lo que tenemos que hacer, pero eso no genera la motivación
suficiente. El impulso para huir de un peligro siempre es mayor que la
motivación para conseguir una meta. Como afirmó Michael Porter: «La
esencia de la estrategia es elegir qué no hacer».
La respuesta que des a esta pregunta será la brújula necesaria que te
indicará el Norte. No olvides hacerte la pregunta, no dejes de escribir la
respuesta, es la clave para comenzar el camino que te llevará de vuelta a
casa, que te llevará a recuperar las riendas de tu vida, pues si sigues
haciendo aquello que escribes cada mañana seguirás siendo esa persona
que se convierte en una ilusa desilusionada.
En mis tiempos de estudiante, uno de los experimentos que más me
sorprendió fue el realizado con un mono. Para acceder a un sabroso premio
debía meter su mano por un agujero. El problema era que, para poder
comerlo, debía sacar la mano y, al tener el puño cerrado, no podía. El mono
se quedó atrapado en la contradicción de no querer soltar la golosina y no
poder sacar la mano que lo tenía atrapado.
En ocasiones, los enemigos están en nuestro interior. Además de que haya
quien nos mal trata, la puerta está abierta y lo que nos mantiene como
rehenes es la expectativa, la esperanza, la ilusión a la que no sabemos
renunciar.
Somos el mono goloso que queda prisionero de su propia incapacidad de
desistir. Nos aferramos al hierro candente, al discurso hiriente, al
menosprecio sangrante, a la crítica punzante, porque no podemos «soltar» a
quien los utiliza, porque quien lo hace es el mismo que queremos que nos
quiera .
Cuando intentamos que haya un cambio y no lo hay, poniendo nuestra
atención en quienes nos maltratan y no en nuestro interior, nos quedamos a
su merced. Hundidos y decepcionados vamos del trabajo a casa, de casa al
trabajo. De modo desesperado lloramos porque el cambio anhelado no
llega.
Pondré un ejemplo que viví en consulta. La madre de un niño pequeño
estaba en una situación de sufrimiento frente a sus compañeros de
baloncesto. Su hijo salía de cada partido llorando porque no le pasaban el
balón. Me preguntaba desesperada cómo ayudar a su hijo.
Antes de que yo tuviera conocimiento del caso, el intento de hablar con el
entrenador ya se había llevado a cabo, el intento de hablar con todo el
equipo para que jugaran en grupo, también. Todos los adultos que estaban
implicados en ayudar al pequeño deseaban que no sufriera más, anhelaban
que sus compañeros fueran más generosos y que no les importase más
ganar un partido que el dolor de su compañero.
Por desgracia, estos objetivos únicamente estaban generando un resultado:
que todo el grupo se resintiera cada vez más contra él porque la dificultad
motriz del niño era un hándicap real y cuando le pasaban el balón el
desenlace no beneficiaba al grupo. Mi consejo fue: «No le apuntes este año
a baloncesto, es mejor que le frustres tú que seguir sufriendo cada partido».
Ella protestó, llena de dolor y frustración: «¿Por qué mi hijo no va a jugar
al baloncesto como todos los demás si él quiere hacerlo?».
Si el caso fuese que nuestro hijo está sufriendo un mal trato por parte de su
pareja y repitiera una y otra vez: «Quiero seguir a su lado», trataríamos de
protegerle, de convencerle de que esa relación no le conviene, animándole a
desistir.
Nos decepcionamos porque lo que esperamos no llega. Nos deprimimos
porque la situación injusta se agrava. Entramos en un encierro personal de
insatisfacción y sufrimiento. Lo malo es que la puerta está cerrada por
dentro y la única llave está en nuestra mano, la misma mano que «con
obstinación» llama a la puerta del otro esperando que cambie, esperando
que haga un esfuerzo, esperando que entienda, esperando que se dé cuenta,
esperando que algo nos salve, esperando…
Y, ahí, atrapada en la rotonda de la esperanza, nuestra vida y nuestra
oportunidad… ¡pasará!
DAVID contra GOLIAT
La educación nos atrapa en el maltrato
«Las cadenas solamente atan las manos: es la mente la que hace al hombre
libre o esclavo». Franz Grillparzer
Una vez que hemos entendido por qué nos hemos quedado tanto tiempo con
quien nos maltrata, la gran pregunta es qué nos hizo dar el paso, en un
principio, de quedarnos junto a esa persona cuando vimos que lo que
prometía ser el cielo era un infierno. La explicación está en nuestro interior.
Todos conocemos la historia de David y Goliat, aunque no la hayamos leído
nunca. Sabemos su significado: la victoria del pequeño frente al grande, del
desvalido contra el poderoso. Goliat es nuestro pasado y David nuestro
futuro.
Nuestras decisiones pasadas, los mensajes que recibimos para mantener lo
iniciado, el miedo a ir más allá de lo que es correcto o incorrecto, el miedo
a la soledad... Este poso social que queda grabado en nuestra mente como si
fuera una verdad inamovible son el gran Goliat que nos condiciona. Pero,
aunque nos condicione, no nos tiene por qué determinar.
Ahí, frente a él, están nuestros deseos, nuestros anhelos, nuestro proyecto
de vida. Frente a lo que se debe o no se debe, frente a lo correcto y lo
incorrecto, estás tú: tu pequeño David.
La educación que nos marca: «Tenéis que estar todos juntos», aunque no te
gusten. «Tenéis que ser amigos», aunque no te traten bien. «Lo tienes que
intentar», aunque ya lo hayas intentado. «Te vas a quedar solo», como si
fuera la peor de las sentencias. «Hay que perdonarse», aunque no sea ni la
primera ni la segunda vez. Es el gran Goliat que nos mete en la cueva del
lobo.
Seguir haciendo lo que hasta ahora hemos hecho, seguir repitiendo las
mismas soluciones intentadas, seguir complaciendo como siempre, seguir
atrapados en relaciones que nos dañan es alimentar a Goliat. «Si buscas
resultados distintos, no hagas siempre lo mismo», afirmó Einstein.
Esta es la base de la innovación, la base del cambio. Dejar de hacer lo que
hasta ahora has hecho es la oportunidad de avanzar hacia la felicidad, la
oportunidad de victoria de David sobre Goliat.
Si hay algo claro es que las personas tóxicas que mal tratan no lo hacen con
todo el mundo ni en todos los contextos. Observamos que, en la relación de
pareja sobre todo, es donde quien maltrata desbarra totalmente. En sus
relaciones íntimas, antes o después, hay quien sale malparado. Si sufres este
mal trato y tomas la decisión de alejarte, aparecen sus llantos, ruegos y
súplicas. Nos dan tanta pena, lloran tanto, parece que sufren tanto que nos
arrepentimos y les damos otra oportunidad.
Cuando, a pesar del dolor y del maltrato, volvemos a perdonar, estamos
haciendo algo muy peligroso pues, en palabras de Oscar Wilde: «Cualquier
cosa puede convertirse en un placer si lo hacemos repetidas veces», incluso
tirarnos al fangoso pantano del sufrimiento y el dolor.
Emoción contra Educación, David contra Goliat, Nosotros contra Ellos,
Miedo contra Oportunidad, esa es la pelea que hay en nuestro interior: el
futuro y nuestras posibilidades contra los prejuicios y hábitos que
arrastramos.
Este Goliat que nos mantiene cerca de estas personas, a pesar de nuestro
sufrimiento, lo forman las creencias limitantes que nos hacen tener
pensamientos como: «Hay que volver a intentar…», «nos vamos a quedar
solos», «desistir es un fracaso…» o «las buenas personas perdonan,
comprenden y ayudan al prójimo».
Esta educación de tendencia conservadora, complaciente y
condescendiente, nos lleva a sobreproteger a quienes chillan cuando se
sienten frustrados, nos pide quedarnos con quien nos trata mal porque llora
cuando los dejamos. Nos convence para que seamos indulgentes y
protejamos a quienes se muestran con nosotros como una bestia porque,
según parece, dentro de ellos hay un ser encantador. Se trata de una
ideología en la que vivir en pareja, aunque sea mala, es mejor que estar sin
ella.
Mensajes que nos garantizan seguir malcriando y tolerando a quienes nos
maltratan y, por otro lado, nos hacen pensar que tener «éxito» en una
relación o en un trabajo es que sea para siempre. Y «fracaso» es que, al
decidir irnos, lo convirtamos en temporal.
En consulta, cuando veo una resistencia muy grande a abandonar el
proyecto que hemos iniciado con tanta alegría, cuando veo que la persona
está atrapada en la ilusión de un cambio milagroso en la rotonda de la
esperanza, cuando veo que Goliat tiene atrapado a David, hago esta
adivinanza de cantinela irónica, cómica y graciosa:
Manolo pone un negocio,
la crisis lo hace quebrar.
La crisis no ha terminado y,
por los datos, seguirá.
Manolo se empeña y se empeña
porque le da pena cerrar.
Si Manolo se sigue empeñando,
¿qué crees que pasará?
Eres Manolo, iniciaste un negocio importantísimo en tu vida, el capital
invertido es tu felicidad, tu salud. Los resultados del negocio, si observas
atentamente, te indican de un modo claro que estás en números rojos.
El dolor y el sufrimiento son tus números rojos. ¿Qué va a ocurrir si
Manolo se empeña en mantener el negocio? Para luchar contra los
prejuicios que te condenan a perdonar a quien te maltrata, hazte esta
pregunta: ¿Qué me va a ocurrir si vuelvo a intentar lo mismo una vez
más?
Nos decimos a nosotros mismos lo que Goliat nos ha hecho pensar que es
cierto: «Fracaso es que una relación no te salga». «Fracaso es sufrir una
infidelidad». «Fracaso es que te divorcies». «Fracaso es no tener pareja».
«Fracaso es que te vayas de tu trabajo». «Éxito es seguir». «Éxito es
conseguir el objetivo, da igual que mueras en el intento».
No importan tus números rojos, no importa tu padecimiento, no importa tu
decepción, no importa tu sufrimiento, no importa tu dolor.
Las creencias limitantes son las que se instauran en mi cerebro y hacen que
yo crea, contra toda lógica qué es bueno y qué no, qué debo hacer y qué no,
de qué soy capaz y de qué no.
Si siempre me han dicho que me ayudarán porque yo no puedo sola, no me
atreveré a quedarme sola. Si me han dicho que el fracaso es desistir cuando
algo no me sale, estaré condenada a intentarlo de un modo obstinado. Si me
han dicho que hay que perdonar, estaré condenada a perdonar o a sentirme
culpable si no lo hago.
Trata de identificar quién y qué discursos te dejan, hoy y ahora, en esta
condena; de conocer los prejuicios de este gran Goliat que te hace repetir
siempre las mismas soluciones intentadas; de saber qué has hecho hasta
ahora ante tus relaciones tóxicas. Tener claro qué has intentado cuando te
hacían sufrir y te maltrataban te ayudará a plantearte si intentando lo mismo
cambiará el resultado.
Si mil veces has besado al sapo y sigue siendo sapo, ¿qué te hace pensar
que este cambiará?
Haz este ejercicio: ¿Cuáles han sido tus soluciones intentadas?
Cada vez que vuelvas a intentar lo mismo repite este mantra:
Intentar lo mismo tiene una garantía: mantener el mismo sufrimiento, la
misma insatisfacción, el mismo dolor.
Hacer algo distinto es… ¡planear mi evasión!
PARA LIBERARTE, PIENSA EN GRANDE
Estudios recientes como el publicado en la revista Proceedings of National
Academy of Sciences nos revela que existirían hasta 27 subtipos de
emociones. Serían básicamente como un espectro emocional comprendido
entre las seis básicas que detalló Paul Eckman: alegría, sorpresa, asco,
miedo, rabia y tristeza.
Ahora, en este momento, tú estás en la rabia, en el miedo, en la tristeza. Eso
te lleva a hablarte de un modo concreto y a tener una idea de tu vida y de
tus circunstancias. Describirás tu situación utilizando palabras negativas
que generan tensión en tu cerebro como: «no», «pero», «peor», «infierno»,
«miedo», «triste». Y, peor aún, afirmaciones demoledoras como: «No
puedo» o «No soy capaz. Tu diálogo interno puede ser más o menos así:
«Estoy triste porque no merezco cómo me tratan, no estoy bien y
cada día es peor . He intentado cambiar mi realidad, he pretendido que
cambie la persona que me maltrata.
Durante años he observado que lo que he intentado no ha
funcionado . La situación de mal trato sigue igual o, incluso, va a peor .
Debería irme de aquí, no aguanto más , pero tengo miedo. Miedo a la
soledad. Miedo a arrepentirme. Miedo a dar el paso. Miedo a hundir a
quien me maltrata. No soy capaz de salir de este calvario.
Mi vida es un infierno, pero mi miedo a lo desconocido me condena;
además, todo el mundo ve la solución fácil. Unos me aconsejan que hay que
intentarlo; otros, que debo romper, pero no puedo . Como no puedo irme
de esta situación de sufrimiento, tengo ira contra quien no cambia porque
no me da la paz y el sosiego que necesito».
Somos lo que creemos, lo que pensamos, lo que nos decimos y cómo nos
mostramos al mundo.
El gran Goliat se mantiene como un virus amenazante en nuestro diálogo
interno, en la teoría de lo que soy o no soy, puedo o no puedo, debo o no
debo. Un Goliat que se ha ido alimentando desde nuestros primeros años de
vida, gracias a nuestros padres, a la educación recibida y a los mensajes que
nos trasmiten: «No eres inteligente, pero eres trabajadora»; «Eres lista, pero
vaga»; «No vas a poder, eso es difícil»; «No tienes que tener miedo, hay
que ser fuerte»; «Tienes que ser valiente, eres muy sensible»; «Hay que
perdonar»; «Tenéis que ser amigos». Pero una de las más peligrosas es:
«Desahógate, que es bueno».
Atrapado en el foso del sufrimiento es imposible ser feliz. Girar alrededor
de mis emociones negativas me quitará la energía necesaria para salir de
donde estoy. La queja me condena como la rueda al ratón que, mientras cree
que está avanzando, sigue atascado. Cree que actúa con RITMO, cree que
se está moviendo, pero todo es una terrible ilusión.
Está demostrado que entrenar la alegría ayuda a tener más posibilidades de
alcanzar una vida feliz porque ayuda a modificar nuestro sistema
perceptivo-reactivo.
Debemos vivir como si David hubiera ganado a Goliat, como si la nueva
ilusión hubiera vencido nuestros prejuicios, como si hubiéramos roto,
definitivamente, con las antiguas soluciones intentadas.
Como aconsejó Pascal a quienes querían recuperar la fe perdida:
«Arrodillaos y rezad como si tuvierais fe y la encontraréis», podríamos
decir: «Haz como si tuvieras confianza en ti, como si tuvieras la valentía de
romper con quien te maltrata y esto te ayudará a reaccionar».
El gran Goliat, alimentado por cada afirmación de lo que somos en negativo
y de lo que debemos ser en positivo, ocupa nuestro diálogo mental: «Soy
incapaz»; «No puedo»; «Soy bueno, por eso le perdono». David solo podrá
aparecer cuando pongamos en duda estas afirmaciones que son la música de
fondo que, hasta ahora, no nos dejaba ir más allá.
Debo poner en duda que, siendo constante, mi resultado estará garantizado
y el otro «cambiará». Debo poner en duda que a quien le va mal es porque
algo ha hecho mal y que si yo me porto bien el otro me tratará bien. Debo
poner en duda que «quien la sigue la consigue».
Sin cuestionar estas creencias, es probable que en una relación de maltrato
sea la persona que obstinadamente intenta arreglar «el juguete que le da
calambrazos» y, si sigue «estropeado», lo intente arreglar mil veces más.
Igual que, si creo que las buenas personas son las que siempre perdonan,
estaré condenada a perdonar.
La teoría condiciona la observación. Cuando la teoría que yo tengo sobre mí
al enfadarme es que soy débil, que soy una persona rencorosa, que soy
demasiado sensible, que me ofendo por nada, los datos que se puedan
contabilizar objetivamente o lo que llegue a comprender racionalmente, no
valdrán para nada.
De la misma manera, cuando la teoría, aparentemente positiva, es tramposa
porque se basa en que todo me irá bien si hago las cosas bien, me sentiré
fracasada o mala persona cuando mis relaciones vayan mal.
Las creencias limitantes son esos pensamientos que nos asaltan sin pedir
permiso y que suponen un obstáculo para avanzar en nuestro camino. Están
en nuestro inconsciente. A los seis años pueden estar totalmente formadas a
través de los mensajes que nos envían nuestros padres, nuestros profesores,
nuestros educadores.
Cuando somos pequeños confiamos en que el adulto sabe lo que dice, dice
lo que cree y piensa lo que dice, pero sobre todo creemos que lo que nos
dice es verdad. Bien sabemos, al llegar a la edad adulta y ser nosotros
quienes hablamos a nuestros seres queridos, lo equivocados que están.
Muchas veces hablamos desde nuestros prejuicios. Hablamos desde
nuestros dolores, desde nuestra impotencia, desde nuestra ira. Por desgracia,
lo que decimos ni es lo más correcto ni lo más cierto. Lo que decimos
puede ser una cuchillada que deje irremediablemente lesionados a quienes
queremos.
En nuestra infancia, los adultos que nos cuidaron y educaron también han
podido ser esos que hablaron sin pensar. Peor aún, la cuchillada no siempre
es que me digan algo malo. Hoy más que nunca, lo que me dejará en la
indefensión será la aprobación por ser quien siempre se porta bien.
Mis creencias son como muros que me obstaculizan el camino, que me
impiden pasar a la acción. Muros que se construyen con padres que nos
hacen confundir bondad con complacencia y responsabilidad con
permanencia. Padres también complacientes, inseguros, sumisos o rígidos
que no nos dejan explorar en la vida ni discrepar. Por supuesto, sin la
experiencia de discernir, jamás conseguiremos tener buena autoestima.
Padres que cada vez que nos refuerzan nos envían dos mensajes: uno,
maravilloso («te valoro porque eres bueno»); otro, demoledor («te valoro
porque eres complaciente con los demás»).
Para identificar tus creencias inconscientes debes hacerte esta pregunta
: ¿Cuál es el mensaje que te han enviado? Escribe qué te han hecho pensar
de ti, con qué adjetivos te has identificado o te han etiquetado. Cómo
crees que tiendes a actuar respecto a las situaciones de mal trato. ¿Esas
creencias te ayudan o te limitan en tu objetivo de romper con quien te
machaca? Busca situaciones en las que tu forma de actuar no se
corresponda con estas creencias limitantes. Busca excepciones. Haz un
ejercicio de CAMBIO DE CREENCIAS. Redacta en positivo, en primera
persona y en presente.
Por ejemplo: Si la creencia que te limita es que eres demasiado suspicaz,
que igual todos tus sufrimientos son cosas tuyas, debes aprender a confiar
en ti . Si la creencia limitante es que eres una persona insegura, que no
tienes iniciativa y que tienes mucho miedo a la soledad, pero en alguna
ocasión te atreviste a romper una relación, demostrando con ello valentía (al
actuar a pesar del miedo) deberías escribir en una tarjeta algo así:
HOY PUEDO Y DEBO CONFIAR EN QUE MIS SENSACIONES SON
REALES Y EN QUE DENTRO DE MÍ ESTÁ LA FUERZA
NECESARIA PARA ROMPER CON… (Escribe el nombre de quien te
mal trata), (AHORA RECORDANDO AQUELLA EXCEPCIÓN)
PORQUE SOY QUIEN ACTUÓ INCLUSO CON MIEDO Y AL
HACERLO MI MIEDO SE CONVERTIRÁ EN CORAJE.
Para adquirir la nueva creencia se necesita constancia y una convicción
absoluta al afirmarla. Lee tu tarjeta cinco veces por la mañana, al
mediodía y por la noche. Esta lectura hará que en tu inconsciente haya dos
creencias contrarias, la que has tenido hasta ahora y la que quieras
conseguir. La repetición de tu nueva creencia generará un conflicto en tu
inconsciente que se irá resolviendo poco a poco. Si pones un cuaderno en tu
mesita de noche y escribes los sueños que tengas justo al despertar, podrás
observar que tu vieja creencia va poniéndose en duda, hasta que la nueva se
instaure dentro de ti. Esta te ayudará, como un resorte, para que puedas
pasar a la acción.
Al responder a estas preguntas serás consciente de tus creencias limitantes:
¿Qué capacidades tengo? ¿Cuáles son mis fortalezas y mis debilidades?
¿Quién es la persona responsable de mi sufrimiento? ¿A quién debo pedirle
cuentas?
En ocasiones, como en el título de la película, dormimos con nuestro
enemigo. Lo que nos decimos cuando nos sentimos mal es como ese
discurso demoledor de quien nos maltrata. Las creencias limitantes se
instauran en la infancia, pero nosotros las vamos fortaleciendo cuando nos
hablamos con menosprecio, obstinación o desdén. No voy a poder, no
puede ser, soy incapaz, no me lo puedo creer, quizá soy demasiado
susceptible, a lo mejor son cosas mías...
El siguiente ejercicio consiste en que, pensando en esta situación de
sufrimiento, de decepción, escribas QUÉ CREES ACERCA DE TI POR
SER UNA PERSONA MALTRATADA, CÓMO TE JUZGAS POR
HABER CAÍDO.
Recuerdo una ocasión en la que mi hija, que había comenzado a ir a clase,
con sus cuatro años me preguntó: «¿Yo cuando pinto hago chapuzas?». La
pregunta me preocupó. Alguien le había dicho algo «poco constructivo».
Podía ser, con mucha probabilidad, que su forma de pintar distara
demasiado de la de otros compañeros de clase. Yo no la había hecho pintar,
dentro de los límites . Un niño de su clase la tenía bajo vigilancia, a cada
cosa que hacía, él la corregía.
Cuando nuestros hijos o hijas nos hacen este tipo de preguntas, en nuestra
cabeza hay una tormenta de preguntas a su vez. ¿Qué ha pasado?, ¿cómo se
ha sentido?, ¿cómo le puede afectar?, ¿qué respuesta le damos para que
pueda sentirse de otro modo?
Los problemas son una inspiración para la creatividad y, sabiendo que no es
bueno dar ciertas respuestas, sentí miedo a equivocarme, darle una
respuesta que la pudiera perjudicar. Esto me ayudó a escribir un cuento
sobre la importancia de nuestro propio diálogo interno ante las críticas que
nos puedan dañar: El pequeño acróbata.
«En cierta ocasión, un experimentado acróbata sorprendió a su hijo en la pista del circo
ensayando uno de los números que él practicaba. El niño lo hacía a poca altura, pero la
dificultad para él era tan alta que cayó varias veces al suelo. El número de caídas fue tan
grande que el pequeño cada vez intentaba el ejercicio de un modo más torpe y ofuscado, pues
el enfado y el temor que metían tanto ruido en su interior no le ayudaban. De ese modo, cada
caída hacía que la siguiente estuviera prácticamente asegurada. El padre observó soportando
un gran sufrimiento; sabía que, si no le dejaba experimentar y caer, su hijo jamás confiaría en
sí mismo.
Al fin, el pequeño quedó llorando en el suelo, derrotado y sin poder despegar su frente del
mismo. El padre, al comprender que el dolor de su alma era mucho mayor que el del cuerpo,
se acercó y pasó serenamente la mano por su cabeza diciéndole:
"Hijo, recuerda que, ante las caídas de la vida tendrás la posibilidad de un doble sufrimiento:
la caída misma y la creencia que tengas sobre ti por haberte caído. Solo de esta última es de
la que todo buen acróbata deberá encargarse".
El valiente niño, al oír aquellas palabras, recordó que su padre, el mejor acróbata que nadie
hubiera conocido, también caía sobre esa misma pista cuando nadie lo veía. Quizás por esa
razón, sonrió, secó sus lágrimas y, de nuevo, lo intentó».
En el circo de la vida, las relaciones personales son el juego de acrobacia
por excelencia. Pero cuando la cuerda por la que tenemos que pasar está
roída y desgastada, empeñarnos en no caer o sentirnos incapaces por no
llegar al otro lado nos convierte en nuestro peor enemigo.
Si me quiero mucho cuando todo me va bien y me fustigo cuando me sale
mal, hay algo que está fallando. Si soy inteligente cuando el resultado es
bueno y cuando las cosas me salen mal soy idiota, algo está fallando. Si
tengo éxito cuando lo que he comenzado me resulta bien y soy una
fracasada cuando me sale mal, algo está fallando.
