UN FUNESTO NOMBRE DE MUJER Miguel siempre deseó ser escritor. Desde niño ese fue su sueño. Su primer juguete fue un conjunto de módulos; diez con el contorno de los números y veintiocho con los signos de los sonidos lingüísticos. Con ellos floreció su precoz instrucción. Supo leer, y de cierto modo escribir, primero que ninguno de los niños de su tiempo. En sus juegos siempre desestimó los módulos de los números, prefiriendo esos otros con los que, muy pronto, pudo construir comprensibles términos como cielo o nube. Sin conocer el porqué, uno de esos módulos - el primero del repertorio sonoro - fue objeto de un misterioso repudio. Desde el principio lo despreció y el recurrente deseo de reproducir voces sin él, terminó convirtiendo el inocente juego en un persistente y penoso conflicto. Y esto empeoró desde que dejó de construir simples términos e inició el intento de componer textos siguiendo un guión. Evidentemente, el escribir omitiendo ese signo, no es imposible pero es en extremo difícil. El continuo esfuerzo, impropio de un niño, repercutió en su espíritu; corrido el tiempo, Miguel se volvió un joven introvertido y con un único entretenimiento: escribir cuentos con ese curioso estilo. Cumplidos los veinticinco, trocó su tedioso empleo de portero en un edificio por un puesto en un periódico. Primero cumplió funciones de simple meritorio, pero luego, en virtud de sus conocimientos pudo ser notero, cumpliéndo entonces sus viejos deseos de escribir en serio. Por un tiempo todo fue bien. Comenzó con un desempeño muy bueno e incluso obtuvo un cierto prestigio. Pero pronto volvieron los primitivos recelos y se inició un embrollo muy difícil de resolver; el inveterado empeño dejó de ser un mero juego y se convirtió en obsesión. El signo rebelde cobró condición de prohibido en el cerebro de Miguel, y llegó el momento en que incluso el propio monólogo interior tomó el insólito estilo de su escribir. Como es obvio, esto perjudicó su brillo y sencillez de sus textos; estos primero fueron confusos y luego oscuros e ininteligibles. Conciente de su impropio proceder en el empleo y temeroso por sus posibles efectos, pidió consejo, pero su mujer lo escuchó con evidente desinterés. Miguel le comentó sus desvelos, pero se estrelló en un muro de incomprensión. Y por fin llegó lo previsible: los superiores en el periódico no pudieron entender los móviles de Miguel y mucho menos, consentir su modo de escribir. Todo terminó con su expulsión. Miguel soportó el golpe con estoicismo, pero lo que le resultó poco menos que insufrible, fue el desmedido enojo de Mercedes. En efecto, su mujer, ni bien supo lo del despido, se enfureció y le endilgó un extenso repertorio de denuestos. Miguel intentó por todos los medios exponer los viejos miedos, pero fue inútil. Mercedes, con su sentido simple y directo, no logró entender el complicado y equívoco discurso de su esposo. El conflicto culminó irremisiblemente en divorcio, y el compungido Miguel se quedó sin empleo y sin mujer. Desde entonces quedó sumido en un punto de creciente depresión. Los meses fueron sucediéndose sin indicios de progreso en el espíritu de Miguel. En todo ese tiempo, el registro de términos con los que nutrir sus cuentos, fue su único recreo. Su retorno como portero en el edificio, le permitió subsistir, y de ese modo, pudo seguir ejerciendo su despropósito, en el difícil género elegido. Pero, por fin, un suceso logró conmover los sentidos de Miguel. Conoció otro espécimen femenino y lo recibió como un bienvenido consuelo. El encuentro le permitió emerger de su retiro y conocer un ser tierno, hermoso, y sobre todo, comprensivo. Un viento de sueños sopló entonces en el pecho de Miguel, pero solo duró lo que el dulce en el hocico del perro, pues los hechos se sucedieron con ritmo poco común. Un incidente, que no por previsible resultó menos sorpresivo, convirtió en polvo su reciente ilusión. ¿Cómo es tu nombre? le preguntó. Fue el principio del fin. El nombre detonó en su mente como un misil y el débil hilo de su juicio terminó de romperse. Todo dejó de tener sentido y desde ese momento tuvo un único objetivo: huir.... huir de ese mundo lleno de símbolos prohibidos e irse lejos de ese funesto nombre de mujer. Miguel se esfumó y solo dejó en pos de sí, un documento con un texto de difícil comprensión: "Me voy y no volveré. Lo siento, pero es imposible. Si no puedo escribir tu nombre, no te podré querer. Miguel". El pliego logró su destino, pero sirvió de muy poco: Amanda se quedó por siempre sin entender el porqué de lo efímero del encuentro con Miguel, y mucho menos, el de su incomprensible fin.Juan José Monetro Si intentásemos escribir un pequeño texto excluyendo totalmente la vocal A, veríamos que es una tarea CASI imposible. Esto se debe a que en nuestro idioma las vocales representan prácticamente el 50% del material fonético, correspondiéndole a la letra A aproximadamente un 16%. Juan José Montero, nacido en Montevideo, escribió "Un funesto nombre de mujer", por la extensión del texto, debería haber unas 380 letras A. No las hay.