Tomar conciencia de cómo nos hablamos cuando sufrimos una caída es una
tarea pendiente. Haz el ejercicio Qué crees acerca de ti cada vez que estés
soportando el dolor del mal trato. Ante las sentencias que te lanzas realiza
el ejercicio de Cambio de creencias . Si crees que todo lo haces mal, que
atraes lo negativo, busca una excepción para escribir tu nueva creencia.
Creer que la vida tiene que ser justa es una de las creencias más frustrantes.
Gracias a ella caemos en la trampa del grito interno que dice: «¡No es justo!
¡No hay derecho! ¡No lo entiendo! ¿Por qué me tratan así, si no lo
merezco?». El error no es saber que algo es injusto, el error es quedarse ahí
intentando que no lo sea. La sensación de que la persona que nos maltrata
es injusta es algo positivo, lo negativo es nuestra obstinación en hacerle
cambiar.
Incluso los animales reaccionan ante la injusticia. Un experimento realizado
con monos demuestra su aversión al trato injusto. En el estudio tenían que
intercambiar una ficha por un premio en presencia de otro mono. A uno de
los participantes se le hacía presenciar cómo el premio que él recibía era
mucho menos «apetecible» que el de su compañero.
Se podría suponer que los individuos, con un fuerte sentido de justicia,
dejarán de participar en el experimento o rechazarán el premio que se les
entrega. Efectivamente, en el experimento, cuando a uno de los monos se le
daba un trozo de pepino a cambio de la ficha mientras observaba que el otro
mono situado en la jaula contigua recibía una uva por la misma acción,
comenzaba a protestar zarandeando la jaula.
Al continuar el experimento y soportar varias veces la injusticia, comenzó a
protestar de un modo más enérgico hasta que su respuesta fue un claro
¡hasta aquí! al tirarle el pepino al investigador y dejar de participar en el
experimento.
Esta es la diferencia que tenemos con los animales, nuestra creencia
limitante nos deja atrapados en un juego perverso. Debemos aprender de
ellos, debemos ser más instintivos. Pensar que la situación no es justa no es
suficiente. Debemos tirar el «pepino» al que nos maltrata y dejar de jugar.
Si tu diálogo interno es: «¿Por qué?»; «No es justo»; «No hay derecho»;
«Yo no le trato así», te quedarás en la trampa de quien busca que la realidad
se ajuste a sus creencias: que la vida sea justa, que quien es malo sea bueno,
que quien te trata mal deje de hacerlo. El insistir en que cambie algo
externo no deja que te centres en lo que depende de ti y solo de ti: tu
pequeño gran David. Tu capacidad de cambio, de movimiento, de acción.
En muchas ocasiones, la renuncia, que comienza por la primera letra del
método RITMO, es la respuesta más inteligente del ser humano. Cerrar una
puerta es la prueba de que sentimos que ya no compensa lo invertido con lo
recibido, que no quedan ganas de seguir en el juego, que no encajan las
piezas del puzle, que nuestro «premio» no es el que esperamos. Es, en ese
momento, cuando cerramos una puerta para poder abrir otra: la de la
oportunidad.
Si tu diálogo interno es: «No es justo»; «No hay derecho»; «No lo
merezco»; «Yo no me comporto así»; «¿Cómo no se da cuenta?», «¿Por qué
no cambia?», piensa dónde estás poniendo la responsabilidad de tu
felicidad, si la estás poniendo en tus manos o en las manos de aquella
persona que te MAL trata.
Plantéate si puedes tener alguna oportunidad mientras sigas dejando tu vida
en sus manos, plantéate dónde llegarás si sigues esperando, plantéate si
dejarías lo más preciado de tu vida en esas manos. Tu vida es tu mayor
responsabilidad, tu felicidad es tu mayor tesoro y tus manos son las únicas
manos en las que lo deberías dejar. Eres tu Galatea. Eres tu Pigmalión.
DE GALATEA A PIGMALIÓN
Cuando esperamos que haya un cambio, pero no
cambiamos
«La razón acabará por tener razón». Jean Le Rond D'Alambert
Según cuenta la mitología griega, Pigmalión era un apasionado escultor que
vivía por y para sus creaciones artísticas. La razón de su vida era esculpir
personajes bellos en situaciones igualmente bellas. A pesar de su maestría,
Pigmalión no estaba satisfecho. Algo le hacía sentir, en lo más hondo de sí
mismo, la necesidad de encontrar a la mujer de sus sueños. Su exigencia le
hacía pensar que ninguna era lo suficientemente perfecta.
Tan fuerte era aquel deseo de encontrar a una mujer que superara a todas las
que encontraba que decidió esculpirla con sus propias manos. Pigmalión
cada día la miraba maravillado. Era la mujer perfecta, pero solo era una
estatua. Una noche, Pigmalión soñó que tomaba vida. Su obra, Galatea, al
fin no era una piedra fría. Su sueño se hizo realidad.
Esta leyenda describe de forma magistral el fenómeno que la psicología
científica ha corroborado durante décadas: la teoría autocumplida o el
efecto Pigmalión. Somos la Galatea de los demás, pero nadie se plantea qué
siente la obra esculpida. Diversos experimentos han demostrado cómo ante
un bebé vestido de azul utilizamos palabras como: grande o fuerte; pero si
lo vestimos de rosa, utilizamos: bonita, preciosa o buena.
Esa es la obra del machismo: los unos, condenados a ser fuertes como
mayor logro; y las otras, a ser preciosas o buenas. A los hombres
maltratados se les habla de cómo se les ha inducido a que se avergüencen, a
que comprendan, a que sean pacientes. Nadie considera que puedan sufrir
mal trato porque parece que el hombre es duro.
Las mujeres maltratadas hablan, por otro lado, de cómo se las ha inducido a
no generar celos, a ser comprensivas con quien las maltrata, a tener
paciencia, a evitar la posibilidad de confrontación o a hablar mil veces con
quien le maltrata para intentar que la situación cambie. Así es como las
mujeres mal tratadas nos volvemos «obstinadas» o «sumisas» y los
hombres mal tratados se vuelven «complacientes» y «condescendientes».
Todos, en fin, nos decimos: «Pobre»; «Está sufriendo»; «Está pasando por
un mal momento»; «En el fondo no es así»; «Es una persona desgraciada».
Somos el resultado de lo que nos han dicho que tenemos que ser: buenos,
comprensivos, protectores, indulgentes, tenaces, pacientes. Y de la misma
manera que la mejor de las medicinas en exceso se convierte en veneno,
ciertos valores positivos en demasía pueden tener un resultado letal, incluso
la generosidad.
Un estudio realizado de la Universidad de Zúrich ha demostrado hasta qué
punto los estereotipos marcan nuestros comportamientos. El poder de la
educación llega a ser tan poderoso que, mientras en las chicas, educadas
para favorecer comportamientos altruistas, el comportamiento generoso
desencadena una señal de recompensa más fuerte en la zona estriada de sus
cerebros, los sistemas de recompensa masculina responden más ante el
logro.
Esta es la confirmación de que la educación influye de forma determinante
en la creación de nuestras conexiones cerebrales.
Somos la Galatea de nuestros padres, profesores, compañeros y, sobre todo,
somos la Galatea de una sociedad puritana y conservadora que nos dice qué
es bueno y qué es malo, cómo hay que ser y cómo no, qué es éxito y qué es
fracaso.
Las expectativas que los demás ponen sobre ti en la infancia acaban
influyendo directamente en lo que vas a hacer y ser en un futuro. No hay
nada mágico ni místico en ello. Robert Rosenthal realizó un estudio
revelador en los años 60. Una directora de instituto, Lenore Jacobson, se
dispuso a colaborar con él para confirmar cómo las expectativas de los
profesores hacia sus alumnos podían llegar a influir en el resultado final de
los mismos.
Eligieron a más de 300 alumnos de seis cursos diferentes, les pasaron una
prueba de inteligencia. Tras confirmar que no había grandes diferencias
entre ellos, seleccionaron al azar 65. Escribieron informes falsos que dieron
a los profesores. En ellos decían que esos alumnos «habían obtenido unos
resultados extraordinarios, situados claramente por encima de la media, y
que eran alumnos de los que podían esperar mucho».
Al final del curso, repitieron la misma prueba de inteligencia. Observaron
cómo los que falsamente habían sido etiquetados como más inteligentes que
el resto aumentaron notablemente su cociente intelectual. La clave de estos
resultados fue que el trato de los profesores hacia ellos había cambiado.
Este experimento ha calado tanto en nuestra forma de educar que ahora
ponemos un énfasis especial en nuestras posibilidades. La nueva creencia
limitante es que debemos trasmitir mensajes de reafirmación: «Si quieres
puedes»; «Eres inteligente»; «Eres capaz»; «Te va a ir bien»; «Seguro que
te sale», aunque no hayas hecho nada para demostrar tus capacidades.
La nueva limitación es que nada nos puede ir mal, que si deseamos algo con
todas nuestras fuerzas lo conseguiremos, como si con solo desear, bastase.
Desea, imagina y el mundo proveerá. Desea con todas tus fuerzas y lo
alcanzarás. Desea y pelea, y seguro que triunfarás. Mensajes que, cuando
nos tropecemos con los malos resultados, nos harán sentir pequeños,
avergonzados y acomplejados, pero que nos condenarán a mantenernos en
el empeño.
Recuerdo cuando con 18 años recién cumplidos, ante la idea de sacarme el
carnet de conducir, mi padre afirmó: «Seguro que tú lo sacas a la primera,
lo saca hasta el más tonto, lo saqué hasta yo». Aquella frase jocosa tuvo una
consecuencia paradójica, me dio tanto miedo ser la única que no lo sacara
(o sea, la tonta rematada) que lo prorrogué tres años más.
Los que nos quieren nos hablan en positivo, nos dicen que somos capaces,
aunque no estemos demostrando nada. Nos dicen que las cosas son fáciles y
consiguen que temamos ponernos en evidencia al intentarlas o que nos
sintamos fracasados si no resultan bien. Incluso, en la actualidad, hay una
corriente de la Psicología que aconseja no frustrar nunca en la educación,
no poner normas, nunca decir «no». Esto dará unos resultados fatídicos,
pues el papel lo soporta todo, pero la realidad no.
Las teorías pueden ser muy lógicas, pero nuestra naturaleza no lo es. Ni
nuestros hijos ni tú ni yo nos haremos más capaces diciéndonos que lo
somos aunque no hagamos ningún esfuerzo, al contrario. Tampoco nos
preparamos para la frustración si nos grabamos a fuego que con empeño
todo se consigue. Todos sabemos que lo que no depende de nosotros, por
mucho que nos esforcemos, NO cambiará.
El universo, por mucha expectativa que tengamos, por muy fuerte que
deseemos, no va a hacer por nosotros lo que nosotros no hagamos. Si no me
muevo del sofá, mi cuerpo no será ese «tipazo» que he pegado en la puerta
del frigorífico y que me han asegurado que si lo deseo con todas mis
fuerzas vendrá, como por arte de magia.
El «locus de control externo» —es decir, poner nuestra expectativa en
manos del deseo— hace que no tengamos el control en nuestras manos: en
la acción, en el hacer, en el insistir o en el desistir. No olvidemos este
último punto, a veces es más difícil y sabio desistir que seguir insistiendo,
sobre todo en las relaciones donde se nos mal trata. No basta con que yo
quiera una vida mejor, debo hacer algo al respecto.
La Galatea hoy está diseñada con martillo y cincel. Debemos ser capaces,
tener éxito, conseguir lo que nos proponemos, ser perseverantes, confiar en
nuestras posibilidades. Con semejante martilleo en nuestras cabezas, el gran
reto será: aceptar el fracaso, tolerar la frustración y desistir en una relación
de maltrato.
Las creencias limitantes no responden a lo que es verdad o mentira, nada
tienen que ver con hechos demostrables. Uno de los grandes problemas del
ser humano es que, a pesar de que algo no coincida con nuestra teoría,
rechazamos los datos y la teoría sigue en pie. Vemos lo que nuestro cerebro
está preparado para ver, nuestra atención está focalizada en lo que el
cerebro quiere percibir.
Lo que pasa por delante de nuestro campo visual y no coincide con mis
expectativas, simplemente, no existe. Cuando la creencia es: «seguro que lo
conseguiré» pasamos de ser Galatea a ser Pigmalión. Un Pigmalión que,
con martillo y cincel, espera que la persona que le mal trata cambie a base
de martillazos. Insistimos una y mil veces, esperamos con ansia nuestra
obra perfecta, nuestra Galatea. Lo intentamos rogando, explicando,
llorando, con enfado, a gritos, con suplicas, pero Galatea sigue sin aparecer.
Escribe en qué has intentado que cambiara quien te está maltratando
Esto es lo que atenderás y, por tanto, esto será lo que te cegará. A pesar de
lo que te digan los datos, la ceguera hace que nos quedemos en el intento de
que se haga real aquello que deseamos. «Quiero que cambie, que me trate
bien, ser fuerte, que no me afecte, que todo sea como al principio».
A pesar de que tu voluntad era detener el sufrimiento, hay algo con lo que
te has tropezado: la triste realidad de lo que debería ser, pero no está siendo.
Una realidad que solo es triste si nos empeñamos en que «no puede ser»,
que solo es terrible si nos empeñamos en mantener la batalla de hacer
cambiar a quien nos lastima. La clave, la gran estrategia, nos la da Sun Tzu
en El arte de la guerra : «Vencer es no combatir».
Vencer es dejar el campo de batalla. Sacar la bandera blanca e irnos a
nuestro hogar de paz, de tranquilidad. Cualquiera que nos aprecie nos invita
a salir de ahí; sin embargo, parecemos estar «enganchados» al sufrimiento
y, efectivamente, es así. Ante situaciones de dolor, de impotencia, de rabia,
vamos generando epinefrina y cortisol y, a medida que esta crece en nuestro
organismo, la necesidad de mantener estos niveles en sangre marcará la
siguiente decisión.
Nos convertimos en una especie de adictos a la adrenalina, con necesidad
de someternos a situaciones de riesgo. Como en toda adicción, tendremos la
necesidad de continuar dentro de esa relación tóxica, a pesar de chocar
contra un muro. Sentiremos que algo nos falta cuando estamos alejados del
campo de batalla. Añoraremos. Sentiremos vacío. Nos hemos vuelto unos
mercenarios que no entienden otro modo de vivir.
Todos sabemos que el que quiere dejar cualquier sustancia adictiva puede,
con gran fuerza de voluntad, alejarse de ella. Pero si el camello llama a su
puerta es difícil resistir la tentación de abrir. Quien tiene una adicción busca
cualquier disculpa para justificar su consumo. Nuestras excusas serán: «Es
que no puedo vivir sin…»; «Es que igual no es justo que le abandone…»;
«Creo que esta vez se ha dado cuenta…». Y, gracias a nuestras excusas,
seguiremos dando martillazos una y otra vez, atrapados como Pigmalión en
la más absoluta insatisfacción, en la peor de las condenas.
Uno de mis pacientes llevaba años sufriendo un terrible maltrato. Según él,
la enfermedad de su mujer se había apoderado de ella. «Antes no era así,
me humilla incluso delante de mis hijos sin ningún control, pero no sería
justo que dejará la relación ahora que está enferma», repetía. Quería
olvidar las situaciones de mal trato que había sufrido durante años. Le pedí
que escribiera todas las que recordara. Cuando lo hizo, se sorprendió. En
fechas muy señaladas había sido ridiculizado en público por parte de su
pareja a pesar de que no estaba enferma. «El día de la Primera Comunión
de mi hija pequeña me dijo que, si no llevaba chaqueta y corbata, no
celebraríamos una comunión, sino un divorcio. Lo peor fue que cuando
estábamos en el restaurante delante de toda su familia, me fui a sacar una
fotografía con mi hija y dijo con ironía: «Imaginad con lo gordo que está si
viene sin traje y corbata. ¡Qué vergüenza para la niña con lo guapa que
ella está!». Recordaba la vergüenza, el desconcierto, la confusión. Siempre
le había tratado de forma injusta, pero él siempre había pensado que había
una u otra razón.
LA JUSTICIA ES CIEGA
Cuando esperar justicia es la condena
«De todas las virtudes, la más difícil y rara es la justicia. Por cada justo se
encuentran diez generosos». Franz Grillparzer
«Había una vez una rana sentada en la orilla de un río, cuando se le acercó un escorpión que
le dijo:
—Amiga rana, ¿puedes ayudarme a cruzar el río? Puedes llevarme en tu espalda, no
peso nada.
—¿Qué te lleve sobre mi espalda? —contestó la rana—. ¡Ni pensarlo! ¡Te conozco!
Si te llevo, sacarás tu aguijón, me picarás y moriré. Lo siento, no lo haré.
—No seas tonta —le respondió el escorpión—. ¿No ves que si te pico con mi aguijón
te hundirías y yo moriría ahogado bajo el agua?
La rana entonces pensó que el escorpión tenía razón y se dijo:
—Si el escorpión me pica a mitad del río, nos ahogaríamos los dos. No creo que sea
tan tonto como para hacerlo. Quizá en el fondo los escorpiones no sean tan malos.
La rana se dirigió al escorpión:
—Bueno, te voy a ayudar a cruzar el río —le dijo confiada.
El escorpión subió sobre la espalda de la rana y empezaron a cruzar el río. Cuando habían
llegado a la mitad del trayecto, en una zona donde había remolinos, el escorpión se revolvió y
picó con su aguijón, sin piedad alguna, a la rana. La rana al sentir el fuerte picotazo y el
ardiente veneno extenderse por su cuerpo, mientras se ahogaba y veía que el escorpión lo
hacía con ella, pudo sacar las últimas fuerzas que le quedaban para reprocharle:
—¡No entiendo nada, no es justo! Yo te he ayudado y tú me lo devuelves así.
—Lo siento, ranita. No he podido evitarlo, es mi condición. No puedo dejar de ser
como soy ni actuar contra mi naturaleza.
Y, después de decir esto, desaparecieron los dos».
La justicia, como en la parábola de la rana, es ciega. Quizá no nos
merecemos ser mal tratados, pero es evidente que lo somos.
Más de dos décadas como terapeuta dan para mucho, muchos casos de
malos tratos, muchas personas sufriendo y, por supuesto, muchas
emociones. Se podría pensar que recordar algún caso en especial sería
complicado, pero no. Recuerdo uno en especial por la impotencia y rabia
que sentí al tratarlo: el de una sonriente niña que me encontré tras haber
estado ingresada en la UCI del Hospital de Cruces, operada de urgencia por
segunda vez.
Su tía, enfermera de profesión, fue la primera en hablarme de Ane. Me
preguntó si llevaría aquel caso. La menor aún no había salido del hospital y
el cirujano pediátrico había comunicado a los padres que no aguantaría una
tercera intervención. Había que detener un trastorno que arrastraba durante
años y que no mejoraba, poniendo en riesgo su vida: la tricofagia.
Pero aquel trastorno llevaba tras de sí toda una historia. El periplo de
médicos, psicólogos y psiquiatras comenzó cuando tenía 6 años. Los
informes eran muchos, los diagnósticos, diversos, pero en todos ellos se
hablaba de su elevada ansiedad, cuestionando su crianza, barajando todo
tipo de patologías desde una deficiente atención, hiperactividad, bajo
coeficiente intelectual hasta algún trastorno de mayor gravedad.
Cuando el problema, en principio, era que estaba ansiosa con pensamientos
que la atormentaban, se interviene con la pequeña para tratar de que deje de
pensar en lo que le genera ansiedad. También, ante la falta de resultados
académicos, se insiste en que estudie más y para poder estar más tranquila
se aconseja el psicofármaco, a lo que sus padres se niegan. Mientras tanto,
el foco del problema seguía esperándole cada día en el colegio.
A pesar de que la niña había dicho desde el principio alto y claro que un
grupo de niñas le estaban haciendo la vida imposible, el profesorado e
incluso los profesionales sanitarios no hicieron otra cosa que hablar de su
vulnerabilidad, de su carácter débil, de su pensamiento obsesivo y de la
sobreprotección que los padres ejercían sobre ella.
Así fue el caso de Ane, una niña maltratada mal tratada por la mayoría de
los adultos y profesionales que debieron protegerla garantizándole un
entorno seguro. Dicho de otro modo, una niña agredida, amenazada,
humillada, insultada, despreciada por un grupo de compañeros de su clase e
ignorada, cuestionada, juzgada, criticada y herida por los adultos que la
debían proteger.
Cuando los padres vieron que los síntomas de ansiedad de su hija
empeoraban, le propusieron desesperados salir del centro, pero ella tenía
miedo al cambio, ahí estaban sus amigos… y ¡no se quiso marchar!
Los padres, angustiados, pidieron apoyo al centro, pero las soluciones que
aplicaron empeoraron la situación. Sometiendo a Ane a reuniones que
parecían interrogatorios, careos que parecían combates e intervenciones que
parecían juicios. Tanto «intento de ayuda» consiguió que Ane y sus padres,
se sintieran cada vez más desamparados.
La ansiedad de la menor aumentaba y empeoraba considerablemente. El
dolor y el sufrimiento que acumulaba era inaguantable, pero esto no
afectaba a un profesorado que incidía en que la niña tenía que esforzarse
para mejorar en clase. Ane en ningún momento fue escuchada, nunca fue
tratada con empatía, nunca se le valoró teniendo en cuenta que estaba
sufriendo, que estaba a punto de hundirse, solo importaba su rendimiento y
no era el adecuado.
Tras años de incomprensión, comenzó a manifestar los primeros síntomas
alarmantes en el centro al arrancarse e ingerir su cabello, un trastorno como
cualquier otro de autolesión con el único propósito de buscar un dolor físico
que la liberase del padecimiento inaguantable que sufría en clase.
Ane estaba atrapada por un «secuestro amigdalar». La amígdala, ese radar
que detecta los peligros desencadenando emociones como la angustia, la
ira, el miedo o el impulso, le advertía que estaba en peligro. Su instinto le
decía que el aula era una amenaza y con razón, teniendo en cuenta que sus
compañeros de clase llegaron a jugar delante de ella a que era el día de «su
entierro». De ahí que, ante cualquier cosa que le recordase lo académico, no
consiguiera pensar con claridad, concentrarse en lo que se le pedía o
aprender con normalidad.
En décimas de segundo todo estaba decidido, ella era un simple títere que
se arrancaba el pelo, presa del rapto emocional. Condenada a llevar a cabo
un ritual reparatorio que le aliviara, arrancarse el pelo de un modo
compulsivo era lo único que le proporcionaba una mínima anestesia.
A la pequeña, entonces, se le marca un nuevo reto. En ese momento tendrá
tres objetivos o problemas que combatir: su trastorno de ansiedad (del que
lleva años tratándose), sus bajas calificaciones (lleva años haciendo
esfuerzos sobrehumanos) y el que acaba de aparecer, la tricofagia.
Todos los profesionales que la acompañan tratan sus síntomas, pero
ninguno la raíz del problema. El sufrimiento que padece desde hace años se
sigue ignorando. Una vez más, es Ane quien «debe aprender a gestionar su
ansiedad», «debe mejorar sus notas», «debe relacionarse mejor», «debe
dejar de comerse el pelo». Ane debe, debe y debe. Sufre presión no solo por
el maltrato de sus compañeros, sino por la incomprensión de sus profesores,
por la falta de empatía del centro, de los terapeutas, de los médicos. Todos
le piden resultados. Nadie es capaz de entender que no hay ser humano que
pueda rendir en condiciones de mal trato.
Pasa el tiempo hasta que ocurre lo inevitable. Tras tres años de infierno,
ingresa urgentemente para ser operada. La vida de Ane pudo terminar ahí.
Doce días después, vuelve a ser intervenida de otra peritonitis por bezoar y
se encuentra en su interior una masa de dos kilos de incomprensión y
frialdad en forma de pelo.
El último informe de su ingreso en urgencias del Hospital de Cruces tiene
un terrible comienzo: «Niña de 11 años derivada de clínica privada con un
cuadro de nauseas de 48 horas de evolución y vómitos de 18 horas. Fiebre
de hasta 39,9 ˚C. Historia de tricofagia de LARGA DURACION.
Exploración: 29 kg, palidez facial, vientre en tabla muy doloroso a la
palpación. Ingresa (por segunda vez) para intervención quirúrgica
URGENTE».
La falta de empatía del centro es tal que, hasta en el momento en que la
menor está ingresada en la UCI en mayo de 2014, informa a los padres que
deberá repetir curso por sus resultados académicos. Teniendo claro que el
cambio de centro era fundamental para la salud psicológica y física de la
menor, estos solicitan el cambio de colegio. Para poder matricular a su hija
solo necesitan una cosa: saber si Ane será promocionada o no. Mientras la
madre acompaña a su hija en la UCI, el padre habla en dos ocasiones con la
tutora para saber si deben matricularla en sexto de primaria o en primero de
la ESO.
En la primera reunión, la respuesta fue que tenían que hablar con inspección
y que si la menor dejaba de asistir a clase quizás tendría que repetir. En la
segunda conversación la tutora notifica al padre que, después de hablar con
inspección, hay que esperar a que se considere falta de asistencia para
solicitar un profesor a domicilio.
La carta que estos redactaron y que el padre tiene que entregar mientras su
hija está en la UCI no tiene desperdicio:
«Antes de llegar a hablar con inspección creo que hemos tenido
mucha paciencia. Hemos seguido todas las pautas que el colegio nos ha
indicado desde 1.º de primaria, pero las cosas no han cambiado.
Consideramos que hay un grupo del alumnado que no se relaciona
adecuadamente con Ane. Viendo todo el esfuerzo académico que ha hecho
la menor, ahora no es justo que repita curso. Menos Lengua del segundo
trimestre, tiene todo aprobado en primaria. Además, Ane no quiere
relacionarse con ese grupo y pide un cambio de centro. Consideramos que
siendo primaria ciclos de 2 años y la evaluación continua, la niña ha
cumplimentado satisfactoriamente más del 75 % del ciclo. Desde el centro
escolar no nos está dando la sensación de que la evaluación sea continua,
parece que todo se juega en este último mes, ya que no saben darnos una
respuesta directa de si la niña va a repetir o no, cuestión que a estas alturas
del curso consideramos que ya debería estar decidida».
Como si lo más importante fuera lo académico, como si no hubiera un
riesgo de su vida, como si no existiera un sufrimiento devastador tras salir
del hospital, llaman a los padres para insistirles en lo adecuado de que Ane
recibiera las clases domiciliarias.
Nadie le puso fácil la huida, la evasión, la posibilidad de alejarse de sus
verdugos. Al contrario: la cuestionaron, la juzgaron. La MAL TRATARON.
Hasta que Ane, en la cama del hospital, se negó a recibir a dos de las
profesoras que fueron a visitarla y los dibujos que sus compañeros de clase
le quisieron entregar.
Atreverse a romper con quien te maltrata es complicado, pero es mucho
más difícil cuando te hacen pensar que todo lo que ocurre es fruto de tu
debilidad, cuando tras el maltrato hay otro mal trato, cuando esperamos que
se haga justicia, que todo cambie.
La solución es entender que quien es mal tratado debe salir de esa situación
en primer lugar. Hay que dotar al mal tratado de recursos, hay que
identificar sus fortalezas y sacarlo de sus inseguridades. Hay que reparar el
daño y adquirir confianza para emprender el nuevo camino.
Si hay algo que los padres de Ane aconsejan hoy es que no se confíe en que
nadie haga justicia o genere un cambio cuando tu hijo está sufriendo. Como
si se tratara de un incendio, solo hay algo que hacer: ¡sacarlo de ahí!
Quizá no es justo lo que se nos hace, pero nuestro empeño en pensar que lo
que no funciona llegará a funcionar o que quien parece malo, en el fondo no
lo es, crea la ceguera de darle una y otra oportunidad a la injusticia. A veces
es mejor la «decepción» por muy dura que sea que permanecer en la
obstinación de esperar algo que jamás se hará realidad. El secreto es que tus
objetivos únicamente dependan de ti. Este mensaje que me envió la madre
de Ane el día de su graduación así lo confirma: «Gracias por hacernos
llorar, enfrentarnos a nosotros mismos, por ser nuestro apoyo y, sobre todo,
por confiar en Ane y hacer que ella confiara en ti. ¡¡La del miedo a la
exposición delante de sus compañeros bailó en primera fila el día de su
graduación!!».
Debemos recordar cada vez que lo hemos vuelto a intentar cuál fue
nuestra teoría : «Ha cambiado»; «Se ha arrepentido»; «Se ha dado cuenta»;
«Lo ha entendido». Después debemos anotar cuánto tiempo tardamos en
tropezarnos con que esa teoría volvía a no ser cierta. Trata de anotar las
fechas. Qué ocurrió. Cómo fue. Qué te hizo. Cómo te lo dijo. Cómo
respondiste.
En el ejercicio anterior has escrito cómo crees que debería ser quien te
maltrata, pero cómo crees que es y, sobre todo, cómo crees que es en el
fondo cada vez que vuelves a intentarlo.
Un discurso recurrente en las personas que están siendo maltratadas es el
autoengaño de que «en el fondo es una buena persona».
Sabemos que, en todo caso, a pesar de que podamos estar contemplando
una superficie cristalina el fondo puede ser fangoso, jamás a la inversa.
Pero lo que creemos es tan fuerte que no nos deja ver lo evidente. En una
reciente ponencia, realicé aproximadamente a 150 personas un conocido
experimento.
A todos les pedí que observaran atentamente un vídeo donde debían contar
los pases que los jugadores de camiseta blanca se hacían frente a unos
ascensores. En la imagen de menos de un minuto y veinte segundos, los
jugadores de camisetas blancas y otros con camisetas negras iban pasándose
un balón de baloncesto. El público debía contar los pases de los primeros,
obviando aquellos que se hacían los de camiseta negra.
Me gustaría que, antes de seguir leyendo, busques en internet. Busca en test
de ceguera intencional. Ahí lo encontrarás. Haz el experimento. No hay
mejor modo de entender cómo funciona nuestra atención que poniéndola a
prueba.
¿Qué vemos? ¿Lo que vemos tiene que ver con la realidad que se nos
presenta delante o con lo que consideramos que tenemos que atender?
Esta es la razón por la que, cuando quiero considerar que mi pareja me
quiere mucho, aunque los datos evidencien lo contrario, mi atención solo
percibirá aquello que me corrobore lo que quiero ver.
Si has hecho este experimento creado en 1999 por los psicólogos
Christopher Chabris y Daniel Simons, habrás podido comprobar cómo, en
cuanto nos vuelven a mostrar la grabación, ¡somos capaces de ver lo que no
habíamos percibido! Nuestros ojos ven únicamente aquello para lo que
nuestro cerebro está preparado. Cuando esperamos ver algo más que los
pases del equipo blanco vemos el dato, más que llamativo, de un gorila en
mitad del juego.
Todos lo ven, es evidente, te están machacando, pero la ceguera intencional
te ha condenado a ver las pruebas de lo que deseas: «En el fondo es buena
persona»; «En el fondo me quiere»; «En el fondo...».
Goliat no solo son los que nos rodean, también son nuestras expectativas o
las teorías que nos condenan a quedar cegados representando el obstinado
papel de Pigmalión dando martillazos insistentemente a la piedra de
mármol para conseguir nuestra anhelada Galatea: la justicia.
Imaginar que el otro en el fondo es un ser maravilloso nos deja atrapados en
la labor de esculpir. Si sigues afirmando que en esa persona hay bondad, no
estás viendo más que lo que te empeñas en ver: que aún hay mucho que
esculpir.
¿Qué crees que debería ocurrir, qué debería pasar, qué cambios buscas
respecto a tu situación de mal trato?
Observa las respuestas que has escrito . Si los cambios que esperas son
externos a ti, estás siendo Pigmalión buscando encontrar una justicia que no
existe. Si las respuestas que has dado ponen la atención en aquello que
únicamente depende de ti, empezamos a ir por buen camino para poder
pasar a la acción.
Nuestro Pigmalión puede ser ese empeño que habita en nuestro interior y
me ciega con creencias radicales de lo que las relaciones y las personas
tienen que ser. Cuando creo que la vida tiene que ser justa, cuando creo que
el otro tiene que tratarme como merezco, me quedo atrapado en la
impotencia, en la tristeza, en la frustración; me quedo cegado por lo que
debería ser y no es.
El principio de salir de ahí es entender que, a pesar de que lo deseable sería
que la vida fuera justa, no lo es. Nos tratan mal sin merecerlo, pero quienes
lo hacen «son así», como en el caso del escorpión, sin ninguna lógica.
A pesar del martillo, a pesar del cincel, a pesar de tu insistencia en hacer
cambiar a quien te mal trata, hay algo que está ocurriendo, nos guste o no.
Está sucediendo, una y otra vez, delante de nuestras narices: la obra no la
esculpen nuestras manos. La obra no cambia.
La diosa Afrodita no da vida a la obra esculpida. Claro que no es justo,
claro que no es bueno, pero debemos comenzar por aceptar la realidad por
mucho que nos disguste. El primer paso para ello es alejarnos de la obra
porque corremos el riesgo de imaginar que, en el fondo, muy en el fondo,
en un fondo que solo existe en nuestro autoengaño, quien nos machaca es
una buena persona.
Esa es una idea que nos condenará a la laboriosa búsqueda de una Galatea
que solo existe en nuestra imaginación; una idea que nos condenará a ser el
obcecado Pigmalión que queda atrapado junto a la estatua. Condenados a
seguir tallando la piedra. Condenados al trato injusto. Condenados a
sentirnos incapaces, insuficientes e incompetentes. Condenados a tener una
expectativa que terminará por minar nuestra propia autoestima.
EMPODÉRATE
Si te relacionas como víctima, te convertirás en ella
«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». L. Wittgenstein
«Dos sacerdotes, viejos conocidos del seminario, uno dominico y el otro jesuita, se
encuentran en el Vaticano, pues ambos van a ser recibidos por el Papa. Tras intercambiar
saludos y unos minutos de charla, el primero dice:
—La verdad es que estoy un poco preocupado. Ya sabes que soy un gran fumador.
Cuando estoy rezando el rosario, tengo unas ganas tremendas de fumar y no sé si está
bien. He considerado preguntar al Santo Padre cuál es su opinión.
—Buena idea —respondió el jesuita—; yo he pensado hacer lo mismo, ya sabes que
también soy un gran fumador.
Poco después, el dominico entró al despacho del Papa y, al cabo de un rato, salió cabizbajo y
afligido.
—¿Qué te ha dicho el Santo Padre? —le preguntó el jesuita preocupado.
—Le he ofendido. Me ha dicho que era una barbaridad, una blasfemia —respondió el
dominico abatido—, que de ningún modo puedo fumar mientras estoy rezando.
El jesuita reflexionó unos segundos. Después le dijo a su compañero:
—Creo que, a pesar de todo, se lo voy a preguntar. –Y entró.
Tras una breve entrevista con el Papa, el jesuita salió sonriente del despacho.
—¿Qué te ha dicho? –preguntó el dominico con sorpresa.
—Pues a mí me ha dicho que sí —comentó satisfecho el jesuita.
–¡¿Qué puedes fumar y rezar a la vez?! —replicó aún más sorprendido.
—Sí, ¡exacto!
–¡No es justo! —replicó el dominico desolado—. ¿Por qué a ti te ha dicho que sí y a
mí que no, si le hemos preguntado lo mismo?
—No exactamente. Tú le has preguntado si podías fumar mientras rezas y yo, al
contrario, le he preguntado si me permitiría rezar mientras fumo. Y eso, por supuesto,
le ha parecido muy bien».
Esta historia nos muestra el gran poder de la palabra. La palabra crea una
emoción, un sentir. La palabra nos cura, nos enferma, nos hace sentir
fuertes o débiles, la palabra nos motiva o nos amedrenta.
Pensamos con palabras, con imágenes. Nuestra forma de pensar tiene el
poder de aumentar nuestra fortaleza o de destruirnos emocionalmente.
Nuestros pensamientos tienen el poder de sugestionarnos, de mantener la
paz o de iniciar la guerra.
En momentos de sufrimiento hablamos y, por desgracia, a veces hablamos
mucho, y lo hacemos permanentemente en negativo: «No puedo más»; «No
aguanto»; «No lo soporto»; «No entiendo nada»; «No es justo»; «No me
parece lógico»; «No hay derecho»; «No cambia»; «No se da cuenta». El
NO es una especie de carcoma que irá minando nuestro interior.
Una extensa investigación realizada por Mark Waldman y Andrew Newberg
contiene datos acerca de las palabras y cómo estas afectan a nuestro
cerebro. Descubrieron que la palabra «no» activa la producción de cortisol
haciendo que nos pongamos en un estado de alerta y que nuestras
capacidades cognitivas se vean debilitadas.
Cuando una persona está constantemente bajo los efectos de esta hormona,
puede padecer estrés crónico. Al aumentar el cortisol, se puede llegar a
consumir la glucosa y los aminoácidos que componen nuestros músculos.
Por otro lado, altera el sistema inmunitario e inhibe la función del sistema
digestivo, el aparato reproductor e, incluso, el crecimiento.
Con afirmaciones permanentemente en negativo algo comienza a suceder
con nuestra propia autoestima. Nos identificamos con aquello que decimos,
como si no hubiera en nuestras vidas más que sufrimiento y dolor, como si
no pudiéramos hacer nada al respecto.
Debemos ir más allá de esta idea de incapacidad, salir de nuestra prisión, no
solo con nuestra imaginación, sino con nuestra actitud en el mundo y con el
mundo. Es vital que dejemos de comportarnos como quien puede ser
maltratado por sus familiares, por su jefe, por sus clientes, por sus amigas,
por su pareja.
Seguir hablando de lo mal que estoy es como agitar una mancha de petróleo
en el mar. El padre de la toxicología, Paracelso, ya lo decía: «La dosis hace
al veneno». Hablar desahoga, pero no soluciona, al contrario. Hablar de mí
como quien no puede hacer otra cosa que sufrir me dejará en ese estado
eternamente. Esta es la razón por la que es necesario hacer un PACTO DE
SILENCIO DEL MALESTAR.
Hablar para actuar es positivo. Hablar, hablar y hablar de nuestro malestar,
por el contrario, muy negativo. Si no tenemos nada bueno que decir, mejor
no decir nada. Es algo comprobado que quien habla mucho de lo negativo
hace poco al respecto. Las personas somos más resolutivas, más activas y
más eficaces cuando nuestra comunicación es positiva, en momentos de
bienestar.
Hablar continuamente de lo mal que estamos, de cuánto nos machacan y
cómo nos menosprecian, nos autosugestiona en negativo y nos paraliza aún
más.
La gran resistencia que aparece en todas las personas cuando se pide el
pacto de silencio es debida a la creencia popular de que es bueno
desahogarse, de que necesitamos el apoyo de los demás, de que nos
sentiremos mejor al ver que nuestro dolor importa a quien nos quiere.
Cuando en consulta propongo este ejercicio de Pacto de Silencio, antes he
hecho varias preguntas: ¿Hablas de tu situación de sufrimiento o no hablas
de ello? ¿Hablas mucho o poco? ¿Lo haces con alguien en concreto o con
varias personas? Cuando las respuestas son: «Sí hablo»; «Hablo mucho» y
«Lo hablo con varias personas», mi interés en que se realice este ejercicio
es absoluto. Si este es tu caso, es vital que lo hagas.
El ejercicio de Pacto de Silencio es uno de los que más cuesta llevar a cabo
en la circunstancia de sufrimiento. Muchas personas me preguntan para qué
sirve dejar de hablar de lo negativo, y yo les devuelvo la pregunta: ¿Para
qué sirve hablar de lo negativo? ¿Cuál es la intención positiva cuando lo
hacemos?
Con bastante frecuencia, me han llegado a confesar que hablar de su
sufrimiento les desahoga. Que cuando los demás se preocupan y les apoyan,
al menos sienten que importan a alguien. Esta es la respuesta más peligrosa
que podemos dar. El alivio del dolor cuando consumimos opiáceos no
significa que su uso nos beneficie. Hablar en negativo crea resultados
negativos. El desahogo y el consuelo son esos opiáceos que, aliviando
nuestro dolor, crean una peligrosa sensación de calma que nos dificultará
reaccionar.
Hablar en positivo, por el contrario, libera serotonina y dopamina. Estas son
las hormonas que regulan nuestra sensación de bienestar y que mejoran
nuestra capacidad de resolver problemas y de tener un pensamiento más
lúcido.
Un estudio realizado con 678 monjas de Notre Dame que donaron sus
cerebros a la investigación de la demencia y el alzhéimer demostró algo
insólito respecto al poder de nuestro lenguaje. De todas ellas, 180 habían
cedido sus autobiografías. Se comprobó que una forma de expresión
diferente generaba un cerebro diferente.
Cuando el estudio comenzó, en 1986, tenían edades comprendidas entre 75
y 102 años, con una media de 83. El interés del estudio reside en que todas
siguen una alimentación igual, un estilo de vida similar y ha sido así
durante gran parte de sus vidas.
Las autobiografías que habían sido escritas a la entrada al convento para
recopilar su vida anterior, su compromiso y la ilusión con que afrontaban
sus votos, mostraban la visión que tenían sobre sí mismas y sus vidas. Las
que tenían un modo de escribir más positivo, que nada tenía que ver con
que sus vidas hubiesen sido más fáciles o sencillas, habían vivido más
tiempo. Y lo habían hecho con una mayor calidad mental y cerebral.
En muchas ocasiones, quienes rodean a una persona que está siendo
maltratada, hablan con ella para que reaccione y salga de ahí, pero nada
funciona. Impotentes acuden a un terapeuta y preguntan: ¿Qué podemos
hacer para que rompa con el maltrato?
No saben cómo ayudar, no saben qué decir. Sienten que lo han dicho todo:
«Te ayudaremos»; «Pide lo que necesites»; «Pon una denuncia»; «Vamos a
un profesional»; «Consulta con un experto». Han hablado mil veces. En
ocasiones han sido testigos de intentos de fuga del infierno del mal trato,
pero a pesar de hablar mil veces ha resultado inútil.
Debemos tener cuidado no solo de sentir que la expresión negativa nos
desahoga y que la preocupación de otros nos reconforta, sino de crear
relaciones tóxicas al hacerlo. Quejarme hace que tenga una autoimagen de
incapacidad peligrosa, es la base de que me relacione en una posición de
inferioridad frente al mundo.
Es imposible que mis relaciones sean positivas si mi comunicación es
negativa. No puedo mantener relaciones de igual a igual si me muestro ante
los demás «incapaz». Creer que la preocupación de quienes me quieren me
hace sentir querido es tan peligroso como creer que si el otro tiene celos me
quiere más.
La preocupación de los demás por algo que está en nuestras manos nos hace
perder la idea clave: si mi sufrimiento es algo de lo que yo me debo ocupar,
que los demás se preocupen no me hará actuar.
Soy como la rana de la pócima dentro de la olla, girando y girando,
sufriendo la tortura, pero dentro de mí hay algo que me dice que puedo
saltar. Saber que cuento con el apoyo de los demás, que me ayudarán en la
huida cuando salga de la olla, es todo lo que necesito. Los demás podrán
ayudarme cuando yo comience a ocuparme, nunca antes.
En nuestras vidas hemos podido ser el hermano sensible, la hija pequeña, la
tímida, la insegura, el pobrecito, la sensible, la vergonzosa, el inseguro.
Etiquetados desde pequeños hemos recibido un mensaje claro de lo que se
esperaba de nosotros. Nuestras relaciones han estado condicionadas: éramos
los que necesitábamos ayuda, apoyo y comprensión. Estas respuestas de los
demás nos han ido moldeando, poco a poco, siendo los débiles, los tímidos,
los inseguros, los frágiles, domesticados en la incapacidad.
En ocasiones no hay nada más peligroso que la ayuda condescendiente de
los demás, algo que nos puede dejar atrapados en dinámicas peligrosas,
como el terrícola de este cuento. El pozo del miedo :
«Del planeta de los cobardes llegó a la Tierra un ser errante, cabizbajo e inseguro, que
escondía su debilidad tras una imagen de fuerza y poder. Su nombre era Maltra. Mientras
Maltra avanzaba entre los humanos, observaba ansioso a su alrededor cualquier posibilidad
de lucha o de enfrentamiento. En un intento desesperado por salir de la inseguridad que lo
apresaba, necesitaba cualquier guerra que le aportara una mínima prueba de valía.
Justo cuando alzaba la vista buscando uno de los objetivos, pasó frente a él un terrícola.
Casualmente, en aquel momento, el terrícola iba caminando con Alegría. Como todos los
humanos sabemos, la emoción de Alegría nos empuja a establecer contacto, a crear vínculos,
a demostrar ternura, curiosidad y apertura, y así fue.
Cuando el terrícola se acercó sonriendo, pleno y lleno de confianza ante Maltra, este se
enamoró irremediablemente de él. Pero, al verse vulnerable y atrapado por aquella emoción
desconocida, tuvo miedo y se preguntó cuál sería el secreto de aquella extraña fuerza del
terrícola. Sin encontrar la respuesta, pero arrastrado por el enamoramiento que sintió hacia él,
se acercó. Con su mejor cara y con el atuendo que utilizaba cuando debía conquistar otros
mundos, afinó el tono para preguntar sin levantar sospecha:
—¿Cuál es tu secreto? ¿Por qué brillas tanto?
—Porque estoy Alegre, vivo como quiero y con aquellos que me quieren —contestó
el terrícola—. Si no es así, pierdo mi brillo y mi energía, y me vuelvo Dolor al
principio y Rabia al final. Todos los terrícolas somos así —añadió.
—Y ¿qué te hace cambiar? —preguntó Maltra lleno de curiosidad.
—Mi cuarta emoción, el Miedo.
Satisfecho con la respuesta y conociendo la debilidad del terrícola, decidió conquistarlo.
Maltra le ofreció momentos mágicos y experiencias idílicas. Pero lo que hacía con la
intención de conquistar, le iba conquistando, viendo así en el terrícola su mayor pasión y su
peor amenaza.
A pesar del Miedo, Maltra mantuvo su cometido. Ofreció regalos, sonrisas, buenas palabras.
Ya no necesitaba vencer en batallas externas porque la conquista le hacía sentirse poderoso.
Pasaron algunos meses, los justos y suficientes para que la prueba de la conquista, que calmó
a Maltra, perdiera su efecto. Volvió a sentirse asustado e inseguro como siempre lo había
estado. Lleno de dudas y atormentado, necesitó buscar un nuevo campo de batalla que le
diera la prueba de valía de la que tanto carecía y pensó:
—Si voy al frente, podré conseguir una doble prueba, la de mi fortaleza y la de su
amor si el terrícola me espera.
Así se lo planteó. Pidió al terrícola una prueba de amor y, por supuesto, este no dudó:
—¡Cómo no! ¡Pídeme lo que quieras y lo haré!
—Debo ir a la guerra, necesito buscar una prueba de valía. Debo someter a alguien,
hacerme con algún bien, conseguir alguna victoria.
El terrícola se sorprendió:
—No creo que eso te haga sentir valor; al contrario, cada vez necesitarás más batallas
para creer en ti.
–¡No me interrumpas! —gritó Maltra—. Si quieres darme una prueba de amor,
necesito que durante mi ausencia esperes dentro de mi pozo. Brillas demasiado y creo
que cualquiera podría querer alejarte de mí. Necesito que me demuestres que me
quieres lo suficiente como para esperar en el pozo hasta mi regreso.
—Así lo haré. No quiero que dudes de cuánto te quiero. Te esperaré, pero regresa
pronto, porque sin estar con quienes quiero me volveré Dolor y luego Rabia. Y
entonces, mi brillo se apagará para siempre.
Una vez dentro del pozo, tapado completamente para que Maltra fuera tranquilo a librar
sus batallas, el terrícola empezó a sentirse mal. Enseguida se dio cuenta:
«No sé si estoy haciendo lo correcto —pensó el terrícola, y su conciencia comenzó a
estar menos tranquila—. No vivo como quiero ni estoy con quien me quiere».
Y, en presencia del Miedo, su luz comenzó a desaparecer, sintiendo en su interior el dolor
más absoluto.
Según aumentaban las dudas en aquel pozo, el nivel de agua iba creciendo y creciendo. La
oscuridad hacía que el terrícola fuera perdiendo vida. Alarmado, vio que el agua le llegaba
hasta el cuello. Al ver que corría peligro, decidió pedir socorro.
Cerca del muro, tres ancianas —Caridad, Responsabilidad y Acción— que acostumbraban a
tener largas charlas, oyeron los gritos.
—¿Qué te ocurre? ¿Qué haces dentro de este pozo? —preguntó Caridad alarmada.
Cuando el terrícola contó su historia desde el fondo del pozo, Responsabilidad dijo con
vehemencia:
—¿Cómo has accedido?
Y Acción añadió:
—¿Harías el esfuerzo por salir de aquí si yo te lanzo una cuerda?
—¡No! —gritó el terrícola. No quiero que Maltra dude de mi amor, no quiero
perderle, por eso debo esperarle aquí.
Responsabilidad y Acción, al escuchar aquellas palabras, dieron un paso atrás.
—¡Ah! Entonces debemos esperar si tú no estás dispuesto a actuar.
—¡Cómo sois así de crueles! —gritó Caridad—. ¡Ayudadme a quitar la tapa para que
penetre la luz en el pozo y pueda sobrevivir! ¡Yo sacaré el agua para que no se
ahogue!
Responsabilidad y Acción siempre tenían aquella pelea con Caridad.
—Si le quitas la tapa y sacas el agua del pozo para que no se ahogue, nunca saldrá de
ahí.
—¡Da igual! —replicó Caridad.
—¡No da igual! Deja que salga por sí mismo, que suba por la cuerda o que llegue
hasta el fondo del pozo, donde se convertirá en Rabia y, justo ante las puertas de la
muerte pueda elegir si se desprende de quien lo aprisiona o de su propia vida.
—¡Siempre tan crueles! —gritó Caridad mientras abría la tapa del pozo y sacaba el
agua necesaria para que el terrícola no se ahogara y pudiera brillar.
La historia dentro del pozo fue tan larga que el terrícola iba perdiendo brillo y lo hacía
irremediablemente. El esfuerzo de Caridad por abrir la tapa y desahogar al terrícola no
resultaban suficientes.
Pasados los meses, Maltra regresó al temer que el terrícola se hubiera alejado, pero al ver que
le seguía esperando dentro del pozo, se calmó. Y, sin dudarlo, volvió a partir.
Las idas y venidas de Maltra del campo de batalla fueron continuas. Pero cuando venía, su
relación con el terrícola era otro campo de batalla más. Poco a poco, los tiempos en que
Maltra se quedaba eran más breves aún, pero también mucho más violentos.
El brillo del terrícola era inexistente, su Alegría había desaparecido totalmente. En él solo
había Miedo, Dolor y, cada vez más porción de Rabia. Pero, gracias a la ayuda de Caridad, no
llegaba a hundirse totalmente, no llegaba al fondo del pozo.
Maltra había convertido su relación con el terrícola en el más sangriento campo de batallas,
en el que buscaba encontrar las «victorias» que le dieran una prueba de valía.
Responsabilidad y Acción, viendo que Caridad estaba siendo cómplice de aquella situación,
decidieron tomar una dura decisión. Con el objetivo de que el terrícola pudiera reaccionar,
elaboraron un plan para alejar a Caridad de allí. Funcionó. Decirle a Caridad que alguien
estaba en peligro siempre le hacía correr en su auxilio.
—Nosotras nos quedaremos aquí para ayudar al terrícola —le dijeron a Caridad para
que se fuera tranquila.
—¿Seguro? —preguntó.
–¡No lo dudes! —contestaron las dos al unísono.
El plan había funcionado. Caridad se alejó de allí buscando quien le necesitara.
Responsabilidad y Acción esperaron el tiempo necesario.
Lo inevitable llegó. El tiempo de oscuridad y el nivel de agua crecieron hasta que el terrícola
no pudo aguantar más. Cuando Acción y Responsabilidad vieron que el terrícola se iba
hundiendo y en él únicamente había Dolor y una porción de Rabia, comenzaron a tener
esperanza.
—Es cuestión de tiempo —dijo Responsabilidad.
—Eso espero —añadió Acción.
Efectivamente, así ocurrió. Cuando el terrícola comenzó a gritar pidiendo socorro,
Responsabilidad y Acción volvieron a preguntarle:
—¿Estás dispuesto a salir del pozo si te tendemos una cuerda?
—Si lo hago, Maltra me dejará —dijo el terrícola llorando.
—Entonces, esperaremos.
El dolor del terrícola se fue convirtiendo en una Rabia absoluta. Se fue hundiendo cada vez
más hasta llegar al fondo del pozo. Al observar ante sus ojos una muerte inminente, un
instinto que jamás había sentido se apoderó de él y le hizo gritar algo distinto a ¡socorro! Y,
cogiendo impulso, gritó:
—¡Basta!
Con la absoluta convicción de que quería vivir, con una emoción de Rabia en su corazón,
salió usando la cuerda que Responsabilidad y Acción le lanzaron. Los tres hicieron fuerza
para conseguirlo. Y el terrícola se liberó del pozo del miedo con la convicción de que jamás
debió quedarse allí.
Mientras huía, cogido de la mano de Responsabilidad y Acción, tuvo un extraño sentimiento
hacia Caridad. Sabía que le había ayudado, pero también que le había mantenido en su
cautiverio. Entendió que cada vez que Caridad le «desahogaba» mientras estaba en el interior
del pozo, le mantenía en aquel estado de supervivencia que le impedía reaccionar.
Cada desahogo tenía una doble consecuencia: el alivio del Dolor y, otra mucho más terrible,
la garantía de que con aquel alivio se quedara en el pozo en el que se estaba ahogando.
Aquel día, el terrícola aprendió cómo las tres ancianas que marcan el destino pueden tener
caras distintas, y las caras más amables, en ocasiones, pueden ser las que nos hagan padecer».
Podemos llegar a confiar en alguien y contarle nuestro sufrimiento,
podemos desahogarnos. Pueden animarnos a salir de ahí, pero no damos el
paso. Nuestro discurso, cuando nos relacionamos desde la queja con el
mundo, nos deja atascados. Hablamos, pero no resolvemos.
A partir de ese momento en el que decimos que sufrimos un mal trato, los
temas de conversación giran alrededor de la situación padecida, de nuestras
dudas, nuestros miedos y nuestro dolor. Sentimos desahogo, pero nos
relacionamos en negativo. Sentimos que nos quieren porque nos preguntan
qué tal, pero volvemos a quedar encadenados al discurso negativo.
Un estudio realizado por la neurociencia, que debe hacernos reflexionar
sobre esta idea tan extendida de que «hablar de nuestro malestar puede
ayudarnos», ha sido publicado en la revista Brain and Cognition .
Los resultados desvelaron que el impacto de las palabras negativas en
nuestro cerebro, sobre todo cuando pertenecen a nuestra realidad personal,
son lesivas. Si hablar en negativo es malo cuando lo negativo está en
nuestra vida, hablar sobre ello es peor.
La caridad de las personas nos hace sentir queridos cuando estamos mal,
pero quien te quiere no solo lo hace cuando estás mal. Quien te quiere
también estará ahí para celebrar tu felicidad.
Cuando vemos a un pobre animal ahogándose en un río corremos para
salvarlo. Lo hacemos porque nos da pena, no queremos que se ahogue; eso
no quiere decir que ese perro para nosotros sea especial. Al ayudar nos
sentimos bien por el efecto de la dopamina que generamos al hacerlo,
aportándonos una sensación placentera a la que se denomina «efecto de
brillo cálido».
Las personas que ayudan, que se preocupan, que apoyan, se sienten útiles,
capaces, bondadosos. Ayudar nos genera satisfacción. Pero el que es
ayudado siempre queda en una situación de inferioridad, de indefensión, de
necesidad.
Al contar permanentemente nuestros problemas somos los que quedamos
por debajo de los demás, creamos una jerarquía que favorece a otros, pero a
nosotros nos deja en el desamparo. Esto lesionará nuestra autoestima. Poco
a poco nos identificaremos con esa persona que no puede, que es incapaz,
que necesita ser salvada, y esto nos dejará en el fondo del pozo. De ningún
modo podrás pasar a la acción si estás ahí abajo.
Atrapados en el dolor, nos volvemos más pasivos. Hablar de lo negativo y
permanecer en ese discurso nos paraliza, nos inactiva.
Nuestros pensamientos no nos resultan eficaces si estamos todo el día
dando vueltas a nuestro sufrimiento. Por esa razón, en consulta, junto al
pacto de silencio, pido que nos imaginemos más allá de nuestro problema.
Como si ya estuvieras bien :
Empodérate, imagina que has salido de tu mancha de petróleo, que
estás en el mar azul, claro y cristalino; imagina que ha ocurrido un
milagro y ya estás fuera de esta situación que te genera tanto sufrimiento.
¿Qué es lo más pequeño que podría ocurrir, que podrías hacer, en qué se
notará que ya estás disfrutando de tu vida? Cada día haz algo como si ya
hubiera llegado ese día. ACTÚA COMO SI… HAZ COMO SI…
Para poder aplicar el método RITMO debes comenzar por entrenarte. Anda
como si estuvieras feliz, habla como si estuvieras feliz, saluda como si
estuvieras feliz. Es decir, haz lo más pequeño como si hubieras recuperado
tu vida y estuvieras disfrutando de ella. Lo más pequeño puede ser, por
ejemplo, bajar las escaleras de tu casa hoy como si ya estuvieras bien. No
cojas el ascensor, baja las escaleras y hazlo como cuando estabas bien.
La razón de que este ejercicio sea tan importante es que la actitud positiva
debe entrenarse porque las neuronas de la corteza cingulada anterior, que se
ponen en funcionamiento antes de tener las mejores ideas, se activan
especialmente si estamos de buen humor, pero en un estado de no
conciencia de nuestro pensamiento.
No servirá de nada «tratar de atraerlas», debe ser algo espontáneo. Luego,
vivir como si estuviéramos vivos y disfrutando de la vida es fundamental
para poder generar ese estado inconsciente que favorezca la activación de
esas neuronas «expertas» en elaborar planes de acción.
Hay algo, en mi opinión, aún más importante. Seguro que puedes recordar
alguna situación en que buscando algo en tu bolsillo, en tu bolso o en un
cajón, has pensado: «¡Ay, que lo he perdido!». Y has sentido cómo
aumentaba tu preocupación. Revuelves con más nerviosismo y no lo
encuentras. Vuelves a mirar, una y otra vez y no lo ves. Piensas: «¡Seguro
que sí, seguro que lo he perdido!». Te obstinas. Te ofuscas. Justo antes de
tirar la toalla piensas: «¡Pero si tiene que estar aquí!». Y en ese preciso
momento, ahí donde has mirado, sabes que has mirado, te consta que has
mirado, está. Pero hasta que tú no has dicho: «¡Tiene que estar aquí!», has
sido incapaz de encontrarlo.
Este es un ejemplo claro de que la teoría condiciona la observación. Cuando
mi teoría es que «todo me va mal y no puedo hacer nada para cambiarlo»,
mi observación está condenada. Cuando creo, por el contrario, que «solo yo
puedo encontrar la salida», podré encontrarla.
En 2010, un grupo de neurólogos del California Institute of Technology
descubrieron la razón de semejante milagro. Se observó que el nivel de
rendimiento cerebral de una persona ante una tarea depende de su
acercamiento personal a la misma; es decir, si nos imaginamos con
capacidad para resolver algo, actuamos con mayor acierto en la resolución
del problema que si nos imaginamos incapaces de hacerlo.
Si me imagino haciendo una acción que creo que me conducirá al éxito, mi
organismo se prepara para esa respuesta; pero si me imagino tropezando,
también me predispondré a tropezar.
Los optimistas muestran más actividad en el córtex parietal posterior que
los pesimistas. A más actividad en esta área, más probabilidad de resolver
con éxito nuestros problemas vitales; y a más negatividad, menos actividad
en esa zona. Resumiendo, más boletos para seguir sufriendo.
Hay que tener clara la diferencia entre el optimismo y el autoengaño, entre
el buen humor y la racionalización, entre pensar bien y no querer pensar lo
que va mal en nuestra vida. El optimismo, el buen humor y pensar bien es
algo que se da de forma natural en situaciones de bienestar, no son el fruto
de un esfuerzo mental.
Cuidado con esa resistencia que menosprecia este ejercicio de «Actúa como
si… Haz como si…» al afirmar que esto le parece un «autoengaño» por ser
algo forzado y no espontáneo. Ir a presenciar un monólogo cómico es algo
que hacemos voluntariamente y no por ello dejamos de reír. Estudiar para
sacar una carrera es algo a lo que nos obligamos y no dejamos de aprender.
Ir al trabajo cada día también es una obligación y nos ayuda a vivir. Que yo
me obligue a hacer lo que me dará mayor calidad de vida es pura
inteligencia emocional. El haz como si tu problema estuviera solucionado
es el primer acto inteligente de cada día. El haz como si estuvieras bien es
el entrenamiento necesario que te ayudará a sentirte bien. El actúa como si
fueses libre es el primer paso hacia la libertad. Hacer lo necesario para
empoderarte e s el primer acto de compromiso personal que te dará
autoestima.
¡MANDAS TÚ!
Claves para identificar a la persona tóxica que te
maltrata
«Preocúpate por la aprobación de las personas y serás su prisionero». Sun
Tzu
En una sociedad en la que quien nos juzga no debe tener conocimientos
para juzgar, tenemos el problema terrible de que toda lesión que no se ve no
existe. Si quien te ha maltratado no te ha lesionado físicamente, será tu
palabra contra la suya. Lo que nadie ve no existe, lo que no marca el cuerpo
no es importante. Pero la estrella de las ocho puntas del maltrato nos hace
ver que hasta un consejo que yo no pido puede ser un acto jerárquico con el
que podemos condenar a una situación de inferioridad a otro ser humano.
Se han hecho muchos estudios sobre el poder de la palabra en la química
cerebral del ser humano. No hay lugar a dudas. Podemos generar una
situación de estrés crónico utilizando tan solo una misma arma: la palabra.
Pero hay algo aún más escalofriante: el uso de la palabra puede llegar a
crear un desequilibrio tan grave como para generar esquizofrenia.
Gregory Bateson elaboró esta inquietante teoría del doble vínculo o
«comunicación esquizofrénica». Se trata de una de las teorías más
importantes para entender el sufrimiento que provoca una comunicación
perversa.
Bateson explicó cómo influye el tipo de comunicación de un contexto
familiar y ciertas relaciones, aparentemente normales, en patologías severas
como la esquizofrenia.
Sin necesidad de golpes o de insultos, la comunicación genera
consecuencias fatídicas. Las condiciones para que se produzca esta
comunicación de doble vínculo en una persona son las siguientes:
- Una relación muy intensa, importante para la supervivencia física o
psíquica de la persona . Por ejemplo: un niño con su familia, un
trabajador en su empresa o una persona dentro de un grupo de
pertenencia (pareja, colegio, amigos…).
- Una relación en la que se produce con frecuencia una comunicación
paradójica , en la que se emiten simultáneamente dos mensajes
contradictorios.
A veces entre lo que se dice y lo que se hace: «Te dejo de
hablar, pero, cuando me preguntas, te digo con tono distante y
frío que no me pasa nada».
Entre una parte y otra de lo que se dice: Imagina que,
sintiéndome muy contenta porque me han ofrecido un trabajo
que considero maravilloso, me dan este consejo: «Yo no
cogería ese trabajo, pero no me hagas caso».
Si no cojo el trabajo, te hago caso porque me has dicho que tú no
lo cogerías, si no te hago caso y lo cojo, también te hago caso
porque me has dicho que no te haga caso. Lo único que no puedo
después de esta frase es ¡no hacerte caso! Pero lo más demoledor
es que, si resulta un mal trabajo, tú ya me habías advertido de ello
y si, por el contrario, lo he dejado pasar y resulta ser bueno, me
habías dicho que no te hiciera caso, de forma que el error siempre
es mío.
Entre lo que se dice y el tono con que se dice. Con el fatídico:
«¡Haz lo que quieras!».
Lo que se dice, en sí mismo, es paradójico. Por ejemplo: cuando se
le pide a una persona que sea ella misma, que sea espontánea, que
sea natural. Algo imposible de conseguir cuando le estamos
diciendo cómo tiene que ser.
- Por último, la relación existente entre quien trasmite el mensaje y
quien lo recibe es de poder . Eso le impide defenderse.
Todas estas condiciones hacen que la persona que está atrapada en este tipo
de comunicación se sienta confundida, bloqueada, indefensa, con la
sensación de que haga lo que haga siempre lo hace mal.
Si hay una comunicación que domina perfectamente la persona que maltrata
es la comunicación de doble vínculo: «Si me quisieras no te irías»; «Te
quedas porque te lo he pedido»; «Si te lo he pedido, no ha salido de ti»; «Si
me quisieras, me harías más caso»; «Si me quisieras, habrías estado más
pendiente»; «Has estado pendiente porque yo te lo pedí, no porque haya
salido de ti»; «Si te vas, me muero, aunque no te muestro afecto»; «Si me
dejas, me mato, aunque siempre te maltrato».
Haga lo que haga, quien recibe estos mensajes se sentirá culpable, se creerá
responsable del dolor de su verdugo, tendrá que pedir indulgencia y
demostrarle su amor. Como si tuviéramos que sacarle de su propio pantano:
de su pasividad letal, su rabia, su frustración, su permanente enfado.
Debemos quedarnos ahí para socorrerles. Vivimos atrapados como la
familia del siguiente cuento. Pero lo peor es que así tampoco les ayudamos,
al contrario, les haremos cada día más pasivos, inseguros y desconfiados
como a La niña del pantano :
«En cierta ocasión, una humilde familia tuvo en suerte ser contratada por un rico
terrateniente, dueño de un gran manzanal, para recoger las exquisitas frutas de cientos de
árboles. A la faena se unieron los hijos mayores del matrimonio y una pequeña niña que poco
levantaba del suelo y que, en principio, fue llevada por su padre hasta la colina del manzanal
dentro de un cesto.
Tras dejarla sentadita sobre una manta que colocó con sumo cuidado, le advirtió que era
necesario que estuviera quietecita, pues ellos debían trabajar para ganarse el sustento de la
jornada.
La niña, en principio, se quedó tranquila viendo cómo sus hermanos mayores y sus padres
hacían la faena. Pero enseguida comenzó a inquietarse al ver que no le prestaban la atención
y las muestras de afecto a las que estaba acostumbrada, así que comenzó a hacer ruiditos y
piruetas para llamar la atención de su familia. Pero estaban tan preocupados en coger la
mayor carga de manzanas posible que continuaron trabajando sin percatarse de los intentos
frustrados de la pequeña.
«¿Acaso mi familia no me querrá por ser incapaz de cargar con uno de estos cestos?
—se preguntó la niña tratando de coger, sin ningún resultado, uno de ellos—».
Al ver que, por mucho que intentara llamar la atención de sus padres y hermanos, esta estaba
secuestrada por la necesidad y la obligación de terminar cuanto antes aquel trabajo, la niña
desistió y fue alejándose poco a poco hasta la zona más baja del manzanal en la que se
encontraba un profundo pantano.
Al acercarse a la gran masa de agua, la niña se sorprendió y, con curiosidad y temor, se
volvió prudentemente hasta la orilla. En aquel momento, su padre la divisó desde lo alto del
manzanal y sobrecogido lanzó un grito que fue secundado por su madre y hermanos y, justo
en aquel momento, la niña se convenció de lo mucho que su familia la quería y de que sus
dudas y temores no eran en absoluto ciertos.
Pero al subir nuevamente la ladera para encontrarse con los suyos y compartir sus juegos se
encontró con la imposibilidad de hacerlo por la urgencia con la que todos trabajaban:
—Mi amor, no me entretengas, que tengo que terminar —le decían una y otra vez.
Tantas veces escuchó aquella respuesta que volvió a considerar que aquellos cestos de
manzanas eran más importantes para su familia que ella misma. Y recordando la muestra de
amor que había recibido junto al pantano decidió volver a él.
Allí, junto a la orilla, esperando oír la voz de alerta de los suyos, se dedicó a dar vueltas, una
y otra vez, mientras su familia, al ver la astuta estrategia de la pequeña, sonreía sin mediar
palabra.
Fueron tantas las veces en que esta trató de atrapar la atención de los suyos que, de nuevo,
volvió a temer no ser lo querida que siempre había sido. Así que probó y, al descalzar uno de
sus piececitos haciendo el amago de introducirlo en el pantano, sus hermanos, que en ese
momento la vigilaban, gritaron al unísono seguidos por sus padres.
—¡Cuidado con el pantano, que su fondo es muy peligroso!
De nuevo la niña, al ver la gran preocupación y dedicación de toda su familia, se sintió
querida y volvió a convencerse de que era, como lo fue siempre, aquella niña tan amada por
toda su familia.
Pero no hay nada tan preocupante como alguien que necesita sentir que los demás se
preocupan para creer que se le ama.
Se dilató tanto el tiempo de la recogida del fruto que la niña volvió a olvidar la última prueba
de amor de su familia y regresó a la orilla del pantano. Pero, nuevamente, al quitarse su
pequeño zapatito y ver que ningún miembro de la familia reaccionaba, volvió a dudar:
—Si realmente me quisieran, no podrían soportar, como si nada ocurriera, que yo
hiciera como que me voy a meter en el pantano.
Así fue como la niña, necesitando encontrar una prueba que le demostrara el amor de los
suyos, introdujo el pie en el pantano con tan mala fortuna que en segundos se hundió en él.
Porque, tal como le advirtieron, era demasiado fangoso. La niña pereció al quedar atrapada
por la peligrosa necesidad de una prueba que le demostrara el amor del que ella, por
desgracia, tanto dudó».
Así es como las demostraciones consiguen que la persona desconfiada se
vuelva cada día más insegura. Necesitando cada vez más pruebas para
calmarse, pero todos sabemos que así jamás aprenderá a confiar.
El experto en comunicación esquizofrénica tiene la capacidad de
confundirnos, de desconcertarnos, de «volvernos locos». Lo que dice entra
en contradicción, continuamente, con lo que hace.
Recuerdo en un colegio donde estaban hablando de la ASERTIVIDAD,
bonita palabra donde las haya. Asertividad , esa capacidad para expresar
cómo me siento, qué me hace daño, qué me parece justo. Casualmente, yo
tenía en mi consulta a una alumna de ese colegio, una inteligentísima
adolescente que se autolesionaba y que me preguntaba con impotencia,
resentimiento y desesperanza: «¿Cómo puede ser que la misma tutora que
nos habló de asertividad cuando me quejo por un castigo injusto me doble
el castigo por quejarme?».
Esto es un ejemplo claro de comunicación paradójica o comunicación
esquizofrénica: lo que te digo por un lado te lo castigo por otro.
Encontramos otra situación de doble vínculo cuando, en la infancia, somos
animados a probar actividades nuevas, salir de nuestra zona de confort. Nos
inducen a experimentar, a intentar, a aprender. Nos empujan hacia la acción.
Nos dicen, una y otra vez, y con mucha razón que, si no probamos, nunca
sabremos si nos va a gustar, pero cuando nos hemos apuntado a una
actividad y, después de una semana de prueba, lo queremos dejar porque
nos decepciona, estos mismos consejeros nos dicen: «Has empezado y
tienes que entender que si has adquirido un compromiso tienes que seguir
hasta el final».
No les importan las razones: «He probado»; «No es lo que esperaba»; «No
lo quiero»; «No me hace sentir bien». Esto parece inmaduro, carente de
validez. Si te has apuntado, tienes que seguir porque te has comprometido,
eso sí es válido.
Mientras somos niños no tenemos otra posibilidad que quedarnos y
continuar, como si de un castigo se tratara, «todo el curso» donde nos
hemos atrevido a probar. Por suerte, no somos ya quienes necesitamos el
permiso de los demás para abandonar un proyecto ilusionante.
Cuando lo que vivimos nada tiene que ver con lo que esperábamos
encontrar, no tenemos que quedarnos y aguantar dentro de una experiencia
insana por haber adquirido previamente un compromiso.
Ya no mandan los demás, mandas tú. Has emprendido un proyecto en tu
vida, has probado, has intentado, pero si el resultado te hace sufrir, debes
abandonar.
Abandonar supone enfrentarte con lo que los demás puedan pensar, es decir,
tocar el miedo a disgustar, a decepcionar, a no complacer.
En mi vida mando yo, en mis decisiones personales mando yo, en tus
decisiones personales mandas tú, en tu vida mandas tú. Querer a los demás
y querer que nos quieran no puede ser confundido con necesitar que les
parezca bien, que aprueben lo que hacemos.
«Voy a explicarte por qué he hecho lo que he hecho»; «Te voy a
tranquilizar»; «Me vas a entender», son soluciones intentadas que nos dejan
atrapados en las manos del otro, en la necesidad de recibir su beneplácito.
Cuando busco la bendición del otro, como quien se arrodilla en un
confesionario, soy incapaz de actuar tranquilamente si no me da su
«bendición»: «No consigo aceptar que no acepte lo que hago»; «No consigo
entender que no entienda cómo actúo».
Mientras mi objetivo dependa del otro, seguiré atrapado en la insistencia de
algo que está en sus manos y no en las mías: su aprobación. El logro no será
hacer que el otro cambie. Debo entender que no entienda, debo aceptar que
no acepte. Debo liberarme de ese objetivo que está en sus manos.
El modo de salir de las garras de quienes nos atrapan con sus críticas, con
sus juicios, es no poner nuestras expectativas en ellos, sino en nosotros
mismos. Es duro aceptar que los demás sean así, pero lo son. No podemos
cambiar el mundo. No podemos hacer que sea justo quien me trata como un
inquisidor, pero sí podemos dejar de sufrir si abandonamos el objetivo con
el que tanto sufrimos: su indulgencia.
En demasiadas ocasiones, cuando el otro nos juzga, rebatimos, tratamos de
defendernos, damos explicaciones. Cada vez que nos justificamos debemos
hacernos una pregunta: ¿Qué jerarquía creamos cuando reaccionamos
así? ¿Nos colocamos a la misma altura que el otro o un peldaño más
abajo? ¿Ante quién te justificas, a quién le das explicaciones?
Imagínate que acabas de hacer una compra en un supermercado, llegas a la
caja de pagos, el caballero que está en la caja registradora te mira con cara
de sospecha, con tono suspicaz te dice: «Usted ha robado algo de las
baldas». Tú, que eres una persona honrada, te sientes fatal. Te defiendes
diciendo que eso no es cierto. Con apuro le enseñas el bolso. Sigue
afirmando: «Sí has robado». Empiezas a vaciar tus bolsillos para
demostrarle que eso no es cierto. Cada vez con más vergüenza y
nerviosismo muestras todo lo que tienes en tus manos, en el bolso, en los
bolsillos. Mantiene su acusación: «Has robado». Terminas quitándote la
ropa. En cueros, totalmente al desnudo, solo hay algo que buscas
desesperadamente: dejar de ser culpable y que te declaren inocente.
En ese momento en que te quedas «en cueros» acabas de denigrarte,
humillarte, abandonarte. Ante la acusación hay otro tipo de respuesta: «Que
usted diga eso es una falta de respeto y no se lo voy a permitir».
El conde Friedrich Spee von Langenfeld, jesuita renano, fue quien
desmontó la máquina judicial perversa que transformaba a la mujer
analfabeta en adepta satánica en los tiempos de la Santa Inquisición. Había
presenciado muchos procesos de brujas y quiso llamar la atención de las
autoridades sobre el hecho de que, en virtud del procedimiento judicial que
se aplicaba sobre ellas, era imposible que las sospechosas fueran
reconocidas como inocentes. Su terrible observación le llevó a escribir el
libro Cautio criminalis . En él recogió los siguientes ejemplos para
demostrar que aquellas mujeres no tenían ninguna posibilidad en los juicios
que se les aplicaba:
Un primer supuesto era que Dios defendería desde un principio a una
persona inocente y la salvaría de esta situación. El hecho de que Dios no
interceptara para salvar a la acusada ya era una prueba clara de su
culpabilidad. Otra consideración era cómo había sido su vida pasada. En el
caso de que hubiera sido impecable era un indicador a favor de la sospecha,
pues una bruja puede parecer un ser excepcional y, por supuesto, si su vida
no había sido ejemplar era evidente su condición de «bruja». Por último, si
se amedrentaba ante las torturas tan solo fingía ser humana y si no se
aterrorizaba, no cabía duda, era una bruja.
Así que después de torturarte, de tratarte de modo injusto, de juzgarte,
reprocharte, si te enfadas, pierdes los nervios, gritas o lloras podré decirte:
«¡Ves cómo te pones!, ¡ves cómo me gritas! ¿Para qué lloras, para que me
sienta mal?». Exactamente el mismo sistema de la Santa Inquisición.
«Actuar a pesar de que el otro no nos acepte» es el primer paso para
convertirnos en un hereje.
Somos un hereje cuando nos negamos a justificar nuestros actos a la hora de
ser juzgados por quienes nos maltratan, cuando no participamos del juego.
No en vano, la palabra hereje viene del griego hairetikós que significa el
que elige , el que es libre para decidir o tomar un camino distinto al que los
demás esperan que elija, el camino de su aprobación. Una palabra que el
cristianismo utilizó para condenar la libre elección de las creencias. Una
palabra que se ajusta muy bien a nuestro sentimiento de culpa cada vez que
no coincidimos con quienes «queremos que nos quieran».
Con nuestras justificaciones y explicaciones buscamos indulgencia.
«Perdóname, padre, porque he pecado». Nos cuesta entender que el otro no
es superior a nosotros, que no tiene que indultarnos ni entendernos ni
aprobarnos. El otro, simple y llanamente, tiene que respetarnos.
La persona que maltrata es una persona insegura, de baja autoestima y sin
demasiados recursos personales. «La violencia no es poder, sino la ausencia
de poder», afirmó Ralph Waldo Emerson. La persona que mal trata es
aquella que tiene la autoestima del enanito gruñón que tiene que pisar a
quien está junto a él para verse más alto.
El enanito que critica, juzga, descalifica, chantajea, humilla, parece que está
por encima de aquella persona que es juzgada, criticada, descalificada y
condenada. Un juego de poleas en el que cuando se hace bajar al otro sube
él. Solo es necesario unirse a su juego para hacérselo aún más fácil. El otro
me juzga y yo me defiendo. Me critica y le explico. Me descalifica y me
justifico. Me chantajea y me quedo a su lado. El juego de poleas tiene dos
pesos en mi contra: el del enanito gruñón y el mío cuando me sumo a su
juego manipulador.
Las personas tóxicas que maltratan siempre tienen una gran capacidad para
iniciar juegos de jerarquía. Pueden ser un jefe, una madre, una pareja, pero
los juegos que juegan son siempre los mismos:
- Sospechas ambiguas: «No sé, hay algo en ti que no me gusta»; «Te
pasa algo»; «Tú no estás bien».
- Sentencias adivinatorias: «Tú sabrás»; «Si tú no te das cuenta…»;
«Si te lo tengo que decir…»; «Si no te acuerdas…».
- Críticas: «No me parece bien»; «Gastas demasiado»; «Das
demasiadas confianzas»; «Yo nunca lo habría hecho».
- Muros de intolerancia: «No entiendo nada»; «No me parece lógico»;
«No estoy de acuerdo»; «A mí no me parece bien».
- Consejos gratuitos: «Yo no lo haría así»; «No comas tanto…»; «Lo
que tienes que hacer es…»; «Eso te queda mal».
- Petición de pruebas: «Si me quisieras, te habrías acordado de que
iba al médico»; «Si no te has acordado de esta fecha es porque no te
importo»; «No has tenido el detalle de preguntarme por…»; «Te he
llamado y no me has contestado».
- Reproches: «Yo habría ido»; «Yo te habría preguntado»; «Tú
siempre igual», «Tú nunca llamas».
- Chantaje emocional: «Si me dejas, me mato»; «Sin ti me moriría»;
«Si yo te importara, no te irías».
- Bromas que nos ridiculizan y si nos defendemos aprovechan para
evidenciarnos: «Qué suspicaz»; «No aguantas una broma»; «Cómo
te pones»; «No se te puede decir nada».
Pero el juego no se jugaría si nosotros no participamos. Cuando somos unos
inexpertos nos ocurre como a mi hija cuando una niña le dice: «¡Ya no soy
tu amiga!» y ella corre detrás.
- Ante las sospechas ambiguas preguntamos inquietos: «¿Qué? ¿Por
qué?».
- Ante las sentencias adivinatorias decimos inquietos: «¡De verdad
que no tengo ni idea de qué te he hecho!».
- Ante las críticas nos disculpamos.
- Ante los muros de intolerancia tratamos de saltarlos dando mil
explicaciones.
- Ante los consejos gratuitos nos justificamos.
- Ante la petición de pruebas, las damos enumerando además las
anteriores.
- Ante los reproches, nos defendemos dando mil argumentos para que
nos perdonen.
- Ante el chantaje emocional, nos quedamos a su lado.
- Ante las «falsas bromas» que nos molestan, nos disculpamos.
En todos estos juegos el maltratador se disfrazará de distintos personajes
que hay que reconocer para identificarlos en cuanto empieza «la partida»,
porque si caes en la tentación de jugar con él, te estarás lesionando. Es
imposible avanzar si vas de tropiezo en tropiezo, es imposible fortalecerte
sin reconocer su disfraz:
- Experto o comentarista de nuestras vidas : Se cree con el derecho
de hablar de «lo que opina sobre nuestra vida» sin ningún escrúpulo.
Pueden dar su opinión acerca de nosotros en una comida familiar,
delante de otros compañeros de trabajo. Nos convertimos en el tema
de conversación que ponen, sin pudor, encima de la mesa. Si no
rechazamos el juego, nos convertiremos en las cartas que van de
mano en mano en una conversación que girará en torno a nuestras
decisiones, nuestros hábitos y nuestras relaciones sin que nosotros
hayamos preguntado su opinión.
- Pasivo-agresivo o Pobrecito verdugo : es decir, me enfado contigo
porque tú no has hecho algo que yo de forma explícita no te pido.
No te pido que vengas, pero me enfado porque no sale de ti. No te
pido que me llames ni te llamo, pero me enfado porque no me has
llamado. No te digo lo que me ha dicho el médico, pero me enfado
porque tú no me has preguntado. Son personas que no llaman para
proponer nada, pero hay que ofrecérselo todo.
- Boicoteador-prestidigitador : Cada vez que esperes con ilusión un
acto importante, un acontecimiento especial, ocurrirá algo que le
indigne. La persona que maltrata no soporta que brilles demasiado,
verá tu alegría como una amenaza que hay que erradicar. Se
mostrará molesto por cualquier razón que se sacará de la manga
como el mejor prestidigitador y tu día especial pasará a ser una
desilusión más en el calendario. Intentará anularte socialmente,
ridiculizarte, humillarte, ningunearte permanentemente, su intención
será restar valor a tus logros para apagar tu luz.
- Víctima-secuestrador : Cuando quieras hacer algo que te aporte
felicidad y te aparte de su lado, quien maltrata utilizará el chantaje
emocional para secuestrarte, haciéndote sentir culpable. Te dirá que
está mal, que se siente triste y solo, amenazará con «quitarse la
vida» si te vas hasta que el miedo te paralice condenándote a vivir a
su lado. Exigen sin exigir, secuestran sin secuestrar, una vez más
utilizan una comunicación esquizofrénica que nos deja indefensos y
desarmados utilizando el chantaje emocional.
Quisiera poner uno de los ejemplos que me contó una de mis
pacientes, un mal trato sufrido desde su infancia: «Cuando era
pequeña recuerdo ver a mi madre escondiendo pastillas en mis
cajones y decirme que no contara nada a nadie, que eran para
tomárselas. Se lo dije a mi padre y mi madre se enfadó conmigo.
Cuando se enfada deja de hablarme, incluso días. He pasado muchas
tardes, bueno, días enteros sentada en el borde de su cama. Eran
horas larguísimas en las que solo había oscuridad y silencio. Yo me
quedaba allí porque no había nadie más y me daba miedo no
encontrarla si me iba o que hubiera hecho alguna cosa. Si por fuerza
mayor salía de casa, volvía lo antes posible para controlar que todo
estuviera bien. Esto ha sido así toda mi vida. He vivido siempre con
ese miedo».
- Mejor amigo-Maquiavelo : «Divide y vencerás», afirmó
Maquiavelo. Siguiendo su ejemplo, la persona que maltrata siempre
se aliará contigo apartándote del mundo. Criticará y alejará a todos
aquellos que te quieren. Todo el que te suma emocionalmente es un
enemigo a combatir para quien maltrata. Su compañía te condenará
a aislarte de tus compañeros, de tu familia, de tu entorno y a
rechazar e, incluso ver con suspicacia, a todas las personas que te
puedan querer de verdad.
- Juez : Sentencia, dice lo que está bien o está mal. Afirma quién es
bueno y quién malo. «Todos los hombres sois…»; «Todas las
mujeres sois…»; «Todos los niños de este barrio sois…»; «Todos
los catalanes sois…». Si nos quedamos en la «sala», comenzará el
juicio donde seremos el presunto culpable al que se le cortará la
cabeza sí o sí. Da igual lo que hagas o lo que digas, la sentencia está
escrita antes de empezar. Si te defiendes, te dirá que «todo son
excusas»; si callas, que «todo te da igual»; si lloras, que «eres
chantajista»; si gritas, que «contigo no se puede hablar».
- Bromista-sensible . Como si fuera el monologuista más cínico, hará
chistes en los que nos humillará sin ningún escrúpulo, y si nos
defendemos, nos reprochará que no tenemos ningún sentido del
humor. Lo triste es que, ahí subido en su escenario, sentirá absoluta
inmunidad mientras el público ría sus gracias, un público que es tan
responsable de mantener la actuación como quien se atreve a hacer
semejante monologo, un público que con su actitud cobarde y
pasiva está también maltratando.
El único modo de terminar con este secuestro es salir de la zona de juego.
Tirar las cartas que ya están marcadas. Evitar caer en la tentación de
excusarnos como alguien a quien se le pueda juzgar. Decidir que no somos
la persona acusada ni el juicio es legal, levantarnos del banquillo y echar a
andar, salir de la sala como si fuéramos libres porque, aunque se nos haya
olvidado, al cerrarse la puerta tras nuestra espalda una idea asomará en
nuestra cabeza: «¡En mi vida mando yo!».
NO SALGAS DE TU CAMINO
Aprende a decir NO
«Fortaleza es la capacidad de decir no cuando el mundo querría oír un
sí». Erich Fromm
En cierta ocasión, planeé una salida por el monte a caballo, miré
meticulosamente las coordenadas en el GPS, las anoté, metí la nota en mi
hoja de ruta, preparamos los caballos, partimos. Nuestro destino era un
pueblo abandonado y debíamos pasar por pinares y caminos de ganado.
Hicimos una ruta preciosa. Casi al final del camino, atravesando un pinar,
un gran árbol cruzaba la pista de izquierda a derecha. Era tan grande que
saltarlo con los caballos era imposible. En el pinar había tanta maleza que
meternos en su interior era aún peor.
Tuvimos que dar la vuelta, acceder a caminos alternativos, llegamos
tardísimo a casa, se nos hizo de noche, tuvimos que ir por tramos de
carretera. Experiencia que, como sabe cualquiera que haya montado a
caballo por las carreteras de hoy en día, aun siendo locales, es bastante
desagradable. Al día siguiente, mi padre me preguntó por la excursión. Le
conté lo que nos había ocurrido y él afirmó: «O sea, que te confundiste de
camino». «¡No! —repliqué—. ¡Había un pino!».
Éxito, fracaso, buen resultado, malo, te has equivocado, has acertado.
Confundimos pino con camino.
Escribe: ¿Qué crees que sería un fracaso para ti respecto a esta situación
de maltrato?
Durante la crisis, lo que se nos ha dicho a quienes la hemos sufrido es que
habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades como si fuéramos
unos inconscientes que nos hubiéramos lanzado a la aventura sin comprobar
las coordenadas. No nos hablan de los pinos que encontramos en el camino:
del abuso sufrido por parte de bancos y políticos.
Nos hacen creer que, si algo ha salido mal, lo hemos hecho mal.
Que haya situaciones y circunstancias desfavorables nada tiene que ver con
que «lo hayas hecho mal». Que te maltraten no tiene que ver con que tú no
te defiendas. Si te roban la cartera, no es porque tú seas una persona
despreocupada o ingenua. Si te roban es porque hay un único responsable,
el ladrón. Si te tratan mal solo hay un responsable, el que maltrata. Pero
quedarte a su lado, eso sí depende de ti.
Dar el paso de romper con quien te maltrata es una labor complicada.
Debemos tener claro el camino. Establecer las coordenadas. Pero, en
muchas ocasiones, un pino puede obstaculizar nuestro camino y puede
presentarse de formas diferentes.
A modo de anécdota, así me describió un paciente cómo fue su «pino»:
«Lo que a mí me mató fue cuando por fin di el paso de dejar la
relación y se presentaron en mi casa sus padres, su hermana y mis
hermanos. Todos querían arreglar lo que no tenían ni idea que pasaba.
«Tenéis que intentarlo, hay que luchar por esto…» y toda esa clase de
mentiras que me arruinaron los siguientes 7 años, porque me vi contra las
cuerdas y, si me costó reaccionar ante una sola persona, imagina la
situación cuando todos me estaban salvando la vida en una cocina de 4 m 2
».
No basta con tener claro lo que quiero y lo que no quiero. No basta con
romper con el juego del sufrimiento si no soy capaz de mantenerme. Ser
valiente es no abandonar mi destino a pesar de lo que encuentre en el
camino.
Quiero salir de la situación, pero hasta que no lo intento no puedo saber qué
me depara el destino. La presión social podrá hacerme creer que tengo que
luchar para que la relación siga «hasta el final». Por desgracia, demasiadas
veces el final está escrito: una persona rota, que sufre, que no aguanta más,
que está amedrentada, encogida, replegada y sin libertad hasta que, después
de varias recaídas, grita ¡basta!
Ninguna vuelta a la casilla de salida es un fallo. Nada es un error. No hay
modo de evolucionar sin probar. No hay forma de aprender sin aceptar que
las cosas puedan salir mal. Aprendemos si aceptamos nuestras derrotas.
Aprendemos de nuestros errores.
Edison dio una lección de inteligencia cuando, ante la insinuación de que se
había equivocado mil veces antes de inventar la bombilla, afirmó: «No
fracasé, solo descubrí 999 maneras de cómo no hacer una bombilla».
Emprendedor por antonomasia, es un ejemplo de cómo valorar el fracaso
puede llevarnos al éxito.
Si has intentado salir de una relación y la presión social ha funcionado
como pino; si has intentado acabar con el maltrato y, la culpa, la pena, te
han cortado el camino, estás aprendiendo, como Edison, cada vez más
formas de cómo no conseguirlo.
El único fracaso es evitar la experiencia, no iniciar el viaje hacia aquello
que deseamos porque nos resulta desconocido. El único fracaso es no
emprender el vuelo, olvidar que lo que iniciamos un día lo hicimos con la
expectativa de ser felices y conformarnos con lo contrario. En ocasiones no
hay mayor tiranía que la de nuestro propio discurso mental que dice: «Si
renuncio, he fracasado».
La renuncia no es abandonar nuestros sueños, sino romper los grilletes que
inmovilizan nuestros pies para volar más allá de nuestro sufrimiento.
Cuando, a pesar del dolor que padezco en una relación no la rompo, mi
mayor obstáculo son las famosas frases que comienzan por un amenazante
«es que…» o un demoledor «pero…».
- Es que (Pero) tengo miedo…
- Es que (Pero) tengo dudas…
- Es que (Pero) me falta confianza…
- Es que (Pero) no tengo seguridad…
- Es que (Pero) tengo poca autoestima…
Aquí la pregunta sería: ¿Qué fue primero: el huevo o la gallina? ¿Si cada
vez que quiero evolucionar y lograr un objetivo complicado en mi vida lo
evito por sentirme insegura, qué ocurrirá?
La confianza, la seguridad o la autoestima no es aquello que debemos tener
para asumir riesgos y tomar decisiones; al contrario, el único modo de
aumentar nuestra confianza personal, nuestra seguridad y nuestra
autoestima es actuar. Es decir, no es cierto que no haces determinadas cosas
porque eres una persona insegura o porque tienes baja autoestima, sino que
tienes baja autoestima y falta de seguridad porque no arriesgas, no intentas,
no pruebas, no actúas.
Los «esqueperos», en términos matemáticos, equivalen al signo negativo
delante de cualquier acción que, si fuéramos capaces de hacer, nos sumaría
autoestima, confianza y seguridad personal.
Cuando las personas que nos quieren animar dicen que no debemos tener
miedo, que estemos tranquilos, que no tengamos dudas, empiezan a
educarnos en que nuestras emociones son ¡anormales! Pero la inseguridad,
el miedo y las dudas son inherentes a la superación de nuestros límites.
¿Qué capacidad adquirimos en la vida sin asumir riesgos? Hasta el mero
hecho de comenzar a andar nos puede hacer caer de bruces. No hay
evolución sin superar el estado anterior y no se puede ir más allá de lo
conocido sin asumir riesgos.
Imaginemos que lo que quisiera hacer y no hago es sacar el carnet de
conducir. Hagamos una analogía. No saco el carnet de conducir y digo:
- Es que… tengo miedo… porque no sé si tendré un accidente.
- Es que… tengo dudas… porque no sé conducir.
- Es que… me falta confianza… porque no conduzco.
- Es que… no tengo seguridad… porque nunca he conducido.
Mi pregunta es: ¿cuántas veces has sentido exactamente lo mismo ante
una nueva dificultad?
No hay evolución sin dudas, sin incertidumbre, sin miedo. Las reacciones
naturales e instintivas que nos advierten del peligro son parte de nuestro
instinto de supervivencia. Avanzar no es negar lo que sentimos. Avanzar es
decidir seguir, ir más allá de lo conocido.
Las distancias cubiertas por los animales en sus migraciones les hacen
enfrentar multitud de riesgos. La huida de una situación de mal trato nos
empuja a asumir las dificultades que podamos encontrar en el camino y este
camino lo haremos a pesar de nuestras dudas, a pesar de nuestros miedos, a
pesar de nuestros «peros».
Cada vez que decimos «es que», cada vez que decimos «pero» estamos
cayendo en la trampa de las excusas. Dando explicaciones sobre algo que
deberíamos hacer y no hacemos. Ponemos disculpas para librarnos de
aquello que no queremos llevar a cabo por miedo o, dicho de otro modo,
que queremos hacer, pero no nos atrevemos.
Por definición, la excusa es un motivo o pretexto que se invoca para eludir
una obligación o disculpar una omisión. Esta obligación que estamos
obviando en ambos casos es la de responsabilizarnos de nuestra felicidad,
de nuestro propio bienestar.
La excusa es el recurso que utilizamos cuando no nos atrevemos a decir NO
a esas relaciones tóxicas, que esperan ser atendidas y, si no lo son, nos
castigarán.
La excusa es una huida hacia adelante, pero como toda huida nos condena a
vivir sintiéndonos amenazados y en permanente tensión, porque vivimos
bajo la amenaza de que esperen algo de nosotros y tengamos que complacer
para que no se enfaden. Recientemente, una de mis pacientes me decía:
«No entiendo nada, el único momento en que me encuentro bien es
cuando salgo de este lugar (se refería al lugar donde vive, un pueblo de
20.000 habitantes). Si el fin de semana me quedo aquí, estoy fatal. Sin
embargo, cuando salgo con mi familia, aunque vayamos con la
autocaravana que con las nenas pequeñas es, supuestamente, más
incómodo que quedarme en casa, soy otra, estoy feliz».
Al preguntarle por lo que hacía cuando se quedaba en casa, vio que lo que
le atrapaba no era tener que cocinar, limpiar, sino tener que visitar a su
madre. Al estar lejos, había una excusa perfecta. No voy porque no puedo,
no puedo porque estoy fuera.
Las excusas, los pretextos, las justificaciones son esas trampas que nos
alejarán de la batalla necesaria de enfrentarnos con la incomodidad de decir
«no quiero estar contigo», de hablar claro a pesar de la dificultad. Cada vez
que utilizamos una excusa estamos debilitándonos.
Nos cuesta expresar honestamente nuestros deseos. Defenderlos sin
excusas. Pero decir que vamos a quedar con nuestro amigo porque nos
apetece no es lo mismo que decir: «Es que está pasando un mal momento y
"tengo que" estar con él», como si nuestro deseo no fuera razón suficiente.
Puedo decir sí a todo aquello que se espera de mí, puedo decir «es que»
para no tener que decir sí, pero ni lo uno ni lo otro me librará de la tensión
ni me hará sentir que llevo las riendas de mi vida. En las bellas palabras de
Anna Frank, «Una conciencia tranquila te hace fuerte ».
Para adquirir un recurso hay que entrenarlo, de igual manera que para
aprender a conducir bien uno tiene que obligarse a conducir, en principio,
con dificultad y torpeza. Vamos a dejar de contar mentiras. Cada vez que
dices «es que», estás evitando decir a ciertas personas «no quiero», porque
te resulta difícil e incómodo.
Escribe una lista de aquellas personas a quienes te gustaría decir NO
pero no te atreves . Ahora imagina tus peores fantasías , lo peor que
podría ocurrir si dices NO.
Cada día, después de comer, métete en tu habitación, apaga las luces,
cierra las persianas, pon la alarma de tu despertador media hora más
tarde y, durante ese tiempo, sobre tu cama imagina tus peores fantasías.
Si quieres llorar, llora. Si quieres gritar, grita. Y cuando termine la media
hora, el infierno terminó. Sales de la habitación, te lavas la cara y sigues
el día.
Una vez que hayas hecho este ejercicio durante, al menos, una semana, te
voy a pedir el siguiente ejercicio: Tienes que decir un NO de la lista que
has escrito . No me vale que lo hagas con quienes lo haces siempre, esos no
cuentan. Si le dices mil veces a tus hijos que NO, ellos no cuentan, si le
dices mil veces a tu amiga que NO, ella no cuenta.
Cuando te pidan cualquier cosa esas personas que te generan un sentimiento
de culpa y de falta de libertad, quiero que pienses en este ejercicio y que
digas:
—Lo siento muchísimo, me gustaría poder decirte que SÍ para no
disgustarte, pero tengo que decirte que NO.
(Y esta afirmación es cierta: tienes que decir NO porque estás
haciendo este ejercicio).
Voy a transcribir literalmente lo que una de mis pacientes escribió al
conseguir decir NO a una madre que siempre había mantenido con ella una
relación de chantaje emocional, manipulación y maltrato:
«Después de tantos años entendí que debía despedirme de mi "viejo
yo", ese que permitía que me hiciesen daño y poco a poco iba dejando
empequeñecer mi energía vital; tenía que poner freno a ser una víctima
permanente, a dejar que solo se acercarán a mí si cumplía el injusto
requisito de ser inferior manteniéndome así en una continua lucha por
merecer la compañía de los demás. Así que, tomando ejemplo de la
pequeña Heidi, quien volvió a la montaña dejando a su egoísta amiga
Clara responsabilizarse de su vida, ya que cargando con esa labor Heidi
comenzó a enfermar, mi "viejo yo" ya no podía seguir aquí más tiempo. Por
esta razón comencé a despedirme en sueños de mis compañeros de vida, de
todos y todas las Claras que formaban parte de mi experiencia en este
mundo.
Eso me dio fuerzas. Decidí hacerlo con mi madre enferma de alzhéimer, me
acerqué a ella mientras estaba en su silla de ruedas y le dije: «Vengo a
despedirme de ti… Yo me tengo que ir a la montaña, ¿me has oído? Te dejo
aquí acompañada, me tengo que ir, tengo que subir a la montaña»; ella
respondió:
—Vale, pues… Pues vete.
Al día siguiente, la persona que la cuidaba me llamó y me dijo que mi
madre se había despertado y ese día había comenzado a andar otra vez.
Después de tiempo sin poder dar un paso apareció en su habitación
andando como si nada».
Este ejemplo me sirve de perfecta analogía, ya que, en ocasiones, dejar de
cumplir las expectativas de los demás es positivo incluso para ellos al hacer
que sean más activos en el logro de su bienestar.
Revela lo que realmente quieres, rebélate ante lo que los demás te exigen.
Debes actuar como quieres, debes actuar a pesar de las críticas, de los
reproches, de las expectativas. Ser buena persona no es ser complaciente
con quienes se pueden enfadar, sino mantener la honestidad contigo y con el
mundo.
Este es el principio de tu fortaleza, decir NO cuando tu interior te grita a
voces que el «es que» te condena a una prisión. Este recurso es necesario
para comenzar el proceso de romper con el maltrato. Igual que para ir al
combate debemos llevar una buena armadura, para comenzar a aplicar el
método RITMO debes adquirir el recurso de decir NO.
El NO es la llave, es tu cuidador, es el que te servirá de escudo protector. El
NO te dará libertad, el NO te ayudará a… ¡volar lejos del maltrato!
VUELA CON «RITMO»
El método para pasar a la ACCIÓN
«Donde no hay lucha, no hay fuerza». Oprah Winfrey
En el prólogo hemos aprendido el verdadero significado de las palabras.
Hemos visto que fuerte no es igual a violento , sensible no es igual a débil y,
por supuesto, maltratador es lo contrario a fuerte . Al fin sabes que si eres
sensible es que tienes una gran capacidad y que si tienes miedo es porque
tienes la valentía de aceptarlo. Sabemos que así somos los que hemos
sufrido mal trato. Nos entendemos dejando de juzgarnos, de etiquetarnos,
de condenarnos y esto lo hemos conseguido a través de los distintos
capítulos. Hemos entendido la importancia de abandonar nuestras
expectativas y de cambiar nuestras creencias limitantes. Sabemos que el
único modo de combatir es curar las heridas sufridas, empoderándonos y
vivir sin participar en más juegos jerárquicos. Hemos adquirido el recurso
de decir NO.
Después de este proceso de fortalecimiento y de búsqueda de recursos
estamos preparados para pasar a la acción, para dar el salto, pero debemos
hacerlo con un plan bien trazado, paso a paso. El método RITMO te
indicará cuál es el plan de evasión, el modo de llegar al otro lado, de
cumplir tu objetivo. Aquí y ahora, tu oportunidad ha llegado. La acción es
lo único que nos ayudará a superar nuestros miedos, a resolver nuestras
dudas. Este es el momento de dar el primer paso hacia tu liberación.
Como ejemplo, un botón: La entrenadora personal de la actual medalla de
oro juvenil en Doma Clásica Nacional que los medios de comunicación
describieron como: «El oro de la constancia», le mandó este mensaje del
popular Risto a su joven pupila, Naiara Galíndez, antes de salir a la pista el
último día de concurso, justo después de haber regresado del Campeonato
Europeo con un error a sus espaldas. Quienes conocemos a su entrenadora
sabemos bien que esta forma de motivar es la que más emplea antes de
cualquier gran prueba, nada de tranquilizar. Este fue su mensaje: «No me
digas que vendrán tiempos mejores. El mejor momento para hacer las
cosas es ahora. No porque ahora sea mucho mejor que antes o después. Es
porque es el único momento que realmente tienes. Lo demás es mentira. Lo
demás vete tú a saber si volverá. Que no, que no te estoy diciendo que
aproveches el tiempo, sino que dejes ya de esperar. Ni carpe diem ni leches.
Que espabiles». Como no podía ser menos, la prueba de la amazona resultó
ser excepcional.
El pasado no existe, el futuro no está, lo único que tenemos en la vida,
como en el caso de esta joven campeona, es el aquí y el ahora. Es nuestra
única oportunidad.
Intentar romper con una relación que se ha empezado con mucha ilusión es
tremendamente difícil. Como si de una motocicleta sin batería se tratara,
empujamos de nosotros, pero sin resultado. Nos cuesta arrancar. Es
importante saber que debemos buscar una cuesta abajo para que nos resulte
más fácil. El secreto para no caer, como cuando queremos andar en
bicicleta, está en no detenernos, no esperar, seguir adelante sin mirar atrás,
no dejar de pedalear a pesar de nuestro miedo y hacerlo con RITMO.
Una sola palabra para que recuerdes cada cosa que tienes que hacer, qué
tienes que cambiar, cómo tienes que actuar en cada momento y ante cada
emoción: RITMO. Es la palabra que yo siempre tengo en mente cada vez
que quiero ayudar a alguien a alcanzar los objetivos de su vida. Es la
palabra que yo me digo a mí misma cuando quiero superar mis límites. Este
método te ayudará a ir de la mano de todas aquellas personas que están en
una situación como la tuya hasta alcanzar tu meta.
La R del RENCOR y la RABIA que deberás sustituir por la R ENUNCIA y
el R IESGO . La I de la INSATISFACCIÓN que deberás cambiar por I
MPLICACIÓN . La T de las TENTACIONES que deberás erradicar con T
ENACIDAD , la M del miedo que deberás superar con M ODESTIA y la O
de la OSCILACIÓN que deberás romper con O SADÍA .
EL CAMINO EMPIEZA POR EL FINAL. Cuando tenemos que tomar una
decisión vital en nuestra vida, lo primero que nos asalta en nuestro interior
gracias a nuestra capacidad de imaginar son cientos de dudas. Para alcanzar
cualquier logro lo primero es visualizar cómo lo llevaríamos a cabo,
identificando los posibles riesgos. Por esa razón si queremos salir de
nuestro encierro debemos elaborar un plan de acción que considere todas
las amenazas que podemos encontrar y las más limitantes son las que
habitan en nuestro interior. De todas y de cada una de ellas se encargará el
método RITMO, que deberá aplicarse de atrás hacia delante. Te ayudará a
encargarte de tus dudas, de tus miedos, de las tentaciones que te pueden
hacer desistir, de la insatisfacción que te carcome y de la rabia que habita en
ti. Empezamos el camino con RITMO y lo hacemos por la última de sus
letras: la O de… ¡OSADÍA!
Cambia la «O» de OSCILACIÓN
por la de OSADÍA
«Para encontrarte a ti mismo, piensa por ti mismo» Sócrates
Sí, no, sí, no… Cuando queremos salir del maltrato nos movemos con la
oscilación de un péndulo. Al igual que con los pétalos de la margarita,
deshojamos el siguiente pétalo con el corazón en un puño deseando que
todo termine en un «sí». Lo que nos hace dudar de si permanecer o salir del
infierno del maltrato es esa ilusión de que la situación cambie. A veces
tenemos un pie ya en la barca, estamos a punto de salir, pero el otro viene
con nuevas promesas. Al igual que a mí me ocurrió en aquella rotonda, cada
nueva furgoneta blanca me dejaba paralizada a la espera de que esta fuera la
definitiva y me condenaba a seguir esperando «desesperada» a mi hermana.
Cada vez que nos pasa por la cabeza abandonar la rotonda nos vienen a la
cabeza dudas demoledoras: «¿Y si justo yo dejo esta situación y la otra
persona cambia?»; «¿Y si luego me arrepiento?».
El mero hecho de pensar en romper con nuestras malas relaciones nos
genera multitud de dudas, como el reo que quiere huir de prisión piensa en
qué encontrará más allá de los muros: «¿Y si hay vigilantes?»; «¿Y si no
soy capaz de correr lo suficientemente rápido?»; «¿Y si me atrapan?».
Cada una de esas preguntas le hará planificar mejor la huida. Igual que al
plantearnos salir de una relación de mal trato nos asaltan las dudas: «¿Y si
me quedo solo?»; «¿Y si me arrepiento?»; «¿Y si no aguanto el
sufrimiento?».
Pregúntate cómo actúas cuando tienes estas dudas. Cuando piensas en que,
definitivamente, tienes que hacer algo, pero te asedian terribles
incertidumbres, ¿preguntas o no preguntas? ¿A quién le preguntas? ¿Qué
estás buscando cuando lo haces? ¿Por qué preguntas a ciertas personas y no
a otras?
Al tener tantas dudas, busco una respuesta que me quite la sensación de
desasosiego y de inquietud. Pero no busco cualquier tipo de respuesta,
busco una respuesta que me aporte algo muy concreto: tranquilidad. Eso es
lo que buscamos cuando preguntamos, una respuesta tranquilizadora.
Me dirijo a personas en las que confío, en las que creo, que pienso que
estarán en lo cierto, que considero que acertarán y gracias a sus respuestas
obtendré la tranquilidad que necesito.
Cada vez que yo hago esto pongo mi confianza en el exterior, no en mi
interior. Si la confianza personal fuera un músculo, la pregunta que tengo
que hacerme es si al consultar a otras personas buscando respuestas
tranquilizadoras estaré fortaleciendo este músculo o, todo lo contrario.
Por si te sirve esta analogía, imaginemos una persona que tiene dudas,
incertidumbre y una falta terrible de confianza personal. Podría ser un
celotípico, es decir, un celoso patológico. Imaginemos que no tiene ninguna
razón objetiva para dudar. Jamás la persona que ahora es su pareja lo ha
engañado, nunca lo ha traicionado, nunca le ha sido infiel. Las dudas de
esta persona son suyas, lo sabe, pero no puede evitarlo. Al igual que un
fóbico puede saber que su fobia no es lógica, pero esto no hace que no la
sufra.
En el intento de ayudar a nuestro celotípico, buscamos a un detective que le
lleve, cada día, la grabación de todo aquello que hace su pareja, desde que
se va de casa hasta que regresa. Al ver las grabaciones el celotípico puede
comprobar que, efectivamente, su pareja le es absolutamente fiel. Con cada
grabación consigue una respuesta tranquilizadora.
La pregunta sería si, con cada grabación que visualiza nuestro celotípico, su
músculo de la confianza se fortalecerá o, por el contrario, cada día estará
más debilitado. Al igual que le ocurriría a la persona que, en lugar de hacer
el esfuerzo de soportar el peso de su cuerpo sobre las piernas lo apoyara
sobre unas muletas.
La confianza no se entrena si no es de la mano de la duda, no se aprende a
ser seguro si no se asumen riesgos. Esta es la paradoja que se genera al
preguntar. Cuando buscas un experto que te ofrezca una respuesta que te
aporte tranquilidad, no te harás más seguro, sino más dependiente de un
tercero que tendrá que responder para calmar tus dudas, como el
heroinómano que necesita la dosis que lo calma pero que, paradójicamente,
lo vuelve cada vez más enfermo y débil.
La osadía es ese salto de fe, es ir más allá soportando mis dudas. Es avanzar
superando el límite de lo que hasta ahora era conocido, superándonos a
nosotros mismos. La realidad del salto de fe no es hacer «a la brava»
aquello que nos da miedo, no es hacer una «quijotada» como el Quijote
cuando iba contra los molinos de viento saliendo mal parado, sino hacerlo
con audacia.
Osadía es dejar de hacer aquello que siempre hacemos y que nos está
llevando al mayor de los sufrimientos. El objetivo es ir más allá, ir contra
tus hábitos enfermizos y demoledores, más allá de las cosas que te han
enseñado y de los prejuicios que te han encadenado a esta situación de
dolor, ira e impotencia. Necesitarás fe, dejarte llevar por tu ilusión y hacerlo
a pesar de las dudas e incertidumbres que habitan en tu interior, sin
consultar a terceros, soportando las dudas, ¡arriesgando!
El que no quiere dudar no asume que la duda, en sí misma, es positiva.
Somos aquellos que dudamos porque pensamos, porque somos inteligentes,
porque sabemos que asumimos riesgos, porque evolucionamos. La duda no
es un problema, el problema es pensar que la duda es un problema.
Solo podemos empeorar la situación si, además de sufrir la duda, cosa que
es inevitable mientras tengamos instinto de supervivencia, nos empeñamos
en preguntar para buscar certezas que nos tranquilicen o respuestas que nos
calmen. Si hacemos esto, conseguiremos un fatídico resultado. Seguiremos
teniendo la duda, pero cada respuesta tranquilizadora será como un perro
escarbando un hoyo y el hoyo será nuestra propia incapacidad para confiar.
En el mismo momento en que comenzamos a planear nuestra evasión
comienzan las dudas y los miedos de todo aquello que podría pasar.
Tu estrategia de acción ante las dudas de ir más allá debe ser la siguiente:
Registra en una libreta tus dudas y, en lugar de buscar respuestas
tranquilizadoras, oblígate a darte una única respuesta para fortalecer tu
confianza personal. La única respuesta a la duda es la duda hasta que
crees una estrategia.
Mientras, por un lado, vas haciendo este registro que será el túnel que te
acercará a la libertad, comienza a alimentar tu alma «a conciencia». Debes
tener la energía necesaria para garantizar tu huida. Trabaja en la estrategia
de hacer cosas que te gusten, hazlo con el siguiente ejercicio:
Vive como si te atrevieras a probar nuevas experiencias, como si fueras
capaz de disfrutar de emociones positivas para coger fuerza vital y para
crear una red social que te ayudará en tu estrategia .
Vivir no es sobrevivir. Vivir como si estuvieras vivo y disfrutando de la
vida es el modo de coger fuerzas para romper con la relación de maltrato.
Vivir alimenta el alma. Algo necesario para poder correr cuando salgamos
de nuestro encierro. Como aquel que, cuando quiere escapar no puede
limitarse a cavar un túnel, sino que debe alimentarse lo mejor que pueda
para estar fuerte el día de la evasión.
Para alimentar tu alma debes regar la semilla de tu ilusión haciendo cada
día algo nuevo, distinto, diferente. Debes osar, acometer, arriesgarte a una
pequeña aventura vital. Osa cada día hacer algo nuevo, a pesar de tu
inseguridad. Osa hacer algo que creas que podría ser divertido, a pesar de
no saber si seguirás o no en ello. Osa hacer algo que los demás hacen y tú
admiras, pero que nunca has probado. Osa vivir pequeñas experiencias en
soledad como si fueras tan capaz como cualquiera. Osa, atrévete, salta,
actúa, JUEGA y te fortalecerás.
La semilla de la ilusión está ahí queriendo que la dejes salir, el fuego
interno de tu alegría, eso que nos impulsa a evolucionar está dentro de ti,
pero tú decides si la riegas o no.
Si te limitas a hacer siempre lo mismo, a pensar en tu sufrimiento, tu
impotencia y tu dolor, el camino de la evolución, de la alegría y de la
plenitud estarán cubriéndose de maleza, cerrándote el paso cada vez más.
Cambia la «M» DE MIEDO por
la de MODESTIA
«El miedo no es más que un deseo al revés». Amado Nervo
Cuando de pequeños hemos tenido miedos, algo que nos ocurre a casi todos
a los seis años, nos decían: «No tengas miedo»; «Tienes que ser valiente»;
«No pienses en esas cosas».
Se nos hace pensar que tener miedo es ser cobarde, que el miedo es una
amenaza, un enemigo a combatir, que ser valiente es no tener esa emoción
que llevamos impregnada en el ADN. Se nos sugestiona para intentar quitar
nuestros fantasmas y nuestros temores de la cabeza. Esto nos dejará
atrapados en una trampa, creada por nosotros mismos, en la que cada vez
nos sentiremos más desesperados por no conseguir quitarnos esas ideas que
tanto nos asustan.
Recuerdo una ocasión en la que un médico me derivó a una de sus pacientes
a un curso de relajación que impartía. Cada vez que una persona quería
apuntarse yo le hacía la misma pregunta: ¿Para qué quieres hacer
relajación?
La respuesta fue:
—Para quitarme de la cabeza las ideas que no me dejan vivir tranquila.
En aquel momento le expliqué que, ante los pensamientos obsesivos, no era
conveniente hacer relajación, sino todo lo contrario.
Intentar huir de los pensamientos que nos persiguen es como intentar huir
de nuestra sombra cuando nos asusta. Le aconsejé que hiciera una terapia,
no relajación. Lo bueno no siempre, no en todos los momentos, es bueno.
No me hizo caso. Por lo que ella misma me contó, fue a hacer yoga. Su
único objetivo, lejos de relajarse, era quitarse de la cabeza sus miedos. A
pesar de que el medio puede ser inocuo, si el fin es equivocado los
resultados serán negativos, como cuando comemos para tranquilizarnos. Al
cabo de unos cuatro años apareció en mi consulta, sus problemas habían
empeorado hasta el punto de que sus ideas obsesivas no le permitían hacer
una vida normal.
Las ideas funcionan como un boomerang , si intento no pensar estaré
condenado a que esa misma idea me vuelva a la cabeza con la misma fuerza
que yo invierto en alejarla de mí. Cuando hago el esfuerzo de no pensar soy
el avestruz que, según la leyenda, ante la amenaza, mete la cabeza en la
arena para simular que es un arbusto. Tratando de no ver el peligro que nos
acecha ignoramos que es así como empeoramos la situación.
Las emociones, como por ejemplo el miedo, en muchas ocasiones son un
cúmulo de predicciones que varía según las experiencias de cada uno,
incluso sin que haya tenido ninguna traumática.
En cualquier momento comenzamos a predecir las posibilidades de aquello
que podremos encontrar y, solo con una predicción, aun resultando absurda
e ilógica, tendremos una respuesta emocional. No podemos decidir lo que
imaginamos, pero sí podemos intentar dejar de intentar alejarlo de nuestra
cabeza, pues como en el lanzamiento del boomerang , nos aseguraremos un
nuevo impacto en la cabeza.
Cada vez que pido en consulta: «Tienes que pensar en todos los miedos
posibles que puedas encontrarte al romper con la situación que te
machaca», la respuesta es: «Ya los pienso».
Entonces, vuelvo a preguntar: ¿Piensas en tus miedos porque quieres pensar
en ellos o, al contrario, piensas en ellos a pesar de que quieres dejar de
pensarlos?
Adivina la respuesta. Intentar no pensar me hace pensar en lo que quiero
quitar de mi cabeza. Intento no pensar, trato de centrarme en otras cosas,
ocupar mi tiempo. De esa manera, todas mis ideas obsesivas van
aumentando, ocupando más mi inconsciente. No las tengo en mi consciente,
pero mi inconsciente está repleto de ellas. Como cuando barres y metes la
porquería bajo la alfombra, comenzarás a observar que tu sueño se altera.
El trastorno de sueño es una consecuencia natural de no querer pensar en
aquello que me preocupa. Cada vez que te empeñas en quitar tus miedos de
la cabeza hay dos posibles resultados: el pensamiento obsesivo y el
trastorno de sueño.
Ante los miedos hay otro modo de actuar. El camino hacia lo desconocido
nos genera distintos miedos. Saber qué tememos y hacer el esfuerzo de
mantenerlo en nuestra mente es un ejercicio que debemos hacer cada día.
Debemos subirnos a nuestros miedos para poder volar lejos de los muros
que nos atrapan.
Cada decisión en la vida nos puede generar una serie de consecuencias
negativas. Nuestro instinto nos hace visualizar distintos miedos para poder
enfrentarnos a todos y cada uno de ellos. Por esa razón, imaginar tus
peores fantasías te ayudará a fortalecerte y evolucionar.
Recuerda que el ejercicio de tus peores fantasías debes hacerlo después de
comer, tumbado sobre la cama, a oscuras y en silencio, imaginando lo que
más miedo te da, al menos durante media hora.
Ocurra lo que ocurra durante este ejercicio no dejes de hacerlo. Su efecto
irá calando en tu inconsciente. Es ahí donde deben producirse los cambios.
Confía y verás que hay algo que cambia sin que tú lo tengas que forzar.
Un estudio elaborado por la Universidad de Toronto (2013) llegó a la
conclusión de que las personas que son emocionalmente inteligentes no
eliminan las emociones de miedo cuando deciden, sino que las legitiman y
les dan voz. Así que decir que tenemos miedo es el principio de la
inteligencia, no cobardía.
Es valiente el que dice con modestia que tiene miedo, no el que dice, una y
otra vez, que jamás lo ha tenido. La modestia se refiere a una virtud o una
capacidad que templa, modera, calma y mitiga nuestros actos, conteniendo
a cada persona dentro de sus propios límites. Si tienes este libro en tus
manos, si estás leyendo su contenido, hay algo que está claro: has aceptado
esta emoción, has hecho un acto de honestidad y de valentía, has
reconocido la emoción de miedo en ti.
Ahora vamos a aceptar esta emoción, no pelear contra ella, no vamos a huir
de nuestros pensamientos ni de nuestras sensaciones ante ellos. Como si
estuviéramos en un gimnasio y tuviéramos que fortalecernos, no vamos a
tirar las pesas que nos cuesta soportar, vamos a mantener estas ideas y esta
emoción de miedo todo lo que podamos. Esto es lo que hemos hecho con
nuestro ejercicio de pensar en nuestras peores fantasías, no huir del miedo,
sino que hemos caminado junto a él gracias a la modestia.
Si nuestro miedo fuera un perro que nos asusta, podemos actuar de dos
modos frente a él: evitar el miedo o tocarlo. Cada vez que yo evito tocar el
perro debo preguntarme qué ocurrirá con mi miedo, si se hará más grande o
más pequeño. Debo preguntarme también si con cada evitación mi
capacidad de tocar mis miedos aumentará o disminuirá.
Hay algo claro, no hay modo de conseguir que aumente nuestra capacidad
de superar un miedo que «tocarlo», ni otro modo de conseguir que vaya
disminuyendo que «ir de la mano con él».
La experiencia, la acción, es lo que lleva a la persona a sentirse capaz.
Quedarnos detrás, evitar lo que tememos o pedir ayuda nos hará cada vez
más inseguros y desvalidos. Solo actuando a pesar de nuestros miedos
podemos adquirir la confianza y la seguridad personal que construya una
verdadera autoestima.
Para ganar autoestima tienes que «EMPEZAR LA PARTIDA». Como dijo
Nelson Mandela, «El coraje no es la ausencia del miedo, sino el triunfo
sobre él».
Si tomaras la decisión de romper con quienes te maltratan, ¿qué es lo peor
que podría pasar?
Una de mis pacientes, antes de romper con una persona totalmente
autodestructiva que le hacía el más terrible de los chantajes emocionales,
describía así sus miedos:
«Quería romper, pero no era capaz, me sentía frustrada, anulada,
ahogada, incomprendida. Jamás pensé que mi vida iba a ser tan mala. Lo
que me atenazaba y más me impedía actuar era mi preocupación de lo que
la gente pensara de mí. El imaginar que podía quedarme sola o sin amigos
era lo que más me paralizaba. Lo más curioso es que todos me decían que
no podía permitir que él me hablara o actuara así conmigo, pero yo me
sentía incapaz de romper o de defenderme ante su mal trato por el miedo a
cómo pudiera reaccionar. Todo me hacía sentir culpable, todo me daba
miedo, todo me asustaba».
Al igual que para levantar una pesa de 50 kilos debemos entrenar
levantando, poco a poco y progresivamente pesas, o para poder correr una
maratón debemos ir a correr con la máxima frecuencia, la mejor forma para
enfrentarnos con un cambio que nos da miedo y que nos paraliza es
imaginar lo que tanto nos asusta y no somos capaces de enfrentar.
Querer lo mejor para ti no es lo mismo que intentar no sentir miedo, al
contrario. Querer no abandonar el día de la maratón no es evitar el
cansancio de los entrenamientos. Aunque pensar en aquello que queremos y
deseamos —la maratón— es el comienzo, no es suficiente.
El deseo es el motor de motivación, pero no basta con tener un deseo claro
y preciso. A veces uno sabe muy bien lo que quiere y lo que no, pero algo le
impide dar el paso y salir de esa zona, ridículamente llamada de confort, en
la que sufre un verdadero infierno.
Es imposible aprender a conducir sin soportar los nervios de las primeras
veces en las que vamos temiendo atropellar a cualquiera. La única
posibilidad para actuar cuando se nos machaca y superar nuestras
limitaciones es emprender el camino soportando los miedos que nos vienen
a la cabeza, pero sin evitar el viaje. Por esa razón, en consulta, el primer
ejercicio que requiere un acto de fe y que propongo hacer es el de la peor
fantasía.
Imaginar es el primer acto de valentía que podrás usar de forma
constructiva para moldear tu cerebro. Imaginar lo que te asusta, además de
ser un acto heroico, es eficaz.
Me viene a la memoria una crítica que, en cierta ocasión, un psiquiatra le
hizo a uno de mis pacientes: «¿Es que esa psicóloga piensa que tú estás en
la escuela para mandarte hacer deberes?». Sí, esa psicóloga era yo. Es
cierto, yo mando deberes y los llamo así: deberes. Igual que para aprobar
uno estudia, aunque no le resulte divertido, igual que para hacer una
maratón entrena, aunque sea costoso, para crecer debemos hacer un trabajo.
Hacer deberes es marcarnos un reto, establecer un compromiso entre
nuestro objetivo de vida y nuestra acción en el presente.
Este acto de comprometernos con nosotros mismos y con nuestra felicidad
haciendo unos «deberes» es una de las cosas que más valoran las personas
con las que trabajo. Siempre salen con algo en las manos que les sirve como
herramienta necesaria para intervenir de forma adecuada frente a los
problemas que padecen.
No se deja nada para mañana, nuestro futuro no está en las manos de nadie,
somos nosotros quienes mandamos en nuestro destino y nuestro destino lo
creamos cada día: esta es la filosofía.
Digo que este ejercicio de la peor fantasía supone un acto de fe porque
nuestra cultura nos dice, una y mil veces, que pensar en negativo es algo
que nos puede enfermar, pero cuando el ejercicio es voluntario los
resultados son excepcionales.
En la investigación mencionada de Colorado se sometió a 68 personas
totalmente sanas a una serie de pruebas. En un primer momento, se les hizo
vivir a todos una experiencia negativa asociando un sonido neutro con una
leve descarga eléctrica. Una vez que se había establecido en sus cerebros la
relación entre el sonido y la descarga se dividió a los participantes en tres
grupos:
- A un primer grupo se les hizo escuchar el sonido que había sido
relacionado con la descarga sin sufrir nuevos impactos.
- El segundo grupo no escuchó el sonido asociado a la descarga, sino
que tenía que imaginarlo sin recibir descarga alguna.
- El tercero escuchó algo diferente: sonidos agradables de la
naturaleza, como el canto de los pájaros o el sonido de la lluvia, y
estos tampoco recibieron la descarga durante esos sonidos.
Mediante imágenes de resonancia magnética funcional se descubrió que los
participantes que oyeron el ruido amenazante tenían una respuesta cerebral
semejante a los que la imaginaban. Además, los que oyeron o imaginaron el
ruido amenazante sin recibir descarga eléctrica mostraron que la actividad
cerebral que antes había encendido las neuronas del miedo y del peligro no
se producía.
Había ocurrido algo mágico, habían dejado de reaccionar con temor. Esto,
sin embargo, no ocurrió con el grupo de personas que escucharon el sonido
de los pájaros o de la lluvia porque el sonido asociado a la descarga persiste
en nuestra imaginación, como una amenaza real, mientras no se desaprenda.
El cerebro aprende a tener miedo, aprende la indefensión, pero también
aprende a superarlo. La investigación confirma que la imaginación es una
realidad neurológica que puede afectar a nuestros cerebros y cuerpos de
forma determinante para salir del miedo. Es el primer estudio de
neurociencia que muestra que imaginar una amenaza puede alterar la forma
en que está representada en el cerebro, pero no en negativo, sino, ¡en
positivo!
Hay quien cree que la solución es no pensar, no imaginar lo que genera
sufrimiento. Huir siempre hacia adelante no aumentará nuestra fortaleza y
confianza, sino todo lo contrario. Si lo que buscas es no pensar algo, el
pensamiento te jugará una mala pasada. Si te dicen que no pienses en un
tractor amarillo, el pensamiento hará un esfuerzo para no pensarlo y esto le
obligará a traerlo a su imaginación para después tratar de erradicarlo. Es
como huir del pensamiento negativo, justo lo contrario de lo que
deberíamos hacer para fortalecernos ante él. Pero, entonces, ¿cómo
funciona nuestro cerebro?
Cuando estamos atrapados por nuestros miedos debemos evitar aquellas
terapias basadas en el «pensamiento positivo». Cuando atraemos
pensamientos con la única pretensión de quitarnos de encima el dolor y el
miedo seríamos tan necios como quien borra la señal de fallo técnico del
salpicadero del coche esperando que así desaparezca la avería que nos
llevará a un problema mayor.
No hay, una y otra vez, nada nuevo bajo el sol salvo lo olvidado. Marco
Aurelio, apodado el Sabio por ser considerado uno de los emperadores más
inteligentes de la Antigua Roma, aconsejaba: «Empieza cada día
diciéndote: Hoy me encontraré con interferencias, ingratitud, insolencia,
deslealtad, mala voluntad y egoísmo, todo ello debido a la ignorancia de
los ofensores…».
Que el miedo se aprende lo sabe la psicología desde hace muchas décadas,
que se puede desaprender, también, y que no se puede no tener , también.
Necesitamos que la ciencia nos demuestre que imaginar lo positivo tiene
una función positiva, pero imaginar lo negativo, como ya sabían los
filósofos estoicos, tiene otra igual de necesaria: nuestro fortalecimiento.
Cambia la «T» DE TENTACIÓN por
la de TENACIDAD
«La razón obra con lentitud, y con tantas miras, sobre tantos prejuicios,
que a cada momento se adormece o extravía. La pasión obra en un
instante». Pascal
La vida que tenemos no es el resultado de lo que un día decidimos iniciar,
sino de la capacidad para mantenernos en el camino que iniciamos.
Demasiadas veces las personas que sufren maltrato han intentado, sin
resultado, salir del infierno en el que se encuentran. Han dado el paso al
decir ¡se acabó!, pero no han podido mantenerse y han vuelto a la casilla de
salida.
Algo falló y todos saben perfectamente qué: algo o alguien les hizo
abandonar el camino. No tuvieron la suerte de ser advertidos de los peligros
de la gran evasión. La fuga no es lo más complicado, sino tener preparada
la logística necesaria para estar, definitivamente, «fuera de peligro».
El consejo de familiares, amigos, conocidos de volver a intentar la relación
son la amenaza y la tentación que nos podrá alejar de nuestro objetivo. El
comentario de que la persona «abandonada» está fatal, que llora, que está
demacrada es otra tentación que aparece y que nos hará dudar. Y, por
último, jamás debemos olvidar que el maltratador siempre llama multitud
de veces , llama por teléfono, llama a los amigos, a la familia, al trabajo, a
la puerta, llama con lágrimas, con flores, con promesas, con amenazas, con
arrepentimiento. Y, con cada una, como si fuera la llama que va
consumiendo una cerilla, se va consumiendo nuestra decisión, nuestro
empuje, nuestra claridad mental, nuestra seguridad, nuestro
convencimiento, cayendo en una oscuridad letal: el arrepentimiento.
Cuando dejamos esas relaciones hay algo que debemos tener claro, las
tentaciones aparecerán y serán tan dulces como demoledoras, como el canto
de las sirenas que nos harán tirarnos por la borda y ahogarnos en el mar.
En la mitología griega las sirenas eran genios híbridos; no tenían aletas,
sino alas para volar. Todos los barcos las temían. No tenían garras, no los
agredían, pero el riesgo era aún mayor. Su principal amenaza era su voz,
una voz que poseía tanta dulzura que conseguían embelesar a cualquier
marinero que se atreviera a navegar cerca de su isla. Gracias a ese don, los
marineros saltaban del barco para escucharlas mejor, pereciendo en las
aguas.
Ante aquella terrible amenaza, Ulises, apodado el Astuto, encontró la forma
para no sucumbir ante la tentación de aquellas dulces voces. Para evitar el
influjo de las sirenas, Ulises siguió el consejo de la diosa Circe que le
advirtió así: «Tendréis que pasar cerca de las sirenas que encantan a
cuantos hombres se les acercan. ¡Loco será quién se detenga a escuchar
sus cánticos, pues nunca festejarán su mujer y sus hijos su regreso al
hogar! Las sirenas les encantarán con sus frescas voces. Pasa sin detenerte
después de taponar las orejas de tus compañeros. ¡Que ni uno solo las
oiga! Tú solo podrás oírlas si quieres, pero con los pies y las manos atados
y en pie sobre la carlinga, hazte amarrar al mástil si vas a oír su canción».
Llegado el momento, Ulises hizo todo lo que Circe le aconsejó y además
ordenó a la tripulación que, vieran lo que vieran, de ninguna manera le
desataran del mástil por mucho que él lo llegara a suplicar.
Esta es la única salida a la tentación, la tenacidad. La tenacidad es esa
fuerza que impulsa a continuar con empeño y sin desistir en algo que se
quiere hacer o conseguir.
Antes de dar el primer paso, debes asegurar que tu tripulación está
preparada y el mástil también. Debes pedir a amigos, familiares que de
ninguna manera te hablen de quien te ha estado maltratando, que no le
sirvan de eco a su voz. Si ha hablado con ellos, ha dicho que se arrepiente,
ha preguntado por ti, tú no debes saberlo, pues te irá minando poco a poco,
como el canto de las sirenas.
En demasiadas ocasiones, cuando hemos decidido dar el paso y nos hemos
alejado de la persona que nos maltrataba, nos quedamos agazapados en casa
mirando permanentemente, por si aparece, a través de la ventana.
Hay una pelea en nuestro interior, como si tuviéramos una adicción y
estuviéramos queriendo desintoxicarnos, pero al mismo tiempo
necesitásemos esa dosis que nos calma «en principio», aunque nos mate al
final.
Si ya has intentado alejarte de la persona que te maltrata, quizá estás todo el
rato mirando por «la ventana» de tu teléfono móvil: «a ver si me llama, a
ver si escribe, a ver la foto de perfil, a ver qué pone en las redes...». Esto
sería como buscar las sirenas, acercarte a ellas, ponerte en una situación de
total vulnerabilidad. Si no te alejas de esa ventana, te estás poniendo en
peligro.
«La curiosidad mató al gato» y cuanto más te acerques a sus cánticos más te
atraparán. Debes blindarte ante los mensajeros y alejarte de los medios a
través de los que puedas ver imágenes, recibir mensajes o escuchar su voz.
Dile a esa persona que sin ningún tipo de acritud necesitas alejarte, que
vas a bloquearle las llamadas y los mensajes porque es mejor para ti y
para tu salud.
Con el tiempo, cuando te hayas restablecido emocionalmente quizá puedas
volver a comunicarte, pero es vital que te protejas hasta que hayas llegado a
puerto. Sin ninguna duda, llegar a puerto en el caso de que el maltrato haya
sido en la relación de pareja es estar emocionalmente estable, es decir, estar
felizmente contigo mismo o en pareja. Una terapia te ayudará a entender
qué lesiones hay dentro de ti, qué heridas hay que curar, qué creencias te
han dejado atrapado en una relación así. Te ayudará a tener la garantía de
que sabes poner límites, decir que no, identificar los juegos jerárquicos en
los que buscas aprobación.
El momento en que tus necesidades emocionales están cubiertas e
identifiques perfectamente los juegos de quien maltrata, no verás del mismo
modo a esa persona, pero hasta que no llegues a puerto te estás poniendo en
peligro si escuchas sus cánticos.
La tenacidad es esa cualidad de ser firme, de persistir, de mantenernos en el
camino, de mantenernos fuertes ante las tentaciones, de caminar con
determinación hacia nuestro objetivo. Debemos aprender de aquellas
personas que, tras pelear contra su adicción al alcohol, siguen afirmando
que son alcohólicos para recordarse en todo momento el riesgo que corren
si se confían. Contra todo pronóstico, cuanto más tiempo pasamos lejos de
la persona tóxica que nos maltrataba más fácil es la recaída, pues el dolor se
olvida, pero la ilusión, como si de un incendio que hemos conseguido
apagar se tratara, se renueva con un soplo.
Estás en la barca, llevas los remos, quieres alcanzar la isla de la paz, de la
felicidad, de la plenitud. En la travesía aparecerán los cánticos de las sirenas
y, junto a ellos, la tentación de volver al infierno vivido con la ilusión de
que esta vez será distinto.
Las sirenas, perfectas embaucadoras, son expertas en usar dulces palabras,
con nuevas promesas y tono de arrepentimiento. Cada cual es el único
responsable de su propio bienestar, tú lo eres del tuyo, y esperar que te lo
den los demás es asegurarte no encontrarlo jamás.
Puedes seguir remando, sin parar, sin mirar atrás. Puedes detenerte y
desistir, pero piensa: ¿cómo te sentirás si desistes? ¿Qué idea tendrás de ti si
sucumbes?
PARA MANTENER EL NORTE debes hacerte esta pregunta: ¿Qué debo
hacer o no hacer, conscientemente o voluntariamente hoy para
naufragar?
No es cierto que el que tiene gran autoestima o fuerza de carácter se
mantiene porque le resulta más fácil. Todos podemos ser como Ulises; si
conocemos nuestras debilidades y nos atamos al mástil, no caeremos en la
trampa de la tentación, resistiremos si somos astutos.
El hecho de haber resistido nos dará autoestima y fortalecerá nuestro
carácter. Somos lo que hacemos, estamos hechos de barro o de acero, de
decisiones pusilánimes o tenaces. Cada rendición mellará nuestra
autoestima, sin embargo, mantenernos a pesar de las tentaciones nos dará
una absoluta sensación de victoria.
Ahora inicia tu camino, no tienes que ser fuerte, sino conocer tus
debilidades para buscar un mástil. Aléjate de la ventana, de las voces de
las sirenas, del eco de las mismas y recuerda: serás lo que hagas. Eres tú
quien podrá empoderarte o hundirte en el mar.
Cambia la «I» DE INSATISFACCIÓN por
la de IMPLICACIÓN
«Los hombres olvidan siempre que la felicidad humana es una disposición
de la mente y no una condición de las circunstancias». John Locke
Estoy mal y me quejo. Estoy mal y lo expreso. Estoy mal y protesto. Estoy
mal y te pido que cambies porque la razón de mi malestar es algo que haces
tú: maltratarme. Con desprecios, con descalificaciones, con juicios de valor,
con críticas, con consejos aleccionadores. Siempre encargándote de que las
posturas estén muy diferenciadas: tú arriba y yo abajo. Hasta cuando te
enfadas y lo haces sin razón alguna, soy yo quien debo pedir indulgencia
como si yo hubiese pecado.
Incluso cuando quieres que nos veamos me preguntas a ver si quiero verte,
como si fuera mi necesidad, nunca la tuya. No pides estar conmigo, solo me
invitas a estar contigo. Tú arriba, yo abajo. Tú dando y yo, pobre de mí,
recibiendo. Estamos los dos, pero siempre parece que quien tiene la
necesidad de estar soy yo. Y después juzgas mis respuestas como debilidad,
dependencia e incapacidad. Maltrato, maltrato y maltrato.
Cuando ruegas a alguien que cambie y no lo hace, pero vuelves a intentarlo;
cuando pretendes entender su maldad, aunque no le encuentres la lógica,
pero tampoco dejas de hacerlo, te quedas atrapado en la insatisfacción de
quien pregunta ¿¡por qué!? desconsoladamente.
Hay cosas que la razón no entiende. Cómo entender las violaciones, cómo
entender la tortura, cómo entender el trato inhumano. Debemos entender
que la clave no está en entender sino en identificar, en reconocer para poder
reaccionar.
Si fuera una amenaza física, un daño físico, ¿qué sentido tendría intentar
encontrar la causa?
Si la pregunta es incorrecta, es imposible acertar con la respuesta. Si
sustituimos el por qué por un para qué, encontramos otras respuestas.
¿Para qué me humilla? ¿para qué se enfada? ¿para qué?
Para que te sometas, para que te hundas, para que busques
desconsoladamente su aprobación, para sentir una falsa sensación de
seguridad sobre ti. Luego, ahí está el único porqué real: ¡porque le
funciona!
Viene un extraño. No lo conocemos. Coge un martillo. Nos empieza a
golpear. No lo podemos entender, pero eso da igual porque ¡nos hace daño!
Eso es lo único que importa.
Cuando nos maltratan podemos seguir analizando, protestando,
quejándonos, gritando o, por el contrario, podemos alejarnos del martillo
sin preguntar.
En el caso de que el martilleo sea una comunicación lesiva, la analogía sería
la siguiente:
Somos quienes estamos en una barquita, queriendo llegar a una isla de la
paz y tranquilidad. En el trayecto encontramos a alguien que nos dijo que le
gustaría navegar con nosotros.
Ahora somos dos en la barca, pero nuestro acompañante comienza a hablar.
Nos dice que remamos mal, que no tenemos ni idea, que deberíamos coger
los remos de otra manera, que no hacemos nada a derechas, que parece que
todo nos da igual, que si él llevara los remos habríamos llegado ya. Ante
cada comentario nos quejamos, protestamos, argumentamos, pero la
jerarquía sigue igual. El que busca la aprobación ya está sentenciado.
Así que grito más, lloro más, me quejo más y, como si de una vomitada tras
otra se tratara, ahora no solo llevo en la barca una compañía demoledora,
sino también el pestilente olor de mi propio vómito.
La queja es una especie de toxicidad que cada vez que la sacamos hacia el
exterior nos condenamos a respirar. Y para salir de la insatisfacción a la que
nos estamos condenando, el primer paso es implicarnos en el proceso de
cambio. En primer lugar, haremos un PACTO DE SILENCIO DE
NUESTRO MALESTAR .
Es probable que convivamos con una persona que cada vez que estamos en
un estado de paz tiene la compulsión de hacer justo aquello que la rompe y
«nos da el viaje». A estas personas yo las llamo «el necio de la bomba».
Lo llamo necio para dejar claro que no hay inteligencia alguna en quien
maltrata. «La violencia no es fuerza sino debilidad, nunca podrá crear cosa
alguna, solamente la destruirá», dijo Benedetto Croce. Hay paz, hay calma,
todo está bien, es importante que nadie pulse el botón rojo, pero es justo el
botón que tiene que pulsar.
Esa persona puede gritar cuando todo va bien. Puede ser cínica sin venir a
cuento. Puede hacer una observación sobre nosotros sin que se lo
preguntemos. Pero en toda relación con un «torpe» que rompe el estado de
paz es más que suficiente.
La paz no es solo lo que se observa en el exterior. Nuestro silencio NO
garantiza la paz. No es cierto que «si uno no quiere, dos no pelean», pues la
pelea puede estar en las entrañas de quien aguanta, algo que describió con
acierto Machado: «No extrañéis… que esté mi frente arrugada, yo vivo en
paz con los hombres y en guerra con mis entrañas».
Si tú quieres seguir adelante, si quieres llegar a tu isla de paz, prohíbete
seguir el juego de quien no es capaz de hacer otra cosa que pulsar el botón
de la detonación.
Dejar de estar en estado de guerra no es no hacer nada al respecto. No
hacemos nada intentando que la situación deje de existir. No hacemos nada
aguantando en silencio. No hacemos nada quejándonos. No hacemos nada
gritando. No hacemos nada peleando.
Es imposible estar satisfecho si vivimos en un permanente estado de guerra.
Debemos implicarnos en nuestro bienestar. La palabra implicación viene
del latín y significa «ACCIÓN y efecto de COMPROMETERNOS en un
asunto». Debemos implicarnos y salir de la zona de detonación, debemos
implicarnos y sacar de nuestra barca a quien nos está «dando el viaje» y,
hasta ese momento debemos mantener la barquita limpia y sin vómitos para
que nos resulte más fácil actuar.
El voto de silencio es comprar un billete, un billete muy especial, el billete
para romper el juego del doble vínculo y volver a recuperar el control. A
partir de ese estado de calma, de cambio, podemos pasar al siguiente
ejercicio:
El viaje de tu vida . Te ves obligado a irte sin ningún tipo de compañía al
extranjero y tendrás que quedarte allí durante dos años, sales dentro de
quince días. El trabajo o lugar de estudios ya está garantizado y el sitio
donde vas a vivir, también. ¿Cómo harías para que la experiencia no sea
negativa? ¿Qué harías en cuanto llegues allí? Todo lo que escribas será lo
que harás y lo que no hayas escrito no llegarás a hacerlo.
Casi todo el mundo en este ejercicio tiene una gran inteligencia emocional y
dice: «Me apuntaría a…».
¿Qué quiere decir esto? Todos sabemos que necesitamos una red social, que
las relaciones son grandes antidepresivos, que el ejercicio físico también lo
es, igual que realizar hobbies y aficiones que nos den bienestar.
Además, sabemos que somos mucho más activos con nuestro bienestar si
nos comprometemos. Un curso me obliga, una actividad en grupo me lo
pone más fácil. Así que, pensando que tenemos que estar fuera de nuestra
burbuja, tenemos la inteligencia de «buscarnos la vida» y de hacerlo del
modo más viable y realista.
Ahora debes imaginar que estás en el extranjero. Debes hacer aquello
que hubieras hecho. De la misma manera, debes buscarte la vida como
has escrito en tu ejercicio, pero recuerda: escribir en un papel no es
implicarte. Tampoco es implicarte haberlo realizado un día por
casualidad, sino como norma. Ponte un tiempo límite, en quince días
debes materializar lo que has escrito y debes mantenerlo si quieres salir
de la insatisfacción. Debes vivir como si fueras una persona que está viva
y como si estuvieras disfrutando de la vida.
La implicación es la capacidad de responsabilizarse de un objetivo y tu
bienestar debe ser el primero. Cada persona está hecha de lo que hace día a
día. Comenzar a hacer aquello que te aporte felicidad es el principio para
fortalecerte. La actividad física, las relaciones sociales, la luz natural y tener
objetivos en la vida aumentarán la producción de las hormonas de la
felicidad: endorfinas, serotonina, dopamina y oxitocina.
No esperes a contar con nadie; estás fuera, en el extranjero, dependes de ti,
y el grado en que te impliques en tu propia satisfacción personal será lo que
determine tu destino.
Este ejercicio, además, será tu oportunidad para tocar el miedo a la soledad.
Al ponerlo en práctica, el miedo paralizante que nos impide avanzar irá
bajando y, al mismo tiempo, tu capacidad para enfrentarte a él se
fortalecerá. Para tocar el miedo a la soledad debes dejar de esperar a los
demás. Demuéstrate que eres capaz de moverte sin necesidad de que te
lleven de la mano. Eres capaz de salir a correr, ir al cine, apuntarte a
diversas actividades de ocio. Pero recuerda, solo si lo haces con
frecuencia… llegarás a adquirir capacidad.
Cambia la «R» del RENCOR y la RABIA por
la de RENUNCIA y RIESGO
«El secreto del cambio es enfocar toda tu energía, no en la lucha contra lo
viejo, sino en la construcción de lo nuevo ». Sócrates
Si quieres que cambie la realidad de sufrimiento que estás soportando
piensa en qué has intentado hacer hasta ahora. Tu último ejercicio es:
Intentar cualquier cosa diferente a lo anterior.
Si llevo mucho tiempo en una situación de sufrimiento, si estoy resistiendo
y aguantando a pesar de todo, es muy probable que desee un cambio, pero
no encuentre el valor suficiente. Esperar que algo cambie en el exterior y no
conseguirlo me llenará de impotencia y frustración, esto generará en mi
interior sentimientos de rencor y de rabia. Cuanto más intento que quien me
maltrata deje de hacerlo, cuanto más hablo con esa persona para conseguir
que no se comporte como lo hace conmigo, cuanto más persigo una relación
normal, mayor será el número de golpes contra la pared.
Sigo aguantando, sigo resistiendo porque me cuesta renunciar. Vivo la
renuncia como un fracaso, como una decepción, así que sigo en la pelea.
Cuanto más intento, más sufro, pero para mí la renuncia «no entra en la
ecuación».
La clave para salir de nuestro dolor está en esa capacidad que nos ayuda a
desatar el nudo: la capacidad de renuncia . La renuncia implica
desprenderse de manera voluntaria con un sentido de sacrificio de algo que
se tiene. Es ver la situación desde otro prisma. La solución no está en que el
problema no sea el que es, sino en dejar de intentar lo que, hasta ese
momento, hemos intentado. Gracias a ella podemos cambiar de camino,
hacer que el problema tenga otro enfoque, ampliar nuestro punto de vista, y
justo ese acto nos permite encontrar una solución.
La renuncia nos da la oportunidad de cambiar. Algo que es necesario hacer
cuando los datos nos demuestran que nuestra lógica no funciona.
Cuando hemos intentado resolver el mismo problema multitud de veces y lo
hemos hecho de todas las formas posibles, cuando consideramos que
estamos atrapados y sin solución, debemos cambiar de dirección.
Lo que convierte un problema en problema es que tenemos un
posicionamiento previo ante él y en cómo debe resolverse, y somos
incapaces de desistir. A pesar de que nuestro modo de actuar y de intentar
solucionarlo es fallido, la estrategia para acometerlo vuelve a ser la misma.
No hay un cambio de teoría. Da igual que comprobemos desesperadamente
que nada se soluciona, seguimos empeñados en intentar otra vez lo que
creemos que debería funcionar y no está funcionando.
Muchas veces la labor del terapeuta es esta: ampliar nuestro punto de vista,
cambiar la lógica en la que estamos atrapados, ayudar a cambiar nuestras
soluciones intentadas. Yo no puedo ser quien me ayude a mí, estaré
atrapada en mi punto de vista. Cualquiera que vea desde lejos el problema
podrá tener una perspectiva que yo no consigo percibir.
En ocasiones necesitamos una ayuda externa, una persona que se presente
en nuestro camino y nos ofrezca un enfoque diferente. Todos necesitamos
un «Beremiz Samir»:
Cuenta una historia, narrada por el compañero de viaje de Beremiz Samir,
cómo este ayudó en cierta ocasión a tres hombres que discutían
acaloradamente sin encontrar solución a su problema:
«Cerca de un viejo albergue de caravanas medio abandonado, había tres hombres
discutiendo junto a un grupo de camellos. Entre gritos e insultos, se oía:
—¡No hay manera, no puede ser! ¡Eres un ladrón!
—¡Ladrón tú! ¡Es mío, me pertenece!
Beremiz preguntó a los hombres por qué discutían y ellos compartieron su situación:
—Somos hermanos —explicó el mayor—, nuestro padre ha muerto y hemos recibido en
herencia estos 35 camellos. Según su voluntad, me corresponde la mitad, a mi hermano
mediano una tercera parte y al menor solo una novena parte. No sabemos, por más que
discutimos, cómo cumplir su voluntad, y a cada reparto que proponemos, los otros dos no
están de acuerdo. No hay modo de resolverlo. Nuestro padre nos ha llevado a una disputa
imposible de solucionar. Si la mitad de 35 es 17 y medio, y ni la tercera parte ni la
novena son exactas, ¿cómo ponernos de acuerdo?
—Yo me comprometo a buscar una solución —afirmó Beremiz—. Pero, antes,
permitidme que añada el camello de mi compañero a vuestra herencia y que, tras resolver
vuestro problema, se lo devuelva y me cobre con un camello mi humilde intervención.
Ahora, amigos míos —dijo—, voy a hacer la división justa y exacta de los camellos que
aquí tenéis, que ahora, gracias al préstamo de mi compañero, suman 36.
Y volviéndose hacia el mayor de los hermanos, dijo:
—Tendrías que recibir, amigo mío, la mitad de 35, esto es: 17 y medio. Pues bien,
recibirás la mitad de 36 y, por tanto, serán 18 para ti. Nada puedes reclamar pues sales
ganando con la operación.
Y dirigiéndose al segundo hermano, continuó:
—Y tú, Hamed, tendrías que recibir un tercio de 35, es decir 11 y poco más. Recibirás un
tercio de 36, o sea, 12. No tendrás ninguna queja, pues también tú sales ganando.
Y, por fin, dijo al más joven:
—Y tú, joven Harim Namir, según la voluntad de tu difunto padre, tendrías que recibir la
novena parte de 35, es decir 3 camellos y parte de otro. Ahora conseguirás la novena
parte de 36 que serían 4. Tu ganancia también es mayor y estarás contento con el
resultado.
Después, añadió:
—Por la ventajosa división que ha beneficiado a todos, uno tendrá 18, el otro 12 y el otro
4. El total, como comprobaréis suman 34. Un camello de los que sobra es de mi querido
compañero de viaje y el otro, como entenderéis bien, me lo he ganado por solucionar
vuestro problema ofreciendo una ventaja, a todos por igual».
Esta es la capacidad de la renuncia, llevarnos más allá de nuestra lógica. De
esa lógica que nos deja condenados a un campo de batalla, limitados a un
único intento de solución: conseguir que quien nos maltrata deje de hacerlo,
que entienda, que comprenda, que evolucione.
La renuncia es darnos un enfoque nuevo, refrescante y sacarnos de la rueda
en la que estamos atrapados, como el ratoncito que gira, una y mil veces,
sin avanzar. La renuncia no es, como la obsesión de esta sociedad por el
éxito nos hace pensar, una puerta que se cierra, sino un peso del que nos
tenemos que desprender para seguir caminando hacia nuestro destino.
La renuncia no es una limitación, sino una posibilidad de abrirnos camino
en la vida. El camino hacia la solución de nuestro problema, hacia la
verdadera libertad, hacia la satisfacción personal.
Una de mis pacientes describía así el día que logró renunciar:
«De repente, después de años sufriendo sus desprecios, me dolió todo el
cuerpo como si me rompiera por dentro y pensé: "NO LO SOPORTO MÁS,
NO MEREZCO ESTO".
Esa voz interior, de aparente debilidad, descubro ahora que fue mi yo más
inteligente y valiente, priorizando por una vez mi bienestar al de quien me
machacaba que esa noche dormiría un rato menos. Sucedió que hasta las
que más podemos, llega un momento en el que dejamos de poder. Y ahora
entiendo que darme cuenta de que no podía más y saber retirarme, también
es una manera de PODER».
Es difícil asumir la pérdida. Por esa razón, el ejercicio de Decantar el dolor
será nuevamente el primer paso para renunciar. La vida es esa batalla en la
que no podemos seguir combatiendo si no curamos nuestras heridas.
Escribe con tu puño y letra cada noche. Saca todo el dolor, la tristeza y los
sufrimientos que llevas acumulados. Recuerda que después debes tirarlo,
no lo leas ni lo juzgues. Simplemente, escribe y rompe lo que hayas
escrito cada noche. Sigue haciéndolo hasta que veas que no hay más que
sacar.
Ahora que has renunciado, que te has quitado un peso de la espalda,
piensa hacia dónde quieres ir, qué quieres alcanzar y avanza, pero antes
no olvides que hay que asumir un RIESGO.
Cuando hemos sufrido un mal trato podemos quedar resentidos cayendo
con frecuencia en la radicalidad de quien está a la defensiva. Con
afirmaciones tan tóxicas como: «Todos son…»; «Todas son…». «El gran
error de nuestra sociedad ha sido educar al hombre contra la mujer y a la
mujer contra el hombre», afirmó con magnifica lucidez Gregorio Marañón.
Cuando hemos sufrido, es más difícil aceptar que nos equivocamos al elegir
una compañía que caer en la radicalidad de pensar que todas las personas
son malas, convirtiéndonos así en quienes habrán aprendido el terrible
juego del «juez» que mal trata a otro ser humano convencido, eso sí, de que
el malo es el otro y la víctima es él.
Somos animales sociales, pero sobre todo tenemos necesidades afectivas y
emocionales. Negar estas necesidades nos hará caer en una peligrosa
situación. Jamás deberíamos olvidar que la oxitocina, una de las hormonas
de la felicidad, se genera con los vínculos emocionales, con el contacto con
los demás, con los abrazos cálidos. El abrazo es una herramienta poderosa
para aportarnos confianza y sentir felicidad.
El error de quien no quiere saber nada de otro ser humano, de quien se
queda atrincherado en ese posicionamiento de rechazo es que,
paradójicamente, la persona más cercana a nivel íntimo y emocional seguirá
siendo aquella con la que tuvo esa relación de sufrimiento y mal trato,
pasando de la afirmación: «No quiero saber nada de nadie» a volver con
quien le maltrataba.
No es suficiente con saber decir NO a las malas relaciones, además
debemos mantener el coraje suficiente para poder decir SÍ a las que son
positivas. De lo contrario, nos ocurrirá como a la persona que se niega a
comer hasta que, no aguantando más su situación de privación, cae en la
compulsión de comer del modo más voraz e insano.
Cuando salimos de una relación de mal trato y vemos a nuestro verdugo con
nuevas relaciones nos surge un miedo a la pérdida, una especie de ilusión de
aquellos tiempos pasados en lo que «todo era mejor». La tentación de
recuperar «lo que consideramos nuestro» puede hacernos reaccionar como
el rehén bajo los efectos del síndrome de Estocolmo, volviendo a meternos
voluntariamente en la caja en la que estábamos atrapados.
Los exploradores españoles y portugueses fueron los primeros en utilizar el
término riesgo, con el cual designaban la navegación en aguas
desconocidas, donde pudieran chocar con cualquier roca que les hiciera
naufragar, como único modo de poder alcanzar nuevas tierras y mejores
oportunidades.
El término en sí involucra tanto el temor como la ilusión que produce la
exploración de lo ignorado: el resultado de un nuevo viaje, la llegada a otro
puerto.
Asumir el riesgo lleva al ser humano nuevamente a imaginar, ir más allá de
la realidad, volar con su ideal. Pero en ese vuelo inevitablemente aparecerán
las nuevas dudas, los miedos, reflejo de la incertidumbre que supone salir
de lo conocido y poder perder lo que consideramos nuestro.
La tentación de volver donde estábamos volverá a ponerse frente a
nosotros. Únicamente el que sea capaz de no sucumbir a esa tentación de la
posesión, soportar las dudas y volar sobre sus miedos asumiendo el riesgo
de avanzar hacia lo desconocido, podrá llegar al otro lado. El lado de la
liberación, de la confianza, la autoestima, de la satisfacción personal, del
empoderamiento.
Un instrumento que te puede ayudar a mantener la renuncia es Escribir
todo lo que te hizo sufrir quien parecía una persona maravillosa . Cada
vez que te venga la idea de que estás perdiendo algo valioso, lee
atentamente lo que has escrito.
Ante el dolor de la pérdida busca anestesias naturales para no recaer. Un
remedio que te puede fortalecer, reafirmar y que en la actualidad se está
utilizando con fines sanitarios es la música .
La Academia de Ciencias de Nueva York ha publicado un monográfico
sobre la importancia que tiene la música en el tratamiento de diversas
enfermedades y patologías e, incluso, para evocar e incluso reforzar
emociones. Patrik Vuilleumier y Wiebke Trost sugieren en su trabajo que
esta activa dos regiones cerebrales, la emocional y la motivacional,
consiguiendo mejorar nuestra aptitud y actitud ante situaciones
problemáticas.
Otros estudios han comprobado los resultados analgésicos que la música
genera en nuestro cerebro ante situaciones físicas de dolor. La Asociación
Música en Vena y el Hospital 12 de Octubre de Madrid han llevado a cabo
una investigación para demostrar los beneficios que la música puede aportar
en ciertos pacientes hospitalarios. Los resultados son claros: constantes más
estables, reducción del dolor y mejor estado de ánimo.
Durante años he pedido a mis pacientes que fueran eligiendo la canción que
tuviera en ellos un efecto motivador. Les he pedido que me dijeran cuál era
la canción que les servía como motor, que les ayudaba a seguir adelante sin
sucumbir.
La lista es extensa. Por ejemplo, una canción que a mí me ayudó a seguir en
un momento de renuncia como el mejor de los analgésicos mientras iba al
monte, corría o andaba en bicicleta es Pa' ti no estoy de Rosana.
Mi hija, cuando empezó a ir al colegio, con cuatro años pedía que le
pusiéramos cada mañana de camino a clase Thunderstruck . Decía que la
necesitaba porque ¡le daba alegría! No quería otra canción, solo esa, una y
otra vez durante todo el camino.
En esta lista hay canciones y estilos muy diversos, pero todas comparten
algo: la ruptura con el pasado y el principio de un futuro mejor.
LAS PODRÁS ENCONTRAR AQUÍ:
URL : www.lourdesrelloso.es/himnosdelibertad
Quisiera añadir tu canción, la que a ti te de fuerza y te acompañe en el
camino, tu himno. El himno que te llevará a la VICTORIA, a la superación,
a la libertad.
No olvides nunca que cuando renuncies tendrás que seguir haciendo el
ejercicio de Vivir como si estuvieras vivo, como si estuvieras disfrutando
de la vida. No olvides el pacto de silencio del malestar. Ahora es el
momento de vivir de forma activa, recurriendo a cuatro grandes
antidepresivos naturales: el ejercicio físico, la luz natural, las metas
personales y las relaciones sociales. Apunta cada día qué antidepresivo
natural has utilizado.
La capacidad de generar serotonina gracias a estos recursos te ayudará a
mejorar tu estado de ánimo en la situación de duelo. La serotonina es el
neurotransmisor clave para sentirnos con energía y buen ánimo. Podemos
modularla con nuestra exposición a la luz natural y con nuestro estilo de
vida.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda que en invierno
expongamos la piel de manos, brazos y rostro al sol, sin protección solar,
durante al menos 15 minutos al día. Vivir encerrados, sin actividad, sin
relaciones será algo que nos prive de la energía necesaria para seguir
avanzando.
Una revisión sistemática de ensayos clínicos ha demostrado, en una muestra
de 455 pacientes con depresión grave, con edades entre los 18 y 65 años
que, realizando ejercicio aeróbico con intensidad moderada durante 45
minutos, tres veces a la semana, generaba resultados antidepresivos.
La aportación de dopamina también mejorará nuestro estado emocional. La
conseguiremos al establecer objetivos a corto plazo que nos ilusionen,
persiguiendo pequeñas metas que nos aporten satisfacción personal.
Esta es la clave: Vivir como si estuviéramos felices… a pesar del
sufrimiento que podamos llevar en nuestro interior . El reto no está en
extirpar nuestro dolor, sino en vivir apasionadamente a pesar de él.
Cuando hayas conseguido recorrer el camino de la renuncia y hacerlo como
si estuvieras disfrutando de la vida, hay algo que no puedes olvidar. Hay
algo que te mereces:
Para valorar tu capacidad de renuncia debes…
¡CELEBRARLO!
¡A CELEBRARLO!
Atrévete a alegrarte por ti
«La felicidad está en la libertad, y la libertad en el coraje». Pericles
Estás bien, te sientes alegre, has recuperado tu orgullo personal, tu
satisfacción es absoluta y ¡no es casualidad! Has entendido por qué hasta
ahora no podías moverte, has soportado tus dudas, has tocado tus miedos, te
has enfrentado a tus peores fantasías, has dejado de dar a tu Galatea con
martillo y cincel, has superado a Goliat, has fortalecido a David, has hecho
un pacto de silencio para empoderarte, has aprendido a diferenciar los
juegos del enanito gruñón, te has atado al palo del mástil, has cerrado la
ventana indiscreta que te hacía consumir, has aprendido a decir NO…
¡No, no es casualidad que estés donde estás!
Hoy es un gran día, has salido de tu encierro, has salvado las tentaciones, te
has enfrentado con tus miedos, has asumido los riesgos y, al final, estás al
otro lado: en el de la libertad porque has tenido la valentía de renunciar.
Estás en un terreno seguro, en un remanso de paz y es vital que sepas
celebrarlo. La celebración nos hace tomar conciencia de nuestras victorias.
Nos enseña a valorar lo que hemos hecho a pesar de nuestras dificultades.
Es importante saber para qué celebrar, por qué celebrar y con quién celebrar
nuestra gran evasión.
Lo celebramos para algo importante . El día de la celebración quedará para
siempre grabado en tu mente. Será el recuerdo que te aporte un anclaje
futuro que te recordará que, a pesar de los miedos y de las dudas, sí puedes.
Dentro de ti hay capacidad de acción, de lucha, de ir más allá de lo que en
ese momento te resulta conocido. La resiliencia es la capacidad que
tenemos de hacer frente a la adversidad transformando nuestro sufrimiento
en un motor de acción que nos llevará lejos de nuestro encierro. Hoy
celebrarás tu resiliencia, la capacidad de convertirte en el arquitecto de tu
libertad, de tu tranquilidad, de tu satisfacción personal. Esta celebración te
servirá para no olvidar jamás lo que sí has logrado cuando tenías miedo,
cuando te atenazaban las dudas, la incertidumbre y te perseguía de modo
implacable la tentación.
Multitud de artistas, cantantes, compositores, pintores han encontrado su
inspiración en su dolor. Creando obras conmovedoras que a todos nos hacen
vibrar. Busca la canción que te aporte fortaleza, decisión. Busca la canción
que te reafirme y te inspire, convirtiéndola en tu himno.
Lo celebramos con personas importantes . Celebrarlo te servirá
nuevamente para empoderarte, y para crear buenas relaciones con los
demás. Trata de buscar a esas personas especiales que te han ayudado para
que sean tu red, esas personas que pueden estar a tu altura, a las que tú
mañana también podrás ayudar igual que ellas te han ayudado a ti.
Las relaciones personales son un motor de motivación, nos dan fuerza y
alegría, pero en ocasiones la pereza va apoderándose de ellas. La
celebración es un esfuerzo para que jamás dejes que la pereza te arrebate
uno de los mayores tesoros de la vida: las amistades. Tienes una nueva
fecha de celebración en tu calendario, házselo saber a todos tus grandes
amigos, es una fecha en la que celebráis que tú has salido de tu encierro,
festejáis tu liberación.
Lo celebramos por algo importante . Después de tanto sufrimiento, de
tanto esfuerzo, de tanta pelea, de tanto sacrificio, mereces un regalo. Esto es
mucho más que sacar unas oposiciones en el Ministerio de Justicia. Mucho
más que una lotería. Esto lo has hecho tú superando tus propios límites.
Esta pelea es la más difícil de ganar, la que se libra dentro de nosotros
mismos. Quien ha conseguido algo tan costoso merece un refuerzo, merece
un regalo. Esta es la razón, el porqué de tu celebración.
Debemos saber reconocer nuestro trabajo, debemos aprender a valorarnos,
debemos tener la valentía de darnos un cálido abrazo a nosotros mismos
cuando la pelea ha sido terrible y aprender a reconocer nuestros méritos. Sin
esperar a que nadie nos diga cuanto VALOR hemos tenido, sin necesitar la
aprobación del exterior.
Nosotros nos montaremos «nuestra fiesta» porque LA MERECEMOS.
Porque no estamos en el otro lado del maltrato por casualidad, la evasión
requiere coraje y al mirar nuestros miedos a la cara, eso es lo que hemos
conseguido: CORAJE.
Como el camino empieza por el final y al imaginar estamos ya abriendo el
camino, imaginar cómo va a ser tu celebración, dónde y con quién es el
principio para que se haga realidad. Y ahora dime qué querrías hacer para
recuperar tu «satisfacción personal». ¿Qué podrías hacer para dar un sentido
a tu vida?
Dame todos los detalles , estoy deseando conocerlos. Este es tu último
ejercicio y el principio de todo lo que está por llegar.
A partir de este momento tendrás que seguir un camino, aprender a confiar
en ti, saber qué necesitas para sentirte más fuerte y más feliz.
Si no hacemos nada con nuestra vida, es imposible que nos sintamos
satisfechos. El principio de la satisfacción personal es la acción. A tu
alcance tienes grandes antidepresivos: el ejercicio aeróbico, la luz natural,
las relaciones sociales, la música… Pero encontrar una misión en la vida
puede ser lo que más te empodere.
Compra una agenda y en ella escribe qué vas a hacer cada día que tenga
que ver con TU MISIÓN . No esperes a nadie para empezar, hazlo tú.
Hoy te puedo decir con mi mayor admiración y respeto, con alegría y
afecto: ¡Bienvenido al otro lado del muro!, donde estamos los que, como tú,
hemos realizado «la gran evasión». Reconozco en ti sufrimiento y dolor,
pero también la satisfacción de haber trazado un plan de acción y haberlo
logrado.
Recuerdo de pequeña vivir aterrada antes de ir al colegio, recuerdo no poder
dormir de la angustia, recuerdo estar llena de ira, deseando salir de ahí
como si estuviera atrapada en una jaula con fieras. Recuerdo querer
aprender Psicología para entender la maldad del ser humano con tan solo
doce años con la única intención de poder ayudar a quien sufría este tipo de
relaciones a salir de ahí.
Recuerdo haber sido testigo de un maltrato brutal en la preadolescencia,
recuerdo mi impotencia y frustración por no entender aquella situación.
Hoy, que soy el resultado de todo lo que he vivido y todo lo que estoy
comprometida a recordar, sé que aquí radica mi fortaleza. Soy tan fuerte por
mi sensibilidad, por mi experiencia, por mi lucha. Todo lo que he
aprendido, todo lo que he padecido, me ha dado las herramientas necesarias
para conseguir alcanzar mi propósito: ayudar a cualquier persona a salir de
estas relaciones.
Pero, hoy y ahora, me planteo una nueva meta, un nuevo reto. Para poder
terminar con algo debemos saber cómo funciona y mi próximo compromiso
será enseñar las claves de una nueva educación, de nuevas creencias, de
nuevos modelos, de nuevos conceptos. Porque hasta que no hagamos una
visión crítica de la «evolución» que se nos está proponiendo, no veremos
que bajo este disfraz vuelve a esconderse el mismo lobo.
Para erradicar esta lacra que hoy se extiende como el plástico en el mar,
tendremos que unirnos todos los que hemos realizado la evasión. Desde
nuestra experiencia, podemos compartir un mismo objetivo: poner un
interrogante a los valores, a los miedos que se divulgan y que se están
cobrando tantas víctimas.
Pero para eso tendremos que coger fuerzas y yo, en concreto, trazar un
nuevo plan de acción, un libro nuevo, un nuevo reto. Me gustaría contar
contigo en este camino. Compartimos una MISIÓN: hacer lo posible por
conseguir que las personas se relacionen mejor.
¿Empezamos?
¡GRACIAS!
Gracias por el tiempo que le has dedicado a leer
«¡ESCAPA DEL MAL TRATO!».
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aparecen en este libro y puedas llevarlos siempre
contigo te he preparado una PLANTILLA de
ACCIÓN. Accede a través de esta URL:
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